Lucha de clases             

 

Lucha de clases:
De la mano de la última fase de la globalización, de la creciente desigualdad, de la crisis y del final de un modelo de crecimiento económico, la idea de la lucha de clases está de regreso en Occidente. Y esta vez vuelve de la mano no solo de analistas neomarxistas, sino de un financiero como George Soros, o de sociólogos que han alertado sobre lo que está ocurriendo en estas sociedades occidentales. La idea de lucha, conflicto o guerra de clases vuelve a los análisis. Aunque no en la forma clásica. Estados Unidos era un país profundamente optimista en términos sociales. Hace tan solo unos años, algunas encuestas indicaban que un 30% de los ciudadanos se consideraba perteneciente al 10% más rico. Hoy, según una reciente encuesta del Centro Pew, un 69% —19 puntos más que en 2009— de los norteamericanos —especialmente entre blancos de ingresos medios— piensa que el conflicto entre clases es la mayor fuente de tensión en su sociedad, claramente por encima de la fricción entre razas o entre inmigrantes y estadounidenses.


George Soros, en una entrevista en Newsweek, habla de la “guerra de clases que está llegando a EE UU”. En muchos casos, sin embargo, se confunde conflicto entre clases con conflictos entre ricos y pobres. Pues la tensión se da entre ricos y pobres o, por precisar, entre muy ricos y muy pobres. El movimiento Ocupa Wall Street y otros centros urbanos se presentan como la defensa del 99% frente al 1% más rico (que en realidad es aún menor). Y es que la desigualdad ha crecido en EE UU y, con ella, como recogía un reportaje de The New York Times, la movilidad social se ha reducido en ese país, debilitándose así la idea de la sociedad de oportunidades. El filósofo esloveno, marxista (o, más precisamente, como le ha gustado definirse, leninista-lacaniano), Slavoj Zizek, en un artículo en The London Review of Books, aborda este tipo de protestas. “No son protestas proletarias”, señala, “sino protestas contra la amenaza de convertirse en proletarios”. Y añade: “La posibilidad de ser explotado en un empleo estable se vive ahora como un privilegio. ¿Y quién se atreve a ir a la huelga hoy día, cuando tener un empleo permanente es en sí un privilegio?”. Zizek habla del surgimiento de una “nueva burguesía”, que ya no es propietaria de los medios de producción, sino que se ha “refuncionalizado” como gestión asalariada. “La burguesía en su sentido clásico tiende a desaparecer”, indica. Resurge como un “subconjunto de los trabajadores asalariados, como gestores cualificados para ganar más en virtud de su competencia”, lo que para el filósofo se aplica a todo tipo de expertos, desde administradores a doctores, abogados, periodistas, intelectuales y artistas. Cita como alternativa el modelo chino de un capitalismo gerencial sin una burguesía.

Globalización:
Como señala el economista Michael Spence en Foreign Affairs, los efectos de la globalización en las sociedades occidentales han sido benignos hasta hace una década. Las clases medias y las trabajadoras de las sociedades desarrolladas se beneficiaron de ella al disponer de productos más baratos, aunque sus sueldos no subieran. Pero a medida que las economías emergentes crecieron, desplazaron actividades de las sociedades industrializadas a las emergentes, afectando al empleo y a los salarios ya no solo de las clases trabajadoras, sino de una parte importante de las clases medias, que se sienten ahora perdedoras de la globalización y de las nuevas tecnologías. Ya se ha hecho famosa la pregunta de Obama a Steve Jobs, el fundador de Apple, cuando en febrero de 2011 le planteó por qué el iPhone no se podía fabricar en EE.UU. “Esos empleos no volverán”, replicó Jobs. La respuesta no trató solo de los salarios, sino de la capacidad y flexibilidad de producción. El crecimiento de la desigualdad de los últimos años no es algo únicamente propio de EE.UU., sino de casi todas las sociedades europeas, incluida España, a lo que contribuye el crecimiento del paro y se suma la creciente sensación de inseguridad que ha aportado la globalización. Hoy se sienten perdedores de la última fase de la globalización, de la crisis y de las nuevas tecnologías no solo las comúnmente llamadas clases trabajadoras, sino también las clases medias en EE.UU. y Europa. Las sociedades posindustriales se han vuelto menos igualitarias. De hecho, EE.UU. vive su mayor desigualdad en muchas décadas. El sociólogo conservador estadounidense Charles Murray, en su último libro, Drifting apart (Separándose), ha llamado la atención sobre cómo en su país hace 50 años había una brecha entre ricos y pobres, pero no era tan grande ni llevaba a comportamientos tan diferentes como ahora. Los no pobres, de los que hablaba Richard Nixon, se han convertido en pobres. Aunque para Murray la palabra “clase” no sirve realmente para entender esta profunda división. Murray ve su sociedad divida en tribus; una arriba, con educación superior (20%), y una abajo (30%). Y entre ellas hay grandes diferencias de ingresos y de comportamiento social (matrimonios, hijos fuera del matrimonio, etcétera). Otros añaden la crisis que en ambos lados del Atlántico están atravesando las clases medias. Refiriéndose a Francia, aunque con un marco conceptual que se aplica perfectamente a otras sociedades como la española, el sociólogo francés Camille Peugny, en un libro de 2009, alertó sobre el fenómeno de “desclasamiento”, un temor a un descenso social que se ha agravado con la crisis que agita no solo a las clases populares “que se sienten irresistiblemente atraídas hacia abajo”, sino también a las clases medias “desestabilizadas y a la deriva”. El desclasamiento, generador de frustración, se da también como un factor entre generaciones. Y tiene efectos políticos. Según Peugny, los desclasados tienden a apoyar el autoritarismo y la restauración de los valores tradicionales y nacionales. Producen una derechización de la sociedad, frente a una izquierda que sigue insistiendo en un proceso de redistribución de la riqueza y las oportunidades que ya no funciona. Está claro que, en Francia, una gran parte del voto al Frente Nacional de Marine Le Pen, que le come terreno a Sarkozy, proviene de lo que tradicionalmente se llamaba clase obrera. O, ahora, de esa nueva clase en ciernes que algunos sociólogos llaman el precariado, pues las categorías anteriores ya no sirven. En otras sociedades pueden darse otras reacciones. Así, en la Grecia castigada, las encuestas muestran que tres partidos de extrema izquierda (Izquierda Democrática, el Partido Comunista y Syriza) suman entre ellos 42% de la intención de voto, mientras los socialistas del Pasok (8%) se han derrumbado y Nueva Democracia domina el centro-derecha con un 31%. Por primera vez en estos últimos años, la globalización, con el auge de las economías emergentes, especialmente China, está afectando no ya a los salarios de la clase baja, sino también a los empleos y remuneraciones de las clases medias de las economías desarrolladas. También con consecuencias políticas. Francis Fukuyama, que se hizo famoso con su artículo sobre “el fin de la historia” y el triunfo de la democracia liberal, ahora, en una última entrega sobre “el futuro de la historia”, también en Foreign Affairs, se pregunta si realmente la democracia liberal puede sobrevivir al declive de la clase media. “La forma actual del capitalismo globalizado”, escribe quien fuera uno de sus grandes defensores, “está erosionando la base social de la clase media sobre la que reposa la democracia liberal”. Tampoco hay realmente una alternativa ideológica, señala, pues el único modelo rival es el chino, “que combina Gobierno autoritario y una economía en parte de mercado”, pero que no es exportable fuera de Asia, afirmación que resulta cuestionable. Pero coincide con algo de lo que vienen alertando también otros intelectuales, como Dani Rodrik, que plantean ya abiertamente dudas sobre las virtudes de la globalización en su actual conformación. El peligro del ‘precariado’ Hace ya algún tiempo, la Fundación Friedrich Ebert (socialdemócrata) había desarrollado el concepto de precariado, referido a un estrato social, dentro del proceso de transformación posindustrial, cada vez más desconectado del resto de la sociedad alemana y que elaboraron también politólogos como Frans Becker y René Cuperus. A menudo, son gente que vive en familias monoparentales y sufren enfermedades crónicas. No votan ni emiten votos protesta y desconfían de las instituciones políticas. Recientemente, Guy Standing, catedrático de Seguridad Económica de la Universidad de Bath (Reino Unido), publicó un libro en el que desarrolla su análisis sobre lo que califica como una “nueva clase peligrosa”. Para Standing, esta nueva clase había estado creciendo como una realidad escondida de la globalización —que ha supuesto una nueva Gran Transformación— que ha llegado a la superficie con la crisis que se inició en 2008. El sociólogo británico lo ve como un “precariado global” de varios millones de personas en el mundo que carecen de todo anclaje de estabilidad. No es parte de la “clase obrera” ni del “proletariado clásico”, términos menos útiles cuando la globalización ha fragmentado las estructuras nacionales de clase. Es una clase en creación, formada por un número creciente de personas —Standing calcula que una cuarta parte de los adultos de las sociedades europeas se pueden considerar precariado— que caen en situaciones de precariedad, que supone una exclusión económica y cultural. La caída en el desempleo y la economía sumergida es parte de la vida del precariado. También sus diferencias en formación con la élite privilegiada y la pequeña clase trabajadora técnicamente instruida. Son “nómadas urbanos” que no comparten una identidad por el tipo de ocupación, pues esta cambia, pero sí por cuatro características: “La ira, la anomía, la ansiedad y la alienación”. No son solo jóvenes, sino que también mayores engrosan sus filas ante la crisis del sistema de pensiones. Y son personas que a menudo han tenido que romper con sus lugares de origen, adaptarse constantemente a nuevos entornos, a un coste psicológico elevado. Según Standing, es una “clase peligrosa” pues es pasto de todo tipo de populismos y extremismos, incluido el nacionalismo exacerbado, el proteccionismo y el antieuropeísmo. Por lo que se requieren medidas para evitar que siga creciendo. (Andrés Ortega, 21/02/2012)


Nuevas relaciones entre clases:
¿Estamos ante el final del “viejo” paradigma de consenso entre capital y trabajo que surgió después de la Segunda Guerra Mundial? Durante las últimas décadas, los nuevos movimientos sociales que sustituyeron a los sueños revolucionarios anteriores a 1945, y a las protestas que los alimentaban o derivaban de ellos, ya no surgían como respuestas a las crisis económicas o a la quiebra de los sistemas políticos. El capitalismo occidental, europeo y norteamericano, había encontrado una estabilidad y un ritmo de crecimiento sin precedentes en la historia y el Estado de bienestar y la transformación de la sociedad civil habían traído nuevos actores políticos. Clases medias, estudiantes, mujeres y profesionales, en vez de jornaleros del campo y trabajadores industriales. La identidad colectiva, la conciencia de grupo y la solidaridad se diluían ante el triunfo del individualismo y de la sociedad de consumo. En ese largo período de tiempo, el capitalismo como máquina de crecimiento fue sustentado por los partidos socialistas y los sindicatos obreros, a cambio de beneficios sociales, distribución de la renta y democracia política. Era un reparto de esferas de influencia donde el crecimiento, la prosperidad y la seguridad social convertían al conflicto en algo casi marginal y limitado a escenarios muy extraordinarios, resuelto a través de convenios colectivos y de las luchas electorales entre partidos democráticos. El consumo y el Estado de bienestar hicieron milagros. Millones de ciudadanos europeos occidentales que habían conocido las guerras, las revoluciones y los fascismos se sintieron, por fin, seguros bajo el amplio paraguas de un sistema que les proporcionaba protección en caso de enfermedad, paro o jubilación. Y sus hijos crecieron aprendiendo una nueva cultura cívica, que oponía la movilidad y el control social a la lucha de clases y a la búsqueda de paraísos terrenales. Aparecieron también en esos años nuevos movimientos sociales que abandonaban en la mayoría de los casos el sueño revolucionario de un cambio estructural, para defender una sociedad civil democrática. Normalmente asumían formas de organización menos jerárquicas y centralizadas que los partidos y sindicatos tradicionales y se nutrían de jóvenes, estudiantes y empleados del sector público; es decir, de ciudadanos que ya no representaban a un clase determinada, por lo general a la obrera, y que, por lo tanto, ya no recogían sólo los intereses y reivindicaciones de esa clase. Los españoles nos incorporamos con retraso a ese escenario, algo sólo posible tras el fin de la dictadura de Franco, pero el Estado de bienestar y la mejora sustancial del nivel de vida, con acceso general a la educación y a la sanidad, dejó una impronta notable en una sociedad acostumbrada al mal funcionamiento de la administración y a la ineficacia de los servicios públicos. Los tiempos están cambiando y la historia, ahora que el presente viene cargado de noticias sin futuro, puede arrojar alguna luz. Con esta crisis tan profunda, con millones de parados y con las políticas agresivas de recortes sociales, ¿estamos ante el final del “viejo” paradigma de consenso entre capital y trabajo que surgió después de la Segunda Guerra Mundial y que en España contribuyó a consolidar la democracia? Hay claros indicios que así lo sugieren. Con un Gobierno tan convencido de su fuerza, de la bondad patriótica de sus políticas, y tan poco dispuesto a hacer concesiones, los sindicatos y movimientos sociales no podrán negociar, porque nada recibirían a cambio, y las protestas no podrán canalizarse a través de las instituciones y organizaciones ya establecidas. Frente a las políticas de desorden que surjan de ese escenario, el Estado, el Gobierno y los medios que los sustentan pedirán mano dura y acciones represivas de control social. Muchos ciudadanos se convertirán en súbditos y los trabajadores en clientes del capital, mientras que los sectores sociales más marginados y empobrecidos por la crisis económica achacarán a la democracia y a la política establecida el fracaso de un sistema que ya no les proporciona prosperidad material. Esos pueden ser los efectos perversos de querer eliminar todos los temas, prácticas y reivindicaciones que se articulen al margen de la política oficial del Gobierno y de su partido. Esa definición restrictiva de la política abre las puertas de forma casi irreparable al triunfo del capitalismo financiero y especulativo y trata a los conflictos sociales como meros desafíos a la autoridad pública. Lo que hay detrás de ese proyecto ultraconservador, que se ha comido a la socialdemocracia, incapaz de ofrecer una alternativa, es salvaguardar la propiedad y el mercado y restaurar las relaciones laborales a favor del capital. Al romper el amplio acuerdo en torno al crecimiento económico, los beneficios sociales y la distribución de riqueza, el nuevo orden acabará excluyendo y echando del sistema a muchos ciudadanos que ya lo habían asimilado. Pese a las lógicas ganancias que eso proporcione a las élites políticas y financieras, auténticas beneficiarias de ese nuevo orden, el resultado puede ser un nuevo período de confrontación, con altos niveles de conflicto violento extrainstitucional. Una vuelta, por otros medios, a la cultura de enfrentamiento que dejó arruinada a Europa no hace mucho tiempo. (Julián Casanova, 10/03/2012)


Crisis, ¿Qué crisis?:
La misma semana en la que tratamos de digerir todas las “señales” que apuntan a un estado de emergencia económica y social en España (con el 25,02% de la población activa en paro; con cerca de 400.000 ejecuciones hipotecarias desde el inicio de la crisis; con un acusado incremento de la desigualdad social; con la disminución de la renta media por hogar de 26.101 euros en 2007 a 24.609 euros en 2011; con una economía que sigue en recesión; etcétera), la Ministra de Empleo sorprende a propios y extraños al afirmar que “estamos saliendo de la crisis” y al apuntar a la (supuesta) existencia de “señales esperanzadoras” (como, a juicio de la Ministra, es el aumento del “autoempleo”). Consciente, sin embargo, de la falta de adecuación de estas declaraciones con el actual clima social en el que reina el pesimismo económico (casi 9 de cada 10 ciudadanos creen, según el último barómetro del CIS, que la situación económica es mala o muy mala), Fátima Báñez, no se olvidó de puntualizar que no se trata de un “optimismo vacío”, sino del “relato de la realidad”. Las palabras de Báñez han generado una avalancha de comentarios en los medios de comunicación; en los que no pocos se lamentan de que el PP no parezca aprender de los errores cometidos por el gobierno de Zapatero, que terminó pagando muy caro el recurso a los “brotes verdes” y al “optimismo antropológico”. Más aún, cuando, en su etapa en la oposición, los populares criticaron hasta la extenuación al gobierno socialista por mostrarse optimista. Pero, entonces, ¿cómo podemos entender las declaraciones de la Ministra de Empleo? En principio, hay tres explicaciones plausibles:

La primera estaría relacionada con un grave error de la política comunicación del gobierno de Rajoy o, al menos, con una metedura de pata de una de sus Ministras. Después de diez meses en el gobierno, ya sabemos que la comunicación no es uno de los puntos fuertes del ejecutivo de Rajoy que se parece más a una orquesta sin director, en la que los músicos van por libre, que a un gabinete cuya comunicación responde a un plan estratégico bien diseñado y ejecutado. En este caso, como titular de la cartera más “ingrata” (empleo) en estos momentos, a Báñez le podría haber cegado el deseo de dar buenas noticias. La segunda explicación estaría relacionada con la comunicación que corresponde a las políticas de austeridad extrema. De hecho, el discurso del gobierno de Rajoy en el ámbito económico es muy parecido al que utilizó el gobierno de Zapatero desde su conversión al austericismo, el 12 mayo de 2010 hasta el final de su mandato. Un discurso tecnocrático que gira en torno a las ideas de la “responsabilidad”; “no hay otra alternativa”; “hacemos lo que tenemos que hacer, aunque sea doloroso y no nos guste” y “saldremos fortalecidos”. Es probable que en el “manual de comunicación del auteriscismo”, junto al recurso de los eufemismos (donde sea recorte o pérdida de derechos sociales, diga racionalización, modernización o eficiencia), una de las reglas de oro sea anunciar un inminente futuro prometedor para ganar tiempo (haciendo que el sufrimiento social infringido con las políticas de austeridad extrema sea más llevadero), aunque sin excederse (no sea que haya que aplicar más recortes y los ciudadanos no vean el sentido, porque piensen que las cosas no están tan mal). El problema, no obstante, es que esa regla no puede aplicarse sin tener en cuenta el contexto. Después de más de cuatro años de intensa crisis y con un considerable aumento de la dosis de austeridad en el último año, la credibilidad en (el anuncio de) un “futuro prometedor” es cada vez menor. Algo que, por otra parte, apuntaría a una acusada miopía del PP (o, más en concreto, de Fátima Báñez), al no calibrar hasta qué punto resulta ahora contraproducente (por “hiriente”) el optimismo infundado (cuando, además, éste tampoco sirve para transmitir confianza a los mercados). Y, finalmente, la tercera explicación, nos llevaría a la conclusión de que la Ministra de Empleo dice la verdad cuando habla de “señales esperanzadoras”. Y es que, ¿es esto una crisis? Si lo fuese -y, pese, a la complejidad de enfrentarse a una crisis de origen financiero- ya hace tiempo que en Europa estaríamos en fase de recuperación (con unas políticas que estimularan el crecimiento económico y plantearan la reducción del déficit público en plazos de tiempo más “razonables”).

¿Acaso no es este período, que estamos viviendo, una etapa de transición hacia un nuevo modelo social y político en Europa? Tras la II Guerra Mundial se construyó el Estado de bienestar y ahora asistimos a su “liquidación” como culminación del proceso de desregulación financiera que comenzó en los años 80. Se trata de adecuar la arquitectura política (con la consolidación de instituciones supranacionales poco representativas) y social (con el aumento de la brecha entre ricos y pobres como efecto colateral) a la arquitectura de una economía financiera desregulada y (cada vez más) globalizada. Un engranaje que redundaría en unas nuevas relaciones entre el Estado y la sociedad; y que podría llevar a la “paradoja” de encontrarnos con sociedades cada vez más pobres y precarias, dentro de países cada vez más ricos. Desde esa óptica, estamos saliendo de la crisis (en España), porque esto no es una crisis. Desde esa óptica, las “señales son esperanzadoras” porque la aplicación del paquete de reformas liberalizadoras y de rectores sociales va viento en popa. Y desde esa óptica, de esta recesión saldremos -más, exactamente, algunos saldrán- fortalecidos. Una vez conseguido el objetivo, ya pensarán los gobernantes (a nivel europeo y nacional) qué hacer con la legión de damnificados (parados y trabajadores precarios) y perdedores (clases medias y bajas) que generará este modelo. Cuando lo hayan conseguido, ya se preocuparán de las disfuncionalidades (como la desigualdad social) que pueden conducir a la aparición de “sociedades fallidas” (en los países europeos, como España, en los que más tensiones políticas y sociales puede generar ese nuevo modelo). Pero, hasta entonces, seguiremos hablando de la crisis. (Marta Romero, 03/11/2012)


Entrevista a Owen Jones:
Lucha de clases en el Reino Unido:
Owen Jones tiene 29 años, un libro de argumentos sólidos, una carrera política prometedora y 90.000 seguidores en Twitter. Después de hacer lobby dentro de los sindicatos ingleses y ser investigador para un parlamentario laborista, en 2012 publicó Chavs, la demonización de la clase obrera, en el que explica con lucidez los mecanismos por los cuales despreciar a las clases más bajas se ha convertido en algo socialmente aceptado. "Hay un intento sistemático por parte del actual Gobierno y de sus medios aliados de pintar a los desempleados y subvencionados como gorrones que viven a expensas del gasto público. La realidad del parado desempleado ha desaparecido del primer plano.". El éxito de su libro le ha convertido además en columnista de The Independent y conferenciante. "Últimamente he llegado a dar hasta 15 charlas a la semana". El término que se utiliza en inglés para despreciar a esta clase de desfavorecidos es chavs, cuya traducción más próxima al castellano podría ser chusma. Durante una charla y un té en la cafetería de la British Library, donde escribe su segundo libro, Owen Jones encuentra paralelismos entre Reino Unido y España. Reconoce que, con todo, no cambiaría sus políticos por los nuestros. ¿Cree que el concepto de chav y el odio al chav es un fenómeno británico o es algo que puede ser extrapolable a otros países? En toda sociedad hay gente cuyas vidas son más cortas, cuyas vidas son menos saludables... eso es una manera irracional de estructurar la sociedad. La gente de arriba lo racionaliza pensando que ellos están allí porque son más brillantes y trabajan más, y la razón por la que la gente está abajo es porque son menos inteligentes y vagos. Es lo que te quieres contar a ti mismo cuando estás arriba: Estoy aquí porque me he hecho a mí mismo, merezco estar aquí. Es más incómodo pensar que es por la familia en la que naciste, porque tenías padres que podían cuidar de ti y pagarte una educación y apoyarte económicamente. ¿De qué clase se considera usted? Soy periodista, soy clase media. Estas etiquetas son problemáticas porque la gente cree que decir que eres de clase trabajadora es que eres pobre. Para mí, quiere decir que te ganas la vida trabajando por los intereses de otra persona. La clase obrera incluye desde basureros a profesores o enfermeras. No es identidad cultural, ni tiene que ver con el sueldo, tiene más que ver con cómo te ganas ese sueldo. Si eres periodista y eres autor, no puedes ser clase trabajadora. ¿Cree que es importante que los obreros vuelvan a tener conciencia de clase para que haya igualdad social? Absolutamente. El partido conservador proclamó en 1976 que el problema no es la existencia de clases sino la existencia del sentimiento de clase. Quienes dicen que el concepto de clase es un dinosaurio son los más interesados en negarlo porque saben bien que cuando se habla de clase se está hablando sobre quién tiene poder y riqueza. Conviene decir que 'todos somos clase media' incluso cuando la concentración del poder en este país ha llegado a niveles victorianos. Un informe de la ONU ha sugerido que Reino Unido es la sociedad menos igualitaria del mundo desarrollado. Por eso, los periodistas ricos y los políticos acomodados no quieren hablar de clase. ¿Qué alternativa plantea? Crear un interés común, conciencia de que estamos todos juntos en esto. Es la idea que Occupy trató de dejar en las conciencias aunque la cifra del 99% que utilizó quizá no sea la más ajustada numéricamente. Nos quieren dividir con estrategias muy cínicas, tenemos que odiar al inmigrante que viene y se lleva el dinero de las ayudas sociales pero no mirar hacia arriba. Tenemos que demonizar el Estado de bienestar que protege a los más desfavorecidos pero no mirar para arriba. A menos que redireccionemos el cabreo de la gente hacia quien realmente está acumulando el poder y la riqueza, seguirán odiándose los unos a los otros. Como resultado, la gente de arriba seguirá arriba y las medidas de austeridad se volverán a repetir. ¿Confía en movimientos como Occupy o el de los indignados para promover este cambio? No, creo que ellos solo pueden desafiar al poder. Lograron rellenar el vacío de la izquierda y creo que lo que hacen bien es crear espacio para el debate y poner asuntos en la agenda. Pero no han sido capaces de ofrecer una alternativa coherente a la austeridad en España o en Reino Unido, lo que tampoco era su trabajo. ¿Tiene usted alguna idea coherente o confía en algún movimiento que la tenga? Una de las alternativas es Syriza, en Grecia. La única salida es ejercer presión desde abajo. En Reino Unido hay que atacar la triple crisis: la crisis de la vivienda, la crisis de lo sueldos bajos y la crisis del desempleo. El pueblo está cabreado porque se gastan 26.000 millones al año en ayudas a la vivienda... ¡pero es que ese dinero no se está yendo a los bolsillos de los inquilinos sino a los bolsillos de los propietarios, que cobran cantidades por el alquiler que son una auténtica extorsión! El 96% de las nuevas personas que están pidiendo ayuda por vivienda son trabajadores que ganan tan poco que no pueden pagar sus alquileres. ¿Confía en algún partido británico? Quiero que los laboristas ofrezcan una alternativa coherente y que hagan su trabajo, que es representar a la gente trabajadora. No lo están haciendo. Ha sido una formación tan débil en las últimas décadas que yo no la he conocido en su esplendor socialista. Aun así el partido laborista es la única salida porque no ha habido ningún otro partido de izquierdas desde que este fue fundado hace 113 años que no haya acabado desapareciendo en la irrelevancia, en parte por nuestro sistema electoral. En los últimos 100 años muchos de mis familiares han estado involucrados en ellos: mi tío abuelo en el Partido Laborista Independiente en los años 30... desaparecieron en la insignificancia. Mi abuelo era del partido comunista... sucedió lo mismo. No logró ningún apoyo masivo en este país. Mis padres se conocieron militando en un partido troskista, también desaparecido, lo mismo ha pasado con Socialist Alliance, y Respect, ninguno de esos partidos fueron a ninguna parte. Con toda esa tradición familiar, ¿quiere hacer carrera política? Me han preguntado si quería unirme a cuatro plataformas distintas y he dicho que no porque no tenía conexión con ellos. El problema que tengo ahora es que nadie me ha elegido por lo que mi posición es la de un agitador, no la de un representante del pueblo. Creo que necesitamos socialistas en el Gobierno, lo que no estoy tan seguro es que esa gente tenga que ser yo necesariamente. ¿Qué opinión le merece el movimiento italiano de Beppe Grillo, el M5S? Es otro movimiento que ha crecido a la sombra de la inexistencia de una izquierda fuerte. Los italianos están tan enfadados con sus políticos que un comediante inconformista puede convertirse en un héroe. De alguna manera lo encuentro deprimente porque Beppe Grillo no tiene soluciones coherentes para Italia ni para sus trabajadores. Soy un socialista que quiero que la izquierda canalice la frustración y el cabreo de la gente contra aquellos que han causado la crisis y no creo que un comediante pueda hacerlo. ¿Qué herramientas tienen las clases más bajas para hacer cambiar la situación? Las huelgas, la desobediencia civil –Reino Unido tiene una historia muy orgullosa de desobediencia civil–, el uso de medios de comunicación social. Pero cada uno tiene diferentes límites de compromiso. Yo no creo en revoluciones violentas pero desde luego el cambio social no llega de la generosidad de la gente que está abajo con los que están arriba sino con el sacrificio de la gente de abajo que tiene esperanzas en cambiar el sistema. La esperanza es un factor clave que ahora no está muy extendido. El cambio se produce por la combinación de cabreo, frustración y esperanza. Sin esperanza obtienes resignación, y desesperación. Su libro se ha publicado en Reino Unido y España. ¿En algún país más? En Estados Unidos, donde el New York Times sacó un artículo muy largo sobre él. Además ha sido traducido al alemán y al coreano. Cuando estaba escribiendo el libro, ¿pensaba en una audiencia específica? En realidad no estaba muy preocupado por que el libro fuera leído. Lo que realmente pretendo es crear un debate sobre clases. Ha tenido tanto éxito por el momento en el que fue publicado, justo en medio de los recortes y después de los disturbios. (Maruxa Ruiz, 30/03/2013)


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