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Posguerra y desplazamiento de refugiados - Tony Judt:
Duras condiciones de vida:
Sobrevivir a la guerra era una cosa, y sobrevivir a la paz, otra. Gracias a la pronta y eficaz intervención de la recientemente creada Administración de Socorro y Rehabilitación de las Naciones Unidas (UNRRA) y de los ejércitos de ocupación aliados pudo evitarse la propagación a gran escala de epidemias y enfermedades contagiosas —el recuerdo de la gripe asiática que asoló Europa como secuela de la Primera Guerra Mundial todavía estaba reciente—. No obstante, la situación era bastante deprimente. Durante gran parte de 1945, la población de Viena subsistió con una ingesta de 800 calorías diarias; en Budapest, en diciembre de 1945, la ración era de 556 calorías al día (los niños de las guarderías recibían 800). Durante el «invierno hambriento» de 1944-1945 en Holanda (cuando algunas partes del país ya habían sido liberadas), la ración de calorías semanales descendió en algunas regiones por debajo de la prescripción diaria recomendada por la Fuerza Expedicionaria Aliada para sus soldados, a consecuencia de lo cual murieron 16.000 ciudadanos holandeses, en su mayoría ancianos y niños. En Alemania, donde la ingesta media por adulto había sido de 2.445 calorías por día en 1940-1941, y de 2.078 en 1943, ésta descendió a 1.412 en el año 1945-1946. Pero esto no era más que un promedio. En junio de 1945, en la zona ocupada por los americanos, la ración diaria oficial para los consumidores alemanes «normales» (sin contar a las categorías de trabajadores favorecidas) se mantuvo en sólo 860 calorías. Estas cifras dotan de lamentable sentido al chiste que corría por la Alemania en guerra: «Disfruta de la guerra, la paz será terrible». Pero la situación no era mucho mejor en la mayor parte de Italia, y era aún algo peor en algunos distritos de Yugoslavia y Grecia. El problema radicaba en parte en las granjas destruidas, en parte en las comunicaciones interrumpidas y, principalmente, en el mero número de bocas, indefensas e improductivas, que había que alimentar. En los lugares donde los agricultores europeos podían cultivar alimentos, se mostraban reacios a suministrarlos a las ciudades. La mayoría de las monedas europeas carecía de valor, pero incluso aunque hubieran existido los medios para pagar a los campesinos por su comida con alguna divisa fuerte, éstos no se habrían sentido muy atraídos, dado que no había nada que comprar. Por tanto, la comida aparecía sólo en el mercado negro, si bien a unos precios que sólo los delincuentes, los ricos y las fuerzas de ocupación podían pagar.

Enfemedades:
Entre tanto, la gente pasaba hambre y caía enferma. Una tercera parte de la población del Pireo, en Grecia, sufrió de tracoma en 1945 debido a una grave deficiencia de la vitamina C. Durante un brote de disentería producido en Berlín en julio de 1945, como resultado de los daños en los sistemas de depuración y la contaminación del agua, se produjeron 66 muertes infantiles por cada 100 nacimientos. Robert Murphy, el asesor político de Estados Unidos para Alemania, informó en octubre de 1945 de que en la estación de ferrocarril de Lehrter, en Berlín, moría un promedio de 10 personas diarias por agotamiento, desnutrición y enfermedad. En la zona británica de Berlín, en diciembre de 1945, la tasa de muertes de niños menores de un año fue de uno de cada cuatro, mientras que durante ese mismo mes se produjeron 1.023 nuevos casos de tifus y 2.193 de difteria. En el verano de 1945, durante muchas semanas tras el fin de la guerra, existió un grave riesgo, especialmente en Berlín, de enfermar a consecuencia de la putrefacción de los cadáveres. En Varsovia, una de cada cinco personas padecía tuberculosis. Las autoridades checoslovacas informaron en enero de 1946 de que la mitad de los 700.000 niños necesitados que vivían en el campo resultaron infectados por la enfermedad. Los niños de toda Europa sufrían enfermedades debidas a las privaciones, especialmente tuberculosis y raquitismo, pero también pelagra, disentería e impétigo. Los niños enfermos contaban con pocos recursos: sólo existía un hospital con cincuenta camas para los 90.000 niños de la Varsovia liberada. Por otra parte, los niños sanos morían a causa de la escasez de leche (en 1944-1945 se habían sacrificado millones de cabezas de ganado en las batallas del sur y el este de Europa) y la mayoría sufría una desnutrición crónica. La mortalidad infantil en Viena alcanzó casi cuatro veces la tasa de 1938. Incluso en las relativamente prósperas calles de las ciudades occidentales los niños pasaban hambre y la comida estaba sometida a un estricto racionamiento.

Refugiados:
El problema de la alimentación, la vivienda, la ropa y el cuidado de los maltratados civiles europeos (y los millones de soldados prisioneros de las antiguas potencias del Eje) se vio complicado y magnificado por la insólita magnitud de la crisis de los refugiados. Esto era algo nuevo en la historia europea. Todas las guerras trastornan la vida de los no combatientes, acarreando la destrucción de sus tierras y sus hogares, la interrupción de las comunicaciones, el alistamiento y la muerte de maridos, padres o hijos. Sin embargo, en la Segunda Guerra Mundial fueron las políticas estatales más que el conflicto armado las que causaron los peores daños. Stalin había continuado con sus prácticas anteriores a la guerra de trasladar poblaciones enteras de un lado a otro del imperio soviético. Más de un millón de personas fueron deportadas al este desde la Polonia ocupada por la URSS, la Ucrania occidental y las tierras bálticas, entre 1939 y 1941. Durante estos mismos años, los nazis expulsaron a 750.000 campesinos polacos hacia el este, desde el oeste de Polonia, ofreciéndoles las tierras desalojadas a los Volksdeutsche, personas de etnia alemana procedentes de la Europa oriental ocupada, a los que se invitaba a «volver a su casa», el recién expandido Reich. Este ofrecimiento atrajo a unos 120.000 alemanes bálticos, a 136.000 de la Polonia ocupada por los soviéticos, a 200.000 de Rumanía y a otros muchos, todos los cuales serían nuevamente expulsados pocos años más tarde. La política de Hitler de traslados raciales y genocidio en los territorios alemanes recién conquistados en el este debe por tanto entenderse en relación directa con el proyecto nazi de devolver al Reich (y restablecer en las recién desalojadas propiedades de sus víctimas) todos los remotos asentamientos germanos que se remontaban a la época medieval. Los alemanes expulsaron a los eslavos, exterminaron a los judíos e importaron mano de obra esclava tanto del oeste como del este. Entre ambos, Stalin y Hitler, desarraigaron, trasplantaron, expulsaron, deportaron y dispersaron a unos 30 millones de personas entre los años 1939 y 1943. Con la retirada de los ejércitos del Eje, el proceso fue el contrario. Los recién asentados alemanes se sumaron a los millones de comunidades alemanas establecidas por el este de Europa en su precipitada huida del Ejército Rojo. Los que consiguieron llegar sanos y salvos a Alemania se reunieron allí con otra hormigueante multitud de personas desplazadas. William Byford-Jones, un oficial del ejército británico, describió así la situación de 1945: ¡Desechos humanos! Mujeres que habían perdido a sus maridos e hijos, hombres que habían perdido a sus mujeres; hombres y mujeres que habían perdido sus hogares y a sus hijos; familias que habían perdido enormes granjas y fincas, tiendas, destilerías, fábricas, molinos, mansiones. También había niños pequeños que vagaban solos, cargando con un hatillo, llevando una patética etiqueta pegada. Sus madres habían sido separadas de ellos por algún motivo, o bien habían muerto y habían sido enterradas por otras personas desplazadas en algún punto al borde del camino. Del este llegaban bálticos, polacos, ucranianos, cosacos, húngaros, rumanos y personas de otras nacionalidades: algunos simplemente huían de los horrores de la guerra, otros escapaban al oeste para evitar caer bajo el dominio comunista. Un reportero del New York Times describía una columna formada por 24.000 cosacos y sus familias que avanzaban por el sur de Austria como una estampa «exactamente igual a la que un artista podría haber pintado en los tiempos de las guerras napoleónicas». Desde los Balcanes no sólo llegaban etnias germanas, sino también más de 100.000 croatas del derrocado régimen fascista de Ante Pavelic que huían de la ira de los partisanos de Tito.

Alemania:
En Alemania y Austria, además de los millones de soldados de la Wehrmacht que habían sido hechos prisioneros por los aliados y de los recién liberados aliados de los campos de prisioneros alemanes, había muchos no alemanes que habían luchado contra los aliados junto a los alemanes o bajo el mando alemán: soldados rusos, ucranianos y de otras latitudes, pertenecientes al ejército antisoviético del general Andrei Vlasov; voluntarios de la Waffen SS procedentes de Noruega, Holanda, Bélgica y Francia; y combatientes auxiliares, personal de los campos de concentración y personas reclutadas abundantemente en Letonia, Ucrania, Croacia y otros muchos lugares. Todos ellos tenían buenas razones para tratar de escapar a las represalias soviéticas. Además estaban los hombres y mujeres recién liberados que habían sido reclutados por los nazis para trabajar en Alemania. Éstos habían sido trasladados a las granjas y fábricas alemanas desde cualquier lugar del continente y sumaban muchos millones, repartidos entre Alemania propiamente dicha y sus territorios anexionados, y en 1945 constituían el contingente más numeroso de personas desplazadas por los nazis. La emigración económica forzosa fue de este modo la principal experiencia social de la Segunda Guerra Mundial para muchos civiles europeos, incluidos 280.000 italianos obligados a trasladarse a Alemania por su anterior aliado, tras la capitulación de Italia ante los aliados en septiembre de 1943. La mayoría de los trabajadores extranjeros en Alemania habían sido llevados allí contra su voluntad, pero no todos. Algunos trabajadores extranjeros atrapados por la estela de la derrota alemana en mayo de 1945 habían llegado allí por su propia voluntad, como por ejemplo los holandeses que aceptaron ofertas para trabajar en la Alemania nazi con anterioridad a 1939 y que se quedaron allí.

Incluso con los irrisorios salarios pagados por los empresarios alemanes, los hombres y mujeres de la Europa del Este, los Balcanes, Francia y los países del Benelux estaban por lo general mejor que si se hubieran quedado en sus respectivos países. Tampoco los trabajadores soviéticos (que en septiembre de 1944 sumaban más de dos millones en Alemania), aunque hubieran sido conducidos a Alemania a la fuerza, lamentaban necesariamente encontrarse allí. Como recuerda una de ellos, Elena Skrjabena, «ninguno se quejaba de que los alemanes les hubieran enviado a trabajar a sus industrias, ya que para todos ellos ésta era la única posibilidad de salir de la Unión Soviética». Otro grupo de desplazados, los supervivientes de los campos de concentración, se sentían de forma muy diferente. Sus «delitos» habían sido diversos: la oposición política o religiosa al nazismo o al fascismo, la resistencia armada, castigos colectivos por el ataque a soldados o instalaciones de la Wehrmacht, leves transgresiones a las normas de ocupación, actividades delictivas reales o inventadas o haber contravenido las leyes raciales nazis. Estas personas habían conseguido sobrevivir a campos de concentración donde se amontonaban los cadáveres y existían todo tipo de enfermedades endémicas: disentería, tuberculosis, difteria, fiebres tifoideas, tifus, bronconeumonía, gastroenteritis, gangrena y otras muchas. Pero incluso estos supervivientes habían salido mejor parados que los judíos, dado que no habían sido exterminados colectiva y sistemáticamente. Judíos quedaron pocos. De los que llegaron a ser liberados, 4 de cada 10 murieron a las pocas semanas de la llegada de los ejércitos aliados, dado que la gravedad de su estado superaba los conocimientos de la medicina occidental. Pero los judíos supervivientes, como la mayoría de los otros sin techo de Europa, se abrieron camino en Alemania, ya que allí se ubicarían los organismos y campamentos aliados, y, de todos modos, el este de Europa todavía no era seguro para los judíos. Muchos de los judíos supervivientes de Polonia se marcharon definitivamente de allí tras una serie de pogromos que tuvieron lugar durante la postguerra: 63.387 de ellos llegaron a Alemania procedentes de Polonia entre julio y septiembre de 1946. Por tanto, lo que ocurrió en 1945, y llevaba al menos un año produciéndose, fue un ejercicio de limpieza étnica y traslado de poblaciones sin precedentes. En parte ello fue resultado de una separación étnica «voluntaria», como la de los supervivientes judíos que abandonaron Polonia porque se sentían inseguros y rechazados, o la de los italianos que prefirieron partir de la península de Istria a vivir bajo el dominio yugoslavo. Muchas minorías étnicas que habían colaborado con las fuerzas de ocupación (los italianos en Yugoslavia, los húngaros en el anteriormente ocupado norte de Transilvania, ahora devuelto al control rumano, los ucranianos en la Unión Soviética occidental, etcétera) huyeron uniéndose a las fuerzas en retirada de la Wehrmacht, a fin de evitar las represalias de la mayoría local o del Ejército Rojo en su avance, y no regresaron jamás. Puede que su marcha no obedeciera a un mandato legal o a la decisión de las autoridades locales, pero las alternativas eran escasas. No obstante, en otros lugares existía una política oficial en vigor bastante antes de que acabara la guerra. Los alemanes fueron por supuesto los pioneros en aplicarla, con la expulsión y el genocidio de los judíos y la evacuación masiva de polacos y personas de otras nacionalidades eslavas. Entre 1939 y 1943, bajo el Eje alemán, rumanos y húngaros fueron traídos y llevados a un lado y otro de las nuevas fronteras de la disputada Transilvania. Las autoridades soviéticas maquinaron a su vez una serie de intercambios de población entre Ucrania y Polonia; un millón de polacos de lo que hoy es Ucrania occidental huyeron o fueron expulsados de sus casas, mientras que medio millón de ucranianos salieron de Polonia hacia la Unión Soviética entre octubre de 1944 y junio de 1946. En el curso de escasos meses, lo que antes había sido una región de credos, lenguas y comunidades entremezcladas, se convirtió en dos territorios diferenciados y de una sola etnia. Bulgaria transfirió 160.000 turcos a Turquía; Checoslovaquia, a tenor de un acuerdo firmado con Hungría en febrero de 1946, cambió a los 120.000 eslovacos que vivían en Hungría por un número equivalente de húngaros residentes en las comunidades del norte del Danubio, en Eslovaquia. También se efectuaron intercambios de este tipo entre Polonia y Lituania y entre Checoslovaquia y la Unión Soviética; 400.000 personas del sur de Yugoslavia fueron trasladadas a las tierras del norte para reemplazar a 600.000 alemanes e italianos que acababan de abandonarlas. Ni en éste ni en ninguno de los demás casos se consultó a las poblaciones afectadas. Pero el contingente más numeroso de los afectados fue el alemán. Los alemanes de la Europa del Este probablemente hubieran huido hacia el oeste en cualquier caso: en 1945 no se les quería ni siquiera en países donde sus familias llevaban asentadas cientos de años. Entre el deseo popular genuino de castigar a los alemanes locales por los estragos de la guerra y la utilización de este sentimiento por los gobiernos de postguerra, las comunidades germanoparlantes de Yugoslavia, Hungría, Checoslovaquia, Polonia, la región báltica y el oeste de la Unión Soviética estaban perdidas, y lo sabían. Llegado el momento no tuvieron elección. Ya en 1942 los británicos habían accedido en privado a las peticiones checas de que pasada la guerra se expulsara a la población alemana de los Sudetes, y los rusos y los estadounidenses las aceptaron al año siguiente. El 19 de mayo de 1945, el presidente Edvard Bene, de Checoslovaquia, declaró: «Hemos decidido eliminar el problema alemán en nuestra república de una vez por todas».

Los alemanes (al igual que los húngaros y otros «traidores») tuvieron que poner sus propiedades bajo el control estatal. En junio de 1945 se les expropiaron las tierras y el 2 de agosto de aquel año perdieron su ciudadanía checoslovaca. Cerca de tres millones de alemanes, la mayoría procedentes de la región checa de los Sudetes, fueron entonces expulsados a Alemania en el curso de los siguientes dieciocho meses. Aproximadamente 267.000 de ellos murieron durante esta evacuación. Mientras que los alemanes habían representado el 29 por ciento de la población de Bohemia y Moravia en 1930, en el censo de 1950 no constituían más que el 1,8 por ciento. Otros 623.000 alemanes fueron expulsados de Hungría, 786.000 de Rumanía, aproximadamente medio millón de Yugoslavia y 1,3 millones de Polonia. Pero, sin duda, el mayor número de refugiados alemanes procedía de los antiguos territorios del este de la propia Alemania: Silesia, la Prusia Oriental, la Pomerania del este y Brandenburgo del este. En la conferencia de Potsdam celebrada entre Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS (desde el 17 de julio al 2 de agosto de 1945), se pactó, como queda reflejado en el artículo XIII del acuerdo allí suscrito, que estos tres gobiernos «reconocían que debía efectuarse la transferencia a Alemania de las poblaciones alemanas, o parte de las mismas, que quedaban en Polonia, Checoslovaquia y Hungría». En parte, esto venía meramente a refrendar lo que ya había sucedido, pero además representaba el reconocimiento formal de las implicaciones de desplazar las fronteras de Polonia hacia el oeste. Unos siete millones de alemanes se encontrarían ahora en Polonia, y las autoridades polacas (y las fuerzas de ocupación soviéticas) querían sacarles de allí, entre otras cosas para que los polacos y el resto de personas que hubieran perdido las tierras que tenían en las regiones del este, ahora absorbidas dentro de la URSS, pudieran a su vez ser reubicadas en los nuevos territorios situados más hacia el oeste. El resultado fue el reconocimiento de iure de una nueva realidad. La Europa del Este se había visto despojada por la fuerza de sus poblaciones germanas: como Stalin había prometido en septiembre de 1941, él había devuelto «la Prusia Oriental a Eslavia, adonde pertenecía». En la Declaración de Potsdam se acordaba que «cualquier transferencia que tuviera lugar, debería efectuarse de forma ordenada y humanitaria», pero, dadas las circunstancias, aquello era poco probable. Algunos observadores occidentales estaban espantados del tratamiento dispensado a las comunidades germanas. Anne O'Hare McCormick, corresponsal del New York Times, registraba así sus impresiones el 23 de octubre de 1946: «Las dimensiones de este reasentamiento y las condiciones en las que tiene lugar no tienen precedentes en la historia. Nadie que haya presenciado sus horrores puede dudar de que se trata de un crimen contra la humanidad por el que la historia exigirá un terrible castigo». Pero la historia no ha exigido ningún castigo. De hecho, los 13 millones de expulsados fueron asentados e integrados en la sociedad de la Alemania Occidental con notable éxito, aunque el recuerdo permanece y, en Baviera (adonde fueron muchos de ellos), este tema despierta todavía sentimientos muy intensos. Puede que para los oídos contemporáneos resulte un poco chocante la descripción de las expulsiones de alemanes como un «crimen contra la humanidad» tan sólo unos meses después de la revelación de unos crímenes de una magnitud completamente distinta cometidos en nombre de estos mismos alemanes. Pero entonces los alemanes estaban vivos y presentes, mientras que sus víctimas, sobre todo los judíos, se encontraban en su mayoría muertos y desaparecidos. Como escribiría Telford Taylor, el abogado de la acusación durante los juicios de la cúpula nazi celebrados en Núremberg, varias décadas después, existía una diferencia esencial entre las expulsiones de la postguerra y las evacuaciones de población en tiempo de guerra «en las que los que efectuaban las expulsiones acompañaban a los expulsados para asegurarse de encerrarlos en guetos, matarlos o utilizarlos para trabajos forzosos». Al final de la Primera Guerra Mundial fueron las fronteras las que se reinventaron y ajustaron, mientras que en general no se movió a la gente.

Después de 1945 ocurrió todo lo contrario; salvo una notable excepción, las fronteras se mantuvieron esencialmente intactas y fue a la gente a la que se la cambió de lugar. Los políticos occidentales tenían la impresión de que la Sociedad de Naciones y las cláusulas sobre minorías incluidas en los Tratados de Versalles habían fracasado, y de que sería un error tratar siquiera de resucitarlas. Ésta fue la razón por la que accedieron tan fácilmente a las transferencias de población. Si no se podía proporcionar una protección eficaz a las minorías supervivientes de Europa central y del Este, lo mejor era enviarlas a lugares más adecuados. Aunque el término «limpieza étnica» no existiera entonces, no hay duda de que en la realidad sí, a pesar de que no suscitara la desaprobación o el oprobio general. La excepción, como tantas veces, fue Polonia. La recomposición geográfica de Polonia, que perdió más de 110.000 kilómetros cuadrados de sus territorios a favor de Rusia que le fueron compensados con unos 64.000 kilómetros cuadrados de unas tierras bastante mejores pertenecientes a los territorios alemanes al este de los ríos Oder y Neisse, fue dramática y trascendental para los polacos, ucranianos y alemanes de los territorios afectados. Pero en la coyuntura de 1945 era insólita, y debería entenderse más bien como parte del ajuste territorial general que Stalin impuso a todo lo largo de los límites occidentales de su imperio: recuperar Besarabia, bajo el dominio rumano; arrebatar la Bucovina y la Rutenia al sur de los Cárpatos a Rumanía y Checoslovaquia, respectivamente; absorber los Estados bálticos e incorporarlos a la Unión Soviética, y retener la península de Carelia, arrancada a Finlandia durante la guerra. Al oeste de las nuevas fronteras de la Unión Soviética hubo pocos cambios. Bulgaria recuperó una franja de tierra de la región rumana de Dobrudja; los checoslovacos obtuvieron de Hungría (una potencia del Eje derrotada y por tanto incapaz de oponerse) tres pueblos de la orilla derecha del Danubio, frente a Bratislava; Tito consiguió mantener parte del territorio anteriormente italiano situado en los aledaños de Trieste, en la Venecia Julia, ocupado por sus fuerzas al final de la guerra. En el resto de los casos, se devolvieron los territorios tomados por la fuerza entre 1938 y 1945 y se restauró su anterior statu quo. Salvo algunas excepciones, el resultado fue una Europa de Estados nacionales más étnicamente homogénea que nunca. Por supuesto, la Unión Soviética continuó siendo un imperio multinacional. Yugoslavia no perdió un ápice de su complejidad étnica, a pesar de las sangrientas luchas entre comunidades producidas durante la guerra. Rumanía siguió manteniendo una considerable minoría húngara en Transilvania y un incontable número (millones) de gitanos. Pero Polonia, cuya población polaca no superaba el 68 por ciento en 1938, pasó a estar abrumadoramente poblada de polacos en 1946. Alemania era casi toda alemana (descontando a los refugiados temporales y a las personas desplazadas); Checoslovaquia, cuya población anterior a Múnich era un 22 por ciento alemana, 5 por ciento húngara, 3 por ciento cárpato-ucraniana y 1,5 por ciento judía, era ahora casi exclusivamente checa y eslovaca: de los 55.000 judíos checoslovacos que sobrevivieron a la guerra, todos, salvo 16.000, se marcharían antes de 1950. Las antiguas diásporas de Europa, como la de los griegos y los turcos en el sur de los Balcanes y alrededor del Mar Negro, los italianos en Dalmacia, los húngaros en Transilvania y el norte de los Balcanes, los polacos en Volinia (Ucrania), Lituania y Bucovina, los alemanes desde el Báltico hasta el Mar Negro, desde el Rin hasta el Volga, y los judíos en todas partes, fueron extinguiéndose y finalmente desaparecieron. Nacía una Europa nueva y «más ordenada». Gran parte de la gestión inicial de las personas desplazadas y los refugiados (congregarlos, establecer campos para ellos y proporcionarles comida, ropa y asistencia médica) la asumieron por los ejércitos aliados que ocupaban Alemania, especialmente el de Estados Unidos. No había otra autoridad en Alemania, ni tampoco en Austria y el norte de Italia, las otras áreas donde se congregaban los refugiados. Sólo el ejército tenía los recursos y la capacidad organizativa necesarios para administrar un contingente demográfico equivalente a un país de tamaño medio. Se trataba de una responsabilidad sin precedentes para una enorme maquinaria militar que, sólo unas semanas antes, se había dedicado casi exclusivamente a la tarea de luchar contra la Wehrmacht. Tal y como lo expresó el general Dwight D. Eisenhower (Comandante en Jefe de las Fuerzas Aliadas) al informar al presidente Harry Truman el 8 de octubre de 1945 en respuesta a las críticas dirigidas a la gestión militar de los refugiados y supervivientes de los campos de concentración: «En ciertos casos hemos estado por debajo del nivel requerido, pero me gustaría señalar que todo un ejército ha tenido que enfrentarse al complicado problema de adaptar sus labores de combate a las de repatriación de masas y a continuación a la fase estacionaria actual, con su problemática específica de asistencia social». Sin embargo, una vez establecido el sistema de los campos, la responsabilidad del cuidado y en su caso la repatriación o el reasentamiento de los millones de desplazados recayó cada vez más en la Administración de Socorro y Rehabilitación de las Naciones Unidas. La UNRRA se fundó el 9 de noviembre de 1943 en una reunión celebrada en Washington a la que asistieron representantes de 44 futuros miembros de las Naciones Unidas, con el fin de prever las posibles necesidades que surgirían durante la postguerra, y más tarde desempeñaría un papel crucial en las situaciones de emergencia de la postguerra. Este organismo gastó 10.000 millones de dólares entre julio de 1945 y junio de 1947, casi en su totalidad aportados por los gobiernos de Estados Unidos, Canadá y Reino Unido. Gran parte de esta ayuda se destinó a los antiguos aliados de la Europa del Este (Polonia, Yugoslavia y Checoslovaquia) y a la Unión Soviética, así como a la gestión de las personas desplazadas en Alemania y otros lugares. De los antiguos países del Eje, sólo Hungría recibió ayuda de la UNRRA, si bien no mucha, en realidad. A finales de 1945, la UNRRA tenía en funcionamiento en Alemania 227 campos y centros de asistencia para personas desplazadas y refugiados, más otros 25 en la vecina Austria, y un puñado de ellos repartidos por Francia y los países del Benelux. Para junio de 1947, el número de estos centros era de 762 en Europa Occidental, y en su gran mayoría estaban situados en las zonas occidentales de Alemania. El número máximo de civiles liberados de las Naciones Unidas (es decir, sin incluir a los ciudadanos de los antiguos países del Eje) se alcanzó en septiembre de 1945 y fue de 6.795.000, a los cuales habría que añadir otros 7 millones que estaban bajo la autoridad soviética más los muchos millones de alemanes desplazados. En cuanto a las nacionalidades, los grupos más numerosos eran los de la Unión Soviética, integrados por prisioneros liberados y antiguos internos de los campos de trabajos forzosos. A este grupo le seguían 2 millones de franceses (prisioneros de guerra, trabajadores y deportados), 1,6 millones de polacos, 700.000 italianos, 350.000 checos, más de 300.000 holandeses, 300.000 belgas e innumerables más. El suministro de alimentos de la UNRRA desempeñó un papel vital, especialmente en el caso de Yugoslavia: sin la ayuda de este organismo, el número de muertes habría sido mucho mayor entre los años 1945 y 1947. En Polonia, la UNRRA contribuyó a mantener el consumo de alimentos en un 60 por ciento respecto a los niveles anteriores a la guerra, y en un 80 por ciento en el caso de Checoslovaquia. En Alemania y Austria compartió la responsabilidad de la gestión de los desplazados y refugiados con la Organización Internacional para los Refugiados (IRO), cuyos estatutos fueron aprobados por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1946. La IRO también estaba financiada por las potencias aliadas occidentales. En su primer presupuesto (1947), la aportación de Estados Unidos fue del 46 por ciento, y aumentó a un 60 por ciento en 1949; la del Reino Unido representó un 15 por ciento y la de Francia, un 4 por ciento. Debido al desacuerdo entre los aliados occidentales y la Unión Soviética respecto a la cuestión de las repatriaciones forzosas, la IRO fue siempre considerada por la URSS (y más tarde por el bloque soviético) como un instrumento netamente occidental, y sus servicios se limitaron por tanto a los refugiados de las áreas controladas por los ejércitos de ocupación aliados. Por otra parte, dado que estaba dedicada a cubrir las necesidades de los refugiados, los desplazados alemanes quedaron excluidos de sus beneficios. Esta distinción entre las personas desplazadas (que se suponía tenían un hogar en alguna parte) y los refugiados (clasificados como sin techo) fue sólo uno más de los numerosos matices introducidos durante aquellos años. A la gente se la trataba de forma diferente en función de si tenía la nacionalidad de un país aliado durante la guerra (Checoslovaquia, Polonia, Bélgica, etcétera) o de un antiguo Estado enemigo (Alemania, Rumanía, Hungría, Bulgaria, etcétera). Dicha distinción también se esgrimía cuando se trataba de establecer prioridades en la repatriación de los refugiados. Las personas cuyos casos se tramitaron con prioridad y se las envió a sus casas en primer lugar fueron los ciudadanos de países pertenecientes a las Naciones Unidas a los que se había liberado de los campos de concentración; luego vinieron los ciudadanos de nacionalidades pertenecientes a las Naciones Unidas que habían sido prisioneros de guerra, seguidos de los desplazados de estos mismos países (muchos de ellos anteriores internos de los campos de trabajos forzosos) y de los de nacionalidad italiana y, por último, los ciudadanos de los antiguos países enemigos. A los alemanes se los dejaría allí donde ya se encontraban para que fueran absorbidos localmente. El regreso de los ciudadanos franceses, belgas, holandeses, británicos o italianos a sus países de origen fue relativamente sencillo y los únicos impedimentos fueron de orden logístico: determinar quiénes tenían derecho de ir adónde y encontrar trenes suficientes para llevarlos allí. Para el 18 de junio de 1945, de los 1,2 millones de ciudadanos franceses que se encontraban en Alemania en el momento de la rendición, es decir, un mes antes, todos, salvo 40.550, estaban ya de vuelta en Francia. Los italianos tuvieron que esperar más, dada su condición de ciudadanos de un país antes enemigo y el hecho de que el Gobierno italiano no contaba con un plan coordinado para la repatriación de sus ciudadanos. Pero incluso ellos habían conseguido regresar a sus hogares para 1947.

URSS:
En cambio, en el este, se produjeron dos complicaciones importantes. Algunos desplazados procedentes de Europa del Este eran técnicamente apátridas y no tenían ningún país al que regresar. Por otra parte, muchos de ellos no deseaban volver a casa. Esto confundió al principio a los administradores europeos. Con arreglo a un acuerdo firmado en Halle, Alemania, en mayo de 1945, todos los ex prisioneros de guerra y demás ciudadanos de la Unión Soviética debían volver a sus hogares, dándose por sentado que ése sería también su deseo. Pero existía una excepción: los aliados occidentales no reconocían la anexión de los Estados bálticos llevada a cabo por Stalin durante la guerra, por lo que a los estonios, letonios y lituanos de los campos de desplazados de las zonas occidentales de Alemania se les dio la posibilidad de elegir entre volver al este o encontrar un nuevo hogar en el oeste. Pero no sólo los bálticos no deseaban regresar. Un gran número de ciudadanos de origen soviético, polaco, rumano y yugoslavo prefería también permanecer en los campos provisionales alemanes a volver a sus países. En el caso de los ciudadanos soviéticos, esta renuencia venía motivada por un temor bien fundado a las represalias contra quienes hubieran pasado algún tiempo en el oeste, aunque hubiera sido en un campo de prisioneros. Bálticos, ucranianos, croatas y algunos otros se mostraban reticentes ante la idea de regresar a unos países que en la práctica, aunque no oficialmente, se hallaban bajo el control comunista: en muchos casos esta desgana obedecía a un temor a las represalias por unos crímenes de guerra reales o imputados, aunque también al mero deseo de escapar al oeste en busca de una vida mejor. Durante 1945 y 1946 las autoridades occidentales prefirieron ignorar en general dichos sentimientos y obligar a los soviéticos y a otros ciudadanos del este a regresar a sus casas, en ocasiones por la fuerza. Con los funcionarios soviéticos acorralando a sus conciudadanos procedentes de los campos alemanes, los refugiados del este se esforzaban desesperadamente por convencer a los perplejos funcionarios franceses, estadounidenses o británicos de que no querían volver a «casa» y preferían quedarse en Alemania antes que en ningún otro lugar. No siempre lo conseguían: entre 1945 y 1947, los aliados occidentales devolvieron a 2.272.000 ciudadanos soviéticos. Sus desesperados esfuerzos daban lugar a escenas terribles, especialmente durante los primeros meses de la postguerra, dado que los refugiados políticos rusos que nunca habían sido ciudadanos soviéticos, los partisanos ucranianos, y muchos otros, eran rodeados por tropas británicas o norteamericanas y empujados, a veces literalmente, al otro lado de la frontera, donde les estaba esperando la policía secreta soviética, predecesora del KGB.

Una vez en manos soviéticas, se sumaban a los cientos de miles de otros ciudadanos soviéticos repatriados, y a los húngaros, alemanes y otros antiguos enemigos deportados al este por el Ejército Rojo. En 1953 ya habían sido repatriados un total de cinco millones y medio de ciudadanos soviéticos. Uno de cada cinco de ellos acabó siendo fusilado o trasladado a un gulag. Un número aún mucho mayor fue enviado directamente al exilio siberiano o destinado a los batallones de trabajos forzados. La repatriación forzosa no cesó hasta 1947, con el inicio de la Guerra Fría y una nueva disposición a tratar a las personas desplazadas del bloque soviético como refugiados políticos (a los 50.000 ciudadanos checos que todavía quedaban en Alemania y Austria cuando se produjo el golpe comunista en Praga se les concedió inmediatamente este estatus). Un total de un millón y medio de polacos, húngaros, búlgaros, rumanos, yugoslavos, ciudadanos soviéticos y judíos consiguieron de este modo librarse de la repatriación. Junto con los bálticos, todos ellos constituían la inmensa mayoría de personas desplazadas que quedaba en las zonas occidentales de Alemania y Austria, y en Italia. En 1951, la Convención Europea para los Derechos Humanos establecería la protección a dichos extranjeros desplazados, al amparo de la cual quedarían a salvo del retorno forzoso a la persecución. No obstante, la cuestión seguía siendo qué sería de ellos. Los refugiados y los deportados no albergaban ninguna duda. Según escribía Genêt (Janet Flanner) en The New Yorker en octubre de 1948, «[las personas desplazadas] están deseando dirigirse a cualquier lugar del mundo excepto a casa». Pero ¿quién los llevaría? Los Estados occidentales europeos, escasos de mano de obra y en pleno proceso de reconstrucción económica y material, estaban en principio abiertos a importar determinadas categorías de apátridas. Bélgica, Francia y Gran Bretaña estaban necesitadas sobre todo de mineros, trabajadores de la construcción y agricultores. En 1946-1947, Bélgica acogió a 22.000 desplazados (junto con sus familias) para trabajar en las minas de Valonia. Francia admitió a 38.000 personas para trabajar en labores manuales de diversos tipos. Por el mismo motivo, Gran Bretaña recibió a 86.000 personas, incluidos muchos veteranos del ejército polaco y ucranianos que habían luchado en la División «Halychnya» de las Waffen SS.

Los criterios de admisión eran simples: los Estados de la Europa occidental estaban interesados en incorporar trabajadores manuales (varones) y no mostraban reparos en contratar a bálticos, polacos y ucranianos para satisfacer sus necesidades, fuera cual fuese su historial de guerra. Las mujeres solteras fueron bien recibidas como trabajadoras manuales o domésticas, aunque, en 1948, el Ministerio de Trabajo canadiense decidió rechazar a las mujeres jóvenes y adultas que emigraban a Canadá para trabajar en el servicio doméstico si se detectaba cualquier indicio de que su formación superaba la enseñanza secundaria. Nadie quería tampoco a los ancianos, los huérfanos o las mujeres solteras con niños. A los refugiados no se los recibía en general con los brazos abiertos; las encuestas de postguerra realizadas en Estados Unidos y la Europa occidental revelan muy poca solidaridad hacia su difícil situación. La mayoría de la gente expresaba el deseo de que la emigración se redujera en lugar de que aumentara. El problema de los judíos era peculiar. Al principio, las autoridades occidentales trataban a los deportados judíos como a los demás, congregándolos en los campos alemanes junto a muchos de sus antiguos perseguidores. Pero en agosto de 1945 el presidente Truman anunció que todos los deportados judíos de la zona norteamericana de Alemania serían alojados en instalaciones separadas: según se afirmaba en un informe que el presidente encargó para investigar el problema, los campos y centros previamente integrados suponían un «enfoque a todas luces poco realista del problema. La negativa a reconocer a los judíos como tales tiene el efecto de [...] cerrar los ojos a su anterior y mucho más brutal represión». A finales de septiembre de 1945, se atendía a todos los judíos de la zona estadounidense separadamente de los demás. El regreso de los judíos al este nunca se consideró siquiera, ya que nadie en la Unión Soviética, Polonia ni ningún otro lugar mostraba el más mínimo interés en su regreso. Tampoco los judíos fueron especialmente bienvenidos en el oeste, en particular los que tenían una mayor formación o alguna titulación en profesiones no manuales. Por tanto, y paradójicamente, permanecieron en Alemania. La dificultad de «ubicar» a los judíos de Europa sólo se resolvió mediante la creación del Estado de Israel: entre 1948 y 1951, 332.000 judíos europeos marcharon a Israel, tanto desde los centros IRO de Alemania como directamente desde Rumanía, Polonia y otros lugares, en los casos de quienes todavía quedaban allí. Otros 165.000 más salieron finalmente para Francia, Gran Bretaña, Australia y América del Norte y del Sur. Allí se les uniría el resto de desplazados y refugiados de la Segunda Guerra Mundial, a los que debería añadirse una nueva generación de refugiados políticos procedentes de los países de Europa central y del Este durante los años 1947-1949. En total, Estados Unidos admitió a 400.000 personas en aquellos años, más otras 185.000 durante los años 1953-1957. Canadá permitió la entrada de un total de 157.000 refugiados y deportados, y Australia 182.000 (entre ellos 60.000 polacos y 36.000 bálticos). Las dimensiones de este logro deben resaltarse. Algunas personas, especialmente ciertas categorías de personas de etnia alemana procedentes de Yugoslavia y Rumanía, quedaron en una especie de limbo, dado que los acuerdos de Potsdam no contemplaban su caso. Pero en el curso de media docena de años, el trabajo de los gobiernos militares aliados y los organismos civiles de las Naciones Unidas en un continente herido, resentido y empobrecido, consiguió repatriar, integrar y reasentar a un número sin precedentes (muchos millones) de personas desesperadas procedentes de todo el continente y de docenas de diferentes países y comunidades. A finales de 1951, cuando la UNRRA y la IRO fueron sustituidas por el recién creado Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, quedaban sólo 177.000 personas desplazadas en los campos europeos, la mayoría ancianos o enfermos a los que nadie quería acoger. El último campo de deportados alemán, el de Foehrenwald, en Baviera, se cerró en 1957. Los desplazados y refugiados de Europa habían sobrevivido no sólo a una guerra generalizada, sino a una serie de guerras locales, civiles. En efecto, desde 1934 a 1949, Europa fue testigo de una secuencia insólita de conflictos civiles en el interior de los Estados existentes. En muchos casos, la subsiguiente ocupación extranjera, ya fuera alemana, italiana o rusa, sirvió sobre todo para facilitar y legitimar la persecución de programas y antagonismos políticos por otros nuevos y violentos medios. (Tony Judt)

 

 

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