Emigración             

 

CIEs:
Si los países ribereños de la costa norte del Mediterráneo tienen el derecho de mantener centros de detención para inmigrantes, deben también obligatoriamente atender a los detenidos, respetando las normas que garantizan el respeto de los derechos humanos. No todos lo hacen con la misma celeridad, y la verdad es que España se ha distinguido, estos últimos años, a raíz de la crisis económica, por unos comportamientos que han conmocionado hasta a las autoridades europeas. Se ha hecho acreedora a no pocas críticas en cuanto al respeto y garantía de los derechos humanos de inmigrantes y refugiados, relacionadas en particular con el trato que reciben en las fronteras (las “vallas”) de Ceuta y Melilla, con episodios tan terribles como los 15 muertos en la playa del Tarajal, que la justicia española estudia en estos momentos, gracias al esfuerzo de algunas ONG. También, con las prácticas de las cínicamente denominadas “devoluciones en caliente”, que a veces incluyen malos tratos —documentados gráficamente y denunciados entre otros por la ONG PRODEIN— y que suponen violaciones palmarias de derechos humanos elementales, como lo muestra un reciente informe de penalistas y constitucionalistas: Derechos en la frontera. ¿Fronteras sin derechos?No sólo diferentes ONG, sino también autoridades europeas, tanto de la UE como del Consejo de Europa, así como de la ONU, han expresado reiteradamente su preocupación por estas malas prácticas y el riesgo que suponen para la garantía de derechos humanos elementales.

Uno de los motivos que más preocupa, realmente una vergüenza para España y que debería ser corregido sin más tardar, concierne a la situación de los derechos humanos de las personas internadas en los Centros de Internamiento de Extranjeros, CIE, creados conforme al artículo 26.2 de la LO de Extranjería de 1985, y definidos como establecimientos públicos “de carácter no penitenciario“, donde se retiene de manera cautelar y preventiva básicamente a extranjeros sometidos a expediente de expulsión del territorio nacional, bien por su condición de irregulares, bien por haber sido condenados por un delito y haberse aplicado la opción de expulsión. Más del 60% de los internados, en realidad, lo son por irregularidad administrativa, es decir, no han cometido delito que explique una situación de privación de libertad. Aunque el objetivo es la expulsión, a veces se utilizan eufemismos como “repatriación” o “retorno”, lo que no es correcto, pues la directiva europea de retorno (2008/115/CE) permite que esos irregulares sean deportados no sólo a sus países de origen, sino a países terceros por los que haya presunción de que han transitado. A esos efectos, los Estados de la UE han desplegado un sistema de acuerdos bilaterales para poder desprenderse de ese peso muerto sin mancharse las manos. Así lo ha hecho España, por ejemplo, con Marruecos, Mauritania o Nigeria. Existen actualmente ocho CIE en España (en Italia, que multiplica casi por 20 el número de inmigrantes y refugiados recibidos, hay 13), aunque el Gobierno español actual ha anunciado en diferentes ocasiones su voluntad de crear uno o dos más. Se encuentran en Madrid, Barcelona, Tenerife, Gran Canaria, Murcia, Valencia, Algeciras y Fuerteventura. Anteriormente existió un CIE en Málaga, que fue cerrado por sus inaceptables condiciones en 2012. A pesar de ser expresamente definidos como establecimientos no penitenciarios, su régimen es de hecho de privación de libertad. La estancia máxima, según la aplicación que hizo el Estado español de la mencionada directiva de 2008, es de 60 días, aunque la directiva habilita hasta ¡18 meses! Las críticas y denuncias sobre restricciones indebidas de derechos, ausencia efectiva de control judicial, deficientes condiciones de salud e higiene, dificultades para acceso a traductor, asistencia social y psicológica, e incluso acceso a abogado, son interminables. También se han denunciado malos tratos (sólo en el CIE de Zapadores, más de 50 quejas). A todo ello hay que sumar tres casos de muertes en CIE, de los que sólo uno, la de Samba Martine en el CIE de Aluche, está siendo investigado judicialmente tras una sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid. El informe anual del Defensor del Pueblo es indicativo (por ejemplo, el apartado 4.7 del informe correspondiente a 2014). El propio reglamento de los CIE, publicado en 2014, ha sido objeto de una severa corrección por parte del Tribunal Supremo. El 10 de febrero de 2015 se conocía una importante sentencia del pleno de la sala de lo contencioso administrativo del TS, en la que se declaraban contrarias a derecho varios aspectos del articulado, reconociendo así parcialmente el recurso interpuesto por tres ONG, APDHA, Federación Asociaciones SOS Racismo y Andalucía Acoge. El 13 de abril de 2015 un comunicado conjunto de Cáritas y el Servicio Jesuita de Inmigrantes denunciaba que, transcurrido más de un año de la publicación del Reglamento de los Centros de Internamiento de Extranjeros, ninguna mejora se ha producido en el tratamiento indigno infligido a los integrantes de estos centros. Lo nuevo, es que ahora las denuncias provienen no sólo de las ONG sino también de autoridades europeas. El pasado 9 de abril, la delegación contra la tortura del Consejo de Europa que estudió en 2014 la situación de los CIE de Zona Franca y Aluche hizo público un informe extremadamente crítico con la situación de los internados y la garantía de sus derechos. Entre otras duras críticas, hacen constar la frecuencia de denuncias verosímiles de malas prácticas, como insultos, trato vejatorio, intimidación, agresiones físicas y psicológicas, imposibilidad de los internos de ir al baño durante siete horas seguidas, sobreocupación de las celdas, a pesar de que haya muchas vacías: “Hay hasta ocho personas en celdas de 24 metros cuadrados”. En el centro barcelonés, además, no es raro encontrar chinches, según confirma el grupo de trabajo. Enfatizan la necesidad de que las autoridades españolas pongan fin a la “humillante práctica” de llamar por el número de detención a los extranjeros en lugar de por su nombre. Incluso hacen constar que pudieron escuchar cómo determinados agentes de policía en la Zona Franca insultaban a los extranjeros. Desgraciadamente, lo denunciado aquí no es específico a España. El pasado 25 de febrero, en Grecia, tras el suicidio de un paquistaní de 28 años internado en un centro de detención de extranjeros, el Gobierno revisó totalmente su régimen. La sensación de vergüenza que le causó el Centro de Amygdaleza (norte de Atenas) al ministro adjunto de Protección Ciudadana, Yanis Panusis, fue tan insoportable, según su propio testimonio, que decretó la apertura de los cinco centros de detención del país y la liberación progresiva de los 3.500 internos (entre los que había, atención, 216 menores no acompañados). Sólo los indocumentados con algún delito pendiente o una orden de expulsión seguirán recluidos. Su vergüenza debería ser la nuestra… (Sami Naïr, 24/04/2015)


Vergüenza UE:
Un inmigrante muere en el mar Mediterráneo cada dos horas de promedio. Después de una serie aterradora de dramas, entre ellos el naufragio que causó por sí solo unos 700 muertos, el día 23 de abril se celebró en Bruselas una cumbre extraordinaria de jefes de Estado. El resultado de la reunión ha sido a todas luces insuficiente y, desde luego, no ha respondido a la magnitud del problema; de cualquier manera, cabe afirmar que está en juego salvar vidas humanas. ¿Cómo podemos aceptar que se olvide el sentido humanitario y se dejen de lado los valores identificados sin embargo largo tiempo con Europa, este continente que ha inventado el universalismo, la Ilustración, los derechos humanos? La indiferencia que predomina en Europa o la hostilidad hacia quienes se exponen a morir ahogados en el Mediterráneo puede parecer sorprendente si se considera la inmensa sensibilidad de las propias sociedades europeas, la solidaridad de que se hace gala cuando ocurren determinadas catástrofes naturales y el acierto con que actúan las oenegés humanitarias. Sin embargo, y por desgracia, no es difícil comprender el motivo por el que las distintas opiniones públicas, en toda Europa, apenas se han movilizado en favor de los nuevos boat people que arrostran peligros inauditos y pagan un elevado precio por huir por mar de África o de Oriente Medio hacia una Europa que debería ofrecerles condiciones de existencia acordes con sus aspiraciones políticas o económicas. Ya intenten atravesar España o Italia, encarnan todo lo que los partidarios de la sociedad cerrada y de la nación homogénea pueden temer o detestar: ¿no se trata, en efecto, de inmigrantes, indeseables en épocas de paro y crisis económica, ­negros, árabes, tal vez también musulmanes, que cuestionan la identidad ­nacional, religiosa o racial de los países europeos? ¿Y no cabe la posibilidad de que traigan bajo el brazo, quién sabe, el islamismo, el yihadismo, el terrorismo? ¿No costarán caro en una situación en que se enseñorean las dificultades económicas, las cuestiones relativas al empleo y a los ingresos? Los argumentos que apelan a la solidaridad de los seres humanos no pesan casi en este caso, ni tampoco el análisis sereno de las cifras en juego, que muestran no obstante que Europa podría digerir perfectamente la llegada de unas decenas de miles de inmigrantes que se trata de salvar de una posible muerte en el mar. Lo que prima es de otro orden:el racismo, la islamofobia, la xenofobia y, a continuación, la idea de que el cierre de las fronteras proporciona la mejor manera de afrontar las dificultades de los tiempos actuales. Por otra parte, no es únicamente la imagen de países y sociedades que se ­repliegan sobre sí mismos la que ejemplifica esta mezcla de indiferencia y hostilidad; es, también, la de una Europa que se niega a adoptar medidas realmente humanitarias y que no se esfuerza en ­absoluto por construirse mediante la adhesión a valores éticos. Los dramas más espectaculares suscitan en todo caso frases enfáticas que expresan compasión, e incluso cierto revuelo y nerviosismo; incluso, si me apuran, remiten a un cierto grado de activismo por parte de los líderes políticos pero no desembocan en compromisos humanitarios y humanistas bien palpables. Con ocasión de la cumbre de Bruselas del 23 de abril, lo más importante para los reunidos jefes de Estado y de Gobierno, de todas las tendencias, no fue salvar vidas humanas, sino desalentar a los posibles candidatos a la emigración, revisando y potenciando en todo caso la política de vigilancia. He aquí un rostro que no se molesta siquiera en parapetarse tras la crisis de la idea europea. La construcción europea, a principios de los años cincuenta, pretendía ante todo impedir la guerra y mostraba una perspectiva moral de modo que la economía había de ser en todo caso un recurso destinado a tal fin. En la actualidad, la economía se ha disociado de la moral y, en cuanto a la política -en el plano europeo-, pasa sus apuros a la hora de canalizarla o controlarla. Esta política se vez, a su vez, dominada por lógicas de naturaleza tecnocrática. Y, antes de preocuparse por encarnar los valores más elevados de la civilización, las autoridades e instancias europeas se esfuerzan, ante todo, por encontrar el modelo económico más conforme a los intereses, si no de todos los países, al menos de los más poderosos. ¿Es aceptable dejar que un país, en mayor medida que cualquier otro -Italia-, asuma casi en solitario la tarea de abordar y gestionar tal desafío? ¿Han de li­berarse los estados, a título individual,y Europa, como un todo institucional,de cualquier responsabilidad que nosea la consistente en convertir el Viejo Continente en una fortaleza capaz de protegerse y de vigilar sus fronteras? Puede apreciarse perfectamente a dónde conduce semejante política: a aceptar que los estados y Europa no asuman valores morales o éticos, y a dejar a protagonistas privados, o supranacionales, la tarea de asumir la responsabilidad en cuestión. Puede tratarse de una oenegé, o incluso de organizaciones caritativas, de inspiración a veces religiosa. Puede tratarse, también, de grandes instituciones, por ejemplo con el apoyo de las Naciones Unidas. En todos los casos, se advierte aquí un fracaso de Europa como también de sus estados, y una concepción de la acción política reducida al cinismo o, dicho como mayor finura, al realismo o al pragmatismo. Sin embargo, cabrá acaso decir: para que los estados se movilicen, para que Europa actúe, ¿no sería necesario que se hagan oír voces elocuentes, que eleven la voz figuras intelectuales o morales? Existe además un problema adicional: estas figuras no pueden existir, ni esperar hacerse oír, más que si consiguen sumar indignación, protesta y participación al debate político. Si se mantienen demasiado alejadas, si no desean mezclarse en la vida política, en ese caso cuentan con escasas posibilidades de tener un eco importante. He aquí un ejemplo de un caso contrario: en 1978, en Francia, los intelectuales, en su mayoría antiguos activistas de Mayo del 68, lanzaron una campaña, a instancias de un médico francés, Bernard Kouchner, para fletar un barco que iría a recoger a los boat people que huían del Vietnam comunista y arriesgaban la vida en el mar de la China. No se entenderá nada de esta acción, ni de su impacto impresionante, si se pasa por alto la manera en que una lógica humanitaria, encarnada sobre todo por Kouchner, era una lógica coordinada de hecho con una lógica política: se trataba también, en efecto, de señalar el fin del marxismo y de la fascinación por los regímenes comunistas y no es un azar si los miembros más activos del comité que dirigió esta iniciativa eran antiguos izquierdistas o comunistas que encontraban ahí una forma de acabar con su propio pasado militante. Sin embargo, en la actualidad ya no existe esta capacidad de dar un sentido a la vez político y moral. Ambos registros, disociados, se oponen más que combinarse y las fuerzas del repliegue y el egoísmo, como las del miedo y del odio, tienen el viento de popa y ejercen una influencia decisiva sobre la acción de los dirigentes políticos. Ya es hora de que a escala europea se reabra el espacio de la solidaridad humana y de los valores morales que nos gusta invocar. (Michel Wieviorka, 14/05/2015)


Emigrantes: Trabas:
En los últimos meses, se viene debatiendo en España, Italia y otros países sobre la mejor manera de tratar la llegada de personas procedentes de África a través de lugares como Ceuta y Melilla. Al margen de la ilegalidad de algunas de las prácticas actuales en cuanto al trato a las personas en la frontera, conviene hacerse tres preguntas: ¿existe una invasión procedente del sur tal y como la describen algunos políticos y medios de comunicación? En caso de que exista, ¿son eficaces la construcción de muros y vallas cada vez más altos para frenarla? Por último, ¿es la ayuda al desarrollo un factor relevante para reducir los flujos migratorios? En primer lugar, el hecho de que las migraciones sean hoy en día un tema tan discutido es sorprendente desde el punto de vista estadístico. Según datos de Naciones Unidas de 2013, tan sólo un 3,2% de la población mundial reside fuera de su país de nacimiento, lo cual significa que la inmensa mayoría, el 97%, no encuentra suficientes alicientes para moverse. Es importante también destacar cómo en aquellas regiones en las que un grupo de países ha acordado de manera recíproca abrir sus fronteras, los desplazamientos no aumentan excesivamente. En la Unión Europea, el porcentaje de ciudadanos europeos ejerciendo su derecho individual a residir en otro Estado miembro es exactamente el mismo 3% que a nivel mundial. Migrar es, por tanto, la excepción y no la norma. Además, las migraciones se producen en varias direcciones y no sólo de sur a norte. Por ejemplo, según datos de la Unión Europea, de los casi 4,5 millones de permisos iniciales de residencia que los 28 Estados miembros concedieron entre 2012 y 2013, los colectivos más númerosos son los provenientes de Estados Unidos, Ucrania e India. Estos permisos de residencia incluyen los otorgados por trabajo, estudios, reunificación familiar o razones humanitarias. Entre los 10 primeros países de procedencia tan sólo uno, Marruecos, pertenece al continente africano. Por otra parte, la media anual de migrantes que desde 1998 han alcanzado Europa por mar desde África es de 40.000 personas. Si bien el impacto de estas llegadas es muy grande, su porcentaje respecto al total de permisos de residencia es muy pequeño y no conviene, por tanto, exagerar su magnitud. En segundo lugar, habría que preguntarse sobre la validez de las políticas restrictivas de los flujos migratorios. ¿Son eficaces la construcción de muros y vallas cada vez más altos a la hora de reducir el número de personas en situación irregular en un país? La mejor manera de responder esta pregunta es observar otros casos en los cuales se ha militarizado una frontera. Como bien ha demostrado la investigación del catedrático de Sociología Douglas Massey y de su equipo de trabajo en la Universidad de Princeton, las consecuencias de la militarización de la frontera sur de los Estados Unidos entre 1986 y 2014 se pueden resumir de la siguiente manera. En primer lugar, un mayor número de cruces por lugares cada vez más peligrosos e inhóspitos con el consiguiente aumento del número de muertos al realizar dichos trayectos. En segundo lugar, se ha elevado el uso de guías o coyotes para cruzar la frontera, así como el precio de los mismos. En tercer lugar, y a pesar de los miles de millones de dólares gastados en sofisticada tecnología durante más de 25 años, la probabilidad de conseguir entrar en Estados Unidos tras un número de intentos se ha mantenido cercana al 100%. Por último, el número de migrantes en situación irregular ha aumentado de manera constante hasta llegar a los 11 millones de personas. Es decir, la militarización de la frontera ha supuesto un colosal fracaso económico y político que ha beneficiado principalmente a aquellas empresas que se han adjudicado millonarios contratos durante estos años. En tercer lugar, una segunda respuesta que se suele dar a la llegada de ciudadanos africanos es de carácter opuesto a la anterior, pero igualmente equivocada. Se argumenta que con una mayor ayuda al desarrollo se evitaría que la gente saliese de su lugar de origen en busca de un futuro mejor en Europa. ¿Es dicha afirmación cierta? Esto también requiere varias matizaciones que van más allá del hecho de que una política generosa de ayuda al desarrollo sea plausible y necesaria. En primer lugar, no son los más pobres los que viajan, sino aquellos que tienen acceso a alguna forma de capital financiero, social o cultural que facilite el trayecto. Emigrar a otro país es caro y arriesgado y, por tanto, la persona ha de contar con la información necesaria que le ayude a tomar decisiones estratégicas para mejorar su vida. En segundo lugar, como bien ha demostrado el trabajo del profesor De Haas y de su equipo de investigación en la Universidad de Oxford, el análisis empírico de las migraciones a nivel global nos muestra cómo la emigración aumenta a medida que los países se desarrollan. Cuanto más rica y educada sea una sociedad, mayor número de personas tendrán las cualificaciones necesarias para obtener el visado de trabajo correspondiente y poder establecerse en otro país, y mayores serán las aspiraciones laborales de la ciudadanía. Es por ello por lo que los países con mayor número de emigrantes no son los más pobres, sino aquellos con un índice de desarrollo medio, tales como México o Turquía. Por supuesto, una vez que un país llega a un nivel de desarrollo determinado puede pasar de ser un país de salida de personas a ser receptor de las mismas. España es un caso paradigmático de cómo un Estado de emigración se transforma en uno de inmigración a través del adelanto económico, a pesar de que en los últimos tres años se haya convertido de nuevo en un país expulsor neto de población a causa de la crisis, es decir, se va más gente de la que llega. Según la Organización Internacional de las Migraciones, más de 40.000 personas han perdido la vida al cruzar una frontera desde el año 2000, lo cual supone un dato escalofriante para la reflexión. Las migraciones son un fenómeno complejo y cíclico. La investigación y el análisis empírico de otros casos a nivel mundial pueden contribuir a sortear errores pasados y a generar políticas más inteligentes que lleven aparejadas también el respeto de los derechos fundamentales de la persona y que eviten consecuencias indeseables e injustas. (Diego Acosta Arcarazo, 26/11/2014)


Mediterráneo:
Resulta insólita la capacidad del ser humano para olvidar y descuidar todo aquello que no percibimos como amenaza en el momento presente. Parece que los europeos nos hemos olvidado de que fuimos los primeros amparados por el régimen internacional del refugiado. Fue precisamente hace un siglo, ante la gran cantidad de desplazamientos provocados por la I Guerra Mundial y la consecuente reconstrucción del mapa europeo. La comunidad internacional entendió que había que proteger a aquellos europeos que huían de la persecución por su raza, religión, nacionalidad u opiniones políticas. Las tragedias de los últimos meses en el Mediterráneo, donde hemos visto cómo miles de personas arriesgaban y perdían la vida con la esperanza de hallar un lugar seguro, han conseguido que volvamos la vista hacia esta cuestión. No obstante, gran parte de las reacciones no han estado a la altura de las circunstancias. Sólo en los primeros meses de 2015, más de 38.000 personas han cruzado a Europa desde las costas norteafricanas y 1.800 personas han fallecido en el intento (más del doble que en todo el año 2013). Ante esta catástrofe humanitaria es realmente sorprendente que tantos europeos se hayan mostrado a priori reticentes a aceptar a ningún refugiado más. No podemos olvidar tampoco que los intentos de enfrentar a nacionales con extranjeros no son nuevos. Tratan de resurgir con distintos envoltorios y se presentan como centinelas de la identidad nacional. No tenemos que mirar muy atrás en las páginas de la historia para comprobar cuán devastadoras son sus consecuencias. Es imprescindible no caer en la retórica de algunas narrativas que están adquiriendo fuerza en Europa: tratan esta catástrofe humanitaria como si se tratara de un problema de inmigración masiva de la cual debemos proteger nuestra economía, nuestro mercado laboral y nuestra cultura. La realidad desmiente a los discursos populistas. Pese a que en ocasiones es difícil distinguir entre los motivos que propician los desplazamientos, los datos de ACNUR demuestran que al menos la mitad de las personas que cruzan el Mediterráneo para llegar a Europa huyen de la guerra y la persecución. Asimismo, la Organización Internacional para las Migraciones y la Marina Militar italiana, determinan que los principales países de origen de los inmigrantes este año son Eritrea, Somalia, Nigeria, Gambia y Siria. Son países inmersos en conflictos, en los que se dan las condiciones necesarias para pedir asilo a otro Estado. No se trata de una crisis de inmigrantes sino de una crisis de refugiados. El Derecho Internacional nos obliga claramente a proteger a las personas que huyen de la persecución; y, por nuestro carácter europeo, tenemos un deber de solidaridad con quienes la sufren. Especialmente, en este momento de intensa conflictividad en las fronteras europeas y a nivel global. Estamos observando cómo se frena la tendencia hacia la reducción del número y la virulencia de los conflictos armados, que se había consolidado desde la II Guerra Mundial. De Bamako a Alepo, todo el Mediterráneo al sur de la Unión Europea, se encuentra en situación de guerra o extrema fragilidad. La inestabilidad en el Norte de África y los diversos conflictos en Oriente Próximo y la región del Sahel son ejemplo de ello. Es erróneo pensar que Europa está cargando sola con el peso de los desplazamientos forzosos ocasionados por estos conflictos. Europa no es ni la única región ni la más afectada por estos flujos de migración. De hecho, nueve de cada 10 refugiados se quedan en su región, en países cercanos a los conflictos de los que huyen. En Jordania, solo un campo de refugiados, el de Za’atari, alberga a 83.000 personas, y es ya la cuarta ciudad más poblada del país. Mientras que en países europeos, como España o Grecia, el número de refugiados ronda los 4.000. Resulta sorprendente que en Europa no seamos capaces de ponernos de acuerdo en un sistema de reubicación y reasentamiento para acoger a 20.000 refugiados —distribuidos a través de cuotas en 28 Estados— cuando Líbano acoge a 1.116.000 personas, una cifra similar a la población de Bruselas. Por otro lado, los esfuerzos que los países europeos destinan a la cuestión del refugio están claramente descompensados. Las políticas nacionales de asilo difieren tanto que, el año pasado, dos tercios de todos los refugiados de Europa fueron acogidos por solo cuatro países: Alemania, Suecia, Francia e Italia. No podemos desentendernos mientras las redes de contrabando de personas convierten el Mediterráneo en una fosa común. Las operaciones de salvamento no son meramente responsabilidad de los países de la ribera mediterránea. Además, requieren un presupuesto más elevado, un ámbito de actuación más amplio y un propósito claro de búsqueda y salvamento, no únicamente de control de fronteras. Nos encontramos en un momento decisivo. Los intentos de aislamiento, de algunos países europeos, y la tragedia que estamos presenciando en nuestras fronteras, nos interpelan. Nos piden más liderazgo, más decisión a la hora de explicar a los ciudadanos europeos por qué debemos acoger a los refugiados. La mera gestión de la crisis no es suficiente. La Unión Europea es un modelo de cómo los Estados pueden cooperar para superar conflictos y generar prosperidad. Para no perder esa autoridad moral y política, es necesario que se involucre más allá de sus fronteras, no de forma reactiva, sino de manera sincera y decidida, llegando a acuerdos con los vecinos del Sur. Detrás de cada persona que cruza el Mediterráneo y de cada petición de asilo que reciben los Estados miembros hay una historia de violencia, miedo, pérdidas familiares y otras tragedias humanas. El fin no es llegar a Europa sino escapar del conflicto. No podemos olvidar nuestra historia. Es la primera vez que el número de desplazados supera al de la II Guerra Mundial. Entonces, fuimos los europeos los que huíamos de la persecución. Si mantenemos nuestra propia historia en la memoria, evitaremos muchos de los errores ya cometidos, y demostraremos que la existencia del proyecto europeo no es sólo positivo para los europeos sino para el mundo. (Javier Solana, 02/06/2015)


Xenofobia:
Construir sociedades inclusivas que son más diversas y complejas es uno de los grandes desafíos de este siglo. Encontrar un equilibrio entre el reconocimiento de la diversidad sociocultural y aquello que compartimos y nos une, superando así la dicotomía “nosotros” versus “ellos”, no es tarea fácil (y si no que se lo pregunten a España). A diario encontramos en los medios la declaración de algún líder político que a partir de un cúmulo de prejuicios y estereotipos se dedica a estigmatizar a un conjunto de personas por su origen, nacionalidad, religión u orientación sexual, entre otras opciones. Últimamente ha sido sonado el caso de Donald Trump con sus comentarios xenófobos sobre los mexicanos, que si bien le han permitido crecer en su intención de voto también han servido para que muchos reaccionaran considerando que había cruzado una línea roja provocando varios boicots a sus intereses. Pero no hace falta irse tan lejos. El ministro del Interior, Fernández Díaz, ha optado por la “sutileza” de una metáfora al comparar la llegada de las personas que huyen de manera traumática de países como Siria con las goteras de una casa. ¿Quién quiere tener goteras? Lo primero que hay que hacer es protegerse de ellas y evitar que lo estropeen todo. A partir de ahí nuestro subconsciente va trabajando. Sin embargo, la palma se la ha llevado un joven dirigente del Frente Nacional francés al confirmarse su reacción al ver que su alarmante discurso sobre la inseguridad no cuadraba con la tranquila realidad de su ciudad. Para solucionar el desconcierto que le provocaba la falta de coherencia de su discurso, optó por la vía más expeditiva: cambió la realidad para ajustarla al discurso. En compañía de unos amigos de partido y en plena juerga nocturna se dedicaron a quemar unos cuantos coches del vecindario. De este modo, al día siguiente se dedicó a visitar a los afectados diciendo que la situación era terrible y no podía continuar así y que él era la mejor solución ante semejante espiral de violencia e inseguridad. Touché! Pero más allá de ejemplos tan explícitos o delirantes, es importante asumir que todos tenemos prejuicios y nos apoyamos en determinados estereotipos para “ordenar” un poco la compleja realidad social que nos rodea. Forman parte de la condición humana, del mismo modo que sería complicado imaginar una sociedad en la que no existieran los rumores. Sin embargo, a menudo no somos conscientes de las nefastas consecuencias que pueden tener nuestros prejuicios ni los rumores que podemos alimentar de manera más o menos consciente. En un contexto de mayor diversidad sociocultural, muchos de los riesgos que debemos abordar están relacionados con los procesos de segregación, exclusión y discriminación. El modelo intercultural de gestión de la diversidad que defiende el Consejo de Europa, y que es una respuesta a las crisis de otros modelos “tradicionales” de gestión de la diversidad, parte del principio de la igualdad de derechos, deberes y oportunidades sociales. Es decir, por muchas fiestas de la diversidad e intercambios gastronómicos que organices, si no te comprometes firmemente a favor de la igualdad de oportunidades y trabajas de manera conjunta desde ámbitos como la educación, la cultura, el urbanismo o la economía, no es posible avanzar hacia una sociedad realmente inclusiva e intercultural. Al mismo tiempo, este enfoque pone sobretodo el énfasis en la importancia de promover la interacción positiva entre las personas. ¿Pero qué factores dificultan más las relaciones entre las personas en contextos de mayor diversidad sociocultural? La evidencia nos muestra que precisamente son los factores subjetivos, como los prejuicios, los estereotipos y el desconocimiento, los que constituyen la principal barrera “mental” y el caldo de cultivo de la indiferencia cuando no de hostilidad. De este diagnóstico nació hace cinco años la Estrategia Antirumores en el marco del Plan Intercultural que impulsamos en Barcelona en el año 2010, con el objetivo de desmontar prejuicios, estereotipos y falsos rumores relacionados con la diversidad cultural. Desde entonces esta estrategia se ha ido expandiendo primero por diversas ciudades españolas y en los últimos dos años se ha impulsado en ciudades de varios países europeos como Suecia, Alemania, Irlanda, Polonia, Grecia y Portugal. La estrategia se configura sobre la base del necesario compromiso político, la participación ciudadana como verdadero motor del proceso, la creatividad como factor decisivo para llegar a la gente y el rigor como garante de su impacto real. El objetivo no es convencer a la minoría racista, a la que hay que abordar por otras vías, ni tampoco limitarse a movilizar a los que ya están muy sensibilizados. El objetivo es seducir a una mayoría social más ambigua y sujeta a la influencia de muchos factores (elementos culturales, discursos políticos, medios de comunicación, el entorno emocional, el impacto de elementos externos como la crisis económica, etc.). Lo importante es no partir de una pretendida posición de superioridad moral, sino de la convicción de que todos tenemos prejuicios y utilizamos estereotipos, también los propios colectivos más estigmatizados. Por eso es tan importante empezar por uno mismo, mirarse al espejo y hurgar en nuestros propios prejuicios e inseguridades. Sólo así podremos seducir a otros a partir del pensamiento crítico y de las emociones. Se trata de tomar conciencia de los riesgos que tiene aceptar o tolerar de manera pasiva determinadas afirmaciones en forma de rumores e ideas pre concebidas. La expansión europea de la estrategia ha sido posible en gran parte gracias a un proyecto liderado por el Consejo de Europa con fondos comunitarios. En otras palabras, desde el sur estamos exportando proyectos de innovación social al resto de Europa. Lo digo para ir rompiendo también algunos estereotipos en este sentido. Así, las ciudades alemanas de Nuremberg y Erlangen han estado colaborando activamente con la ciudad griega de Patras para desmontar prejuicios y rumores sobre los inmigrantes y los refugiados. Es curioso que mientras estas ciudades cooperaban intensamente en estos temas gracias a fondos europeos, sus gobiernos nacionales y las propias instituciones europeas se dedicaban a reforzar prejuicios y estereotipos mutuos entre alemanes y griegos. Y esto, más allá de la crisis de la deuda, no es nada alentador respecto al futuro del proyecto europeo. Y es que cada vez tengo más claro que si las instituciones europeas y los gobiernos estatales hicieran más caso de lo que pasa, se dice y se hace en las ciudades, otra Europa cantaría. Por cierto, el símbolo de la estrategia antirumores de Bilbao, y que luego inspiró a la ciudad de Patras y al propio Consejo de Europa, es un paraguas para protegernos de los prejuicios y los rumores. Igual pedimos que le envíen uno al ministro del Interior y así de paso se protege de las goteras. (Dani Torres, 26/07/2015)


Cupos:
Uno. “Tenemos que exiliarnos”, decidieron mis padres a mediados de los setenta, al darse cuenta de que no podían seguir viviendo en su país que, tras la invasión soviética, volvió al totalitarismo. A mi padre, lingüista, como represión por su participación en el proceso liberador de la Primavera de Praga de 1968, las nuevas autoridades acababan de echarle de su trabajo en un conocido instituto de investigación; por eso, mis padres concluyeron que no les quedaba otro remedio que emigrar con sus dos hijos de su Praga natal. Los países de la órbita soviética, entre los cuales se encontraba Checoslovaquia, no permitían a sus ciudadanos marcharse del país; el “abandono de la patria”, según la terminología de entonces, se consideraba alta traición y se castigaba duramente: a las personas que intentaban cruzar la frontera, los guardias las fusilaban sin más. Por eso, mis padres trazaron un minucioso plan para huir. Inscribieron a la familia en un viaje organizado a la India, en aquel entonces uno de los pocos países fuera de la órbita soviética que las autoridades checas ocasionalmente permitían visitar. Mis padres consideraron que, en un principio, no era prudente revelar sus planes a sus dos hijos adolescentes. En Delhi consiguieron los visados para Estados Unidos y compraron los billetes de avión. Tras algunas situaciones de alto riesgo en la aduana de Delhi, los cuatro desembarcamos en el aeropuerto J. F. Kennedy de Nueva York: los padres, con los nervios destrozados —desde entonces, ambos se han ido medicando contra la ansiedad—; los hijos, desilusionados por no poder volver a ver a sus amigos y abuelos. Más tarde nos enteramos que de las 60 personas que salieron en el viaje organizado de Praga a la India, solo cuatro volvieron. Prácticamente la totalidad utilizó el viaje para huir de un país cuya represión no estaban dispuestos a tolerar más. Los pasajeros de nuestro viaje formaron parte de toda una oleada de exiliados políticos: un total de 220.000 personas huyeron de la Checoslovaquia comunista, un país de 15 millones de habitantes. A pesar de todas las dificultades, el final de la aventura fue feliz; a mi padre le acabaron eligiendo miembro de la Academia estadounidense; los hijos logramos una buena preparación académica a base de las becas que nos otorgaron. Cuando en los ochenta decidí volver a Europa, mi segundo refugio fue España. Aterricé aquí sin conocer a nadie, sin dinero. El país me brindó una buena acogida y nunca me faltó trabajo. Gracias a la comprensión de los países que nos ampararon, el exilio de toda mi familia fue modélico. Nuestra experiencia no fue sino una pequeña gota en el mar que formaron los exiliados europeos que, a partir de la I Guerra Mundial, inundaron el mundo entero. El siglo XX europeo con sus ideologías esclavizantes, guerras mundiales y guerras civiles, dictaduras y totalitarismos ha generado olas de refugiados, que en algunos casos cambiaron el mapa étnico de las grandes urbes europeas y americanas. Alemanes, rusos, españoles, judíos, checos… todos ellos en su momento huyeron de algún horror. Dos. Al igual que mis padres se escaparon de la Checoslovaquia totalitaria, Amar Obaid, un comerciante sirio que tras la revolución prestó apoyo a la rebelión contra el presidente Bachar el Asad, tuvo que huir de Siria en 2011; quedándose en su país hubiera puesto en riesgo su vida y la de su mujer y sus tres hijas. Con sus ahorros estableció en El Cairo un pequeño comercio de muebles. Sin embargo, desde que el golpe militar —y con él, un chovinismo xenófobo— sacudió Egipto, los moderadores televisivos no han parado de arremeter contra los refugiados sirios como contra unos parásitos. Amar, que no puede regresar a Siria, tampoco tiene futuro alguno en Egipto; el país de acogida se ha vuelto una trampa de la que solo hay una salida: marcharse a Occidente. Y puesto que no hay manera legal que permita a Amar trasladarse a Europa, como no la hubo para mis padres cuando decidieron abandonar su país, la familia de Amar decidió que el padre se apuntaría a un viaje con una agencia traficante de personas, que en Egipto y Libia funcionan como una especie de agencia de viaje y, una vez establecido en Europa, haría llegar a su familia a su lado. Un plan arriesgado pero no imposible. Tras mucho dinero perdido, tras varios intentos de viajar frustrados y más de una estancia en la cárcel, Amar —persona real con nombre inventado, como el de la mayoría de esos pasajeros frágiles e impotentes— sigue esperando, desde hace meses, en la orilla egipcia, entre traficantes mafiosos y personas inocentes y exasperadas como él, a que un barco le lleve al otro lado del Mediterráneo y luego a un lugar cualquiera donde podrá sobrevivir. Tanto la motivación por la huida como el peligro que sufre Amar tienen puntos de similitud con los que experimentaron mis padres; sin embargo, me temo que la acogida de uno y otros en los países receptores diferirá de modo radical. Tres. Mientras que los europeos huían de la barbarie, en la mayoría de los casos encontraban un país que los acogiese. En la actualidad, los descendientes de esos europeos se muestran altamente insolidarios con esa nueva ola de necesitados, cuyo paradigma es Amar Obaid y que provienen del Oriente Próximo, esa parte del mundo que, en parte por culpa de Occidente, está en llamas. Europa es reacia a aceptarlos, cada país tiene sus problemas y todos temen que sus votantes no vean con buenos ojos una oleada de refugiados. Sin embargo, hay que tener en cuenta que esos exiliados no son muchos —el año pasado fueron 43.000 en total—; que muchos son ingenieros, comerciantes y abogados, y, además, que provienen de antiguas colonias europeas y por eso deberíamos responsabilizarnos de ellos. Sin embargo, precisamente Gran Bretaña, la gran colonizadora de antaño, hoy está entre los países más reacios a aceptar cupos. De modo similar, el Gobierno de España ha protestado contra los cupos, aunque en la posguerra europea los refugiados españoles, tanto los que huían de Franco como los que escapaban de la miseria, encontraron trabajo en otros países. Y los Gobiernos de los países exsoviéticos como Hungría y Checoslovaquia, muchos de cuyos habitantes fueron bien acogidos en su momento, muestran una buena dosis de chovinismo. En general, en muchos países europeos la crisis de los migrantes ha ayudado a generar apoyo de los votantes a la derecha populista, xenófoba y excluyente. La Unión Europea, la formación geopolítica con más riqueza per capita del mundo, siempre ha ostentado sus programas de ayuda social. Para no perder su autoestima, debería seguir siendo fiel a esos principios. La Europa contemporánea debería mostrarse generosa y brindar amparo a esos refugiados, y no solo por motivos humanitarios: los que hoy huyen de la barbarie, mañana enriquecerán nuestro continente. (Monika Zgustova, 31/07/2015)


¿Qué puede hacer Europa?:
La Unión Europea se enfrenta en estos días a la mayor crisis del proceso de integración desde su creación. Y no, no nos referimos aquí a la crisis del euro o a la crisis griega. En palabras de la canciller Merkel, la crisis de refugiados es el mayor reto al que se enfrenta Europa. Y no le falta razón. No en vano el resto de los temas prioritarios de la agenda exterior, desde las negociaciones con los países de Balcanes Occidentales para su ampliación, hasta el análisis de la situación en Ucrania, han quedado supeditados en los últimos días a esta cuestión. Estamos presenciando la muerte del sistema de Dublín, el estado de coma del espacio Schengen, pilar esencial de la construcción europea, y el absoluto fracaso de la política europea de vecindad. Las llegadas de 293.035 desplazados por los conflictos en Siria, Afganistán o Eritrea han hecho saltar todas las alarmas. Esta situación ha sido definida por Naciones Unidas como la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Mundial. Su origen coincide con el estallido de las primaveras árabes en 2011 y la guerra en Siria desde 2013. El incremento de las llegadas de desplazados a lo largo de todo el año 2015 lejos de provocar una política integral que afrontara tanto la logística correspondiente a las llegadas como la actuación en el origen de las causas del problema, se ha limitado a reforzar tan solo aquellas políticas migratorias orientadas al control de fronteras. Es decir, más militarización, menos salvamento. La muerte de Dublín II Efectivamente, la respuesta europea ha sido decepcionante. Si la Comisión en primera instancia intentaba coordinar discurso y política a través del lanzamiento de la Agenda Europea de Migraciones, los estados miembros han mostrado total ausencia de empatía y solidaridad en el seno del Consejo. Quizás, el punto álgido de esta disputa se representó en el Consejo de Ministros de junio donde el primer ministro italiano y la primera ministra lituana tuvieron un enfrentamiento que se alejaba de la tradicional cortesía imperante en estas reuniones. La propuesta de la distribución obligatoria de plazas de reubicación y reasentamiento de entorno a 40.000 refugiados entre los distintos estados miembros presentada por la Comisión y defendida por Junker se enfrentaba a la posición de Tusk y los gobiernos. El resultado finalmente fue la prevalencia de la voluntariedad frente al reparto equitativo de las cuotas de refugiados lo que dejo un paisaje desolador. Así, en el Consejo del 20 de julio, los estados establecían el número de plazas que ofertarían para la reubicación y el reasentamiento. La mayoría de los estados ofreció menos plazas de las que originalmente había propuesto la Comisión. De las 20.000 plazas de reasentamiento propuestas por la Comisión tan solo se cubrieron 18.415. Llamó entonces la atención que solo se pudiera llegar a las 22.504 plazas gracias al ofrecimiento de Noruega, Suiza, Liechtenstein e Islandia. Sin duda la tacañería de países como España, Hungría, o el Reino Unido han tenido mucho que ver con esta escueta cifra de plazas para refugiados. Sus principales argumentos eran el efecto llamada a los potenciales peticionarios de asilo o la imposibilidad de acoger a las personas que llegaban estableciendo el caldo de cultivo para fomentar aún más un racismo y xenofobia que no han tardado en hacerse oír. A todas luces era evidente que para la UE era más factible la acogida de 300.000 desplazados que lo que es para Líbano o Turquía la presencia de más de un millón en sus territorios. La fuerza de los acontecimientos ha demostrado cuán equivocados estaban aquellos que abogaron por la militarización de las fronteras, por la racanería en sus ofertas de plazas. El primero en sentirlo fue el primer ministro Cameron con la crisis de Calais de principios de agosto y sus desafortunadas declaraciones sobre la plaga que sobrevuela Europa. Y esto no fue más que el principio. Pronto, y coincidiendo con las negociaciones del tercer rescate, Grecia se vio desbordada en sus capacidades de acogida. Las imágenes que nos han llegado desde Lesbos y Kos ilustran perfectamente el quiebre del régimen migratorio griego y el endeble equilibrio existente en los Balcanes Occidentales, eternos candidatos a formar parte de la UE. En estos días, vemos con tristeza escenas que nos evocan a un pasado no tan lejano. Check Point Charlie. Desplazados que se apilan en torno a muros y vallas buscando un hueco por el que colarse en el espacio Schengen, a través de alambres de espino u ocultos en camiones. El espacio Schengen en peligro Esta es, sin duda, una de las preguntas que se encuentra en la mente de todos. Esta crisis de refugiados si para algo está sirviendo es para descubrir lo que significa verdaderamente compartir la gestión de una frontera exterior. Se trata, por tanto, de volver a reflexionar sobre los objetivos comunes de la Unión. Unos objetivos para los que no estaban pensados. La amenaza del terrorismo yihadista, el crecimiento del crimen organizado y ahora también al gestión de la crisis de refugiados. Sin embargo, parece a todas luces evidente que el problema más que dentro, se encuentra fuera. Si Europa no es capaz de proyectar estabilidad en su vecindad, parece evidente que con toda probabilidad la importara en su territorio. Al terrorismo yihadista hay que combatirlo en origen, en Siria, Irak o Libia, y no intentando identificar infiltrados entre los refugiados que llegan a la UE. En cuanto a los refugiados, obviamente, es obligación de los estados europeos ofrecer ayuda humanitaria a las personas desplazadas, pero también actuar en las causas de ese efecto expulsión que suponen los conflictos y las guerras. Por último, el impulso de la cooperación policial a través de agencias como Europol, y otros mecanismos de coordinación serán los que ayuden a combatir al crimen organizado. Sin duda, fin de Schengen no sólo no resolvería estos problemas, sino que además también terminaría con la propia Unión. ¿Qué puede hacer Europa? A todas luces parece que es urgente y necesario una pronta respuesta ante los dramáticos acontecimientos que estamos presenciando a lo largo de este año. Sin embargo, es difícil ser optimista a la luz de las últimas actuaciones desarrolladas por parte de los estados miembros escenificando una división que queda patente en cada Consejo Europeo. Por un lado, tenemos un núcleo central de países compuesto esencialmente por los países fundadores, con el apoyo de Dinamarca e Irlanda, que muestran cierta solidaridad y continúan con su tradición de ser receptores de asilados y refugiados. Por otro, tenemos a una periferia poco comprometida con la solidaridad comunitaria en esta materia. Esta situación es el reflejo de las tres posiciones enfrentadas en este debate. La primera es la que aboga por una mayor comunitarización de la política de inmigración y asilo y en la que incorporaríamos a los países del centro y norte europeo. La segunda, serían aquellos países situados en la periferia de la Unión que leen esta crisis en términos domésticos. Claros exponentes de esta posición son España, el Reino Unido y Austria. Por último, encontramos a un gran número de países, los “nuevos estados miembros”, con la excepción de Chipre, que consideran que los asuntos relacionados con la frontera sur no son de su competencia, ya que su principal preocupación es la frontera oriental y Rusia, en la que sienten que han sido apoyados como debieran por el resto de sus socios. Y así las cosas, es Alemania, a través de una estudiada escenificación en la que muestra cómo el eje París-Berlín sigue gobernando los destinos europeos, la que plantea, ante una pusilánime Francia, la necesidad de abordar la reforma del sistema de asilo europeo y pone sobre la mesa propuestas concretas de actuación. Propuestas no desprovistas de polémica, tales como la imposición de mayores restricciones en los criterios de entrada, la apertura de centros de refugiados o el establecimiento de unos estándares mínimos comunes a los 28 sobre las condiciones en las que se reciben los refugiados. El principal problema de esta propuesta, sin duda, es la ausencia del resto de estados miembros en la elaboración de la propuesta, y la ausencia de voluntad política para convocar un Consejo Europeo extraordinario sobre el tema. Ante esta situación de parálisis permanente en el seno de la Unión es todavía más necesario que nunca continuar incidiendo sobre las posibles acciones que se deberían llevar cabo para intentar sino terminar en el corto plazo, al menos frenar la sangría de vidas y dramas humanos que nos llegan cada día a través de los medios de comunicación. En primer lugar se hace necesaria una profunda reforma de la política migratoria y de asilo europea que incluya la apertura de vías legales para la presentación de peticiones de asilo en los consulados y un reparto equitativo de las cargas de refugiados, pero también la puesta en marcha de mecanismos europeos de gestión para atender las migraciones laborales, familiares, etc. Si esto no sucediera nos quedaríamos con una sensación de oportunidad perdida para avanzar en la construcción no sólo de un discurso, si no de una política de inmigración común consensuada por todos los socios. Frente al actual pesimismo, intentemos habría que intentar aprovechar esta crisis como oportunidad para avanzar e integrar esta política no priorizando como hasta ahora un intergubernamentalismo que mina de manera fehaciente la solidaridad europea. La UE está fracasando en la asistencia de ayuda humanitaria a las personas que están llegando de manera masiva a sus fronteras, de nuevo Europa fracasa tal y como sucedió con los refugiados de los Balcanes Occidentales durante las guerras de Yugoslavia. Por tanto, es imprescindible dotar de más recursos las medidas orientadas a la atención de los refugiados una vez en territorio comunitario. Se hace también imprescindible un cambio de la Política Exterior y de Seguridad Común en la que no sólo esté incluido el control de fronteras sino también la acción en el origen de las causas que provocan la salida masiva de personas. Esta acción debería tener una doble naturaleza. Por un lado, agotar las vías diplomáticas, por otro, no dudar en emplear la acción directa como por ejemplo el embargo de armas y la apertura de corredores humanitarios en las zonas en conflicto. Es decir, se trataría de poner en marcha políticas activas de conflicto y postconflicto y terminar con el cortoplacismo estratégico de la PESC. Sin duda, la UE no está atravesando su mejor momento. La crisis económica que asola a las sociedades europeas, junto con otras tanto en la zona euro, en Grecia, como en su vecindad, en Ucrania, los Balcanes y el Mediterráneo, deberían hacer reflexionar a sus dirigentes acerca de qué estrategias aplicar, puesto que las que ha venido desplegando hasta ahora son, a todas luces, insuficientes. (Ruth Ferrero Turrión, 28/08/2015)


Implicarse:
La fotografía del niño inmigrante muerto en una playa de Turquía, tras el naufragio del barco en el que el pequeño y su madre intentaban llegar a Grecia, se ha convertido en el sobrecogedor icono gráfico del drama de la inmigración que asola las orillas del Mediterráneo. El que tiene en vilo al conjunto de los ciudadanos de la Unión Europea, donde los distintos gobiernos de la UE y de los países fronterizos de los escenarios de guerra y desolación, intentan sin buscar una solución en medio de un sinfín de discusiones que de momento no han conducido a nada concreto, mientras crece el desastre por doquier. Y mientras asistimos a escenas lamentables como las de Hungría en las que miles de refugiados viven a la intemperie de la caridad, y también de otras naciones donde crecen las alambradas en contra del derecho a la vida, la dignidad y la desesperación. En estas circunstancias no caben más dilaciones, ni pérdidas de tiempo, y las instituciones internacionales y de la Unión Europea deben tomar cartas en el desastre poniendo en marcha un organismo que facilite el seguimiento de todas las operaciones de rescate y ubicación para los inmigrantes que vagan por los distintos territorios de la UE, al tiempo que se le han de facilitar las primeras y necesarias ayudas de urgencia. Y quien habla de las autoridades de la Unión Europea no puede olvidar al Gobierno de España, que continúa con actitudes reticentes, como las que expresó el presidente Rajoy ante la canciller Merkel. Cuando lo que debería de estar en marcha en nuestro país es un plan de urgencia de ayudas y la preparación de centros de acogida para las personas a las que podamos ayudar desde todos los rincones de España. Y no sólo por parte del Gobierno, sino que otras instituciones y grupos empresariales y financieros del país deberían ofrecer su colaboración en pos de combatir esa diáspora del horror que tenemos tan cerca de nuestras fronteras. En las orillas de nuestro mar Mediterráneo, que se está convirtiendo en un abismo del que luego salen a flote los cuerpos inertes de las personas ahogadas, como el de ese niño que llegó a las orillas de Turquía tras naufragar la endeble embarcación en la que el chico y sus familiares pensaron que iban a encontrar su salvación. Y hora es también que las potencias de Occidente se impliquen de una manera directa en los conflictos militares, como el de Siria, que están en el origen del horror y son la causa de la nueva oleada de refugiados que intentan llegar desesperadamente a una tierra de paz y salvación. Turquía se ha convertido en país de paso de las fronteras en guerra, y es además un país miembro de la OTAN, una organización aliada que también debería implicarse directamente en las ayudas -primero por mar- de socorro a los inmigrantes, pero también debería actuar de una manera directa y militar para forzar una solución a los conflictos que asolan Oriente Próximo y África a manos de ejércitos terroristas como los del EI, o Boko Haram, que son la fuente original de esta tremenda situación. La que provocan las caravanas y los embarques de refugiados, donde por otra parte mafias del transporte están empeorando la crisis. Los cadáveres asfixiados y hacinados en camiones, furgonetas y barcos que hemos visto y conocido en las últimas semanas son espeluznantes. Y se convierte en la prueba de que existen organizaciones mafiosas que se están aprovechando de la desesperación de miles de ciudadanos, por lo que todo ello merecería una especial atención policial de pleno control, empezando por carreteras y puertos de la UE y sin la menor dilación. Ya sabemos que nada de esto es fácil pero, al margen de reuniones y de declaraciones políticas, ha llegado la hora de una contundente acción que los ciudadanos de la UE quieren y esperan ver con unos hechos, decisiones e iniciativas inmediatas que impidan el desarrollo de este drama y fotografías como la del pequeño niño sirio ahogado en una playa de Turquía, desde donde el muchacho creyó que salía hacia un territorio próspero y de paz que nunca conoció. (Pablo Sebastián, 03/09/2015)


Despoblamiento:
[...] Leo que el llamado Estado Islámico ha derruido los templos de Bel y de Baal Shamin en la vieja Palmira, trayendo a la memoria todas las asociaciones que vinculo a esta ciudad para mí casi mítica. El agente destructor es una organización terrorista de origen suní, surgida en 2003 con la invasión americana de Irak, que se caracteriza por su fanatismo y crueldad, dos lacras que suelen ir a la par. La guerra civil en Siria ha potenciado este movimiento político-religioso, que en un principio EE UU trató de instrumentar a su favor. Una vez convertido en una amenaza general no ha quedado otro remedio que combatirlo. Ha habido incluso, pese a Israel, que buscar cada vez más el apoyo de Irán para pacificar la región. Aunque permanece la enemistad occidental al régimen de Bachar el Asad que, a pesar de la rebelión de amplios sectores sociales, sigue protegido por Irán y Rusia, para el conjunto de intereses de la región la organización que en un principio se puso en marcha para combatirlo se ha convertido en una amenaza mucho mayor. Ha tenido consecuencias catastróficas para toda la región el derrocamiento bélico de Sadam Hussein, un dictador al frente de un Estado musulmán bastante laico, aunque sufriera de la tensión entre sunitas y chiítas, que disponía de una clase media muy activa. El régimen lo dominaban los sunitas y después de su eliminación los chiítas son la fuerza dominante. Los sunitas desplazados se han atrincherado en el Estado Islámico. Nadie negará que el remedio ha sido peor que la enfermedad. Las grandes corrientes migratorias provinientes de Siria, Irak, Afganistán, que estamos viviendo en estos días son consecuencia directa de la política norteamericana de los últimos 15 años, aunque los costes recaigan ahora sobre los europeos. En una Europa envejecida, con un índice de natalidad muy bajo, los flujos migratorios, aunque a algunos les sigan pareciendo una carga inasible, deberían considerarse una bendición. La canciller Angela Merkel ha tenido el valor de enfrentarse a los medios conservadores, incluso a los nacionalistas más agresivos, recibiendo con alborozo a miles de inmigrantes. En un país en el que el 40% de las plazas de formación profesional quedan vacantes, la inmigración parece la única salida. Vienen de Siria, Kosovo, Afganistán, África del Norte, África subsahariana… El penúltimo fin de semana se alcanzó la cifra de 20.000, y este año el número de inmigrantes podrían acercarse al millón. Aun así, se calcula que en el 2020 Alemania habrá perdido un millón de habitantes. Se comprende que la preocupación mayor sea poder cubrir los puestos de trabajo que demanda el proceso productivo. Se dirá que la inmigración es una bendición, si la economía funciona y se necesita gente; en cambio, una carga inasumible si el desempleo supera el 20%. Mientras Alemania recibe con entusiasmo a los inmigrantes ilegales que atraviesan las fronteras para llegar a la que consideran tierra de promisión, España discute la exigua cifra de refugiados que Bruselas nos pide admitir. Cierto, el arribo de inmigrantes favorece la llegada de nuevas oleadas hasta un punto en que haya que decir basta. Pero cada cuestión debe plantearse a su tiempo. Ahora es el momento de distribuirlos entre los distintos Estados federados y poner a su disposición el dinero suficiente para alojarlos y sobre todo para introducirlos en el mercado de trabajo. Tanto por la mayor oferta de empleos como por la política social de estos dos países, es comprensible que la mayoría tenga como meta Alemania, o Suecia como segunda opción. Hay que dejar constancia para terminar de dos efectos no queridos. El primero, al favorecer a los países con un sector productivo lo suficientemente dinámico como para integrar a un mayor número de inmigrantes, otra vez aumentan las diferencias entre el Norte y el Sur en la zona euro. El segundo y principal es que, paso a paso, pero a la larga de manera radical, se modifica la cultura del país. Por su propia dinámica ya se va transformando, pero los cambios de mayor envergadura y sobre todo a mayor velocidad se producen por contaminación externa. La inmigración revitaliza a un país, aunque a la larga también lo trasforma por completo. Este es el miedo que expande la migración. Los pueblos hace mucho tiempo que han dejado de ser estables y homogéneos. En un mundo globalizado se disuelven las fronteras lingüísticas, culturales, así como las económicas, sociales y políticas. Malos tiempos para los nacionalismos identitarios que se levantan sobre una lengua, una historia y una cultura. Se comprende que el último vagido que escuchan lo interpreten como un renacer. (Ignacio Sotelo, 15/09/2015)


[ Inicio | Documentos | SOC | Economía | Educación | Información | Soberanía | Media ]