Educación y desarrollo             

 

Educación y desarrollo
[Náufragos del tiempo:]
Recupero el título y parte del contenido de una vieja «tribuna», publicada el 6 de noviembre de 1998. Creo recordar que fue mi primer artículo en ABC. Pensaba y pienso en los jóvenes, acaso en mis alumnos de ayer y de hoy. El contexto es bastante peor: una sociedad «alerta y desconfiada», según el lúcido análisis de Víctor Pérez-Díaz. Crece la inquietud entre los españoles sensibles ante las secuelas de la agonía política de un presidente liviano por posmoderno y oportunista por oficio. Mientras, España perderá otro año largo en un proceso irreversible de deterioro. Sin embargo, el futuro ya está aquí y las decisiones urgentes no admiten demora. Cualquier retraso será determinante para llegar tarde al tren de la historia. Como mínimo, habrán vendido ya todos los billetes de primera clase.

Nuevos retos:
La sociedad internacional afronta el siglo XXI como un ambicioso juego de ajedrez político, económico y geoestratégico. España tiene que despertar cuanto antes y asumir que la fiesta se acabó. Al poner en marcha la Transición, el propósito era alcanzar al resto de Europa. Casi lo hemos conseguido. Ahora, Europa pierde peso en un mundo global cuyo eje se desplaza sin remedio desde el Atlántico al Pacífico, y también al Índico o incluso al Ártico, en busca de nuevos y disputados recursos energéticos. Los océanos dictan sentencia firme. Frente al tsunami de los dragones emergentes, no sirven de nada las maniobras para sobrevivir un rato más o las ocurrencias para salir del paso. Menos todavía las concesiones al localismo, aportación autóctona al elenco de falsas soluciones: ineficientes en tiempos de bonanza, ciertos dislates son insostenibles en esta situación de emergencia económica.

El tiempo-eje:
En un libro excelente, «Origen y meta de la historia», explica Karl Jaspers el concepto de tiempo-eje, «el corte más profundo» en la historia de la Humanidad. Se sitúa en torno al año 500 a. C., núcleo del período que discurre entre el 800 y el 200, la era de Confucio y Lao-Tsé, de Buda y Zaratustra, de los profetas del Antiguo Testamento. En Grecia, hablamos del mundo de Homero, el de los grandes filósofos que cuentan a partir de Parménides, el de Tucídides o Arquímedes. En suma, el tránsito del mito al «logos». En esa época, concluye Jaspers, «se constituyen las categorías fundamentales con las cuales todavía pensamos y se inician las religiones mundiales de las cuales todavía vivimos», con la excepción significativa del islam. El ser humano se ha nutrido hasta hoy mismo de lo que aconteció y fue creado y pensado en aquel tiempo-eje. Hasta hoy mismo, en efecto, pero no existen garantías sobre el mañana. El planteamiento es sencillo: todo ser racional (y por ello libre) necesita situar la realidad en el espacio y el tiempo, las categorías «a priori» de la sensibilidad en el sistema kantiano. Debe conocer, por tanto, la geografía y la historia, y, a partir de ellas, la literatura, el arte, la política, la religión. Para ser libre hace falta discernir, valorar y disentir cuando sea preciso. Sobre todo, admitir que la razón exige un debate entre seres inteligentes, capaces de convencer y ser convencidos. Por desgracia, no es este el hombre ni el ciudadano (valga la dicotomía revolucionaria de 1789) que nos impone el mundo posmoderno. Ahora empezamos a pagar muy caras las consecuencias.

Jóvenes náufragos:
Durante años, la frivolidad dominante presentaba un agradable trampantojo. Excepciones al margen, varias generaciones son víctimas de las limitaciones constitutivas que les ha impuesto su educación ambiental, a pesar del esfuerzo valioso de muchos padres y maestros. No les gusta leer, no saben escribir, incluso hablan a trompicones. Por desgracia, ni siquiera dicen nimiedades en varias lenguas, como se dijo injustamente de un ilustre polígrafo. Ignoran el hábito de pensar y los frutos de la dialéctica rigurosa. Nadie les ha enseñado el más elemental sentido común en la ordenación de las ideas. Mentes vacías, potencialmente sumisas, son jaleados en cambio como buenos consumidores —en su casa y en la calle— por los promotores de ciertos hábitos tan pueriles como lucrativos. Pasividad conformista, actitudes hedonistas, desprecio de la excelencia y del trabajo bien hecho. He aquí la oferta que se transmite día tras día a nuestros náufragos del tiempo-eje: conceptos inocuos, falacias multiculturales, falsos compromisos envueltos en paternalismo y sensiblería. Entre unos y otros hemos dilapidado buena parte del talento disponible, escaso por naturaleza en todo tiempo y lugar si asumimos de forma realista los límites inherentes a la condición humana. Eso sí, las cosas iban medio bien cuando la despensa estaba casi llena. Ahora la crisis pasa factura y muestra el perfil de un acreedor implacable que no admite «quita y espera». Ni siquiera sirve apelar a la voluntad, si acaso todavía somos crédulos ante la retórica de las buenas palabras.

Cambio de rumbo:
Rescatemos cuanto antes a nuestros náufragos. ¿Qué podemos hacer? Es tiempo de políticos sensatos y eficaces, de técnicos competentes, de intelectuales dispuestos a decir la verdad. Hay que hablar claro una y mil veces. Con sus grandezas y servidumbres, la democracia representativa, el capitalismo liberal y la sociedad de clases medias configuran la civilización menos injusta de la historia. Fuera del Estado constitucional solo existe la tiranía. No podemos dejar que se pervierta, aunque mantenga las formas. El rapto de Europa, si recordamos la obra profética de Díez del Corral, incluye una vertiente externa y otra interna: en nuestro caso, la fiebre de los epígonos en forma de falsos intelectuales que —como el personaje de Stendhal— gozan con placer voluptuoso al defender la causa del enemigo. Llega la hora de rectificar el rumbo. Hay muchas voces sensatas en la sociedad española. ¿Lo mejor? Por fortuna, unos cuantos se atreven a expresar en el ágora esas críticas que no hace mucho apenas eran esbozadas en círculos cerrados. ¿Lo peor? Sin duda, la sensación de que tal vez vamos a llegar con el control cerrado. ¿Patriotismo, dice el presidente? En efecto, hay una forma elemental de practicarlo: quien tiene poder legítimo para adoptar esa decisión debe promover cuanto antes una convocatoria electoral que nos permita afrontar las tareas inaplazables. Se llama sentido de Estado y prioridad del interés general sobre las conveniencias partidistas. ¿Tienen ustedes alguna esperanza?

Vuelvo a mi preocupación de siempre. Lo recordaba hace poco Bill Gates: educación es sinónimo de futuro. Buenas letras; bellas artes; los números por su orden; como es natural, también los instrumentos del siglo XXI: los idiomas y las tecnologías de la información. Objetivo: rescatar a los náufragos y jugar como mínimo el papel de alfiles en el tablero contemporáneo. Al menos, hay que intentarlo. Termino con Stefan Zweig, y así continuamos jugando al ajedrez: «Lástima, dijo magnánimo el campeón; para ser un diletante, la disposición del ataque no estaba nada mal…». (Benigno Pendás)


Educación y mérito:
[¿Es el mérito un valor de derechas?:]
El autor hace un repaso a la evolución que a lo largo de la Historia ha tenido la percepción social del ‘mérito’. Se sorprende de que en muy poco tiempo este concepto revolucionario se haya convertido en un gran valor capitalista. Con frecuencia, creemos pensar cuando en realidad sólo estamos repitiendo ideas pensadas por otros o las creencias de nuestra tribu. Este pensar a lo loro olvida la genealogía de los conceptos, que suele estar llena de tensiones y malentendidos. Resultado: podemos estar diciendo, sin darnos cuenta, cosas contrarias a las que creemos decir, o pensar. Por eso, es una buena medida de higiene social recordar la historia de ideas fundamentales que utilizamos cotidianamente. Una de ellas es la noción de mérito. Su significado original es humilde: mérito es lo que hace a una persona digna de recompensa o de castigo. Pero, durante la Edad Media, los teólogos lo relacionaron con el tema de la salvación, hasta tal punto que fue el centro de la polémica protestante. Lutero afirmaba que los humanos no podíamos hacer nada meritorio y que la salvación dependía sólo de los méritos de Cristo. Los católicos, en cambio, pensaban que los actos humanos cooperan a la salvación. Las revoluciones del siglo XVIII introdujeron el concepto en el campo político. Durante siglos, la posición social, el estatus de una persona habían estado determinados por su nacimiento. La movilidad social era mínima. Los revolucionarios americanos y franceses rechazaron ese dogma atávico y construyeron un nuevo orden social basado sobre el mérito personal, tal como lo había descrito Locke: trabajo, conocimiento y esfuerzo. Thomas Jefferson quería para su nación una «aristocracia del mérito», y en la noche del 4 de agosto de 1789, los Estados Generales franceses abolieron los privilegios y establecieron la jerarquía del valor personal. El artículo 6 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano dice: «Todos los ciudadanos, siendo iguales a los ojos de la ley pueden acceder a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y de sus talentos». Los diputados no utilizaron la palabra mérito porque todavía resonaba muy cercano su significado religioso. Del principio «a cada uno según su nacimiento» se pasa al de «igualdad para todos», que está matizado por ese de «a cada uno según su talento». La palabra mérito había adquirido un significado positivo. Designaba un conjunto de cualidades que merecían aprecio o recompensa. A partir de ese momento, la educación pública tuvo que encargarse de fomentar el mérito y de evaluarlo. En Francia, en 1794 se crean L’ecole polytechnique y l’Ecole normale superieure. Administración y educación superior comienzan una historia conjunta que se desarrolla durante todo el siglo XIX, cuyo núcleo es el sistema de méritos, y que ha constituido un factor esencial del funcionamiento del Estado francés y de muchos otros. Este sistema fue blindándose y convirtiéndose en una nueva clase social, lo que despertó el recelo de los defensores de la igualdad. En 1958, Michael Young inventa la palabra meritocracia en su libro Las ascensión de la meritocracia. Un ensayo sobre educación y libertad. Acusa a las élites -que habían surgido gracias a la defensa revolucionaria de la movilidad social- de dejar de ser abiertas. Sin embargo, en el Reino Unido, tanto Tony Blair, laborista, como David Cameron, conservador, defienden la meritocracia. Richard Seymour en The Meaning of David Cameron (Zero Books 2010) critica esta postura porque piensa que la meritocracia es «un lenguaje de dominio de clase», ligado al sistema capitalista y neoliberal. ¿Cómo se ha producido este travestismo del concepto de mérito, que de ser revolucionario parecer haberse convertido en gran valor del sistema capitalista? ¿Por qué se ha vuelto un valor conservador o liberal, rechazado por el pensamiento socialista? ¿El reconocimiento del mérito y el fomento de la excelencia atentan contra la igualdad? ¿Es la distinción un insulto para la democracia? ¿El gobierno del pueblo (vulgo) significa el gobierno de la vulgaridad? Estos interrogantes tienen su origen en una confusión suscitada, curiosamente, por lo más luminoso y noble que ha inventado la humanidad: la idea de que hay cosas que merecemos no por nuestras acciones, sino por el mero hecho de pertenecer a la especie humana. Nos hemos habituado de tal manera a esta afirmación, que ya no percibimos su rareza. Por ejemplo, nada hubiera irritado más a los personajes de la literatura griega y a sus pensadores como la idea de que la dignidad se tenía por el hecho de haber nacido, y no por el esfuerzo. «¿Cómo yo, que soy valiente en el combate, que me arriesgo por mi ciudad, voy a tener la misma dignidad que un ser mezquino que codicioso y cobarde que se esconde y se aprovecha de mi esfuerzo?», dirían los héroes homéricos. Sin embargo, la afirmación de que hay cosas que todos merecemos por nuestra naturaleza de seres humanos es el principio fundamental e irrenunciable de la ética. Los derechos fundamentales amparan ese merecimiento no ganado sino recibido. Pero, una vez reconocido, hay que marcar sensatamente los límites de ese mérito pasivo, porque si se extiende demasiado valoraremos mucho nuestra naturaleza, pero devaluaremos el comportamiento. Y, al hacerlo, la búsqueda de la excelencia, o su reclamación, se vuelven sospechosas, como un retoño malvado de un aristocratismo insolidario que desea cargarse la igualdad. Esos límites se han vuelto borrosos en nuestro país e inducen a confusión. Hace pocos años, Victor Pérez Díaz investigó lo que los padres españoles pensaban acerca de la educación, y una de las cosas más chocantes que descubrió fue el alto número de padres que creían que derecho a la educación significaba derecho a tener un título. Aterricemos en lo que ha motivado este artículo: el debate provocado por la decisión de Esperanza Aguirre de crear un Bachillerato de Excelencia. ¿No se está con ello fomentando la segregación, el gueto meritocrático? Los posicionamientos han vuelto a ser, una vez más, ideológicos, es decir, se han esgrimido pensamientos pensados por la tribu. Por eso es necesario el análisis. Para el público poco versado en términos educativos he de decir que el bachillerato no pertenece a la enseñanza obligatoria, que se acaba con la ESO a los 16 años, sino que es voluntario y requisito para entrar en la Universidad. Quiero explicarles la dificultad de la educación obligatoria, para que comprendan las dificultades con que nos enfrentamos quienes nos dedicamos a ella. Tiene que alcanzar dos objetivos educativos irrenunciables, pero contradictorios. El primero de ellos es la integración social y cultural de todos los alumnos, y eso nos fuerza a ampliar elásticamente sus límites para intentar que ningún alumno se margine porque eso supone casi su muerte social; el segundo objetivo es proporcionar una educación de calidad, lo que exige ser selectivos. Estamos por ello inevitablemente sometidos a un movimiento de acordeón. LA SOLUCIÓN no es fácil, porque separar en unos centros a los buenos estudiantes y en otro a los malos acaba produciendo unas fracturas sociales y pedagógicas difíciles de superar. Así pues, la enseñanza obligatoria es una enseñanza socializadora. En cambio, con el bachillerato debe comenzar una enseñanza basada exclusivamente en el mérito y en la capacidad. Y lo mismo digo, en tono ya superlativo, de la Universidad. ¿Para qué queremos miles de universitarios mediocres, a los que no interesa estudiar, y que tardan un montón de años en terminar las carreras? Que los mejores alumnos de secundaria vean reconocido su esfuerzo, que haya centros de excelencia me parece bien, pero es una solución perezosa y si me apuran de aficionados. Hay otras soluciones técnicamente más eficaces, y socialmente más justas y estimulantes Y también, por supuesto, más complejas. En cada centro de secundaria se pueden introducir cursos de excelencia voluntarios, cuyo resultado después se refleje en los expedientes académicos. Esta posibilidad de acceder a distintos niveles de esfuerzo y excelencia existen en los centros bilingües o en aquellos donde se imparte el Bachillerato Internacional. Murcia introdujo un Bachillerato de Investigación, en el que los alumnos que querían podían ampliar con una asignatura más el curriculum normal. Este sistema nos permitiría también ayudar a los alumnos con altas capacidades, sin necesidad de sacarles de su entorno habitual. Se trata de hacer una sabia educación diferenciada, justa para todos. Tenemos una escuela rígida y monolítica. Hay que poner múltiples posibilidades al alcance de los alumnos, de los profesores y los padres. Unas mínimas y otras máximas. Café para todos no es una demostración de justicia sino de simpleza. Nuestro sistema educativo es un diplodocus dormido. Las verdaderas soluciones educativas no son simples. Y tan simple es la propuesta de Aguirre, si piensa que esa es la solución, como simple es la afirmación del ministro de que esa no es la solución. Las soluciones existen, las conocemos, y podríamos ponerlas en práctica. Todas remiten al principio que debería regir nuestra convivencia: socialismo de las oportunidades, protección del débil y aristocracia del mérito. (José Antonio Marina, 11/04/2011)


Ignorancia:
No me quedó otro remedio que enterarme porque lo proclamaba a voz en grito desde la mesa de al lado. La muchacha, que, a la vista de sus modales, su manera de hablar y su forma de vestir parecía pertenecer a una clase social acomodada, intentaba disuadir de su idea de llevar a cabo un crucero por los fiordos noruegos como viaje de novios a una de las amigas con las que compartía mesa. Ella, explicaba, ya había hecho tiempo atrás ese mismo crucero con su familia y había regresado decepcionada. El motivo de su decepción no podía ser más concluyente: “Visto uno, vistos todos”, sentenciaba a modo de resumen de su aburrida experiencia. La sentencia de la chica me recordó la de aquel fontanero que apareció un día por casa para arreglar un escape y que, al comentarle yo que le había llamado con urgencia porque estaba a punto de salir de viaje hacia Roma, me hizo saber que él no conocía la ciudad, pero que ello era debido a que, afirmó textualmente, “a mí Roma no me llama”. Supongo que he asociado las dos situaciones porque en ambas sus protagonistas se movían con análogo desparpajo, con una similar seguridad. Sin embargo, vale la pena constatar una importante diferencia entre ellos. El fontanero era, de manera manifiesta, un hombre de escasos estudios, mientras que mi vecina de mesa con toda probabilidad había cursado alguna carrera universitaria. Sin embargo, sus afirmaciones resultaban perfectamente intercambiables: “Los fiordos no me llaman”, podía haber dicho él; “¿ciudades con monumentos? Vista una, vistas todas”, podía haber declarado ella. No deja de ser significativo (y preocupante) que en nuestros días empiecen a parecerse tanto, a reaccionar de maneras tan intercambiables, personas con estudios superiores y personas que apenas han superado los niveles educativos más básicos. Probablemente la semejanza sea el resultado de la generalización de un modelo de lo que debe ser la educación y del valor de la cultura que ha terminado por convertirse en el nuevo sentido común dominante. Pensemos, sin ir más lejos, en la forma en la que tiende a plantearse hoy eso que antes se denominaba proceso educativo. Ha pasado a ser considerado como una antigualla completamente obsoleta sostener que, en su conjunto, dicho proceso debería ser pensado en términos de formación integral del ciudadano o cosa semejante. Frente a tamaño anacronismo, se nos repite hoy por todas partes —de hecho, se han incorporado al coro de los repetidores incluso nuestras propias autoridades ministeriales—, se trata de plantearlo como una gran formación profesional destinada a preparar a los individuos para una más eficaz inserción en el mercado de trabajo. El nuevo planteamiento tiene sus efectos sobre la vida de los individuos, entre otras cosas porque, en este nuevo diseño, el criterio para valorar el éxito personal ha pasado a ser no solo haber alcanzado el objetivo de la inserción, sino, de acuerdo con la misma lógica economicista, haberlo hecho en las mejores condiciones, esto es, obteniendo el máximo rendimiento económico, lo que equivale a decir ganando el máximo dinero. Desde esta perspectiva, se entenderá un fenómeno muy característico de nuestro tiempo, y es que los ignorantes anden crecidos. Si antaño se avergonzaban de su ignorancia, ahora es frecuente que saquen pecho e incluso alardeen de lo que han conseguido sin saber apenas. Y es que, en efecto, no sostiene nada que contravenga este discurso, hoy hegemónico, quien hace ostentación de haber obtenido el mismo resultado —el único que se declara importante: el enriquecimiento, a ser posible rápido— por otras vías, sin necesidad de haber seguido el recorrido convencional del estudio y la preparación académica. De ahí la llamativa seguridad con la que determinados personajillos de celebridad efímera hacen en público (preferiblemente, en televisión) un reconocimiento explícito, carente de toda pesadumbre, de su completa ignorancia. Se trata de una seguridad de idéntica matriz, en el fondo, que la de la muchacha o el fontanero de las anécdotas iniciales. Llegados a este punto, cabe preguntarse: al margen de que, por las razones indicadas, los ignorantes actuales (ignorantes posmodernos, podríamos denominarlos) se hayan sentido liberados del superyó tutelar tradicional, según el cual era necesario tener cultura (o, en su defecto, aparentarla) si se aspiraba a alguna forma de prestigio social. ¿En qué se funda esa llamativa seguridad de la que aquéllos han pasado a hacer gala? Conviene plantear una primera observación. Probablemente el hecho de que la seguridad del ignorante nos llame tanto la atención revele un error de interpretación por nuestra parte. Un error consistente en dar por descontado que el tipo de personaje que estamos diseccionando debería experimentar algo parecido al horror vacui por el hecho de no saber, cuando, en realidad, el ignorante consecuente es aquel que no sabe que no sabe; entre otras razones, porque ese profundo vacío que le constituye está ocupado por un espeso engrudo, por una densa y turbia papilla de tópicos, banalidades, convencimientos sin el menor fundamento y otros materiales de desecho. De lo que se desprende que el planteamiento precedente necesitaría ser reformulado, incorporando un matiz sustancial. El problema de nuestros ignorantes de hoy (en otros aspectos, idénticos a los de siempre, claro está) no es tanto que no se den cuenta de la cantidad de información y conocimientos de los que no disponen, como que se les escapa el valor de los mismos; o, tal vez mejor, que atribuyen un valor por completo equivocado tanto a lo que ignoran como a lo que creen saber. No solo porque consideren que esto último se encuentra en idéntico plano que lo que desconocen y, más en concreto, con la cultura en el sentido más clásico, sino porque atribuyen rasgos equivocados a ambas esferas. Así, sigue siendo, por desgracia, muy frecuente que estos ignorantes consideren que la persona culta, ilustrada, leída o refinada es alguien que verdaderamente no está en el mundo, sino, en el mejor de los casos, en su mundo. Mientras que ellos, por lo que respecta a sí mismos, están persuadidos de pisar con los pies en el suelo y enterarse efectivamente de lo que pasa, en su más concreta y tangible materialidad. Sin embargo, repárese en que los protagonistas de nuestras anécdotas iniciales testimonian exactamente lo contrario. Para ellos lo real desfila ante sus ojos plano, monótono, perfectamente inerte e insustancial. La relación de sus desdenes podría prolongarse casi hasta el infinito. En el ámbito de la cultura sin duda dirían: “Visto un museo [a fin de cuentas, un conjunto de salas llenas de obras de arte], vistos todos”, “escuchado un concierto de música clásica, escuchados todos”, etcétera. Y si se prefiere pasar a los registros por los que empezaba este artículo, a buen seguro afirmarían: “Vista una playa, vistas todas”, “vista una selva, vistas todas”, etcétera. Y así, en todos los planos. Su realidad, esa respecto de la cual tanta ostentación hacen de mantener una relación sólida y privilegiada, es una realidad plana, sin fondo, carente de toda profundidad o densidad. Lo que nos permite señalar la segunda parte de su error, la inadecuada valoración que llevan a cabo de cuanto ignoran. Porque existe otra realidad o, mejor dicho, lo real es mucho más rico de lo que estos ignorantes alcanzan a vislumbrar. Pero para acceder a dicha riqueza se requieren determinadas herramientas y destrezas, que son las que, precisamente, proporciona ese tesoro heredado que denominamos cultura. Las cosas son, pues, exactamente al revés de como las planteaba el tópico aludido en el párrafo anterior. No es cierto que la persona culta, en sus ensoñaciones espiritualistas, vea lo que no hay. Lo cierto es justo lo contrario: que la persona inculta, ignorante, no ve lo que hay. Así, por no abandonar los ejemplos citados, la belleza —la del mundo y la del alma— pasa por delante de sus ojos constantemente sin que sea capaz de percibirla. O si prefieren decirlo con diferentes palabras: la persona culta no solo dispone de un mundo interior más rico, sino que penetra en el interior del mundo. De la otra persona, hemos dicho antes que no sabe que no sabe, lo que significa, en resumidas cuentas y a la luz de todo lo que hemos planteado a continuación, que lo que de veras no sabe es lo que se pierde. (Manuel Cruz, 30/03/2015)


Latín para qué:
Me reconozco ferviente seguidor del cine de Nanni Moretti. Me gustan todas sus películas. Unas más, otras menos, pero siempre las siento como algo personal, tal que si se tratase de un amigo que traslada a la pantalla situaciones con las que me siento identificado. Incluso su humor romano –nació en Bolzano por eventualidad veraniega–, donde domina el sarcasmo y la ironía, elegante pero con un toque de brutalidad. Aseguran que su madre falleció mientras montaba esa película magistral que conocemos como Habemus Papam (2011). Fastuosa descripción del mundo vaticano, realizada con la sensibilidad de un ateo ante uno de los fenómenos más sorprendentes de la humanidad: la elección del Papa y la introducción de la duda individual en un mundo hecho de certezas colectivas, casi inamovibles. Ahora acaba de aparecer Mia madre. Me interesa poco si se trata de una evocación personal de su madre o de su tía abuela. Lo que me importa es la historia que narra, los vericuetos de un guión difícil, donde los personajes podrían pertenecer a cualquier familia media italiana, asentada y culta, desde el Risorgimento; algo insólito entre nosotros. Nanni Moretti consigue exhibir con habilidad, como quien no quiere la cosa –porque unos lo verán y otros no lo querrán ver– a lo largo de ese complejo guión, el retrato de la despedida de una época. La que está siendo barrida en el siglo que vivimos. Interpretada por personajes que se resisten a echar por tierra su mundo de valores y que, al desdeñar la adaptación a los nuevos tiempos, acaban bor­deando el ridículo, la excentricidad, o sencillamente la simple marginación. Una mamma y nonna, madre y abuela, jubilada y enferma terminal, que ha ejercido como profesora de latín en un instituto, pero con la particularidad de que adora su trabajo, que goza en la lectura de sus clásicos –Tácito, Cicerón…– y en hacerlos llegar a unos alumnos que la respetaban hasta considerarla un modelo de comprensión y pedagogía. Esa profesora y esos alumnos se podría decir también que ya no son de este mundo. Ya no existen, ni existirán más. Cuando el poder es analfabeto, los ciudadanos tienen la mejor coartada para imitarle y ejercer de energúmenos. Vivimos una época en la que nuestros líderes son referentes, no ejemplares. Nanni Moretti, un leo de 62 años, introduce en su filme una aguda reflexión sobre el cine y sus fantasmas. Una de los protagonistas –directora de cine y hermana suya en el relato– está rodando una película sobre unos obreros que van a ser desahuciados de una fábrica por un patrono, un angloitaliano, que quiere una drástica reducción de personal. Aquí aparece el gran John Turturro, un actor al que se quiere con sólo verle la jeta y que en una especie de cameo –esas escenas en las que aparecen personajes famosos durante un par de planos– logra un papel soberbio en el que retrata el fantasioso mundo de los grandes actores, mentirosos profesionales. En el fondo Turturro no sirve para nada en su papel de implacable empresario sino en el de animal de lujo cinematográfico cuyos gestos llenan la pantalla de esa mezcla de sinceridad y fantasía que es el cine. “Odio la retórica”, esa frase que se repetirán los mismos tipos que viven de ella. La directora de cine que está filmando una lucha obrera en la que nadie cree, ni los extras contratados, ni el “patrono” Turturro, que le importa un carajo, ni la propia directora sumida en una crisis personal, muy común, pero cuyas inquietudes se reducen a su inestabilidad personal; un marido el que se separa pero al que necesita, y una hija adolescente que sólo se entiende con la vieja, la nonna, esa abuela que sabe escuchar. Hay un sentido homenaje a los abuelos, esas reliquias casi extintas, no en las familias pero sí en el valor que representaban. No son las guarderías de hoy día, sino gente que por su saber –no hacía falta que hubieran estudiado– y su sensibilidad estaban más cercanos a esa generación que crecía mientras Nanni Moretti hacía cine, y que formulan hoy sus preguntas en un lenguaje de signos que está muy lejos de nuestra retórica. Se ha roto la cadena de comprensión en una familia al filo de los dos siglos. Los que no tuvimos abuelos somos conscientes de que hay otra orfandad tanto o más dolorosa que la de la ausencia de padres: la inexistencia de los depositarios de la experiencia. Esa mamma que va a morir, inevitable como un bordón durante todo el filme, es una persona adaptable, independiente hasta de sus propias ideas, de sus amigos, de las opiniones de los otros. No quiere volver a la misma casa donde pasó toda la vida y ya no le queda nada. El hospital le ha abierto otros mundos, como si los abuelos tuvieran una capacidad de adaptación que ningún adolescente osaría traspasar. Y en una de las escenas más complejas del filme, y donde claramente uno está filmando algo muy íntimo de sí mismo: la abuela quiere seguir la tranquila vida hospitalaria, rigurosa en lo sanitario pero siempre variada, llena de sorpresas efímeras, como los que fallecen o los turnos de las enfermeras, o los nuevos pacientes. Ahí se destroza el tópico “Como en casa, en ninguna parte”. Una paradoja, porque la tradición marca que morir en casa es hacerlo en familia, pero ¿qué sentido tiene volver a la familia para acabar una vida cuya relación está colmada y deslavazada? La muerte en el entorno familiar de la misma casa donde se ha vivido siempre quizá corresponda a ese mundo ido. Si la clínica es cómoda, las enfermeras amables, los médicos comprensivos, ¿para qué volver a un lugar lleno de recuerdos, de pasados felices o no, de libros que ya no podrás ojear porque no te da el cuerpo ni la vista para eso? Nanni Moretti ha hecho un hermoso filme triste, como muchos de los suyos. Pero este tiene algo de despedida, quizá un decir adiós a una época y a unos valores de humilde dignidad que representaba su madre. Y que coloca en paralelo con el gran circo del cine, con sus fantasmas, sus impostores, la exigencia de un mon- tón de personal, para hacer lo más sencillo que contempla un espectador: sea una escena o una secuencia. La soberbia del mando, la exigencia también de ser mandados. En el fondo, un modo de decir adiós a todo eso que fue y aún sigue siendo en grado superlativo nuestra época. O triunfas o mueres. En Moretti se plantea algo parecido a si esta vida es posible, o más exactamente, si merece la pena. Por eso mismo llama la atención la relevancia que tiene en este filme complejo, lleno de detalles, la importancia del latín. El latín, esa fuente de la que partimos todos y los que no lo hicieron deben padecer por ello; porque no se construye una lengua a partir de unos señoritos salidos del monte o instalados en casas acomodadas. Estimo que en el filme de Moretti el latín ejerce una especie de valor simbólico que va más allá de la propia lengua. Es el principal hilo conductor de las historias que introduce en el filme: desde las relaciones padres-hijos hasta el papel de la abuela, la angustia y la incomprensión de la adolescente –“¿para qué sirve el latín? Explícamelo, mamá”–. Y mamá hace un largo ejercicio retórico, lengua de trapo, para acabar con un tópico… “y para muchas cosas más”, mientras se ríe de su propia incapacidad para explicar que su mundo ya es otra cosa y que la abuela con toda seguridad se lo hubiera dicho mejor. No se asusten. Todo lo que está escrito aquí es imaginación mía. El filme no pronuncia la palabra cultura ni una sola vez, que yo recuerde. Es la historia de una vieja dama digna que va muriendo y la actitud de su familia, que se reduce a dos hijos, ya más que adultos, y a una nieta adolescente. Algo trivial como la vida misma cuando lo leemos en los periódicos, no cuando lo sufrimos. Por eso es imprescindible el cine. Fuera de los diarios deportivos, o los medios de comunicación en general, digan lo que digan los Mariano Rajoy de turno, está la vida. (Gregorio Morán, 06/02/2016)


Aprender:
La democracia es básicamente una cuestión de confianza. La que comúnmente denominamos representativa podemos decir que se basa en que las personas que elegimos representantes confiemos en la capacidad de éstas para representarnos. La que llamamos participativa se apoya en la confianza de que el poder puede ser gestionado por la ciudadanía de forma sabia y ecuánime. De la primera forma de democracia estamos sufriendo constantemente sus lagunas, de la segunda tenemos históricamente sequía. ¿Por qué será esto? ¿Cómo es posible que, por más que la estudiemos, nos formemos y la invoquemos como utopía posible, la democracia participativa nunca llegue a instalarse realmente en nuestras prácticas políticas? Parece tristemente acertada la aseveración de Paulo Freire que decía que los seres humanos nos relacionamos en términos de opresión, nos educamos como personas en ambientes opresores y reproducimos ese esquema de adultos. Da igual a qué lado del abanico político nos ubiquemos, la opresión y el ejercicio del poder de forma autoritaria acaba imponiéndose en nuestras rutinas. A veces la sufrimos como víctimas y al rato somos parte de los verdugos: somos indistintamente Pedro o el capitán de la obra de Benedetti. Se trata de un mal hábito, una opción validada por nuestra educación, que se ha instalado en esa parte de nuestro cerebro que forma la base de nuestras acciones futuras y que tan difícil es de modificar por el momento en el que fue aprendida: nuestra infancia y preadolescencia. ¿Cómo pretendemos actuar desde el civismo de la participación con el modelo educativo tan opresor en el que nos hemos criado? ¿Cómo vamos a saber participar, y a creer en nuestras capacidades como personas, si la rutina educacional, pública y privada, nos ha tratado como estúpidos? Hemos crecido en un modelo educativo profundamente antidemocrático que se construye como primer espacio de socialización en las familias, se traslada a los barrios y se hace norma en las instituciones, según el cual las personas menores de una edad necesitan atención y vigilancia constante, guía y consejo, y necesitan, sobre todo, ir asimilando los contenidos que las personas adultas consideramos indispensables para convertirse en personas de provecho. A pesar de las declaraciones grandilocuentes a favor de la infancia y su reconocimiento de derechos a nivel internacional, ¿realmente consideráramos a los niños y a las niñas como seres humanos con los mismos derechos y capacidades que cualquier otro ser humano? Si les reconociéramos el derecho a participar que se invoca en la Declaración de Derechos de la Infancia, ¿realmente tendrían el sitio que tienen en nuestras sociedades? ¿No tendrían que ser las escuelas espacios de participación democrática? Una cuestión de confianza La desconfianza es la base de las escuelas antidemocráticas en las que se crían nuestros hijos e hijas y en las que nos hemos criado las personas adultas. No es una cuestión de mala fe, es una cuestión de inercia antropológica, es una transmisión del trauma original del que habla Claudio Naranjo, que se traslada de generación en generación, y que se traduce en leyes y métodos de enseñanza que encasillan a las personas de menor edad en espacios reglados en los que se han de seguir unas directrices y asimilar unos contenidos que poco o nada tiene que ver con sus necesidades e inquietudes. Desde el punto de vista personal limita, cuando no cercena, nuestras habilidades y nuestra capacidad para conocer nuestros límites y nuestros dones, desde el punto de vista funcional no nos permite trabajar nuestra capacidad de emprendimiento y autonomía en la toma de decisiones, puesto que nos roba nuestro derecho a decidir y nuestro deber de ser responsables de las decisiones que tomamos. Este diagnóstico es ciencia. Hoy en día podemos certificarlo a través de la neurociencia: el proceso de aprendizaje no se produce en función de los contenidos que se traten sino en función del proceso que se siga para incorporar esos conocimientos, y ese proceso es inseparable de la motivación y de la vinculación con los intereses de los educandos, es decir, el aprendizaje se produce cuando nuestra atención y nuestra motivación están presentes en una acción. Esto rara vez sucede en la escuela reglada y sin embargo es una constante en nuestros aprendizajes en espacios no reglados: en nuestra relación libre con el entorno, en la escucha activa a personas a las que elegimos como referentes, en los juegos espontáneos, en la charla informal en la calle, en el ejercicio de nuestra humanidad con los demás seres humanos. Pero lo cierto es que apostar por este tipo de aprendizaje es una cuestión de confianza en los seres humanos y en su capacidad innata de aprender, es un cambio en la mirada que nos hacía concebirnos como seres dañinos los unos para los otros por otra en que las personas somos conscientes de nuestra interdependencia y de nuestra capacidad de amar. Sí nos puede ayudar el hecho de saber que en tres años se han multiplicado por 15 las escuelas libres en España, pasando de 40 a 600 aproximadamente, y que la neurociencia y el profesorado universitario están abriendo múltiples líneas de investigación en este sentido. Son escuelas en las que los niños y niñas son felices y crecen aprendiendo y en contacto con sus deseos, intereses, necesidades e inquietudes, acompañados por educadores y educadoras cuya intención es respetar sus propios procesos y permitirles desarrollarse desde el conocimiento de si mismos, habiendo explorado sus límites y sus habilidades. Un compromiso por el cambio Los vientos del cambio, para serlo, no pueden reproducir el mismo esquema de ejercicio del poder en ningún ámbito de la acción política, y mucho menos en la educación. No es estratégicamente una opción. Una escuela antidemocrática que reproduce las situaciones de dominación y opresión constantemente, desde el ejercicio del poder adulto, traerá una ciudadanía resignada y sumisa, cuando no opresora, en la que ni siquiera el engaño y el robo sean motivos para descabezar a los de la parte alta de la pirámide del poder. Sin embargo, una sociedad cuya ciudadanía esté comprometida con el ejercicio de su acción política y se manifieste responsable de sus actos y omisiones solo saldrá de un espacio educativo en el que se tome conciencia y se haga práctica de ese poder autónomo y de esa responsabilidad desde la primera infancia. Un cambio de perspectiva que incluya los avances de la neurociencia en cuanto a los procesos de aprendizaje e incluya los principios de la escuela libre en los programas educativos es el aval que necesitamos para asegurarnos de que no habrá marcha atrás en esta nueva forma de vivir en sociedad, de que las nuevas generaciones no van a permitir que se les hurte el futuro con procesos pseudodemocráticos y de que no se van a conformar con vagas explicaciones sobre lo inevitable de los recortes y la orfandad de la crisis mientas viven el expolio de las cuentas públicas y el enriquecimiento de unas pocas personas cuando otras miles pasan a engrosar el porcentaje de personas en riesgo de exclusión. El cambio, para que dure, ha de ser profundo más que rápido, ha de ser educativo más que persuasivo, ha de basarse en la pedagogía y no en el marketing. Tal vez de esta forma tardemos una década o más en notar algún cambio, pero cuando el cambio de paradigma llegue lo hará para quedarse; de lo contrario nos durará, con suerte, cuatro años. (Jordi Gagete Mateos, 02/07/2016)


Nivel de estudios:
Comienza un curso escolar presidido, una vez más, por el lamento unánime entre intelectuales y académicos acerca del alarmante descenso en el nivel de los alumnos. Pues, se pongan como se pongan, no es cierto, no tenemos los peores alumnos de la historia de España. El estudio internacional PIAAC (el PISA de adultos) nos permite evaluar el nivel de competencias de la población entre 16 y 65 años. La comparación de las diversas generaciones debe hacerse con cuidado, pues comparamos a personas con el mismo título, pero con distinta edad. Con esta precaución, los datos muestran que el sistema educativo español desde principios de los setenta hasta principios de los dos mil ha sido una máquina sorprendentemente constante de certificar competencias. Las reformas legislativas, las intensas oscilaciones en inversión educativa vividas durante todo ese periodo… Nada de eso alteró el nivel de competencias genéricas asociados a cada nivel educativo. Esos cambios han contribuido a que aumente el peso de la población con mayores títulos educativos, pero no han devaluado el nivel de competencias asociado al título. La combinación entre dicha constancia y el aumento del nivel de titulación hace que España sea uno de los países participantes en el estudio, tras Corea del Sur y Finlandia, en el que más aumenta el nivel de competencias de la población joven con respecto a la más adulta. Intentaré explicar la contradicción entre lo que dicen los datos y lo que dice tanto intelectual y profesor de Universidad: que los jóvenes de hoy saben menos que los de antes. Lo que miden las pruebas como PISA son destrezas generales, pero lo que evaluamos en los centros educativos son conocimientos adquiridos en un programa. Es posible que el nivel de matemáticas de quienes acceden a primero de carrera es ahora mucho más bajo que hace 20 años, pero eso no lo mide PIAAC. Lo que ha sucedido en este tiempo es que se han reducido las horas de currículos dedicados a matemáticas. Y en la Universidad nos hemos comportado como si esto no hubiese sucedido. Esas horas que dan menos matemáticas, dan más de otras materias, como una segunda lengua extranjera. Para añadir una asignatura, debemos eliminar otra. Otro indicador que se aduce de la devaluación de la educación es el paro de los titulados superiores. Pero esta expresión es confusa. Incluso muchos expertos y responsables políticos hablan de paro de los titulados superiores como sinónimo de universitarios, cuando los titulados superiores son también los titulados de la actual Formación Profesional de Grado Superior y los antiguos titulados de FP II. Se afirma que tenemos muchos titulados en educación superior, sin saber que en titulados universitarios estamos en promedios europeos y en titulados en FP superior, por encima. Otra confusión es comparar jóvenes con la misma edad pero con distintos títulos, cuando lo importante no es la edad, sino la experiencia. Una joven universitaria tiene unos cinco años menos de experiencia laboral que una joven de la misma edad con un Ciclo Formativo de Grado Medio. Cuando tenemos en cuenta el tiempo desde que acabaron los estudios, el desempeño de los universitarios mejora. Pero mejora a partir de los 30 años, a pesar de que durante 40 años hemos aguantado la falacia de “Universidad, fábrica de parados”. ¿Y la sobrecualificación? España es de los países con más sobrecualificados de nuestro entorno. ¿La Universidad prepara mal? No tenemos Universidades excelentes, pero tampoco mediocres, estamos en la “clase media”, por encima de lo que nos corresponde dada la financiación de la educación y la investigación en nuestro país. Además, no se detecta que ni nuestros estudiantes ni profesionales tengan problemas para incorporarse al mercado laboral en otros países, más bien al contrario, aunque sobre esto no contamos con buenos datos. El problema no es de jóvenes mal preparados, como vemos con desesperación muchos profesores, pues nuestros jóvenes más brillantes se marchan a otros países. Nuestro problema es que no hay empleo digno para jóvenes brillantes. En la época de expansión económica, los inmigrantes que llegaban eran de baja cualificación, no de alta. Y en la época de crisis, se van nuestros jóvenes más cualificados, no los menos. Esto apunta claramente a que el problema de fondo está en el modelo productivo, necesitado de empleo de baja cualificación. La devaluación es de las condiciones de trabajo, no de la educación. (José Saturnino Martínez García, 07/09/2016)


Educación y trabajo:
El gran historiador Niall Ferguson considera que “el mayor desafío que afrontan las democracias maduras es el de restaurar el contrato social entre generaciones”. Durante su campaña presidencial, François Hollande afirmó: “Si soy el próximo presidente, quiero ser evaluado por un único criterio: ¿viven los jóvenes mejor en 2017 que en 2012? Pido ser juzgado solo sobre ese compromiso, sobre esa verdad, sobre esa promesa”. Ganó las elecciones, su mandato está a punto de concluir, y no la ha cumplido. La situación de la juventud francesa no ha mejorado. La tasa de paro de los jóvenes es del 24%, sus posibilidades de tener una casa en propiedad son mínimas, las dificultades para alcanzar el nivel de vida de sus padres, enormes. La precariedad de la situación de la juventud está generalizada, pero España es un caso especialmente dramático. La tasa de paro juvenil ha subido hasta el 46,49%. Hace pocos años, un consejero de Alain Lambert, ministro de Hacienda francés, le aconsejó enviar una carta a todos los recién nacidos, diciendo: “Bienvenido al mundo. Tú debes ya 16.000 euros al Estado”. En España, serían 32.000 euros. Las noticias no son tranquilizadoras. Según United Nations’ International Labour Organization, seguirá empeorando. Los estudios más fiables afirman que alrededor del 60% de los puestos de trabajo actuales van a ser ocupados por robots. Por otra parte, se utilizan jóvenes cualificados como becarios, en el 61% de los casos sin retribución alguna, tal y como revela el informe ‘The experience of traineeship in the EU’, publicado por la Comisión Europea. La OIT advierte de que el principal peligro es que la crisis del empleo de los jóvenes no sea un simple acontecimiento pasajero, relacionado con un crecimiento económico lento, sino que se convierta en una tendencia estructural, cosa que sucederá si no se introducen cambios importantes en las políticas. Las expectativas laborales de los jóvenes están directamente relacionadas con su educación. Se multiplican las iniciativas que expresan la preocupación por este tema. La semana pasada, participé en unas jornadas organizadas en Toledo sobre las políticas para la integración laboral de los jóvenes en la UE, y en otras organizadas por Bankia y la revista ‘Magisterio’ sobre la “formación profesional dual”. El Centro Reina Sofía para la Adolescencia y Juventud —de cuyo comité científico me honro formar parte— ha publicado un informe sobre el desarrollo juvenil español, según el cual nuestros jóvenes están detrás del resto de Europa en empleo y educación. Fernando Jáuregui, Lourdes Carmona y Esther Carrión acaban de publicar ‘Universidad y empleo, manual de instrucciones’, sobre la situación actual del sistema universitario. Pero ¿pasaremos de la preocupación a la acción? Es evidente que tenemos que facilitar el paso del sistema educativo al mundo del trabajo, y que eso exige cambios en la escuela y cambios en las empresas. La Formación Profesional Dual es una solución que ha funcionado en otros países, como Alemania y Austria. Consiste en que la formación profesional se imparta en un centro educativo y en una empresa, con lo que la parte más teórica se complementa con una parte práctica, en una situación laboral real. Desde que se implantó en España, el año 2012, el número de jóvenes que la siguen se ha triplicado. En el presente curso, han sido algo más de 15.000 alumnos, que es muy poco. Para que funcione bien hace falta una gran organización, porque no se trata de mandar a los jóvenes como aprendices, sino a que sigan aprendiendo con un sistema de tutores. Las empresas tienen que colaborar con el sistema educativo, lo que supone un esfuerzo por su parte, que puede ser estimulado por incentivos fiscales, por el deseo de ir formando a buenos empleados futuros, o por sus proyectos de responsabilidad social corporativa. Hace falta también prestigiar socialmente la formación profesional, para lo que necesitamos hacer una tarea pedagógica con las familias. Este caso es un ejemplo de la amplitud que debe tener un pacto educativo que es, en realidad, un pacto por la modernización de la sociedad. Normalmente se entiende como un mero ‘pacto escolar’, para tener una educación formal de calidad. Pero en este momento no es suficiente. Dada la influencia que la situación socioeconómica de las familias tiene sobre los resultados escolares, el pacto escolar debe ampliarse con un “pacto para protección de la infancia”. Y, por el extremo opuesto, por un pacto para facilitar el paso del sistema educativo al mundo del trabajo. Comenzaba diciendo que este debería ser un objetivo político prioritario, pero temo que los políticos no se den por enterados. Por eso, en vísperas de un nuevo Gobierno, me gustaría que me ayudaran a empujarles para que emprendan la reforma educativa que necesitamos. Para ello, les propongo como meta conseguir que durante tres meses la preocupación por la educación (y por el futuro de la juventud) figure entre los tres primeros puestos de las encuestas del CIS sobre las preocupaciones de los españoles. Si lo consiguiéramos, estoy seguro de que los políticos serían más diligentes en resolver este problema. (José Antonio Marina, 11/10/2016)


Ideología:
Dicen que en seis meses vamos a tener un pacto educativo. Ojalá sea así, porque eso permitiría poder empezar a elaborar una ley educativa válida al menos para una generación. En los 'Papeles para un pacto', hemos estudiado los motivos por los que nunca se alcanzó en España, ni siquiera al redactar la Constitución. Se consiguió llegar a un acuerdo precario en el artículo 27, gracias a remitir a leyes ordinarias la resolución de los conflictos pendientes. Ese es el origen del baile legislativo que hemos sufrido. La pregunta importante es: ¿puede haber educación sin ideología? Es un ejemplo más de hasta qué punto necesitamos la filosofía para progresar. Ideología es un término que, a partir de Marx, ha adquirido un significado peyorativo. Se la define como un sistema de creencias que acaba funcionando como 'discurso de control social', dogmático, que propone un conjunto de soluciones rígidas para todos los problemas, se inmuniza contra toda evidencia y tiende a implantarse por adoctrinamiento o por impulsos emocionales. Cualquier filosofía o cualquier religión puede convertirse en ideología cuando cumple estas condiciones. A lo largo de los años, libros como el de Daniel Bell ('El fin de las ideologías') o el de González de la Mora ('El crepúsculo de las ideologías') hicieron que la negación de las ideologías se interpretara como un rechazo de la política, en favor de un pragmatismo neutral. Los problemas no tendrían solución ideológica, sino técnica. Sin embargo, las técnicas funcionan como las agencias de viaje: diseñan el plan para viajar, pero el cliente tiene que decir a dónde quiere ir. Prioridades y método En las creaciones humanas, hay territorios que deben quedar a salvo de la ideología. Uno de ellos es la ciencia. Tiene sus propios sistemas de evaluación. Los intentos de hacer una ciencia políticamente ideologizada fueron muy claros en el sistema soviético. Es bien sabido que Lysenko deshizo la prestigiosa comunidad científica de genetistas rusos por motivos ideológicos. A razones semejantes respondieron también las descalificaciones religiosas de Galileo, Servet o Darwin. Puede dirigirse ideológicamente la aplicación de la ciencia, su agenda de prioridades, pero no el propio método científico. En educación, sucede lo mismo. Los temas que se pueden evaluar con evidencias están fuera de la pugna ideológica. Las leyes del aprendizaje, la eficacia de los métodos, el resultado de experiencias debidamente analizadas, los conocimientos proporcionados por la neurociencia deben quedar fuera de las ideologías. ¿Qué es lo que queda dentro? Las metas. El modelo de ciudadano que se quiere educar y el modelo de sociedad que se pretende construir. Aquí es donde las posturas ideológicas aparecen. Para unos, la sociedad ideal solo se logrará favoreciendo el individualismo competitivo; para otros, mediante la acción de un Estado con fines igualitarios. Para unos, la educación debe fortalecer la conciencia nacional; para otros, debe formar ciudadanos del mundo. Para unos, librepensadores laicos; para otros, fieles religiosos. Sin embargo, podemos apelar a un marco de encuentro, que son los derechos fundamentales y el rigor crítico. Para librarse de una ideología, hay que esforzarse en ver y aceptar qué parte de verdad puede haber en la ideología contraria. Pondré un ejemplo. ¿Qué es más importante educativamente, el éxito de los individuos o el éxito de la sociedad? Dicho en términos muy groseros, ¿qué es preferible, tener 10 premios Nobel y 10 millones de analfabetos, o tener 10 millones de personas medianamente educadas y ningún premio Nobel? Desde el punto de vista social, es mejor lo que beneficia al mayor número de personas. Desde un punto de vista individual, lo que beneficia a mi hijo. El interés social me impulsará a llevarle a una escuela pública. El interés individual, a la mejor escuela que pueda conseguir. Acantonados en esas lógicas opuestas, podemos pasar siglos sin ponernos de acuerdo. La única solución es intentar soluciones más potentes, que satisfagan todos los derechos legítimos: los de la sociedad y los de los individuos. Conseguir que el éxito de la sociedad favorezca el éxito de los individuos, y que el éxito de los individuos colabore al éxito social.

Modelos enfrentados:
Los anteriores intentos de pacto fracasaron porque no se reconoció que en un sistema democrático hay derechos legítimos que pueden entrar en colisión, y que el talento político consiste en no pretender anular ninguno de ellos, sino en crear formas de hacerlos compatibles y solidarios. A lo largo de los años, se han ido consolidando en España dos modelos enfrentados -a los que llamaré 'progresista' y 'conservador'- que se han caricaturizado mutuamente hasta el maniqueísmo, falseándose y haciendo difícil el diálogo para resolver las siguientes tensiones: Tensión entre calidad y equidad. Aquella se identifica con modelos conservadores, y esta con progresistas. Tensión entre modelo inclusivo/comprensivo (progresista) y modelo diferenciado (conservador). Tensión entre las competencias educativas del Estado (progresista) y los derechos de las familias (conservador). Tensión entre una idea laica de la escuela (progresista) y el derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos (conservador). Tensión entre la gestión social (conservador) y la gestión estatal del sistema educativo (progresista). Tensión entre el currículo nacional (conservador) y las competencias educativas de las comunidades autónomas (progresista). Tensión entre el respeto a la autonomía de los centros (conservador) y el control de la Administración (progresista). Tensión entre la participación democrática en la gestión de los centros educativos (progresista) y la profesionalización de la dirección (conservador). Esos enfrentamientos son más ideológicos que reales, y sin desmontarlos será difícil avanzar en el pacto. Estoy seguro de que se pueden encontrar formas de solucionar esas tensiones, no mediante una suavización de las posturas, o una restricción de los derechos, que acaba por decepcionar a todos y animar a la revancha, sino subiendo de nivel las propuestas, intentando identificar las reclamaciones legítimas de cada parte, y creando marcos que ayuden a su satisfacción. El talento político debe superar las ideologías. (José Antonio Marina, 29/11/2016)


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