Humanidades             

 

Humanidades:
[El territorio de las humanidades:] Hay que reivindicar el estudio de la cultura humana, el cultivo de lenguas, textos y objetos que nos precedieron. No con un fin arqueológico, sino con el de constituir un modelo democrático de ciudadanía Habría que preguntarse en primer lugar si en la actualidad existe tal territorio. También, si debería existir y, en ese caso, cómo. El término humanidades se ha vuelto tan difuso que su mención evoca algo debilitado, pasado y decorativo; un ornamento mayor, no siempre lucido, de una cultura decididamente técnica. El estado de cosas empeora, además, cuando regularmente aparecen sus defensores: de ellos casi siempre cabe esperar un lamento por su decadencia, sin reparar en la propia responsabilidad contraída en su degradación.


Quizás sea necesario decirlo con todas las letras: las humanidades ya no resultan necesarias. Para caracterizar su irrelevancia, nada mejor que compararlas con el trabajo del ingeniero: si este no sabe, el puente se cae, la carretera se hunde, el tren de alta velocidad se estrella. ¿Qué pasa, en cambio, cuando el profesional de las humanidades (que ya no se puede llamar “humanista”) no sabe de lo suyo? Pues simplemente: no pasa nada. Esta conclusión obliga a preguntarse por qué resultan tan prescindibles cuando tiempo atrás constituyeron el núcleo del saber. Resulta obvio que las causas no resultan nítidas, porque la cuestión afecta a una metamorfosis absoluta de la cultura humana, que se cifra en una suspensión del problemático significado de tradición. La historia ya no enseña referencias, lo que conduce, como afirmaba F. Jameson al principio de su Teoría de la posmodernidad, a “pensar históricamente el presente en una época que ha olvidado cómo se piensa históricamente”. Esta paradoja nos devuelve la historia, pero convertida en retazos dispersos y confusos utilizables al margen de cualquier contexto, algo así como si el pasado fuera solo combustible para un presente voraz que todo lo consume. Pero sería ocioso y seguramente falso culpar de su lenta desaparición a la cultura técnica. Esa culpabilización se vuelve el cómodo refugio de los que no aspiran a transformar el estado de cosas, sino a perpetuarlo, porque es el que precisamente exime… del cultivo de las humanidades.

Pero, ¿se pueden cultivar bajo el nuevo paradigma? ¿Y si el verdadero obstáculo para las humanidades no lo opusieran las técnicas ni tampoco las ciencias de la naturaleza -física, química, biología- sino precisamente las “ciencias humanas”? Estas, empezando por la historia, la psicología, la sociología y, sobre todo, la lingüística, han sustituido a las humanidades transformando sus antiguos temas en nuevos objetos científicos como consecuencia de la aplicación metodológica de las ciencias naturales. Si lo que hoy define una ciencia, más que su tema de estudio, es su carácter metodológico, entre las humanidades y las ciencias humanas se ha abierto un abismo que destierra a las primeras del ámbito de la ciencia: si adoptan su metodología, se pierden a sí mismas. Esta es seguramente su frágil situación, que las vuelve mero adorno en la organización administrativa del saber.


En el nuevo paradigma también puede que sus antiguos contenidos ocupen un lugar importante en la industria del ocio y el entretenimiento, pero eso ya no son humanidades, sino business. Su sentido más íntimo -el cultivo del pasado por medio del estudio filológico y hermenéutico- resulta intratable bajo las pautas científicas admitidas. Las humanidades se vuelven así ellas mismas asunto del pasado. ¿Qué queda entonces de ellas?, ¿vale la pena recuperarlas?

Descartado que puedan ocupar su antiguo papel en la organización actual del saber y las ciencias, la pregunta por las humanidades y su improbable territorio ya no puede plantearse solo en términos científicos, sino políticos: ¿quiere dedicar una sociedad recursos económicos, con todo lo que eso implica, para implantar seriamente los estudios humanísticos, dejando de enmascarar su progresivo y estructural recorte? La pregunta se puede plantear en términos más intuitivos: ¿quiere una sociedad, por medio de su Gobierno, formar a sus jóvenes ciudadanos en estudios como la historia, la literatura, el arte, las lenguas clásicas o la filosofía?, ¿o prefiere una educación de la que haya desaparecido la posibilidad de leer, escribir, interpretar, juzgar y decidir cultivadamente? Porque desgraciadamente el cultivo de las humanidades hoy tendría que comenzar por la humilde tarea de enseñar a leer y escribir -que debería constituir el primer deber político de la democracia-, lo que nos remite a un horizonte mucho más incómodo: que tal vez hoy se pueda prescindir de la lectura, entendida al menos en sentido humanístico como ejercicio progresivo de formación. Así, tendría que asumirse que leer es algo distinto de obtener una información. La opción política residiría entonces en decidir si una sociedad quiere aprender a leer su propia tradición pasada, pero no porque allí resida la verdad absoluta, sino porque constituye la única referencia accesible para todos, fuera de la lucha por el presente. El pasado puede volverse así la distancia necesaria desde la que todavía podemos vernos. El declive de las humanidades no deja de constituir otra forma de referirse a la aniquilación estratégica del pasado. Al reproche de que las terribles catástrofes históricas del siglo XX ocurrieron precisamente bajo una sociedad ilustrada y leída, habría que oponer que su causa residió más bien en una insuficiente ilustración. Solo cabe recordar la destrucción de la tradición humanística llevada a cabo en Alemania por aquel régimen que anunciaba la nueva época a base de borrar la antigua: comenzó quemando libros como anticipo de la quema de cuerpos humanos. A las tiranías les estorba la tradición ilustrada, de ahí que la desfiguren o directamente la destruyan. Pero nuestra pregunta tiene que apuntar ya sin nostalgia directamente al futuro: ¿qué aportaría el territorio de las humanidades a la democracia? Si las ciencias humanas investigan científicamente su objeto, políticamente habría que reivindicar el estudio de la cultura humana desde su sentido temporal, accesible solo por medio del cultivo de las lenguas, los textos y los objetos que nos precedieron, pero no con un fin arqueológico, sino con el de constituir un modelo de ciudadanía. La cultura así adquiriría un sentido ulterior, no simplemente heredado, sino como condición de una vida social futura extraña a la barbarie. ¿Resulta hoy eso posible? ¿Y si descubriéramos, por ejemplo, que ante ese objetivo el camino no fuera enseñar Educación para la Ciudadanía sino simplemente humanidades…? En realidad, ¿qué pasa cuando algo como la ciudadanía se enseña como una asignatura de la que uno se puede desvincular cuando quiera? Además de ocurrirle como a la enseñanza de la religión -que aumenta el número de irreverentes- el problema reside en que seguramente no se deja enseñar como un conocimiento, sino que es más bien el conocimiento una condición de su desarrollo. Además, ninguna Administración está dispuesta a volver a la difícil enseñanza humanística porque es improductiva, muy lenta y, en consecuencia, cara: aprender una lengua, clásica o moderna; adquirir un bagaje de lecturas; conocer y aprender a ver el arte, resultan tareas extrañas a la rapidez exigida hoy por las tecnologías de la enseñanza. El sacrificio social que se ha pagado a cambio ha sido enorme y la degradación está servida: las humanidades ya no pueden constituirse en el fondo sobre el que construir una sociedad libre y crítica. Pero, ¿qué las va a suplir? Los sobrentendidos aquí no valen y constituyen la puerta de entrada de los totalitarismos, que por descontado son antiilustrados. De ahí que la imagen más sombría proceda de pensar cómo la moderna sociedad democrática fue también la que descabezó las humanidades, seguramente por imponderables de la masificación, pero también por considerar que estaban teñidas de un halo elitista que las identificaba con las antiguas clases de poder. No se percibió que fue la propia conciencia formada en las humanidades la que justamente había acabado con aquel antiguo poder. Hoy podríamos preguntarnos si, más allá de la gestión económica de los recursos y su distribución, es posible una sociedad democrática sin contar con la reimplantación de las humanidades. (Arturo Leyte, 05/01/2012)


Dispositivos y felicidad:
Por qué en vez de ver en la cultura algo que ayuda y enriquece al hombre, se la considera por el poder, y también por amplias capas de la población, como algo ajeno y alejado más y más de la verdadera meta de la existencia? ¿Es la felicidad un fin esencial en la cultura? Contra las artes y las ciencias se levantó Rousseau por enervar y reblandecer al hombre en lo moral, lo físico e intelectual. La cultura en vez de satisfacer sus necesidades había abierto innumerables enigmas. Kant, influido por Rousseau, dudó que la alta cultura intelectual pudiera llegar a resolver todas las inquietudes de la existencia. La cultura no puede dar de inmediato la felicidad, pero puede ayudar de una manera decisiva a ser menos infeliz. ¿A través de qué? A través de la libertad. El ser racional se hace libre e independiente, adquiere criterios y los expresa, domina con la técnica la naturaleza, pero no precisamente para tiranizarla sino para procurar el dominio moral sobre sí mismo. La verdadera meta de nuestro saber no es el conocimiento de la naturaleza, sino el autoconocimiento. La naturaleza era obra de otro, el hombre solo podía llegar a comprender la estructura y el carácter peculiar de sus propias obras, no la esencia de las cosas. Ernst Cassirer en Las ciencias de la cultura se pregunta si es seguro que el hombre pueda realizar en la cultura y gracias a ella su verdadera naturaleza “inteligible”; que pueda llegar, por este camino, si no a la satisfacción de todos sus deseos, sí al desarrollo de todas sus capacidades y dotes espirituales. Cassirer tituló uno de los capítulos del libro citado “La tragedia de la cultura”, que remite al libro de George Simmel El concepto y la tragedia de la cultura. Tanto uno como el otro dudan de que este asunto tenga solución, pues la filosofía —como tantas otras humanidades— no puede hacer otra cosa que señalar el conflicto, pero sin prometer su solución. La verdadera razón de esta “tragedia”, según Simmel, reside en que la cultura nos promete una interiorización (una búsqueda natural de nosotros mismos) que se convierte en una especie de autoenajenación “media” entre el alma y el mundo, un conflicto permanente. Divorcio entre el proceso vital y creador del alma y sus contenidos y productos. La cultura no representa un todo armónico, sino que se halla, por el contrario, repleta de conflictos y dudas interiores. La cultura es permanentemente dialéctica y cambiante, no tiene meta. Es consustancialmente insatisfactoria en sí misma y muy compleja. La acción creadora de la cultura siempre se basa en una perfección inalcanzable que produce nuevos, constantes e interminables sufrimientos. La felicidad es una meta que se considera inalcanzable en su realización, pero la cultura aporta muchos elementos para adivinarla. La vida y la cultura chocan. La primera busca la desbordante plenitud sin más explicaciones; mientras que la cultura busca las explicaciones de esa plenitud que considera insatisfactoria mientras no encuentre las razones. La vida sigue su curso, incluso prescindiendo de lo que nosotros consideramos como imprescindible para poder vivirla; la cultura también sigue su camino. Acepta a todos pero es exigente, no da la felicidad (¿quién la da?) pero ayuda a buscarla. La cultura se convierte en mediadora entre el yo (nunca el grupo) y la naturaleza; también entre el yo y el tú que, muchas veces, somos nosotros mismos. El individuo, creador o no, lucha permanentemente por no verse ahogado por la comunidad, lucha por no perder su libertad e independencia. Esto lo da la cultura que, según Croce, debe ser expresión del sentimiento y del estado individual de ánimo que conforma una sociedad. Pero si la fe de las religiones y la cultura racional posponen, la primera, la felicidad para un más allá desconocido; y la cultura no la ofrece tampoco como realización inmediata, qué otra tercera vía puede existir para circular por ella en pos de esa utopía. Quizá esa tercera vía sea la tecnología. Mediante el empleo de instrumentos (dispositivos los denomina Agamben), el ser humano logra —o así lo cree— hacerse dueño de las cosas. Estos instrumentos o dispositivos traen consigo una bendición y, a la vez, una maldición. Muchas veces lo ayudan y otras muchas lo vuelven en su contra. El instrumento o dispositivo que parecía destinado a satisfacer sus necesidades también ha servido para crear innumerables necesidades artificiales. Hoy, toda esta desorientación ha sido creada conscientemente por los fabricantes del entretenimiento. De nuevo ¿dónde está la felicidad? Resurge entonces la nostalgia rousseauniana de la vuelta a la naturaleza. Agamben en ¿Qué es un dispositivo? se refiere a la creación de dos nuevas clases sociales: los seres vivos (el ser humano); y los dispositivos, una especie de redes que sirven para capturar a los primeros y tiranizarlos. El filósofo italiano define a los dispositivos como cualquier cosa que de algún modo tenga la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes, entre ellos, los ordenadores y los teléfonos móviles. Dos clases sociales nuevas y, entre ambas, una tercera, los sujetos. Es decir, lo que resulta o queda del cuerpo a cuerpo entre los “vivientes” y los “dispositivos”. Instrumentos los hubo en todas las épocas, desde el origen de los tiempos, pero parecería que hoy no hay un solo instante en la vida que no esté organizado por algún “dispositivo” o “instrumento”. ¿Luchar contra ellos, entregarse en sus manos o manejarlos? El propio filósofo italiano habla de la “hominización” de las tecnologías. El ser humano cree haber encontrado la felicidad en estos objetos porque llenan constantemente el vacío de sus vidas sin exigirles nada. Nuestro mundo contemporáneo, el occidental y democrático, vive en ese proceso de nueva subjetividad compartida o desubjetivación. Antes la política iba dirigida a individuos e identidades reales, por ejemplo, las clases sociales o estamentos; hoy el triunfo o la imposición de la economía solo se refiere a ella misma sin ninguna otra consideración. Los dispositivos, los aparatos tecnológicos le sirven para controlarnos permanentemente. Ni la fe, ni la cultura lograron dar la felicidad en la tierra (no hay felicidad posible mientras siga existiendo la muerte, a pesar de que la disimulemos con barrocas estrategias); mientras que los dispositivos ocupan todo nuestro tiempo y nos impiden pensar, y el no pensar —quizá— ya es una forma de felicidad. Ya lo dijo el Eclesiastés: “Donde abunda sabiduría, abundan penas, y quien acumula ciencia, acumula dolor”. ¿Por qué culpar a quienes lo quieren evitar? ¿Tendrá razón Hegel cuando creía que el hombre solo sería libre rodeándose de un mundo enteramente creado por él? Que se lo pregunten a Theodore, el personaje de Her, la película de Spike Jonze. (César Antonio Molina, 15/08/2015)


Umberto Eco: Método de la tesis:
Si hay un libro que muestra más que ningún otro la manera de trabajar, las pautas intelectuales del recientemente fallecido semiólogo y novelista es, sin duda, el más humilde de todos, Como se hace una tesis, publicado en la ya lejana fecha de 1977 y conocido casi únicamente en el ámbito universitario. Se ocupaba en él de proporcionar las pautas metodológicas para que cualquier estudiante, aun en las más difíciles circunstancias, pudiera llevar a cabo la tesis de laurea que exigía el sistema universitario italiano. Aunque no proporciona ningún dato, se puede suponer una preocupación íntima, una inquietud por ayudar en una universidad de masas a un gran número de estudiantes que por una mediocre formación previa, y sin medios económicos para suplir esas carencias, no son capaces de enfrentarse con garantías a una investigación. Puede traslucirse, incluso, cómo ve la oportunidad de utilizar ese ejercicio obligatorio de la tesis para que esos alumnos desencantados de la universidad de masas italiana, en un periodo de contestación universitaria, descubran que el estudio es algo más que una cosecha de nociones, que puede ser la ocasión para una elaboración crítica de una experiencia y la adquisición de la capacidad de localizar problemas, enfrentarlos con método riguroso y exponerlos adecuadamente. El Umberto Eco que escribe este libro es el académico reconocido que ha publicado ya sus obras más importantes. Resulta obvio que, dada su naturaleza, bien limitada, no pretendía alcanzar con él una mayor notoriedad o el éxito de público. Cuando en la introducción alude, por contraste, a las condiciones ideales que disfrutan los estudiantes de las prestigiosas universidades anglosajonas (Oxford, Cambridge, etc.), con un profesor a su servicio como tutor, se puede percibir el propósito de ayudar a los estudiantes no solo para encaminarlos en la tarea de resolver la exigencia de la tesis de laurea sino también para poner a su alcance, gracias a su experiencia personal, los hábitos intelectuales que una deficiente universidad no ha sido capaz de proporcionarles. Y en esa tarea no escatimó esfuerzos. En vez de limitarse a explicar unos procedimientos en base a la experiencia propia, se colocó en la situación de un estudiante que viviera en un pequeño pueblo a media hora de viaje de la biblioteca municipal más cercana, la de Alessandria, y que no dispusiera de reproducciones o de acceso a bibliotecas universitarias de mayores dimensiones. Así que él mismo se desplazó varios días a la biblioteca de Alessandria y realizó todas las búsquedas que debería hacer ese estudiante sobre un tema que utiliza como ejemplo para comprobar qué posibilidades tendría ese estudiante y cómo debería organizar ese material. Para hacer recomendaciones realistas, experimentó por sí mismo la situación del muchacho que vive en un pueblo, no tiene libros ni la supervisión de un profesor, no sabe por dónde empezar cuando llega a una biblioteca de provincias poco dotada y, al cabo de unos pocos días, ha conseguido un buen número de ideas y de valiosa información. El libro puede ser interpretado como un simple manual con un propósito muy concreto, puramente académico. En efecto, desempeña muy bien esa tarea: aun cuando los cambios tecnológicos producidos desde el momento en el que se escribió han sido enormes y la búsqueda y el acceso a la información son ahora radicalmente distintos, las lecciones intelectuales del libro siguen siendo plenamente válidas. Cualquiera que pretenda llevar a cabo una tarea investigadora, del nivel que sea, encontrará en él bien explicado (y documentado con variedad de ejemplos) el enfoque que debe adoptar y las pautas que deber regir su tarea. Pero el libro puede también ser revelador para hacernos una idea del método de trabajo de Umberto Eco, la razón de su enorme éxito tanto con sus ensayos como con sus novelas. Su experiencia como investigador es la guía que rige imperceptiblemente el libro, aun cuando no menciona hasta ya muy avanzado el texto su tesis doctoral, El problema estético en Santo Tomás de Aquino, un trabajo que le daría el conocimiento de la época medieval que se refleja en El nombre de la rosa. No pretende ponerse en primer plano, ni tampoco la investigación que realizó para su tesis doctoral, más que cuando puede servir de ejemplo, incluso negativo. Pero se puede traslucir cómo esa investigación minuciosa sobre un tema aparentemente erudito, desconectado del momento, le proporciona las enseñanzas que después pone en práctica en sus libros de ensayo o sus novelas. Con todo, la mayor lección que nos proporciona es la de la humildad, la que se respira a lo largo del libro y, más en concreto, la de reconocer que la idea clave de su tesis doctoral fue resultado del tesón que le llevó a no despreciar un aburrido estudio del siglo XIX, lleno de carencias, pero que le acabaría proporcionando la llave para resolver sus problemas como premio a su lectura paciente y metódica. Una ficha de su tesis doctoral reproducida en el libro muestra cómo desde el principio fue consciente de que solo podía tratar los temas propios de filósofos medievales si lo hacía con gracia y desenvoltura. De ahí el consejo que proporciona a sus lectores y que se revela clave para entender su actitud individual: «trabajad sobre un contemporáneo como si fuera un clásico y sobre un clásico como si fuera un contemporáneo» (y añade: «os divertiréis más y haréis un trabajo más serio»). Se trata de una recomendación a los estudiantes universitarios implicados en la exigencia de la tesis de laurea, pero podemos ver en ella la pauta que ha guiado sus ensayos y sus novelas. Analiza las cuestiones actuales de comunicación o semiología con la misma exigencia que se utiliza para estudiar un clásico sobre el que existen multitud de trabajos bien fundamentados (que obligan a no desdecir de ellos) y, del mismo modo, aplica en sus creaciones novelísticas el conocimiento y el rigor que le ha proporcionado su dedicación académica. Por eso sus libros son tan valiosos y tan amenos. En ellos se refleja la precisión y los conocimientos del estudioso junto con el placer de quien está disfrutando al escribirlos. (Emilio Martínez Mata, 21/03/2016)


Utopía de Moro:
nmersos en tanta vorágine de aniversarios y conmemoraciones, quizás convendría aprovechar para evocar la publicación en Lovaina en 1516, hace 500 años de una obrita absolutamente decisiva en el devenir del pensamiento occidental, Del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía, más conocida con el título de Utopía. Su autor, el pensador, teólogo y político humanista inglés Tomás Moro, difícilmente hubiera podido imaginar el formidable impacto de su escrito y la trascendencia tuvo hasta el punto de acuñar un nuevo término. Ahora bien, ¿qué nos permite explicar su vigencia? Su autor nos describe una comunidad ficticia, Utopía, ubicada en un territorio inexplorado, cuyos habitantes viven bajo un clima de paz y armonía. Una imagen que nos remite a una visión amable del mundo, tanto más gratificante cuanto contrasta con la dura realidad vivida por los lectores. Algunos han considerado ese componente placentero omnipresente en la obra como la clave de su considerable atractivo por ser una vía de evasión de nuestros problemas cotidianos, pero… ¿es realmente así? A decir verdad, la condición de los habitantes de Utopía dista mucho de ser la ideal: son individuos normales y corrientes, tan viciosos o virtuosos como lo pudiéramos ser nosotros. ¿Qué les separa a ellos entonces de nosotros lectores? O mejor, ¿qué les permite a estos hombres disfrutar y gozar de una vida apacible y grata, tan vedada a nosotros en la vida real? Para Tomás Moro, la existencia de sus compatriotas ingleses –y, por extensión, la de los europeos de entonces- desde luego no era en absoluto ni feliz y ni mucho menos esperanzadora. Ni para los ciudadanos más acaudalados, ni, por supuesto, para el común de la población: la situación reinante era de desesperanza y pesimismo general. La Corte, y las clases privilegiadas, asistían, desorientadas y atemorizadas, a un ambiente social de violencia e inseguridad crecientes. Pero la suerte de los sectores más desfavorecidos no era, desde luego, mejor, enfrentados a una situación de creciente penuria de recursos y trabajo, que podía acabar aun peor, en la mendicidad y la delincuencia. Lo que más llamaba la atención al humanista inglés, sin embargo, era el extremo recelo mutuo que se había ido imponiendo en el país, provocada por la instauración de la propiedad privada como eje vertebrador de las relaciones sociales. La divisoria establecida entre propietarios y no propietarios (de bienes o de trabajo), y, sobre todo, la condición naturalmente excluyente de la propiedad –limitada a un único titular- resultaban definitivos para Moro, a la hora de explicar aquel escenario social gobernado por unos niveles de competencia e individualismo atroz hasta entonces nunca contemplados, que inspirarían posteriormente a Hobbes. La naturaleza del conflicto no tardaría en trascender lo económico o legal para diseminarse por todos los ámbitos de la existencia humana: Moro alude a la inoculación del orgullo –el verdadero huevo de la serpiente- en las relaciones humanas, y la entronización del espíritu competitivo sobre todos los órdenes de la vida, desde la política a la economía, llegando incluso al reino del amor y los sentimientos. Llegados a este punto, la conclusión del autor no puede resultar más categórica: al percibir a los demás como potenciales competidores y vernos compelidos a rivalizar con ellos en la posesión de bienes, terminamos contemplando a nuestros semejantes únicamente como obstáculos de nuestra felicidad. Ante semejante disyuntiva, concluye, el hombre, alienado, se encuentra condenado a combatir en una lucha permanente y eterna, en la que nunca obtendrá el sosiego. Moro no nos ofrece, por tanto, en Utopía, una visión placentera de la realidad. Más bien, se sirve de una tradición crítica para desmontar las piezas que componen la sociedad y a partir de ahí diagnostica los males que la aquejan sin distinguir entre verdugos y víctimas. Su inscripción en el aquí y ahora es total, muy distante de la imagen idealizada que se ha tratado de trasladar. A partir de su relato, pues, el autor nos invita a reflexionar sobre las posibles causas de nuestra común desdicha insistiendo especialmente en la universalidad del sufrimiento: habrá quien muera rico y quien lo haga necesitado, pero ninguno de ellos lo hará en paz. ¿Qué distingue a nuestros desgraciados conciudadanos de los felices habitantes de Utopía?, se pregunta Moro. ¿La ausencia de propiedad privada? ¿El clima de igualitarismo y tolerancia? A decir verdad nada, tan sencillo –y al propio tiempo- tan complejo como el gobierno de sus vidas y la conservación de su capacidad para intervenir y adecuar la realidad a sus verdaderas necesidades. Porque, a diferencia de otros muchos pueblos salvajes de tierras indómitas, los utopianos no viven aislados del mundo. Tienen noticias de los males de la civilizada Europa pero no desean correr su misma suerte. Y si para ello tienen que romper aquel istmo que les unía a tierra firme, sin duda lo harán. Tal es el legado que este sabio humanista nos dejó hace ahora 500 años. A través de su mirada oblicua, nos ofreció una poderosa enseñanza que iba más allá de la descripción de una sociedad aparentemente idílica: que nuestros esfuerzos no deben orientarse a imaginar mundos perfectos sino en determinar las raíces de nuestros problemas y hallar los medios reales y precisos para mejorar nuestra existencia. Moro nos invita a ser inconformistas y tenaces, pero siempre desde la solidaridad, porque los males que nos afectan son universales y todos fuimos, somos y seremos sus potenciales damnificados. A decir verdad, nunca una isla tan remota tuvo tanta incidencia en la cartografía de nuestras vidas. (Francisco Martínez Mesa, 15/05/2016)

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