Unión Europea 2             

 

Unión Europea: Errores:
Actuaciones indecentes
Que la capital de Europa esté en Bruselas no deja de tener su gracia. En un continente cuya historia reciente se resume en una greña casi perpetua entre Francia y Alemania, lo lógico hubiera sido colocarla en Berlín o en París. Pero Bélgica está bien, mejor que bien incluso, porque de un modo inconsciente, casi de pura chiripa, los analfabetos y codiciosos arquitectos del euro han venido a reconocer el papel que este pequeño país ha jugado en la historia europea en los dos últimos siglos: un ensangrentado y casi continuo campo de batalla. De Napoleón a Hitler, de Waterloo a Las Ardenas, pasando por las carnicerías inconcebibles de Ypres, Bélgica ha sido el cementerio de todos los sueños y pesadillas de la unificación europea. También fue, y digno es reconocerlo, la patria del primer gran genocida del siglo XX, el rey Leopoldo II de Bélgica, aquel filántropo barbudo cuya infatigable labor de rapiña en el Congo provocó una masacre que se calcula en nueve o diez millones de víctimas. Un monumento perenne a la esclavitud, un Holocausto de piel negra a machetazo limpio en pleno corazón de África: eso también es Europa. Sí, la verdad es lógico que Bruselas sea la capital de este horrendo matadero del que tan orgullosos estamos y al que bautizamos con el nombre de un mito griego. Para intentar resucitar el espectro de la Roma imperial, los chicos listos de la banca europea inventaron el euro, un sestercio de mierda, una imitación del dólar, una patente de corso para millonarios que a los pobres sólo nos supuso un ancla al cuello. Diez años después, la jugada ha resultado todo un éxito financiero y una absoluta catástrofe económica, con varios países al borde de la quiebra, millones de parados husmeando en la basura y familias enteras desahuciadas mientras piaras de indecentes gobernantes se dedican a facilitar el expolio a los banqueros. De cualquier modo, podemos dar gracias porque, para haber caído tan bajo, no hayamos necesitado otra guerra de trincheras. Ni siquiera dictaduras ni golpes de estado: dos países democráticos (Grecia e Italia, las dos cunas simbólicas del continente) perdieron a sus líderes electos en cuanto el dinero movió sus hilos desde Bruselas. En España todavía no ha hecho falta porque contamos con un monigote con gafas que pierde el culo en cuanto le chiflan sus titiriteros. El mito lo dice todo: Zeus, aquel obsceno dios del Olimpo, se disfrazó de toro para forzar a una muchacha llamada Europa. Engaño, rapto y violación: he ahí nuestro origen y nuestro destino cifrados en una antigua fábula. Para que la analogía fuese perfecta, sólo faltaba una metamorfosis en lluvia de oro.


Alianza USA - UE:
El área euro-atlántica constituye el mayor espacio económico del planeta: con el 12% de su población, acumula más de 50% del PIB y el 33% del comercio mundial. Europeos y norteamericanos nos necesitamos mutuamente Está de moda en Estados Unidos hablar de decadencia y eso se refleja en libros recientes de autores tan populares como Fareed Zakaria y Zbigniev Brzezinski. Tras la implosión soviética que puso fin a un periodo de 50 años de equilibrio nuclear forzado por la certeza de una destrucción mutua asegurada, el fin de siglo parecía anunciar la hegemonía indiscutida de Washington en un mundo unipolar. Incluso, con cierta prepotencia, se hablaba del fin de la Historia con el triunfo por goleada de la economía de mercado y la democracia liberal ante la carencia de otros modelos con vis atractiva. Poco duró el espejismo. Si la Europa en la cumbre de su poder colonial fue incapaz de acomodar a una Alemania con pretensiones imperiales y se enzarzó en dos guerras mortíferas que pusieron fin a su hegemonía, ahora Estados Unidos podría correr la misma suerte tras desaprovechar la última década del siglo XX y la primera del XXI para asentar un poder que hace apenas 20 años nadie parecía disputarles. Pero en lugar de ello se distrajo metiéndose en guerras contra un terrorismo sin rostro que son imposibles de ganar y que han sangrado su economía. Como dice Robert Cooper, “la última década ha puesto de relieve la debilidad del poder y el fracaso de las reglas” en el sentido de que el poder militar no produce influencia política en ausencia de la legitimidad que otorga la norma. Nadie cree ya que EE UU sea la nación “escogida por Dios y encargada por la historia para ser un modelo para el mundo”, como afirmó George W. Bush hace apenas 10 años. Vietnam marcó los límites del poder imperial en el mundo bipolar. Ahora las experiencias de Irak y de Afganistán muestran que esos límites siguen siendo infranqueables en ausencia de la URSS y ponen de relieve la imposibilidad de escribir la historia en solitario. El estilo de Obama —que es convicción a la vez que necesidad— se muestra en la salida de Irak, en el repliegue afgano, en la forma de encarar la crisis libia, en la doble vía —descartada la de la simple contención— para enfrentar la nuclearización de Irán, o en la enorme prudencia con la que analiza la situación siria. No es que el poder militar americano se debilite en términos absolutos pues con el 4,8% del gasto nacional dedicado a Defensa, Estados Unidos continúa siendo la “nación indispensable” que decía Margaret Albright en el sentido de que si no lo pueden hacer todo, al menos nada se puede hacer en su contra y muy difícilmente sin su participación o luz verde. Pero Washington sabe que necesita apoyos en un mundo interdependiente y globalizado en cuya marcha hay otros países decididos a intervenir, países respaldados por pujantes economías, clases medias en imparable crecimiento y una fuerte confianza en su destino que oculta fragilidades no menos ciertas. Son los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica) que representan más de la cuarta parte de la superficie del planeta, el 40% de su población, el 24% del PNB y el 15% del comercio mundial. Por eso, Estados Unidos necesitará cada vez más a Europa. Que Europa necesita a EEUU es evidente desde hace un siglo cuando la intervención americana acabó las dos grandes guerras en favor de unas democracias que no las podían ganar por sí solas. Una Europa envejecida, sin apenas fuentes de energía, hedonista, más preocupada “por su seguridad social que por su seguridad nacional” (como dice Brzezinski evocando de nuevo la confrontación entre Marte y Venus de que nos hablara condescendientemente Robert Kagan hace una década) y en plena crisis económica, necesita del músculo americano para garantizar su propia seguridad como nos han demostrado las sucesivas crisis balcánicas. También voces europeas —Steiner y Torreblanca— se interrogan sobre nuestra decadencia y la “fragmentación del poder europeo”. No nos engañemos, la crisis que atraviesa Europa está provocando un cambio estructural y de largo alcance en el reparto mundial del poder y Europa corre el riesgo de quedar al margen de los foros donde se decide la marcha de la Historia. Está claro que necesitamos a los americanos, nos guste o no. La alternativa es hundirnos mientras la orquesta sigue tocando, como en el Titanic. Pero también los americanos nos necesitan a nosotros, aunque algunos aún no lo sepan, porque tienen que hacer frente a un tiempo a sus problemas económicos internos (que se agravarán si empeoran los de Europa), a un sin fin de crisis regionales irresueltas (desde Irán hasta Corea, pasando por Siria, Oriente Medio y el “despertar árabe”), a problemas globales como la proliferación o el calentamiento del planeta, al logro de un acomodo con una Rusia crecientemente nacionalista y a la emergencia de China como gran potencia, algo que merece un comentario especial porque ningún gran país ha entrado en el escenario de la Historia con ambición protagonista sin afectar a los intereses de los actores que ya estaban en él y eso es algo que está comenzando a suceder a pesar de la exquisita prudencia de los dirigentes chinos con sus políticas de “despertar pacífico” y de “armonía global”. Para enfrentar todos esos escenarios los americanos necesitan a Europa. Uno de los fracasos de la diplomacia occidental de los últimos años es no haber sabido encontrar un encaje geopolítico y securitario a la Rusia postsoviética, país con un liderazgo conocido y con una sociedad en cambio acelerado, y este es otro de los campos en que europeos y americanos podemos trabajar juntos pues si para Washington Rusia es un problema estratégico, para Europa es además una cuestión de vecindad reforzada por ingentes suministros energéticos. El área euro-atlántica constituye el mayor espacio económico del planeta: con el 12% de su población, acumula más de 50% del PIB y el 33% del comercio mundial, sumando intercambios de tres billones de euros que dan empleo a 14 millones de personas. Hay tanta inversión norteamericana en Alemania como en China, Brasil, India y República Sudafricana juntos. Los americanos han invertido en Irlanda el doble que en China y en Brasil la mitad que en España y, por eso, europeos y norteamericanos nos beneficiaríamos mucho de la supresión de tarifas arancelarias y de la mayor homologación regulatoria que implicaría la creación de una zona de libre cambio en la cuenca atlántica. Europa y Norteamérica han formado la más formidable alianza defensiva de la historia —la OTAN— que muestra vitalidad y capacidad de adaptación a un mundo en rápido cambio y por eso sigue habiendo países que siguen deseando guarecerse bajo su paraguas protector mientras extiende sus competencias a nuevas áreas geográficas (Afganistán) y nuevos retos (ciberseguridad). Estados Unidos no se desenganchará de la OTAN pero reducirá su presencia militar en nuestro continente y ello nos exigirá un mayor compromiso con nuestra propia defensa. Pero, por encima de todo, Europa y Estados Unidos aportan hoy conjuntamente el 80% de la ayuda mundial al desarrollo y comparten unos valores que no son necesariamente los de las potencias emergentes, herederas de otras tradiciones culturales que fueron arrinconadas durante el apogeo del colonialismo. La primacía del grupo sobre el individuo, el sentido confuciano de la autoridad, el papel de la mujer en algunas sociedades son algunos ejemplos claros. Nuestros valores, bueno es señalarlo, son compartidos por los países de América Latina a los que habrá que incorporar un día al proyecto trasatlántico. Si creemos en principios como el buen gobierno, el imperio de la ley, la democracia participativa, la igualdad de género, la libertad de expresión, los derechos humanos, la economía de mercado…mejor que nos preparemos a defenderlos porque no todos hoy en el mundo piensan igual y crece a diario el peso económico y político de los que los matizan o que tienen distintas concepciones sobre ellos. De manera que si Estados Unidos sigue hoy siendo “la nación indispensable” también Europa puede ser el “socio indispensable” que Washington precisa para defender una cosmovisión que se bate en retirada a principios del siglo XXI ante el ascenso imparable de otros actores y otros valores. Los americanos nos necesitarán como compañeros en esas trincheras porque no encontrarán a otros. Pero para ello es preciso que antes solucionemos nuestros problemas económicos y reforcemos nuestra integración política para hablar hacia el exterior con una sola voz. Mientras eso no suceda los americanos seguirán sin “ver” a Europa y continuarán tratando bilateralmente con Berlín, Londres y París, como ocurre ahora. (Jorge Dezcallar, 12/05/2012)


Agenda:
De un extremo al otro de la Unión Europea, desde Grecia hasta el Reino Unido, el ideal europeo está herido. Es lógico, porque la terrible crisis de los últimos años ha puesto de relieve dos grandes fallos de la arquitectura europea. El primero, la interrupción del proceso de convergencia económica entre los países de la UE, en particular la eurozona. El obstáculo no es teórico, porque el paro es una realidad cotidiana para millones de europeos, sobre todo los jóvenes, que corren peligro de convertirse en una generación sacrificada. El segundo punto débil son las tensiones políticas, dentro de los Estados, con el ascenso de las fuerzas antieuropeas, y entre unos Estados y otros. La situación griega y la británica, pese a ser distintas, demuestran que el interés general europeo y los intereses nacionales parecen alejarse cada vez más. En este contexto, diez años después del no francés en el referéndum sobre Europa, ha llegado el momento de reabrir el debate económico y político, de fortalecer la eurozona dentro de una reforma más amplia de la UE, en la que cada Estado debe encontrar su sitio. Deseamos vivamente que en los próximos días se solucionen los problemas más urgentes de Grecia. Pero también debemos pensar ya en el futuro de Europa. El euro se fundó a partir de un acuerdo político francoalemán, pero con una ambigüedad típicamente europea. Por eso Francia y Alemania tienen la responsabilidad de paliar las carencias de la moneda única. A finales de los años ochenta compartíamos un proyecto político común, asentado sobre objetivos económicos diferentes. Alemania deseaba garantizar su reunificación y sustituir el moribundo sistema monetario europeo por un dispositivo estable, siguiendo el modelo del Bundesbank. Francia quería anclar a Alemania en Europa y que nuestro continente tuviera más capacidad de afrontar la globalización. Esa convergencia fomentó una mayor integración europea, pero permitió ocultar los fallos de construcción de la unión monetaria, que ahora debemos reparar para que el euro cumpla su promesa de prosperidad económica y evite una deriva aún mayor hacia el descontento y las divisiones. Para ello es necesario que aceleremos la construcción de una unión económica y social y nos pongamos de acuerdo sobre un proceso de convergencia por etapas. Hay que proseguir con las reformas estructurales (como el mercado de trabajo), las reformas institucionales (la gobernanza económica) y aproximar nuestros sistemas fiscales y sociales (por ejemplo, mediante una mejor coordinación de los salarios mínimos o una armonización del impuesto de sociedades). Este proyecto fortalecería nuestras economías, permitiría la igualdad de condiciones entre los países de la eurozona y frenaría la tendencia a la baja que hace hoy estragos con la competencia fiscal, el dumping social y las devaluaciones internas no cooperadoras. Uniría más nuestras economías, mejoraría nuestras posibilidades de crecimiento y permitiría definir qué políticas debemos centralizar, armonizar o coordinar en la eurozona. Además, este programa de convergencia sentaría las bases de un presupuesto común a escala de la eurozona, condición necesaria para que la unión monetaria sea eficaz. Hoy, la zona euro se rige por unas reglas que pretenden asegurar la disciplina presupuestaria. Las reglas son importantes, pero no hay garantías de que la suma de las políticas presupuestarias nacionales produzca una situación óptima para toda la eurozona, ni en momentos de crisis ni en periodos de crecimiento. Por eso es importante darle una competencia presupuestaria además de los presupuestos nacionales, para poder manejar mejor los factores de estabilización económica y adaptar nuestra política presupuestaria al ciclo económico. En un principio, la competencia presupuestaria podría desarrollarse dentro del plan Juncker para financiar proyectos de inversión (infraestructuras, redes europeas, capital riesgo…). Después podríamos dotar a la eurozona de un verdadero presupuesto con dos facetas: la de producción, para sostener las inversiones, y la de estabilización, con estabilizadores automáticos como un fondo complementario de los sistemas nacionales de seguro de desempleo, y asignarle recursos propios (por ejemplo, la tasa sobre las transacciones financieras o una parte del impuesto de sociedades armonizado) y capacidad de préstamo. Este presupuesto no podría ni debería eximir a los Estados miembros de mantener la disciplina presupuestaria nacional. El equilibrio se reforzaría con la implantación de un marco legal de reestructuración ordenada de las deudas nacionales en caso necesario. De esa forma se responsabilizaría a los países beneficiarios de ayudas pero se evitaría una austeridad inadecuada cuando el peso de la deuda deje de ser sostenible. Al mismo tiempo, el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEE) se integraría en el derecho comunitario para constituir un auténtico Fondo Monetario Europeo. La eurozona tendría asimismo instituciones comunes más fuertes, en función de las situaciones nacionales y las circunstancias económicas. Para garantizar su buen funcionamiento, Europa debe resolver su déficit democrático y la dificultad de llevar las decisiones a la práctica. En concreto, las nuevas responsabilidades de la eurozona deberían ir acompañadas de un control democrático más estricto, por ejemplo ante la formación de una eurozona en el Parlamento Europeo. Podría nombrarse a un comisario del euro para representar a la zona no solo en cuestiones presupuestarias sino también en temas de crecimiento, inversiones y empleo. El fortalecimiento del euro no afecta solo a la eurozona. No puede hacerse sin una revisión general de la Unión Europea, sobre todo porque debemos poder responder a una pregunta esencial: ¿qué sitio ocupan los Estados miembros que no forman parte del euro? Una eurozona reforzada debería ser el núcleo de una Unión más profunda. Necesitamos una UE más clara y eficaz, con más subsidiaridad y una gobernanza más sencilla. El instrumento fundamental de la integración europea es el mercado único, de modo que deberíamos avanzar hacia un mercado interior más integrado, con un enfoque más dirigido hacia determinados sectores como la energía o el sector digital. Para que Europa funcione mejor es necesario también aumentar el sentimiento de pertenencia comunitaria. Las instituciones tienen más legitimidad cuando hay unos lazos más estrechos entre los ciudadanos. Por eso necesitamos reforzar nuestra affectio societatis. Proponemos la generalización del programa Erasmus, de forma que cada europeo mayor de 18 años pueda pasar al menos un semestre en otro país de la Unión, para estudiar o realizar unas prácticas. Esta nueva arquitectura europea es crucial no solo para poner en marcha sin demora políticas eficaces sino también para asegurar la estabilidad política y económica del euro y la Unión a largo plazo. Debemos conciliar el interés general europeo con los intereses nacionales. Nuestro objetivo común debe ser que a cualquier Estado miembro, en la defensa legítima de sus intereses, le resulte imposible imaginar su futuro fuera de la Unión o dentro de una Unión reducida. Para ello necesitamos una Unión solidaria y diferenciada. Francia y Alemania tienen la responsabilidad de mostrar el camino, porque Europa ya no puede esperar. (Sigmar Gabriel, 04/06/2015)


30 años:
Mirada desde la lupa cotidiana, esta Europa es un desastre. Y los europeos, otro. Hoy no logramos encauzar el desplome griego, y ya llevamos cinco años. O nos peleamos por unas mínimas cuotas de acogida de náufragos fugitivos del hambre y la violencia, mientras vocifera la xenofobia. Ignoramos cómo aplacar la guerra de Siria o el violento caos de Libia. Arrastramos los pies en los momentos más dramáticos de Oriente Próximo. Nos achantamos ante las potencias energéticamente contaminantes. ¿Qué más? Y sin embargo, contemplada desde el catalejo de la historia, la Unión Europea (UE) luce muy diferente. Los años de posguerra, de 1945 a la primera crisis del petróleo, se conocen como “los treinta gloriosos”. La recuperación, el crecimiento económico y el empleo desembocaron en un “Estado del bienestar” que asentó un “modelo social europeo” y limó como nunca las desigualdades, todo ello en una escena en que la guerra era fría y distante, si se olvidaba la brutal fractura del continente. Aquello queda lejos. Pero los años que van desde el ingreso de España en 1986 —el próximo día 12, la firma del tratado de adhesión cumplirá también treinta— hasta ahora han sido milagrosos. Se ha contado y se contará más el giro copernicano que ese hito fue para nuestro país. Su mérito estriba al cabo en que todo el mundo lo da por descontado y adquirido. Y no digamos para el conjunto europeo, con las muescas del mercado interior, la duplicación de la cohesión, la moneda única, la unificación continental, la extensión de la democracia, la diplomacia común, la movilidad estudiantil… El balance encomiástico de la cosecha goza de mayor credibilidad que el lamento jeremiaco: el euroescepticismo es desafiable De todos esos logros, completos o mediados, se escribirá estos días. El propósito de esta página es más sencillo: explicar cómo la supervivencia de la UE —y su avance como proyecto político, irregular, pero constante— ha resultado espectacular, porque se ha enfrentado a un conjunto de ímprobas adversidades. Ha sorteado una cuádruple crisis de existencia: La guerra. La primera crisis, inédita desde la Segunda Guerra Mundial, es que se ha combatido con armas sobre suelo continental, junto a los lindes mismos del territorio de la Unión. Los conflictos en la ex Yugoslavia o la invasión rusa de Ucrania traen causa del hundimiento del imperio soviético, sí. Pero ponen también en cuestión la potencia suave —el soft power— de la UE como exportadora multilateralista de paz en círculos sucesivos. Quince años después de la intervención en Kosovo, la misma península balcánica que ocasionó la primera gran guerra y desangró el corazón de Europa, se integra por fascículos en el club comunitario. No hemos exportado bastante la paz, pero no hemos importado la guerra y la consiguiente destrucción del proyecto común. Más aún, aquel vientre reventado del continente está hoy embarazado de la marca Europa.

La globalización:
El segundo abismo salvado es el de la globalización asimétrica. La revolución conservadora de Reagan y Thatcher generó un mundo sin fronteras financieras. La liberalización total de movimientos de capitales entre europeos culminó mediante tres directivas, precisamente de 1985, 1986 y 1989, de modo que el 1 de julio de 1990 quedaron suprimidos todos los obstáculos que los restringían. ¡Estupendo! Pero entrañó un grave desorden, porque no se acompañó de una paralela armonización fiscal. Con lo que amenaza de muerte al welfare state europeo (y sorprende que no lo haya liquidado), pues la competencia fiscal para evitar la fuga de capitales atenta contra sus bases de sustento, al presionar a la baja sobre los grandes impuestos directos (renta, patrimonio). Queda pendiente la utopía de armonizar los tipos impositivos y las bases imponibles en los impuestos sobre el capital; implantar horquillas mínimas para el IRPF; eliminar las excepciones al IVA; armonizar al alza el impuesto de sociedades; gravar los beneficios cosechados en cada limbo fiscal por las multinacionales; imponer una Tasa Tobin progresiva a los movimientos de capitales. La nueva ronda de liberalización comercial con EE UU (el TTIP) debería aprovecharse para avanzar en ello. La acogida del Este. El tercer gran abismo salvado (con reparos) ha sido la escarpada unificación continental. Los países del Este eran un erial económico, una ruina política y un cementerio moral. Los polacos lucían en 2002 una renta per capita del 39% de la media comunitaria; casi todos andaban por debajo de un tercio. Hoy figuran por encima de la mitad, casi todas sus economías tiran (Polonia crece del 3% al 4% y es ya la sexta de la UE) y en algunos casos (bálticos) exportan como el que más. La cara oscura de esta luna es el déficit democrático en la autoritaria Hungría, el lento acompasarse de estos países a los usos políticos liberales: aunque también costó en la brillante Austria, con el episodio ultra de Jörg Haider. La UE ha sobrevivido al triple carcoma del desnivel de la cohesión (bastante bien), del contagio autoritario (menos) y de la saturación institucional por exceso de socios (pasandillo).

La Gran Recesión:
Y el cuarto factor que podría por sí solo haber desahuciado el proyecto europeo ha sido la gran crisis financiera iniciada en 2008. La peor desde 1929/1939. Por su toxicidad múltiple, contagiosa y recidivante, de los bancos a la economía real, de la construcción a la deuda pública, de los ricos a los pobres. Por la carencia de instrumentos para combatirla, (el agujero del Tratado de Lisboa): al iniciarse el terremoto, de todos los mecanismos necesarios, la UE solo contaba con el Banco Central Europeo, el BCE (la soledad de la polítcia monetaria). Porque todo ello lo exasperó una política económica desequilibrada y procíclica, únicamente centrada en la consolidación de las finanzas públicas (austeridad extrema) y olvidadiza del necesario estímulo a la demanda, como tractor de crecimiento y empleo. Lo extraordinario es que en estos años, en sus peores momentos, las cañerías de la Unión han dado agua (aunque tarde y mal), mientras se cambiaban. Un arsenal de herramientas (fondos de rescate, unión bancaria, tratado fiscal, nueva regulación financiera, flexibilidad presupuestaria, nuevas y decisivas políticas del BCE) han cambiado la naturaleza del club, sin modificar el Tratado: donde antes había apenas una moneda única, ahora hay ya una política monetaria —amplia y ambiciosa— y la arquitectura, aún inconclusa, de una auténtica unión económica. Faltará acompañarla de fusión política, de un mejor control democrático supranacional: ahí está la discusión sobre el nuevo documento en ciernes de los cuatro presidentes. Un milagro no es un hecho óptimo. Es la extraordinaria reversión de una situación irreversible, por intervención sobrenatural. Los prodigiosos 30 años que España ha vivido en Europa no caen del cielo, sino de la voluntad expresa de permanencia de los ciudadanos europeos. Con todas sus lacras, la UE es un club del que nadie —ni siquiera británicos o griegos— desea salir y al que muchos quieren apuntarse. Ese es el secreto del milagro. (Xavier Vidal-Folch, 08/06/2015)


UE: Crisis
En El Arte de la Guerra, Sun Tzu escribe que es mejor conquistar un estado intacto que destruirlo; que la excelencia no consiste en ganar todas las batallas, sino en derrotar al enemigo; y que el estratega astuto derrota al enemigo sin pelear. La conquista exitosa es un proceso sutil, paciente, y silencioso que envuelve al enemigo hasta que, cuando se da cuenta, ya es demasiado tarde. En el campo de la política económica la conquista se manifiesta en el control de la comunicación, de los grupos de decisión y, sobre todo, del diseño de las reglas. Los grandes cambios legislativos suelen tener lugar tras una crisis, cuando los políticos, y los gobiernos, prometen que nunca más sucederá algo similar. La clave es la definición de “similar”, es decir, la narrativa de la crisis. El grupo que controla la narrativa controla el poder. La narrativa determina el futuro. Esto ocurre en todas partes. En EE UU, la narrativa del Partido Republicano tras la crisis del 2007, con dominio del congreso, se concentró en el peligro de la deuda pública, los errores de la Reserva Federal, y la necesidad de regular el sistema financiero. De ahí el secuestro fiscal (el proceso que derivó en el cierre del Gobierno, la amenaza del impago de la deuda, y una excesiva contracción fiscal); las iniciativas de auditar la Reserva Federal y obligarla a que use la “Regla de Taylor” (una fórmula que determina el tipo de interés en función del nivel de inflación y de desempleo); y la legislación Dodd-Frank que ha endurecido de manera significativa (exagerada según muchos expertos) la regulación financiera y recortado la capacidad de la Reserva Federal de gestionar crisis futuras.

En Europa, el diseño de las reglas como vehículo de ejercicio del poder es todavía mas intenso. Los ejemplos son múltiples, y van todos en la misma dirección: acomodar Europa a las necesidades alemanas. Alemania tiene una economía muy distinta de la de la zona euro, tanto cíclica como estructuralmente. Su economía languidecía recuperándose del impacto de la unificación mientras el resto de la zona euro gozaba del boom del euro, y por eso llego a la crisis del 2007 con menos desequilibrios que el resto. Un azar histórico que le permitió enfrentarse a la crisis con más margen de maniobra. Aun así, su sistema bancario tuvo que ser rescatado, y Alemania hoy es el país de la zona euro con mayor volumen de garantías públicas en el sistema bancario. Gracias a este decalage cíclico, y a unos tipos de interés bajísimos durante la crisis, Alemania goza ahora de un boom económico. Además, estructuralmente es una economía muy distinta al resto. Una alta tasa de ahorro, un enorme superávit por cuenta corriente, un sistema bancario dominado por los bancos públicos locales y regionales, una tasa bajísima de propiedad de vivienda. Estas diferencias implican que lo que conviene a Alemania cada vez conviene menos a la zona euro. Múltiples decisiones adoptadas en los últimos años revelan esta divergencia. La decisión de no mutualizar la resolución del problema bancario, de introducir el riesgo de impago de la deuda soberana, de diseñar la expansión cuantitativa del BCE en base a la cuota de capital de cada país en el BCE y de no mutualizar las posibles pérdidas, de obligar a que los rescates bancarios que necesiten dinero público generen perdidas a los tenedores de bonos de los bancos. Todas ellas decisiones compatibles con la economía y la política alemana pero que han tenido consecuencias negativas en el resto de la zona euro. El proceso continúa. Argumentando que los bonos soberanos son activos con riesgo, la unión europea, debate la imposición de requerimientos de capital a las tenencias de bonos soberanos de los bancos. Estos requerimientos serían proporcionales al riesgo de los bonos, lo cual generaría un pernicioso efecto procíclico en el sector financiero y aumentaría la probabilidad de retroalimentación de las crisis. Además, se quiere limitar las tenencias de bonos de cada país a un 25% del capital de cada banco, lo cual generaría ventas masivas de deuda pública. En ambos casos el impacto sería especialmente negativo para los países actualmente mas frágiles, perpetuando las diferencias. Una alternativa sería que todos los bonos tuvieran el mismo requerimiento de capital. Pero eso afectaría de manera negativa a los bonos alemanes y a la frágil banca alemana. Ya veremos cómo acaba. Ninguna de las reglas adoptadas en los últimos años afectaban a la economía alemana —o se adoptaron una vez que Alemania había resuelto sus problemas (como la condición de aplicar pérdidas a los bonos bancarios en caso de ayudas públicas)—, o se le han otorgado excepciones (como no incluir su enorme sector bancario público en la supervisión europea). Alemania está conquistando Europa a base de reglas y de argumentos morales que, aunque puedan ser conceptualmente correctos, no lo son en la frágil situación actual. La crisis del sector bancario italiano es la víctima más reciente. La regla que obliga a aplicar pérdidas a bonos bancarios que se vendieron como si fueran depósitos seguros es políticamente explosiva, ha retrasado la gestión de los problemas de la banca italiana, y puede desencadenar una crisis financiera. La gestión de la crisis de los refugiados obedece al mismo patrón. La amenaza de expulsar a Grecia de Schengen se basa en un informe técnico, pero tiene su origen en los tremendos problemas políticos que la crisis migratoria está generando en Alemania. El enfrentamiento del primer ministro italiano Renzi con la Unión Europea no es una casualidad. Es la rebelión a la estrategia envolvente de germanización de Europa, cuyo coste está empezando a ser excesivo. El excanciller alemán Helmut Schmidt, en dos discursos en 2011, ya alertó de la necesidad de contener este avance silencioso alemán. Pero la estrategia de Renzi de confrontación ruidosa y unilateral no es adecuada. Hay que generar un debate con argumentos intelectuales sólidos, no con lamentos electoralistas o populistas. Ante el moralismo del ordoliberalismo alemán hay que defender las virtudes de una política keynesiana de apoyo al crecimiento potencial, necesaria en un momento de insuficiencia de demanda, entroncada en una política fiscal común que convierta a la zona euro en una verdadera unión monetaria. Las reformas son necesarias pero no suficientes. La política monetaria ha sido muy efectiva, pero no es suficiente. Hay que re-equilibrar la estrategia actual europea de reducción de riesgo y defaults. La disciplina debe venir acompañada de solidaridad. Más de los mismo ya no sirve. Si el único argumento que queda para mantener la zona euro es el elevado coste de disolverla, tenemos un problema muy serio. (Ángel Ubide, 07/02/2016)


Interés de USA:
En 1973, el secretario de Estado estadounidense Henry Kissinger, tras un periodo de preocupación de su país sobre Vietnam y China, anunció un “año de Europa”. En tiempos más recientes, después de que el presidente Barack Obama anunciara un giro o reequilibrio estratégico de Estados Unidos hacia Asia, muchos europeos temieron que se los dejara de lado. Hoy puede que 2016 se convierta por necesidad en otro año de Europa para la diplomacia estadounidense, debido a la actual crisis de los refugiados, la ocupación del este de Ucrania y la anexión ilegal de Crimea por parte de Rusia, y la amenaza de que Reino Unido abandone la Unión Europea. Más allá de los eslóganes, Europa sigue contando con importantes recursos de poder y es de un interés vital para EE UU. Aunque la economía estadounidense es cuatro veces mayor que la de Alemania, la economía de toda la Unión es similar en tamaño a la suya, y su población de 510 millones es muy superior a los 320 millones de estadounidenses. Es verdad que el ingreso per capita de Estados Unidos es mayor, pero en términos de capital humano, tecnología y exportaciones la UE está muy a la par. Hasta la crisis de 2010, cuando los problemas fiscales en Grecia y otros lugares generaron ansiedad en los mercados financieros, algunos economistas habían especulado con que pronto el euro podría reemplazar al dólar como moneda de reserva primaria del mundo. En términos de recursos militares, Europa gasta menos de la mitad de la partida que EE UU destina a defensa, pero tiene ejércitos con mayores efectivos. Reino Unido y Francia poseen arsenales nucleares y una capacidad limitada de intervención externa en África y Oriente Próximo, y participan además activamente en los ataques aéreos contra el Estado Islámico. En cuanto a su poder blando, durante mucho tiempo Europa ha ejercido un alto atractivo y sus ciudadanos han desempeñado un papel central en las instituciones internacionales. Según un estudio reciente del Portland Group, 14 de los 20 principales países eran europeos. La sensación de que Europa se unía en torno a instituciones comunitarias la hicieron muy atractiva para sus vecinos, si bien esto se erosionó un poco tras las crisis financieras. La pregunta clave al evaluar los recursos de poder de Europa es si la UE conservará la cohesión suficiente como para hablar con una sola voz en una amplia variedad de asuntos internacionales, o seguirá siendo una agrupación limitada y definida por las identidades nacionales, culturas políticas y orientaciones exteriores de sus miembros. La respuesta varía según el tema. Por ejemplo, en asuntos comerciales Europa está a un nivel comparable con EE UU y tiene capacidad para equilibrar el poder de este. En el Fondo Monetario Internacional únicamente EE UU supera a Europa (si bien la crisis financiera ha mellado la confianza en el euro). En políticas antimonopolio, el tamaño y atractivo del mercado europeo ha significado que las empresas que desean fusionarse han tenido que obtener la autorización tanto de la Comisión Europea como del Departamento de Justicia estadounidense. En el mundo cibernético, la UE es quien define los estándares globales de protección de la privacidad, que EE UU y otras compañías multinacionales no pueden pasar por alto. La baja natalidad y el rechazo a la inmigración masiva plantean a la Unión Problemas demográficos Sin embargo, la unidad europea se enfrenta a limitaciones importantes. Las identidades nacionales siguen siendo más fuertes que una identidad europea en común. Los partidos populistas de derechas tienen a la UE como una de las instituciones a las que atacan con su xenofobia. En el interior de la UE está aumentando la integración legal, pero sigue siendo limitada la de los ámbitos exterior y de defensa. Y el primer ministro británico, David Cameron, ha prometido reducir los poderes de las instituciones de la UE y someter los resultados de sus negociaciones con los líderes de la Unión a referéndum popular. Si Reino Unido vota no y abandona la UE, los efectos sobre la moral europea serán serios. Es un resultado que Estados Unidos ha dejado en claro que se debe evitar, aunque poco pueda hacer por impedirlo. A más largo plazo, Europa se enfrenta a graves problemas demográficos debido a la baja tasa de natalidad y la poca disposición a aceptar una inmigración masiva. En 1900, representaba un cuarto de la población mundial. Para mediados de este siglo, puede que la cifra sea de apenas un 6% y que casi un tercio de su población sea mayor de 65 años. Si bien la actual ola inmigratoria podría ser la solución al problema demográfico a largo plazo, ahora amenaza su propia unidad, a pesar del excepcional liderazgo de la canciller alemana, Angela Merkel. Esta ola ha tenido un fuerte efecto de rebote político en la mayoría de los países europeos debido al alto ritmo de entradas (más de un millón de personas el año pasado) y al origen musulmán de la mayor parte de los inmigrantes. También en este asunto EE UU tiene un importante interés diplomático, pero no es mucho lo que puede hacer al respecto. Si Reino Unido vota ‘no’ y abandona la UE, los efectos sobre la moral europea serán serios El riesgo de que Europa llegue a convertirse en una amenaza para Estados Unidos es muy reducido, y no solo debido a su bajo nivel de gasto militar. Representa el mayor mercado del mundo, pero carece de unidad. Y sus industrias culturales son notables, pues en términos de educación superior 27 de sus universidades se encuentran entre las 100 principales del mundo, frente a 52 de Estados Unidos. Si Europa superara sus diferencias internas e intentara convertirse en un actor que compitiera con EE UU, estos recursos equilibrarían parcialmente el poder estadounidense, pero no lo igualarían. Sin embargo, para los diplomáticos estadounidenses el peligro no es una Europa demasiado fuerte, sino una demasiado débil. Cuando Europa y Estados Unidos se mantienen como aliados, sus recursos se refuerzan mutuamente. A pesar de las inevitables fricciones que han reducido el ritmo de la propuesta de Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (ATCI, o TTIP por sus siglas en inglés), es improbable que se produzca una separación económica, y Obama viajará a Europa en abril para promover la TTIP. La inversión directa en ambas direcciones es mayor a la que existe con Asia y ayuda a fortalecer los lazos entre sus economías. Y si bien es cierto que durante siglos europeos y estadounidenses se han criticado entre sí, comparten valores de democracia y derechos humanos en un grado mucho mayor que con otras regiones del planeta. Ni unos Estados Unidos fuertes ni una Europa sólida representan una amenaza para los intereses vitales o importantes del otro. Pero si Europa se debilita en 2016 acabará afectando a ambos. (Joseph S. Nye, 2016)


Demografía:
En muchos de los países pobres y emergentes de origen migratorio, los sistemas educativos son limitados, por lo que son las mismas familias las que detectan quien es el más inteligente o el más emprendedor de la familia y, como es lógico, apuestan todos por él para que intente sacarles de la pobreza logrando un empleo en otro país, si no ha podido conseguirlo o lo ha perdido en el suyo. Si el que emigra, proviene de un país tradicional de emigración sabe que siempre puede encontrar un familiar o amigo en su destino que le acoja y le oriente. Asimismo, no podemos olvidar que no hace mucho tiempo, en los años cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo pasado, muchos españoles tuvieron que emigrar a América del Sur y al resto de Europa, bien para evitar una dura persecución política e ideológica o para poder encontrar trabajo fuera de una España empobrecida, tras la horrible Guerra Civil y sus persecuciones posteriores, cobrándose muchas vidas pero también por sufrir una situación de aislamiento internacional, en la que casi no llegaba ayuda del extranjero. Los llamados hoy refugiados son otro tipo más de emigrantes forzosos que han sido obligados a hacerlo por peligrar sus vidas a causa de la violencia, la dictadura o la guerra y hoy, lo que es peor, por poseer o pertenecer a una determinada corriente religiosa. Es con ellos con quien hay que tener una mayor capacidad de compasión y de aceptación, especialmente en todos aquellos países que ya sufrieron experiencias semejantes, como la gran mayoría de los países de Europa. Muchos españoles desempleados se preguntarán ¿porqué hay que admitir a refugiados extranjeros que compiten por nuestros puestos de trabajo, siendo nuestra tasa de desempleo tan elevada y, más aún, proviniendo de una guerra religiosa en el extranjero entre Sunitas y Chiitas?. Pero no hay que olvidar que otra terrible guerra religiosa también ocurrió en Europa entre Católicos y Protestantes, durante la larga Guerra de los 30 años (1.618-1648) en la que, según el historiador británico David Norman (1996), murieron 8 millones de personas incluidos muchos civiles, de una población total Europea de 110 millones, que dejó asolada toda Europa y especialmente a Alemania que perdió más de un 10% de su población. Es interesante comparar las fechas de ambas grandes guerras de religión. La Guerra de los 30 años, entre Católicos y Protestantes, tuvo lugar 1.600 años después del nacimiento de Jesucristo, en el año 1 de la Era Cristiana, y la actual Guerra, entre Sunitas y Chiitas, que empezó en Irak, en 2005, tiene lugar 1485 años después del nacimiento de Mahoma en el año 520 (de la era cristiana) en La Meca, una diferencia de 115 años. Como ha señalado The Economist (12/12/2015), el volumen de refugiados es enorme, el mayor desde la Segunda Guerra Mundial. Pero son gentes muy jóvenes que vienen a una Europa que es la región más envejecida del mundo, después de Japón. Su edad media es de 23 años, la mitad de la edad media de Alemania, que es el país más envejecido de Europa, seguido de Italia y de España. Además, el 82% de los refugiados tiene menos de 34 años y bastantes tienen educación secundaria e incluso universitaria. Europa, y sobre todo España, no tienen futuro alguno en el mundo sin una creciente inmigración de países pobres o emergentes, dado el creciente envejecimiento de sus poblaciones y la enorme caída de sus tasas de natalidad. El informe más reciente de la Comisión Europea (2015) estima que en la UE el envejecimiento de la población aumentará y el empleo caerá ininterrumpidamente entre 2010 y 2060, suponiendo que el crecimiento potencial se mantenga constante (irá decayendo irremediablemente). La contribución al crecimiento del factor trabajo aumentará hasta 2020, pero será negativa en los siguientes 40 años. La población en edad de trabajar (20-64) está cayendo ya desde 2010, y caerá de 310 millones en 2010, a 260 millones en 2060 —50 millones menos—, pudiendo producir la quiebra de los sistemas de pensiones de los estados miembros de la UE. En empleo total (20-64) caerá de 210 millones en 2010, a 200 millones en 2060 y el trabajo contribuirá negativamente al crecimiento, en un 0,1% anual, hasta 2060. En España, las últimas proyecciones del Instituto Nacional de Estadística (octubre 2014) muestran que el problema del envejecimiento es todavía mucho más problemático que en la UE, ya que la caída de su población empezó ya en 2012. En los próximos 15 años caerá un 2,2% del total, es decir 1,022 millones y, en los siguientes 50 años, hasta 2064 otros 5,6 millones, cayendo un 12,1%, de 46,8 millones en 2012 a 40,8 millones en 2064. El número de nacimientos empezó a caer ya en 2009 y en 2029 habrán descendido en 298.202, un 27,1% menos. El número de nacimientos por mujer fértil, caerá hasta 1,22, cuando la tasa de reposición de la población es de 2,1 hijos por mujer fértil. La edad media de maternidad, que hoy es de 31,7 años, subirá hasta 33 años en 2064 y el número de mujeres en edad fértil (entre 15 y 49 años) caerá 4,3 millones. La esperanza de vida al nacer, que hoy es de 80 años para los varones y de 85,7 años para las mujeres sería, en 2064, de 91 años para los varones y de 94,3 años para las mujeres y la esperanza de vida a los 65 años sería de 27,37 años para los varones (92,37años) y de 30,77 años para las mujeres (95,77años). A partir de 2015, las defunciones superarán a los nacimientos. Asimismo, tras la Gran Crisis, los flujos anuales de emigración son ya superiores a los de inmigración, pero esta tendencia se invertiría a partir de 2021. La población mayor de 65 años que hoy es el 18,2% pasaría a ser el 38,7% en 2064 y la tasa de dependencia (es decir, el número de mayores de 64 años respecto del número de menores de 16 años) llegaría a ser del 95,6%; es decir, cada joven en edad de trabajar tendría que mantener prácticamente a cada jubilado. Por último, en España se estableció la edad de jubilación a los 65 años en 1919 con la ley del Retiro Obrero, gobernando Antonio Maura, cuando la esperanza de vida al nacer era de 33 años. Hoy la edad de jubilación sigue siendo a los 65 años (a los 64 años es la edad real) cuando la esperanza de vida al nacer es de 82 años. Estamos todos locos. (Guillermo de la Dehesa, 23/03/2016)


Compromiso:
Que el papa Francisco haya sido galardonado este año con el Premio Carlomagno es una decisión muy especial. Puede que haya quien ironice, y diga que muy mal debe de irle a la Unión Europea si requiere ayuda papal; otros se preguntarán por qué justo ahora un Papa argentino recibe un premio por la integración pacífica europea. Nosotros estamos convencidos de que el papa Francisco, por su mensaje de esperanza a Europa, merece este galardón. Quizá hagan falta los ojos de un argentino que contemple desde el exterior lo que intrínsecamente nos une a los europeos para recordarnos nuestros puntos fuertes. En momentos en que las palabras Europa y crisis se pronuncian juntas con demasiada frecuencia, olvidamos con facilidad lo que la Unión Europea ya ha conseguido y lo que es capaz de lograr: nuestros padres y madres construyeron un proyecto de paz y de humanitarismo a partir de los escombros de la II Guerra Mundial. Rechazaron el belicismo, el deseo de destrucción y la barbarie de la primera mitad del siglo XX. En su lugar, unieron sus fuerzas en favor de una Europa sin vencedores ni vencidos, únicamente con ganadores. Aprendieron las lecciones de la historia: cuando los europeos nos hemos empecinado en pelear entre nosotros, el resultado ha sido fatal para todos; cuando hemos permanecido unidos, todos hemos salido ganando. El alma de Europa son sus valores. Y a ellos nos retrotrae el Papa cuando nos recuerda que una Europa que mira, defiende y tutela al hombre es un precioso punto de referencia para toda la humanidad. En plena vorágine entre cumbre de emergencia y cumbre de emergencia, cuando la gente se pregunta si todos en Europa compartimos de verdad los mismos valores, reviste todavía más importancia que recordemos los vínculos que nos unen. Los europeos, en la era de la globalización, nos necesitamos más que nunca para abordar tres retos del presente. En primer lugar, mantener nuestro estilo de vida europeo. En un mundo cada vez más interconectado, mientras otros países y regiones no cesan de crecer, hemos de aunar nuestros esfuerzos. El peso de Europa y sus naciones en los resultados económicos mundiales y en la población total del planeta disminuye. Quien ante este panorama crea que ha llegado la hora de los Estados nación, ha perdido la noción de la realidad. Puede que no nos gusten estos cambios pero, pese a que no nos sea posible darles marcha atrás, sí podemos articularlos conforme a nuestra manera de pensar si lo hacemos juntos. Aunque ningún Estado miembro, por influyente que sea, pueda imponer sus intereses y valores por sí solo, juntos sí podemos participar en definir las reglas del pulso entre las grandes potencias. Merece la pena que permanezcamos unidos: está en juego nuestro modelo social europeo, basado en la democracia, el Estado de derecho, la solidaridad y los derechos humanos. Convivimos con los derechos civiles, la libertad de prensa y el derecho a la huelga, pero no con la tortura, ni con la pena de muerte ni con el trabajo infantil. La fortaleza de nuestra economía se sustenta en el mercado interior, cuyo impulso nos permite consolidar y mejorar un orden social europeo basado en nuestros valores. En segundo lugar, garantizar la seguridad y la paz. Si los europeos caminamos juntos, podemos alcanzar grandes metas. Así se ha demostrado en el acuerdo nuclear con Irán y el acuerdo de París sobre el cambio climático. Estos ejemplos deberían servirnos como acicate para actuar de forma conjunta en la escena internacional y asumir mayores responsabilidades; porque el mundo va a ser más inabarcable, y hay quien dice que más peligroso. Estados Unidos reduce cada vez más sus compromisos internacionales, Rusia se comporta de un modo cada vez más agresivo, China adquiere cada vez más influencia en Asia oriental. Surgen conflictos y guerras en nuestra vecindad inmediata: cada día mueren personas en Siria y la situación en el este de Ucrania sigue siendo preocupante. Los atentados tanto en Bruselas y en París como en Lahore o Estambul son un doloroso recordatorio de que el terrorismo islamista constituye una amenaza global. En un mundo así no podemos permitirnos malgastar nuestras fuerzas en vanidades nacionales; debemos hablar con una sola voz; solo así podemos extender nuestra influencia. En tercer lugar, gestionar la migración. Hoy día huyen más personas de las guerras, los conflictos y las persecuciones que en ningún otro momento desde la II Guerra Mundial. Hombres, mujeres y niños se dirigen a nosotros en busca de protección contra la brutalidad del denominado Estado Islámico y las bombas de Assad. El reto es de tal calibre que ningún Estado miembro puede solucionarlo en solitario, pero juntos sí podemos compartir esa responsabilidad en un continente con más de 500 millones de habitantes. La visita del papa Francisco a Lesbos supuso más que un gesto. Acogió a doce refugiados sirios y al hacerlo obró de una forma más concreta y solidaria que muchos Estados miembros de la Unión. Así nos reclama el Papa que actuemos. Solidaridad y amor al prójimo no han de ser mera retórica de domingo; estos valores solo importan si los vivimos a diario. Muchas decenas de miles de voluntarios hacen exactamente eso cada día, a menudo hasta caer agotados, ayudando a que las personas encuentren cobijo frente al terror, la guerra y la violencia. Proporcionan alimentos a los refugiados, se preocupan por que tengan algo que vestir y ayudan a los niños a asegurarse un futuro. Estos voluntarios muestran a los refugiados y al mundo el rostro humano de Europa. También es esa la tarea de la política, en particular en un continente que a lo largo de su historia ha visto con demasiada frecuencia vallas y muros, tumbas y fronteras. Que lo hayamos superado en favor de la paz y la prosperidad constituye uno de nuestros éxitos. Cada uno de nosotros se beneficia de este logro cuando, por ejemplo, viajamos o trabajamos fuera de nuestra tierra. El papa Francisco ha manifestado una gran confianza en nosotros. Espera que saquemos más partido a nuestro potencial. Con nuestro modelo europeo de cooperar y tender puentes entre las personas y los países, hemos conseguido superar la división del continente. Esta fortaleza puede sernos más necesaria que nunca a la vista de las múltiples crisis actuales. Las condiciones son quizá mejores de lo que creemos. El papa Francisco nos hace concebir una enorme esperanza cuando afirma que las dificultades pueden convertirse en acicate para la unidad. Ya es hora de que los europeos nos levantemos y luchemos por nuestra Europa común. (Jean-Claude Juncker es el presidente de la Comisión Europea y Martin Schulz, el presidente del Parlamento Europeo., 06/05/2016)


UK: Adhesión a la UE:
Winston Churchill fue de los primeros líderes europeos en pronunciarse a favor de unos Estados Unidos de Europa, pero nunca quedó claro hasta qué punto quería que el Reino Unido participara en el proyecto. Para Churchill el interés del Reino Unido se hallaba en la intersección entre tres círculos, Estados Unidos, la Commonwealth y Europa, y Londres no debía dejar que ninguno de ellos dominara a los demás. Esta idea se proyecta desde entonces sobre todos los primeros ministros británicos, que se han debatido entre la necesidad de sumarse a la construcción europea y la resistencia a perder soberanía. Harold Macmillan, primer líder británico en solicitar el ingreso, tomó la decisión con grandes reservas. La clase dirigente británica no creía en el proyecto europeo, pero prefería intentar controlarlo desde dentro que quedarse fuera. El partido laborista no secundó la solicitud y, tras el non de De Gaulle en 1963, Harold Wilson accedió al liderazgo laborista con unas sólidas credenciales antieuropeas, pero como primer ministro volvió a proponer la adhesión. El ingreso se produjo en 1973, siendo primer ministro Edward Heath, convencido europeísta. Pero a los dos años, Harold Wilson, en su tercer mandato, sometió a referéndum la permanencia. El sí ganó por el 66%. Margaret Thatcher hizo campaña a favor del sí en el referéndum y cuando llego al poder apostó por la creación del Mercado Único. En 1985 acogió con satisfacción la aprobación del Acta Única Europea, que aceleraba el proceso de integración. Pero más tarde cambió de parecer y fue adoptando posiciones cada vez mas euroescépticas, sobre todo tras abandonar el poder. John Major proclamó la voluntad de situar al Reino Unido en el corazón de Europa, pero se vio obligado por la presión de los mercados a sacar la libra esterlina del Sistema Monetario Europeo —primer paso hacia la moneda única— y tuvo que hacer muchos equilibrios para no enajenarse a ninguno de los dos sectores de su partido, ruidosamente dividido entre europeístas y euroescépticos. Tony Blair votó a favor de la pertenencia a la Unión en el referéndum de 1975. Más tarde, en 1982, se presentó a sus primeras elecciones para los Comunes defendiendo la salida, bajo el liderazgo de Michael Foot. Sin embargo, alcanzó el poder con un programa europeísta y siguió la línea más proeuropea desde el ingreso del Reino Unido en 1973. Gordon Brown también siguió como primer ministro una línea claramente proeuropea, pero en su etapa de canciller del Exchequer levantó barreras infranqueables para el ingreso del Reino Unido en el euro. David Cameron ganó las elecciones de 2010 con un programa muy ambiguo y se presentó a sus segundas elecciones prometiendo un referéndum si salía elegido. Solo se declaró inequívocamente partidario de permanecer en la Unión cuando su Gobierno obtuvo algunas de las concesiones que buscaba en las negociaciones con Bruselas. Boris Johnson, líder de facto del sector favorable a la salida, decidió su posición hace dos meses, tras muchos titubeos y “con gran dolor de su corazón”. Hay quien dice que tenía escritos dos discursos, uno para cada opción. Esta larga historia de vaivenes y ambigüedades, causa y reflejo del sentir ambivalente de muchos ciudadanos, proyecta ahora su sombra sobre el referéndum. Atenazada por las dudas, la clase dirigente nunca ha conseguido transmitir de forma convincente a los ciudadanos las razones de su apuesta por la integración europea. Muchos piensan que una relación más estrecha con el resto de Europa es la respuesta lógica a la globalización y a la complejidad del mundo actual, pero también que el núcleo de la identidad británica, con su glorioso pasado, no es compatible con una mayor integración política y económica con los países del continente. El resultado del referéndum dependerá de si, al votar, los indecisos dan mayor importancia a unos u otros factores de esta compleja ecuación. Pero también dependerá —y ahí radica el mayor peligro— de razones ajenas en parte a este debate, en particular de su grado de adhesión a la clase dirigente. Es posible que algunos voten a favor de la salida para expresar su rechazo al sistema político, a la creciente desigualdad o a la globalización. Cabe también un final feliz: que la mayoría opte por el Sí a la permanencia y que el referéndum consiga poner fin a las dudas y a las oscilaciones sobre el proyecto europeo, al menos por una generación. De ser así, habrá valido la pena. (Carles Casajuana, 14/06/2016)


Solidaridad:
Su reiterada invocación indica, por defecto, que nos referimos a un valor más bien escaso. Europa se desgarra a causa de la incapacidad de pensar y actuar conforme a la unidad que de hecho tiene, por la ineficiencia de quienes la componen cuando actúan por separado, por la irresponsabilidad de quienes creen que no tienen nada que ganar respetando las reglas comunes, por la insolidaridad de los Estados que han dejado de considerar a otros como parte de los suyos. ¿Es posible todavía identificar y defender un “bien común europeo”, aquel “amplio interés común” del que hablaba Jean Monnet? Se está asentando en la Unión Europea una mentalidad de “suma cero”: el miedo a la transfer union en los países prestatarios se corresponde con la contestación contra las políticas de austeridad en los países deudores, es decir, la dificultad de pensar al mismo tiempo responsabilidad y solidaridad, mientras continúa creciendo la divergencia económica entre esos dos tipos de países. El resultado es una insuficiente solidaridad intraeuropea en asuntos económicos, pero también en lo relativo a otras crisis como la de los refugiados, porque ambas cosas se refieren a deberes comunes a los que nos hemos comprometido en diversos tratados, a riesgos que compartimos y a oportunidades que podemos entender como comunes en cuanto superemos la miopía del espacio y el tiempo, es decir, la fijación en el interés propio inmediato y en el corto plazo. Con frecuencia se afirma que el problema de Europa es la falta de solidaridad, lo que en buena parte es cierto, pero requiere una clarificación acerca de qué entendemos por solidaridad y cómo ponerla en juego. Algunos malentendidos acerca de lo que este valor significa no ayudan nada a defenderla. La primera dificultad procede de que evoca un concepto que exige demasiado, que irresponsabiliza a los actores y que no tiene ninguna relación con el principio de realidad. Una concepción “moralista” de la solidaridad da a entender que los agentes políticos no tienen intereses propios y que la sociedad se regula por relaciones de generosidad. Entendidas así las cosas, no carece de lógica que los países deudores carezcan de estímulos para cumplir sus compromisos (como los relativos al déficit, especialmente si hay elecciones a la vista) y que los prestatarios sean cada vez más reacios a cualquier tipo de transferencia. Una concepción tan vaporosa de la solidaridad termina promoviendo la falta de responsabilidad por el conjunto al que se pertenece. Por otra parte tendríamos lo que podría denominarse la concepción “cínica” de la solidaridad, que subraya los límites supuestamente “naturales” de la solidaridad para no tomar en consideración los intereses de los otros, pero —lo que es peor— impidiéndose a sí mismo la percepción de los propios intereses. Me refiero a quienes consideran que no puede haber solidaridad entre aquellos que no comparten un demos, una “identidad redistributiva”. Estas dos concepciones de la solidaridad, la moralista y la cínica, tienen en común una falta de autorreflexión acerca de lo que está en juego en esta Europa caracterizada por la heterogeneidad, pero también por la interdependencia. Nos encontramos en una situación histórica en la que resulta especialmente necesaria la reflexión acerca del interés propio y su redimensionamiento extensivo. Propongo que consideremos una tercera concepción de la solidaridad como “reflexividad”, que nos llevaría a entenderla como institucionalización del “interés propio ilustrado” o del interés de largo plazo en Europa, más allá de las concepciones altruistas que parecen evocar una generosa autoaniquilación y de las cínicas que nos impiden caer en la cuenta de que a veces nuestros intereses inmediatos no coinciden con nuestros verdaderos intereses Pongamos un par de ejemplos para concretar este principio. Aunque los antagonismos económicos en la Unión Europea parezcan muy poco modificables, tal vez Alemania nos depare alguna sorpresa y no tanto por un arranque de generosidad como por un nuevo cálculo de los intereses. Alemania es el país que más tiene que perder con el retroceso de la UE: tiene más relaciones comerciales que ningún otro con el resto de los países de la Unión y es también el que tiene más fronteras con los otros Estados miembros. Si no fuera porque su opinión pública ha sido bombardeada desde hace mucho tiempo con una visión muy excluyente de lo que le interesa, no sería inverosímil aventurar un giro europeísta en la identificación de sus intereses. Otro ejemplo de solidaridad por reflexión: pensemos en el hecho de que los países que, como consecuencia de la crisis del euro, han necesitado ser rescatados no han sido salvados tanto por razones de solidaridad como para llevar a cabo una política de estabilidad que era un objetivo bueno para todos. Debemos explorar las posibilidades de institucionalizar una mayor solidaridad entre los Estados miembros sin olvidar que será siempre un valor frágil y contestado, un asunto de reflexividad compartida y discutible, porque la identificación de los intereses no se realiza desde una posición abstracta y aséptica. Además, no tiene ningún sentido esperar altruismo de los Estados nacionales, como de cualquier actor político. De lo que se trata es de despertar el interés propio por la cooperación y apoyarlo en sólidos argumentos. ¿Qué hacer entonces con esta heterogeneidad del espacio económico europeo cuando la divergencia acentúa los intereses particulares, cuando el tránsito a nuevas etapas de cooperación implicaría decisiones que tocan a ciertos compromisos profundamente inscritos en la particularidad de cada Estado y sus respectivos contratos sociales? Efectivamente, es difícil pedir a los contribuyentes alemanes, por ejemplo, soportar las consecuencias de la falsificación de las cifras griegas que les permitieron beneficiarse de los tipos de interés muy bajos o facilitar la liquidez de la banca irlandesa cuando todos sabemos que su espectacular despegue de los años noventa se debe a las ayudas europeas pero, sobre todo, a un dumping fiscal no coordinado con el resto de Europa. Tan difícil al menos como conseguir que sean aceptadas las políticas de austeridad en los países del sur cuando buena parte de los beneficios de sus burbujas inmobiliarias están en bancos alemanes y franceses. La solidaridad en la Unión Europea avanzará al ritmo al que lo haga la convergencia de sus economías. Y no se trata de dictaminar aquí si es antes el huevo o la gallina. Es preferible entender que entre solidaridad y convergencia existe un juego de mutua realimentación que concebirlas como valores incompatibles que nos obligan a elegir uno a expensas del otro. La crisis económica tal vez nos haya servido para aprender que los salvamentos excepcionales son siempre peores que una actuación habitual de previsión para evitar crisis futuras. (Daniel Innerarity, 18/05/2016)


Copas y mujeres:
La actuación de Jeroen Dijsselbloem como presidente del Eurogrupo está colmada de toda clase de errores y del más puro sectarismo. Su único mérito radica en haber sido palmero de Wolfgang Schäuble en su cruzada a favor de las medidas restrictivas y de ajustes de todo tipo. Pero, en esta ocasión, se ha pasado tres pueblos. No ha dudado en insinuar que los países del Sur gastan las ayudas que reciben de la Unión Europea (UE) en copas y en mujeres. Lo más patético del tema es que achaca el exabrupto “a su estilo directo, propio de la cultura calvinista y de la sinceridad holandesa”. Flaco favor hace a sus compatriotas holandeses, y dice mucho del grado de deterioro en el que han caído en la actualidad los partidos que se hacen llamar socialdemócratas, pero en los que todo parecido con la verdadera socialdemocracia es mera coincidencia. Es difícil entender cómo a estas alturas continúa todavía siendo presidente del Eurogrupo, incluso cuando su partido ha sufrido una auténtica debacle electoral, y también es inconcebible que todos los mandatarios de los países del Sur no hayan pedido por unanimidad su dimisión. La única explicación factible es que a Merkel le vienen muy bien halcones como este para poner al frente de las instituciones comunitarias, y que paradójicamente la mayoría de las autoridades de los países deudores profesan un penoso seguidismo y no son capaces de unirse y plantar batalla al Gobierno alemán y a los de sus países satélites. La gravedad de las palabras de Jeroen Dijsselbloem estriba en que, por desgracia, son bastante representativas de lo que piensa una buena parte de las sociedades del Norte. A los ciudadanos de estos países se les ha inculcado el mito de que los problemas actuales de la Unión Monetaria (UM) provienen del despilfarro y de la prodigalidad de los países del Sur, que han vivido durante años por encima de sus posibilidades y pretenden ahora que los contribuyentes europeos paguen sus deudas. La realidad es muy distinta. La UE y la UM, mediante la libre circulación de capitales y la inamovilidad del tipo de cambio, han producido resultados muy desiguales, beneficiando en grado sumo a Alemania y a algún que otro país pequeño de su órbita, como Holanda, y perjudicando a todos los demás. Antes de la creación del euro, la renta per cápita de estos dos países perdía posiciones respecto a la media europea, mientras que a partir de la constitución de la UM las gana; tendencia contraria a la mayoría de los otros miembros de la Eurozona. En el caso de Holanda existe otro factor adicional, su condición de cuasi paraíso fiscal, que origina que una buena parte de su prosperidad obedezca a la competencia desleal que hace en materia fiscal al resto de los países. Las actuaciones de las instituciones europeas no solo no están ayudando a reducir las divergencias económicas, sino que las están incrementando. Los rescates no brotan de un acto de generosidad ni son el resultado de la solidaridad de los países del Norte para con los del Sur; en realidad, constituyen un regalo envenenado, no son más que préstamos a un tipo de interés en muchos casos bastante oneroso que, lejos de ayudar al país en cuestión, se orientan a garantizar los créditos que los bancos alemanes y franceses concedieron de manera un tanto imprudente y que, de no estar en la UM, los acreedores recuperarían con pérdidas debido a la devaluación de la moneda. La única solución lógica para evitar tales desigualdades pasa por el establecimiento de una verdadera unión económica en todos sus aspectos. La coherencia exige la creación de una hacienda pública común capaz de asumir una adecuada función redistributiva entre las regiones, una verdadera unión fiscal. Sin esa unión fiscal, la UM deviene imposible porque lo que ahora se está produciendo es una transferencia de fondos -quizá de cuantía similar- en sentido inverso, transferencia a través del mercado, opaca y encubierta, pero no por eso menos real. En contra de lo que mantiene el señor Jeroen Dijsselbloem, el mantenimiento del mismo tipo de cambio entre los países del Norte y los del Sur empobrece a estos y enriquece a aquellos; genera un enorme superávit en la balanza de pagos del país germánico mientras que en las de las otras naciones se provoca un déficit insostenible. Se crea empleo en los países acreedores y se destruye en los deudores. Desde el inicio se tuvo conciencia de que la UM iba a incrementar las diferencias entre los países, y ante la falta de unión fiscal se pretendió sustituirla con el fortalecimiento de los fondos estructurales y la creación del Fondo de cohesión. Instrumentos totalmente insuficientes y desde el principio condenados al fracaso al no querer que el presupuesto de la UE sobrepasase nunca el techo del 1,24% del PIB global de la Comunidad, cantidad absolutamente ridícula si se compara con el presupuesto de cualquier Estado, por muy liberal que sea; lo que es tanto más cierto si se tiene en cuenta que en ese porcentaje están incluidos los gastos de la burocracia comunitaria y toda la política agrícola, ganadera y de pesca, que se lleva la parte del león de ese presupuesto. No obstante, un montaje propagandístico bien orquestado ha magnificado las ayudas a todas luces escasas y a años luz de las transferencias que habrían de producirse si se hubiera constituido una unión presupuestaria y fiscal. Concretamente en España se ha creado un auténtico mantra alrededor de los fondos europeos y de la enorme cantidad de recursos que se han recibido de Europa. Tal mito se ha mantenido a base de una política inteligente de la UE que obligaba a publicitar la marca “Europa” en toda obra o actividad financiada aunque fuese parcialmente por dichos fondos, y a una propaganda interior empeñada en cantar las excelencias de la UE y de lo mucho que nos estábamos aprovechando de nuestra pertenencia a ella. Nadie, por el contrario, se ha preocupado de explicarnos que buena parte de esos recursos habían salido antes de España. Los recursos de la UE no caen del cielo, sino de la contribución de todos los Estados miembros, entre los que se encuentra España. Los recursos recibidos de Europa hay que considerarlos por tanto en términos netos, y así tomados los que ha recibido España no han llegado por término medio anual al 1% del PIB. Por otra parte, los recursos han podido tener un efecto secundario negativo. Eran ayudas finalistas que debían ser invertidas en determinados objetivos, forzando a los Estados miembros a dedicar una parte de sus presupuestos a dichas finalidades, no solo por la contribución realizada a la UE, sino también por la parte de la inversión o actividad que debía financiar la hacienda pública estatal. En muchas ocasiones, la elección no ha sido la más acertada. Eso explica, por ejemplo, el enorme desarrollo que han experimentado las infraestructuras, algunas de ellas sin demasiada justificación, en detrimento de los gastos de protección social. Hay que añadir también que muchos de esos recursos vienen a compensar -y de forma no demasiado apropiada- las renuncias que en materia agrícola se han impuesto a determinadas producciones. El sistema presupuestario de la Unión es, además, el peor de los posibles porque, amén de su escasa cuantía, no son los ciudadanos los que en función de su capacidad económica contribuyen y reciben las ayudas, sino los Estados, explicitando de forma automática los países que son receptores y contribuyentes netos. De esta forma, se da pie al victimismo, empleado amplia y hábilmente por Alemania y algún otro país del Norte, cuyos ciudadanos se sienten como paganos (buena prueba de ello es el exabrupto del presidente del Eurogrupo), cuando la instrumentación mediante impuestos propios de la Unión tendría un efecto redistributivo mucho mayor como resultado no de la generosidad de los países ricos, sino por la aplicación automática de un principio admitido, al menos en teoría, de forma indiscutible por los sistemas fiscales de todos los países, la progresividad en los impuestos que grava a los ciudadanos según sea su renta y de forma más que proporcional. (Juan Francisco Martín Seco, 02/04/2017)


Asimetría:
La Europa de dos o más velocidades”. Consigna de moda en la siempre opaca y confusa jerga empleada en los documentos comunitarios. Aunque la expresión no es nueva en la gramática de la Unión Europea (UE) –ha justificado, por ejemplo, la decisión de crear la Unión Económica y Monetaria (UEM)-, ha cobrado una renovada actualidad. Designa uno de los cinco escenarios contemplados en el Libro Blanco sobre el futuro de Europa; concretamente el tercero, denominado “Los que desean hacer más, hacen más”. La idea es, básicamente, la siguiente. Para sacar de su letargo el denominado “proyecto comunitario”, hay que permitir -favorecer, incluso- que aquellos países dispuestos a avanzar en el proceso de integración económica e institucional den pasos en esa dirección. Los defensores de esta estrategia sostienen que actuando de esta manera se conseguirían, cuando menos, dos objetivos. Por un lado, se despejarían incertidumbres en cuanto al futuro de la UE y de la UEM, pues los países de la primera velocidad, apostarían claramente por “Más Europa”; por otro lado, quedaría desbrozado el camino de aquellos que ahora no quieren o no pueden asumir ese plus europeo. Todo ello abriría las puertas a una Europa potente y renovada capaz de enfrentar los desafíos de la crisis y zanjaría las dudas acerca de la propia viabilidad del referido proyecto comunitario. Como tantas veces ocurre con el discurso dominante –y tantas veces pasa desapercibido, como si formara parte del sentido común- el lenguaje desliza un diagnóstico y plantea una alternativa, todo ello disfrazado de racionalidad indiscutible. Utilizaré una metáfora estrechamente relacionada con las diferentes velocidades con las que se quiere avanzar en el proceso de integración comunitaria. Poner el énfasis en la velocidad significa omitir o ignorar que buena parte de los problemas de dimensión europea –con su inevitable reflejo en las dinámicas estatales- están relacionados con las características de los vehículos, los que los conducen, la posición de los que viajan en su interior y la carretera por la que circulan. En efecto, una primera cuestión en la que resulta obligado reparar es el muy desigual perfil estructural de las economías europeas (los coches). Algunas, con un potencial competitivo que las convierte en ganadoras indiscutibles de la dinámica integradora, dominada cada vez más por la lógica del mercado, que se ha impuesto sin paliativos sobre la lógica redistributiva de las instituciones. Otras, considerablemente más débiles, ocupan el cinturón periférico de Europa y están especializadas en productos de menos valor añadido y contenido tecnológico; estas se encuentran en inferioridad de condiciones a la hora de beneficiarse del mercado único y de la unión monetaria. Asimismo, hay que tener en cuenta –y el discurso oficial pasa de puntillas sobre este asunto- que la gestión de la crisis impulsada desde Bruselas y aplicada por gobiernos –bien conservadores, bien socialistas- han hecho todavía más pronunciadas esas disparidades estructurales. Desde que el neoliberalismo –las ideas y los intereses que lo encarnan- impera en Europa, a partir de los años ochenta del pasado siglo, las elites económicas, en connivencia con la clase política, han marcado el rumbo de las políticas públicas (los que conducen el coche). Más aún, los espacios propios de la política han sido paulatinamente ocupados por las grandes corporaciones y los grupos de presión que las representan, poniéndolos a su servicio. En este sentido, más que una disminución del papel del Estado, hemos asistido a la captura del mismo por parte de los poderosos; las puertas giratorias simbolizan la disolución de lo público en lo privado. La máxima y última expresión de la “corporatización” del proyecto europeo han sido las políticas llevadas a cabo durante los años de crisis; políticas que, sin disimulo, han fortalecido la posición de las oligarquías, tanto en lo económico como en lo político. Los estados de bienestar –la propia legitimidad de la construcción europea- residía en conseguir niveles crecientes de cohesión social (también en avanzar en la convergencia productiva y territorial). El crecimiento económico debía facilitar la consecución de esos objetivos. Lo cierto, sin embargo, es que en los años de auge las desigualdades han aumentado, poniendo en cuestión la capacidad y la voluntad redistributiva de las instituciones y el supuesto nexo automático existente entre crecimiento y equidad. La irrupción de la crisis y la gestión oligárquica que se ha hecho de la misma han situado en cotas históricas la fractura social (la desigual posición de los que viajan en el coche). Los trabajadores, los grupos vulnerables y las clases medias –de las economías periféricas, sobre todo, pero también de las del Norte, donde la erosión social es asimismo manifiesta- han soportado los costes de la crisis. En paralelo, se ha abierto camino un capitalismo de naturaleza esencialmente extractiva, en un contexto de moderado e insuficiente crecimiento y de debilitamiento y pérdida de legitimidad de aquellas instituciones cuyo cometido es promover políticas de igualdad y asegurar una redistribución de la renta y la riqueza. Aunque el crack financiero evidenció los límites, las contradicciones y los efectos devastadores de la economía basada en la deuda y de las teorías económicas que las sustentaban, las políticas implementadas para gestionar y superar la crisis –la represión salarial, los ajustes presupuestarios, la desregulación del mercado de trabajo, los rescates bancarios, las privatizaciones- han seguido el relato y la hoja de ruta del pensamiento dominante (la carretera). Esas políticas –aunque, como he señalado, han proporcionado recursos y poder a las elites- han prolongado y agravado la crisis, sin que, finalmente, hayan conseguido una recuperación suficiente y sostenible de la actividad económica; son responsables de la generalización del empleo precario y del aumento del desempleo y la desigualdad, llevando las cuentas públicas a una situación de mayor fragilidad; también forma parte del pasivo de estas políticas la merma de potencial productivo y tecnológico de las economías, principalmente de las periféricas. En clave europea, las medidas exigidas desde la Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) han agravado las asimetrías productivas y comerciales entre el norte y el sur, han impuesto un federalismo tecnocrático y autoritario –disciplina fiscal y unión bancaria-, han favorecido las tendencias desintegradoras –cuyo máximo exponente hasta ahora ha sido el Brexit-, el auge de la extrema derecha y los nacionalismos xenófobos, y han sido manifiestamente incapaces de abordar, respetando los derechos humanos y aplicando un principio de solidaridad, el drama de los refugiados y los flujos migratorios. La complejidad de la problemática someramente apuntada en las consideraciones anteriores en absoluto se resuelve con la consigna de permitir o favorecer una Europa de varias velocidades. Supone, en lo fundamental, más de lo mismo en lo que concierne al núcleo duro de las políticas económicas aplicadas hasta el momento, introduciendo en el engranaje institucional de la UEM algunas reformas, sesgadas y claramente insuficientes, para intentar preservar la zona euro, especialmente los intereses de lo que más se benefician de la misma, y un aumento del gasto militar. Por lo demás, en el Libro Blanco se plantean un conjunto de líneas de actuación, genéricas e imprecisas, en torno a las que, llegado el momento de su concreción, posiblemente ni siquiera se alcanzaría el consenso entre los llamados a formar parte del grupo de países de la primera velocidad. Europa necesitaba y necesita, con urgencia, una acción política, solidaria y cooperativa, orientada hacia la convergencia productiva y territorial, la equidad social y la igualdad de género, la transición a una economía sostenible, la auditoría y reestructuración de la deuda pública, la gestión del problema de los refugiados, la persecución del fraude y de los paraísos fiscales, la creación de una hacienda comunitaria basada en el principio de progresividad, el aumento sustancial del presupuesto comunitario y la reforma en profundidad de la industria financiera. ¿Por qué no se ha recorrido ese camino? ¿Por qué razón las políticas aplicadas han ido justamente en la dirección contraria? La respuesta es clara. No ha existido voluntad política…ausencia de voluntad que aparece de nuevo en la propuesta de una Europa de varias velocidades. En caso de avanzar en esa dirección, Europa, lejos de superar la esclerosis actual, daría un paso más, acaso decisivo e irreversible, hacia la desintegración. (Fernando Luengo, 16/04/2017)


UE se la juega 1:
Si nada lo remedia, el próximo 29 de marzo de 2019 Reino Unido abandonará la Unión Europea, en lo que supone un hecho sin precedentes porque nunca antes un país miembro dejó de pertenecer al proyecto comunitario. Hemos descubierto que el proyecto europeo no es irreversible. Por encima de cualquier otra consideración, el Brexit es un error de dimensiones históricas, que está marcando ya el momento actual de la UE y cuyas consecuencias vamos a pagar tanto europeos como británicos. Es un hecho innegable que la sociedad británica fue intoxicada con numerosas campañas de desinformación, propaganda y noticias falsas. Cómo no acordarse por ejemplo de aquella tramposa promesa de campaña de devolver 350 millones de libras a la semana (unos 400 millones de euros) al sistema nacional de Salud una vez concretado el Brexit. Pero hay también otra lectura de los acontecimientos, la que revela que los europeístas no hicimos lo suficiente para evitar el Brexit. Ya fuera por ingenuidad o por cualquier otro motivo, nuestro silencio ante las mentiras de los brexiteros fue también nuestra condena. Pero dicho esto, no podemos olvidar que, además del Brexit que lo condiciona todo, Europa se enfrenta en estos momentos a varios desafíos de enorme envergadura. La crisis migratoria y de refugiados, aunque ahora ocupe menos espacio en los informativos, sigue muy presente en los países del Este y del Sur europeo. Las secuelas de la crisis económica y social todavía se sienten en muchos países de Europa y en muchos segmentos sociales porque esa crisis, no debemos olvidarlo, arruinó a millones de familias y debilitó nuestro modelo de bienestar social. Como no pensar, también, en los efectos colaterales de la globalización, que ha dejado a miles de trabajadores en los márgenes del progreso, sin capacidad ni de reciclarse ni de reincorporarse al mercado laboral. Afrontamos además amenazas constantes como el terrorismo, que ha generado miedo e inseguridad en los europeos, y problemas a corto, medio y largo plazo como el cambio climático. Todo esto ocurre además en el contexto de un nuevo escenario mundial que es cada vez más incierto, más inseguro, más complejo por la multiplicación de los actores influyentes, y en el que los europeos estamos cada vez más solos y con menos aliados. Ante todos estos problemas, el Día de Europa es sin duda una buena oportunidad para reflexionar. La falta de ambición política en los últimos tiempos, tanto de la UE como de los países miembros, ha tenido dos graves consecuencias. La primera de ellas ha sido la desafección de una parte muy importante de la sociedad con las instituciones públicas y los partidos políticos. La segunda y más peligrosa, la aparición del entorno social propicio para el regreso de los movimientos nacional-populistas, extremistas y radicales, los mismos que habían estado en cuarentena democrática desde la derrota del nazismo y del fascismo. La falta de ambición política en los últimos tiempos, tanto de la UE como de los países miembros, ha tenido dos graves consecuencias 75 años después de acabado el horror de la Segunda Guerra Mundial, el nacional-populismo vuelve a ser, por terrible y anacrónico que parezca, la mayor amenaza para la paz, la libertad y la democracia en Europa, y por tanto, para su futuro. No se trata solo de los 17 millones de británicos que votaron por el Brexit en 2016 o los 10 millones de franceses que votaron por el extremismo de Marine Le Pen el año pasado. Son también los 5 millones y medio de alemanes que han vuelto a sentar (y como tercera fuerza política) a la extrema derecha en el Bundestag Alemán. Algo que no ocurría desde los tiempos de Hitler. En España, los nacional-populistas han convencido a la mitad del pueblo catalán para votar en contra de la otra mitad. El nacional-populismo es un virus de la democracia, que todo lo envenena y todo lo mata. Su arraigo en algunos países europeos amenaza al conjunto del proyecto de la UE. El próximo objetivo serán las elecciones europeas de mayo de 2019. Y si no le ponemos remedio, podemos tener el primer Parlamento Europeo de la historia dominado por antieuropeos, algo que podría ser el principio del fin de la Unión Europea. Frenar al nacional-populismo exige abordar de manera urgente los grandes desafíos a los que nos enfrentamos en estos momentos. Exige, fundamentalmente, articular una respuesta política a los efectos de la globalización; reformar la arquitectura de la zona euro; hacer realidad el pilar social de la Unión; abordar la transformación digital del continente; reformular la política exterior y de seguridad común; reforzar la democracia europea; y prepararnos para las crisis que están por venir, desde las guerras comerciales hasta la crisis climática, energética o demográfica. Frenar al nacional-populismo exige responsabilidad y altura de miras. El escenario no es alentador, pero bajar los brazos no es una opción. Nunca debe serlo. Europa debe luchar por su propia supervivencia con todos los instrumentos de la democracia y el Estado de derecho. Ni uno más, pero tampoco ni uno menos. Hoy más que nunca debemos recordar que nuestra prosperidad y bienestar dependen de la paz y la estabilidad de Europa. Y que si el proyecto europeo desaparece, la democracia y la libertad acabarían también desapareciendo con ella. Nos estamos jugando que el próximo Parlamento Europeo sea o no un parlamento de mayoría antieuropea. El debate de la campaña electoral que viene, menos de dos meses después del Brexit, va a ser “Europa sí, Europa no”. Tenemos un año para ganar. (Esteban González Pons, 09/05/2018)


Manifiesto:
En este periodo de recuperación económica y de tranquilidad, no debemos olvidar que hace poco estuvimos al borde del abismo y que nuestra realidad sigue llena de incertidumbres geopolíticas y financieras, con un volumen de deuda mundial que podría generar una nueva crisis. Y no debemos pensar que nuestros dirigentes pueden resolver los problemas de nuestro tiempo por sí solos, sin la participación activa de los ciudadanos. El 9 de mayo de 2016, hicimos un llamamiento a un nuevo renacimiento europeo. Nuestra preocupación era evitar la implosión de la Unión en un periodo de vacío político sin precedentes, de ascenso de los populismos y repliegue nacional. Estábamos convencidos de que el reagrupamiento de líderes de opinión y ciudadanos de todas las tendencias era lo único que permitiría ejercer suficiente presión política para garantizar la unidad de los 27 en caso de que el Reino Unido rechazara en referéndum permanecer en la UE. Los líderes europeos habían aceptado la exigencia de David Cameron de no preparar un plan de recambio, que, según él, podía aumentar el riesgo de un resultado desfavorable. Nuestro llamamiento tuvo un eco formidable. Decenas de miles de ciudadanos reaccionaron. Los jefes de Estado y de Gobierno nos recibieron y, sobre todo, siguieron nuestras dos recomendaciones: unidad en la negociación y elaboración de una hoja de ruta para relanzar la Unión. Los presidentes de la Comisión Europea y el Consejo Europeo nos pidieron que reflexionáramos sobre esta hoja de ruta y sobre la forma de combinar de la mejor forma posible las soberanías nacionales y la soberanía europea. Así lo hicimos en el informe “La vía europea para un futuro mejor”, que les remitimos en marzo de 2017. A partir de ese momento, nuestras propuestas fundamentales tuvieron gran repercusión política, tanto en las palabras del presidente de la Comisión Europea, en su discurso sobre el estado de la Unión, como en las del presidente de la República Francesa en sus discursos en la Sorbona y en Estrasburgo. También hizo suyas las propuestas el Parlamento Europeo. El respeto al Estado de derecho y los valores fundamentales del proyecto europeo no ha estado nunca tan amenazado como ahora dentro de la propia Unión Algunas recomendaciones están convirtiéndose en realidad, como las consultas ciudadanas, la nueva prioridad otorgada por la Comisión Europea a la inteligencia artificial, el trabajo realizado para garantizar la calidad de la información, la modernización del modelo social europeo o el proyecto de un programa Erasmus para estudiantes de secundaria. Para confirmar estos pasos será necesario un presupuesto que permita democratizar Erasmus, mantener un programa ambicioso en favor de la cultura y aumentar los esfuerzos de investigación y desarrollo. Nos alegramos de lo conseguido, pero seguimos preocupados. El espíritu europeo manifestado por nuestros conciudadanos tras el referéndum británico corre peligro de debilitarse si no hay más acciones concretas que acompañen a las palabras de los dirigentes. Los últimos resultados electorales muestran el ascenso de los partidos populistas. Peor aún, el respeto al Estado de derecho y los valores fundamentales del proyecto europeo no ha estado nunca tan amenazado como ahora dentro de la propia Unión. Pocos meses antes de que el Brexit sea realidad, la UE está entrando en un periodo de letargo inquietante. Por eso, en este 9 de mayo, llamamos a un nuevo despertar de los gobernantes, los ciudadanos, los líderes de opinión y los dirigentes sindicales y empresariales del continente. Si el Consejo Europeo de junio no se compromete a fijar un plan y un calendario detallados que permitan el relanzamiento de Europa, con acciones concretas que tengan un efecto positivo sobre la vida cotidiana de nuestros conciudadanos, las elecciones europeas supondrán un incremento de poder sin precedentes de las fuerzas populistas. Asimismo, animamos a la participación de todos en las consultas ciudadanas, que deben incluir a los sectores más vulnerables y dar pie a que se preste verdadera atención a las opiniones expresadas. Pero estamos convencidos, sobre todo, de que es necesario arriesgarse a ser ambiciosos e inventar una nueva etapa de la democracia europea. Proponemos crear el derecho a que todo el mundo tenga una participación continua en la vida política de la Unión, e invitamos a todos los que lo deseen a unirse a nosotros para construir civico.eu, una plataforma cívica permanente, transnacional y multilingüe, que permita no solo consultar a los ciudadanos europeos sino que ellos mismos inicien un diálogo cívico directo con el propósito de generar propuestas concretas que alimenten de manera constante a las instituciones europeas. Las tecnologías digitales, la traducción automática avanzada y la inteligencia artificial permiten concebir de manera distinta la democracia. No se trata de acabar con la democracia representativa, en absoluto, sino de complementarla mediante una democracia deliberativa y participativa continua. Creemos, más que nunca, en la necesidad de que nuestros conciudadanos europeos se constituyan en fuerza cívica transnacional. Setenta años después del congreso fundacional de La Haya, llamamos a que se celebre un nuevo congreso de las conciencias europeas, que agrupe a ciudadanos, líderes de opinión y dirigentes de todas las tendencias, para escribir, todos juntos, una página inédita de nuestra historia común. Solo fijándonos objetivos rápidos y concretos, una renovación democrática y un reagrupamiento de las buenas voluntades podremos restablecer la confianza entre los ciudadanos y las instituciones, en un espíritu renovado de solidaridad. Esa es la condición necesaria para transformar la Unión en una potencia democrática, cultural, social, ecológica e industrial, capaz de influir en la evolución del planeta, defender los intereses de los europeos y contribuir a un mundo mejor. (Numerosos políticos)


Desigualdad y emigración:
Ya he escrito con anterioridad (en un tuit) que nadie que recorra Europa Occidental, especialmente en verano, puede dejar de impresionarse por la riqueza y la belleza del continente, así como por su calidad de vida. Este último rasgo es menos visible en Estados Unidos (a pesar de tener una renta per capita más alta), en parte porque el país es más grande y tiene menor densidad de población, de forma que el viajero no se encuentra con el espectáculo de una campiña impecablemente mantenida, salpicada de castillos, museos, excelentes restaurantes con wifi, que sí puede ver en Francia, en Italia o en España. Creo que se puede decir sin temor a equivocarse que ningún pueblo, en la historia del mundo, ha vivido tan bien como los europeos occidentales hoy, en particular los italianos. Y, sin embargo, como es bien sabido, existe en todo el continente un profundo malestar, incluso en Italia, un descontento por el funcionamiento de la política europea, la inmigración, las perspectivas de los jóvenes, la precariedad del empleo, la imposibilidad de competir con la mano de obra asiática, más barata, o de ponerse a la altura de los gigantes de la TI y la cultura de las start-ups de Estados Unidos. Pero hoy no voy a escribir de esas cosas. Me gustaría centrarme en dos “maldiciones de los ricos” que, por paradójico que parezca, la prosperidad de Europa pone al descubierto. La primera maldición de los ricos está relacionada con la inmigración. El hecho de que la Unión Europea sea tan próspera y pacífica, en comparación con sus vecinos del Este (Ucrania, Moldavia, los Balcanes, Turquía) y, sobre todo, con Oriente Próximo y África, hace que sea un destino excelente para los inmigrantes. La diferencia entre las rentas del “núcleo” de la antigua UE de 15 miembros, por un lado, y Oriente Próximo y África, por otro, no solo es inmensa sino que ha aumentado. En la actualidad, el PIB per capita de Europa Occidental es ligeramente inferior a 40.000 dólares; el de África subsahariana es 3.500 dólares (11 veces menos). En 1970, el PIB per capita de Europa Occidental era 18.000 dólares, y el de África subsahariana, 2.600 dólares (siete veces menos). Dado que los habitantes de África pueden multiplicar sus ingresos por 10 si emigran a Europa, no es extraño que, a pesar de todos los obstáculos que se les ponen en el camino, sigan viniendo. (¿Le daría igual a un holandés, por ejemplo, ganar 50.000 euros anuales en Holanda que medio millón en Nueva Zelanda?) Con esta diferencia de rentas, la presión migratoria va a continuar e incluso aumentar durante los próximos 50 años o más, aunque África, en este siglo, empiece a ponerse a la altura de Europa (es decir, a crecer a un ritmo superior al de la UE). Y tampoco es estático el número de personas que llaman a las puertas de Europa. África es el continente con la mayor expectativa de crecimiento demográfico, de modo que el número de posibles emigrantes aumentará de forma exponencial. Si la proporción actual entre la población de África subsahariana y la de la UE es de 1.000 millones frente a 500 millones, de aquí a unos 30 años será probablemente de 2.200 millones frente a 500 millones. La inmigración, como es sabido, crea unas presiones políticas insostenibles para los países europeos. Todo el sistema político está conmocionado, como muestran los gritos de Italia de que sus socios europeos la han abandonado a su suerte frente a la inmigración y las decisiones de Austria y de Hungría de construir muros. No hay casi un país en Europa cuyo sistema político no se haya visto sacudido por la inmigración: los giros hacia la derecha en Suecia, Holanda y Dinamarca, la llegada al parlamento de AfD en Alemania, el resurgir de Nuevo Amanecer en Grecia. Además de la inmigración, la segunda cuestión que alimenta el malestar político en Europa es el aumento de las desigualdades de rentas y riqueza. Las desigualdades europeas también son en parte una “maldición de los ricos”. La riqueza de los países cuya renta anual aumenta durante varias décadas sucesivas no crece de forma proporcional a la renta, sino que crece más. El motivo son los ahorros y la acumulación de riquezas. Suiza no solo es un país más rico que India por su producción anual de bienes y servicios (la relación entre el PIB per capita de los dos países, a tipos de cambio de mercado, es de 50 a 1), sino que lo es todavía más en función de la riqueza por adulto (una proporción de casi 100 a 1). Lo que indica el hecho de que la relación entre riqueza y rentas aumente a medida que los países se vuelven más prósperos es que el volumen de las rentas del capital tiende a aumentar más deprisa que el PIB. Cuando la riqueza está muy concentrada, como ocurre en todos los países ricos, el incremento de la cuota del capital en la producción total genera de forma casi automática un incremento en la desigualdad de rentas entre personas. Dicho en términos sencillos: lo que ocurre es que la fuente de ingresos repartida de forma más desigual (beneficios, interés, dividendos) aumenta más deprisa que la fuente repartida de forma menos desigual (salarios). Por tanto, si el propio crecimiento tiende a crear más desigualdad, es evidente que se necesitan medidas más fuertes para impedir ese aumento. Lo malo es que en Europa, como en Estados Unidos, falta la voluntad política (y quizá es difícil pedirla en la era de la globalización, cuando el capital tiene total movilidad) para subir los impuestos a los que más ganan, volver a implantar en muchos países el impuesto de sucesión o aprobar políticas que favorezcan más a los pequeños inversores que a los grandes. El resultado es la parálisis política ante las turbulencias. Si unimos estas dos tendencias a largo plazo —la presión migratoria constante y el aumento casi automático de las desigualdades—, los dos problemas que envenenan hoy la atmósfera política europea, y las comparamos con la dificultad de actuar con decisión para resolver alguno de ellos, es lógico que se prevean nuevas convulsiones políticas. Esto no va a ser cosa de un par de años. Y tampoco tiene sentido acusar a los “populistas” de irresponsabilidad ni creer que las preferencias de la gente están distorsionadas por las “falsas noticias”. Los problemas son reales, y exigen soluciones que también lo sean. (Branko Milanovic, 10/06/2018)


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