Xenofobia: Siglo XX: Precursores             

 

Xenofobia: Principios del s.XX: Ideólogos precursores:
[Figuras como Paul Lagarde y Julius Langbehn eran tan conocidas como Freud, Klimt o Mann]. Y lo eran por ser tenazmente antimodernos, por no ver en las fantásticas y brillantes innovaciones de este período otra cosa que decadencia. Lagarde, un historiador experto en estudios bíblicos (otra de las áreas en las que la academia alemana era líder mundial indiscutible), odiaba la modernidad en la misma medida en que amaba el pasado. Creía en la grandeza humana y en la voluntad: la importancia de la razón, pensaba, era secundaria. Creía que las naciones tenían un alma y creía en el Deutschtum, el germanismo: pensaba que el país era encarnación de una raza única de héroes alemanes dotados de una voluntad sin igual. Lagarde fue otro de aquellos que esperaban el surgimiento de una nueva religión, una idea que muchos años más tarde llamaría la atención de Alfred Rosenberg, Göring y el mismísimo Hitler.

Lagarde criticaba al protestantismo por carecer de ritual y misterio, y consideraba que era poco más que un secularismo. Al defender la idea de una nueva religión, anotó que quería ver «una fusión de las antiguas doctrinas de los evangelios con las características nacionales de los alemanes». Ante todo, Lagarde buscaba el resurgimiento del pueblo alemán. En un principio, adoptó la idea de «migración interior»: el pueblo debía de encontrar la salvación en su interior; pero luego apoyó la idea de que Alemania se impusiera a todos los países no germanos del imperio austriaco. La razón para ello era que los alemanes eran superiores a todos los demás, en especial a los judíos que eran claramente inferiores.

El retrógrado Julius Langbehn:
En 1890 Julius Langbehn publicó Rembrandt als Erzieher (Rembrandt como maestro), un libro con el que se proponía denunciar el intelectualismo y la ciencia. El arte, y no la ciencia o la religión, era en su opinión la verdadera fuente del conocimiento y de la virtud. En la ciencia, pensaba se perdían las virtudes tradicionales alemanas: la simplicidad, la subjetividad, la individualidad. Rembrandt als Erzieher era «una protesta estridente contra el intelectualismo enrarecido de la Alemania moderna», el cual, en opinión de Langbehn, sofocaba la vida creativa; era una invitación al despertar de las energías irracionales del pueblo o de la tribu, el Volk-geist, sepultado durante tanto tiempo bajo capas y capas de Zivilisation. Rembrandt, «el perfecto alemán y un artista incomparable», se presentaba en esta obra como la antítesis de la cultura moderna y el modelo para la «tercera Reforma» alemana, un nuevo punto de inflexión. La idea dominante del libro era que el intelectualismo y la ciencia estaban destruyendo la cultura alemana, y que el único modo de regenerarla era a través de un renacimiento artístico, que reflejara las cualidades íntimas del gran pueblo alemán, y del ascenso al poder de individuos heroicos y artísticos en una sociedad nueva. Después de 1871, Alemania había perdido su estilo artístico y sus figuras más grandiosas, y para Langbehn, Berlín simbolizaba ante todo el mal en la cultura alemana. El veneno del comercio y el materialismo («manchesterismo» o, en ocasiones, Amerikanisierung) estaba corroyendo el antiguo espíritu de plaza fuerte prusiana. El deber del arte, sostenía Langbehn, era ennoblecer el espíritu, y por tanto el naturalismo, el realismo y cualquier tendencia que denunciara el tipo de injusticias sobre las que escritores como Zola o Mann llamaban la atención, eran anatema. En otras palabras, podría sostenerse (y se ha sostenido) que la Alemania del siglo XIX produjo un tipo especial de artista y un tipo especial de arte, introvertido y retrógrado, y que la fascinación y la obsesión alemanas por la Kultur hicieron salir de madre a la Zivilisation. Esto, entre otras cosas, constituyó el trasfondo profundo del surgimiento del racismo científico.

Racismo científico:
El racismo (científico) moderno emana de tres factores diferentes: la idea ilustrada de que la condición humana es en esencia un estado biológico (en oposición a uno teológico); el contacto más amplio entre las distintas razas provocado por las conquistas imperiales; y la aplicación equivocada del pensamiento darwiniano a la reflexión sobre las diversas culturas del mundo. Uno de los primeros divulgadores del racismo biológico fue Jules Virey, un médico francés que en 1841 presentó en la Académie de Médecine parisina sus ideas sobre «las causas biológicas de la civilización». Virey dividía a los pueblos del mundo en dos clases. Por un lado estaban los blancos, «que habían alcanzado un estadio de civilización más o menos perfecto», y por otro, los negros (los africanos, los asiáticos y los indígenas americanos), que estaban condenados a vivir en una «civilización siempre imperfecta». Virey se sentía muy pesimista respecto a la posibilidad de que los «negros» conquistaran la «civilización plena», y señalaba a propósito que mientras los animales domesticados por los pueblos blancos, como las vacas, tienen carne blanca, los animales salvajes, como los ciervos, tienen carne oscura. Aun entonces esto no se correspondía con los hallazgos de la ciencia (desde el siglo XVI se sabía que más allá de la piel, la carne humana tiene toda el mismo color), pero ello no impidió que Virey usara esta diferencia «básica» para justificar toda clase de conclusiones. Por ejemplo, sostuvo que «de la misma forma en que los animales salvajes eran por naturaleza la presa de los seres humanos, los humanos negros eran por naturaleza la presa de los humanos blancos». En otras palabras, lejos de ser una práctica cruel, la esclavitud era coherente con lo que se observaba en la naturaleza. Un nuevo elemento en la ecuación fue el desarrollo en el siglo XIX del pensamiento racista en el interior de Europa. En este sentido, una figura muy conocida es la de Arthur de Gobineau, quien en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (publicado en 1853-1855, esto es, antes de que Darwin propusiera su teoría de la selección natural, pero después de la aparición de Vestiges of Creation) aseguraba que las aristocracias alemana y francesa (recuérdese que se trataba de alguien que se había autoproclamado aristócrata) «conservaban las características originales de los arios», la raza humana primigenia, mientras que todas las demás personas eran una suerte de híbridos. Aunque esta idea nunca gozó de mucha popularidad, la supuesta diferencia entre los pueblos protestantes de Europa septentrional, trabajadores, piadosos e incluso taciturnos, y los católicos de Europa meridional, «latinos lánguidos, potencialmente pasivos y potencialmente despóticos», tuvo mucho más éxito. Y por tanto, quizá no sea sorprendente descubrir que muchos habitantes del norte (como sir Charles Dilke, por ejemplo) estuvieran convencidos de que las «razas» septentrionales, los anglosajones, los rusos y los chinos, serían en el futuro los líderes del mundo, mientras que las demás se convertirían en las «naciones moribundas» del planeta.

Lapouge:
El encargado de llevar este razonamiento al extremo fue otro francés, Georges Vacher de Lapouge (1854-1936). Lapouge, que se dedicó al estudió de cráneos antiguos, creía que las razas eran especies en proceso de formación, que las diferencias raciales eran «innatas e imposibles de erradicar» y que su posible integración era contraria a las leyes de la biología. En su opinión, Europa estaba poblada por tres grupos raciales: el Homo europaeus, alto, de piel clara y cráneo grande (dolicocéfalo); el Homo alpinus, algo más bajo y oscuro y de cabeza más pequeña (braquicéfalo); y por último el tipo mediterráneo, también de cabeza grande pero más bajo y de tez más oscura que el Homo alpinus. Lapouge consideraba que la democracia era un desastre y creía que los tipos braquicéfalos estaban conquistando el mundo. Pensaba que la proporción de individuos dolicocéfalos en Europa estaba disminuyendo debido a la emigración hacia Estados Unidos, y llegó a insinuar que se proporcionara alcohol sin costo alguno con la esperanza de que los peores tipos abusaran de él y se mataran entre sí. Y no estaba bromeando.

Darwinismo social extremo:
Tras la publicación de El origen de las especies, las ideas de Darwin no tardaron en superar el ámbito de la biología para empezar a ser aplicadas a la reflexión sobre el funcionamiento de las sociedades humanas. Estados Unidos fue el primer lugar en el que el darwinismo se popularizó. (La American Philosophical Society nombró a Darwin miembro honorario en 1869, diez años antes de que su propia universidad, la de Cambridge, le otorgara un título honorario. Sociólogos y pensadores estadounidenses como William Graham Sumner y Thorsten Veblen de la Universidad de Yale, Lester Ward de la Universidad de Brown, John Dewey de la Universidad de Chicago, William James, John Fiske y otros de la Universidad de Harvard, debatieron sobre la política, la guerra y la estratificación de las comunidades humanas en clases sociales diferenciadas a partir de las ideas darwinianas de «lucha por la supervivencia» y «supervivencia del más apto». Sumner creía que, aplicada al estudio de la humanidad, la nueva perspectiva propuesta por Darwin proporcionaba una explicación definitiva (y racional) del mundo. Su teoría, por ejemplo, daba cuenta de la economía del laissez-faire, la idea de libre competencia sin intervención tan popular entre los hombres de negocios. Otros consideraban que explicaba la estructura imperial que dominaba el mundo, ya que las razas blancas «aptas» se encontraban «por naturaleza» por encima de las razas «degeneradas» de otros colores. [*] Fiske y Veblen, cuya Teoría de la clase ociosa se publicó en 1899, rechazaban por completo la identificación de las clases acomodadas con los más aptos en términos biológicos propuesta por Sumner. Veblen, de hecho, invirtió este razonamiento al argumentar que las personas «seleccionadas para dominar» en el mundo de los negocios eran poco más que bárbaros, un «retroceso» hacia una forma de sociedad más primitiva. En los países de habla alemana, había una verdadera constelación de científicos y pseudocientíficos, filósofos y pseudofilósofos, intelectuales y pseudointelectuales, que competían entre sí por ganarse la atención del público. El zoólogo y geógrafo Friedrich Ratzel sostuvo que todos los organismos vivos se enfrentaban entre sí en una Kampf um Raum, una lucha por el espacio, en la que los vencedores expulsaban a los vencidos. Este conflicto se extendía también al mundo humano, en el que las razas exitosas necesitaban ampliar su espacio vital, Lebensraum, si querían evitar la decadencia. Ernst Haeckel (1834-1919), zoólogo de la Universidad de Jena, adoptó el darwinismo social como una segunda naturaleza: en su opinión, la palabra «lucha» era «el santo y seña de la época». No obstante, Haeckel era un defensor apasionado de la herencia de los caracteres adquiridos y, a diferencia de Spencer, fue partidario de un estado fuerte. Esta concepción, sumada a su racismo y antisemitismo combativos, ha hecho que se le considere como una especie de protonazi. Para Houston Stewart Chamberlain (1855-1927), el hijo renegado de un almirante británico que se estableció en Alemania y se casó con la hija de Wagner, la lucha racial resultaba «fundamental para un entendimiento “científico” de la historia y la cultura». Chamberlain describía la historia de Occidente «como un conflicto incesante entre los arios, espirituales y creadores de cultura, y los judíos, mercenarios y militaristas» (su primera esposa era medio judía). Según él, los pueblos germánicos eran los últimos vestigios de los antiguos arios, pero su mezcla con otras razas los había debilitado.

Max Nordau (1849-1923):
Nacido en Budapest, era como Durkheim hijo de un rabino. Su título más conocido es Entartung (Degeneración), obra en dos volúmenes que pese a sus seiscientas páginas se convirtió en un éxito de ventas internacional. Nordau estaba convencido de que había una «grave epidemia mental, una especie de peste negra de degeneración e histeria» que afectaba a Europa y socavaba su vitalidad, una enfermedad que se manifestaba en una amplia variedad de síntomas: «ojos estrábicos, orejas imperfectas, raquitismo… pesimismo, apatía, impulsividad, sentimentalismo, misticismo y una falta absoluta del sentido del bien y el mal». Había indicios de decadencia dondequiera que miraba. En su opinión, por ejemplo, la obra de los pintores impresionistas era consecuencia de una degeneración fisiológica, el nistagmo, la oscilación espasmódica del globo ocular, lo que provocaba que sus pinturas fueran borrosas y confusas. En los textos de Baudelaire, Wilde y Nietzsche, Nordau advertía un «egocentrismo desmesurado», y pensaba que las novelas de Zola estaban «obsesionadas con la suciedad». Nordau creía que la sociedad industrializada era la causante de esta degeneración, debida, literalmente, a la forma en que los trenes, barcos de vapor, teléfonos y fábricas desgastaban a sus líderes. Tras visitar a Nordau, Freud anotó que era un individuo de una vanidad insoportable que carecía de todo sentido del humor. Fue en Austria, más que en cualquier otro país de Europa, donde el darwinismo social no se quedó en mera teoría.

Dos líderes políticos, Georg von Schönerer y Karl Lueger, crearon plataformas políticas que insistían en dos aspectos que consideraban emparentados: en primer lugar, la búsqueda del poder para los campesinos, a los que se consideraba «incontaminados» por no haber tenido contacto con la corrupción de las ciudades; y en segundo lugar, la promoción de un virulento antisemitismo, que presentaba a los judíos como la encarnación de la degeneración. Fue este miasma ideológico el que recibió al joven Adolf Hitler cuando visitó Viena por primera vez en 1907 para presentarse a la escuela de arte de la ciudad.

    La invención pafletaria antijudía Los protocolos de los sabios de Sion había sido publicada en 1902. A pesar de la absurdidad de sus afirmaciones el libro causó una enorme influencia en el ideario racial de Hitler, que empieza a citarlo en sus discursos a partir de 1921. Goebbels afirmaba públicamente su veracidad y actualidad ante la amenaza judía del momento. El régimen convertiría el libro en lectura obligatoria para los estudiantes alemanes. Uno de los planes del falso complot para la subversión consistía en la propagación del darwinismo junto con otras ideologías perniciosas como el marxismo.

En contraste con lo ocurrido en los países de habla alemana, el avance del darwinismo en Francia fue relativamente lento, sin embargo, cuando éste finalmente prendió, el país desarrolló su propio (y apasionado) darwinismo social. En su Origines de l’homme et des sociétés, Clémence Auguste Royer adoptó una línea darwinista social dura, que consideraba a la raza «aria» superior a todas las demás razas y en la que la guerra entre ellas aparecía como algo inevitable que beneficiaba al progreso.

En Rusia, el anarquista Peter Kropotkin (1842-1921) publicó en 1902 su libro El apoyo mutuo, en el que proponía una perspectiva radicalmente distinta, al sostener que aunque la competencia era un hecho de la vida sobre el que no había duda alguna, también la cooperación lo era, y que ésta tenía tal predominio en el reino animal que podía considerársela una ley natural. Al igual que Veblen, presentó un modelo alternativo al defendido por los seguidores de Spencer que condenaba la violencia como algo anormal. El darwinismo social se comparó en su momento con el marxismo, lo que no resulta especialmente sorprendente, y de hecho no sólo lo hicieron los intelectuales rusos. Razonamientos similares se escucharon al otro lado del Atlántico, en el sur de Estados Unidos. El darwinismo afirmaba que todas las razas tenían un origen común y en este sentido proporcionaba un argumento contra la esclavitud, y como tal lo empleó Chester Loring Brace. Sin embargo, otros sostuvieron precisamente lo contrario. Uno de ellos fue el geólogo Joseph le Conte (1823-1901), quien al igual que Lapouge o Ratzel era un hombre educado, y no precisamente un campesino sureño: cuando su libro The Race Problem in the South (El problema racial en el sur) apareció en 1892, era el respetadísimo presidente de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia. Su razonamiento era brutalmente darwiniano. En su opinión, cuando dos razas entraban en contacto, una estaba destinada a dominar a la otra.

Eugenesia:
El efecto político más inmediato del darwinismo social fue el movimiento eugenésico, que quedó establecido para comienzos del nuevo siglo. Aunque todos los autores mencionados en las páginas anteriores desempeñaron algún papel en su formación, su progenitor más directo, su verdadero padre, fue un primo de Darwin: Francis Galton (1822-1911). En un artículo publicado en 1904 (en el American Journal of Sociology), Galton expuso la idea que consideraba la esencia de la eugenesia, a saber, que la «inferioridad» y «superioridad» podían describirse y medirse de manera objetiva. El racismo o, en el mejor de los casos, el etnocentrismo inflexible lo impregnaba entonces todo. (Peter Watson)


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