Soberanía             

 

Reclamaciones de soberanía:
[La batalla catalana contra el papel mojado:]
Digamos que cataluña es un país soberano. ¿Y qué más daría? La retórica actual de Artur Mas es típica de un vicio político característicamente español: el de gastar tiempo discutiendo sobre conceptos vagos, vacuos y vanagloriosos. Ya hemos sufrido debates sobre la memoria histórica y la memoria democrática -frases que carecen de sentido, ya que la memoria es necesariamente histórica por referirse ineludiblemente al pasado, y no puede pertenecer a ninguna doctrina ni ideología por ser esencialmente personal-. Ya hemos aguantado la vacuidad de las disputas en torno a si tal o cual grupo es o no es una nación, lo cual es otra insensatez porque las naciones son comunidades imaginadas que no tienen existencia fuera de las mentes de quienes sienten pertenecer a ellas. Lo que ahora tenemos que escuchar, con cortesía más o menos fingida, es al aburrido señor Mas -por lo visto ha aburrido al mismo Rey- hablar sobre su programa de aproximación «sin límites» hacia la soberanía catalana. Es evidente que el presidente de la Generalitat no sabe lo que es la soberanía, ni se da cuenta de que ser soberano no confiere, desde el punto de vista ni jurídico ni histórico, ningún derecho ni privilegio especial. Ni siquiera parece que el señor Mas esté al día de la inutilidad del concepto de soberanía en el mundo de hoy, ya que vivimos en un mundo globalizador donde las funciones tradicionalmente soberanas de jurisdicción, legislación y policía se comparten entre instituciones interestatales, tales como las Naciones Unidas, la Unión Europea y los tribunales internacionales.

Monarcas soberanos:
Etimológicamente, la palabra soberano no tiene nada que ver con el poder estatal absoluto, sino que viene del latín tardío superanus, que equivale, ni más ni menos, que a una persona de autoridad superior: un sargento sobre un soldado, por ejemplo, o un maestro frente a un alumno. Cuando se empezó -en Francia, hacia fines del siglo XIII- a llamar souverain al rey fue, en parte, como consecuencia de un malentendido, interpretando erróneamente la tercera sílaba como una derivación del latín regnum, que quiere decir reino. En la jurisprudencia del siglo XIV la palabra vino a adquirir un significado técnico, con la noción de que al rey pertenecía la supremacía jurisdiccional en su reino. El contexto del cambio etimológico hay que ubicarlo en una época de rechazo o desafío de los reyes a la supuesta autoridad del Papa y del emperador del llamado sacro imperio, que pretendía haber heredado la jurisdicción universal del Imperio Romano. Los motivos de ese rechazo no eran exactamente castos ni morales. Felipe Augusto de Francia, por ejemplo, omitió la autoridad del Papa para poder contraer un matrimonio bígamo. Eduardo III de Inglaterra prohibió las apelaciones a los tribunales de Roma para intentar excluir como candidatos a beneficios eclesiásticos a quienes no fuesen criaturas suyas. Pero, a pesar de esas puntuales y fugaces maniobras tácticas, todas las monarquías católicas seguían compartiendo la soberanía, en sentido estricto, con la Iglesia. Para recuperar la jurisdicción absoluta hacía falta convertirse en hereje o unirse, ya en el siglo XVI, a la Reforma Protestante -de nuevo por motivos a veces poco honrados, como los que llevaron a Enrique VIII de Inglaterra a romper con el Papa para poder divorciarse de Catalina de Aragón, o los que indujeron a varios reyes escandinavos y príncipes alemanes a abrazar el protestantismo para apoderarse de los bienes de la Iglesia-. El concepto de soberanía en aquel entonces aparecía siempre vinculado al de jurisdicción: pronunciar la justicia era la función primordial del Estado. Las potestades legislativas eran de una importancia mucho menor, pues las leyes se consideraban como una colección de tradiciones, a veces codificadas, heredadas de los antepasados. Se podían ajustar o modificar o reinterpretar, y en circunstancias excepcionales añadirles algunas reglas nuevas. Pero no se entendía la legislación como el campo propio de las iniciativas desenfrenadas que experimentamos en el día de hoy. El concepto moderno de soberanía como la supremacía legislativa, ejercida por las instituciones representativas de los distintos países, se fue desarrollando poco a poco en la Baja Edad Media y a principios de la Edad Moderna, debido al crecimiento de nuevos estatutos exigidos por los tremendos y profundos cambios sociales de aquellos tiempos. Ya hacia fines del siglo XVI el filósofo francés Jean Bodin definió la soberanía en términos legislativos, y la Constitución de Lituania se convirtió en la primera en reconocer la legislación como la función suprema y fundamental del Estado. Pero tampoco entonces resultaba fácil ejercer la soberanía absoluta, ni siquiera en los estados protestantes. En casos de conflicto entre las leyes estatales y las naturales o divinas o -por emplear la versión secular, positivista y pragmática de la ley natural evolucionada por la jurisprudencia del siglo XVII- las internacionales, el consenso entre los eruditos establecía que prevaleciesen estas últimas sobre las primeras. Los acuerdos entre pueblos, comunidades, países y estados constituían un código que las distintas legislaciones estatales no podían cambiar por su propia voluntad.

Uniones de estados (s.XVIII):
En los casos de estados compuestos que se formaron o reformaron en el siglo XVIII, como las monarquías española y británica, la soberanía se fundió mediante acuerdos de este tipo -concretamente, el Acto de la Unión británica en 1707 y la sumisión de varias zonas de España al rey Felipe V entre 1707 y 1716- y se trasladó a los estados nuevos, quedándose en los antiguos sólo las funciones delegadas por las nuevas instituciones. Así que es perfectamente correcto hablar de la soberanía catalana o, por ejemplo, escocesa, si se reconoce que el concepto no tiene ningún sentido práctico, ya que en realidad esas soberanías se trasladaron respectivamente a España y al Reino Unido, y las instituciones catalanas y escocesas no podrán ejercer sino los derechos residuales reconocidos por las constituciones de las uniones. Por supuesto, la soberanía enajenada podría recuperarse por decisión de los nuevos estados, apoyada, en nuestras democracias actuales, por la voluntad popular. Cualquier Estado es capaz de reformar sus propias instituciones y devolver poderes a sus comunidades constituyentes y aun concederles la independencia, como ocurrió hace pocos años con Eslovaquia, en cuya escisión de la República Checa no hubo violencia ni debates estériles sobre cuestiones académicas de derechos de soberanía. Reclamar la soberanía no influye en absoluto en tales circunstancias. Los reajustes constitucionales se logran por la buena voluntad, el respeto democrático y el sentido común.

EE.UU.:
Por si acaso el señor Mas sigue pensando que la soberanía cuenta para algo, le remito al modelo del Estado compuesto más poderoso, exitoso, rico y eficaz de la Historia moderna. Estados Unidos, según su propia Constitución, se compone de 50 estados soberanos que, pese a mantener su soberanía, forman entre sí un Estado fuerte y, en aspectos claves, muy centralizado, que les niega el ejercicio de su derecho histórico a la supremacía legislativa y jurisdiccional. Los estados tienen sus propias legislaturas, pero las leyes federales se les anteponen. Tienen sus propios tribunales, pero el Tribunal Supremo Federal los desautoriza. Una tradición cantonalista se opone tanto a las instituciones estatales como a las federales: cada condado y cada población tiene reglamentos particulares y a veces esperpénticamente excéntricos. Por ejemplo, el señor George W. Bush no podría pisar el territorio de un par de pueblos del Estado de Vermont sin que le arrestasen por crímenes contra la humanidad en cumplimiento de una orden judicial local. En el condado de Lynchburg, Tennessee, donde se hace el famoso whisky Jack Daniel’s, se prohíbe el consumo del licor. Extravagancias locales aparte, lo importante es que es el Estado Federal el que tiene derecho a investigar crímenes serios, imponer toda clase de impuestos, reclutar gente de servicio, construir carreteras, apropiar terrenos y ejercer todas las tiranías y toda la benevolencia que quiera. Efectivamente, los límites prácticos a la soberanía de los estados que conforman EE.UU. quedan claros por dos circunstancias. La primera es que todos los estados dependen, más o menos, de las subvenciones presupuestarias federales; como norma general, cobran como impuestos directos entre el 0 y el 5% de los ingresos de sus ciudadanos, mientras que el Estado Federal recauda el 30%. Y en segundo lugar, los estados no pueden escindirse del Estado Federal; eso se decidió mediante una guerra civil mucho más salvaje y destructora que la española, seguida por una etapa, que la historiografía norteamericana llama impropiamente la época de la reconstrucción, cuando los estados secesionistas sufrieron un régimen de represión y victimización infinitamente más duro que el que sufrieron Cataluña o País Vasco bajo el franquismo. Según el juicio del Tribunal Supremo estadounidense en 1869, reforzado por muchos casos posteriores, la soberanía de los estados no conlleva ningún derecho a separarse de EEUU. La separación puede ser concedida por el Gobierno federal, tanto en el caso de un territorio no soberano -Puerto Rico o Guam, por ejemplo- como en el de un estado soberano.

Así que, señor Mas, ¿quiere usted de veras esa soberanía insípida? ¿Es que no sabe que es una fruslería vana que no vale para nada? ¿Es posible que usted desee apostar tanto por algo que significa tan poco? ¿O es que se entera perfectamente pero le interesa armar un lío y proseguir una superchería para confundir al electorado y oscurecer la verdad? (Felipe Fernández-Armesto)


Autodeterminación y derechos:
Las objeciones ideológicas que Jordi Solé Tura hacía a la autodeterminación parecen compartibles. Pensaba el profesor catalán, desde un punto de vista político, que tal reclamación, como vía para conseguir la independencia, de algunos territorios de España, era, en primer lugar, innecesaria, una vez que el Estado autonómico aseguraba a las nacionalidades y regiones suficiente cobertura política, al dotarles de las oportunidades institucionales y competenciales del autogobierno. Creía además que dicha pretensión constituía un expediente incongruente y desleal, pues la demanda de autodeterminación debilitaba la legitimidad de la organización territorial española, que había optado por la autonomía: si se apoyaba como pensaba que debía hacerse esta forma política, no resultaba lógico, ni leal, reducir las bases de su asentamiento. Por último, Jordi Solé creía que resultaba insolidario sustituir una juntura de la intensidad del sistema autonómico, próximo al federalismo, por una solución del problema territorial español, desmembradora y centrífuga. Estos argumentos son de considerable importancia en relación con el debate autodeterminista, pero quizá no consideran la fuerza de convicción mayor de la autodeterminación que consiste en presentarse como un derecho, esto es, como una pretensión que podría aducir títulos planteables no desde el plano político, y como tales defendibles pero expuestos a la cuestionabilidad de toda opinión, sino desde el punto de vista jurídico y aun ético, y por ello dotados de una superioridad indiscutible, la que corresponde a quien utiliza en su favor el lenguaje de los derechos. Ahora bien, comenzando por el plano jurídico positivo, ¿la autodeterminación es un derecho en nuestro ordenamiento jurídico? Quiero decir, ¿se trata de una pretensión reconocida en el sistema constitucional español, que pueda ser ejercida, y cuya reclamación esté amparada, como puedan serlo la libertad de expresión o, como derechos más próximos, en cuanto ejemplos de participación, el sufragio o la iniciativa legislativa popular? Concebida la autodeterminación correctamente, como la decisión en un solo acto de una comunidad territorial manifestando su voluntad de separarse o mantener su integración en el Estado, con su actual posición u otra diferente, obvio es decirlo, nuestro ordenamiento no la reconoce como derecho. Hay derechos políticos colectivos como la autonomía o los derechos de los territorios forales. Pero el derecho de autodeterminación no figura entre los enunciados en la Constitución. Lo malo, con todo, no es que en nuestro sistema constitucional no se reconozca la autodeterminación, sino que es lógico que así suceda, pues tal pretensión es contraria a las bases del edificio constitucional, o sea, la unidad de la nación y la atribución de la soberanía al pueblo español. Obviamente la decisión sobre la autodeterminación denota soberanía que por imperativo constitucional corresponde exclusivamente al pueblo español, comprendido homogéneamente, y no a ninguna fracción territorial del mismo. Por supuesto el que no exista el derecho de autodeterminación, ni sea lógico que ello suceda, no quiere decir que no sea lícita su solicitud, se lleve a cabo su demanda ocasionalmente o se integre en el ideario de un partido político, y que, mediando la correspondiente reforma constitucional, no pudiese referirse a la propia Carta Fundamental. Tal derecho efectivamente existía en las constituciones de la órbita soviética y, hoy, figura también, según Francesc de Carreras, en la Constitución etíope. Como la reforma constitucional necesaria para admitir el derecho de autodeterminación es trabajosa e incierta, pues han de recorrerse los caminos escarpados del artículo 168 de la Norma Fundamental, algunos han propuesto someter a consulta la conveniencia de cambiar la Constitución para permitir la autodeterminación, utilizando el referéndum consultivo previsto en el artículo 92 de la Constitución, quitando de paso argumentos a quienes acusan de falta de cintura democrática a los contrarios a la autodeterminación. Sin embargo, tal sugerencia, sin duda bien urdida, no acaba de convencer. La verdad es que el referéndum de la Norma Fundamental a que se acaba de hacer referencia, en mi opinión, no contempla la intervención del cuerpo electoral de una comunidad autónoma, sino la de todos los ciudadanos, de modo que tal expediente no serviría para consultar la opinión de los ciudadanos de solo una parte del territorio nacional. Además, el referéndum para la verificación del apoyo secesionista en un territorio en realidad incurriría en fraude constitucional. Sería convocado como consultivo, pero resultaría realmente vinculante, de modo que no abriría el paso a la reforma constitucional, sino a la independencia. No sería una consulta para la soberanía, sino un referéndum de soberanía, radicalmente prohibido en nuestro ordenamiento, mientras no se reforme la Constitución. En realidad en ningún caso hay referendos consultivos de autodeterminación (no lo fueron los de Quebec ni lo será el de Escocia), entre otras cosas por la simple razón de que en el hecho de la consulta se contiene una definición del soberano, que es constituido cuando se le hace objeto de una pregunta, como digo, de soberanía. En segundo lugar, la imposibilidad de recurrir a la consulta del artículo 92 CE no quiere decir que los partidarios de la autodeterminación queden privados de las oportunidades democráticas para obtener el reconocimiento de este derecho, que está a su alcance tras la correspondiente reforma de la Constitución, que podría iniciar de manera incontestable el Parlamento de una comunidad autónoma (artículos 87.2 y 166 de la Constitución), solicitándola del Gobierno central a través del correspondiente proyecto o mediante una proposición de reforma a presentar a la Mesa del Congreso, dando voz así, si fuera el caso, a una demanda en ese sentido clara, mantenida en el tiempo y ampliamente compartida en su territorio. Pero si la autodeterminación no es un derecho jurídico, disponible en nuestro ordenamiento, ni importable desde el derecho internacional que no puede, en una modificación inconstitucional de nuestra Norma Fundamental, imponernos derechos contrarios a nuestra Constitución, como sería la autodeterminación, tampoco es un derecho moral, esto es, una pretensión exigible desde consideraciones de la lógica o de la ética. Desde el punto de vista de la lógica no hay por qué asumir un principio político que supondría el desorden en las relaciones internacionales, si las 3.000 o 4.000 nacionalidades existentes en el universo realizasen su derecho al Estado propio, contando además con la imposibilidad fáctica de ese realineamiento territorial, pues actualmente solo el 4% de la población mundial se encuentra en Estados que se correspondan a un solo grupo étnico. Desde el punto de vista de la ética los títulos de la autodeterminación son equívocos, pues si bien parece asumir la idea liberal de la autonomía, trasladándola del individuo a un sujeto colectivo, en realidad está contaminada por referencias míticas y decisionistas. Por ello, los componentes ultraidentitarios y decisionista-plebiscitarios de la autodeterminación se oponen a las bases racionales y algo escépticas de las democracias constitucionales de nuestro tiempo. La autodeterminación en este plano ético no debería ser considerada, entonces, el derecho primero o básico de una comunidad. Vendría a ser la correspondencia a la legítima defensa en el plano individual, utilizable en situaciones límite, cuando, fuera de los supuestos coloniales, se trata de asegurar la supervivencia del colectivo. El derecho fundamental de una comunidad territorial sería el derecho al autogobierno, o a desarrollar democráticamente sus potencialidades, lo que llamamos la autonomía o libre determinación. En suma, frente al simplismo de la solución autodeterminista parecen preferibles las credenciales de otros posibles tratamientos de las tensiones nacionalistas en un Estado, como son las formas federativas, que compaginan, eso sí trabajosamente, los principios de la unidad y el pluralismo. (Juan José Solozábal, 08/11/2012)


Soberanía individual:
Las elecciones plebiscitarias en Cataluña han abierto el debate acerca de la legitimidad del derecho de secesión. Los contrarios a la independencia de Cataluña arguyen que la soberanía nacional les pertenece a todos los españoles pero indiviso y que, por tanto, los catalanes no pueden alterar por su cuenta los términos de esa soberanía nacional. Muchos de los partidarios de la independencia de Cataluña argumentan, en cambio, que Cataluña es una nación y que, por tanto, su soberanía está siendo aplastada por el resto de españoles al impedirles autodeterminarse en libertad. Las posiciones se hallan tan enfrentadas que algunas personas han optado por una tercera y aparentemente razonable vía: resulta irrelevante quien posee soberanía, pues basta con que se vote en libertad para decidir. Pero fijémonos en que semejante postura no es admisible: la democracia es un modo de decisión grupal y, por consiguiente, antes de votar en grupo la identidad del grupo debe estar definida. ¿Por qué es democrático que se vote en Cataluña acerca de su independencia pero no lo es que se vote en el barrio de Sarrià o conjuntamente en las comarcas del Montsià (sur de Cataluña) y del Baix Maestrat (Norte de Castellón)? Por consiguiente, para poder defender el derecho de secesión es imprescindible acotar previamente quién es el sujeto de derecho soberano con legitimidad para separarse políticamente del Estado español. Y, como decíamos, los candidatos que mayoritariamente se seleccionan en el debate en torno a la independencia de Cataluña son dos: la nación española y la nación catalana. Esto es, la cuestión de la independencia de Cataluña gira esencialmente en torno al concepto de soberanía nacional. Contra la soberanía nacional Por soberanía entendemos la autoridad suprema dentro de un territorio. Por nación, entendemos típicamente un grupo con un origen, tradición, cultura y lenguaje común. La soberanía nacional asigna, por consiguiente, la autoridad suprema sobre un territorio a aquella comunidad con características étnicas o culturales comunes que lo habita. Para algunos, la nación propia del territorio actualmente administrado por el Estado español es la nación española; para otros, la nación propia del territorio actualmente administrado por la autonomía de Cataluña es la nación catalana. En consecuencia, los primeros aprecian la voluntad de muchos catalanes a independizarse como un ataque a su soberanía mientras que los segundos observan la negativa de muchos españoles a que puedan secesionarse como un ataque a la suya. Un primer gran problema de fundamentar la soberanía en la nación es que los confines de la nación están altamente indeterminados. De entrada, no hay un listado cerrado de criterios objetivos para determinar qué es y qué no es una nación. Aun aceptando que nación es toda comunidad con tradiciones, cultura o lenguaje común, no queda claro que agrupación humana cumple con semejantes características: ¿es el mundo católico una nación o son múltiples naciones? ¿Es el mundo de habla germana una nación o lo son múltiples? ¿Es el mundo de cultura española una nación o lo son múltiples? ¿Es la comunidad suiza una nación o los son múltiples? ¿Es Gibraltar una nación propia, parte de la nación española o parte de la nación anglosajona? ¿Es el mundo otaku una nación o lo son múltiples? ¿Son el conjunto de liberales o el conjunto de marxistas —cada uno de tales conjuntos con trasfondos culturales, ideológicos y filosóficos similares— una nación o pertenecen a muchas otras? Pero, además, aun cuando pudiéramos ofrecer semejante lista cerrada de elementos que conforman una nación, una persona puede poseer a la vez varios de esos elementos: por ejemplo, un individuo puede ser protestante, hablar español y alemán, haber nacido en Sevilla y haber crecido en París, vivir como un otaku y ser un activista vegano. ¿Cuál de todas esas identidades es la que determina su adscripción a un determinado grupo nacional? La indeterminación de los confines de la nación constituye un serio problema para la pretendida soberanía nacional, ya que hace imprescindible la existencia de un árbitro soberano con legitimidad para asignar a los distintos individuos a un grupo nacional o a otro. Pero, siendo la nación soberana, ¿quién inviste de autoridad a ese árbitro antes de que la nación soberana haya sido definida? Por definición, nadie tiene autoridad suprema para hacerlo previa a la nación. El segundo problema vinculado a la idea de la soberanía nacional es el de presuponer que la existencia de un grupo con rasgos culturales comunes otorga autoridad suprema a ese grupo sobre los individuos que lo conforman. En la mayoría de ámbitos de nuestras vidas juzgaríamos inaceptable que la pertenencia a un grupo subordinara nuestras libertades al criterio de ese grupo, sobre todo si no hemos expresado nuestra aquiescencia a integrar ese grupo. Imaginemos que un grupo con una cultura homogénea subyuga militarmente a otro grupo, prohíbe sus tradiciones culturales y su lengua, y les obliga a adoptar y ser educados en la lengua y en la cultura del grupo invasor; si, al cabo de varias generaciones, la población autóctona ha olvidado sus tradiciones originarias y se ha asimilado culturalmente al grupo invasor, ¿acaso perdería por ello cualquier derecho a la autoorganización política? O imaginemos un conjunto de individuos que, dentro de una comunidad nacional organizada, van desarrollado por su cuenta una identidad cultural diferenciada y separada a la del resto. ¿Derivarían sólo por ello el derecho a secesionarse o, en cambio, poseería la comunidad nacional derecho a reprimir esas incipientes expresiones de identidad diferenciada bajo el argumento de que atentan contra su soberanía nacional? Del hecho de que exista algo así como un grupo nacional no podemos inferir que ese grupo nacional posea soberanía sobre los integrantes de ese grupo. A la postre, la función de los grupos no es otra que la de facilitar la convivencia de sus integrantes (incluyendo su convivencia frente a otros grupos). En ocasiones, la convivencia entre los miembros de un grupo deviene imposible y, en tal caso, resulta preferible romper el grupo a mantener una convivencia forzosa y mutuamente insatisfactoria —por eso los matrimonios se divorcian o unos grupos religiosos se separan de otros—: allá donde la convivencia no es viable, la coexistencia se convierte en la opción mínimamente preferible para todos. Cuando un grupo deja de ser funcional para los individuos que lo integran o cuando un subgrupo dentro de ese grupo considera que está siendo parasitado por el resto y que, por tanto, la mejor opción es separarse, no queda claro qué derecho se están vulnerando por el hecho de que el grupo se rompa: en el primer caso, cuando todos los integrantes quieren romper el grupo, la disolución del mismo no atenta contra los derechos de nadie ni de nada —indicio obvio de que el grupo no es un sujeto de derecho propio y distinto a los individuos que lo conforman (es decir, los grupos importan porque los individuos importan, no al revés). En el segundo caso, cuando un subgrupo dentro del grupo desea separarse por percibir que está siendo parasitado, la disolución del grupo sólo podría atentar contra los derechos del grupo mayoritario a parasitar al subgrupo minoritario: pero, ¿cabe afirmar que existe semejante derecho a parasitar a otras personas? No, si aceptamos la igualdad jurídica de todas ellas. Y, por último, el tercer problema de la idea de soberanía nacional se refiere a la construcción de una autoridad suprema compartida sobre un territorio. La propiedad se adquiere por ocupación originaria o por transmisión voluntaria: aquello que carece de dueño puede ser apropiado por quien primero lo incorpora a sus planes de acción; aquello que es poseído por un dueño puede ser transferido a otra persona por la voluntad de éste. Los grupos también pueden ser propietarios y, en este sentido, un grupo nacional podría, en principio, apropiarse mancomunadamente de un territorio siguiendo los mismos criterios que en el caso de un individuo: ocupación originaria o transferencia voluntaria. Sin embargo, ninguna nación reclama la soberanía sobre un territorio apelando a que adquirieron su propiedad mediante tales procedimientos; entre otros motivos porque, en general, ninguna porción del territorio cuya soberanía se atribuyen los grupos nacionales ha sido apropiado de tal modo (al contrario, han sido individuos o familias concretas las que, en su caso, han reclamado a título personal esa porción del territorio). El razonamiento de quienes reclaman la soberanía nacional sobre un territorio es tan primario como afirmar que el territorio que habitan los nacionales recae naturalmente bajo la soberanía del grupo: mas si la identidad de la comunidad nacional es difusa y el grupo nacional no posee preponderancia jurídica sobre los individuos que lo componen, tampoco podrá asignarse la soberanía sobre un territorio a la comunidad nacional. Por tanto, la nación carece de autoridad suprema sobre las personas que la integran y, también, sobre el territorio en el que residen tales personas. A favor de la soberanía individual Asentar la soberanía en la nación conlleva los flagrantes problemas anteriores: el grupo nacional no está objetivamente predefinido y, aunque lo estuviera, la función del grupo no permitiría justificar que se le otorguen derechos superiores a los individuos que lo conforman. El sujeto de derecho no es el grupo, arbitrariamente definido, sino la persona: son los individuos quienes deben mostrar consentimiento para integrar un grupo, no es el grupo quien puede decidir unilateralmente si integrarlos a la fuerza. En tal caso, y en ausencia de un consentimiento expreso de cada persona a formar parte de un determinado grupo, no puede otorgársele a las estructuras gubernamentales de ese grupo el derecho a integrar forzosamente a los díscolos. La soberanía no reside ni en la nación catalana ni en la nación española, sino en cada individuo. Por ello, cualquier persona debería disponer de la opción de secesionarse del Estado español y coaligarse voluntariamente con otros individuos para conformar su propia comunidad política independiente. Lo mismo cabe afirmar con respecto a un hipotético Estado catalán independiente: cualquier grupo de individuos debería disponer del derecho a separarse del mismo para conformar su propia comunidad política o para reintegrarse en el Estado español. Contra semejante derecho a la secesión individual pacífica, tampoco podrá oponerse que la separación del Estado español atenta contra el derecho de propiedad del Estado español sobre su territorio: en esencia porque el Estado español —o la nación española— no adquirió en ningún momento una propiedad legítima sobre el territorio y, por tanto, carece de soberanía sobre el mismo. Son las personas y las asociaciones voluntarias de personas quienes poseen propiedades legítimas: y aquellas partes comunes del territorio sin otro propietario determinado que el Estado español deberían distribuirse o según su funcionalidad (una calle les corresponde a los propietarios de los inmuebles que la conforman, no a ciudadanos que jamás han pisado o usado tal vía) o, en su defecto, por partes alícuotas entre los contribuyentes. Los términos del reparto de los activos estatales podrán ser relativamente ambiguos y requerir de una negociación o mediación judicial: pero lo que no tiene sentido es apelar a la indivisibilidad de la pseudopropiedad estatal cuando la misma no fue constituida entre todos los miembros del grupo bajo tales condiciones. En definitiva, la idea de que un referéndum entre el conjunto de catalanes posee una mayor legitimidad emancipadora que el referéndum efectuado sobre cualquier subgrupo arbitrario de catalanes acarrea los mismos vicios que quienes pretenden oponerse a la separación del Estado español bajo el argumento de que un referéndum entre el conjunto de los españoles posee una mayor legitimidad que el referéndum entre el subconjunto de los catalanes: y ese vicio se llama soberanía nacional. La soberanía para asociarse o desasociarse de un Estado —o de una confesión religiosa, o de un club, o de un partido político, o de un sindicato— le corresponde a cada persona, no al grupo en su conjunto. Es verdad que, en algunas cuestiones inexorablemente comunes (por ejemplo, la gestión de las calles, del alcantarillado o de ciertas modalidades de seguridad), no queda otro remedio que tomar decisiones grupales: pero tales ámbitos inexorablemente comunes son mucho más reducidos que los actuales Estados e incluso que muchos de los actuales municipios. Por consiguiente, existe un amplísimo margen para la autoorganización política bottom-up de carácter voluntario: ni el Estado español ni el Estado catalán deberían convertirse en un obstáculo para ello. (Juan Ramón Rallo, 18/09/2015)


Inquilinos:
Las personas que han sufrido de verdad suelen desarrollar un carácter intensamente agrio o más dulce y amable: parece que Pili Zabala se encuadra por suerte en la segunda opción. El otro día fue entrevistada por la SER y varios medios de prensa se hicieron eco de sus declaraciones: casi todos lamentaban que no hubiese dejado claro si apoyaba o no al independentismo en Euskadi. En efecto, la candidata de Podemos dijo que su opinión personal no era relevante en ese asunto y que creía que el País Vasco tenía otros prioridades políticas. Pero también aseguró sin perder el buen tono que “en cada territorio decide la ciudadanía de ese territorio, y en Cataluña tienen que decidir los catalanes, mientras que en Euskadi decidirá la ciudadanía vasca”. Después abogó por un nuevo modelo territorial para el país “en el que las personas se sientan cómodas e identificadas con el mayor consenso posible”. No hay nada de raro en estas afirmaciones, estamos acostumbrados, pero resulta extraño que ningún periodista señale que si es la ciudadanía de cada territorio (sea cual fuere) la que decide allí, es evidente que todos los territorios son de hecho independientes. El derecho a salir de casa lo tiene uno cuando aún está en casa no sólo cuando efectivamente ya pisa la calle. De modo que lo que habrá que modificar no es el modelo territorial, que nada tiene que ver con el asunto, sino el concepto mismo de ciudadanía, que ya no corresponde a la pertenencia cívica a un Estado sino a un territorio, sea el que sea y como sea. En efecto, los criterios para establecer esos territorios son de lo más variados y no muy concretos. Se establecen de acuerdo a interpretaciones legendarias de la historia (lo que pudo ser y no fue), rasgos consuetudinarios, lengua regional junto a la común, demarcaciones administrativas tan consagradas que parecen naturales, presencia de grupos nacionalistas que definen su identidad separada del resto, agravios reales o supuestos en relación con la Hacienda estatal, etc… En resumen, aspectos de la diversidad social que alberga cualquier Estado presentados como incompatibles con la homogeneidad institucional de éste. Ninguno de estos criterios tiene por qué ir más allá de lo cultural ni implica una legitimación política independentista salvo para quienes deciden usarlos con tal fin: la propia Pili Zabala dijo en su entrevista que para ella “Euskal Herria es aquellos lugares en que se habla euskera” además de la lengua común, lo cual no implica por sí mismo ninguna ideología separatista. Pero al reconocer a los “ciudadanos” de cada territorio su derecho a decidir (sobre su pertenencia o no al conjunto del Estado) pasamos de la cultura a la política y convertimos lo que era una unidad institucional y legal en una gavilla de independencias yuxtapuestas, unas adormecidas salvo a la hora de reclamar privilegios o denunciar los ajenos, otras activas en su proyecto de segregación. La aparentemente generosa concesión de reconocer el derecho a decidir o autodeterminación de cada territorio, más allá de la confusión al establecer cuáles y cuántos son, lleva en realidad a mutilar los derechos cívicos de todos los hasta ahora considerados españoles. Porque la ciudadanía estatal (la única reconocida hoy) concede precisamente el derecho a decidir a partir de la ley común sobre el conjunto de territorios o entidades culturales que forman el Estado. Pero si son los habitantes de cada territorio los llamados a decidir por separado, ésto limita drásticamente la capacidad decisoria de cada uno: el único derecho nuevo que adquieren es el de negar a los demás la posibilidad de intervenir en la gestión común, necesariamente fragmentada y por tanto disminuida. Por lo demás, no sé cómo los territorios van a conceder ciudadanía: ¿se necesita genealogía local, sean ocho los apellidos o dos?; ¿hay que nacer y vivir en ellos?; ¿se puede nacer en uno y luego vivir en otro o en otros, cambiando según toque de ciudadanía? Como preguntaría el confesor: ¿cuántas veces? Un caso práctico que me deja perplejo: una persona nacida en Gerona de familia gerundense, que habla catalán (y castellano también, claro, como todo el mundo), pero que vive en Sevilla porque trabaja y se ha casado allí… ¿a qué territorio pertenece? Antes habríamos dicho que a España, pero ahora vaya usted a saber. ¿Será de donde quiera ser? Según Pili Zabala, “los navarros deben decidir si quieren ser o no vascos”. O sea que ser navarros es una fase como de transición, si les da por ser vascos. ¿O los vascos también pueden dejar de ser vascos para convertirse en navarros? ¿Eso les pasa sólo a los vascos y navarros o también a los aragoneses y riojanos, a los extremeños y salmantinos, etc…? Ya puestos, ¿por qué el gerundense de mi caso práctico no puede ser a la vez catalán y andaluz? Pero entonces lo de los territorios… En fin, que la cosa no está muy clara. Para resolver el asunto, podríamos decir que no se trata propiamente de ciudadanos, sino de inquilinos. Uno es inquilino de un territorio y decide sobre él, pero cuando se muda a otro, se convierte en inquilino del nuevo y cambia su ámbito decisorio. Habrá así inquilinos de renta antigua (o históricos), realquilados, subarrendados… En cada lugar, mediante el oportuno referéndum, los inquilinos podrán cambiar los límites de su territorio, fusionarse, independizarse… La cosa tiene dificultades prácticas pero la diversión general parece garantizada. Otro cambio para la UE: en ella habrá franceses, alemanes, portugueses, italianos… y los inquilinos variopintos de la pos-España. Ya casi puedo sentir la perplejidad de Bruselas. Esta macedonia de identidades (porque los inquilinos tendrán su identidad local y la que les quede de sus alojamientos anteriores) a mí me resulta difícil de digerir, pero es probablemente porque soy un caso raro. A los nacionalistas propiamente dichos les debe parecer bien y también a los millones de votantes de Podemos, a quienes a lo mejor no les gusta la independencia (como dice Pablo Iglesias), pero tienen que reconocer que éso no depende sólo de ellos, sino de los inquilinos correspondientes. Y me temo que algunos socialistas de comunidades fuertemente “nacionalizadas” están también próximos a esta actitud. En cuanto a los demás, a quienes prefieren la ciudadanía española a los inquilinatos locales y tratan de mantener las instituciones legales, económicas, sociales, etc… para todos, y no troceadas como porciones de pizza según convenga al caciquismo revoltoso de cada territorio inventado o por inventar, a ésos no se les oye demasiado quejarse y si se quejan se les escucha aún menos. Representan la rigidez anticuada, la caspa política, la falta de diálogo y la herencia del fascismo, la desfachatez que se preocupa exageradamente por lo que en realidad no representa problema alguno. Creen ser españoles, pobres cuitados: ¿puede imaginarse algo más arbitrario o peor? (Fernando Savater, 10/08/2016)


Canadá: Condiciones:
Tiempo habrá el año que viene de elogiar cabalmente ese admirable país que es Canadá, en el 150º aniversario de su nacimiento como federación. Por ahora, ampliemos el campo de lo que el socialismo catalán llama “vía canadiense”. Porque, si bien discrepo del PSC en sus recetas, sí creo que la peripecia política de Canadá ofrece interesantes lecciones para España. A fin de cuentas, Canadá es la única democracia que ha gestionado con éxito un intento de separación de raíz identitaria y eminentemente lingüístico, que es lo que tenemos nosotros, por más que se lo pretenda revestir de motivos más augustos. Consideremos tres instancias: El referéndum y la ley de claridad. Reina aquí una confusión interesada. Lo primero que hay que aclarar es que la Constitución canadiense, que no reconoce el derecho a la secesión unilateral, sí permite la celebración de referendos de independencia. Ello hace de Canadá una excepción en el universo de las democracias, que se fundan en el principio republicano de indivisibilidad del territorio, sin que ello cancele sus credenciales democráticas. Ahora bien, para evitar la inestabilidad política que conlleva esa facultad, el federalismo canadiense ideó un mecanismo restrictivo. El hoy ministro de Asuntos Exteriores, Stéphane Dion, solicitó de la Corte Suprema de Canadá un dictamen sobre las condiciones en que tal ejercicio del derecho de autodeterminación se podía practicar. En su respuesta el Tribunal concluyó: que Quebec no tiene un derecho a la secesión unilateral sino a entablar negociaciones con la federación al efecto de separarse; que sólo habría lugar a esas negociaciones tras un referendo con una pregunta clara (en 1980 y 1995 no lo habían sido); y que, en todo caso, la negociación no tenía por qué abocar necesariamente a la separación si Ottawa y Quebec no alcanzaban un acuerdo. Tal doctrina fue luego llevada a ley mediante la Clarity Act del año 2000. Es decir, y esto es lo crucial: la Ley de Claridad no nació para facilitar referendos, sino para dificultarlos, al explicitar el largo y complicado proceso de la ruptura pactada. La cuestión de la plurinacionalidad y el estatuto especial. ¿Pero no es cierto acaso, dirán los nacionalistas, que Ottawa reconoce a Quebec como nación? No exactamente. En ningún lugar de la Constitución canadiense de 1982 se habla de Canadá como un Estado plurinacional, y la doctrina, aunque no es pacífica, no suele considerar que lo sea. Lo que ocurrió es que en 2006, en una hábil jugada del Gobierno de Stephen Harper, el Parlamento Federal, neutralizando una moción del Bloc Québequois, reconoció que “les quebequois forman una nación en un Canadá unido”. Adviértase el matiz: se dice “los quebequenses”, y no “Quebec”, y se dice en lengua francesa, tanto en la versión francesa como la inglesa de la declaración. Con esto se quería significar: a) Que la cuestión es demasiado compleja como para llevarla a la Constitución. b) Que el reconocimiento de nación, en su acepción sociológica y no política, se circunscribe a los descendientes francófonos de los primeros colonos franceses, dejando fuera a quebequenses de lengua inglesa que no quisieran sentirse por aludidos. c) Que el reconocimiento de esta nación histórica y cultural se lleva a cabo dentro de un Canadá unido. Compárese este sutil, eficaz e inteligente gesto con las apresuradas e irreflexivas llamadas a reconocer la plurinacionalidad del Estado español, sin saber siquiera cuántas y cuáles son las naciones que lo compondrían. Porque en realidad, en Canadá, lo que se ha desplegado en los últimos 50 años no ha sido una política de plurinacionalidad sino de multiculturalidad y, sobre todo, de bilingüismo. La cuestión de la lengua. Si el ardor secesionista se ha apagado en Quebec, no es porque haya obtenido rango legal de nación, ni porque se haya reconocido su derecho de autodeterminación. La razón del éxito en la gestión territorial ha sido la correcta localización del problema, a partir de los años sesenta del pasado siglo, en la cuestión de la lengua. La élite política en Ottawa entendió, no sin resistencias, que si los quebequenses veían adecuadamente representada su lengua en las instancias federales de gobierno, su desafección disminuiría y el nacionalismo se vería privado de su principal instrumento de hegemonía. Fue así como en 1972, la Official Languages Act dio igual rango federal a inglés y francés. Gracias a esa medida, gradualmente implementada, hoy indiscutida, el soberanismo quebequés llegó a sus referendos con la pólvora mojada. Pero de nuevo compárese esto con las ideas dominantes en España: los federalistas hicieron suyo el francés, pero ni por un momento hubieran aceptado blindar la exclusión del inglés en Quebec. Tanto cuidado puso Ottawa en que los francófonos no se sintieran excluidos, como que los anglófonos no sufrieran merma en sus derechos en Quebec (la Sección 13 de la Constitución garantiza el derecho a ser escolarizado en ambas lenguas, bajo ciertas condiciones). Muchos somos los que defendemos que esta es la vía que debería seguir España: resolver el contencioso lingüístico a través de una Ley de Lenguas Oficiales que, realzando el lugar público de las lenguas cooficiales, siente de manera justa e inclusiva los derechos lingüísticos de todos los ciudadanos españoles. Llegamos así a la enseñanza final. Canadá y España presentan puntos de tangencia en sus crisis territoriales. Pero divergen en algo importante: la actitud política de sus federalistas. En Canadá, los federalistas no promueven referendos de autodeterminación: hacen lo posible por evitarlos y los desacreditan como mecanismos anómalos en democracia, porque obligan a seleccionar a una parte de los conciudadanos como extranjeros; en España, por contra, a muchos aparentes federalistas, el derecho a decidir les parece bálsamo de todo mal territorial. Los federalistas canadienses defienden el bilingüismo, así en Canadá como en Quebec, y considerarían una aberración las políticas de exclusión del español practicadas, cada día con más violencia verbal y simbólica, en más de una comunidad autónoma española; nuestros falsos federalistas se sueltan con afirmaciones lisérgicas como que el “el bilingüismo es un atentado a la convivencia”. Y es que en Canadá el tajo es claro: o se es federalista o se es nacionalista. En España, la mediación del “catalanismo” ha permitido hacer pasar por legítima reivindicación lo que, a partir de 1978, no era más que ramplón nacionalismo. Lo que hace falta en Cataluña y en el conjunto de España, en suma, es un verdadero líder federalista, alguien que nos arengue con el mismo claro mensaje que Pierre Trudeau dirigió a su país el siglo pasado. En el conjunto de España sonaría así: “Españoles, debemos culminar el reconocimiento público de nuestras cuatro lenguas principales, hoy todavía parcial y fragmentario”. Y en Cataluña: “Catalanes, tras la aprobación de la Constitución democrática nuestra identidad está protegida; digamos adiós para siempre a la cultura morbosa del agravio perpetuo y hagamos definitivamente nuestro este gran país, España, lleno de potencial, que por tradición y legado nos pertenece”. (Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst, 12/09/2016)


Soberanía: India:
En el reciente debate de investidura, el portavoz de Esquerra Republicana de Catalunya, Joan Tardà, tuvo la virtud de intentar conectar Cataluña con un referente internacional, el dirigente de la independencia de la India, Mahatma Gandhi, y de alguna forma sacar la controversia sobre la cuestión catalana de un provincianismo estatal. Anunció que “Cataluña será lo que la voluntad de la mayoría de sus ciudadanos desee y manifieste” e informó ante el Congreso de que llegado el momento recurrirán a “fórmulas de desobediencia y protesta en el ejercicio de la resistencia pacífica, cívica y gandhiana”, para concluir con una casi conmovedora declaración de intenciones dirigida a sus “hermanos valencianos y baleares” por la que se comprometía a no cejar hasta llevar el referéndum a dichas comunidades, incentivado por el deseo de compartir un futuro juntos. (Esto plantea el problema, sobre el que cabría reflexionar más ampliamente, de si los políticos inducen las realidades o están al servicio de las necesidades que en cada momento manifiestan los ciudadanos). Resulta evidente que la elección de métodos de movilización gandhianos responde a algo más que una maniobra táctica dirigida a presionar al Gobierno, y que busca, mediante la analogía implícita con el caso indio, ennoblecer al movimiento separatista, situándole en un marco dual de víctimas y verdugos, dentro del cual la ciudadanía catalana encarnaría el rol de pueblo sometido y colonizado mientras que el Estado español representaría el imperio dominante. Solo que no procede elegir a la carta aquellos aspectos de la historia que se ajustan a las intenciones propias y obviar el resto. Si por algo se caracterizó el activismo de Gandhi, quien con sus iniciativas de no violencia articuló un modelo de revolución pacífica, fue por reivindicar la conciliación de los seres humanos por encima de sus creencias y diferencias raciales. Por esta misma senda transitaron otras figuras destacadas como Martin Luther King y Nelson Mandela. Durante toda su vida, Gandhi estuvo comprometido en la lucha contra la segregación, ya fuese en África o en India, defendió la convivencia respetuosa dentro de la diversidad, y la unidad política y territorial india en contra de los nacionalismos secesionistas de tipo religioso o cultural. Por esta razón, el dirigente indio se opuso a los planteamientos de Ali Jinnah, artífice de la creación de un Estado independiente para los musulmanes del subcontinente indio, Pakistán. Jinnah fundamentaba sus demandas en la teoría de las dos naciones. Según esta, todos los musulmanes, en virtud de su religión, formaban una nación, independientemente de que viviesen diseminados por las distintas regiones del subcontinente. Convencido de que dentro de una India democrática los musulmanes, desde su condición de minoría, se encontrarían en una situación de desventaja permanente, encontró en el proyecto de Pakistán la forma de revertir dicha relación de fuerzas. La partición de ambos países tuvo lugar en 1947. Para llevar a cabo el trazado de fronteras se siguió el criterio de mayorías religiosas según el censo demográfico: las provincias donde más de la mitad de la población fuese musulmana formarían Pakistán y el resto sería India. El desenlace es conocido: cientos de miles de muertos, millones de desplazados y regiones, ciudades e incluso aldeas literalmente partidas en dos, de modo que en la actualidad hay un Punjab indio y otro pakistaní. Este destino fue compartido por las provincias de Bengala y Cachemira. El mismo Pakistán formado por dos enclaves separados entre sí por miles de kilómetros volvería a fragmentarse 24 años más tarde con la independencia de Bangladesh, y lo que quedó del país quedó atrapado en la exigencia de favorecer al islam como ideología de cohesión nacional, desembocando en una crisis que continúa hasta hoy. Jinnah, musulmán secular que bebía vino y no acudía a la mezquita, inicialmente precursor de la unidad hindú-musulmán, y quien incluso llegó a considerar las relaciones entre Estados Unidos y Canadá como un modelo a seguir, no supo anticipar las dinámicas que su sueño de independencia puso en marcha. Gandhi, sí. En este sentido, la vía independentista que enarbola ERC, en cuanto a construcción ideológica, se acerca más a las posiciones de Jinnah que a las de Gandhi. El sueño de una gran república catalana que se extienda por todas las áreas vinculadas lingüísticamente con Cataluña recuerda a la teoría de las dos naciones que dio lugar a la creación de Pakistán. No importa que en estas comunidades que reivindica, el apoyo a ERC históricamente haya sido marginal, ellos son sus “hermanos”: el mito nacionalista que se construye, una vez más, desgarrando un tejido social y cultural de coexistencia. Imaginemos por un momento algunos escenarios hacia los que podría derivar el proceso independentista si se aplicase consecuentemente la lógica de ERC. En primer lugar, si el derecho a decidir conlleva el derecho a escindirse, con independencia de las secuelas económicas y de otra índole que genere una fractura territorial, para que el mismo fuese congruente con su fundamento democrático, cabría esperar que lo pudiesen ejercer no solamente la mayoría de los ciudadanos catalanes, sino todos ellos allí donde formen mayoría. A modo de ejemplo, si en Girona triunfase el sí, podría constituirse en república independiente. Si por el contrario, en Barcelona ganase el no, seguiría formando parte de España. Igual de lícita sería la voluntad de ambas mayorías. Luego está la cuestión de los llamados Països Catalans o la lengua como pretexto de un pancatalanismo de dominio, este sí, y pilar en el ideario de la CUP y Esquerra. En el caso de la Comunidad Valenciana, baste recordar que desde los años setenta los intentos por asimilar cultural y políticamente Valencia a Cataluña han generado un rechazo social visceral propiciador de un hecho diferencial valenciano expresamente anticatalán. Cualquier iniciativa en este sentido avivaría estas fuerzas latentes y abriría una brecha aún mayor. La valenciana es la única autonomía de España donde se ha dado un nacionalismo identitario regional definido, no por oposición a un Estado español centralista, sino a otro nacionalismo periférico, el de Cataluña. En definitiva, Joan Tardà ha elegido un símil inadecuado para lanzar su órdago en el Congreso. Gandhi intuía que la exacerbación de las diferencias puede degenerar en una ruptura social de graves consecuencias. Sería un error no preverlo. (Eva Borreguero, 21/09/2016)


India:
En el reciente debate de investidura, el portavoz de Esquerra Republicana de Catalunya, Joan Tardà, tuvo la virtud de intentar conectar Cataluña con un referente internacional, el dirigente de la independencia de la India, Mahatma Gandhi, y de alguna forma sacar la controversia sobre la cuestión catalana de un provincianismo estatal. Anunció que “Cataluña será lo que la voluntad de la mayoría de sus ciudadanos desee y manifieste” e informó ante el Congreso de que llegado el momento recurrirán a “fórmulas de desobediencia y protesta en el ejercicio de la resistencia pacífica, cívica y gandhiana”, para concluir con una casi conmovedora declaración de intenciones dirigida a sus “hermanos valencianos y baleares” por la que se comprometía a no cejar hasta llevar el referéndum a dichas comunidades, incentivado por el deseo de compartir un futuro juntos. (Esto plantea el problema, sobre el que cabría reflexionar más ampliamente, de si los políticos inducen las realidades o están al servicio de las necesidades que en cada momento manifiestan los ciudadanos). Resulta evidente que la elección de métodos de movilización gandhianos responde a algo más que una maniobra táctica dirigida a presionar al Gobierno, y que busca, mediante la analogía implícita con el caso indio, ennoblecer al movimiento separatista, situándole en un marco dual de víctimas y verdugos, dentro del cual la ciudadanía catalana encarnaría el rol de pueblo sometido y colonizado mientras que el Estado español representaría el imperio dominante. Solo que no procede elegir a la carta aquellos aspectos de la historia que se ajustan a las intenciones propias y obviar el resto. Si por algo se caracterizó el activismo de Gandhi, quien con sus iniciativas de no violencia articuló un modelo de revolución pacífica, fue por reivindicar la conciliación de los seres humanos por encima de sus creencias y diferencias raciales. Por esta misma senda transitaron otras figuras destacadas como Martin Luther King y Nelson Mandela. Durante toda su vida, Gandhi estuvo comprometido en la lucha contra la segregación, ya fuese en África o en India, defendió la convivencia respetuosa dentro de la diversidad, y la unidad política y territorial india en contra de los nacionalismos secesionistas de tipo religioso o cultural. Por esta razón, el dirigente indio se opuso a los planteamientos de Ali Jinnah, artífice de la creación de un Estado independiente para los musulmanes del subcontinente indio, Pakistán. Jinnah fundamentaba sus demandas en la teoría de las dos naciones. Según esta, todos los musulmanes, en virtud de su religión, formaban una nación, independientemente de que viviesen diseminados por las distintas regiones del subcontinente. Convencido de que dentro de una India democrática los musulmanes, desde su condición de minoría, se encontrarían en una situación de desventaja permanente, encontró en el proyecto de Pakistán la forma de revertir dicha relación de fuerzas. La partición de ambos países tuvo lugar en 1947. Para llevar a cabo el trazado de fronteras se siguió el criterio de mayorías religiosas según el censo demográfico: las provincias donde más de la mitad de la población fuese musulmana formarían Pakistán y el resto sería India. El desenlace es conocido: cientos de miles de muertos, millones de desplazados y regiones, ciudades e incluso aldeas literalmente partidas en dos, de modo que en la actualidad hay un Punjab indio y otro pakistaní. Este destino fue compartido por las provincias de Bengala y Cachemira. El mismo Pakistán formado por dos enclaves separados entre sí por miles de kilómetros volvería a fragmentarse 24 años más tarde con la independencia de Bangladesh, y lo que quedó del país quedó atrapado en la exigencia de favorecer al islam como ideología de cohesión nacional, desembocando en una crisis que continúa hasta hoy. Jinnah, musulmán secular que bebía vino y no acudía a la mezquita, inicialmente precursor de la unidad hindú-musulmán, y quien incluso llegó a considerar las relaciones entre Estados Unidos y Canadá como un modelo a seguir, no supo anticipar las dinámicas que su sueño de independencia puso en marcha. Gandhi, sí. En este sentido, la vía independentista que enarbola ERC, en cuanto a construcción ideológica, se acerca más a las posiciones de Jinnah que a las de Gandhi. El sueño de una gran república catalana que se extienda por todas las áreas vinculadas lingüísticamente con Cataluña recuerda a la teoría de las dos naciones que dio lugar a la creación de Pakistán. No importa que en estas comunidades que reivindica, el apoyo a ERC históricamente haya sido marginal, ellos son sus “hermanos”: el mito nacionalista que se construye, una vez más, desgarrando un tejido social y cultural de coexistencia. Imaginemos por un momento algunos escenarios hacia los que podría derivar el proceso independentista si se aplicase consecuentemente la lógica de ERC. En primer lugar, si el derecho a decidir conlleva el derecho a escindirse, con independencia de las secuelas económicas y de otra índole que genere una fractura territorial, para que el mismo fuese congruente con su fundamento democrático, cabría esperar que lo pudiesen ejercer no solamente la mayoría de los ciudadanos catalanes, sino todos ellos allí donde formen mayoría. A modo de ejemplo, si en Girona triunfase el sí, podría constituirse en república independiente. Si por el contrario, en Barcelona ganase el no, seguiría formando parte de España. Igual de lícita sería la voluntad de ambas mayorías. Luego está la cuestión de los llamados Països Catalans o la lengua como pretexto de un pancatalanismo de dominio, este sí, y pilar en el ideario de la CUP y Esquerra. En el caso de la Comunidad Valenciana, baste recordar que desde los años setenta los intentos por asimilar cultural y políticamente Valencia a Cataluña han generado un rechazo social visceral propiciador de un hecho diferencial valenciano expresamente anticatalán. Cualquier iniciativa en este sentido avivaría estas fuerzas latentes y abriría una brecha aún mayor. La valenciana es la única autonomía de España donde se ha dado un nacionalismo identitario regional definido, no por oposición a un Estado español centralista, sino a otro nacionalismo periférico, el de Cataluña. En definitiva, Joan Tardà ha elegido un símil inadecuado para lanzar su órdago en el Congreso. Gandhi intuía que la exacerbación de las diferencias puede degenerar en una ruptura social de graves consecuencias. Sería un error no preverlo. (Eva Borreguero, 21/09/2016)


Atlas de países que no existen (2016):
Qué es un país? Es la pregunta que subyace detrás de este atlas, el de los países que no existen, escrito por el geógrafo británico Nick Middleton y editado por Geoplaneta. El libro, que acaba de ser presentado en su edición en español, está construido en torno a regiones con algunas características de país: una población, un gobierno y una bandera. El ser o no ser de los Estados es un asunto muy controvertido, tal y como reconoce el autor en declaraciones a Geografía Infinita. “El mapa político es bien conocido, en principio, por todo el mundo, pero deja entrever que todas las cuestiones de soberanía han sido resueltas”, señala Middleton. “No es el caso”, prosigue. “Hay muchos lugares en el mundo que añoran aparecer en el mapamundi oficial“. Rapa Nui o la Isla de Pascua es uno de los no-estados que recoge el libro. Dicho esto y según explica el autor, “el mapa ha cambiado significativamente” incluso a lo largo de su vida. “El fin de la URSS creó 15 nuevos países”, recuerda. “También en la década de 1990, algunos países se reunificaron (Alemania y Yemen) mientras que otros se separaron (Checoslovaquia y Etiopía). En el siglo XXI, Timor Oriental, Montenegro y Sudán del Sur han aparecido como nuevos países reales”, añade. Según Middleton, “si tienes una población permanente, un territorio y alguna forma de gobierno, puedes ser un país independiente”. Pero matiza: “la cuestión es, ¿te reconocerá alguien?”. Por ello, a su juicio, “el reconocimiento es algo crítico porque sin él, nadie te tomará en serio como país”. La idea del libro llegó hace tres años, cuando le leía a su hija pequeña el clásico inglés ‘The Lion, the Witch and the Wardrobe’ (El león, la bruja y el armario, en su traducción al español). Le gustó la idea de todos los lugares que existen al otro lado de la puerta (en el caso del libro, a través de la puerta de un armario). “Cuando empecé a buscar ‘no-países’, estaba emocionado por cuantos había”, confiesa. Hace un año se puso en serio en la tarea de elegir y sistematizar una lista con cincuenta de estos no-países. Middleton se fija en territorios a los que, por diversas razones, no se les permite tener representantes en las Naciones Unidas, y son ignorados en la mayoría de los mapamundis. Lo cierto es que no hay una definición que deje blanco sobre negro lo que es un país. En el libro se menciona un tratado firmado en 1933, durante la Conferencia Internacional de Estados Americanos, en Montevideo, Uruguay. La “Convención de Montevideo” establece que, para convertirse en un país, una región necesita tener las siguientes características: un territorio definido, una población permanente, un gobierno y “la capacidad para relacionarse con otros Estados”. Aún así, muchos países que reúnen esos criterios no son miembros de las Naciones Unidas, cuyo reconocimiento suele ser la prueba de fuego para la “existencia” de un país. Este atlas, encuadernado de manera excepcional, navega por todos esos pedazos del mundo “sin país”. Y lo hace, no sin polémica. Cataluña sí, Euskadi no Uno de esos no-países es Cataluña. Dice el autor del libro que “con una lengua propia y antigua y una historia diferenciada que se remonta a la Edad Media, un considerable número de catalanes se consideran una nación aparte del resto de España”. Según se explica en el libro “este territorio ya disfrutó en el pasado de un régimen autónomo. Hasta el siglo XVIII tuvo sus propios fueros y durante el siglo XX un parlamento propio hasta en dos ocasiones (…) en la actualidad Cataluña, restaurada la democracia, goza de un importante nivel de autonomía”. Aparece Cataluña pero no ocurre lo mismo con otras regiones con importante presencia nacionalista en España, como es el caso de Euskadi. “Sabía que eso podría crear un problema”, reconoce Middleton a Geografía Infinita. “El hecho es que he elegido los 50 no-países de mi atlas de entre bastantes cientos. Adopté unas reglas de juego pero, en cierto modo, mis decisiones sobre qué incluir y qué no fueron hasta cierto punto inherentemente arbitrarias”, explica. Cataluña aparece en este libro como una nación sin estado. En este sentido, Middleton reconoce que “algunos lectores se pueden ver decepcionados”. “Donde hay parejas de lo que podrían ser naciones en similares (aunque no idénticas) circunstancias, se han tomado decisiones para incluir una, pero no la otra. Por ello Cataluña está, pero no Euskadi. Groenlandia está, pero Nunavut no. Ryukyu está, pero Ho’aido no”. Una heterogénea selección de no-países Algunos de los no-países presentes en el libro han ejercido un control exhaustivo del territorio durante un considerable periodo de tiempo. Es el caso de Taiwán y Somalilandia, estados “de facto” a la espera de que el resto del mundo se ponga de acuerdo sobre la realidad de su existencia. También convive el caso de los no-países que existen como regiones parcialmente autónomas de Estados reconocidos más grandes. Reivindican mayores territorios y la autodeterminación de acuerdo con razones históricas o particularidades étnico-culturales que los hacen distintos de los Estados en los que se asientan. Sus posibilidades van desde lo poco probable (Cabinda, la República de Lakota o el Tíbet) hasta lo razonablemente posible, como Groenlandia. Groenlandia es uno de los países que parecen tener más cerca una independencia De hecho, según Middleton, “Groenlandia es probablemente el mejor canditato a ser un país. Tras 250 años de ser una colonia danesa, la isla consiguió un gobierno local en 1979, seguido de un autogobierno en 2009. El siguiente paso lógico es una completa independencia que podría ocurrir mientras viva”. Otros territorios presentes en este compendio han sido declarados independientes por alguien en concreto o por pequeños grupos y tienen muy pocas posibilidades de que su independencia sea reconocida por ningún Estado-nación. Son “microestados” pequeños, bien por territorio, bien por población, como es el caso de Pontinha, un antiguo bastión de la orden del Temple, situado en Funchal, cuya soberanía le fue concedida en 1903. Algunos como Forvik y Hutt River son parodias deliberadas, pensadas para imitar a un Estado con todas sus competencias, pero con una ambición política, personal o comercial detrás. También hay ‘no-estados’ que deben su supervivencia a la presencia de un aliado principal que les guarda las espaldas, es el caso de antiguas zonas de la unión soviética como Transnistria y Abjasia. Algunos ejemplos de no-estados incluidos en el libro: Christiania (Europa): Comuna autónoma de Dinamarca. Seborga (Europa): Principado que se declaró independiente de Italia tras convocar un referéndum en 1995. Rutenia (Europa): República por un día en marzo de 1939. Ogonilandia (África): Reino autóctono en el delta del Níger. Barotsetlandia (África): Antigua monarquía que quiere ser reconocida como nuevo estado africano. Redonda (América del Norte): Su primer rey rey declaró la soberanía en 1865. Varios aspirantes al trono se disputan hoy la corona. Dinetah (América del Norte): La no-nación india más grande radicada en una reserva de Estados Unidos, con cierto nivel de autogobierno. Araucania (América del Sur): El mapuche es un pueblo indígena americano que trata de recuperar la autonomía. Ahvaz (Asia): Conocido también como Arabistán, Juzestán. Región de habla árabe de Irán que quiere recuperar su autonomía. Baluchistán (Asia): Declaró su independencia un día después de que lo hicieran India y Pakistán, fue anulada una ño después y declarada de nuevo en 1958. Desde 1970 es una provincia de Pakistán. Minerva (Oceanía): República libertaria declarada en 1972 en un territorio sobre un atolón del Pacífico hasta entonces sumergido.


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