Nacionalismo             

 

Nacionalismo:
[Catalunya, tiempo de decidir:] Catalunya -punto uno- es una comunidad humana con conciencia clara de poseer una personalidad histórica diferenciada, y voluntad firme de proyectar esta personalidad hacia el futuro mediante su autogobierno. Lo que implica el autocontrol de los propios recursos y la autogestión de los propios intereses. Dicho en corto y por derecho: Catalunya es una nación. 2. Este hecho -la realidad nacional de Catalunya- no le ha sido reconocido de modo gracioso y sin esfuerzo; ha debido ganárselo día a día con un trabajo duro realizado no sólo por sus élites y dirigentes, sino -muy al contrario- protagonizado, desde el último rincón del país, por las gentes del común celosas de preservar su lengua, sus tradiciones, su cultura, su derecho, su conciencia, en fin, de ser catalanes. Lo que merece respeto y admiración. 3. Esta refacción de la nación catalana se inició con la Renaixença, cobró impulso político con Prat de la Riba tras el desastre de 1898, arraigó en las primeras décadas del siglo XX, logró el refrendo estatutario durante la II República, sufrió una persecución acerba durante la dictadura franquista, renació con más fuerza al inicio de la transición y, tras un reconocimiento explícito en la Constitución de 1978, se ha consolidado de modo irreversible. 4. Catalunya ha ganado, por tanto, de forma espectacular la batalla del ser. Si -por ejemplo- un catalán fallecido el 1 de enero de 1900 resucitase, no se creería lo que vería. “¿Dónde está la Guardia Civil?”, se preguntaría; “¡y se enseña en catalán en las escuelas!”, añadiría.


5. Es lógico -desde una perspectiva nacionalista- que, ganada la batalla del ser y consolidada esta victoria -en los últimos treinta años- por el sistema educativo y los medios de comunicación catalanes, los líderes nacionalistas piensen que ha llegado el momento de plantear la batalla del estar, es decir, la de iniciar -son sus palabras- una segunda transición hacia la plenitud nacional de Catalunya, esto es, hacia su independencia. 6. En realidad, los líderes nacionalistas han sido independentistas siempre, pero han creído, durante décadas, que la independencia de Catalunya no era posible. Lo que hoy ha cambiado es esta percepción: ahora creen que sí ha llegado el momento. De ahí el esfuerzo por renovar la reivindicación nacionalista con la demanda de un pacto fiscal bilateral o concierto, para atraer a los sectores de población que, por su origen, son menos sensibles a la vibración identitaria, mediante la denuncia de un hecho cierto e insostenible: el trato fiscal injusto que padece Catalunya. 7. No obstante, conciben el camino hacia la independencia de una forma gradual, en parte para evitar una posible fractura social, en parte -quizá- por una difusa desconfianza respecto al éxito final de su empresa. Por ello, han planteado la batalla inmediata en torno a un pacto fiscal que instaure un concierto similar al vasco, con lo que pretenden alcanzar uno de estos dos objetivos: a) Si España cede, dado el carácter bilateral de este pacto, la posición de Catalunya respecto a España sería la de un Estado confederado, puerta inmejorable para alcanzar la independencia sin los traumas de una ruptura brusca. b) Y si España no cede, ahí estará un motivo de agravio susceptible de galvanizar a buena parte de la sociedad catalana para impulsarla a la proclamación unilateral de la independencia. 8. Tengo por seguro que España no accederá nunca a la demanda catalana de un pacto fiscal confederal o concierto. Razones: a) Una relación confederal similar a la que se estableciera con Catalunya sería reivindicada de inmediato por otras comunidades. b) ¿Para qué esforzarse en llegar a un acuerdo con alguien que sólo lo concibe como una simple etapa hacia el destino irrenunciable de la independencia total? c) ¿Qué sentido tiene una relación confederal dentro de la UE, cuando, si esta se consolida, será precisamente en forma de federación? 9. Me reafirmo, por tanto, en lo que sostengo desde el 2005: a) El problema catalán sólo tiene dos salidas: federalismo -con un Senado potente y un sistema de financiación justo que acepte de forma operativa el principio de ordinalidad- o autodeterminación. b) España no puede ni debe acceder al establecimiento de una relación bilateral -confederal- con Catalunya. c) Pero, en contrapartida, España debe permitir que Catalunya se independice, si así lo quiere, en ejercicio de su derecho de autodeterminación. d) Lo que significa que Catalunya ha de poder irse, si es su voluntad democrática, pero no puede imponer su modelo de relación con España. 10. Insisto: o Estado federal-que es una variedad del Estado unitario- o independencia; no hay ni habrá una tercera vía confederal (”una miqueta d’independència”). 11. Si Catalunya opta, cualquiera que sea la posición española, por iniciar el proceso hacia su independencia, deberá estar segura de poder culminarlo con éxito, para evitar que acabe en una frustración profunda. En todo caso, es tiempo de decidir. (Juan José López-Burniol, 09/09/2012)


Federalismo:
En 1984 este diario organizó en Girona con El Monun coloquio sobre el tema “¿qué es España?”. Durante una de las sesiones, desde el público, formulé a Javier Pradera la pregunta de si no hubiera sido mejor el establecimiento de un Estado federal, en vez del Estado de las autonomías, y nuestro desaparecido amigo ofreció una explicación convincente: al federalismo se oponía entonces el grado de desarrollo político muy desigual de las comunidades. Hubiera sido entonces un error forzar la participación equiparable de las mismas en la organización del Estado. El tema es si transcurridas varias décadas, la objeción sigue siendo válida. Esa desigualdad de situaciones de partida hizo obligado el hallazgo del Estado integral en la Segunda República, antecedente de la Constitución italiana de 1948. La guerra civil impidió entre nosotros que el goteo de Estatutos culminara, mientras en Italia funcionó sin demasiados problemas, habida cuenta de que los verdaderos conflictos, como el Tirol del Sur o Sicilia constituían la excepción dentro de la regla unitaria nacional. La cuestión de fondo irresuelta desde el Risorgimento, la integración asimétrica del Sur, se planteaba entonces y ahora desde otras coordenadas, y el invento de Padania, ligado asimismo al desarrollo desigual dentro del espacio económico italiano, es un fenómeno reciente y de otras características. En España, el problema viene de lejos y siempre resulta útil mirar a Francia para establecer una comparación, ya que ambas fueron lo que en el siglo XVIII se llamó “monarquías de agregación”, donde en un proceso secular iban sumándose territorios en torno a un núcleo, el dominio real en Francia, la Corona de Castilla en España —con el contrapunto hasta 1714 de la Corona de Aragón—, desarrollando una pretensión centralizadora en el Antiguo Régimen que no anuló a ambos lados de los Pirineos la singularidad jurídico-política de los pays d’États o de los territorios forales. El corte llegó en Francia con la Revolución, que al abolir las particularidades históricas sentó las bases de un Estado-nación consolidado en el siglo y medio sucesivo. Mientras tanto, en España el proceso de construcción nacional, fijado ideológica y constitucionalmente en 1812, se vio afectado por una sucesión de estrangulamientos, a partir del atraso económico, pero también en la enseñanza, en la participación política, hasta desembocar a fines del siglo XIX en una crisis general de la identidad española que abrió paso al auge de los nacionalismos periféricos. No fue cuestión de esencias nacionales, ya que en Francia hay también vascos, catalanes, e incluso bretones, sin que existan movimientos nacionalistas susceptibles de cuestionar como en España la supervivencia del Estado-nación. Y el brutal intento unificador del franquismo sirvió solo en definitiva para agudizar aún más las tensiones. La solución democrática estaba ahí desde que en 1840 nuestro primer republicanismo, con Cataluña al frente, propusiera la organización federal de España. Contó con un gran teórico, Pi i Margall, y también con un gran antídoto para su puesta en práctica por el fracaso de 1873. En 1931 el espectro de la Federal propició el viraje hacia el Estado integral, el cual a su vez sirvió de antecedente para el Estado de las autonomías, el cual en buena medida constituyó un éxito, al conciliar en la mayoría de los casos la identidad regional en formación con la española y fomentar una gestión más próxima a los ciudadanos, atenta a las especificidades culturales y a la exigencia de normalización lingüística en las nacionalidades. Solo que el Estado autonómico ignoró la exigencia que en la historia ha marcado el buen éxito del federalismo, consistente en crear mecanismos horizontales de coordinación de los Estados miembros —un Senado de verdad— y fijar inequívocamente los límites —sobre asunción de competencias cuasi-estatales y endeudamiento— respecto del Estado central. Desde el principio, faltó articulación y se sucedieron conflictos verticales: “En pocos años —constataba Eliseo Aja— se han planteado ante el Constitucional 10 veces más conflictos de competencias que en cuatro décadas en la República Federal Alemana”. Con el complemento de la duplicidad administrativa y la ausencia de corresponsabilidad fiscal, los nacionalismos se presentaron como portadores auténticos de los intereses propios, sin que en los años dorados pudiera percibirse el riesgo de un gasto excesivo que ahora ha estallado con la crisis. Con tanta mayor incidencia sobre las élites nacionalistas, cuanto que antes no era posible renunciar a la unidad de mercado y ahora siempre cabe abrigar la esperanza de un despliegue de la potencialidad vasca o catalana en el seno de Europa, libres de la camisa de fuerza española. Mientras germinaba la crisis. La cuestión de fondo es si el Estado español soportará una crisis que acentúa las tensiones entre centro y periferia. Existe un antecedente próximo, la disolución de la URSS, en la cual el desplome económico jugó un papel determinante. Ante el hundimiento de la Hacienda soviética, los distintos Estados miembros actuaron con estrategias inspiradas por el principio de “sálvese quien pueda”. Era también la posibilidad para las elites regionales comunistas de afirmarse definitivamente como cabezas de los nuevos Estados. Algo que en otras circunstancias puede asimismo suceder entre nosotros, con el aliciente de los ejemplos exteriores que tanto contribuyó a la fragmentación de Europa desde 1989. Entonces se abrió la puerta a un alumbramiento de nuevas entidades estatales, congelado desde 1945: la radicalización del PNV respondió a dicho incentivo. Y ahora despunta una expectativa aun más influyente: el referéndum de Escocia por su independencia. Nacionalistas catalanes y vascos piensan que si la secesión escocesa triunfa, nada deberá oponerse a sus propósitos. Y en Euskadi, se maneja el argumento adicional, tomado del mito sabiniano, de que así como los escoceses exhiben en la independencia perdida en 1707, los fueros vascos equivalían a independencia hasta 1839. En principio, la posibilidad de una fractura parecía limitada al País Vasco. Ahora cobra fuerza la perspectiva de que Cataluña tome la delantera, después de la catastrófica maniobra de Zapatero y Maragall al impulsar un nuevo Estatuto; de esa peripecia han salido una buena dosis de frustración, resentimiento frente a “Madrid” y, en consecuencia, una subida en flecha del independentismo. Así las cosas, la evolución de la crisis revestirá una importancia decisiva, según pudo apreciarse al plantear el gobierno central una intervención sobre algunas comunidades, y responder de inmediato Mas con la amenaza de nuevas elecciones en Cataluña, acompañadas del espectro de la ruptura. La asimilación al concierto vasco constituye el objetivo, difícil de atender ahora, sin justificación histórica, pero que ofrece un evidente atractivo para los ciudadanos catalanes. De persistir y agudizarse la tensión, el independentismo puede muy bien constituirse en expresión del malestar social, toda vez que la izquierda (PSC e IC) carece de una estrategia propia. Otro tanto sucede en Euskadi, también aquí con 2015 como fecha mágica, con un PSE al borde de despedirse para siempre del gobierno vasco, impulsado además por su presidente a jugar el juego del nacionalismo. Antes que la economía, serán las próximas elecciones autonómicas las que fijen las perspectivas de futuro, ya que el soberanismo pragmático del PNV puede encontrarse en un callejón sin salida de triunfar la izquierda abertzale, con cuyo objetivo político coincide formalmente. Al igual que en Cataluña, la defensa abierta de España queda reducida a un PP condenado a ser aun más minoritario gracias a Rajoy. Aun con buenos resultados, será difícil evitar que Urkullu proponga un nuevo tipo de vinculación con el Estado, de signo confederal, comparable en el fondo, ya que no en la forma, con el periclitado plan Ibarretxe. Y Bildu estará ahí para impedir retrocesos. Ciertamente, nada en la Constitución autoriza semejantes derivas, pero según advirtiera la Corte Suprema de Canadá, la fuerza no es el procedimiento para resolver tales cuestiones en democracia. La crisis económica se constituye así en marco y en impulsor de una fragmentación del Estado que el federalismo hubiera podido conjurar. (Antonio Elorza)


Nacionalismo e Ilustración:
Con la Ilustración, los seres humanos decidieron -por primera vez en la historia- tomar las riendas de su destino y convertir el bienestar de la humanidad en el objetivo último de todos sus actos. En la base de este proyecto ilustrado -escribe Tzvetan Todorov- subyacen tres ideas axiales: la autonomía, la finalidad humana de nuestros actos y la universalidad. La autonomía significa que lo que debe guiar la vida de los hombres ya no es la autoridad del pasado, sino su proyecto de futuro; en consecuencia, la voluntad libre prevalece sobre la tradición. La finalidad humana de nuestros actos comporta que el objetivo de estas acciones humanas liberadas se halle en la tierra y ya no apunte a Dios; por lo que, suceda lo que suceda después de la muerte, el hombre debe dar sentido a su existencia terrenal: la búsqueda de la felicidad sustituye a la búsqueda de la redención, razón por la que el Estado no está al servicio del designio divino, sino que su objetivo es el bienestar de los ciudadanos. Y la universalidad implica que todos los seres humanos poseen derechos inalienables por el mero hecho de serlo; bien entendido que la exigencia de igualdad, hoy tan profundamente sentida, deriva de esta idea de universalidad. Ahora bien, pese a que la fe en el progreso ilimitado de la humanidad pudo tentar a algunos pensadores de la Ilustración, lo cierto es que prevaleció la idea de que el rasgo distintivo de la especie humana no es el avance hacia el progreso, sino sólo la perfectibilidad, es decir, la capacidad de hacerse mejor y de mejorar el mundo. De ahí que los problemas sociales carezcan de soluciones definitivas y se replanteen continuamente bajo formas distintas. En este tejer y destejer de la historia, el Romanticismo constituye una reacción frente a la Ilustración y es, en cierto sentido, una involución. Si Auguste Comte sostuvo que, a lo largo de la historia, la humanidad ha pasado -primero- de la teología a la metafísica, y -más tarde- de la metafísica a la ciencia, lo cierto es que, con el Romanticismo, retornó a la mística. En efecto, el Romanticismo es una inmersión en el entorno -la naturaleza- y en el pasado -la historia-, con la pretensión de integrar ética y estética mediante la apelación a la fantasía, y con un fuerte gusto por lo infinito como sentimiento cuasi-religioso. El Romanticismo significa, por tanto, una continuación de la religión con medios estéticos, lo que implica, a su vez, un abandono de la razón y provoca una actitud vital superadora de la estructura del mundo, lo que lleva a la conclusión de que la razón política y el sentido de la realidad no son suficientes para poder vivir. No es nuevo afirmar que el nacionalismo es la expresión política del Romanticismo y que, como tal, es neutro en sí mismo. El nacionalismo puede ser un instrumento espléndido de cohesión social cuando actúa como un factor de integración; pero se pervierte cuando se torna excluyente y adopta la forma de nacionalismo de Estado, pues entonces provoca inevitablemente el conflicto al chocar con otros nacionalismos, máxime si todos tienen una actitud imperialista. Porque el núcleo duro de la corriente romántica es la exaltación de la naturaleza y de la historia, pero no de toda la naturaleza y de toda la historia, sino de mi naturaleza y de mi historia. Así, para los nacionalistas excluyentes no hay más que nuestro país y nuestro paisaje; nuestra tradición y nuestra historia; nuestra literatura y nuestra música; nuestros campos y nuestros productos; nuestras fábricas y nuestras empresas; nuestros negocios y nuestros bancos; nuestros intereses y nuestro dinero; nosotros y nosotros. Porque los otros no son como nosotros. Ellos son vagos, indisciplinados, erráticos, poco fiables, dilapidadores, sinvergüenzas e, incluso, guarros, por lo que deben ser redimidos mediante una ascesis hecha de rigor extremado y exigencia puntual. Sin olvidar que, con el lenguaje -es sabido que con una palabra mil veces repetida se hacen virguerías-, puede llegarse, ya no a la conversión del adversario en enemigo, sino a su cosificación, con las gravísimas consecuencias de las que existe una atroz experiencia. Este nacionalismo excluyente -egoísta, brutal y aldeano- precipitó por dos veces a Europa, durante el siglo XX, en una sima insondable de destrucción y muerte. Y puede también, sin guerras convencionales ya fuera de época, sellar en los próximos meses el ocaso definitivo de Europa como uno de los protagonistas de la historia universal. En su artículo “Día de Difuntos de 1836?, Mariano José de Larra dijo haber leído esta inscripción: “Aquí yace media España; murió de la otra media”. Quizá, dentro de algún tiempo, pueda leerse esta otra: “Aquí yace Europa entera; se envenenó por si sola”. Ya advirtió Isaiah Berlin que “el Romanticismo, tan pronto como es llevado a sus consecuencias lógicas, termina en una especie de locura”, promovida -en palabras de Hannah Arendt- por una “alianza entre chusma y élite”. (Juan José López Burniol)


Referendum Escocia:
¿Quiere independizarse Escocia? Es difícil saberlo con certeza en este momento. Si bien es posible afirmar que ha crecido el apoyo a esta medida en un Parlamento liderado por el Partido Nacionalista Escocés (SNP, por sus siglas en inglés), el partido al cual pertenece Salmond, que aboga por la secesión, también es cierto que un voto a favor del SNP no significa necesariamente un voto a favor de la independencia. Una de las razones por las cuales los votantes eligieron con tanto ímpetu al SNP en las elecciones parlamentarias de 2011 fue porque querían una alternativa al Partido Laborista y castigar en las urnas a los demócratas liberales. En esa línea, hay quienes no apoyan la independencia, pero sí reconocieron que Salmond era el mejor candidato para ministro principal (sabiendo, además, que podrían votar "No" en el referendo). El experto electoral John Curtice dice que el apoyo a la independencia ha oscilado entre un cuarto y un tercio de la población, y que ahora se ubica en 32%. La gente parece contemplar la idea con menos temor y parece mucho más dispuesta a resolverlo en un referendo. También hay otros factores que podrían afectar el apoyo a la independencia, como los recortes del gasto y la posibilidad de que Escocia prospere como una nación pequeña en medio de la incertidumbre global. En términos de respaldo político, laboristas, conservadores y liberales-demócratas se oponen a la independencia. La campaña por la autonomía escocesa comenzó con la unificación con Inglaterra en 1707. En ese momento se consideraba que Escocia necesitaba urgentemente apoyo financiero, pero los opositores de la medida se indignaron por afirmaciones de que los escoceses que pusieron sus nombres en la Acta de Unión fueron sobornados. En 1934 se estableció el Partido Nacional Escocés, creado tras la fusión del Partido Escocés y el Partido Nacional de Escocia. Tras décadas de altibajos, el partido ganó sus primeras elecciones en 2007 y formó un gobierno de minoría, antes de convertirse en 2011 en el primer partido en obtener la mayoría absoluta en Holyrood. Si Cameron y Salmond logran un acuerdo, el escocés podría dar una fecha precisa pronto. Se ha hablado de que podría ser en la segunda quincena de octubre de 2014. Previamente, el escocés sólo estaba dispuesto a decir que se celebraría en algún momento durante la segunda mitad de la legislatura de cinco años del Parlamento. Y luego dijo que quería que ocurriera en el otoño de 2014, que coincide con la realización en Escocia de dos prestigios eventos deportivos: la Copa Ryder de golf y los Juegos de la Mancomunidad. Los opositores a Salmond dicen que la demora genera incertidumbre para Escocia y su economía, aunque el ministro principal dice que varias compañías han aceptado con alegría invertir en Escocia en los últimos meses, incluyendo Dell, Amazon y Michelin. El primer ministro, David Cameron, pisa una delgada línea. Bien puede pensar que un referendo más temprano incrementa las posibilidades de que Escocia permanezca en la Unión. Pero si el partido, que sólo tiene un parlamentario en Escocia, hace demasiada fuerza, arriesga a que se incremente el apoyo a la independencia. El SNP tiene la mayoría absoluta en el Parlamento escocés, pero los nacionalistas siempre han creído que, en un tema de semejante envergadura, es clave contar con el apoyo del pueblo escocés a través de un referendo. Además, también necesita este mandato para negociar un acuerdo de independencia con el gobierno del Reino Unido. No. El proceso está lejos de ser tan sencillo. Como el Parlamento escocés no tiene, por sí mismo, la autoridad para declarar a Escocia un país independiente, una mayoría de votos por el "Sí" marcaría sólo el comienzo de las negociaciones con Reino Unido. Por supuesto, si los escoceses se muestran a favor de la independencia, a Londres le sería prácticamente imposible decir: "No, ustedes no pueden tenerla". El SNP había dicho previamente que la pregunta sería una afirmación como: "El Parlamento escocés debería negociar un acuerdo con el gobierno británico, basado en las propuestas señaladas en el papel blanco (un documento sobre el futuro constitucional de Escocia), para que Escocia se convierta en un Estado soberano e independiente". Las respuestas serían "Sí, estoy de acuerdo" o "No, estoy en desacuerdo". Sin embargo, Salmond intenta que se pregunte de forma más simple: "¿Está de acuerdo que Escocia debería ser un país independiente?". Una mayoría del "Sí" marcaría el comienzo de las negociaciones con Reino Unido sobre un convenio constitucional. Es difícil decir exactamente cómo sucedería, dado que esto sería un nuevo territorio, pero es probable que, dado el gran número de problemas que necesitan ser resueltos, el período de tiempo desde el voto hasta la independencia sea largo. La plena independencia se podría conseguir en 2016. Alex Salmond ha descrito el referéndum sobre la independencia como un evento único en una generación. Todas las partes (independentistas y unionistas) están dispuestos a evitar la situación que se dio en la provincia canadiense de Quebec, donde tras años de debate sobre la independencia y referendos se habla de "neverendum". Un "No" en el referéndum resultado podría significar el fin para el SNP como una fuerza política dominante. También es probable que el debate se centre sobre entregar más poderes a Holyrood, como una completa autonomía fiscal. Como los temas constitucionales no son delegables, Michael Moore, el secretario de Estado para Escocia (el ministro británico encargado de los temas escoceses), dice que cualquier referendo sin el apoyo de Westminster no sería vinculante. Moore dice que reconoce el derecho del SNP a llevar a cabo el referendo y quiere trabajar con el gobierno escocés. No fue una negociación simple, pero todo indica que se llegó a un acuerdo. El SNP se ha quejado de que Westminster (el Parlamento británico) hizo una oferta "con condiciones" y que ha tratado de dictar los términos del referendo (como la fecha y el contenido de la consulta), un tema que no le compete.


Las razones del federalismo:
Hemos estado haciendo federalismo sin saberlo o sin decirlo durante demasiado tiempo. La apertura e indeterminación de la Constitución española de 1978, la autonomía como un principio dispositivo susceptible de muy diversas concreciones fue, sin duda, un gran acierto de la Transición. Otorgó un gran protagonismo a los actores (Gobiernos central y autónomos, partidos políticos) que permitió diversos ritmos y niveles de autogobierno. Sin embargo, esta inicial virtud devino en fuente de crecientes problemas y las mismas razones de su éxito original se convirtieron en fuente de innegables disfuncionalidades y recentralizaciones. Esta contingencia crónica ha generado tres efectos muy negativos. En primer lugar, la confusión, cuando no la tergiversación, de lo que supone el federalismo como sistema y tradición política democrática. España es, de hecho, el único país del mundo en el que para buena parte de la opinión la federación no implica la construcción de una Unión federal, sino la “balcanización” y la “fractura” del Estado. Habrá que sospechar, sin embargo, que alguna suerte de virtualidad política tendrá el federalismo cuando más del 55% de la población mundial (65% del PIB global), vive bajo distintos arreglos federales. En segundo lugar, ha impedido que los españoles nos reconozcamos como ciudadanos de un sistema que ha llegado a ser de hecho —a saltos y con déficits— un sistema político federal. La federalización del Estado de las autonomías es innegable, y así se reconoce en las investigaciones de política comparada, pues posee el núcleo esencial de toda federación: niveles sustantivos de autogobierno y Gobierno compartido garantizados constitucionalmente. En tercer lugar, tan reiterada ambigüedad ha impedido asimismo no solo entender cabalmente el funcionamiento del sistema, sino disponer de un proyecto de futuro que, basándose en un análisis riguroso de sus principales problemas, señale un horizonte de reformas preciso y contrastado en otros países federales. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de federalismo? En primer lugar, al abandono del concepto y vocabulario de la soberanía, que implica la exorbitante exigencia de un centro monopolizador del poder político, indelegable e indivisible. La visión federal de la democracia reemplaza la concepción jerárquica y piramidal del poder político —“mando y control”— por otra bien diferente: horizontal, de competencias repartidas, en red, pero coordinadas (federadas). En su propia etimología, el federalismo remite a la construcción política de la confianza (fides) mediante pacto entre iguales (foedus). Si la soberanía siempre constituyó un imposible sueño de la razón en la historia del pensamiento, en el ámbito de nuestro sistema político multinivel, la Unión Europea, carece simplemente de sentido. Demasiado caro está pagando Europa haber abandonado el aliento federal originario, para abandonarse a las resistencias “soberanas” de Estados inanes ante los mercados financieros. En segundo lugar, el federalismo postula la construcción de un Estado de Estados, o lo que es lo mismo la articulación de autogobierno y gobierno compartido. Esto es, un equilibrio negociado y respetado que concilie la mayor autonomía política de las partes con la inclusión participativa en una voluntad común. Las evidencias empíricas disponibles en nuestro país contradicen las percepciones sobre la ruinosa complejidad de este modelo. En lo que respecta al autogobierno, la proximidad de las autonomías a las preferencias de los ciudadanos ha permitido aumentar la calidad de las políticas públicas, disminuir los costes de su provisión, experimentar soluciones diferentes, innovar y competir. La merma de control en razón de la mayor dificultad en la atribución de responsabilidades se ha resuelto parcialmente mediante aprendizaje cívico y voto sofisticado. En lo que atañe al gobierno compartido, los estereotipos sobre el fracaso de las relaciones intergubernamentales multilaterales tampoco se sostienen: es constatable un aumento continuo (si bien heterogéneo) de la actividad de los órganos multilaterales, con predominio de estrategias de búsqueda de soluciones. Surge también una demanda de no duplicación y coordinación no jerárquica de la Administración y Gobierno centrales. Se suele hablar a estos efectos de federalismo cooperativo y es evidente que el sistema español ha generado mecanismos valiosos de cooperación. Debe, sin embargo, discutirse muy bien su alcance, porque el “federalismo cooperativo” de impronta alemana se basa en una peculiar tradición de Gobierno neocorporativo y de consenso que no solo diluye las responsabilidades políticas de los diferentes niveles, sino que genera continuas trampas de decisión conjunta y alberga una innegable recentralización de las competencias estatutarias. En tercer lugar, federalismo implica unidad en la diversidad cultural y nacional, un concepto pluralista, no nacionalista de nación. El federalismo, en contra de lo que se suele creer no concierne solo al “Estado”, no deja a la nación como campo libre a los nacionalismos de varia índole, sino que posee su propia alternativa. Especialmente cuestiona la vieja ecuación: “Un Estado, una nación” (Estado nacional), o su mímesis: “Una nación, un Estado” (Principio de las nacionalidades). El federalismo defiende abiertamente la neta superioridad ético-política de la convivencia de varias naciones en el seno del mismo sistema en un proyecto de tolerancia, lealtad, confianza y respeto mutuo. Supera el vocabulario de las esencias nacionales, de la cosificación defensiva de las identidades, no las blinda ni las aísla volviéndolas excluyentes. Atendiendo el (muy desigual y plural) valor político y cultural de la nación para los ciudadanos, propone una perspectiva de identidades superpuestas, una federación plurinacional, una nación de naciones. En cuarto lugar, el federalismo postula, como eje central de su modelo, la igualdad y la solidaridad interterritorial. La evidencia empírica de la política comparada muestra con claridad que el federalismo no dificulta la igualdad entre los territorios. En España también en esto las evidencias contrastan con las percepciones: los estudios más solventes prueban que la igualdad no se ha visto dañada por la diversidad cultural y política, que las distancias entre los diferentes niveles de bienestar entre comunidades autónomas han disminuido. Pero con un coste y esfuerzo fiscal muy mal repartidos. Propone el federalismo una igualdad compleja, ajena a la uniformidad, en razón del autogobierno y experimentación que defiende, pero que sitúa en la base del proyecto común la cohesión territorial a partir de algunos postulados básicos: suficiencia financiera, corresponsabilidad fiscal, transparencia y proporcionalidad (ordinalidad). El federalismo no es una panacea, sino un programa que defiende una cultura política, principios y valores propios, así como un eficacísimo diseño institucional muy adaptativo a contextos cambiantes. Unos y otras pueden ser reinterpretados desde diversas ideologías democráticas (liberalismo, socialismo, nacionalismo o ecologismo). Y aporta, además, un espacio de encuentro para una discusión muy aquilatada y contrastada sobre la ingente experiencia institucional disponible en muchos países y diferentes contextos económicos y sociales. Puede proveer de un horizonte razonable a una mayoría de españoles. Una solución federal explícita a nuestros problemas federales que requiere la reforma de la Constitución, pues la vía evolutiva a través de los Estatutos ha sido clausurada por el propio Tribunal Constitucional. Podría aducirse que no es este el momento, que en estos momentos ni las buenas razones federales pueden competir con la exaltación política de las pasiones nacionales, ni la ocasión es propicia para esgrimirlas, dado el contexto de crisis económica que reclama muy otras prioridades. Todo lo contrario, es preciso recordar que, por una parte, el federalismo promueve sus propias pasiones políticas, anteponiendo la empatía al resentimiento entre comunidades; y que, por otra, en el seno de la crisis presente, el inaplazable retorno de la política frente a “los mercados” nos reclama la visión federal: más política y más Europa. (Ramón Máiz, 17/10/2012)


Nacionalismos integristas:
En las últimas décadas una oleada de fanatismo, intolerancia e irracionalidad se está apoderando de numerosos sectores de población en algunos países, hasta el extremo de amenazar la convivencia entre distintas comunidades y, en algunos casos, poner en peligro la paz mundial. Se presenta embutida en un ropaje ideológico que se pretende progresista y enraizado en las más puras esencias de cada pueblo. En el fondo, son variantes de un mismo fenómeno: “nacionalismos integristas”, reaccionarios y excluyentes, ya sean de índole religiosa, étnica, cultural o identitaria. No son, como a primera vista podría pensarse, exclusivos del mundo musulmán. Se dan también en muchas otras naciones que creíamos vacunadas de esta enfermedad. Es un fenómeno que está desvirtuando la naturaleza de estas sociedades y destruyendo los valores que cimentaban la convivencia entre comunidades que antaño vivían en relativa armonía. No son movimientos espontáneos. Durante años han sido apoyados, atizados y subvencionados por partidos políticos, Gobiernos y por determinados grupos y lobbies con mezquinos intereses. Incomprensiblemente, los sectores progresistas parecen estar contra las cuerdas, sin capacidad de reacción y en sus cuarteles de invierno, como si la crisis económica hubiera arruinado nuestras vidas y su lucidez y ganas de luchar por un mundo mejor. Preocupante es la violenta reacción que se ha producido en algunos países musulmanes como respuesta a un ridículo vídeo y viñetas que se mofaban del Profeta. Esta absurda provocación no la justifica. Abre muchos interrogantes sobre las esperanzas que había generado la primavera árabe. Concita el temor de que los Gobiernos despóticos derrocados sean sustituidos por nacionalismos teocráticos, todavía más represivos. Desaparecidas las dos grandes ideologías totalitarias que asolaron el Viejo Continente en el siglo XX, ahora surge el nacionalismo integrista como la nueva plaga. Hemos visto sus trágicas consecuencias en los Balcanes, en algunas naciones africanas y, para hacer interminable la tragedia de Oriente Próximo, cada día crece en Israel, país dominado por los sectores más ultraconservadores de su historia, que han aupado al poder a Netanyahu, quien está decidido a impedir que los palestinos tengan su propio Estado, paso obligado para conseguir la estabilidad de la zona. Si finalmente el Ejército israelí ataca Irán, las consecuencias pueden ser catastróficas. Escalofríos da pensar que el republicano Romney pueda alcanzar el poder en EE UU. Preocupante es su apoyo incondicional al Gobierno de Israel y sus manifestaciones de que son los palestinos quienes no quieren la paz. Un razonamiento parecido debió ser el que inspiró al general Custer para tratar de aplastar a los sioux en Little Big Horn. A su vez, en nuestro país, impulsados por una serie de demagogos y políticos populistas, avanzan los nacionalismos identitarios. Sorprende que el actual Gobierno de Cataluña, una de las comunidades más dinámicas y creativas en los últimos años, lugar de encuentro y hogar para muchos otros españoles que contribuyeron a fortalecer su economía, pueda plantear su independencia con el trauma que para todas las partes supone. Poco rigor tienen sus argumentos. No son las vacas flacas, ni el pacto fiscal, ni la sentencia del Tribunal Constitucional ni el orgullo herido por haber tenido que pedir el rescate, razones suficientes para plantear la fractura de un país que, durante siglos y más allá de las diferencias, ha permanecido unido. Difícilmente puede entenderse Cataluña sin España y viceversa. Ninguna sería lo que es sin la otra. Pero el nacionalismo tiende a manipular los sentimientos hasta convertirlos en ideología política. Necesita un enemigo exterior y presentarlo como destructor de la propia identidad. De esta forma fomenta la cohesión interna de sus seguidores. A veces, le sirve para justificar sus propios fracasos. Los islamistas utilizan el odio a Occidente, a pesar de que más allá de la doble vara de medir con la que a veces interviene en Oriente Próximo, nunca ha hecho mayor esfuerzo por aceptar el islam; e incluso a los partidos islamistas en el poder, hasta hace poco sus feroces enemigos. Israel utiliza siempre el antisemitismo cuando se le acusa, con razón, de negar el pan y la sal al pueblo palestino. Hace años su gran Satán era la OLP, luego Hamás y ahora la teocracia iraní que, a pesar de sus bravatas, difícilmente puede amenazar la supervivencia del todopoderoso Estado israelí. El nacionalismo catalán encuentra su motor y la gasolina que alimenta su deriva independentista en el “nacionalismo español”, que afortunadamente desapareció hace años. Si realmente hubiera continuado, difícilmente Cataluña tendría el mayor autogobierno de su historia. Los nacionalistas radicales se caracterizan por el rechazo dogmático de quienes no piensan como ellos, incluso aunque pertenezcan a su propia comunidad; y, a su vez, por ser insaciables. Cuando prácticamente han conseguido casi todos sus objetivos, aumentan la velocidad y fuerzan al límite su último objetivo: la independencia aun al precio de romper la convivencia. En estos tiempos tan necesitados de líderes políticos sensatos y clarividentes, conviene recordar lo que dijo el gran pensador francés Ernest Renan de que “una nación es un grupo de gente unida por una visión equivocada del pasado y el odio a sus vecinos”. (Jerónimo Páez, 23/10/2012)


La mujer de Lot y el vicio nacionalista:
Ahora que cunde el pánico en la UE hay que declararse explícitamente más europeo que nunca. A la caída del turbio universo soviético, quienes se habían camuflado de «internacionalistas» y comunistas para estar en el poder se convirtieron de la noche a la mañana en nacionalistas, patriotas, propietarios y millonarios. No querían sino el poder y el dinero, eran todos comunistas de derecha y, con la ayuda de un débil y enfermo capitalismo, construyeron sus pequeñas patrias, inventaron himnos gloriosos y se volvieron sus líderes, en muchos casos totalitarios, ese tic nacionalista. Con razón en el diccionario del doctor Johnson, el gran pensador y lexicógrafo define el patriotismo como «el último refugio del sinvergüenza». Con una cierta frecuencia, articulistas y pensadores tratan de encontrar una diferencia entre el patriotismo (como sentimiento lúcido y memoria de la tierra) y el nacionalismo, esa manía de primates (como dijo Jorge Luis Borges), pero a mí se me antoja que esa diferencia, al final, es una farsa: son el mismo perro con distinto collar. En mi caso particular, ni soy nacionalista de nada ni patriota de ninguna parte (ni siquiera de mi propia lengua, en la que hablo y escribo): soy sólo y nada menos que constitucionalista, y por eso ciudadano español, y me adscribo con todas las consecuencias y una vez al criterio de Fernando Savater desarrollado en su ensayo Contra las patrias. Como en algunos ensayos de Popper, a quien los marxistas al uso condenaron al infierno para luego pasarse en tropel, y sin excusas previas ni postreras, al otro bando ideológico, en Contra las patrias no hay ninguna confusión: la creencia en una tierra mítica y en una raza («no hay tierra como mi tierra/ni raza como mi raza») es un principio hitleriano que comienza con una noche de cristales rotos, suelta a la bestia criminal de las masas dirigidas por otros criminales y termina con campos de concentración, fumigación, gaseado humano y triunfo del asesinato colectivo de millones de personas: la patria (el destino) así lo exige porque la patria está por encima del mundo (de todo lo demás). Repasen el himno todavía vigente y saquen conclusiones. Con respecto a la jarca de comunistas de derecha que se quitaron las máscaras del internacionalismo y se plegaron con entusiasmo y en tropel a la exigencia primaria de la tribu, el retroceso en el mundo europeo es obvio y vergonzoso: la guerra de los Balcanes dejó al descubierto que las patrias son un engaño (aunque parezca que triunfaron) y que lo que subyace debajo de ese disfraz abyecto que se llama nación y que no es más que una máscara dizque moderna de la vieja tribu, maniática y retrógrada. En el País Vasco, el entramado de ETA lleva el mismo camino que aquellos comunistas de derecha cuyos abuelos y padres asaltaron los Palacios de Invierno. Después de la matanza organizada contra el Estado de Derecho (contra la Constitución, contra los ciudadanos) durante más de 30 años, ahora buscan «la integración» en la sociedad abierta y libre, y abusan de sus leyes abiertas, pero no transigen en su proyecto de crear otro Estado de Derecho que privilegie «la raza», la tierra y la clase (los nacionalistas, que son los patriotas; y ni uno más). Mañana se pasarán a las leyes del capitalismo y serán los nuevos ricos del Neguri, los jefes de las mafias del dinero y los mandarines de la nación por la que tanto lucharon matando a los demás y echando después a correr como conejos muertos de pánico ante la presencia del cazador. Todavía, después de tantos años, no salgo de mi asombro de aquella aventura política de Rafael Escuredo, cuando se puso en huelga de hambre para que Andalucía tuviera los mismos derechos nacionales que se estaban repartiendo Cataluña, Euskadi y Galicia. Nacionalistas y socialistas andaluces fueron de la mano al matadero de las autonomías y el PSOE, que nos había educado en el internacionalismo y el respeto civil al individuo, comenzó a caer en picado una vez que traicionó, desde arriba, todo cuanto nos había enseñado en la época de Franco. Sí, nacionalistas de derecha (todos los nacionalistas lo son) y socialistas (se supone que de izquierda) hicieron saltar la caja de Cataluña y se zamparon el tesoro en una rapiña feroz que ha terminado en lo que algunos suponíamos que ocurriría inexcusablemente: la ruina del país. El nacionalismo y el socialismo, juntos y en buena compañía, recuerda demasiado al nacionalsocialismo, de tan triste recuerdo, y es una variante, pónganse como se pongan, del nacionalcatolicismo que imperó en España durante más de 40 años. Sólo que en el nacionalsocialismo el nacionalismo acaba siempre tragándose las pobres ínfulas de socialismo que le quedan a esa superstición ideológica. Por eso con tanta frecuencia recibo yo mismo anónimos (inequívocamente de nacionalistas e independentistas canarios) y mensajes telefónicos donde se me acusa de nazi y fascista, porque me declaro sin esfuerzo alguno constitucionalista, jacobino y, a fuer de jacobino, federalista. Federalista por europeo, porque ya sabemos dónde está exactamente el mal de Europa: donde siempre, en las tensiones nacionales, en el enfermizo fervor patriótico («por encima de todo el mundo estás tú», recuerden la cancioncita), en la falsa verdad de la soberanía nacional, muerta hace más de 50 años pero tratando de salir de la tumba disfrazada de nuevo con su máscara tribal. Si no cedemos en esa tensión, nos vendremos abajo con la UE entera. Si no hacemos ceder a los demás patriotas, cada uno de su nación, de su madre y de su padre, a través del diálogo y el consentimiento de las partes, estaremos cavando la fosa de Europa y, de paso la nuestra. La tentación de la mujer de Lot es constante en Europa: mirar hacia atrás nos convertiría en estatua de sal, naciones destruidas, campos de concentración y muertes masivas. Huir de aquel pasado tiene que ver con la idea de que las patrias, las naciones, ya no sirven para el tiempo que estamos viviendo y las tensiones entre ellas, entre las patrias y sus máscaras (las naciones), no son más que el resultado de la voz de la tribu, la bestia primaria que nos exige que esclavicemos al adversario y matemos al enemigo. No sin razón, el gran Ambrose Bierce recoge y define en su magnífico diccionario los términos de patriota y patriotismo. «Patriota: alguien al que los intereses de una parte le parecen más importantes que los del todo. Bobo que manejan los políticos e instrumento de los conquistadores». Cuando se refiere al patriotismo, Bierce lo define como «basura combustible siempre a punto para que se le aplique una antorcha cualquiera que abrigue la ambición de iluminar su propio nombre». Más aceite de un ladrillo. La construcción verdadera de la verdadera Europa exige sin tardanza la sesión de derechos que están ahora en manos de la nación. ¿Cómo si no, por ejemplo, podríamos hacer frente, con energía y eficacia, a eso que se llama la presión de los mercados internacionales si no tenemos un arma pacífica, ejemplar e internacional para hacerle frente a esa casta de especuladores? (Juan José Armas Marcelo, 02/11/2012)

Tenía perfectamente claro que el nacionalismo solo puede ser una ideología reaccionaria: es sentimental e irracional, pone al territorio por encima de los ciudadanos, se basa en la pedagogía del odio, oculta tras la bandera la despiadada explotación de la oligarquía así como las corrupciones de los oligarcas, es totalitaria, es excluyente, practica la mentira sistemática y roza los comportamientos fascistoides. (Félix de Azúa, 24/10/2012)


Manifiesto por la convivencia:
Preocupados por los últimos acontecimientos que se han producido en la vida política de Cataluña, queremos expresar nuestra opinión sobre algunos de los problemas que estos hechos ponen de relieve. 1º.- Queremos dejar patente nuestra lealtad a la Constitución de 1978, pieza clave en la construcción de nuestra democracia, uno de los hechos políticos más felices de nuestra reciente Historia. Su vigencia a lo largo de los últimos 34 años ha constituido y constituye la garantía del periodo más largo de convivencia democrática que nos hemos dado los españoles. 2º.- Como herederos de las tradiciones liberal y socialdemócrata de las que procedemos, queremos reivindicar el Estado y la Nación españoles, obra del pasado, el presente y el futuro de un pueblo que quiere permanecer unido en defensa de la libertad, la igualdad, el pluralismo político y el progreso económico. 3.- Consideramos que Cataluña se ha hecho acreedora de la estima y la solidaridad del resto de España. Nadie debe olvidar su importante contribución al proceso de modernización de nuestro país y su acogida a miles de trabajadores de otros lugares de España. De análoga manera, es preciso recordar la aportación de éstos al crecimiento y al desarrollo de la economía y a la modernización de la sociedad catalana. Por todo ello, no estamos dispuestos a que un muro de incomprensión y agravios inventados pueda ser levantado dentro de la sociedad catalana, y entre la sociedad catalana y los ciudadanos del resto de España. 4º.- Queremos llamar la atención sobre el riesgo de fractura a que pudieran conducir actitudes irresponsables en medio de las dificultades por las que atraviesa la vida española. Lejos de enfrentarnos a la crisis de forma desunida, pensamos que es el momento de movilizar los recursos de la Nación y buscar el acuerdo de todas las fuerzas políticas y sociales para salir del preocupante trance en que nos encontramos en España y en Europa . 5º.- Llamamos a respetar los cauces democráticos en todo intento de solución que se plantee para resolver los actuales problemas políticos: la observancia y el acatamiento de las leyes, el cuidado de la convivencia y el respeto a los procedimientos previstos en el ordenamiento jurídico. No estamos dispuestos a asistir al fracaso de un orden democrático en el intento de abordar la solución a problemas que solamente pueden verse agravados con el recurso a traumáticos expedientes de ruptura. Terminamos haciendo apelación a la cordura, la responsabilidad y la prudencia como actitudes indispensables para hacer frente al reto que algunos pretenden plantear a la sociedad española, manifestando nuestra confianza en el marco constitucional y en el Estado de Derecho como terreno idóneo para la búsqueda de soluciones sobre el futuro de España. (05/11/2012)



Menos en España, más bien pobre en este género, se multiplican por Europa las reflexiones sobre el futuro de las instituciones europeas, de las naciones y los Estados que las han encarnado, de la democracia, de los sistemas electorales, a la búsqueda de modelos que no signifiquen invariablemente la tergiversación de la voluntad popular. En este sentido resultan interesantes las reflexiones contenidas en el manifiesto que han firmado conjuntamente Daniel Cohn-Bendit y Guy Verhofstadt, presidentes de los grupos verde y liberal, respectivamente, en el Parlamento Europeo. Se trata de dos personalidades relevantes de la escena europea con un pasado conocido: el primero, iniciado en el famoso mayo del 68 parisino, luego continuado en una labor de eficaz crítica social plasmada en libros y en activismo político; el segundo ha sido varios años presidente del Gobierno belga, un oficio truculento que sólo se desea a los enemigos muy encarnizados. Ambos exhiben una vida polémica, la única que merece la pena pues es rica en proteínas y elimina el ácido úrico. Hoy representan a millones de ciudadanos europeos que han votado sus concepciones de la política y de la sociedad. El libro ha salido en varios idiomas, también en español (¡Por Europa!), y por algún sitio he leído que se distribuye gratis en Grecia. La edición contiene además una entrevista jugosa con el periodista Jean Quatremer, del diario Libération. En él los autores defienden su concepción federal de Europa y la necesidad de ir a una convención constituyente tras las elecciones al Parlamento Europeo de 2014 que sirva como piqueta para desbaratar los defectos de construcción observados en los años de aplicación del Tratado de Lisboa. Pero el librito es además un alegato en toda regla contra los nacionalismos, causantes de todas las perturbaciones que dificultan avanzar en el proyecto europeo. Oigámosles: «Quienes siguen entonando la cantinela nacionalista querrían compartimentar los pueblos detrás de barreras nacionales estancas. En Europa, compuesta en la actualidad por 44 países, se necesitaría un nuevo reparto en 350 Estados autónomos, sin contar los mini Estados como Andorra, Mónaco, etc. Con la misma lógica, África, que alberga una cincuentena de Estados, se transformaría en un continente con más de 2.000 pequeñas entidades nacionales. ¡Qué pesadilla! (…) Hoy el mundo cuenta con 191 Estados. Si seguimos a los nacionalistas en su delirio, esta cifra podría llegar a 5.000. Pero cuando se sabe que la mitad de las personas salidas de esos miles de Estados viven en metrópolis, es decir, en un medio donde coexisten lenguas, religiones y culturas, se advierte inmediatamente la incoherencia de sus postulados. El delirio nacionalista es de hecho el síntoma de su básica inadaptación al mundo multicultural contemporáneo». Y más adelante: «La identidad nacional es el nuevo rostro del nacionalismo. Es el último disfraz de la ideología nacionalista (…) Lejos de nosotros la idea de que no exista una identidad o de que carezca de importancia. Al contrario: es el alma misma de cada individuo. Lo que combatimos es la manera como se manipula para ser utilizada en beneficio de sus representaciones nacionalistas y esclerotizadas de la sociedad. O, todavía más grave, para crear categorías artificiales entre las personas y así mangonear las sociedades (…) Frente a los desequilibrios de la actual globalización económica y financiera, Europa debe promover sus valores sociales, ecologistas y políticos. Europa debe acabar lo que ha iniciado durante los siglos precedentes y completar la mundialización. Para lograrlo se debe cumplir una condición ineludible: Europa debe, de una vez por todas, liberarse de sus demonios nacionalistas». En un momento de la entrevista con Quatremer, Cohn-Bendit reitera: «No se puede negar que emerge un egoísmo regional. Como el Estado-Nación no es capaz de protegernos frente a la mundialización, algunos piensan que un espacio más pequeño será más eficaz (…) Esto es evidentemente falso: el espacio regional no ofrece ninguna protección suplementaria, es justamente lo contrario. Si un Estado no es capaz de resistir frente a la mundialización, ¿cómo lo podrá hacer una región pequeña? El espacio adecuado es sólo el europeo que es el único que nos permitirá defender nuestro modo de vida frente a los otros grandes espacios continentales». Bien claritos los disertos europeístas de Cohn-Bendit y Verhofstadt. Lástima que unas declaraciones tan contundentes se hallen en absoluta contradicción con la presencia en el Parlamento Europeo de diputados españoles y de otros países que defienden justamente las posiciones nacionalistas que ellos tan brillantemente combaten: de palabra en el hemiciclo y con la pluma en este manifiesto. En el caso de los verdes, en el Parlamento Europeo, forman además coalición con la Alianza Libre Europea, una organización política que acoge a «los partidos políticos que tienen como referente el derecho a la autodeterminación». Con la edad, todos sabemos que la vida es el arte de administrar nuestras contradicciones pero, al ser éstas tan clamorosas, convendría que los autores del manifiesto las explicaran con buena letra y haciéndose entender. Otro libro que circula es el escrito por el periodista y ensayista austriaco Robert Menasse y cuyo título podría traducirse como El mensajero europeo (Der europäische Landbote). Menasse, según ha contado en entrevistas a los periódicos, se instaló en Bruselas porque tenía en la cabeza escribir una novela crítico-satírica de las instituciones europeas. Pero, al ponerse en contacto con personas que en ellas trabajan, fue viviendo una transformación intelectual que le ha llevado a escribir un alegato en su defensa, especialmente de la denostada Comisión, sanctasanctorum o mihrab para muchos indocumentados de burócratas, parásitos y otras modalidades de insectos hemípteros. Lo que le ha salido, aunque yo discrepe de algunas de sus tesis de fondo, es bastante regocijante («la UE es el infierno más cool de todos los que existen en la Tierra»), pero sobre todo es, de nuevo, un alegato en toda regla contra el peligro de los nacionalismos porque «una agotada ideología, la identidad nacional, ha conducido de manera continua a guerras y a cometer delitos contra la Humanidad (…) tener una patria es un derecho de las personas, pero no así disponer de una identidad nacional». En este sentido, la UE es justamente el proyecto para superar esos nacionalismos sangrientos y también los Estados-Nación que han cumplido ya en Europa su ciclo histórico. Considera Menasse que es precisamente la democracia «nacional» la que bloquea el desarrollo de la democracia «trasnacional» de suerte que es imprescindible encontrar un nuevo modelo democrático que no esté ya unido -como está ahora- a la idea del Estado nacional. Si a todo esto unimos las voces de Élie Barnavi, Edgar Morin, Ulrich Beck o las declaraciones recientes a la prensa alemana de Bernard-Henri Lévy, percibiremos que estamos en época de extinción de grandes mamíferos, entre los que ocupan lugar de privilegio los nacionalismos y sus Estaditos de bolsillo. Una vez yertos, la buena educación impone enterrarles y dejar caer sobre su tumba una aureola de tinieblas. (Francisco Sosa Wagner, 10/12/2012)


Naciones:
En nuestro nuevo milenio hay en muchos lugares del mundo movimientos que reivindican, en formas a veces muy violentas, nacionalismos separatistas. En este contexto hay una palabra que puede arrojar luz para comprender esta situación. Dicha palabra es nación. Aproximadamente hasta fines del siglo XVIII, al igual que nation en francés y en inglés, esta palabra designó a un grupo social o pueblo con un mismo origen étnico, cuyos miembros compartían un gran número de tradiciones y modos de ser, así como una misma lengua. Con esta acepción se habló, entre otras, de la nación escocesa, catalana, vasca, borgoñona, corsa, y, en el caso del Nuevo Mundo, de las naciones indígenas, la maya, la azteca, la quechua y muchas más. El Diccionario de la Real Academia Española la registra con tal significado en su cuarta acepción. Tiempo después, coincidiendo casi con el cambio dinástico en España, es decir, de los soberanos de la Casa de Austria a los Borbones, el término nación fue adquiriendo connotaciones que lo aproximaron a la significación de la palabra Estado. Este se entendió como entidad integrada por un grupo social numeroso, establecido en un territorio y formando una unidad política, con su propio Gobierno que ejerce sus funciones de acuerdo con sus leyes. En tanto que eso sucedía, la misma palabra nación fue perdiendo elementos de su antigua significación, como el de grupo étnico, en posesión de tradiciones y costumbres en común, religión y aun lengua, ya que pudo aplicarse a Estados plurilingües y multiculturales. Estos habían surgido debido a distintas causas. Unas veces —como ocurrió en España— debido a alianzas matrimoniales, cual fue el caso de los reinos de Castilla y Aragón y cuanto uno y otro comprendían, como Cataluña en el caso de Aragón, y León en el de Castilla. Otras veces, por asociación de antiguas naciones, como sucedió en la Confederación Helvética, que abarcó a pueblos de lenguas distintas: alemana, francesa, italiana y romanche. Y también surgieron entidades plurilingües y multiculturales como consecuencia de conquistas. Esto se produjo en el Nuevo Mundo. Más tarde, consumada la independencia de los países hispanoamericanos, las naciones indígenas quedaron subsumidas dentro de ellos, convertidos ya en repúblicas soberanas. Al referirse a dichas repúblicas se les llamó tanto Estados como naciones. Así, se dijo la nación mexicana, peruana, chilena. Reflejo de ese cambio de significado de la palabra nación se dio al establecerse organizaciones como la Liga de las Naciones y la Organización de las Naciones Unidas. Y con el mismo sentido que equipara lo nacional a lo estatal, se han acuñado expresiones como las de “lengua nacional”, “Asamblea nacional”, “soberanía nacional” y “nacionalidad”. De esta suerte, las palabras Estado y nación llegaron a tenerse en la práctica como sinónimas. Esto, que parecería resultado de una mera evolución semántica, tiene en el fondo implicaciones muy complejas y hondas. En Francia, como en otros países europeos, entre ellos España, su integración no implicó originalmente la homogeneidad cultural y lingüística de su población. Así, en Francia coexistieron los bretones, alsacianos, normandos, vascos, occitanos y otros. En España, el mosaico de los diferentes grupos —considerados históricamente como naciones— abarcó a los castellanos, leoneses, aragoneses y catalanes, vascos, gallegos y otros. La tendencia centralista avanzó más, consumada la Revolución francesa, y se reflejó con gran fuerza en la denominación de las entidades regionales. Se suprimió la designación oficial de las regiones históricas, como Borgoña, Normandía, Bretaña, Delfinado, Provenza, Languedoc. Las divisiones territoriales oficiales, “los departamentos”, adquirieron otros nombres, podríamos decir anodinos, sin tradición histórica. Ejemplos de esto son Bajos Pirineos, Altos Alpes, Altos Pirineos. En España se produjo también un proceso homogeneizante al establecerse el régimen de provincias, denominadas muchas veces con el nombre de su ciudad capital: así, por ejemplo, Cáceres y Badajoz en la antigua Extremadura; Barcelona, Girona, Lleida y Tarragona en Cataluña; o las correspondientes provincias en los casos de Andalucía y Galicia. La concepción del “Estado nación” o “Estado nacional” ha perdurado por mucho tiempo y aún ahora tales designaciones se emplean con frecuencia como ignorando o soslayando lo que realmente implican: un radical centralismo cultural y lingüístico. A partir, sin embargo, de las últimas décadas las cosas han comenzado a cambiar, en algunos casos abruptamente. Hay movimientos que en muchos lugares reivindican los atributos de las antiguas naciones que, con hondas raíces históricas, a pesar de todo, han perdurado en el contexto de diversos Estados. En Francia esto ocurre entre los bretones, corsos, vascos y otros. En Inglaterra son los galeses, escoceses e irlandeses del norte. En España, huelga casi decirlo, están principalmente los vascos, los catalanes y los gallegos. No obstante que, desde su Constitución de 1978, se ha organizado España en función de comunidades autónomas tomando en consideración sus raíces históricas, la búsqueda de algo más que autonomía en el caso del País Vasco y la exigencia de un nuevo estatuto y últimamente de plena independencia en Cataluña, ha dado lugar a situaciones, unas veces difíciles y otras dramáticas. ¿Qué consecuencias podrán tener estos procesos en el seno de Estados en los que se buscó homogeneizar a las que en rigor deben considerarse como diversas naciones históricas? Un mapa de Europa en el que se representaran todas esas naciones nos resultaría irreconocible. Bélgica aparecería como dos países: el de los valones y el de los flamencos; España se mostraría dividida en Castilla, Cataluña, País Vasco, Galicia y quizás otras naciones más. Algo parecido ocurriría en Francia, Italia, Inglaterra, Rusia y en otros lugares. Cabría preguntarse hasta dónde pueden llegar las reivindicaciones nacionales. ¿Será el destino llegar a una balcanización universal? O, en cambio, ¿se lograrán integraciones como la de la Unión Europea, en la que a la vez perduran grandes diferencias lingüísticas y culturales? Sin duda el proceso de reivindicación de las naciones históricas exige amplia consideración, tanto o más que el de las migraciones de pueblos con menor desarrollo económico que irrumpen legal o ilegalmente en los territorios de los más prósperos conservando no pocos sus identidades originarias y su lengua. Como diría José Ortega y Gasset, son estos temas de nuestro tiempo y podría añadirse que, si son vistos como problemas, habrá que encontrar formas de encauzarlos por caminos pacíficos aprovechando experiencias positivas del pasado. ¿Puede encontrarse una forma de solución en la organización de Estados federales que integren una entidad política más grande que, en plan de igualdad, se unen? Abundan los ejemplos de países que, de diversas formas, están constituidos en federaciones: los Estados Unidos de América, la República Federal Alemana, la Rusia contemporánea (Comunidad de Estados Independientes) y algunos de América Latina como Brasil y México. Corresponderá a los países en los que actualmente se producen tensiones separatistas valorar su actual problemática en busca de una posible solución que no sea necesariamente la ruptura de sus partes integrantes, que históricamente pueden tener una coexistencia de siglos y han florecido como focos de irradiación cultural, extraordinarios en algunos casos. (Miguel León-Portilla, 04/01/2013)


Origen de la Nación:
Vivimos en una época en que los orígenes son objeto de una curiosidad compulsiva. La obsesión funciona a todas las escalas y desemboca generalmente en el mismo resultado: la génesis de un discurso incierto y mítico en sentido amplio por más que la aspiración quiera presentarse como una vía científica. En un extremo del abanico topamos con la cuestión de los orígenes del universo. El discurso religioso, en este caso, no ha desaparecido, pero ha tenido que dejar un espacio considerable al análisis científico, empezando por el de los astrofísicos. La ciencia permite reconstituir procesos; por ejemplo, los que han dado origen a una estrella o a un planeta. Pero de ahí a pensar el origen del universo hay un paso que parece difícil de franquear: qué causas constituirían su momento inicial (el punto cero, si se quiere); qué podría permitir definir un comienzo absoluto, una creación ex nihilo; qué es la nada que podría haber precedido a la aparición del universo… ¿Qué o quién podría haberle dado origen? Este tipo de preguntas atormenta notablemente a los genios o a las mentes preclaras, sin posible respuesta que sea indiscutible. A partir de un punto cero, o acercándose a él, pueden pensarse los mecanismos que han podido ponerse en práctica, la expansión del universo; con dificultades teóricas tanto mayores, según parece, cuanto más nos acercamos al punto cero, el big bang, ese instante que la investigación actual aborda partiendo de dos teorías que parecen a la vez ineludibles e inconciliables, la relatividad general de Einstein y la física cuántica de Planck. El relato del origen del universo es, tal vez, imposible; causa, en cualquier caso, vértigo filosófico. En el otro extremo del abanico, parte de nuestros conciudadanos quieren saber de dónde vienen y la búsqueda de su origen personal toma fundamentalmente dos caminos. El primero se aproxima a una vía histórica: es el genealógico. Con la ayuda de internet y de las redes sociales es posible, efectivamente, remontarse en el tiempo para encontrar la huella de antepasados más o menos lejanos y trazar un árbol genealógico. En algunos casos, esta búsqueda puede remontarse bastante atrás, por ejemplo cuando existen documentos parroquiales o notariales, pero siempre llega un momento en que la búsqueda de los orígenes se pierde en la noche de los tiempos y los resultados pierden toda verosimilitud. El segundo camino pretende ser científico: es el genético. Es posible, en efecto, identificar el propio genoma, el código genético personal y basarse en estudios de genética de las poblaciones, deducir de ellos el origen geográfico del grupo al que se pertenece y, a partir de ahí, el propio origen. De esta manera los descendientes de esclavos negros americanos encuentran sus orígenes africanos, la región donde sus antepasados fueron sometidos a la trata negrera. Ahora bien, también en este caso, la vía presenta sus límites; no es posible remontarse muy atrás en el tiempo y en el espacio. Y, en ambos casos, la búsqueda de los orígenes constituye un esfuerzo paradójico; si se buscan los orígenes propios, se hace generalmente con la idea de conocerse mejor a sí mismo, de dotarse de una identidad, de situarse. Ahora bien, cuanto más nos alejamos del momento presente, de la situación propia, de las relaciones interpersonales y sociales que conforman nuestra existencia, tanto menos resulta procedente el vínculo con nuestro pasado. Me conozco mejor si sé los estudios que puedo hacer, si conozco mi trabajo, la familia que he creado, los amigos y los íntimos que frecuento, la forma en que considero y enfoco la política, mis creencias religiosas, etcétera, que sí sé que hace quinientos años mis antepasados, de los que en realidad conozco pocas cosas, vivían en tal sitio, profesaban tal religión, etcétera. Cuanto más lejano queda el pasado, menos me define y caracteriza. En este sentido, la búsqueda de los orígenes es una aspiración mítica, que aporta un relato imaginario que se supone que explica el presente, siendo así que tal presente debe bien poco a ese pasado. La búsqueda en cuestión aporta satisfacciones de tipo emocional y simbólico, pero es discutible en lo relativo a los conocimientos reales y su grado de aclaración de las cosas que pueden comportar. Entre los orígenes del universo y los de cada uno de nosotros cabe todavía interponer un par de discursos. El primero se refiere a los orígenes de la especie humana. La arqueología, con el componente de azar que acompaña numerosos descubrimientos, nutre los relatos sobre los primeros seres humanos. Pero ¿cuándo comienza la humanidad, cuándo puede afirmarse que unos huesos son humanos? ¿Comienza el origen con un hombre, y con cuál? ¿Con antepasados que no son humanos? ¿Cuáles? La ciencia es capaz, también en este caso, de estudiar procesos, evoluciones; mostrar cómo se ha diferenciado el hombre de los primates y estos de otros mamíferos, que a su vez se han diferenciado de reptiles, etcétera. Hablar del origen, de un comienzo, es iniciar una búsqueda sin fin que produce vértigo. El segundo discurso que se interpone entre el del universo y el de cada individuo es el discurso nacional, el que rastrea el nacimiento de una comunidad humana. También en este caso las proposiciones que pueden plantearse suelen ser míticas, imaginarias; apuntan que ha existido un momento fundador, un comienzo, querido por los dioses, por poderes sobrenaturales o naturales; es decir, alternativamente, también por los hombres. El discurso nacional es siempre una invención susceptible de comportar su componente de violencia, de transgresión, que sitúa en escena personajes que nunca han existido o cuya historia es una ficción, al menos en parte; animales, fuerzas cósmicas…; y, cuando no descansa sobre la idea de un momento fundador (por ejemplo, Rómulo y Remo amamantados por la loba, momento que alumbra a Roma, por ejemplo), siempre es susceptible de diversas transformaciones. ¿Cuándo nació Francia, por ejemplo? ¿Con los galos, con Clodoveo, con Felipe Augusto, con Enrique IV, con Luis XIV…? El punto de partida puede ser siempre cuestionado y ser objeto de nuevas proposiciones, por ejemplo al servicio de una causa política. ¿Es como si la nación hubiera caído del cielo? ¿No es una invención intelectual o política? A los nacionalistas les agrada notablemente subrayar las cualidades singulares de su nación y desarrollar un discurso fundador que las enaltezca. De esta forma, no dan lugar sólo a un mito, sino que aluden a lo que destaca de él y lo que, por el contrario, queda excluido del mismo: el discurso mítico del origen de la nación, o de toda comunidad humana, permite señalar tanto lo que forma parte de él como lo que le resulta exterior; por tal razón da cabida con tanta frecuencia a discursos racistas o xenófobos de rechazo. Ya se trate del universo o del individuo, de la especie humana o de la nación, es menester en consecuencia ser precavidos en lo que se refiere a la obsesión de los orígenes. Su búsqueda resulta en seguida imposible, improbable o mítica y no aporta más que una clarificación débil, con lagunas y engañosa sobre la realidad, sobre todo cuando se supone que el origen permite comprender el presente y proyectarse hacia el porvenir. Se trata de un ejercicio que puede responder a nuestras inquietudes, aportar satisfacciones intelectuales, psicológicas y conocimientos científicos dado el caso. Pero, más allá, es un ejercicio que, en el mejor de los casos, es inútil y, en el peor de ellos, peligroso, sobre todo en la medida en que se convierte en algo obsesivo compulsivo. (Michel Wieviorka, 25/12/2014)


[ Home | Menú Principal | Economía | Guerra | Soberanía | Sociedad ]