Soberanía: Cataluña 2             

 

Soberanía: Cataluña:
Bases:
El reciente debate de política general de Cataluña ha permitido al president Mas enunciar de forma precisa los elementos esenciales del proceso soberanista: su apuesta por la democracia como fuerza motriz para persuadir al Gobierno central de la conveniencia de un referéndum sobre la independencia; la confirmación de que este referéndum debe ser legal o por lo menos tolerado por el Gobierno central; y el anuncio de una convocatoria electoral si nada de lo anterior es posible. Uno puede no estar de acuerdo con este plan de acción, pero hay que reconocerle coherencia y realismo. Quizás mis mayores dudas se refieren al primero de estos puntos. Poner por delante el talante democrático es hábil e inteligente. Ante ideas tan poderosas como democracia y mayoría, ¿quién puede oponerse a que los catalanes debatan abierta y pacíficamente los pros y contras de la independencia y luego expresen con el voto su posición en las urnas? Ante este argumento, la respuesta del Gobierno central, que invalida el objeto mismo del referéndum por ser inconstitucional, suena débil y distante; una respuesta de trámite que no parece haber hecho mella en la convicción del señor Mas de que la solución de este asunto pasa necesariamente por una votación democrática.

Sin embargo, como ocurre con muchas cosas buenas de la vida, para sacar el mejor provecho de ella, la democracia debe estar sometida a limitaciones. La democracia es un método (la regla de la mayoría) para tomar decisiones dentro de una comunidad que comparte valores básicos, previos e independientes de este método. Son estos valores básicos los que determinan si las decisiones adoptadas son buenas o no, los que dan legitimidad a las decisiones de la mayoría. La democracia, dentro de este marco de valores básicos, es el mejor método de decisión y, sin duda, la forma más inteligente de retirar (y dar) poder a los Gobiernos. Pero la regla de la mayoría, por sí misma, no puede garantizar la bondad de las políticas adoptadas. De ahí que las sociedades civilizadas limiten de forma explícita, a través de normas constitucionales, el ámbito de actuación de sus Gobiernos y Parlamentos, y el uso que los mismos pueden hacer de la regla de la mayoría. Una Constitución es un documento escrito por hombres y mujeres. Por tanto recoge de forma imperfecta este conjunto de valores básicos. Pero el tiempo ha ido destilando principios, presentes en la mayoría de las Constituciones, con los que es difícil no estar de acuerdo; entre otros: el derecho a la privacidad y al secreto; la libertad de expresión, asociación y movimiento; la generalidad, igualdad y certidumbre de las leyes; el derecho a la propiedad, su transferencia por consenso y el cumplimiento de las promesas; la separación de poderes y la limitación de las competencias que pueden ostentar tribunales, cuerpos legislativos y Administraciones. Un conjunto de principios cuyo fin último es proteger la libertad del individuo. Centrándome en el último de estos principios, es evidente que la convocatoria de un referéndum para la independencia por parte del Gobierno catalán excedería con mucho a sus atribuciones legales. Hacer más de lo que uno debe podría parecer una falta dispensable cuando se hace en nombre de la democracia y al servicio de la búsqueda de la opinión mayoritaria de los catalanes. Sin embargo, la violación del Estado de derecho por parte de una Administración desmorona las bases en las que se asienta la convivencia social, introduce inseguridad jurídica y puede coartar, por tanto, la libertad individual. Entiendo que el señor Mas, que no admite un referéndum ilegal, comparte esta evaluación. Otro punto con el que estoy de acuerdo es el llamamiento que hizo a evitar imposiciones de la mayoría independentista. Mi duda aquí es la entidad y naturaleza de esta mayoría. El apoyo cívico masivo a la independencia es de reciente formación y sería erróneo considerarlo plenamente consolidado. Es verdad que se sustenta en dos considerables manifestaciones populares, que pueden haber reunido a más de un millón de personas cada una. Pero, con ser importante, estamos hablando de un determinado colectivo en un determinado momento. Un estado de opinión no necesariamente homogéneo y que, por lo que señalan las encuestas, ha dado muestras de inestabilidad ante dos hipotéticas situaciones: la posibilidad de que una Cataluña independiente deba, por lo menos inicialmente, abandonar la pertenencia a la Unión Europea, y la potencial mejora del sistema de financiación autonómica. En estas circunstancias, ¿quién dice que la mayoría de un momento dado pueda determinar de forma irrevocable el destino de millones de catalanes que se sienten libres en el seno de la Constitución española y que desconocen cuál sería su futuro en una Cataluña independiente? Si el referéndum no puede ser legal, que sea por lo menos tolerado. Esta es la parte del discurso del señor Mas que no he acabado de entender. Es un reconocimiento implícito de la imposibilidad de un referéndum legal, pero a la vez un acto de fe considerable en la capacidad y poder de los políticos para adaptar las normas a sus deseos. La democracia no puede ser utilizada para la obtención de un fin que se oponga frontalmente al Estado de derecho. No todo puede resolverse, aunque haya voluntad política, porque ello equivale a ignorar que la función fundamental del Estado de derecho es proteger al ciudadano, precisamente limitando la acción de Gobiernos, órganos legislativos y políticos. No hay acuerdo político aceptable que pueda suspender el Estado de derecho. Ello no significa que las Constituciones sean inmutables. La evolución de los valores básicos es, por la propia naturaleza de estos valores, una cuestión necesariamente gradual y de alcance temporal muy largo. Pero la aplicación de estos principios a una realidad social y organización institucional concretas, que es lo que las Constituciones hacen, es naturalmente objeto de reforma y promoción política. Cuestiones como la financiación regional o el perfeccionamiento de la de facto estructura federal del Estado, caben perfectamente en la agenda de reformas si se alcanza el consenso político necesario. En cambio, la incorporación del derecho a la autodeterminación, aparte de introducir de raíz inestabilidad política y social, no cabe en una Constitución moderna. Una Constitución refleja el compromiso de un conjunto de individuos sobre una serie de valores básicos y un proyecto social en común, y reconoce derechos a personas pero no a territorios. Me es difícil valorar la voluntad de secesión en términos de la falta de confianza que pueda existir entre los catalanes y los demás españoles. Y tampoco comparto que, en un país en el que las leyes tributarias son generales y la política de gasto público del Gobierno central está sometida a la ley y al control de la oposición y del electorado, pueda ocurrir que un territorio acabe sometido económicamente a otro. De ahí que la única justificación del propósito secesionista que veo sea el convencimiento de los catalanes de no pertenecer a la sociedad española; de no compartir los valores básicos en los que se asienta su Estado de derecho. Pero si es así, sería bueno que quienes favorecen la independencia nos dijeran en qué se diferenciaría la Constitución catalana de la española. Si en materia de valores básicos la Constitución catalana va a ser igual que la española, no hay argumento económico que pueda justificar la independencia y los enormes costes de transición que la misma conlleva. Y si el cambio fundamental consiste en otorgar a la mayoría poder de decisión sobre cualquier cuestión, la Cataluña independiente que se está ofreciendo a los catalanes corre peligro de acabar convirtiéndose en una sociedad esencialmente antidemocrática. Es necesario debatir estas cuestiones tan larga y ampliamente como sea menester. Solo de las conclusiones de este debate, de los resultados de las elecciones que el president Mas anunció y posiblemente tendrá que convocar, de los de otras muchas elecciones que seguirán, y sobre todo de la perspectiva que otorga el paso del tiempo, nos será posible entender si los catalanes, en su gran mayoría, se sienten o no tan alejados y distintos de los demás españoles. (Antoni Zabalza, 02/10/2013)


Debate:
El riesgo de un próximo choque de trenes sobrevoló este martes en el Congreso el debate entre, por un lado, los tres representantes del Parlamento de Cataluña —que anunciaron un “camino sin retorno” en su desafío independentista digan lo que digan las instituciones, la Constitución y el Gobierno— y, por otro, los líderes de los dos principales partidos nacionales, PP y PSOE. Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba, manteniendo sus diferencias —el segundo defiende como salida una reforma constitucional, el primero la mencionó varias veces pero sin llegar a abrazarla—, escenificaron el frente común en defensa de la Constitución y las leyes más claro de los últimos dos años. La delegación catalana presentó un memorial de agravios y mostró su férrea disposición a seguir adelante con el referéndum de noviembre. Este es un resumen de las dos horas que duró la primera ronda de ese debate (sin el turno de réplica que hubo después). Las intervenciones han sido editadas y agrupadas por temas, no necesariamente en el orden en el que se produjeron. EL PUEBLO, LA LEY “Privan a los españoles de su derecho a decidir” Parlamento catalán. Jordi Turull (CiU): “Desde septiembre de 2012, una amplísima mayoría de ciudadanos de Cataluña han hablado alto y claro en las urnas y en la calle. Cataluña quiere hacer un ejercicio de democracia para garantizar un futuro más esperanzador a nuestros hijos, a nuestra gente. Los catalanes no quieren mantener una relación política con un Estado que le está diciendo que su autogobierno, su lengua, sus instituciones avanzan hacia la residualidad. Así, ni se puede ni se quiere seguir”. Parlamento catalán. Marta Rovira (ERC). “¿Saben ustedes lo que pasó en Cataluña el 25 de noviembre de 2012? Hubo unas elecciones y los catalanes tomaron una decisión: convocar un referéndum para decidir su futuro como pueblo. Esa decisión recibió el apoyo del 70% del censo. Tenemos un mandato emanado de las urnas. Un mandato democrático al que sentimos la obligación de dar cumplimiento. Eso es la democracia. No solo defendemos a la mayoría del pueblo de Cataluña, sino al pueblo de Cataluña entero. Defendemos la democracia, porque votar es democracia”. Gobierno. Mariano Rajoy: “Es un acierto traer el debate a la sede de la soberanía nacional. Significa respetar y reconocer la representación que aquí se ejerce de todos los españoles, sin excepción. [Pero] previamente a esta petición nos han anunciado que el 9 de noviembre harán un referéndum, nos han dicho las dos preguntas. Y ahora nos ofrecen un acuerdo. El acuerdo consiste en que digamos que sí a esta decisión que ustedes unilateralmente han adoptado”. Parlamento catalán. Turull (CiU): “Solo hay una manera de saber lo que quieren los catalanes: preguntándoselo a los catalanes. Es legal y es posible, y sobre todo necesario. Hoy el núcleo de la discusión es la democracia”. Gobierno. Rajoy: “No hay democracia sin ley. Sin duda votar es un derecho democrático. Lo es. Pero no en cualquier sitio, ni de cualquier manera, ni sobre cualquier asunto. La democracia no se entiende sin las urnas, sí. Pero no bastan las urnas para que un acto sea democrático. La esencia de la democracia es el respeto a la ley, es decir, el propósito de no reconocer otra autoridad por encima de los ciudadanos que la de la ley. La esencia de la democracia es que todo —incluidas las votaciones— y todos —incluidos los parlamentos y los gobiernos— tienen que atenerse a las normas. Ser demócrata implica aceptar esa obediencia a la ley. La democracia es el imperio de la ley”. Parlamento catalán. Joan Herrera (ICV): “Democracia es ajustar la legalidad a la realidad. No hay problema práctico ni demanda democrática que no tenga solución jurídica”. Parlamento catalán. Turull (CiU): “Que nadie subestime lo que está ocurriendo en Cataluña. Este movimiento surge de la gente, es solido, pacífico, democrático, positivo, a favor de, no en contra de nadie. Es un movimiento que va de abajo hacia arriba y supera a partidos e instituciones”. Gobierno. Rajoy: “Vestir las reclamaciones de clamor popular... Algunas cosas no cambian ni con manifestaciones ni con plebiscitos. Eso [que reclaman] no es posible, ahora no es posible [...] Nadie discute el verdadero derecho a decidir, todos los españoles lo ejercemos habitualmente. En 41 ocasiones han acudido los catalanes a las urnas desde que volvió la democracia. Pero no tienen derecho a decidir qué hemos de hacer con España. Cada catalán, como cada gallego o cada andaluz, es copropietario de toda España, que es un bien indiviso. Ningún español es propietario de la provincia que ocupa, como ningún vecino es propietario de las calles por las que transita. La autonomía no supone transferencia de la soberanía, no otorga la propiedad del territorio sino la responsabilidad de gobernarlo de acuerdo con la ley. El derecho a decidir sobre su futuro político lo tiene el conjunto del pueblo español y no solo una parte. Tal y como ustedes están planteando el “derecho a decidir”, lo que están haciendo es privar al resto de españoles de su derecho a decidir lo que quieren que sea su país. Una parte no puede decidir sobre el todo”. PSOE. Alfredo Pérez Rubalcaba: “Estamos en la sede de la soberanía popular, un Parlamento que hace leyes y las cumple. Esa es la esencia de la democracia, el primer principio democrático: cumplir las leyes. Las leyes se pueden cambiar, pero su cumplimiento para cualquier demócrata es inexorable, ineludible. Las leyes dan poder a quienes solo tienen las leyes para tener poder. Dan derechos a quienes solo tienen las leyes para garantizar los derechos. Por eso, para un demócrata, es importante que se cumplan. Aquí están representados todos los pueblos de España”. LOS LÍMITES “El pacto es sencillo: dos sillas, un papel, un boli” Gobierno. Rajoy: “Ni la competencia que demandan [para convocar el referéndum] es transferible ni el propósito por el que la piden es conforme a la ley. Cualquiera de las dos cosas choca con la Constitución. La soberanía española corresponde a todos los españoles, no existen soberanías regionales, provinciales ni locales. No existen ni se pueden crear, al menos con esta Constitución. No estamos hablando solo de Cataluña, hablamos de España entera, de los intereses de España”. Parlamento catalán. Turull (CiU): “Si se quiere, se puede. Cuando llegas a una encrucijada tienes que decidir. Las grandes decisiones se toman votando”. Parlamento catalán. Herrera (ICV): “Dicen que no pueden. Sí que pueden. El Tribunal Constitucional les ha dado la pista donde aterrizar. El problema no es la ley, el problema es que no pueden porque son prisioneros del anticatalanismo que han sembrado durante años. No pueden porque su política partidista es negar el debate, no canalizarlo”. Gobierno. Rajoy: “Esta es una democracia avanzada que asegura la inviolabilidad de los derechos fundamentales de los españoles. ¿Qué les parecería que llegara al Gobierno un partido con mayoría absoluta y dispusiera que los españoles no son iguales ante la ley, o que se suprime el secreto de las comunicaciones o que nadie es libre para entrar o salir de España? ¿Por qué creen que es eso inimaginable? Porque la Constitución no lo permite. No permite, por ejemplo, que se suprima el derecho de huelga aunque los trabajadores lo pidan, ni que se renuncie a la libertad de expresión. Y gracias a eso [los límites inalterables que pone la Constitución] todo el mundo sabe que ningún Gobierno podría hacer determinadas cosas”. Parlamento catalán. Rovira (ERC): “Queremos llegar a un acuerdo para que el 9 de noviembre se celebre un referéndum sobre la independencia. El acuerdo es fácil, es legal, constitucional y posible. Un pacto político a la británica. Es muy sencillo: una mesa, dos sillas, un papel, un boli, mucha voluntad política y muchos kilos de sensibilidad democrática. En una de las sillas está sentado desde siempre el catalanismo político. En la otra silla hoy hay amenazas veladas, apocalípticas, e incluso ruido de sables en un funeral de Estado. Y aun así nosotros seguimos en la silla, con la mano tendida”. Gobierno. Rajoy: “No es cuestión de voluntad política ni de que cedamos más o menos, no es algo que el señor Artur Mas y yo podamos resolver con un café. Aunque nos tomáramos 500 seguiría faltándonos lo que no tenemos: la potestad que la Constitución nos niega. Esta es la realidad, salvo que se cambie la Constitución. Y para cambiarla hay reglas que no se pueden saltar. Estas son nuestras reglas de convivencia. Porque cada Constitución clausura el pasado y abre un capítulo nuevo en la convivencia. De nada sirve apelar al pasado, las Constituciones son como los testamentos: la última anula todas las anteriores. Cada Constitución es un punto y aparte en la historia que deja las cuentas saldadas”. PSOE. Rubalcaba: “Vamos a votar que no porque nos piden que el Estado transfiera una competencia que sencillamente no tiene. Ni el Estado ni nadie puede convocar un referéndum autonómico sobre un tema que afecta a todos los españoles. Nos piden transferir una competencia que no tiene nadie. Además, la Generalitat ya ha dicho que el resultado sería una vía de no retorno; es decir, que el referéndum que proponen sería jurídicamente consultivo pero políticamente vinculante. Materialmente constituyente, para el conjunto de los españoles. Nos afecta a todos”. Parlamento catalán. Herrera (ICV): “La soberanía se la entregaron a los mercados en una tarde de agosto, reformando la Constitución. La Constitución esta secuestrada por aquellos que nunca la quisieron y que hoy quieren empequeñecerla”. PSOE. Rubalcaba: “Lo que no cabe es preguntar a unos cuantos por aquello que corresponde a todos. De lo que se está hablando es de un cambio que afecta al conjunto. Se trata de la naturaleza de España, porque España sin Cataluña no es España”. CATALUÑA, ESPAÑA “No queremos que se obligue a nadie a elegir” Gobierno. Rajoy: “Esta proposición que traen hoy aquí es solo una pieza instrumental de un proceso de ruptura. Yo no concibo a España sin Cataluña ni una Cataluña fuera de España y de Europa. Juntos ganamos todos, y separados todos perdemos”. Parlamento catalán. Turull (CiU): “El pueblo catalán siempre ha querido ser y quiere seguir siendo. Siempre ha querido gobernarse a sí mismo. Generación a generación se ha reconocido como nación”. Parlamento catalán. Rovira (ERC): “Lo hemos intentado todo antes de llegar a esta conclusión. ¿Les suena aquello del encaje? ¿El esfuerzo ingente de diálogo de los presidentes Pujol y Maragall? Siempre hemos buscado, siempre, siempre, un encaje amable y digno. Hemos hecho de todo, hemos hecho pactos económicos y políticos, y tenemos la sensación de que a cada pacto hemos perdido oportunidades y bienestar. Estamos aquí después de intentar un Estatuto. Los ciudadanos catalanes tienen una sensación de frustración, de haber llegado al final del camino. Por muchos esfuerzos que hemos hecho, el encaje no es posible. Tenemos la sensación de que a los catalanes no nos aceptan como somos, como hablamos, como pensamos, como soñamos”. Gobierno. Rajoy: “Nadie impuso a nadie la constitución en 1978. En Cataluña la refrendó el 90%, muy por encima de la media de España. Lo hicieron porque quisieron y porque no consideraron que fuera una mordaza, sino una garantía; no vieron un grillete, sino una salvaguarda. Esa fue la más genuina, libre y auténtica autodeterminación de Cataluña”. PSOE. Rubalcaba: “Somos socialistas, no somos nacionalistas. Nuestro modelo de España es aquel en el que todos se sientan comodos con la identidad que quieran tener. No nos gustan esos procesos en los cuales a quien se siente más español que catalán o más catalán que español se le obligue a elegir entre una cosa y la otra. El derecho de autodeterminación está concebido para irse, y se aplica una y otra vez hasta que se consigue el objetivo de irse. No estamos de acuerdo de ninguna manera con ese derecho”. Parlamento catalán. Herrera (ICV): “Quien rompe España es quien no reconoce el Estado plurinacional ni el derecho a decidir, quien rescata bancos y abandona a gente. La única posibilidad de que España sobreviva a sí misma es que surja la otra: la de Lorca, la de Machado, la que pide democracia en la calle. La sociedad española es más plural que este 86%: ustedes no representan la pluralidad de la sociedad española”. Gobierno. Rajoy: “Ustedes diseñan un futuro idílico en el que todo sale bien, los inconvenientes no aparecen, ni siquiera en la letra pequeña. No citan la evidencia de que Cataluña sería más pobre, que saldría de Europa sine die. No han explicado a los catalanes que perderían todos los derechos que tienen como españoles, como la libre salida y entrada de su patria, y como europeos, como los fondos comunitarios, las ayudas agrícolas... Lo que están ofreciendo ustedes es la isla de Robinson Crusoe”. LOS AGRAVIOS “Su relato de opresión no es cierto” Parlamento catalán. Rovira (ERC): “El país se nos derrite en las manos. No tenemos recursos ni competencias para ayudar a nuestros ciudadanos. No podemos hacer nada. No tenemos la sensación de tener un Estado de nuestro lado en estos momentos de tanta dificultad. Por eso hoy somos gran mayoría quienes pensamos que lo mejor es construir un Estado que sea útil a las personas. En Cataluña no podemos aplicar la dación en pago porque no somos Estado. Queremos un Estado que persiga el interés general y no se rinda ante los oligopolios. Un estado que haga hombres y mujeres libres”. Gobierno. Rajoy: “No es verdad que en Cataluña sufran una opresión insoportable, no es verdad que se persiga el catalán y se asfixie su cultura, no es verdad que se torpedee el bienestar o que no se les esté ayudando en las dificultades o que se les esté dando un trato discriminatorio. No puedo asumir su relato de opresión porque no es verdad. Yo veo las cosas de otra manera: veo siglos de historia en común, generaciones de españoles unidos en un destino común. Nunca en la historia Cataluña ha tenido un nivel de autogobierno como el que tiene hoy. Y es gracias a la Constitucion. Tal vez yo creo en Cataluña más que ustedes. Al menos no me siento en la necesidad de demostrar a cada paso que Cataluña existe. Me consta que existe, que es uno de los pilares de nuestra patria, que no se concibe España sin Cataluña ni tampoco Cataluña sin el resto de España. Amo a Cataluña como al resto de comunidades, como algo propio. Valoro su inmensa aportación a nuestro pasado, presente y futuro”. PSOE. Rubalcaba: “Hay una crisis económica y unos discursos que han ligado la independencia a una salida más fácil de la crisis. Ese discurso nos suena, se oye en algunos países del norte de Europa. Es un discurso especialmente dañino, insolidario, señora Rovira... y sin ningún fundamento económico. Cataluña puede pedir una revisión del sistema de financiación, es razonable, pero lo que no es tolerable es decir “España nos roba”. No es tolerable. ¡Todos los sistemas de financiación que en España ha habido se han pactado con los Gobiernos de Cataluña, absolutamente todos! Coincidimos, sin embargo, en que hay un problema de relación entre Cataluña y el resto de España”. ¿Y AHORA QUÉ? “Cataluña ha iniciado un camino de no retorno” Parlamento catalán. Turull (CiU): “El pueblo catalán ni acepta ni conoce la palabra resignación. Ante las adversidades, ha preferido siempre la reafirmación, no la resignación. Si se quiere, se puede. Si ustedes no quieren, les digo que no desistiremos. Impulsaremos otras vías legales que permitirán al pueblo de Cataluña votar y decidir su futuro. Reafirmación, no resignación. Que nadie se llame a engaño. El pueblo de Cataluña ha iniciado un camino sin retorno para decidir su futuro. Cataluña vive la mayor de las encrucijadas. La historia nos ha convocado a todos. Nosotros vamos a responder a ese honor y a esa altísima responsabilidad. Nosotros representamos a los catalanes, y a ellos servimos. Ha llegado la hora de que Cataluña vote y decida su futuro”. PSOE. Rubalcaba: “No quiero que mi intervención se entienda como el fin de nada sino como el comienzo de un diálogo. Un diálogo que creo posible y que tiene que ser franco. Queremos hacer una reforma de la Constitución para seguir viviendo juntos. Ustedes quieren votar sobre el desacuerdo; nosotros, sobre el acuerdo. Ustedes separados, nosotros juntos. Tenemos un problema serio de convivencia, y hay dos posibilidades: ustedes proponen: “vamos a votar a ver si nos vamos”; nosotros: “vamos a acordar y votar cómo seguimos viviendo juntos”. Queremos que los catalanes voten, de acuerdo con la ley. Nuestra propuesta es una reforma constitucional, que no es un proceso constituyente. Una reforma que recoja las aspiraciones del pueblo de Cataluña y sus singularidades. Una reforma que actualice nuestro pacto constituyente”. Gobierno. Rajoy: “No es solo una cuestión de legalidad y balanzas, es de afectos compartidos, de historia y de futuro [...] No se puede y no se debe conceder lo que nos solicitan: un referéndum que tiene por objeto liquidar el régimen constitucional. Hay una puerta abierta de par en par: iniciar los trámites para reforma de la Constitución. Quien quiera que España se fragmente ha de emprender el camino de la reforma constitucional [...] Una vez más, mi disposición al diálogo, siempre que sea dentro de los límites de la Constitución. Yo soy el presidente del Gobierno de España, no puedo dialogar sobre lo que no es mío sino de los españoles. La soberanía nacional no es mía. Yo no dispongo de otro margen, y el señor Mas tampoco. Él es el representante del Estado en Cataluña. Tenemos las mismas limitaciones y por las mismas razones”. (08/04/2014)


Debate 2:
Dentro de nueve días, el Congreso celebrará un debate específico sobre el referéndum de independencia que el Gobierno de Cataluña pretende celebrar el 9 de noviembre. La iniciativa será tumbada por la inmensa mayoría de la Cámara, pero la Generalitat ya ha anunciado que mantendrá su desafío. Para tomar la temperatura a los argumentos de unos y otros, EL PAÍS juntó el pasado jueves en una sala de la Cámara baja a diputados de seis grupos, todos ellos portavoces o miembros de la comisión constitucional. Allí debatieron durante dos horas y media. Hubo una pregunta, solo una, en la que los seis estuvieron de acuerdo: el “derecho a decidir” que reclaman el Gobierno y el Parlamento catalanes no es otra cosa que el derecho de autodeterminación. Este es un resumen de esa conversación. El texto ha sido editado para reproducir las apelaciones y enfrentamientos directos que surgieron durante el debate. EL DIÁLOGO > “No es el futuro de Cataluña, es el de España” Pregunta. Tras la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la declaración de soberanía del Parlamento de Cataluña, ¿se sienten ustedes llamados al diálogo? ¿Y se sienten llamados a respetar las reglas de juego constitucionales? Pedro Gómez de la Serna (PP). La sentencia dice dos cosas. La primera es que Cataluña no es sujeto de soberanía, que la soberanía es indivisible y pertenece al pueblo español. La segunda es que el “derecho a decidir” no es un derecho de autodeterminación. Es cierto que dice que, como aspiración política, es defendible. Bueno, claro, por eso los partidos independentistas son legales en España. Pero, según el Constitucional, esa aspiración solo debe vehicularse, en su caso, a través de una iniciativa de reforma constitucional. Una reforma que decidirían todos los españoles. La sentencia no dice nada nuevo. Y lo normal en democracia es acatar las sentencias. Los proyectos políticos son democráticos si se comportan democráticamente. Ramón Jáuregui, portavoz del PSOE. / BERNANDO PÉREZ Ramón Jáuregui (PSOE). La sentencia establece un equilibrio perfecto: reconoce el principio elemental de que la soberanía pertenece al conjunto del pueblo español, pero al mismo tiempo, implícitamente, reconoce que existe un problema político en una comunidad y que existe la oportunidad de un diálogo político para concretar esas aspiraciones. En Cataluña hay reivindicaciones que tenemos que atender. Eso sí, con respeto a tres principios: legalidad, legitimación y diálogo. El tribunal hace una apelación a que intentemos resolverlo, no desde la pretensión ilegal y sin legitimación democrática que plantea Cataluña, ni con el “no” del Gobierno, que niega el problema. Montserrat Surroca (CiU). La sentencia reconoce la posibilidad de ejercer el derecho a decidir dentro de la Constitución. Y nos emplaza a todos a dialogar, especialmente al Gobierno. Nosotros no vamos a desacatar una sentencia; creemos que ya estamos haciendo lo que se indica en esa sentencia. Todo el proceso se hace desde el marco legal... Las voces ¦Pedro Gómez de la Serna (PP). Madrileño, 51 años. Abogado y empresario. Diputado desde 2011. ¦Ramón Jáuregui (PSOE). Guipuzcoano, 65 años. Abogado. Diputado desde 2000. ¦Joan Josep Nuet (IU). Tarraconense, 49 años. Licenciado en Geografía e Historia. Diputado desde 2011. ¦Irene Lozano (UPyD). Madrileña, 42 años. Periodista. Filóloga. Diputada desde 2011. ¦Montserrat Surroca (CiU). Gerundense, 39 años. Abogada. Diputada desde 2008. ¦Alfred Bosch (ERC). Barcelonés, 53 años. Doctor en Historia. Diputado desde 2011. Pregunta. Dice que no van a desacatar la sentencia, ¿CiU da por anulada entonces la atribución de soberanía propia que hizo el Parlamento catalán? Surroca (CiU). Ni acatamos ni desacatamos la sentencia... Es que no creemos que la declaración del Parlamento catalán tuviera efectos jurídicos. Es una declaración. ¿Qué efectos puede tener? Es sorprendente que el tribunal se pronuncie sobre eso. Irene Lozano (UPyD). Hombre, es una declaración de soberanía de un Parlamento, no de una asociación de vecinos... Joan Josep Nuet (IU-Izquierda Plural). La sentencia da cobertura constitucional al derecho a decidir. Y dice: el camino es el diálogo. Después de 35 años, hace falta un nuevo proceso constituyente. Yo creo que va a ser imposible parar esto. No se le pueden poner puertas a la democracia. Al final la ciudadanía va a expresar mediante su voto su voluntad. Evidentemente ese proceso debe ser acordado y dialogado, pero la última palabra es de la ciudadanía, no de los pactos de los partidos. Jáuregui (PSOE). La democracia son las leyes, Nuet. La democracia se ejercita cumpliendo las leyes. En democracia, las formas son el fondo. Irene Lozano (UPyD). Yo creo que este debate, más que sobre el futuro de Cataluña, es sobre el futuro de España. Y eso es lo que viene a decir la sentencia: que no puede una parte de los ciudadanos españoles decidir sobre el conjunto. Desde el nacionalismo catalán hay en los últimos tiempos una política de hechos consumados. ¿Diálogo? En España no se ha parado de dialogar en estos 30 años. Muchas cosas que ahora utilizan los nacionalistas para victimizarse, como la financiación, se han dialogado y pactado con ellos. El diálogo solo ha dejado de existir cuando el nacionalismo catalán ha empezado una política de hechos consumados. PP: "Aquí lo que nos jugamos es la pervivencia del Estado de derecho" CiU: "La consulta es irrenunciable. Después ya vendrán otros pasos" Alfred Bosch (ERC). La sentencia era previsible y no cambia los planes de nadie. Es una sentencia eminentemente política de un tribunal politizado. Si alguien cree que esto se va a resolver con un episodio de Perry Mason, poniendo punto final con una sentencia a un proceso político, se equivoca. Jáuregui (PSOE). El Constitucional es más que eso, Alfred. Me gustaría que, si un día tuvierais un Tribunal Constitucional, no le trataras tan mal como tratas a este. Sin respeto a las instituciones democráticas, vamos mal. Bosch (ERC). Lo que digan los tribunales españoles nos provoca el máximo respeto, pero es que precisamente una declaración de soberanía es algo que abre la puerta a un nuevo marco legal, pese a quien pese. Esto no frena el proceso. Diálogo, desde luego. Pero todo gran diálogo político debe acabar en las urnas. En un ejercicio de democracia directa. Como pasó entre 1976 y 1980. Los políticos debemos dialogar, pero la última palabra es del pueblo. Eso no son hechos consumados. Lozano (UPyD). ¿Una declaración de soberanía no es un hecho consumado? ¿Y fijar la fecha de la consulta y las preguntas? Bosch (ERC). Definir eso como un hecho consumado me parece un poco abusivo. LAS REGLAS DE JUEGO > "Democracia es votar” “No, no solo es votar” Jáuregui (PSOE). Yo soy de los que creen que no hay puertas al campo a una voluntad política. El problema es cómo se materializa eso. Y eso nos lleva a un debate clave: ¿el derecho a decidir de los catalanes o de cualesquiera tiene que manifestarse en una sola consulta sobre los extremos de un péndulo identitario? Yo me niego a eso. Porque, Alfred, coincidirás conmigo en que si Cataluña decidiera ser un Estado independiente tendría que negociarlo con el resto de España, y esa negociación no sería pacífica (quiero decir que sería muy conflictiva, no hablo de un concepto bélico): produciría unos resultados de enormes consecuencias que los catalanes deberían conocer, y cuando las conozcan habría que volver a consultarlos, ¡e igual sale lo contrario! A eso es a lo que me opongo. Yo quiero que decidáis, pero que decidáis en forma, y que decidáis sobre lo que la política, nosotros, todos, seamos capaces de articular. No sobre los extremos de un péndulo que acabará provocando sucesivas consultas. Esta es la cuestión nuclear del debate. Gómez de la Serna (PP). Se apela mucho a dos conceptos: diálogo y democracia. Pero ¿qué es democrático? Identificar la democracia con el derecho de autodeterminación es malversar el concepto. La democracia no es solo un origen, no es solo votar; la democracia es un procedimiento acordado entre las partes. Y es, fundamentalmente, la garantía del pluralismo político. La democracia no se resuelve con una votación. Hemos tenido ejemplos en Europa de partidos que han llegado al poder por procedimientos democráticos y no han garantizado la democracia sino todo lo contrario. Entonces la pregunta es: ¿Está más garantizado el pluralismo en una sociedad monolíticamente nacionalista, donde un bloque detenta un poder cada vez más intenso sobre un territorio cada vez menos poderoso? ¿Eso es más democrático? ¿Es más democrático el aislamiento o la participación en la UE? Bosch (ERC). Lo básico en democracia es votar. Y esa insinuación de que ha habido episodios democráticos en el pasado que han conducido a abusos totalitarios... Dejemos estar eso, por favor, dejemos la historia... Gómez de la Serna (PP). ¿Cómo lo vamos a dejar? Bosch (ERC). ¿Hay una acusación ahí? ¿Estamos nosotros haciendo eso? Gómez de la Serna (PP). No, es un referente histórico. PSOE: “Cuando queramos renovar el puente, quizá ya no lo cruce nadie” ERC: “¿Qué pasará? Pasará lo que quieran los catalanes” Bosch (ERC). Bueno, pues vamos a dejarlo. Vamos a ser cautelosos con los juicios históricos, porque, si no, tendremos que remontarnos a los orígenes de las respectivas líneas políticas. Gómez de la Serna (PP). Conmigo lo puedes hacer con toda tranquilidad... En segundo lugar, decía, el concepto de diálogo. Nosotros, todos, siempre hemos dialogado, desde el origen de la democracia. Ahora bien, el diálogo no consiste en un proceso de desbordamiento institucional y constitucional permanente. Es que eso no es diálogo, Alfred. El diálogo no es ir creando instituciones paralelas que desoyen lo que dicen las instituciones legítimas, democráticas, de un Estado de derecho como el español. Es que eso ni es democrático ni es diálogo. El diálogo no consiste en romper la legalidad vigente. Cuando uno pone en marcha un proceso de desbordamiento constitucional e institucional como se ha puesto en marcha en Cataluña no está dispuesto a dialogar. Mi opinión es que ni siquiera las autoridades catalanas controlan ya este proceso y por tanto no tienen, en este contexto, ni voluntad ni capacidad de diálogo. Y ese es un análisis que debéis hacer: os habéis ido a una posición tan suicida... ¿Estáis en condiciones de afrontar realmente un diálogo? En mi opinión, no. Habéis traspasado las líneas rojas y habéis quemado las naves. Surroca (CiU). No se ha traspasado ninguna línea roja. Gómez de la Serna (PP). Una declaración que atribuye soberanía a una parte del territorio yo creo que es una línea roja... Surroca (CiU). Se están siguiendo los pasos legales. Y el debate del 8 de abril es una prueba de eso: el día 8 vendrán aquí diputados del Parlamento de Cataluña a solicitar precisamente que se traspasen las competencias para poder celebrar legalmente la consulta. Queremos que ese derecho se ejerza dentro del marco legal. Lozano (UPyD). Esa actitud que hay de banalizar lo que significa un referéndum de secesión me parece muy peligrosa, y es una de las razones por las que la situación se está yendo de las manos. Un referéndum de secesión consiste en preguntarte si quieres considerar extranjero a alguien a quien hasta el día anterior considerabas tu conciudadano. Es decirle a la gente: ¿Quieres que esos primos tuyos que viven todavía en Murcia sean extranjeros en tu país? Esa es la tensión que introduce en la sociedad. Y esto está ocurriendo ya en la sociedad catalana. No frivolicemos. Alfred y Nuet han dicho: “El proceso no se va a frenar”. ¿Entonces para qué vamos a dialogar, si el proceso es automático, según vosotros? Surroca (CiU). La sentencia no frena el proceso. Detrás del proceso está la voluntad mayoritaria del pueblo de Cataluña. Por eso hemos llegado a este punto, porque hay una gran mayoría del pueblo de Cataluña que quiere ejercer ese derecho y quiere ser escuchado. Y ese es el paso en el que estamos. Ramón, tú hablas de la importancia de las formas en democracia... Claro que son importantes las formas, pero tenemos que ir paso a paso. Y el primer paso es escuchar al pueblo de Cataluña. Después ya vendrán los demás. Primero tenemos que saber qué quiere el pueblo de Cataluña. Y esto lo estamos haciendo dentro del marco legal, insisto. Jáuregui (PSOE). ¿Con una consulta independentista? Por favor... CÓMO SE HA LLEGADO AQUÍ > “El derecho a decidir no es propiedad del nacionalismo” Nuet (IU-IP). “Consulta independentista”, “secesionismo”... Hay un lenguaje agresivo, casi bélico, que dibuja dos frentes. A los extremos les encanta ese lenguaje. Lozano (UPyD). A mí me gusta el lenguaje claro. Es que esto se llama secesión, ¿eh? Nuet (IU-IP). La sentencia del Constitucional ayuda a romper un tabú de que esto del derecho a decidir es propiedad de los nacionalistas. Es propiedad de todos los demócratas: un derecho de elección, sin presuponer la decisión. Por eso los que no somos nacionalistas ni independentistas lo defendemos: porque estamos hablando de democracia, no de independencia. Lozano (UPyD). Dices: ¿Cómo vamos a limitar sobre qué puede o no puede el pueblo decidir? Claro, es que esa es la esencia de la democracia: que hay una serie de derechos y libertades sobre los que no se pregunta. Porque, si no, fíjate lo que podría ocurrir: que, democráticamente, elimináramos libertades esenciales. Imagínate que preguntamos a la gente si quiere suprimir la libertad de expresión, y va la gente y dice que sí. ¿La suprimirías? Eso sería menos democracia, no sería más democracia. Es una trampa decir que lo democrático es votar todo y cuanto más mejor. Nuet (IU-IP). Pero ¿por qué estamos aquí? Es que parece que esto lo haya provocado algún contubernio judeo-masónico-independentista. No, estamos aquí porque un gobierno de izquierdas presidido por Pascual Maragall hizo un Estatuto para 20 o 30 años de convivencia renovada. Y hubo una campaña irresponsable del PP que puso sal en las heridas históricas. De ahí venimos: de un ataque sin precedentes. Eso fue una línea roja y quien la traspasó fue el PP. Y hace cuatro días en esta Cámara se reformó la Constitución en una tarde, porque lo mandaba la troika. ¿Eso es lealtad constitucional? Nuet (IU-Izquierda Plural): “Estamos aquí por la irresponsable campaña del PP contra el Estatut. Echó sal sobre las heridas” Lozano (UPyD): “Estamos aquí porque nadie en 30 años ha dado importancia a la cohesión. Hemos fomentado el particularismo” Lozano (UPyD). Tú decides arrancar con que Maragall hizo un Estatuto... ¿Y qué necesidad había de un nuevo Estatuto? ¿Había demanda social? No la había. Si coges las encuestas del año 2000 en adelante, el independentismo estaba en declive absoluto. Cuando se aviva el discurso de renovar el Estatuto, el independentismo empieza a aumentar. ¿Por qué hemos llegado a este punto? Hay varias razones y una de ellas es cómo hemos interpretado el modelo autonómico. Ese desapego... A mí de las cosas que más me preocupan es cuando tú hablas de esto con un chico de 17 años y te dice: “Pues, si se quieren ir, que se vayan”. Me preocupa que hayamos dejado de sentirnos todos parte de un mismo país. Porque para mí, cuando voy a Barcelona, Barcelona también es mía. Mi abuelo está enterrado en Barcelona. Igual que mucha gente que vive en Gerona tiene un primo en Asturias. Somos parte de un mismo país. Y eso se ha negado reiteradamente. En estos 30 años nadie se ha esforzado en poner en valor la importancia de la cohesión territorial. Hemos fomentado el particularismo, empezando por los libros de texto. El sistema autonómico, pensado para facilitar la convivencia, ha sido utilizado, sin embargo, para desactivar la convivencia y el discurso de la unión. Bosch (ERC). Irene, Barcelona es de los barceloneses ante todo. Estamos en plena época moderna y es lógico que la gente decida sobre aquello que le atañe más de cerca. Lozano (UPyD). Eso es del siglo XIX, hombre, no moderno. Bosch (ERC). ¿Es que no existe el divorcio? ¿Acabaremos diciendo “mi marido también es un poco mío y entonces yo decido si nos separamos o no”? Por favor, hombre, seamos modernos. Los escoceses lo están haciendo con toda normalidad. No estamos hablando aquí de ninguna locura, no hay hostilidad, no tenemos enemigos. No vamos contra nadie, queremos lo mejor para nosotros. Gómez de la Serna (PP). No se puede comparar la autodeterminación con un divorcio. En un matrimonio los dos miembros son soberanos; aquí la soberanía reside en el pueblo español. LA CONSULTA > “Con el ‘sí’, sería inexorable la independencia” Gómez de la Serna (PP). Estamos hablando de una consulta de secesión, seamos claros. Y eso nos afecta a todos: al conjunto de los españoles y, además, a los europeos. Esto es un proceso contra la UE, contra lo que significa la UE, que fue un ejercicio de unificación en un continente convulso, una integración creada tras la Segunda Guerra Mundial para evitar lo que los nacionalismos habían traído a Europa, que son dos guerras mundiales. A mí me importa mucho lo que ocurra en Cataluña. A los españoles nos importa mucho el bienestar de los catalanes. Esto nos afecta a todos. Aprovechar un proceso tan duro como el que está atravesando la sociedad española y la catalana para buscar un enemigo exterior e ir a un proceso de desbordamiento constitucional me parece de muy poca honestidad política, y muy poco democrático. Jáuregui (PSOE). Esto es una consulta para la autodeterminación. Punto. ERC ha impuesto su hoja de ruta en este proceso. Y una consulta de esa naturaleza, si se produjera, constituye un mandato político insuperable. La consulta, respondida afirmativamente por el pueblo de Cataluña, le lleva inexorablemente a la independencia. Por tanto, nos afecta a todos. Es como si algún día Tarragona reivindicara la independencia de Cataluña: de la misma manera que responderíais: “oiga, no, esto es una cuestión que tenemos que decidir todos los catalanes”, los españoles también dicen, con razón: “oiga, esto de Cataluña nos afecta”. Es que me quitan ustedes un brazo. Forma parte del mismo cuerpo. Por eso mi argumentación no es solo legal; yo quiero convencer a los catalanes de que este no es un buen método. Primero, porque provoca una fractura de país enorme. La secesión es un mal moral. Segundo, por la enorme inestabilidad que produce: ¿Cuánto dura esa decisión? ¿La podríamos revocar? ¿Estaremos siempre pendientes de ese tipo de decisiones esenciales? Soy de aquí, soy de allá, ahora entro allí, ahora me quitan de allá... Bosch (ERC). El proceso que se está produciendo en Cataluña es absolutamente pacífico, solemne, festivo, popular, democrático y legal. ¿Qué semáforo en rojo hemos pasado? Ni uno. Eso es un invento para denostar una realidad. Votar es el gesto básico de la democracia. Si alguien anula el voto se está cargando eso, y aquí nos están proponiendo eso: que anulemos el voto convocado para el 9 de noviembre. Eso es muy gordo. Jáuregui (PSOE). Pongamos que se hace la consulta y sale que no. ¿Es que los problemas que Cataluña expresa, identitarios, de autogobierno, de financiación... quedarían automáticamente aparcados? No, tendríamos que volver a abordarlos. ¿Y si sale que sí? Las consecuencias de esa negociación... Habría que negociar mil cosas, y habría que volver a preguntar a los catalanes. Por eso no es una buena manera de resolver la cuestión. Tenemos que arreglarlo respetando la decisión de los catalanes y de todos los españoles en un proceso legal y de reformas importantes. Que decidan sobre formulaciones que la política les proponga. Ahí sí decidís: ¡sobre una propuesta política concreta! Para que sigamos juntos de otra manera. Porque yo sí creo que España tiene un problema de integración de sus nacionalidades. Lo tenemos, reconozcámoslo. Empecemos a abordar esto. Como estamos hablando aquí, porque por cierto, de esto, y de esta manera, nunca hemos hablado. Y creo que ya es hora. Gómez de la Serna (PP). En los estados democráticos no cabe quebrantar la integridad territorial. Y en la UE existe el principio de integridad de los Estados. Si una parte de un país se secesionara, saldría automática e irreversiblemente de la UE. Y eso no lo estáis diciendo en Cataluña. Si hablamos de democracia, vamos a hablar en serio y a decir a la gente la verdad. Poned las cartas boca arriba. ¿El futuro que ofrecéis a los catalanes es un Estado fallido? Bosch (ERC). Oiga, pero qué manía en sacarnos a patadas de la UE. Eso sí que es hostilidad. Si España ejerce el veto sobre el acceso de una República catalana a la UE sería una agresión. Lozano (UPyD). Bueno, eso es el colmo del victimismo, ¿no? Decir “nos vamos de España” y luego consideraros expulsados por otros de Europa. Lo que no se puede pretender es: “Me hago independiente pero que España siga velando por mis intereses en Europa”. ¿QUÉ HACER? > “¿Reforma constitucional, con qué bases de lealtad?” Pregunta. El 8 de abril, el Congreso rechazará autorizar el referéndum catalán. ¿Pondrá eso punto final al proceso, como ocurrió cuando la Cámara rechazó el plan Ibarretxe? ¿Contemplan a corto, medio o largo plazo la opción de una reforma constitucional? Y, por otro lado, ¿hasta dónde debe llegar el Gobierno en el uso de la Constitución para evitar que se incumpla la ley en Cataluña? Gómez de la Serna (PP). A mí me llama mucho la atención que se hable de diálogo y al mismo tiempo se diga: uno, que el proceso va a seguir, pase lo que pase el día 8; es decir, que lo que digan estas Cortes Generales da igual; dos: que el proceso está “inspirado por un pueblo”. Esas cosas dan un poco de miedo... Yo no interpretaría así la voluntad de los pueblos, un poco como se interpretaba antiguamente en términos políticos la voluntad de Dios. Cuidado con estas cosas. Muchas veces se dice interpretar la voluntad de un pueblo cuando lo que se está haciendo es alimentar un proceso de radicalización. Eso es lo que ha ocurrido con CiU en Cataluña. Jáuregui (PSOE). Las Cortes van a denegar la competencia del referéndum, pero eso no termina con el problema político que está sobre la mesa. Nuestra propuesta es tender la mano para ofrecer una salida: constituir en el Congreso una ponencia para empezar a estudiar los problemas de articulación del modelo autonómico, la cooperación interterritorial, las competencias, la financiación autonómica… Surroca (CiU). Ponerse a hablar de ponencias ahora... Jáuregui (PSOE). Esa ponencia nos da una oportunidad para hacer política. Sobre la respuesta del Estado... Yo es que no creo que el proceso vaya a acabar en ilegalidades flagrantes. He escuchado a Mas decir que va a cumplir la ley y espero que así sea. No veo un referéndum en cajas de cartón. Lozano (UPyD). Nosotros defendemos la reforma de la Constitución. Pero ¿Reformarla para qué? ¿Para garantizar la cohesión del país o para garantizar que los que quieren una independencia a plazos han conseguido un plazo más? Una reforma federal no va a contentar al independentismo, Ramón. Ellos no quieren ni nuevos poderes ni nuevas competencias ni nuevas financiaciones, quieren un nuevo país. Entonces no nos engañemos. Una reforma constitucional para apaciguar al independentismo será una nueva huida hacia adelante: los nacionalistas pensarán que les funciona la estrategia de tensar la cuerda al límite porque habrán conseguido un nuevo plazo. Jáuregui (PSOE). Yo no pretendo apaciguar a los independentistas; lo que quiero evitar, Irene, es que se hagan independentistas la mayoría de los catalanes. Surroca (CiU). El modelo que propone el PSOE está superado, un modelo federal no es suficiente en esta situación. Bueno, puede hablarse de ello. Pero primero tenemos que saber cuál es la decisión de los ciudadanos de Cataluña. No nos cerramos a nada. Puede haber otras opciones que no son la independencia, y dentro de ellas podría haber una reforma de la Constitución, ¿por qué no? Pero tenemos que ir paso a paso, no abrir debates antes de tiempo. Ahora lo que toca es celebrar la consulta. Eso es irrenunciable. En cuanto al debate del día 8... El proceso no acaba ahí. Nosotros tenemos una hoja de ruta marcada, seguiremos ese proceso que, insisto, es el que nos está marcando el pueblo de Cataluña. Nuet (IU-IP). Izquierda Plural cree que Cataluña es una nación y por eso nosotros hablamos de soberanías compartidas, en el futuro, en un marco de reforma constitucional. Siempre desde el concepto de vivir juntos. No somos independentistas. Ni apostamos, por ejemplo, por una declaración unilateral de independencia. Gómez de la Serna (PP). El día 8 se deslegitimará más el proceso, democráticamente. Si el nacionalismo catalán quiere seguir adelante, habrá que ir viendo qué se hace en cada caso. El Estado debe responder con toda la ley, pero solo con la ley. Es que el error es pensar que incumplir la ley es democrático. Es lo más antidemocrático que hay. ¿Cuál es el límite? Lo irá dando la Constitución, en función de los desafíos. Vivimos en un Estado de Derecho, y eso es lo que se va a jugar aquí: la pervivencia del Estado democrático y de Derecho. Nuet apuntaba a un nuevo proceso constituyente. ¿Con qué acuerdos? ¿Con qué bases de lealtades constitucionales, hoy rotas? ¿Con qué objetivo, inexistente? ¿Con qué proyecto de país? ¿Con qué garantía de estabilidad para el país? Abrir un proceso constituyente por abrirlo, sin consenso, sin confianza ni lealtad constitucional, sin un objetivo común, a mí me parece suicida. Y más en este momento. Jáuregui (PSOE). El suicidio es no hacer nada. Los puentes entre Cataluña y España se están deteriorando, y cuando queramos renovarlos, Pedro, quizás no haya gente para pasarlos. Gómez de la Serna (PP). Yo sí creo que hay que hacer algo, pero no en ese sentido. Es que vas a abrir un proceso de inestabilidad política para nada, porque ellos no lo van a aceptar, te lo han dicho los dos. Creo que es un error, es legítimo y loable, pero es un error, Ramón. Yo creo que la iniciativa, efectivamente, tiene que ser nuestra, pero en otro sentido. Verás, creo que vosotros y nosotros sí tenemos una gran responsabilidad en este tema. Porque somos los partidos, y perdonad el resto, encargados de dar estabilidad a este país. Y lo que no puede ser es que hayamos renunciado a habitar en el sentimiento catalán. Eso ha sido el principal error vuestro y en parte —aunque en mucha menor medida— nuestro en Cataluña. Creo que hay que poner un proceso en marcha: pero un proceso de pedagogía, de explicarle a los catalanes lo que es España, lo que es Europa, cuál es el coste que van a tener, dónde van a vivir mejor. Lo que hay que hacer es pedagogía, y atrevernos a estar presentes allí. Bosch (ERC). El 8 de abril no se acaba este proceso. Ni siquiera empieza. Hasta ahora la respuesta ha sido “no, no y no”. Esta será una más. ¿Cuándo se puede acabar el proceso? Cuando la gente lo decida. De aquí a unas décadas esto lo veremos como retratan los periódicos historias parecidas: Cánovas diciendo que la independencia de Cuba era imposible... y, al cabo de meses, Cuba era independiente. Gorbachov en las calles de Vilnius en 1990: “La independencia de Lituania es imposible”… al cabo de meses, Lituania era independiente. ¿Qué quieren los catalanes?, esa es la pregunta central. Y ¿qué pasara? Pues pasará lo que quieran los catalanes. Gómez de la Serna (PP). Es que te equivocas de ejemplos, Alfred, te equivocas de país. El hundimiento de 1898, la desintegración de la URSS... Es que España no es un país que se esté hundiendo y que, en un marco de debilidad institucional, social y política, pues a río revuelto ganancia de pescadores... A eso me refería cuando decía que no es honesto utilizar un momento de dificultad como el que hemos pasado para manipular la voluntad política de los catalanes y llevarles a una fractura. De verdad, sed realistas, no va a haber independencia de Cataluña. La democracia es la democracia. No os llaméis a engaño, no va a haber secesión. Porque España no es un país en hundimiento como lo era en el 98 y como lo era la URSS y porque además, perdonadme la ironía, EE UU no está de vuestra parte como ocurrió en el proceso del 98. Te equivocas de escenario, Alfred. (30/03/2014)


Derecho decidir:
Ante el debate suscitado sobre la independencia de Cataluña y sus relevantes implicaciones jurídicas, me gustaría expresar mi preocupación por la postura adoptada por algunos líderes políticos que proclaman su intención de desvincularse unilateralmente del marco constitucional al margen del procedimiento previsto por nuestra Ley Fundamental para su reforma. Quienes hemos estudiado el Derecho Constitucional sabemos bien que nuestra Constitución no es una ley más, sino que expresa la voluntad del poder constituyente de un pueblo, el español, en el que radica la soberanía y del que emanan todos los poderes del Estado. Como jurista y demócrata defiendo una España plural, en la que caben las adhesiones y también las discrepancias. Pero siempre desde el respeto a la Constitución, que establece un marco jurídico, que nos dimos en la Transición, y que proclama la igualdad de derechos entre todos los españoles. Soy plenamente consciente de que el ordenamiento jurídico no es inmutable y por ello pienso que los legítimos deseos y aspiraciones sociales y políticas deben canalizarse, pero siempre con estricto respeto a las leyes y a los procedimientos en ellas previstos para su reforma, de manera que el diálogo y el acuerdo entre ciudadanos iguales ayude a mejorar nuestro ordenamiento jurídico, que es la mejor garantía de nuestra convivencia democrática. La unidad de la Nación está relacionada con la voluntad de todo el pueblo Pero me preocuparía que esta cuestión se limitara a una cuestión formal sobre la reforma de la Constitución, o mejor, de la interpretación que se haga de la Constitución. Hay países de larga tradición democrática, como Gran Bretaña, que no tienen una Constitución escrita. Por eso, pienso que sería más adecuado relacionar la unidad de la Nación con la voluntad de todo el pueblo, que sustenta la soberanía y que, por serlo, forma su propio ordenamiento jurídico para canalizar a través del mismo aquella voluntad y, en definitiva, aquella soberanía. Eso es democracia. Un pueblo sin ordenamiento jurídico no será nunca un Estado de derecho y, si no lo tiene, o no lo respeta, no será un pueblo demócrata y civilizado sino una anarquía, un caos o una sociedad dirigida de espaldas a la libre voluntad de sus miembros. Por eso, decir lo contrario será hacer demagogia: una falsa e interesada valoración de la realidad. En consecuencia, los conceptos de voluntad del pueblo, democracia y Estado de derecho son inseparables. De esta manera, si la voluntad de todo el pueblo español ha creado en España, como así ha sido, un orden jurídico cuya cúspide viene coronada por la Constitución, solo ese pueblo, en su conjunto y con sus valores y voluntades, es quien puede cambiar el orden jurídico establecido. “Parte del pueblo no es el pueblo” y, por consiguiente, si una parte quiere separarse del resto realizando un acto de secesión, quebranta el ordenamiento jurídico establecido por todos y con ello vulnera la soberanía, el Estado de derecho y la democracia. Y ya hemos visto lo que suele ocurrir en esos casos. Quiero dejar claro que no es mi intención expresar aquí ninguna postura política sobre el presente y el futuro de Cataluña, pero, desde mi responsabilidad como jurista, no puedo menos que advertir que toda vía que implique la vulneración del ordenamiento jurídico supone un ataque a la democracia, porque la democracia no es solo el gobierno del pueblo, sino la garantía de la primacía de la ley y del Estado de derecho. Dicha vulneración produciría una grave inseguridad y la quiebra, sin duda, de los derechos fundamentales de los ciudadanos. Los líderes políticos y sociales debieran dar ejemplo de respeto al Estado de derecho en sus comportamientos y en sus declaraciones, pues situarse por encima del ordenamiento jurídico supone una amenaza al Estado de derecho y a las libertades que este garantiza, así como una lesión a la igualdad de derechos de todos los ciudadanos, se viva en la comunidad autónoma en la que se viva. La Constitución, en su artículo 9, lo expresa con gran claridad: todos los ciudadanos y todos los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Por ello no puede haber libertad, ni democracia, ni autonomía política por encima de la Constitución. Esta es una lección que en Alemania han tenido que aprender por la dura vía de la tragedia social. La experiencia amarga de cómo en los años treinta del siglo pasado se pudo manipular al pueblo utilizando cauces democráticos formales de la Constitución de Weimar para subvertir el Estado de derecho ha llevado a prohibir la posibilidad del referéndum o consulta popular como medio de reforma constitucional. No hay libertad ni democracia por encima de la Constitución En el fondo, en España, en los últimos tiempos, bajo la apelación al respeto hacia las singularidades culturales e incluso políticas de determinadas comunidades, algo que es completamente legítimo, lo que a veces se esconde, y ello ya no es legítimo, es una concepción del derecho incompatible con lo que significa el Estado constitucional o, más ampliamente, la democracia constitucional. De ahí la necesidad de poner en claro los conceptos básicos que sustentan a la Constitución democrática y por lo mismo al Estado al que da forma, el Estado constitucional y democrático de derecho, que ha sido, después de tantos siglos de inseguridad y desigualdad, el tipo de organización política que ha logrado articular la convivencia de manera civilizada. Ese tipo de Constitución y de Estado se caracterizan por haber fundido dos elementos que no pueden, ni teóricamente ni prácticamente, separarse: democracia y derecho. Por esa razón, no cabe apelar a la democracia por encima de la propia Constitución, o dicho con otras palabras, que no haya más democracia legítima que la democracia constitucional. La Constitución presupone la existencia de un único soberano, pues justamente en ello la propia Constitución se fundamenta, y por garantizarlo para el futuro la propia Constitución se mantiene. La Constitución democrática, que es realmente la única Constitución posible, se basa en que ese único soberano es el pueblo. En nuestra Constitución, el pueblo español en su conjunto, decisión adoptada por el poder constituyente y que el poder constituido no puede vulnerar. En una Constitución democrática, como es la nuestra, el derecho de autodeterminación es cualidad exclusiva del poder constituyente, esto es, del pueblo soberano, y no cabe reconocerlo a partes o fracciones de ese pueblo, por la sencilla razón de que no cabe fraccionar o dividir la soberanía. Decidir sobre la soberanía, en consecuencia, solo puede hacerlo su propio titular: el soberano mismo a través del ejercicio del poder de reforma que la Constitución le atribuye. (Javier Cremades, 05/05/2014)


Derecho a decidir 2:
Muchas cosas, y muy graves, están pasando en la Ucrania suroriental. Se está viviendo una preguerra civil, con serios sufrimientos por parte de la población, y se corre el riesgo de otra guerra internacional europea, catástrofe que por fortuna iba haciéndose rara. Pero lo que se vuelve a demostrar, y lo que me interesa aquí, es lo inadecuado de la fórmula nacional para resolver la convivencia en sociedades complejas. La Gran Guerra, con cuyo centenario coincidimos, proporcionó el mejor ejemplo en el siglo XX. Cuando el angélico presidente Wilson vino a Europa, con el prestigio de haber pesado decisivamente en la derrota austro-germana, traía en la cartera sus célebres Catorce puntos, donde proponía resolver los problemas europeos sustituyendo los imperios multiétnicos por Estados culturalmente homogéneos. La conferencia de paz de París, consiguientemente, creó una decena de Estados nuevos y añadió o restó territorios a los existentes —según, ay, que hubieran apoyado a vencedores o vencidos en el conflicto. Pese a la buena voluntad de sus creadores, a la Sociedad de Naciones y a las cláusulas de protección de minorías, la fórmula fue un desastre: los nuevos mini-Estados eran inevitablemente multiétnicos —y ahora, al ser nacionales, maltrataban de verdad a sus minorías—, surgieron agravios, clamores por territorios irredentos, y, al final, se abrió el camino a los fascismos. No escarmentados, hace solo un cuarto de siglo, al disolverse Yugoslavia y la URSS, volvimos a crear Estados nuevos (esta vez una veintena), siempre en busca de la homogeneidad cultural. Y ahí se inscribe el actual lío ucranio. Claro que ahora hay una novedad: ya no se trata de procesos independentistas, sino de anexiones a una potencia vecina, pues Crimea se ha separado de Ucrania para unirse a Rusia. Pero no todo es expansionismo de Putin, ni basta con pararle los pies. Que Crimea fuera antaño rusa y que una gran mayoría de su población haya votado a favor de Rusia son datos a tomar muy en cuenta. Y ahora las provincias de Donetsk y Lugansk quieren seguir ese camino. Olvidemos, por el momento, los provocadores y el dinero enviados por Putin y supongamos que queremos resolver la cuestión civilizadamente, en una mesa de negociación. ¿Cuál podría ser la solución? El problema es que el Derecho Internacional avala dos principios incompatibles entre sí: el derecho a la autodeterminación de los pueblos y el respeto a la integridad de los Estados existentes. El primero, proclamado en la Carta de las Naciones Unidas, en dos resoluciones de su Asamblea General y en varios pactos internacionales de las últimas décadas, es el que invocan, por supuesto, independentistas escoceses o catalanes. Y es un criterio que a todo demócrata le inspira, a primera vista, más simpatía que un rígido respeto a las fronteras existentes; porque no es fácil explicar por qué debemos impedir que pertenezca a un Estado un territorio en el que el 90% de sus habitantes desean ser independientes o pertenecer a otro. Pero está también establecido, como explican José M. Ruiz Soroa y Alberto Basaguren (en La secesión en España, editado por Joseba Arregui, 2014), que la autodeterminación solo se refiere a los pueblos “dependientes”, es decir, a quienes se hallan en situación colonial o bajo invasión militar. La Declaración de Viena de 1993 es muy clara: “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación”, y negárselo constituye “una violación de los derechos humanos”; pero esto no significa avalar acciones encaminadas “a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial o la unidad política de Estados soberanos e independientes que […]estén dotados de un Gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción de ningún tipo”. Es decir, que de la autodeterminación no se deriva que minorías nacionales territorializadas existentes hoy dentro de un Estado tengan derecho a la independencia política; solo lo tendrán aquellas que carezcan de instituciones democráticas o sean tratadas de forma discriminatoria. Aceptada esta distinción (y aun sabiendo que todo independentista proclamará a su pueblo “dependiente” e invocará este principio), parece claro el significado del derecho de autodeterminación y la situación en que debe hallarse un pueblo para ser titular del mismo. Pero eso no resuelve el asunto, porque lo verdaderamente insoluble es la definición del “pueblo” en sí, es decir, la definición del demos que tiene derecho a autodeterminarse. ¿Por qué han de ser las provincias de la Ucrania actual, por ejemplo, las que puedan decidir su futuro por medio de un referéndum y no sus comarcas o municipios? Cualquier comunidad humana puede proclamarse “pueblo” o “nación” y sobrarán intelectuales que encuentren argumentos históricos, lingüísticos, religiosos o raciales para apoyar esa tesis. El problema es político, prejurídico. Como escribió Robert Dahl, “la democracia puede decidirlo casi todo, menos la amplitud del demos concreto que la practica, porque ese es un dato previo al inicio del proceso democrático. Unos afirmarán que el pueblo X es distinto al pueblo Y; otros, que el pueblo X es parte del más amplio pueblo Y. ¿Cómo se puede resolver este debate? Votando. Pero ¿quiénes votarán? Si son sólo los ciudadanos de X puede salir una cosa y si son todos los de Y, otra”. Viniendo a nuestro entorno, para un nacionalista vasco o catalán es indiscutible que Euskadi o Cataluña tienen derecho a decidir su futuro. Pero un españolista les opondrá que quien debe decidir es España, porque a nadie se le puede amputar una parte de su territorio sin consultarle. Contrarréplica: eso es partir del indemostrable prejuicio de que nosotros somos parte de una nación, España, cuando la única nación es la nuestra, integrada contra su voluntad en el Estado español. Algo de razón tienen ambos. Porque todo nacionalista parte, sí, de un prejuicio: que las naciones existen; pero cada cual cree solo en la suya. Según la lógica democrático-nacional, el futuro de Euskadi deben decidirlo los vascos; pero la misma lógica exigiría que el futuro de Álava se decidiera por los alaveses (en el caso de que en un hipotético referéndum vasco globalmente favorable a la independencia salieran en Álava resultados españolistas). No, nos diría el patriota vasco, porque Álava forma parte de Euskadi, que decide como un todo. Lo mismo que le objetaría a él un españolista en relación con Euskadi. Una vez atribuido el derecho de decidir a las regiones o provincias, cabría hacer lo mismo con los municipios. ¿Con qué derecho, en nombre de qué principio, obligaremos a mantenerse en España al municipio Z, que votó, pese a formar parte de una provincia proespañola, abrumadoramente por la independencia? Y quien dice municipio dice barrios o familias. ¿Dónde está el límite? Llevado a su extremo, el principio democrático del consentimiento acaba disolviendo el Estado en comunidades cada vez más pequeñas y solo se detendría al llegar al individuo, que podría decidir si quiere pertenecer al Estado en que ha nacido, afiliarse a otro o declararse independiente. Sería como proclamar el derecho a renegociar diariamente el contrato social. La democracia, si no quiere conducir al absurdo, no puede incluir el derecho de los miembros de una sociedad a separarse de ella y crear entidades soberanas. La única solución es superar el modelo organizativo del Estado-nación. Es decir, reconocer que el demos, el sujeto soberano, no tiene por qué coincidir con un etnos, una comunidad culturalmente integrada. Europa, cuyas elecciones celebramos ahora, es un demos, pero todavía no un etnos (Enrique Barón, La era del federalismo, en prensa). Tampoco lo es Estados Unidos, un país sin un origen racial o lingüístico común. “La ciudadanía democrática”, escribe Habermas, “no necesita estar enraizada en la identidad nacional de un pueblo”, sino socializar a todos sus ciudadanos en una cultura política común (y atribuirles los mismos derechos y deberes). En cuanto a la pertenencia a una minoría, acostumbrémonos a ello, porque nuestras sociedades son y serán cada vez menos homogéneas culturalmente. Disfrutemos de la variedad cultural. Pertenecer a una minoría, siempre que no reciba trato discriminatorio, no es ninguna desgracia. (Alvarez Junco, 14/05/2014)


Persuadir:
Frente al equívoco derecho a decidir, el deber indudable de persuadir. Si aquel derecho presunto lo reclaman los nacionalistas catalanes, tendrían que estar dispuestos a cumplir este seguro deber hacia los demás catalanes y españoles todos. No hay otra vía democrática para adoptar decisiones públicas que recurrir primero a la persuasión pública. Resulta seguramente improbable, dadas las férreas reglas de partido, que unos diputados lleguen a convencer a otros de la conveniencia de una medida política. Pero lo imprescindible es intentarlo y que al menos se escuchen las razones en pro y en contra. La democracia formal debe guardar sus formas. Pocas decisiones públicas más cruciales que la secesión, que crea una nueva comunidad política a fuerza de deshacer otras dos. Declara políticamente extranjeros a quienes hasta entonces eran conciudadanos (españoles), una quiebra de efectos irreversibles. Y, por si fuera poco, conduce también a deteriorar los lazos afectivos con familiares, amigos o colegas (catalanes y españoles) partidarios de otra alternativa pública. Por eso la moral internacional reconoce la secesión de una parte del territorio de un Estado tan sólo como un derecho remedial, algo que pone fin a una cadena de abusos o violaciones de derechos perpetradas por ese Estado frente a la comunidad que demanda separarse de él. ¿Y cuáles son, en nuestro caso, esos abusos y discriminaciones tan insufribles? No parece que unos ridículos agravios sentimentales, ciertos cálculos fiscales en que ni los más expertos concuerdan o supuestos derechos históricos que la historia jamás puede engendrar merezcan remediarse con la secesión. Pero los enviados del Parlamento catalán al Parlamento español hace un mes tampoco exhibieron a su favor estas heridas. En su lugar, la batería de argumentos que sembraron en el debate pretendió afincarse en la idea de democracia. Seguramente por sentirse amparados por ese tópico estúpido de que nadie tiene derecho a pedirme que renuncie a mis ideas. Pues, según se encargaron ellos de hacer notar, allí no acudieron representantes de la sociedad catalana, ciudadana y plural, sino tan sólo portavoces de un hipotético pueblo catalán, único y nacional. Las preocupaciones de la sociedad catalana real se alejan bastante de las de su pueblo mítico e ideal y, por eso mismo, de los políticos que tienen línea directa con ese pueblo. Y es sabido que los miembros de una sociedad suelen discrepar entre sí, pero el pueblo no requiere demasiado contraste para que su voz tienda a ser unánime. Le basta con dejarse contagiar por las emociones nacionales de unos cuantos. Al fin y al cabo, hay que dejarse llevar por los sentimientos, ¿no? ¿Qué significa entonces la democracia para este pueblo étnico y sus intérpretes? El puro ejercicio de su voluntad sin restricción ninguna; frente a esta voluntad, lo demás sólo puede ser producto de una mala voluntad. Hubo un parlamentario de CIU que seráficamente pronunció que el movimiento secesionista iba “a favor de, no en contra de nadie”, por si nos temíamos otra cosa... Falta voluntad política, repetía en el hemiciclo el eslogan secesionista: “Si se quiere, se puede”. Que se pueda no querer porque no sea razonable ni legítimo quererlo, eso al nacionalista no le cuadra: en política —democrática o demagógica, qué más da— importa la decisión, no la reflexión. A lo más, la negociación de amenazas y promesas, porque hace tiempo que la democracia habla el lenguaje del mercado. Los argumentos sobran porque, oiga, no pretenderá usted convencernos, ¿verdad? Los juicios valen sobre todo si son prejuicios y a los prejuicios los traemos ya desde casa y los colegas se encargan de reforzarlos para que nadie se salga del rebaño. Bueno, ¿y cómo se ha formado esa voluntad independentista que se tiene a sí misma por autosuficiente? Primero gracias a su Gobierno. El Gobierno catalán ha trampeado, confundido, adoctrinado a sus ciudadanos y a la opinión pública de esa comunidad y en lo posible de la española. Y, puesto que relega a España a la categoría de enemigo, se siente plenamente justificado para hacer todo eso. Al enemigo, ni agua, ya se sabe. Bastaría observar la obstinada indecencia de su política lingüística, para deducir cuáles iban a ser los medios de su política para la secesión. Pero ese Gobierno no ha estado solo a la hora de dar alas al nacionalismo. Le han acompañado durante decenios unas fuerzas políticas, a derecha e izquierda, incapaces de cuestionar los privilegios forales de las comunidades navarra y vasca, aun a sabiendas de que tales prerrogativas pre y antidemocráticas encarnaban el permanente objeto de deseo de los dirigentes catalanes. Súmenle esa izquierda que ha antepuesto la defensa de la identidad de los pueblos a la defensa de la equidad para las personas, o sea, que se imagina progresista cuando va de reaccionaria. Añadan aún a quienes advertían de entrada que ellos no eran nacionalistas, por Dios, pero jamás esbozaron siquiera una mueca ante sus desvaríos y han acabado así en el cuadro de honor del nacionalismo. Y no se olviden del silencio culpable de tanto ciudadano que temía volverse sospechoso de tibieza patriótica ante los suyos. Entretanto los Gobiernos españoles han callado y, a lo más, respondido con argumentos constitucionales, que no deberían ser los primeros, sino los últimos en zanjar el pleito. Quien manifiesta su propósito de separarse de España no va a sentirse frenado por mucho que así vulnere una norma cuya legitimidad desdeña y cuyo mandato precisamente quiere eludir. Aquellos que durante decenios terciaban en la disputa con el guiño tranquilizador de que los nacionalistas (vascos y catalanes) no se atreverían a llegar a tanto, a lo mejor han aprendido algo. A saber, que unas ideas prácticas como son las políticas no se adquieren ni pregonan para contemplarlas, sino para ponerlas en práctica. Que su reclamación se hiciera con modales pacíficos, y no a tiros, no la convertía milagrosamente sólo por eso en democrática. De suerte que los representantes del pueblo catalán esparcieron ese día en el hemiciclo unas definiciones de democracia que avergonzarían a un ciudadano medianamente instruido. “Democracia es votar”, sentenció uno. Y votar es expresar preferencias acerca de una propuesta, en efecto, sólo que ese ejercicio no se libra a su vez de un examen democrático: ¿con qué grado de información verídica y de libertad se han formado y cuál es el grado de justicia de esas preferencias? Eso sin contar que los derechos fundamentales no están sujetos al voto de nadie, sino más bien protegidos frente a él. Otro dijo que “democracia es ajustar la legalidad a la realidad”, aunque no parece que el hallazgo vaya a entrar en la historia del pensamiento político. Pues si es cierto que periódicamente las leyes deben cambiar ante nuevas demandas sociales, más frecuente será que las conductas tengan que atenerse al marco legal. De lo contrario, habría hoy que consagrar legalmente la corrupción, la evasión fiscal y la violencia machista, a fin de ajustarse a nuestra miserable realidad. Entonces ¿para qué las leyes si hasta lo delictivo, en cuanto se extendiera, sería ya en democracia potencialmente legalizable? Y todos ellos coincidieron, claro está, en considerar democrático el proceso de independencia porque así lo quiere “la mayoría del pueblo catalán”. Se les olvida que tal número será de hecho nada más que una minoría de todos los afectados por esa secesión. Ignoran también que sólo al final la democracia consiste en un procedimiento de toma de decisiones mediante la regla de la mayoría. Antes que eso, es un principio público que atribuye igual libertad a los sujetos políticos. Lo primero que toca entonces preguntarse es si las premisas de lo puesto a votación y sus efectos previsibles respetan los derechos de los ciudadanos iguales y libres. Pues no: la iniciativa nacionalista sólo viene a respetar a lo más los derechos de los ciudadanos catalanes, pero no los del resto de españoles. Ciudadanos iguales en derechos serían los catalanes entre sí y frente a ellos seríamos desiguales todos los demás; al votar, aquéllos ejercerían su libertad política, pero al precio de maniatar la nuestra. Si se celebrara esa consulta, en suma, el resultado más favorable a quien la convoca no será ni mayoritario ni mucho menos democrático. (Aurelio Arteta, 13/05/2014)


Plazos:
Casi todos los políticos y analistas sostienen en privado que la consulta sobre la independencia de Cataluña no se va a celebrar. Tienen razón. En el marco constitucional vigente, solo es posible realizar una consulta popular por medio de referéndum si el Estado la autoriza. El Gobierno español ha dicho que no va a dar la necesaria autorización. Por su parte, el Gobierno catalán se ha comprometido a respetar la legalidad. Sabe perfectamente que no es posible sortear el obstáculo que supone la negativa de Rajoy, inventándose una nueva figura, una “consulta popular no referendaria”. La conclusión es obvia: no habrá referéndum el 9 de noviembre. ¿Debemos los demócratas lamentar este hecho? ¿Podemos afirmar que se está negando a los catalanes un derecho democrático básico, el famoso “derecho a decidir”? La cuestión es más compleja de lo que parece. En primer lugar, existen sólidas razones para cuestionar que una comunidad política pueda decidir unilateralmente su separación. La integridad territorial es valiosa: los inevitables desacuerdos que se producen entre las diversas regiones y naciones que conforman un Estado descentralizado deben encauzarse a través del diálogo y la negociación, lo que resultaría muy difícil si estuviera abierta la posibilidad de marcharse. Además, ningún Estado estaría dispuesto a iniciar un proceso de descentralización política si la secesión apareciera en el horizonte como una opción. Por otro lado, la ruptura territorial afecta a las dos partes involucradas, y no parece razonable que solo un círculo de los afectados tenga derecho a decidir. Y si vamos a sostener que un grupo tiene derecho a disociarse del resto, ¿habría que aceptar, en sentido contrario, el derecho de la mayoría de la población de un Estado a cortar sus vínculos con una parte minoritaria del mismo Estado? En segundo lugar, el ordenamiento jurídico internacional no reconoce ningún derecho unilateral de secesión, salvo en supuestos excepcionales vinculados al contexto colonial, o en que se han producido agresiones externas o violaciones sistemáticas de derechos humanos. La opinión consultiva emitida el 22 de julio de 2010 por la Corte Internacional de Justicia, a propósito de la declaración de independencia de Kosovo, no consagra ningún “derecho a decidir” la separación territorial. Tampoco lo hacen las Constituciones de las democracias consolidadas. Recientemente, la Administración federal norteamericana ha dado respuesta a una petición de ciudadanos texanos que abogan por la independencia de su Estado. El Gobierno de Barack Obama ha explicado que, bajo la Constitución americana, el país está formado por una unión “indestructible” de Estados “indestructibles”. El mismo entendimiento prevalece en Europa. Es difícil imaginar que Francia, Italia o Alemania, por ejemplo, permitieran a una de sus regiones o ländervotar su posible secesión. Recientemente, la Comisión Europea ha precisado que la consulta por la independencia de Cataluña es un asunto interno. Obsérvese que si estuvieran en juego principios democráticos elementales la UE no podría mostrarse indiferente, pues el Tratado de la Unión es rotundo al exigir que los Estados miembros respeten las reglas democráticas (artículo 2), y al apoderar a la Unión para tomar medidas adecuadas frente a quienes se desvíen de ellas (artículo 6). Si la Comisión ha afirmado que estamos ante un asunto doméstico es porque entiende que ningún principio democrático se vulnera si la consulta no llega a celebrarse. Es verdad que los Gobiernos escocés y británico se han puesto de acuerdo para que se lleve a cabo un referéndum sobre la independencia de Escocia. Pero el acuerdo alcanzado es fruto de un extenso proceso de debate y negociación política. Y no está basado en la idea de que Escocia tenga un derecho natural a decidir, sino en la conveniencia del pacto. Por lo demás, la eventual separación de Escocia requiere en todo caso la aprobación del Parlamento británico. Tampoco en Canadá se ha consagrado ese derecho. La famosa opinión consultiva del Tribunal Supremo canadiense de 20 de agosto de 1998 es contundente en este sentido. La provincia de Quebec no puede decidir unilateralmente la secesión. Lo que sucede es que si una mayoría clara de quebequeses, en un referéndum, responde favorablemente a una pregunta también clara a favor de la independencia, entonces nace la obligación de ambos Gobiernos de negociar la posibilidad de la secesión. Pero la secesión no puede ser “decidida” por la mayoría de quebequeses. Y una vez que se abre este proceso de negociación de resultados imprevisibles, la integridad de labelle province se puede tener que reconsiderar, pues la concentración en determinadas zonas del norte de Quebec de comunidades aborígenes favorables a mantener sus lazos con el resto de Canadá, o la presencia de una mayoría anglófona en el oeste de la isla de Montreal, podría obligar a revisar los límites territoriales de la provincia. Si la integridad territorial de Canadá no es sagrada, tampoco lo es la de Quebec. En tercer lugar, esta resistencia constitucional a los procesos de secesión surte un efecto beneficioso desde un punto de vista democrático. Del mismo modo que las palomas cuentan con la resistencia del aire para poder volar —por utilizar la metáfora kantiana— también la separación de un territorio debe ser el resultado de un amplio proceso político, por medio del cual se someta al movimiento independentista a una serie de pruebas difíciles, a fin de calibrar hasta qué punto expresa genuinamente la voz del pueblo. Una cuestión tan trascendental como la independencia de Cataluña no puede resolverse en un fácil trámite. No deberíamos caer en ese defecto tan posmoderno de quitar solemnidad a las cosas y excluir la virtud de la gravitas. Que el proceso sea dilatado en el tiempo es congruente con la naturaleza existencial del asunto. La secesión supone un paso extraordinario de consecuencias irreversibles, por lo que únicamente una voluntad mayoritaria estable (no coyuntural) tiene legitimidad para poner en marcha un procedimiento que puede llegar a desembocar en esa ruptura. Así, si el Gobierno central impide la consulta del 9 de noviembre, se establece una primera prueba de resistencia para el movimiento independentista: ¿Lograrán los secesionistas que, en las próximas elecciones catalanas, los partidos centren toda su atención en el tema de la independencia, y expresen claramente su posición al respecto, a diferencia de lo que ocurrió en las anteriores elecciones? ¿Qué grado de apoyo obtendrán las fuerzas políticas favorables a la independencia? Esperar y ver qué sucede entonces tiene perfecto sentido democrático. Mientras, es necesario abrir un nuevo tiempo político, en que se aborde con calma la cuestión catalana. A la vista del mayoritario descontento que existe en Cataluña, es insoslayable estudiar y negociar un acuerdo para lograr un mejor acomodo de Cataluña dentro de España, lo que puede requerir una reforma constitucional. Pero para que esta empresa tenga éxito es necesario un ejercicio previo, mucho más difícil. Debemos entablar una gran conversación colectiva sobre los temas controvertidos, como la financiación autonómica, el grado de autogobierno, el carácter plurinacional de España, las lenguas, y la propia historia. Frente al exceso de manipulación propagandística debemos escucharnos de verdad unos a otros, sin olvidar la máxima liberal de que el otro puede tener razón. Y en algún momento se habrá de desencadenar cierta catarsis colectiva, en que los principales protagonistas del juego político reconozcan los errores cometidos en los últimos tiempos, errores que nos han llevado a esta preocupante situación. Pues la verdad es que nadie está libre de culpa. Pero eso es materia para otro día. (Victor Ferreres, 05/02/2014)


Pregunta:
Una de las cosas más sorprendentes del actual debate político en Cataluña es la casi universal aceptación por parte de sus élites políticas del jurídicamente inexistente “derecho a decidir”. En realidad, como ya se ha explicado otras veces, el “derecho a decidir” no es sino una versión edulcorada del derecho de autodeterminación, que, este sí, tiene claramente definidas las condiciones de su ejercicio en el derecho internacional. Pero el derecho de autodeterminación es un expediente que, por su vinculación histórica a los planteamientos, entre otros, de la izquierda marxista, resulta difícil de digerir para parte de los sectores mesocráticos que constituyen el grueso del movimiento independentista catalán. Más aséptico, vaporoso y desnudo de connotaciones históricas, el “derecho a decidir” parece remitir simplemente al respeto por los procedimientos democráticos. Como es sabido, el ejercicio del derecho de autodeterminación solo es reconocido en la práctica internacional cuando concurren circunstancias (dominación colonial, ocupación militar, agresión grave y flagrante contra una minoría nacional) que, salvo para las mentes más delirantes del mundo nacionalista catalán, no se dan en Cataluña. Siendo así que los dirigentes y publicistas del secesionismo tienen claro que la única posibilidad de completar su programa pasa por la internacionalización del conflicto, saben también que, si presentasen a Cataluña ante el mundo como una nación oprimida, sus planteamientos difícilmente iban a resultar comprendidos. El “derecho a decidir” resuelve ese problema al trasladar el debate desde lo nacional al terreno del respeto democrático por la opinión de la mayoría. Con el derecho internacional en la mano, Cataluña no tiene derecho a la autodeterminación (como no lo tenía Quebec en relación con Canadá, según la sentencia sobre el tema del Tribunal Supremo canadiense). Pero ¿cómo objetar el simple ejercicio de la democracia que representa el “derecho a decidir”? Si hay una mayoría de ciudadanos y ciudadanas de Cataluña que quieren ser preguntados sobre el tipo de vinculación que debería existir entre esta y España, ¿cómo puede cualquier demócrata oponerse a la realización de una consulta semejante? Argumento de potencia innegable, pero tramposo. Cataluña tiene un problema real y hay que darle una respuesta democrática En realidad, ese “derecho a decidir”, ese supuesto ejercicio de democracia radical, aparece en nuestro debate circunscrito a una única cuestión: la independencia de Cataluña. A Mas, Junqueras o la presidenta de la Assemblea Nacional Catalana, Carme Forcadell, no se les pasa por la imaginación que la sociedad catalana pudiera también ejercer su derecho a decidir sobre, por ejemplo, los brutales recortes sociales que el “Govern dels millors” del presidente Mas, ahora con la connivencia de su aliado (y jefe de la oposición al mismo tiempo), perpetra desde hace años contra sus connacionales. Por otra parte, resulta absolutamente falaz el argumento de que basta con que una mayoría de ciudadanos de un territorio determinado exija ser consultado sobre un tema capital para que tal consulta tenga que ser aceptada por todo demócrata que se precie. Sin pretender establecer comparación alguna entre situaciones que nada tienen que ver entre sí: ¿algún demócrata defendería que, cinco décadas atrás, el Gobierno de Estados Unidos debería haber atendido una hipotética demanda de ejercer el “derecho a decidir” sobre la legislación que pretendía acabar con la segregación racial, si lo hubiese pedido una amplia mayoría de los habitantes de alguno de los Estados del sur donde dominaban los partidarios de dicha segregación? Si la respuesta, quiero creer, es no, ¿cuándo, entonces, sería legítimo ejercer tal derecho y cuándo no? ¿Sobre qué temas sí y sobre qué temas no? ¿Y quién decidiría sobre ello? El “derecho a decidir” no puede ser base de legitimación de nada porque no es más que un artefacto ad hoc para saltar lo que con la legalidad internacional —y no solo la española— en la mano sería un muro infranqueable. Ahora bien, eso no quiere decir que el problema que hay planteado en Cataluña no sea real y que no haya que darle una respuesta democrática, que ha de ser política antes que —aunque también— jurídica; el pronunciamiento del Tribunal Supremo de Canadá sobre el caso de Quebec (más que el ejemplo de Escocia) podría servir para alumbrar el camino. La respuesta debe empezar, sin embargo, en el terreno de las ideas, enfrentando los argumentos sobre los que se sostiene un movimiento que, mal que pese a muchos, es de masas y cuenta con un relato potente que mezcla razones atendibles con no pocas falsedades, algunas de las cuales pueden llegar a resultar creíbles porque contienen fragmentos de verdad. Ponerse de perfil, atrincherarse tras el ordenamiento legal vigente sin ofrecer alternativa alguna o, peor aún, amenazar con el uso de no se sabe qué instrumentos contundentes no solo no resolverá nada, sino que hará que quienes defienden la secesión se froten las manos de contento. Atrincherarse tras el ordenamiento legal solo da armas a los secesionistas Quienes creemos que los ciudadanos y las ciudadanas catalanes estaremos mejor dentro de una España que sepa refundarse sobre bases federales y respetuosas con su pluralidad interna que en una Cataluña independiente y, como parece más que evidente, internacionalmente aislada, no solo tenemos argumentos para defender esa opción, sino que no tenemos miedo a contarlos. Eso sí, en serio y sin ventajismos: una hipotética consulta no debería tener lugar en 2014 porque ese año no es neutral en esta cuestión, pero sobre todo porque hace falta más tiempo para un debate sereno e informado que permita a los ciudadanos pronunciarse con fundamento, sin que ello signifique tampoco dilaciones injustificables; y la respuesta a la pregunta, que habría de ser meridianamente clara, no debería limitarse a un sí o un no a la independencia de Cataluña; si de verdad se trata de saber qué quieren realmente los catalanes y las catalanas (porque se trata de eso, ¿o no?) la pregunta debería tener tres respuestas posibles: independencia, Estado federal con mayor grado de autogobierno que el actual o mantenimiento del Estatuto de autonomía vigente, es decir, los tres proyectos que defienden las fuerzas políticas con representación en el Parlament actual y que cuentan con respaldo constatado en la sociedad catalana. Me temo que buena parte de los nacionalistas españoles no querrá ni oír hablar de una consulta organizada bajo el paraguas de la legislación vigente (para lo que hay margen suficiente, tal como han explicado constitucionalistas prestigiosos en absoluto sospechosos de veleidades separatistas). Grave error que pagaremos todos a medio o largo plazo. Los secesionistas, a su vez, no querrán ni oír hablar de las dos condiciones antes mencionadas, especialmente de la segunda, que pondría de manifiesto la complejidad y pluralidad de la sociedad catalana en la cuestión identitaria y en lo relativo a las opciones sobre la organización territorial del Estado. Pero entonces habría que recordarles que ellos no tienen el monopolio de la definición de cómo se ha de organizar el ejercicio de la democracia; y que tiempo para el debate y una pregunta con esas tres respuestas fue lo que defendió Alex Salmond en sus negociaciones con el premier Cameron que condujeron al acuerdo para la celebración del referéndum en Escocia. Claro que es posible que nuestros secesionistas consideren a Salmond un españolista peligroso. (Francisco Morente, 01/10/2013)


Sujeto:
Estos días he leído dos ideas en torno a los derechos humanos que suenan a paradoja pero quizá no lo sean tanto. Liborio Hierro, uno de nuestros más serios investigadores sobre el tema, advierte en un libro reciente, Autonomía individual frente a autonomía colectiva, que también puede darse el caso de que ciertos “poderes viejos” hagan suyo el lenguaje de los derechos para revestirse de una legitimación nueva y volver a dominar a las personas. Por su parte, Joshua Greene, en un libro muy discutido, Moral Tribes, desliza la idea de que los derechos pueden ser esgrimidos también como un arma que nos permite blindar nuestros sentimientos como si fueran hechos concluyentes, no negociables. Si tengo derecho a algo, el asunto está zanjado: no caben más argumentos. Me parece que ambos tienen razón: invocar los derechos puede ser una estrategia de ciertos poderes sociales para controlar a las personas de otra manera, y apelar a ellos hace difícilmente negociables los desacuerdos morales y políticos en los que esos derechos anidan. Esas dos advertencias son aún más pertinentes cuando el lenguaje de los derechos no es usado para referirse a personas individuales sino a supuestas entidades colectivas, como las minorías, las naciones o los “pueblos”. En este caso, las distorsiones tienden a incrementarse por dos razones: en primer lugar, los poderes y sus intereses disimulan su verdadera condición mediante el subterfugio de presentarse como la voz de la entidad colectiva: no soy yo el que habla, es la nación, el pueblo y sus derechos, lo que habla a través de mí. En segundo lugar, los ciudadanos son empujados a un ejercicio sentimental de traslación de su identidad a la entidad moral superior y muchos acaban por creer que lo mejor o lo más importante de lo que son se lo deben a su pertenencia al todo. Si se pone en cuestión la entidad colectiva se ponen en cuestión sus derechos y hasta su propia identidad personal. Esa representación mágica que pretenden algunos voceros del nacionalismo es, naturalmente, una impostura, pero tiene unos efectos demoledores sobre la deliberación de los problemas públicos. Quienes la detentan parecen creerse autorizados para imprimir un turbio sesgo a su favor en el debate público y promueven para ello una vergonzosa parcialidad en los medios que administran. La justificación que esgrimen se presenta como algo natural: si se pone en cuestión el derecho colectivo se pone en cuestión la patria. Y por lo que respecta al mensaje que se proyecta sobre el ciudadano, lo que se busca es que quienes habitan ese espacio se abandonen al sentimiento colectivo y estén dispuestos a sacrificar sus derechos individuales ante el altar de la entidad moral superior. Distorsionado así el debate público sobre los derechos que se tienen, y entregados los ciudadanos a la identidad enajenada, el lenguaje de los derechos se torna, en efecto, en un instrumento de dominación y queda blindado ante cualquier negociación. Lamento tener que decirlo, pero la atmósfera de la discusión es hoy francamente irrespirable en Cataluña, y está lejos de lo que debe ser una deliberación pública libre. En ese marco deformante es donde hay que examinar esa reivindicación del llamado “derecho a decidir” que está prendiendo demasiado en Cataluña. Se presenta, con actitud desafiante, como expresión natural e innegociable del principio democrático y los derechos que lleva consigo, de forma que aquellos que discuten la existencia de tal derecho o no apoyan su ejercicio sin límites han de ser tenidos irremediablemente por anti-demócratas y desconocedores de los derechos más elementales del ciudadano. Lo que está sucediendo en Cataluña, la postulación colectiva del “derecho a decidir”, no puede ser limitado ni detenido por meras leyes, ni siquiera por la Constitución o por decisiones del Tribunal Constitucional, porque eso traicionaría el derecho básico a tomar parte en las decisiones, que el demócrata tiene que defender ante todo. Algunos de quienes apelan a este argumento, incluso desde la sedicente “izquierda” —¡cosas veredes, Sancho!— lo llaman “radicalidad democrática”. Deploro tener que decir que no hay tal cosa. Tan sólo es un argumento engañoso revestido de una legitimidad impostada. Si hurgamos un poco en sus adentros veremos enseguida que tiene ingredientes poco o nada democráticos y alguno bastante oscuro. Hay, en efecto, en esa propuesta, como en todo procedimiento de decisión mediante el voto de una pluralidad de actores, al menos cinco momentos en los que no aparece para nada el principio democrático, es decir, en los que el proceso que se promueve carece de alcance democrático porque no se expresa en él la voluntad de los ciudadanos. En esos cinco momentos, por tanto, el derecho a decidir no es democrático ni expresión de democracia alguna, sino producto de decisiones políticas no consultadas con pueblo alguno. El primero es la resolución misma de consultar o no consultar al electorado. Es lo que se llama en la jerga politológica el control de la agenda. El segundo, como recordaba en estas páginas hace días José Álvarez Junco, la determinación e identificación del cuerpo electoral, del demos que ha de decidir. Un tercero es la cuestión sobre la que ha de decidirse, es decir el objeto de la decisión. El cuarto es la formulación de la pregunta o interrogante que se somete a ese demos. Y el último es el momento temporal —la fecha— en que se va a proceder a realizar la operación. Es palmario que ninguna de esas cinco materias tan importantes para el proceso democrático le ha sido consultada a nadie para que pudiera ejercer sobre ella el famoso derecho a decidir. Han sido resoluciones tomadas de antemano, es decir, impuestas desde la Generalitat, más allá seguramente de sus competencias legales, y con el fin, al parecer, de que se ponga en marcha ese proceso con tantas ínfulas democráticas. Pero ellas mismas no son resoluciones democráticas. No hay que escandalizarse por ello, porque se trata de extremos que no pueden ser decididos democráticamente por razones lógicas. Si se consulta o no a los ciudadanos, quién constituye el demos o cuerpo electoral, cuál es el objeto de la decisión o cuál la fórmula de la pregunta, y cuándo se va a realizar la consulta, son asuntos que se imponen al proceso democrático desde fuera, y tienen que imponerse desde fuera. No puede ser de otra manera. Si nos propusiéramos consultar esos extremos incurriríamos necesariamente en argumentos circulares o regresos al infinito, es decir, en razonamientos inconcluyentes. Esto sólo nos tiene que llevar a una convicción importante: que el derecho a decidir no es, como se pretende, la quintaesencia de la democracia, sino sólo un momento importante de ella rodeado por decisiones no democráticas. Y es a esas decisiones a las que hay que interrogar por si esconden alguna trampa. Sobre las competencias legales para convocar o decidir un tema semejante, o sobre la naturaleza alambicada de la pregunta ya se han escrito demasiadas cosas. A mi juicio, sin embargo, la cuestión que crea una distorsión más espesa en el debate es la contenida en el primer principio de la declaración del Parlament. Esa que dice que el pueblo de Cataluña es un “sujeto político y jurídico”. Dejemos a un lado lo de “soberano”, porque esa es una cuestión ulterior. Pues bien, lamentaría que alguien se ofendiera, pero esa afirmación tan solemne es simplemente la fabulación voluntarista de una entelequia. Y en ella, me parece, está casi toda la trampa. Cuando advertimos que una pluralidad de individuos tiene algunas propiedades comunes: creencias religiosas, el uso de una lengua, pautas culturales, tradiciones, etc. nos sentimos tentados con frecuencia a articular esas propiedades en forma unitaria e hipostasiarlas en una entidad nueva y distinta de los individuos que las comparten. De ahí nacen los entes colectivos y las abstracciones sociológicas que parecen erigirse ante nosotros demandando que las tratemos como seres vivos con personalidad, rasgos mentales (intenciones, voliciones, etc.) y derechos. Es decir, que las consideremos “sujetos”. Pero esto no es más que una manera de hablar, una ficción que a veces es útil y a veces engañosa. Y siempre es ética y políticamente peligrosa. No existe ningún pueblo catalán en el nombre del que nadie pueda hablar, y por tanto ni tiene ni puede tener derechos, ni históricos ni actuales, ni jurídicos ni morales. Ni cabe que como tal sujeto ficticio exprese un deseo de tener “un Estado propio” como si de adquirir un traje nuevo se tratara. Todo eso no son sino fabulaciones y patrañas que solo pueden desembocar en una nueva forma de limitar los derechos de los individuos y hacer emocionalmente imposible la solución de las controversias. (Francisco J.Laporta, 26/05/2014)


Tradición:
Cuando los nacionalistas catalanes dicen que los constitucionalistas carecemos de un relato alternativo que ofrecer a la sociedad catalana apuntan a un problema real. No tiene solución fácil, porque lo que los nacionalistas ignoran es que parte de nuestro antinacionalismo reside precisamente en no dar la lata con identidades colectivas o épicas comunes. Los Estados liberales que abrazan el pluralismo privatizan la identidad de sus ciudadanos: proporcionan el marco legal y las provisiones sociales para que cada uno se monte el relato personal que le apetezca. Esta ausencia de relato comunitario es más acusada en España como consecuencia de nuestra reciente historia política. Los españoles tenemos dificultades para sostener una idea sustantiva de España, algo que ahora echamos en falta para oponer a la orgía identitaria del independentismo. Si, por ejemplo, uno lee a los intelectuales españoles que mejor han rebatido el nacionalismo vasco y catalán (Savater, Juaristi, Espada, Azúa, Ovejero, et al.) ve que su rechazo se fundamenta antes en el desprecio intelectual y moral que les merece el nacionalismo que en una defensa sustantiva de España. (Compárese con los intelectuales franceses, siempre con su punta de chovinismo). Los entiendo, porque a mí me pasa lo mismo, al igual, como sospecho, que a muchos españoles. Sobre esto quiero hablar. Los nacidos en democracia fuimos educados en una visión escéptica de las naciones. Al menos, de la nación española. No digo que el nacionalismo español no exista; digo que no lo he conocido. Supe por mis mesurados maestros que la batalla de Covadonga, de no ser fantasía, no pasó de reyerta; que el Cid fue un mercenario; la Conquista, una hazaña discutible; y la Guerra de la Independencia, una buena bronca por una mala causa. Una educación descreída, avergonzada del franquismo y encarada hacia Europa, que nos persuadió de que las identidades nacionales pertenecían al pasado. Sin embargo, en otros lugares se recorría el camino inverso. Si en Madrid era posible discutir el alcance de la unión dinástica de los Reyes Católicos, en Barcelona se celebraba sin empacho el milenario de la nación catalana. De esa doble moral abundan los signos. Muy sintomáticamente no hay en España un museo de historia de España y sí lo hay —nada que objetar— de Cataluña. La perfunctoria presencia de la élite capitalina el 12 de octubre (un coñazo, ya lo dijo Rajoy) poco se puede comparar a la seriedad que requiere postrarse ante Rafael Casanova cada 11 de septiembre. Esto era hasta cierto punto esperable, pero faltó un equilibrio. De la España esencial del casticismo franquista hemos pasado a España, esa cosa que no sabemos si existe. En Cataluña y Euskadi, en cambio, una especie de derecho de crédito devengado durante la dictadura faculta a sus nacionalismos a empapuzar de identidad a la ciudadanía. Así, mientras unos quitábamos importancia a nociones como identidad o nación (en el sentido que le dan los nacionalistas, posiblemente el único atribuible) otros inflaban su significado. Parece dudoso que un club de agnósticos pueda aplacar una oleada de conversiones religiosas. Si deseamos evitar una humillante descomposición étnica es necesario rescatar una España positiva, ni esencial ni meramente jurídica. El reto acucia a las nuevas generaciones de la izquierda española, que deben asumir que ni España, ni sus símbolos, ni la lengua española son un invento de Franco. Por si fuera de ayuda a españoles desafectos, ofrezco aquí la solución que me he dado a mí mismo para hacer compatible mi idea de España con una vivencia no nacionalista, sin reducirla tampoco a mero marco legal. Bastó cambiar de vocabulario: en lugar de identidad, tradición, y en lugar de nación, valor. Identidad es concepto problemático. Pide, en buena lógica, ser excluyente. Prefiero pensar que España, sin ser mi identidad, es mi tradición. Aquello que, gracias al azar combinado del nacimiento y la geografía, me ha sido dado y de lo que soy custodio: Cervantes, Alhambra, Machado, Pla, la Torre de Hércules y el páramo de Masa; playas, sierras y olivares; nuestras guerras civiles. La tradición pone las cosas en su sitio: no es que yo pertenezca a España, como querrían los apóstoles de la identidad, es que España me pertenece. La idea de tradición aporta otra ventaja: es fácil pensarla como ampliable. La catedral de Reims también es mía. Por tanto, redefino: España no es mi tradición, sino su parte troncal, con frondoso ramaje hacia Europa y América. No entiendo que haya quien, habiendo recibido el mismo patrimonio, lo desdeñe. La idea de nación es todavía más problemática. No discuto los sentimientos nacionales de nadie, pero yo prefiero ver España como un valor. Podemos discutir eternamente cuántas naciones hay en España o si es verdadera nación. O podemos asumir algo más sencillo: que es una realidad hecha y derecha (al igual que Cataluña, sobre la que tampoco se precisa saber si es o no nación: es realidad y punto). No basta, claro. La URSS era una realidad, y eso no la hacía apetecible. España, en cambio, tanto como Cataluña, es una realidad valiosa. Y en este punto creo que si muchos catalanes desafectos se liberan de su conciencia postiza de pueblo oprimido podrán descubrir en su propia vida esta verdad: familia, amigos y amores, paisajes, cultura y empresas, un mundo de potencialidades que solo se presentan viviendo juntos. Y porque es valiosa, es digna de preservación, con mejoras y sin poda de lo que nos fue dado (tradición es dar de generación en generación). Reducir España, ese vasto legado, a un partido o líder político al que tenemos rabia es pueril. Sumados ambos conceptos, España es una tradición valiosa. Ello permite deshacer ciertos sofismas. Uno, pretender ser independentista, pero no nacionalista. Es una conjetura endeble que revela mala conciencia. La posibilidad de ser independentista no nacionalista es teóricamente aceptable si se vive esclavizado por un poder represor. No es el caso. Alguien nacido en el vasto mundo de la cultura española, en la España inclusiva de la Constitución de 1978, que ha podido educarse en su lengua catalana, gallega o vasca, y añadir el disfrute de la española, solo puede llegar a la conclusión de que no le interesa ser español asumiendo que España es un desvalor, un perjuicio; y solo se piensa así validando el discurso victimista típico del nacionalismo. No nos engañemos: en un Estado inclusivo y democrático como el nuestro nadie se hace independentista sin asimilar antes premisas nacionalistas. Igualmente ingenuo es pensar que tras la independencia se podrá seguir disfrutando de España sin pertenecer al Estado español, porque el juego y disfrute de su tradición cultural solo se maximiza viviendo en una misma unidad política. Así, todos hemos disfrutado más de nuestra herencia europea cediendo estatalidad a Bruselas. Al cabo nuestro antinacionalismo es solo eso: preferir cuartos grandes y aireados donde se multiplican las posibilidades. Ignoro si quedamos suficientes españoles para preservar a España de nuestro letal sectarismo. El fallo multiorgánico que aqueja al Estado puede ser signo de regeneración o derribo, alba u ocaso. Con el pesimismo de la inteligencia pienso lo segundo. En tal caso, nos meteremos las manos en los bolsillos, como en fecha más desgraciada hizo Chaves Nogales, y cada uno volverá a su pueblo. Será triste, pero no trágico. Nuestro antinacionalismo consiste también en saber que, siendo valiosa, España no es lo más importante de nuestras vidas. Pero con el optimismo de la voluntad me esfuerzo en creer lo primero. En tal caso, no solo harán falta mejores instituciones, partidos más honestos, nuevas turbinas económicas; también hará falta revalorizar nuestra condición de españoles (algo distinto y más razonable que sentirse orgulloso de ser español). Estamos a tiempo de convencer a muchos catalanes de que España es un valor (no lo haremos limitándonos a invocar la salida de la Unión Europea) y no el lastre que les han vendido. De paso, echaremos un cable a los catalanes que sí valoran ser españoles. Desde posiciones incómodas pelean por preservar la herencia de todos. (Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst, 15/05/2014)


Híbridos:
Hay una comarca en España, la Franja de Ponent en catalán o la Francha d’Aragón en aragonés, donde sus habitantes hablan catalán y viven en Aragón. Es una tierra de fusión entre Cataluña y Aragón donde todo es híbrido, catalán y aragonés a un tiempo. Para nosotros esta comarca bien pudiera ser un símbolo de toda España: tierra mezclada donde, sin que nadie renuncie a lo que es, lo vasco se funde con lo riojano y burgalés, lo cántabro con lo vasco y lo astur, lo astur con lo gallego y lo castellano, lo extremeño con lo salmantino y lo andaluz, lo valenciano con lo murciano y catalán, y así todas las combinaciones posibles de tierras híbridas, de tierras de transición. Incluso algunas se abrazan sin límites geográficos comunes: en verdad no se puede entender España sin las simpatías mutuas entre vascos y catalanes, catalanes y andaluces, asturianos y madrileños. Este es el símbolo de lo que muchos queremos seguir siendo: tierra mestiza que une, incapaz de entenderse a sí misma si no se reconoce en esa mezcla. Para ser la mejor versión de nosotros mismos, no podemos prescindir de los otros: el resto de los españoles no nos podemos entender a nosotros mismos sin asimilar lo catalán que hay en nosotros. Los catalanes no se pueden entender a sí mismos sin asimilar la impronta del resto de los pueblos de España. Esa condición híbrida adquiere su expresión más genuina en la esfera de los afectos personales. Afectos compartidos que abarcan un pasado, un presente y deberían también perdurar en el futuro. Hemos ido cimentando nuestro cariño en todos los órdenes de la vida. En política y en nuestra historia reciente, la lucha antifranquista fue una lucha entretejida por jóvenes de toda España. En el Sindicato de Estudiantes se mezclaban y trabajaban juntas gentes de Cataluña, Madrid o País Vasco; lo mismo en las históricas Comisiones Obreras. ¿Qué antifranquista gallego, asturiano o andaluz no tuvo como compañero de armas a colegas o camaradas catalanes? Y en la España democrática, ¿cuántos y cuántos parlamentarios y ministros catalanes han llevado adelante tareas cruciales en los más diversos ámbitos de la política española trabajando codo con codo con políticos del resto de España? En el mundo cultural, ¿no han sido los premios Planeta y los premios Nadal ejemplos arquetípicos, a partir incluso de la persona que los impulsó, de esa naturaleza híbrida? Y en un terreno más cercano a la calle, ¿no son Serrat y Sabina un auténtico símbolo de esa Franja cuyo espíritu nos proponemos resaltar? ¿No ocurre lo mismo con la barcelonesa Loles León y la madrileña Carmen Maura? ¿Se puede entender a Elena Arzak sin la influencia de la cocina de su padre y la de Ferran Adrià? En el mundo del arte, ¿no forjaron juntos sus ambiciones en sus años en la Residencia de Estudiantes Buñuel y Federico García Lorca con Dalí el de Figueres? En otro plano más cercano, ¿no es la rumba, de origen cubano, un producto híbrido español y catalán que, como las dos caras de una moneda, nos muestra a un tiempo a El Fary y a Peret? ¿No es un símbolo de la Franja el hecho de que Manolo Escobar quisiera que se esparcieran sus cenizas en la Almería donde nació y la Barcelona a la que emigró en su juventud? En el mundo de la empresa, ¿no es Barcelona la capital de toda la industria editorial española? ¿Se podría entender la industria pesquera gallega sin la iniciativa de empresarios catalanes? Los ejemplos se extienden a la banca, textil, energía, grandes bufetes de abogados…Y ¿no significa todo esto que hay miles de directivos y profesionales en toda España trabajando diariamente codo con codo con sus colegas catalanes? En el mundo del deporte, ¿se podría entender la Liga sin el Barça? ¿No hay miles y miles de niños que en toda España y Cataluña tienen como sus ídolos a Carles Puyol o Fábregas, junto a Alonso e Iniesta? ¿No compartieron triunfos universales Manuel Santana y Manuel Orantes junto a los catalanes Juan Gisbert y Andrés Gimeno? Cataluña, como Euskadi y Madrid, fueron tierra de llegada de la inmigración interior de España. De los catalanes nacidos antes de 1973 un 52% nacieron fuera de Cataluña, y el 23% de los catalanes son hijos de padres andaluces. No es de extrañar que los apellidos García, Martínez, López, Sánchez, Rodríguez, Fernández, Pérez y González sean, con diferencia, los apellidos más frecuentes en Cataluña. Estos datos, sacados a vuelapluma, suponen un hecho tan cierto como importante: no hay municipio en las tierras de Andalucía, Extremadura o Castilla-La Mancha, donde no existan familias que tienen lazos entrañables y cercanos de cariño con sus familiares catalanes. Los ejemplos se podrían multiplicar hasta el infinito. Al invocarlos, nuestro objetivo es sencillo: llamar la atención sobre la simpatía y apego que tenemos el resto de ciudadanos españoles a nuestros colegas, amigos, familiares que viven en Cataluña. Ese cariño es una tupida red que existe, nos une y debería seguir existiendo, forjado en el pasado y en el presente, en mutuos afanes, roces, aspiraciones, conquistas e incluso fracasos y traspiés comunes. Si no nos movemos, si cada uno de nosotros no expresa en voz alta su propia historia de afectos, corremos el peligro de que les pongan fronteras. Con ello, todos sin exclusión, perderemos. Si todos los ciudadanos pusiéramos en la balanza nuestros lazos y nuestros afectos y el riesgo de perderlos, esto contextualizaría de un modo mucho más razonable el diálogo inevitable al que estamos abocados. Hagamos algo tan sencillo como expresar esta verdad, y darle el peso que merece. (Manuel Escudero, Javier Nadal y Guillermo Adams, 03/08/2014)


La insolencia del Padrino:
Algún día alguien convertirá en un gran guión cinematográfico la comparecencia del exhonorable Jordi Pujol en el Parlamento. Primero un largo travelling en el coche oficial que le lleva; cara adusta y un desprecio que le sale por los poros. ¡Qué se habrán creído estos payos! Y ahí la superposición de imágenes de su poder omnímodo, de sus intervenciones parlamentarias sin réplica posible, de su humillación permanente a los plumillas sobre cuándo toca y cuándo no toca, y sobre todo la escena espectacular del balcón de la Generalitat, aquella tarde de mayo de 1985, cuando exonerado de una de las estafas más escandalosas de la historia bancaria de Catalunya, dijo con voz solemne, un tanto agrillada por la emoción: “A partir de ahora seremos nosotros los que hablemos de moral y de ética”. Y las masas embebidas ante el líder, como si se tratara de un documental de Leni Reifenstahl. De ahí la secuencia empalma con la entrada en el Parlament donde sumisamente, como corresponde a un Padrino que va a encontrarse con un subalterno, la presidenta Núria de Gispert recibe al expresident en el umbral y le conduce a las salas altas. Le ha invitado a comer. No creo que haya precedentes en la historia parlamentaria de Europa que un político delincuente haya tenido el privilegio de compartir mesa y mantel con quien va a dirigir el debate. (A partir de ahora, cada vez que me cite un juez le pediré respetuosamente a su Señoría que tenga el detalle de invitarme a desayunar; al fin y al cabo yo siempre he pagado más impuestos que el exhonorable, y la justicia se sostiene de eso). ¡Qué gentil es la clase política catalana y qué encantadores son sus comentaristas! El filme continúa. La intervención emotiva de por qué un buen hombre se ve obligado a estafar por el bien de sus herederos, y a su vez enseña a su hijo cómo en los tiempos oscuros es mejor robar a que te roben; una enseñanza que marcará el destino de este hombre providencial. Una pequeña herencia, entonces suculenta, testimonio más falso que un duro sevillano. Luego la pantalla va desgranando las intimidadas declaraciones, reflejando el respeto que les merece el Padrino, que apenas los mira. Casi todos se lo deben todo, porque, como muy bien expresó su señora, modelo de mujer y esposa, al decir de las masas, una Evita Perón con floristería: la Generalitat era su casa. Y la voz un tanto quebrada de los líderes de la oposición -eché a faltar la zapatilla del líder de la CUP que exhibió ante Rato, que en este caso yo hubiera sugerido una Chiruca de las de antes, pero le dijo algo conmovedor: le negaba un asiento en el inminente viaje a Ítaca-. Estupefacto debió quedar el exhonorable. Y entonces llegó el gran momento de este actor de provincias, que no pronuncia bien pero que como la gente le tiene muy visto y muy oído, puede reconstruir las frases sin demasiado esfuerzo. Le salió bordada la insolencia al Padrino. “Yo no soy un corrupto”. Incluso salió Felipe González de avalista, ¡con el pedigrí que le garantiza! La casta se protege y los padrinos más; aunque la zona de tu influencia no sea la misma, compartes pasados y trampas y hasta cosas más gordas que la autocensura evita que se escriban. Bastaría con ese momento de la entrevista de Mónica Terribas a Artur Mas: “¿Está usted limpio, president?”. No hacía falta un detector de mentiras ante lo inseguro de la respuesta. Pero sigamos con el filme. El Padrino de Catalunya, antiguo presidente, expresa una idea genial, un retrato de su personalidad: “Yo me he desnudado”. A inventarse una historia para tontos creyentes sobre una supuesta herencia antes de que le cayera la Hacienda, y la Policía, y los Tribunales; al taparrabos de sus vergüenzas lo llama “desnudarse”. Es toda una concepción del mundo. Fue entonces cuando pensé por primera vez que no estábamos ante el redentor de unas clases sociales complacientes con la Dictadura que él había redimido gracias a un panfleto que redactó pero que no tiró en el Palau, y por el que pasaría cárcel, en la que tuvo la fortuna de poder solicitar que fuera Zaragoza, cerca de casa, modesto privilegio que miles de antifranquistas no soñaron. En el texto se denunciaba al Caudillo de corruptor de la sociedad catalana, la lucha por la libertad aún no estaba del todo presente y menos en el Palau. Digo, que cuando escuché la insolencia del exhonorable President, pensé por primera vez en la posibilidad de que más que un redentor se tratara de un impostor. Aquí termina el filme y empieza la historia. Cuando dio por terminada la sesión, que él mismo programó en día y hora, se evidenció que no tenía ganas de seguir representando aquella pantomima. Un Padrino no se somete a sus empleados políticos. Son subalternos y de eso se encargó ese tipo de aspecto definitorio que es Jordi Turull, un sacristán untuoso y servil como un personaje de Goldoni, que ayudó a la misa del Padrino, desdeñoso con aquella feligresía. Ni siquiera agotó el turno que le quedaba. No merecía la pena ni gastar saliva. ¿Y si Jordi Pujol Soley siempre hubiera sido un impostor? El hombre que salió de la cárcel para crear un Banco, no un Partido; cosa insólita en la historia de la humanidad. Un banco que quebró y fraudulentamente, y que gracias al respaldo de una parte de la sociedad catalana, logró envolverse en el patriotismo y la bandera para evitar la humillación de asumir una estafa de la que él salió beneficiado no sólo políticamente sino económicamente. Dónde fueron a parar todas aquellas boberías sobre Mounier y Charles Péguy, a los que probablemente ni leyó ni le interesaron nunca un carajo. A mí llegó a decirme que lo último que había leído en su vida era a Mounier. Lo dudo. Liquidó todo lo que podía tener de integrador la Enciclopedia Catalana, llevó a Ediciones 62 al colapso, creó un periódico, El Observador, que merecería un estudio sobre la instrumentalización política a costa del erario. Consiguió el control de los medios de comunicación en Catalunya, absolutamente. Todo lo que tocó en la cultura fue para domesticarla y luego comérsela. ¿A qué periodista, escritor, personaje de la cultura no invitó a charlar con el señuelo de haber escrito un artículo brillante, un libro agudo o una reflexión interesante? La vanidad profesional quedaba colmada porque uno encontraba su libro o su artículo encima de la mesa del exhonorable, convenientemente subrayado, a partir de lo cual se desarrollaba la más surrealista de las conversaciones: un monólogo del Padrino. No era sólo un manipulador sino un comprador de conciencias. ¿Qué político del PSUC o de lo que fuera, y que aceptara someterse, no conseguía un buen cargo como historiador o editor o comentarista? Vasallaje y discreción. Lo único importante era la Familia, como los Padrinos. ¿Qué puede hacer un hombre sin familia? Y en verdad que él alimentó de modo suculento a la suya. No fue un político corrupto, fue el jefe de los políticos corruptos. En octubre de 1999, a punto de la última victoria casi pírrica del president Pujol que cerraría los 23 años de poder absoluto, el hombre que había logrado reintroducir el miedo en la sociedad catalana y en sus medios de comunicación, escribí un artículo que las circunstancias no consintieron su publicación. Ahí iban unos párrafos que ahora, con el derecho que me otorga el tiempo y la razón, convendría repetir: “La doblez pujoliana es uno de los hallazgos de la historia contemporánea de este país. Ha conseguido hacer de la doblez una moral. Entre el personaje real y el que la gente se quiere creer hay tal diferencia que el resultado es un producto genuino: él es él y su doblez”. “Y esta doblez pujoliana, que es el privilegio mejor guardado del Olimpo, ha cimentado el denominado oasis catalán. En casi veinte años se ha creado un sindicato de intereses del tal envergadura, que al final se impone como moral social la propia doblez pujoliana: no somos como somos sino como creemos que somos”. El artículo, ¡ay!, se titulaba “Las trampas del redentor”. (Gregorio Morán, 04/10/2014)


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