Soberanía: Cataluña 3             

 

Legalidad:
Quiero compartir contigo mi preocupación creciente por la evolución que está experimentando eso que damos en llamar “proceso soberanista o independentista” de Cataluña. Aunque el problema de fondo es de carácter nacionalista, lo sé, no te voy a hablar de teorías sobre el nacionalismo. Hay muchas y para todos los gustos y colores. Nada tengo que añadir. No me interesa el nacionalismo de ningún tipo. Salvo para combatirlo en lo que tiene de excluyente, de negación de la alteridad, la diversidad y la pluralidad constitutiva de cualquier Estado y, más aún, de uno como el nuestro. Nada más tengo que añadir. Salvo una duda: ¿qué es lo que te impide, querido amigo catalán, hablar tu idioma propio, disfrutar de tu cultura, mantener tus tradiciones, vivir, en definitiva, libremente todo aquello que forma parte de tu “nación cultural?”. Me gustaría saber qué es lo que te lo impide, en concreto, para combatirlo. Pues quiero que tú, al igual yo, puedas hablar tu propio idioma, disfrutar de tu cultura, mantener tus tradiciones, vivir libremente, en fin, tu “nación cultural”, la más pequeña y la más grande. ¿Realmente crees que la independencia, sea esta lo que quiera ser hoy en día, en este mundo nuestro tan imbricado, como Estado miembro que somos de una instancia supranacional a la que hay que potenciar políticamente, la Unión Europea, e insertos en una globalización que no conoce fronteras ni respeta supuestas “soberanías”, realmente crees que la independencia de Cataluña, decía, te puede convertir en algo diferente de lo que eres ya como individuo, titular de derechos civiles, sociales y políticos, en un Estado democrático de derecho como lo es el español? ¿Acaso el hipotético Estado independiente catalán al que aspiras no va a ser también un Estado democrático de derecho que reconoce derechos civiles, sociales y políticos muy similares a los que ya tienes y disfrutas por ser ciudadano español? De no ser así, por favor, te ruego que me concretes dónde van a estar las diferencias esenciales. A mí me cuesta verlas. Sé que no te va a gustar, pero tengo que decírtelo. En un Estado democrático de derecho no tiene ningún sentido apelar a la democracia para ignorar el derecho. Es una pura contradicción, porque es precisamente el derecho, con la Constitución a la cabeza, el que garantiza que la democracia sea real. Ignorar o despreciar la Constitución, o pretender saltarse alegremente lo que dispone, a través de interpretaciones de la misma manifiestamente erróneas e interesadas, constituye, antes que nada, un atentado contra la democracia. No podemos perder la perspectiva. Defender la Constitución, en definitiva, también significa defender la autonomía de Cataluña, y de los demás territorios de España, los derechos y libertades de los ciudadanos, etcétera. Ignorar el derecho, o despreciarlo, o forzarlo, es un acto de fuerza, de violencia, si se quiere llamar así. Y ya sabemos a qué conduce el ejercicio arbitrario de la fuerza: a más fuerza. No cabe referéndum independentista en nuestra Constitución, querido amigo catalán. No cabe. Sencillamente porque nuestro Estado, al igual, por cierto, que todos los Estados de nuestro entorno, por muy territorialmente descentralizados que estén, se fundamenta sobre el principio de unidad del mismo; porque, en definitiva, la cuestión de la independencia es una cuestión de soberanía que solo el soberano puede responder. Y el soberano, como sabes, en nuestro Estado, como en cualquier Estado democrático de derecho de nuestra órbita política, solo lo es el pueblo del Estado global, el pueblo español, en nuestro caso. No somos nada originales a este respecto. El referéndum consultivo que prevé nuestra Constitución, a mi juicio, solo lo puede ser sobre una cuestión que la Constitución misma no resuelve, que deja abierta. Una cuestión que es tan importante que el presidente del Gobierno y el Congreso de los Diputados deciden llamar a todo el pueblo, a todo el cuerpo electoral, para que se pronuncie sobre la misma. Después, conocida ya la voluntad del pueblo, los representantes de este tomarán la decisión oportuna, que, en buena lógica, será seguir lo aprobado mayoritariamente en esa consulta referendaria. Ese es el referéndum que acoge nuestra Constitución. Pero si aceptamos por un momento la posibilidad de que ese referéndum, de acuerdo con la Constitución, se pueda celebrar solo entre el cuerpo electoral de una parte del Estado (el cuerpo electoral de Cataluña, en este caso), inmediatamente después tendríamos que hacernos esta pregunta: ¿qué sentido tendría convocar un referéndum solo en Cataluña para decidir sobre una cuestión, la independencia de Cataluña, que para llevarse a efecto exigiría previa reforma agravada de la Constitución, lo que, en todo caso, obligaría a celebrar un referéndum entre todos los españoles? Evidentemente, ninguno. Ese referéndum en Cataluña sobre la independencia de Cataluña, de celebrarse, solo provocaría confusión, primero, y frustración, después. Confusión porque generaría la falsa ilusión entre los convocados de que ellos (o sus representantes) tienen capacidad de decisión, cuando, en realidad, esta corresponde, en último término, al pueblo español. Y frustración porque, precisamente por lo anterior, las altas expectativas e ilusiones generadas por la convocatoria y celebración del referéndum no se verían satisfechas, en el caso de que, como es previsible, el pueblo español, al final de todo el proceso de reforma constitucional, negase en referéndum lo decidido por el cuerpo electoral catalán en referéndum. Y entonces, ¿no hay salida?, te preguntarás. Por supuesto que la hay. Siempre la hay en un Estado democrático de derecho. Pero esa salida, como bien comprenderás, no puede pasar por una declaración unilateral de independencia tras unas elecciones supuestamente plebiscitarias (sea esto lo que sea, que no me queda claro). Porque eso sería un acto de fuerza que, para desgracia de todos, seguramente provocaría otros actos de fuerza, al tiempo que un desgarro muy doloroso en el seno de una sociedad que hasta el momento ha convivido armónica y pacíficamente, pero que podría dejar de hacerlo a partir de ese hachazo tajante. ¿Qué se puede hacer, entonces? Pues lo de siempre en democracia: llegar a acuerdos sobre lo posible, buscando consensos. ¡Hacer política! Y es eso, amiga/o catalán, lo que se os está negando. Tanto por parte del Gobierno de la Generalitat, como por parte del Gobierno de España, y los partidos políticos que apoyan a uno y otro. Hacer política, sí; es decir, identificar problemas reales y concretos que afectan a la ciudadanía o al país y tratar de ofrecerles soluciones realistas e igualmente concretas. Justo lo contrario de lo que se viene haciendo en nuestro país en los últimos tiempos en este terreno, en el que unos crean problemas donde no existían, y otros se niegan a buscar soluciones a problemas realmente existentes. Y ahí andamos, entre los que se arrojan burdamente a la cabeza el “sí a la independencia” y el “aguantar y no hacer nada”. Pero en democracia, como decía, hay salidas, y está en nuestras manos encontrarlas, exigiendo a unos y a otros que, en vez de arroparse en sus banderas, se pongan manos a la obra para elaborar propuestas satisfactorias para todos. Hacer política de Estado para facilitar la pacífica convivencia entre todos los ciudadanos y la prosperidad del país; no política de partido, aunque sea a costa de dicha convivencia y prosperidad. Esa es su obligación. Lo demás, el peligroso y oscuro reino de la demagogia y el populismo, que vuelve una y otra vez para socavar los cimientos de nuestra delicada democracia. No lo permitamos. (Antonio Arroyo Gil, 08/12/2014)

Voto de Pujol:
En verdad que ya nada será igual después del simulacro de referéndum del 9 de noviembre. Como una catarsis, ahora sabemos un montón de cosas que estaban sobreentendidas en la sociedad catalana. Hasta tal punto que esas cajas de cartón se convirtieron en urnas generadoras de milagros, algunos sencillos y populares. Otros, sofisticados mecanismos de relojería política que deben mucho a la escolástica, que no por nada este país nuestro, Catalunya, está impregnado de catolicismo hasta en el ateísmo más renuente a reconocerlo. Primera lección fundamental. El independentismo en Catalunya abarca con precisión una masa ciudadana que no alcanza los dos millones. Ahora bien, esa minoría abundante controla de manera casi exclusiva buena parte de la vida social del país, empezando por los medios de comunicación y terminando con la exhibición pública agobiante de sus consignas y su afán por representar la parte como un todo. Ellos son Catalunya, los demás son adversarios a los que acojonar. Baste decir que el proceso de intimidación durante la campaña por el simulacro de referéndum llegó hasta el borde de lo cómico: las caceroladas. Las caceroladas nacen en España como protesta contra el poder que no les escucha -la guerra de Iraq, por ejemplo- pero hacerlas en Barcelona donde el único poder real es el de quienes manejan la Generalitat, podría interpretarse como un ejercicio de intimidación hacia el vecindario que no comparte las ideas de los caceroleros. Porque lo más curioso de la situación que estamos viviendo en Catalunya no es que los pretendidos actos de afirmación independentista sirvan para aclarar algo, sino al contrario, lo confunden más. Ahora es más difícil que antes entender qué carajo defiende cada grupo; si es que defiende cosa alguna o se limita a dejarse llevar por la ola del independentismo. Y si quieren ejemplos vivos, que es lo que la gente desea que le indiquen y se dejen de hablar por alusiones, metáforas y metonimias, las diversas posiciones de la casta política catalana -tan veterana en el juego del bueno y el malo, o del seny y la rauxa- bastaría seguir el curso sinuoso hasta lo imposible de personajes tan diferentes como Duran Lleida y Joan Herrera, cuya versatilidad concluía en la sumisa aceptación de la presión de sus huestes. El deterioro de los créditos de la clase política catalana observado fríamente, sin la abnegación a que obliga el servirles y recibir sus regalías, es tan llamativo que convendría detenernos un rato antes de seguir. Aunque sólo sea porque no es frecuente hacerlo. La complicidad entre esa casta hegemónica que hace como que gobierna pero que se oculta cuando debe dar cuentas de su tarea, y ese pinyol del millón ochocientos mil voluntariosos independentistas -entre los que cabe incluir a la intelectualidad vicaria y respetuosa con el mando- se exhibe con el desparpajo de quien desdeña al resto, lo marginaliza, lo convierte en extraño a su tierra; cuando en realidad son la mayoría frente a los conversos. Hay quien se admira de la voluntad popular de los 40.000 voluntarios para la consulta trucada. El voluntariado protegido, alimentado y ensalzado por el poder político no es una fuerza popular sino un recurso de quienes detentan la hegemonía. Y digámoslo claro, el caso Palau demostró la evidente inexistencia de la sociedad civil catalana, a menos que consideráramos como tal el arte de otorgarse bombos mutuos y cubrirse patrimonios y queridas. Y como la sociedad -no la catalana sólo, sino todas- no soportan los vacíos, nació un sucedáneo de sociedad civil catalana, alimentada de muy diversas formas por las instituciones, algunas tan inquietantes como el partido que dice que nos gobierna, cuya sede sigue embargada por los tribunales de justicia. Así se vigorizó Òmnium Cultural y se inventó la ANC. Por eso creo que no se está forjando el partido del president, sino que Artur Mas ha pasado lista de sus protegidos y les ha llamado para que cumplan; que al fin y a la postre no todo va a ser ayudarles a figurar. Ahora le toca a él salir del atolladero y pasar las facturas. Algunos más reacios a la evidencia se resisten. La perplejidad desarbolada del líder de ERC, el sentimental Oriol Junqueras, ha bajado tantos enteros en el ranking que hasta los medios bajo control le han quitado el derecho a llorar por la independencia en horario de máxima audiencia. El principio de que los ciudadanos de Catalunya somos inmunes a la corrupción y exquisitamente democráticos es otra de las milagrosas conclusiones de ese remedo de referéndum del 9-N. Un castizo lo llamaría la consulta de Juan Palomo, porque los mismos que convocan, se anuncian hasta el agobio a costa del erario público, barren como si se tratara de residuos de ciudadanía a los oponentes, y para acabar la machada, instalan las urnas de cartón desechable, meten las papeletas y ellos mismos las cuentan. ¡Imaginan que algo similar se hubiera hecho en Extremadura, Andalucía, o Euskadi! Es la primera consulta estilo kosovar que se celebra en España desde aquella de diciembre de 1976, también llamada de la Reforma Política. No es posible en democracia ser al tiempo juez y parte. La más inquietante de las evidencias provocadas por la parodia de consulta consiste en que la hegemonía de menos de un tercio de la población en edad de responsabilidad política, incluidos los adolescentes, sea la que decide quién es catalán de pro y quién no, quién tiene aval de ciudadanía y quién no. Si la cosa será grave que hasta han pasado por las casas, de una en una, para que cada cual ratifique sus querencias políticas; entendiendo que abstenerse de hacerlo es más grave que reconocerlo. Pero, pregunto: ¿hasta dónde vamos a llegar en este sistema de ciudadanos supuestamente virtuosos desde la cuna, frente a la mayoría de pecadores? Recuerdo cuando en Euskadi el elogio de la lengua alcanzaba hasta las opiniones de un inefable sacerdote de otro siglo que consideraba al euskera como la lengua hablada entre Adán y Eva. Pero aquello provocaba vergüenza ajena y nadie quería hacerse eco de tales estupideces que no sólo carecían del poder de alimentar la autoestima del pueblo vasco sino que le devolvían al parvulario. Ahora el fenómeno se ha trasladado aquí y resulta que desde Colón a Leonardo da Vinci, pasando por Santa Teresa, Cervantes, y no sé quién más, nacieron o se formaron en Catalunya, y esa generación corrupta e impune que es la mía, taciturna en los desmanes, se suma a la cohorte de perritos falderos de una clase política corrupta pero fecunda en la fabricación de autoestima. Bastaría la imagen del exhonorable Jordi Pujol haciendo cola para votar acompañado de su esposa en su papel de lady Macbeth de la Floricultura, cuando un indignado autóctono, que los hay en número muy superior aún al de los voluntarios de la camiseta amarilla, le afronta con un “¡vergonya, vergonya!”, como si esa escueta “vergüenza” expresara todo el desprecio hacia el impostor que dispuso durante 23 años del agua en el oasis. Hete aquí que sus compañeros de cola, nunca mejor dicho, probos ciudadanos, salieron en defensa del delincuente, del gran padre Pujol, y exigieron un respeto para quien les había engañado con tanta desfachatez. Aunque habría que explicarlo más por lo menudo, me atrevo a apuntar un pequeño detalle de gran significación. Estoy seguro que todos los imputados, condenados y presuntos estafadores, todos, sin excepción, votaron sí-sí, porque en definitiva la independencia sería su amnistía, y si no que se lo pregunten al líder de las CUP, ese compadre de Oriol Pujol Ferrusola en el palco del Barça en una instantánea imborrable. Por cierto ¿ningún medio de comunicación detectó dónde votaron los eminentes hombres de empresa apellidados Pujol Ferrusola? ¿O es que mandaron el voto por correo? Igual que estamos fichados los que no votamos, con mayor razón lo estarán los que lo hicieron. Desconozco si había urnas en Ginebra y las Barbados. (Gregorio Morán, 15/11/2014)


Legitimidad:
El presidente de la Generalitat, Artur Mas, apelaba en presencia del fiscal jefe de Cataluña, José María Romero de Tejada, en la entrega de los Premios del Día de la Justicia, a “no confrontar la legitimidad democrática y la legalidad del Estado de derecho, porque eso supone llevar las cosas al límite”. La tesis que viene a mantener el señor Mas es que el presidente del Gobierno español se habría venido aferrando a la legalidad española, mientras que él sería el portador de la legitimidad democrática. Esta manera de ver las cosas constituye un sofisma, es decir, un argumento en defensa de una tesis que, sin embargo, es falsa. Desde la perspectiva de la legalidad recordemos que según el derecho internacional el pueblo catalán no está incluido dentro de aquellos que son titulares del derecho de libre determinación. Tampoco el derecho internacional, en ningún instrumento jurídico o político, reconoce el derecho a decidir, que es un sinónimo adulterado del anterior. Allí está el precedente de las islas Åland, de los años veinte. La referencia al derecho a decidir puede ser una invocación a la democracia, que enlaza con la legitimidad democrática como mejor modelo, pero no resuelve la cuestión de cuál es el cuerpo electoral, que en nuestro sistema constitucional es la nación soberana, que es la española. En los modelos antiguos de la Edad Media no se distinguía entre legalidad y legitimidad, pues en la teoría descendente del poder la jerarquía legal era legítima (Carl Schmitt). Esta equiparación entre legalidad y legitimidad también se ha dado en modelos modernos. Es verdad que en la modernidad se construye una nueva legitimidad, al sustituirse, como indica Habermas, el derecho sacro de origen divino por el derecho natural racional, en una nueva ética profana desligada de la religión. Pero cuando llegan con fuerza en el XIX y XX el positivismo y el normativismo, la legitimidad se vuelve a convertir en la creencia en la legalidad, que en mi opinión son nociones distintas. Max Weber, referente de análisis de los modelos de legitimidad (religiosa, carismática, racional legal, este último es el modelo democrático), identifica legitimidad y legalidad, en una posición algo insuficiente. Por ello Habermas —o Rawls— han considerado que la dominación política no puede tener su legitimidad al margen de una teoría procedimental de la justicia. Un modelo, aunque sea democrático, necesita ser legítimo en el sentido de que se respeten no solo las reglas jurídicas sino también los procedimientos de cambio y que, además, sea permeable a valores y principios morales, o si se quiere de ética pública. Todos estos criterios, tanto los weberianos como estos últimos, se encuentran en la Constitución de 1978; nuestra Carta Magna aúna no solo la legalidad sino también la legitimidad. En el debate legalidad-legitimidad todos tendrían que respetar el fair play, las reglas del juego limpio, la lealtad a lo pactado, además del clásico pacta sunt servanda. El núcleo duro del consenso constitucional no es solo legalidad sino también legitimidad, cuya transformación requiere respetar el procedimiento de cambio de las reglas y, por tanto, seguir la vía de los artículos 166 o 167 de la Constitución. Son las reglas constitucionales las que, al organizar el poder, permiten que Artur Mas sea molt honorable, por lo que debería ser leal con la legalidad y la legitimidad que son la fuente de su poder. Es legítimo que pretenda cambiarlas, pero no lo es que se las salte para ello. Mas ha perdido, hace tiempo, la legitimidad de ejercicio. Decía Kelsen, en su Teoría general del Derecho y el Estado, que legalidad y legitimidad son la misma cosa, salvo en caso de golpes de Estado. El señor Mas ha indicado que la no aceptación por el Tribunal Constitucional del estatuto catalán supuso la ruptura del consenso constitucional. Este argumento no se sostiene, pues es el órgano que ejerce el control de constitucionalidad. Junto a la legalidad y a la legitimidad no hay que olvidar el principio de efectividad que exige que el Estado de derecho no se doblegue ante los embates separatistas. Hay que defender el Estado, y el Estado de derecho, que en el caso de España no solo es lo legal sino también lo legítimo, lo que también es aplicable en Cataluña. Y también requiere esto una inteligencia emocional en el tratamiento de la cuestión, y de la riqueza de España, que tiene como una de sus señas de identidad la diversidad lingüística y cultural. Esa unidad en la diversidad, que es nuestra señala de identidad, requiere una gestión política que es muy compleja. Por ello, tanto el PP como el PSOE, o el resto de los partidos que no quieren hundir el sistema democrático actual, deben no solo defender la legalidad y la legitimidad de la Constitución, sino también intentar que siga siendo un pacto fuerte para el futuro, con la flexibilidad que se requiere para gestionar sociedades diversas. Esto requiere altura de miras de todos y una renovación del consenso constitucional que permita su desarrollo o su reforma. No puede hacerse con titulares de periódicos sino encontrando fórmulas que permitan o una mutación constitucional, en el sentido de Jellinek, o una reforma constitucional, ambas desde el fortalecimiento del consenso. Finalmente habría que poner en valor que la Constitución de 1978 ha permitido lo mejor de nuestra historia y que el “derecho alternativo” que se nos ofrece es una quimera, como dijera su majestad el rey Juan Carlos, que se plantea al margen de la Unión Europea, del euro, de las organizaciones internacionales, de los lazos humanos que a todos nos unen y de la historia común. (Carlos R. Fernández Liesa, 06/12/2014)


Sujeto:
El nacimiento de nuevas soberanías políticas, lo mismo que la disgregación de las ya existentes, son hechos neutros desde la perspectiva de los derechos y el bienestar individual. Resulta como consecuencia inútil discutir sobre las ventajas o inconvenientes para los ciudadanos del mantenimiento de la unidad de España o la independencia de Cataluña. El debate no tiene que ver con los derechos de las personas sino con los de las naciones. Para los nacionalistas, las naciones son sujetos colectivos con derechos e intereses propios al margen y hasta en contra de los de quienes las constituyen. Esa es la pulsión antidemocrática de todo nacionalismo. Una humanidad dividida naturalmente en naciones, plantas de la naturaleza las llamó Herder, cuyo objetivo último sería el de su plena realización como sujetos políticos autónomos, un bien en sí mismo. El problema surge porque, a pesar de su proclamado origen natural, las naciones no son sino que se imaginan, cuestión de fe más que de razón. Se cree en una nación y no en otra lo mismo que en este dios y no en aquel. Tanto los creyentes religiosos como los nacionalistas están convencidos de que el suyo/suya son verdaderos y los de los demás, invenciones más o menos espurias. Para un nacionalista español, la única nación verdadera es España, Cataluña si acaso una región; para uno catalán, la verdadera es Cataluña, España si acaso un Estado. Pero a diferencia de lo que ocurre con la religión, progresivamente reducida al ámbito de lo privado —pocos son hoy, al menos en el ámbito occidental, los que piden correspondencia entre Estado e identidad religiosa—, la nación se ha convertido en el sujeto político por excelencia de la modernidad y el “a cada nación, su Estado; y a cada Estado, su nación” en uno de los axiomas más indiscutidos del imaginario político contemporáneo. Este y no otro es el fondo del desencuentro entre el Gobierno español y el catalán. Mientras que para el primero el sujeto de soberanía es la nación española, para el segundo lo es la catalana, igual de naturales y preexistentes a la voluntad de los ciudadanos, tanto la una como la otra. Y no es sólo un problema de Gobiernos sino también de ciudadanos. Son muchos los españoles, probablemente la mayoría, que consideran que el único sujeto político legítimo es España y muchos los catalanes para quienes lo es Cataluña, posiblemente también la mayoría, si consideramos no solo los que en un referéndum votarían a favor de la independencia sino a todos los que creen que el marco de decisión debe de ser Cataluña, no el Ampurdán, España, Europa o cualquier otra supuesta comunidad natural, al margen de cual sea el sentido de su voto. Escenario endemoniado, consecuencia no de una serie de decisiones azarosas y más o menos desafortunadas, de la reforma del Estatuto al recurso de inconstitucionalidad del PP, sino del éxito del proceso de construcción nacional llevado a cabo por los Gobiernos de la Generalitat y del paralelo fracaso del promovido por los Gobiernos de España. No es un juicio, sólo una constatación. La incapacidad de los Gobiernos de Madrid, socialistas o populares, para argumentar y defender la existencia de la nación española como base de su legitimidad ha sido casi absoluta; la inteligencia y perseverancia de los de Barcelona para argumentar y hacer atractiva la de la catalana, ejemplar. Tanto que una hipotética Cataluña independiente se vería enfrentada al dilema de tener que erigir un monumento al hoy denostado Jordi Pujol como padre de la independencia, sin duda merecido, y finalmente el expresident sólo tendría, en el peor de los casos, las manos manchadas de dinero, y no de sangre como ocurre con la mayoría de los padres de naciones cuyas estatuas ornan calles y plazas a lo largo y ancho del mundo. Una situación sin duda complicada y frente a la que la respuesta de los dos grandes partidos políticos españoles resulta como poco sorprendente. El partido en el Gobierno se ha limitado a afirmar su voluntad de hacer cumplir la ley y a hacer veladas amenazas con las negativas consecuencias que para los catalanes tendría su separación de España. Una respuesta, la segunda, que ni siquiera merece ser tomada en consideración, no así la primera, correcta, pero que olvida, voluntariamente o no, que el problema no es jurídico sino político: lo que los nacionalistas catalanes están cuestionando no son las leyes sino su fundamento de legitimidad, el sujeto de soberanía para ellos es la nación catalana, no la española. Algo que puede ser ignorado a corto plazo pero no a largo y ni siquiera a medio: si la voluntad de erigirse en sujeto político soberano persiste entre una mayoría de catalanes, la situación acabará volviéndose insostenible y de poco servirá el mantra de hacer cumplir la ley. El principal partido de la oposición, el PSOE, ha optado por la que ha sido la respuesta habitual de la izquierda española desde el momento de la Transición, la de más autonomía, que en estos momentos parece concretarse en una reforma constitucional de tipo federal. Propuesta coherente con la trayectoria reciente de este partido, no tanto con la histórica, pero que desde la perspectiva que aquí se está analizando tiene el inconveniente de que no solo no soluciona el problema sino que lo agrava todavía más. Un Gobierno de la Generalitat en manos nacionalistas, con más competencias de las que tiene en estos momentos y con más recursos para llevar a cabo su proyecto de construcción nacional, no parece el mejor camino para el mantenimiento de Estado-nación español, si es este el objetivo que se persigue. Y no cabe lamentarse de falta de lealtad constitucional. La única lealtad de un nacionalista es con su nación, pedirle a uno catalán que no haga todo lo que esté en sus manos para convencer al resto de los catalanes de que no son españoles es algo así como esperar de un misionero católico que no intente convertir a un politeísta con el argumento de que su religión es falsa. La solución, desde la perspectiva de un razonable agnosticismo sobre el hecho nacional, no pasa por asumir la agenda política nacionalista en torno a si más o menos autogobierno sino por la defensa de una centrada en los derechos de los ciudadanos y no en los de las naciones. La discusión sobre las ventajas e inconvenientes de un modelo federal, por ejemplo, debe y puede plantearse desde lo que es bueno o malo para los españoles, no como respuesta a las demandas de un nacionalismo catalán que razonablemente nunca se va a dar por satisfecho. Su objetivo es la construcción de un Estado-nación catalán, no mayores o menores cuotas de autogobierno o de dinero, por supuesto igual de legítimo o ilegítimo que el de los que defienden el mantenimiento del Estado-nación español. No es seguro que en estos momentos una agenda política basada en los derechos e intereses de los ciudadanos, no en los de las naciones u otros entes teológicos, sea ya posible pero sí que es la única que permitiría una salida razonable al bucle melancólico de los debates sobre la identidad en los que la sociedad española, a uno y otro lado del Ebro, lleva décadas enfangada. (Tomás Pérez Viejo, 10/12/2014)


Europa:
Es posible que el president de la Generalitat no quisiera hacer coincidir la publicación de su artículo Por una Cataluña libre y europea en el diario francés Libération (24 de marzo) con la presencia del rey Felipe VI en París a invitación del presidente Hollande. Pero como en los últimos años, Artur Mas y todo su equipo han dejado de lado las tareas de gobierno para dedicarse a tiempo completo a la conspiración, que es más divertida. Tampoco es descartable que la publicación estuviera programada para hacer daño al jefe de Estado y deslucir su visita. A su deslealtad se sumaría entonces la descortesía. Tan malas han sido las formas como pobre el fondo. Se anuncia el carácter plebiscitario de las elecciones de septiembre, que quedarán “transformadas en un referéndum sobre la independencia”; se amonesta al Tribunal Constitucional por haber perdido “su condición de árbitro”; se informa al público francés de la creación de las ya entrañables “estructuras de Estado” y se lamenta, en el párrafo más injurioso, el carácter “perfectible” de la democracia española, fruto de la “débil tradición democrática” de España en los últimos dos siglos. (Esto último tiene guasa: como si la tradición en Cataluña hubiera sido distinta). Se ha respondido ya muchas veces a los magros argumentos del soberanismo, pero hay que seguir haciéndolo. En primer lugar, las elecciones plebiscitarias no existen. Existen, eso sí, los plebiscitos, instrumento caro a regímenes autoritarios y populistas donde a la población se le da la opción —después de una asfixiante labor de aleccionamiento en la opción correcta— de adherirse a la política prefigurada por el que manda. Unas genuinas elecciones democráticas implican pluralismo de opciones y respeto al marco legal. No son un contrato de adhesión ni pueden convalidar cursos políticos inconstitucionales. La andanada contra el Tribunal Constitucional tampoco tiene justificación. La anulación de la Ley de Consultas era ineludible, toda vez que la Constitución reserva claramente al Gobierno central la competencia para autorizar referendos. La ley era inconstitucional y los soberanistas lo sabían. En todo caso, no se dice lo suficiente que a lo largo de su historia el Constitucional ha sido particularmente sensible al hecho autonómico y en muchas ocasiones ha fallado a favor del autogobierno y contra el Gobierno central. Por mencionar tres instancias significativas, lo hizo cuando derogó la LOAPA (y entonces el Gobierno central del PSOE encajó la derrota con respeto); lo ha hecho muchas veces intentando conciliar la inmersión lingüística con los mínimos derechos razonables para los castellanohablantes (hay que decirlo una y otra vez: en ese paradigma de democracia que a los nacionalistas les parece Canadá, la inmersión obligatoria estaría prohibida); y lo hizo cuando sentó una doctrina que flexibilizaba el principio de unidad de acción exterior del Estado para permitir a las Comunidades Autónomas abrir delegaciones en el exterior y tener allí sus funcionarios desplazados. Naturalmente, las actuales delegaciones de la Generalitat, impropiamente embajadas, solo sirven al propósito de desprestigiar a España y propagar el argumentario victimista que justificaría la secesión. A esa misión responde también el rosario de artículos que el soberanismo ha ido colocando en la prensa internacional. Esta tarea topa con un ligero escollo que el radar del soberanismo no detecta. Los nacionalistas catalanes creen que el mundo les guiña un ojo y comparte la pésima opinión que ellos tienen de España. Se equivocan. Aunque a los independentistas les dé la risa al leer esto, lo cierto es que España es un país respetado en el mundo. Como diplomático español he podido constatar que nuestro país concita un considerable caudal de simpatía fuera de nuestras fronteras. Ningún país cree que España sea esa realidad casposa, artificial y poco democrática que pregona Mas. Ninguna personalidad o mandatario extranjero cree que Cataluña o el País Vasco estén oprimidos o su separación justificada. Los intentos de tirar de la manga de la comunidad internacional para que pose su mirada en el conflicto catalán, cuando esta concentra su atención en verdaderos problemas, como la guerra en Ucrania, la amenaza yihadista o el cambio climático, dan un poco de vergüenza. La pretensión de que “es ridículo pensar que queremos crear una nueva frontera” es tan absurda que no merece comentario. Sí lo merece la tesis de que el nacionalismo catalán es europeísta y “defensor entusiasta de la construcción europea”. Muy al contrario, el proyecto soberanista es antieuropeo. En primer lugar, se da de bruces con la legalidad europea, que haría a una Cataluña independiente salir de la Unión y pasar por un procedimiento de readmisión. En segundo lugar, el ordenamiento interno de casi cualquier Estado miembro pondría las mismas trabas, o muchas más, al intento de una parte de su territorio de independizarse. El Gobierno italiano ha recurrido ante los tribunales la celebración de un referéndum de independencia en el Véneto. Las autoridades francesas han instado la ilegalización de una asociación del sur de Francia por promover un referéndum de independencia. El ordenamiento alemán prohíbe la existencia de partidos que militen contra la Constitución alemana. Y es que la mayoría de Constituciones democráticas declaran la indivisibilidad de sus territorios (lo hace incluso la interesante constitución non nata del juez Vidal). Quizá Francia, Italia y Alemania también son democracias perfectibles… No: en democracia se puede decidir sobre muchas cosas, pero no sobre las fronteras del Estado donde esa democracia se despliega, despojando por tanto de derechos de ciudadanía a los que quedan del otro lado de la raya. La moderna ciudadanía democrática es esto: ni los ricos se autodeterminan de los pobres, ni los hombres de las mujeres, ni los heterosexuales de los homosexuales, ni los católicos de los ateos, ni —sin que medie sólida justificación de la que el nacionalismo carece— los catalanes nacionalistas del resto de los españoles. Crear un nuevo Estado de tintes étnicos por vanidad y capricho no encaja precisamente en el sueño europeo. Pero hay más, algo que el independentismo no capta: Europa se ha construido contra el nacionalismo de entre las ruinas provocadas por el nacionalismo. Esto significa, entre otras cosas, que la Unión Europea se erige contra el recuerdo. Es decir, contra la idea de que las guerras pasadas debían seguir generando animosidad entre europeos. La Unión, concebida y creada pocos años después de la ocupación de París o del bombardeo de Dresde, se ha hecho contra el resentimiento nacional. Pero ahí tenemos a un Gobierno que se solaza en atizar el odio recreando una guerra civil terminada hace tres siglos, presentándose como paladín del europeísmo. Chocante. El president escribe en nombre de los catalanes, aunque nunca ha querido representar más que a la porción independentista, por él llamada “los de casa”. Titula Por una Cataluña libre y europea. No se conforma con pedir una Cataluña independiente; pide que la liberen. Pero Cataluña ya es europea y ya es libre. No necesita ser liberada más que de quienes quieren acabar con su alegre carácter mestizo, abierto y tolerante. (Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst, 06/04/2015)


Nórdicos:
“¿Cuál es la diferencia entre vivir hoy en Dinamarca, un país donde la vida es cómoda, próspera, segura, incluso aburrida y muy larga, o en Siria, donde es violenta, impredecible, miserable y, para demasiados sirios, muy corta?” se pregunta David Runciman, profesor de ciencias políticas en Cambridge, en un ensayo (‘Política’, Ed. Turner) recientemente traducido al español. “Lo que distingue a Dinamarca de Siria es la política”. El primero es un país con un sistema democrático en el mejor sentido del término. El otro es un Estado fallido. “La política no crea las pasiones y los odios humanos; tampoco es responsable de las catástrofes naturales o las recesiones económicas, pero puede agudizarlas o mitigarlas”. Todo es política. Buena o mala política. La política de la sensatez frente a la política de la confrontación y los sueños identitarios. Por eso frente a las tesis que tratan de criminalizarla como una actividad deleznable, la política se yergue como un instrumento decisivo que nos permite vivir en sociedad y nos procura el bienestar y la seguridad personal. Por eso es tan importante la política en nuestros días. La buena política, frente a la que imagina paraísos perdidos donde nunca existieron, viajes a Ítaca que nunca llegarán a destino, quiebras de la paz social, inestabilidad y pobreza. Dinamarca o Siria. Tras imaginar una Cataluña independiente reflejada en el espejo de Kosovo, Letonia y otros países no particularmente atractivos como los citados, los apóstoles del independentismo tuvieron el buen sentido de colocar por fin su punto de mira en Dinamarca, la rica Dinamarca y su impresionante Estado del Bienestar financiado con unos impuestos que cualquier conspicuo liberal calificaría de confiscatorios. Pero el ejemplo danés ya no es lo que era (‘El modelo nórdico se agrieta y plantea nuevas reformas‘, Vozpopuli 15 de marzo), y es poco probable que los catalanes compren esa idea de convertir Cataluña en Dinamarca que le vende una elite política cuyo sueño consiste en poner sus dineros a buen recaudo en Andorra y otros paraísos fiscales. Es preciso disponer de un humor excelente para tolerar las contradicciones de un nacionalismo burgués cuyo líder, Artur Mas, aseguraba el lunes en Gerona que “Recular [apearse del soberanismo] implicaría perder la capacidad de decisión, la dignidad como pueblo”, como si la dignidad de ese pueblo -la del pueblo español en general- no hubiera sufrido ya lo suyo en la rambla de corrupción que anega la Cataluña del 3% -o del 6%, vaya usted a saber-, cuyo estandarte es la corrupción de esa especie de royal family autóctona que encarna el matrimonio Pujol Ferrusola e Hijos. Y sí, tiene razón Arturo, el independentismo está reculando, entre otras cosas porque es muy difícil vivir en el grado de ensimismamiento (“vivo sin vivir en mí”, que decía la santa) que exige un viaje como el que propone la alianza entre Mas y Junqueras, dos líderes de ideologías dispares que sinceramente se detestan como todo el mundo sabe. Y está reculando tanto que, desde el subidón identitario que supuso el amago de consulta del 9-N, nada se ha sabido de la movida catalana durante semanas, incluso meses, en un país, España, pendiente de otras cuestiones tan excitantes como ese no-idilio pero mucho más importantes. La publicación el 18 de marzo de los datos del Centre d’Estudis d’Opinió –el CIS de la Generalidad- de su primer barómetro de 2015 supuso un auténtico jarro de agua fría para las aspiraciones nórdicas del independentismo, al poner en evidencia que la suma de escaños de CiU y ERC no alcanzaría ahora la mayoría absoluta y, sobre todo, que el 54,4% de los encuestados no se siente independentista, frente al 42,4% que sí. Una deferencia de 12 puntos, que hace añicos la supuesta partición de la Comunidad en dos mitades casi idénticas. El mecano nacionalista va perdiendo piezas por el camino Para una gente que lleva tantos años aferrada a la matraca identitaria (esto sí que es tamborrada y no la de Calanda), con todo a favor, con los medios de comunicación entregados a la causa, con dinero sin límite para gastar en organizaciones “transversales” tipo Òmnium o ANC (pura sociedad civil subvencionada), y sin contrincante enfrente, tiene que ser muy frustrante que casi el 55% de los catalanes comparezca y diga que no compra esa mercancía y que quiere le dejen en paz. Porque lo más asombroso del procès es que el nacionalismo está jugando el partido en casa y sin contrario, sin enemigo enfrente, porque el Estado no ha comparecido, Mariano Rajoy y su Gobierno llevan años haciendo mutis por el foro, sin entrar al trapo, sin echar leña al fuego, sin alimentar el victimismo de los de siempre, simplemente esperando que la tripulación independentista se pierda en el mar de los Sargazos de su impericia, dejando que se cueza en su propia salsa. De donde se colige que el señor Rajoy –y no se me amontonen los lectores dispuestos a degollar sin piedad a quien tenga la osadía de no poner a parir al Presidente-, tan criticable por tantas razones, puede que no lo haya hecho tan mal a la hora de no-afrontar un problema con el que, como recuerda la célebre sentencia de Ortega, no queda más remedio que convivir. El suflé ha bajado, bien cierto; el mecano va perdiendo piezas por el camino, empezando por la propia CDC, convertida hoy en un retrato en sepia de lo que fue, con un Duran i Lleida que, pese a su camaleonismo congénito, es seguro que no aceptará ir de la mano de Mas hasta el filo del barranco. Y siguiendo por una ICV que tampoco parece dispuesta a actuar de comparsa por más tiempo, y terminando por un Ciudadanos capaz de neutralizar con ventaja la sangría de PPC y PSC, y un Podemos cuya irrupción en el antaño “estanque dorado” ha sido la bomba que ha hecho saltar por los aires los planes del independentismo más añejo. El suflé ha perdido altura, pero no ha desaparecido ni mucho menos. La realidad es que un tercio, grosso modo, de los catalanes apoya las tesis independentistas, lo cual convierte la situación de un polvorín que amenaza la paz y la prosperidad de los 2/3 restantes. En ello andábamos, cuando el independentismo ha optado por una nueva vuelta de tuerca, patada a seguir o hilo a la cometa (el desembarco en la Cataluña nórdica iba a tener lugar en 2014, después en abril de 2015, y ahora parece que será en mayo de 2017), con una hoja de ruta remozada que convierte en plebiscitarias las eventuales autonómicas del 27 de septiembre. Mas, un tipo desacreditado donde los haya, sigue empeñado en llevar hasta el final su desafío al Estado, arrastrando a Cataluña incluso a un enfrentamiento directo con el resto de una España en la que los catalanes siempre jugaron un papel esencial, aunque ello implique situarse en una posición de abierto desacato a la ley y, lo que es peor, sabiendo que esa aventura es pura quimera, porque ningún país europeo de cierta importancia, ningún país importante con un régimen de libertades reconocidas aceptará nunca la segregación de una parte de su territorio, y menos porque así lo pretenda una parte minoritaria de su población, cosa que reconocen en privado los señores de CiU, empezando por el propio Francesc Homs, ejemplo de cinismo consumado. Hacer de España -y Cataluña- una realidad democrática Que el independentismo se cuece en su salsa es una realidad difícil de camuflar por más hojas de ruta que se diseñen. Los padres de la Dinamarca catalana no han logrado su objetivo en el punto más débil de la deriva de España como nación. La elite política nacionalista juzgó posible romper las cuadernas de un Estado zarandeado por todas las crisis, pero ha fracasado en el empeño. En realidad, los datos del CIS catalán tienen mucho que ver con la paulatina mejora de una economía cuyo PIB podría crecer este 2015 por encima del 3% (tampoco se me amontonen ahora los foramontanos del desastre perpetuo), y es evidente que en la medida en que el crecimiento y la creación de empleo vayan haciendo su aparición y mejorando la vida del español común, el viaje a Ítaca de los illuminati irá perdiendo sus perfiles más románticos, si alguna vez los tuvo, para aparecer como lo que siempre fue: una locura propia de botarates. Llegados a este punto, conviene recordar de nuevo lo evidente: España no dará una salida racional y creativa a su diversidad, no acabará con las tensiones disgregadoras del separatismo, hasta que no sea de verdad un país moderno, sobre todo un país no corrupto, por encima de todo un país de cuya calidad democrática puedan sentirse orgullosos todos los españoles, catalanes incluidos. Es obvio que ese sí es un país que merece la pena ser soñado, un país, por tanto, obligado a un cambio en profundidad, un cambio sensato que pasa por una reforma de la Constitución capaz de hacer de la española una sociedad democrática volcada al futuro, capaz también de transformar la nación identitaria nacionalista en una nación de ciudadanos libres e iguales, en la que sea posible hacer realidad los ideales de justicia y libertad. Mientras eso llega, y mientras los ardores de Mas se cuecen al pil-pil como el bacalao, el riesgo que viene tiene que ver con la gestión del paisaje de tierra quemada que la elite nacionalista va a dejar en Cataluña, tiene que ver con cómo soldar la enorme fractura emocional y social que deje por herencia tamaña locura, porque hay muchos catalanes, la mayoría de ellos bien intencionados, que se creyeron la milonga nórdica, algunos de los cuales, los más envenenados, podrían tener la tentación incluso de recurrir a la violencia para dar salida a su frustración. Ese es el problema. (Jesús Cacho, 05/04/2015)


Concierto Navarra Cataluña:
La petición de Cataluña de un «concierto fiscal» semejante al régimen de convenio de Navarra y de concierto del País Vasco ha provocado reacciones encontradas. Algunos neocentralistas han aprovechado la oportunidad para denunciar como insolidarios, injustos e injustificados dichos regímenes. El origen de ambos sistemas tributarios es muy diferente. En el caso de Navarra se trata de una potestad originaria del reino de Navarra asumida, sin solución de continuidad, por el nuevo régimen foral pactado en 1841 para poner punto final a su existencia como reinode por sí, en el que permanecía desde 1515, e incorporarlo al Estado surgido del triunfo definitivo de la revolución liberal al término de la primera guerra carlista (1833-1839). Conforme a la Ley Paccionada de 1841, Navarra conservó su derecho a establecer y mantener su propio sistema tributario. Bien entendido que ya no se trataba de potestades soberanas sino autonómicas, pues en el ejercicio de sus facultades fiscales la Comunidad Foral ha de sujetarse a una serie de límites exigidos por la necesidad de armonizar el sistema navarro con el del Estado para evitar que se produzcan distorsiones en el mercadocomún español. En el convenio económico, además de tales principios armonizadores, Navarra se compromete a mantener una presión fiscal efectiva equivalente a la de régimen común. La idea -muy extendida- de que la comunidad navarra es un paraíso fiscal, donde sus ciudadanos no pagan impuestos es radical y absolutamente falsa. Por último, en el convenio se establecen las normas para fijar la aportación de Navarra a las cargas generales del Estado, que se calcula mediante un procedimiento objetivo, aplicando al conjunto de gastos estatales en materias que no sean de la competencia foral -y en el cálculo se incluyen además los fondos de solidaridad- un índice de imputación equivalente a la renta relativa de Navarra en el conjunto nacional. Todo este sistema forma parte de los derechos históricos de Navarra amparados y protegidos por la Constitución española en su disposición adicional primera. No es, pues, un sistema privilegia- do, ni graciosamente otorgado, ni menos, insolidario. El régimen de conciertos económicos del País Vasco tiene un origen histórico diferente. Las provincias vascongadas -Álava, Guipúzcoa y Vizcaya- nunca tuvieron soberanía tributaria. El rey -y no las Juntas Generales- era quien aprobaba los tributos de cada provincia para el sostenimiento de sus servicios públicos. Pero por su especial estatus en el seno del reino de Castilla (hidalguía universal) tenían la condición de «provincias exentas», no sujetas a los impuestos castellanos, y contribuían a la Corona mediante cantidades que acordaban las Juntas en forma de donativo o servicio voluntario. Esto funcionó así hasta 1876. Ese año finalizó la tercera guerra carlista y el gobierno de Cánovas del Castillo decidió pasar factura a las provincias vascongadas por su masivo apoyo a la insurrección de Carlos VII. El artífice de la Restauración propuso a las provincias que renunciaran voluntariamente a dos de sus principales exenciones: la de contribuir con hombres al ejército y con dinero a la Hacienda común. Las Juntas Generales se negaron a pactar y su intransigencia obligó a Cánovas a promover en las Cortes la abolición de ambos privilegios a todas luces obsoletos e injustos. Las Juntas Generales se negaron entonces a cooperar a su ejecución, por lo que fueron disueltas. Este fue el fin de la foralidad vasca. Pero en 1878 Cánovas dio un paso atrás. No quiso, o no se atrevió a extender el régimen tributario general en las hasta entonces provincias exentas y decidió encabezar la recaudación de los impuestos estatales en cada una de las diputaciones vascas. Así se inició el régimen de conciertos económicos, suprimido en 1937 en Guipúzcoa y Vizcaya por el general Franco bajo la inicua acusación de ser «provincias traidoras», decisión nefasta pues hizo que muchos de sus naturales acabaran en las filas del nacionalismo vasco. El actual régimen democrático procedió al restablecimiento de los conciertos (Álava nunca los había perdido) en el Estatuto de 1979, con base en la disposición adicional primera de la Constitución. Durante el primer gobierno del presidente Aznar el régimen de conciertos dio un salto cualitativo muy importante (1997) al equiparar las facultades de las diputaciones vascas en materia impositiva a las ejercidas históricamente por Navarra. Bien entendido que no les atribuyó soberanía fiscal alguna, sino una autonomía sujeta a los mismos límites que el convenio económico navarro. Durante el debate constitucional, Jordi Pujol despreció la posibilidad de obtener un concierto como el vasco por considerarlo una antigualla y, sobre todo, por entender que la nacionalidad catalana no se fundamenta en la reivindicación de viejos derechos históricos -superados por el Estatuto de 1932, cuya restauración reivindicaban-, sino en el hecho diferencial que implicaba la posesión de una lengua y cultura propias. Es una falacia reivindicar el pacto fiscal como si fuera una varita mágica para sacar a Cataluña de la crisis. El régimen general de financiación de las comunidades autónomas, en el que durante 30 años ha vivido cómodamente la comunidad catalana, le atribuye un gran poder tributario que se completa con las importantes aportaciones presupuestarias directas del Estado para la financiación de las competencias transferidas. Se olvida que el modelo de financiación del País Vasco y de Navarra es neutral desde el punto de vista de la asignación de recursos. La Generalitat debería reflexionar sobre si el declive económico de su comunidad tiene relación directa con la deslocalización y desistimiento empresarial provocados por sus políticas soberanistas y el despilfarro generados asimismo por la aplicación de aquellas. Por otra parte, para reducir la presión de los mercados sobre nuestro país, no es el mejor camino realizar un periplo ante las cancillerías europeas para vender victimismo catalanista y comunicar su intención de romper amarras con España si el gobierno de la nación no se pliega a sus exigencias. (Jaime Ignacio del Burgo)


Derecho a la secesión:
Nuestros tiempos ofrecen un terreno fértil a las reivindicaciones de derechos de toda clase. Evidentemente, el ámbito político tampoco se libra de este fenómeno cuya acción se experimenta con vehemencia en las sociedades donde se manifiesta con fuerza un sentimiento independentista. Así, desde que el Tribunal Supremo de Canadá ratificara en 1998 que ni el derecho interno de Canadá ni el derecho internacional otorgaban a Quebec el derecho legal de separarse unilateralmente de Canadá, muchos actores del movimiento secesionista quebequés invocan un nuevo mantra, el del derecho a decidir. Por ejemplo, una ley que aprobó la Asamblea Nacional de Quebec en el 2000 en respuesta a una ley federal que exigía que fueran claras tanto las preguntas como la mayoría obtenida en el referéndum sobre la secesión de una provincia, enunciaba en algunos artículos la petición de principio según la cual el pueblo quebequés tiene, efectivamente, el derecho a decidir, ocultando interesadamente algunos obstáculos jurídicos considerados por hechos desagradables. Esta ley quebequesa tenía como objetivo, de hecho, provocar un deslizamiento semántico en el concepto mismo de derecho, con el riesgo de aumentar la confusión de los ciudadanos respecto al sentido y las modalidades de aplicación del derecho de autodeterminación de los pueblos, que sigue siendo el estándar reconocido en derecho internacional. Ahora bien, no se puede interpretar que este derecho reconoce un derecho absoluto de secesión que supuestamente estaría basado en un derecho general a decidir. Según sus promotores contemporáneos, como los que hay también en Catalunya, este derecho a decidir tiene su principal base jurídica en la decisión de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) en el 2010 en el caso de la declaración unilateral de independencia de Kosovo. Instrumentalizando algunos enunciados de este dictamen, los promotores del derecho a decidir lo ven como la base de la juridicidad del derecho cuya existencia invocan. Incluso prescindiendo de la ligereza, señalada por muchos observadores, que muestra la CIJ en varios enunciados de su dictamen sobre Kosovo, parece abusivo interpretar que este precedente crea un derecho a decidir. Y esto por tres razones, por lo menos. Primera, al sacarlo del contexto y radicalizarlo, universaliza el alcance de lo que se ha decidido en un caso muy particular (el de un Estado nacido al acabar una guerra sangrienta). Segunda, oculta el hecho de que la Corte Internacional se niega a separar “las controversias sobre el alcance del derecho de autodeterminación o a la existencia de un derecho de secesión-remedio que, en realidad, guarda relación con el asunto del derecho de separarse de un Estado” (párrafo 83). Tercera, y principal, se salta el tema de la distinción entre el derecho positivo de actuar y el hecho de sacar, si fuese necesario, consecuencias jurídicas de una situación de hecho que es independiente del ejercicio de un derecho positivo previo a su creación. Se ha de señalar que la CIJ precisa que no se le había pedido que se pronunciara sobre la existencia de un derecho positivo de Kosovo a declarar unilateralmente su independencia, “y tampoco, a fortiori, sobre si el derecho internacional concede, en general, a entidades situadas dentro de un Estado existente el derecho de separarse de él unilateralmente” (párrafo 56). Añade que “podría ocurrir perfectamente que un hecho –como una declaración unilateral de independencia– no sea una violación del derecho internacional, sin que ello constituya necesariamente el ejercicio de un derecho otorgado por este último” (párrafo 56). La interpretación más amplia que se puede hacer de lo afirmado aquí por la CIJ es que el derecho puede a veces, ex post facto, sacar algunas consecuencias jurídicas de una situación de hecho ante la que se encuentra pero cuya creación no deriva como tal del ejercicio de un derecho positivo reconocido por ella. Así, la no-violación del orden jurídico internacional no es por sí misma constitutiva de derechos, a fortiori del derecho a violar el orden jurídico interno de un Estado. En resumen, se ve mal lo que, en la decisión sobre Kosovo, permitiría afirmar la consagración de un derecho a decidir, en sentido jurídico estricto, que sería autónomo del derecho de autodeterminación ya reconocido en derecho internacional. Aunque no existe derecho legal general y, a fortiori, absoluto a decidir reconocido por el derecho internacional, se ha de constatar que la estrategia discursiva que consiste en afirmar, a pesar de todo, su existencia es eficaz en el ámbito político. Y es eficaz porque es potencialmente engañosa. Hablar de derecho a decidir tiene, en efecto, algo de performativo en la medida en la que podría infundir en el espíritu de los que están llamados a decidir la creencia de que su gesto secesionista está de alguna manera ratificado, de antemano, por el derecho internacional. La confusión sabiamente manejada entre un derecho reconocido jurídicamente y un derecho de alguna manera moral, aunque vacilante, tiene en este sentido elementos de política cosmética que pretende tranquilizar de antemano a los ciudadanos que de otra manera podrían tener dudas respecto al futuro melodioso que se les promete una vez que tomen su decisión a favor de la secesión. Esto vale para los quebequeses, pero probablemente también para los catalanes y los vascos. Y no se trata de decir que los estados –esas comunidades políticas históricamente contingentes– son indisolubles, en contra de lo que dice el Gobierno de Madrid. Se trata simplemente de precisar que, salvo raras excepciones estrictamente señaladas en derecho internacional y sin relación alguna con un derecho a decidir tan abstracto como imaginario, no existe ningún derecho positivo a disolverlos por la vía de la secesión unilateral. (Jean-François Gaudreault-DesBiens, 08/08/2015)


Legislación de la UE contraria a las secesiones:
Dentro de unas semanas se celebrarán en Cataluña unas elecciones autonómicas que algunas formaciones políticas plantean con un asunto central de debate: la posibilidad de acometer un proceso de independencia de esa comunidad autónoma. En el marco de ese debate, hace tan solo unos días se ha vuelto a plantear la discusión si una hipotética Cataluña independiente podría seguir formando parte de la Unión Europea. Como experto jurídico de la UE, en derecho internacional público y en derecho constitucional y como ciudadano que cree y que trabaja por ese gran proyecto político de integración europea, he de decir que aquellos que mantienen que la Unión Europea incorporaría a una supuesta Cataluña independiente demuestran un desconocimiento tanto del derecho aplicable como de las realidades políticas en los Estados miembros de la UE. En derecho comunitario, en caso de que Cataluña se declarase independiente, y se basase en el artículo 49 del Tratado de la Unión Europea (TUE) para “solicitar el ingreso como miembro de la Unión”, solo se podría admitir su candidatura si cumpliese las tres condiciones que plantea el mencionado artículo: 1.— ser un “Estado europeo”; 2.— “respetar los valores mencionados en el artículo 2” (del mencionado Tratado); 3.— tener en cuenta los “criterios de elegibilidad acordados por el Consejo Europeo”: se trata de los criterios conocidos como “de Copenhague”, adoptados en dicha ciudad por el Consejo Europeo en 1993. Para ser un Estado europeo, hay que ser un Estado. En este caso, Cataluña necesitaría como mínimo que la reconociesen como Estado la totalidad de los 28 Estados miembros de la UE. En efecto, los representantes de los 28 en el Consejo tienen que pronunciarse, en la fase inicial de la eventual aceptación de una candidatura, “por unanimidad” (mismo artículo 49). Ahora bien, en caso de tener que pronunciarse, los Estados miembros solo podrían constatar que no pueden dar su reconocimiento y que tienen que considerar la solicitud inadmisible. En efecto, según el apartado 2 del artículo 4 del mismo Tratado, cada Estado miembro es el único con competencia para decidir sobre “las estructuras fundamentales políticas y constitucionales de estos, también en lo referente a la autonomía local y regional”. La misma disposición añade, en caso necesario, que la UE “respetará las funciones esenciales del Estado, en particular las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial”. En otras palabras, esto significa que en derecho de la UE, los Estados miembros no podrían reconocer como Estado a una entidad que dependa de la jurisdicción de un Estado miembro que se declarase “independiente” unilateralmente e infringiendo la Constitución del Estado en cuestión. Por tanto, una entidad así, no reconocida como Estado por los miembros de la UE, no podría presentar su candidatura. Además, tampoco se respetarían las otras dos condiciones que plantea el artículo 49. Ese artículo se refiere a los criterios de Copenhague, que especifican que la adhesión de un nuevo país tiene fases previas, entre ellas el establecimiento de “instituciones estables que garanticen la democracia, el Estado de derecho, el respeto de los derechos humanos y el respeto y protección de las minorías”. El mismo artículo 49 exige también el respeto por el Estado candidato de los “valores mencionados en el artículo 2”, entre los que figura “el Estado de derecho”. Una entidad que se declare independiente unilateralmente, infringiendo el derecho, y en particular la Constitución nacional que debe respetar, violará dicha condición fundamental. Ese sería el caso de Cataluña, a la luz de la Constitución del Reino de España vigente. En efecto, en derecho constitucional español, la situación no puede ser más clara. Según el artículo 2 de la Constitución de 27 de diciembre de 1978: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. En derecho internacional público, esas reglas son conformes a los principios fundamentales de la democracia y del Estado de derecho. El supuesto “derecho de decidir”, según la expresión utilizada por los secesionistas catalanes, de cualquier entidad infraestatal no está reconocido por el derecho internacional. El derecho de los pueblos a disponer de sí mismos responde a criterios y situaciones que no son en ningún caso los de la España actual. La sentencia que sienta jurisprudencia sobre esta problemática es la del Tribunal Supremo de Canadá dictada el 20 de agosto de 1998. En sus apartados 138, 151 y 154, el Tribunal Supremo demuestra que el derecho a la autodeterminación solo existe en derecho internacional si se cumplen ciertas condiciones. Se desprende de ellos que dicho derecho no existe ipso facto para cualquier entidad, y que ese derecho no existe en cualquier caso en un Estado democrático, que respeta sus estructuras constitucionales, los derechos humanos y los derechos de las personas pertenecientes a minorías, salvo si se prevé y se ejerce de conformidad con la Constitución del Estado en cuestión. En el ámbito político, algunos juristas, sin duda con buenas intenciones, piensan que las instituciones de la UE o algunos de sus Estados miembros podrían presionar al Gobierno español para que “mostrase más flexibilidad” y aceptase emprender la revisión de la Constitución española, que podría prever las modalidades de una posible escisión de Cataluña. Nada más ilusorio. Desde el punto de vista de los dirigentes de muchos Estados miembros, como Reino Unido, Francia, Italia, Bélgica, etcétera, nadie va a defender esa posición, sería tanto como arriesgarse a abrir la puerta a un posible contagio, y provocar problemas políticos internos, por no hablar de los Estados que se han negado a reconocer a Kosovo por razones parecidas (Chipre, Grecia, Rumania, Eslovaquia). La ampliación de la Unión Europea por la ruptura de uno de sus Estados miembros supone un riesgo de inestabilidad, cuyas eventuales ventajas nunca podrían compensar el precio que habrían de pagar las instituciones por la modificación de su composición y por la mayor dificultad de la toma de decisiones. Está claro que, políticamente, es totalmente ilusorio esperar apoyos políticos de la UE y de sus Estados miembros a una evolución en ese sentido, que solo presentaría para ellos aspectos negativos. La discreción diplomática es una cosa y las realidades políticas otra. (Jean-Claude Piris, 29/08/2015)


Vía muerta:
Hace casi dos décadas que salí de la presidencia del Gobierno de España. No tengo responsabilidades institucionales ni de partido. He recuperado la sencilla condición de ciudadano, aunque en todo momento comprometido con nuestro destino común. Por ese compromiso con España, espacio público que compartimos durante siglos, me dirijo a los ciudadanos de Cataluña para que no se dejen arrastrar a una aventura ilegal e irresponsable que pone en peligro la convivencia entre los catalanes y entre estos y los demás españoles. Siempre he sentido gratitud por vuestro apoyo permanente y mayoritario para la tarea de gobierno. Siempre, incluso cuando este apoyo era declinante en el resto de España. Y gracias a esta sintonía he podido representaros con orgullo, como a todos los españoles, en Europa, en América Latina y en el mundo. Con vuestra confianza hemos progresado juntos, durante muchos años, superando la pesada herencia de la dictadura, consolidando las libertades, sentando las bases de la sociedad del bienestar y reconociendo, como nunca antes en la historia, la identidad de Cataluña y su derecho al autogobierno. He creído y creo que estamos mucho mejor juntos que enfrentados: reconociendo la diversidad como una riqueza compartida y no como un motivo de fractura entre nosotros. Para mí, España dejaría de serlo sin Cataluña, y Cataluña tampoco sería lo que es separada y aislada. La idea de “desconectar” de España, como propone Artur Mas, en un extraño y disparatado frente de rechazo y ruptura de la legalidad, tendría unas consecuencias que deben conocer todos: — Desconectarían de una parte sustancial de la sociedad catalana, fracturándola dramáticamente. Ya se siente esa fractura en la convivencia, y se empiezan a oír voces de rechazo a los que no tienen “pedigrí” catalán. Esos ciudadanos catalanes se sienten hoy agobiados porque se está limitando su libertad para expresar su repudio a esta aventura, porque le niegan o coartan su identidad —catalana y española— que viven como una riqueza propia y no como una contradicción. — Desconectarían del resto de España, rompiendo la Constitución, y por ello el Estatuto que garantiza el autogobierno, y la convivencia secular en este espacio público que compartimos. En el límite de la locura, empiezan a ofrecer ciudadanía catalana a los aragoneses, valencianos, baleares y franceses del sur. Hemos pasado épocas de represión de las diferencias, de los sentimientos de pertenencia, de la lengua, pero desde hace casi cuatro décadas, con la vuelta de Tarradellas, entramos en una nueva etapa de reconocimiento de la diversidad y de construcción del autogobierno más completo jamás habido en Cataluña. — Desconectarían de Europa, aislando a Cataluña en una aventura sin propósito ni ventaja para nadie. ¿Imaginan un Consejo Europeo de 150 o 200 miembros en la ya difícil gobernanza de la Unión? Porque ese sería el resultado de la descomposición de la estructura de los 28 Estados nación que conforman la UE. ¿Imaginan al Estado francés cediendo parte de su territorio para satisfacer este nuevo irredentismo? Nadie serio se prestará a ello en Europa y, menos que nadie, España, que tanto luchó por incorporarse y participar en la construcción europea, tal como es, con su diversidad y, por cierto, con el máximo apoyo de Cataluña. — Desconectarían de la dimensión iberoamericana (que tanto valor y trascendencia tiene para todos) y especialmente de Cataluña porque este vínculo se hace a través de España como Estado nación y de la lengua que compartimos con 500 millones de personas —el castellano—, como saben muy bien los mayores editores en esta lengua, que están en Barcelona. Naturalmente afirman lo contrario: “Solo queremos desconectar de España”. ¿De qué España? ¿La que excluye también Aragón, Valencia y Baleares? Los responsables de la propuesta saben que lo que les estoy diciendo es la verdad, si se cumpliera ese “des-propósito”. En realidad tratan de llevaros, ciudadanos de Cataluña, a la verdadera “vía muerta” de la que habla Mas, en un extraño “acto fallido”. Vivimos en la sociedad más conectada de la historia. La revolución tecnológica significa “conexión”, “interconexión”, todo lo contrario a “desconexión”. Cada día es mayor la interdependencia entre todos nosotros: españoles de todas las identidades, europeos de la Unión entre 28 Estados nación, latinoamericanos de más de 20 países, por no hablar de nuestros vecinos del sur o del resto del mundo. Pregunten a sus empresas, las que crean riqueza y empleo por esta desconexión. La propuesta que hace esa extraña coalición unida solo por el rechazo a España, sea cual sea el resultado de la falseada contienda electoral, puede ser el comienzo de la verdadera “vía muerta”. ¿Cómo es posible que se quiera llevar al pueblo catalán al aislamiento, a una especie de Albania del siglo XXI? El señor Mas engaña a los independentistas y a los que han creído que el derecho a decidir sobre el espacio público que compartimos como Estado nación se puede fraccionar arbitraria e ilegalmente, o que ese es el camino para negociar con más fuerza. Comete el mismo error que Tsipras en Grecia, pero fuera de la ley y con resultados más graves. ¿Qué pasó cuando se propuso a los griegos una consulta para rechazar la oferta de la Unión Europea y “negociar con más fuerza”? Después de que más del 60% de los griegos lo creyeran, Tsipras aceptó condiciones mucho peores que las que habían rechazado en referéndum, con el argumento, que sabían de antemano, de que no tenían otra salida. ¿Sabían que no había otra salida y engañaron a los ciudadanos? Pueden creerme. No conseguirán, rompiendo la legalidad, sentar a una mesa de negociación a nadie que tenga el deber de respetarla y hacerla cumplir. Ningún responsable puede permitir una política de hechos consumados, y menos rompiendo la legalidad, porque invitaría a otros a aventuras en sentido contrario. Todos arriesgaríamos lo ya conseguido y la posibilidad de avanzar con diálogo y reformas. Eso es lo que necesitamos: reformas pactadas que garanticen los hechos diferenciales sin romper ni la igualdad básica de la ciudadanía ni la soberanía de todos para decidir nuestro futuro común. No necesitamos más liquidacionistas en nuestra historia que propongan romper la convivencia y las reglas de juego con planteamientos falsamente democráticos. Si la reforma de la ley electoral catalana no ha podido aprobarse porque no se da la mayoría cualificada prevista en el Estatuto, ¿cómo se puede plantear en serio la liquidación del mismo Estatuto y de la Constitución en que se legitima, si se obtiene un diputado más en esa lista única de rechazo? ¿Cómo el presidente de la Generalitat va en el cuarto puesto, como si necesitara una guardia pretoriana para violentar la ley? Es lo más parecido a la aventura alemana o italiana de los años treinta del siglo pasado. Pero nos cuesta expresarlo así por respeto a la tradición de convivencia de Cataluña. El señor Mas sabe que, desde el momento mismo que incumple su obligación como presidente de la Generalitat y como primer representante del Estado en Cataluña, está violando su promesa de cumplir y hacer cumplir LA LEY. Se coloca fuera de la legalidad, renuncia a representar a todos los catalanes y pierde la legitimidad democrática en el ejercicio de sus funciones. No estoy de acuerdo con el inmovilismo del Gobierno de la nación, cerrado al diálogo y a la reforma, ni con los recursos innecesarios ante el Tribunal Constitucional. Pero esta convicción, que estrecha el margen de maniobra de los que desearíamos avanzar por la vía del entendimiento, no me puede llevar a una posición de equidistancia entre los que se atienen a la ley y los que tratan de romperla. No creo que España se vaya a romper, porque sé que eso no va a ocurrir, sea cual sea el resultado electoral. Creo que el desgarro en la convivencia que provoca esta aventura afectará a nuestro futuro y al de nuestros hijos y trato de contribuir a evitarlo. Sé que en el enfrentamiento perderemos todos. En el entendimiento podemos seguir avanzando y resolviendo nuestros problemas. (Felipe González, 30/08/2015)


Transferencias:
Es curioso que el nacionalismo catalán reniegue de la pertenencia a España, pero no de la integración en la Unión Europea. Es más, que intente por todos los medios convencerse, y convencernos, de que la independencia de Cataluña del Estado español no tendría que conllevar la salida de la Eurozona. Digo que resulta curioso porque si algo amenaza hoy la soberanía de los ciudadanos es el proyecto europeo. Es la Unión Monetaria la que coarta el derecho a decidir. Hoy, los ciudadanos catalanes son tan soberanos como los extremeños, los murcianos o los castellanos. Su capacidad de decidir, su autogobierno, no queda reducido al ámbito de la Generalitat. El habitante de Barcelona decide en su ayuntamiento con otros barceloneses, en su comunidad con otros catalanes y en el Estado español con otros españoles. Es soberano en cada una de las administraciones según las respectivas competencias, ya que se puede afirmar que, dentro de las imperfecciones connaturales a todas las instituciones, en las tres se dan estructuras democráticas. La situación cambia radicalmente cuando se trata de la Unión Europea y en particular de la moneda única. La pertenencia a ella destruye en buena medida la soberanía de los pueblos, ya que se transfieren múltiples competencias de las unidades políticas de inferior rango (Estado, Autonomía, Municipio) que, mejor o peor, cuentan con sistemas representativos, a las instituciones europeas configuradas con enormes déficits democráticos. No parece que sea necesario insistir mucho en ello. Baste citar los casos de Monti en Italia; Papandreu defenestrado de primer ministro de Grecia por la simple insinuación de convocar una consulta popular; el revolcón de Tsipras y la rectificación del referéndum en el país heleno; la imposición por la Troika de las medidas más duras -en contra, en la mayoría de las ocasiones, de la voluntad de las sociedades y de los gobiernos- a Grecia, Irlanda, Portugal, Chipre, España e incluso a Italia y a Francia. O el estatuto del BCE. Los recortes y ajustes que la Generalitat predica del Estado español y le censura, no están dictados tanto por el Gobierno central como impuestos por la Comisión y el BCE. No se entiende, por tanto, que el nacionalismo catalán sienta la unidad de España como una atadura y la integración europea como una liberación, y menos se entiende aún que la izquierda nacionalista sea tan crítica con el Estado, único instrumento capaz de compensar la injusta distribución del mercado, y se sienta a gusto con un modelo neoliberal como el de la Unión Europea. La óptica se modifica cuando se trata de la derecha; parece lógico que se encuentre confortable en un ambiente de libertad económica como el de la Unión Monetaria y le incomode el Estado español, no tanto por español como por Estado y por la función redistributiva que ejerce. Tradicionalmente, el Estado social y de derecho se ha basado, con mayor o menor intensidad, sobre una cuádruple unidad: comercial, monetaria, fiscal y política. Es sabido que las dos primeras generan desequilibrios regionales, tanto en tasas de crecimiento como en paro, desequilibrios que son paliados al menos parcialmente mediante las otras dos uniones, la fiscal y la política. La unión política implica que todos los ciudadanos tienen los mismos derechos y obligaciones independientemente de su lugar de residencia, y que por lo tanto pueden moverse con libertad por el territorio nacional y buscar un puesto de trabajo allí donde haya oferta. La unión fiscal, como consecuencia de la unión política y de la actuación redistributiva del Estado a nivel personal (el que más tiene más paga y menos recibe), realiza también una función redistributiva a nivel regional, que compensa en parte los desequilibrios creados por el mercado. La Unión Monetaria Europea ha roto este equilibrio creando una unidad comercial y monetaria pero sin que se produzca, ni se busque, la unidad fiscal y política, lo que genera una situación económica anómala que beneficia a los países ricos y perjudica gravemente a los más débiles, ya que la unidad de mercados y la igualdad de tipos de cambios traslada recursos de los segundos a los primeros sin que esta transferencia sea compensada por otra en sentido contrario, mediante un presupuesto comunitario de cuantía significativa. Esta situación anómala que crea la Unión Monetaria es la que ansían los soberanistas surgidos en las regiones ricas. No se puede negar que tras el nacionalismo se encuentran pulsiones irracionales, sentimientos, emociones, afectos, recuerdos que en principio pueden ser totalmente lícitos. Pero, en la actualidad, cuando se trata de países occidentales y de territorios prósperos, el principal motivo, al menos de las elites que se encuentran al frente del independentismo, es el rechazo a la política presupuestaria y fiscal del Estado, que transfiere recursos entre los ciudadanos, pero también entre las regiones. Recordemos que la deriva secesionista de la antigua Convergencia se inicia con el órdago acerca del pacto fiscal que Artur Mas dirige al Presidente del Gobierno y de la negativa de este a romper la unidad fiscal y presupuestaria de España. Resulta ya evidente que, paradójicamente, la Unión Monetaria Europea, lejos de constituirse en un instrumento de integración y convergencia, se ha convertido en un mecanismo de desunión y enfrentamiento, incrementando la desigualdad entre los países. Pero es que, además, comienza a vislumbrarse que propicia también las fuerzas centrífugas dentro de los Estados entre las regiones ricas y las pobres. Cataluña o la Italia del Norte pueden preguntarse por qué tienen que financiar a Andalucía o a la Italia del Sur, si Alemania u Holanda no lo hacen, obteniendo beneficios similares o mayores de la unión mercantil, monetaria y financiera. Lo más contradictorio entre los nacionalistas de izquierdas, o de los que desde la izquierda coquetean con el nacionalismo, es su defensa en el ámbito nacional de lo que critican a la Unión Europea: la carencia de una unión fiscal y política. La izquierda consciente que se opuso al Tratado de Maastricht fundamentaba su rechazo en los desastres que se derivarían de una moneda única sin integración fiscal y política. La izquierda inconsciente o acomodaticia basó su “sí crítico” en la esperanza un tanto ingenua de que con el tiempo tal convergencia se produciría. Pero en ambos casos censuraban la ausencia en Europa de un presupuesto comunitario de cuantía similar al que mantenían los Estados, capaz de corregir los desequilibrios que el euro y el mercado único iban a producir entre los países. Por eso se entiende con dificultad que aquello que se exige a Europa se pretenda destruir en España o en Italia. (Juan Francisco Martín Seco, 13/11/2016)


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