Fascismo eterno             

 

El fascismo eterno:
El fascismo fue, sin lugar a dudas, una dictadura, pero no era cabalmente totalitario, no tanto por su tibieza, como por la debilidad filosófica de su ideología. Al contrario de lo que se puede pensar, el fascismo italiano no tenía una filosofía propia: tenía sólo una retórica. La prioridad histórica no me parece una razón suficiente para explicar por qué la palabra «fascismo» se convirtió en una sinécdoque, en una denominación pars pro toto para movimientos totalitarios diferentes. No vale decir que el fascismo contenía en sí todos los elementos de los totalitarismos sucesivos, digamos que «en estado quintaesencial». Al contrario, el fascismo no poseía ninguna quintaesencia, y ni tan siquiera una sola esencia. El fascismo era un totalitarismo fuzzy. No era una ideología monolítica, sino, más bien, un collage de diferentes ideas políticas y filosóficas, una colmena de contradicciones. El término fascismo se adapta a todo porque es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos, y siempre podremos reconocerlo como fascista. A pesar de esta confusión, considero que es posible indicar una lista de características típicas de lo que me gustaría denominar Ur-Fascismo, o fascismo eterno. Tales características no pueden quedar encuadradas en un sistema; muchas se contradicen mutuamente, y son típicas de otras formas de despotismo o fanatismo, pero basta con que una de ellas esté presente para hacer coagular una nebulosa fascista.

1. Culto de la tradición, de los saberes arcaicos, de la revelación recibida en el alba de la historia humana encomendada a los jeroglíficos egipcios, a las runas de los celtas, a los textos sagrados, aún desconocidos, de algunas religiones asiáticas. Cultura sincrética, que debe tolerar todas las contradicciones. Es suficiente mirar la cartilla de cualquier movimiento fascista para encontrar a los principales pensadores tradicionalistas. La gnosis nazi se alimentaba de elementos tradicionalistas, sincretistas, ocultos. La fuente teórica más importante de la nueva derecha italiana, Julius Evola, mezclaba el Grial con los Protocolos de los Ancianos de Sión, la alquimia con el Sacro Imperio Romano. Si curiosean ustedes en los estantes que en las librerías americanas llevan la indicación New Age, encontrarán incluso a San Agustín, el cual, por lo que me parece, no era fascista. Pero el hecho mismo de juntar a San Agustín con Stonehenge, esto es un síntoma de Ur-Fascismo.

2. Rechazo del modernismo. La Ilustración, la edad de la Razón, se ven como el principio de la depravación moderna. En este sentido, el Ur-Fascismo puede definirse como irracionalismo. 3. Culto de la acción por la acción. Pensar es una forma de castración. Por eso la cultura es sospechosa en la medida en que se la identifica con actitudes críticas. 4. Rechazo del pensamiento crítico. El espíritu crítico opera distinciones, y distinguir es señal de modernidad. Para el Ur-Fascismo, el desacuerdo es traición. 5. Miedo a la diferencia. El primer llamamiento de un movimiento fascista, o prematuramente fascista, es contra los intrusos. El Ur-Fascismo es, pues, racista por definición. 6. Llamamiento a las clases medias frustradas. En nuestra época el fascismo encontrará su público en esta nueva mayoría. 7. Nacionalismo y xenofobia. Obsesión por el complot. 8. Envidia y miedo al "enemigo". 9. Principio de guerra permanente, antipacifismo. 10. Elitismo, desprecio por los débiles. 11. Heroísmo, culto a la muerte. 12. Transferencia de la voluntad de poder a cuestiones sexuales. Machismo, odio al sexo no conformista. Transferencia del sexo al juego de las armas. 13. Populismo cualitativo, oposición a los podridos gobiernos parlamentarios. Cada vez que un político arroja dudas sobre la legitimidad del parlamento porque no representa ya la voz del pueblo, podemos percibir olor de Ur-Fascismo. 14. Neolengua. Todos los textos escolares nazis o fascistas se basaban en un léxico pobre y en una sintaxis elemental, con la finalidad de limitar los instrumentos para el razonamiento complejo y crítico. Pero debemos estar preparados para identificar otras formas de neolengua, incluso cuando adoptan la forma inocente de un popular reality-show.

El Ur-Fascismo puede volver todavía con las apariencias más inocentes. Nuestro deber es desenmascararlo y apuntar con el índice sobre cada una de sus formas nuevas, cada día, en cada parte del mundo. (Umberto Eco, Conferencia «El fascismo eterno», Congreso de Filología italiana y francesa, abril 1995, publicada en el compendio «Cinco Escritos Morales»)

Misión trascendental:
Los Protocolos de los Antiguos Hijos de Sión conforman un compendio de afirmaciones absurdas y contradictorias. Cualquier mente racional rechazaría sus burdos argumentos, pero el futuro Führer los aceptó como verdaderos. Creía totalmente cierta la amenaza de dominio de la totalidad del mundo y la necesidad de la defensa perentoria de la existencia del pueblo alemán. [Los enérgicos remedios que el Nacional Socialismo debía ejecutar] eran la culminación de una serie de persecuciones implacables que se habían desarrollado durante siglos, desde el tiempo de las Cruzadas y el Primer Reich —el Sacro Imperio Romano Germánico—, en la Edad Media, hasta el Segundo Reich de Bismarck y el Kaiser Guillermo II, cuando se originó una firme creencia en la superioridad racial germánica. El era el heredero natural de los sanguinarios profetas, y como ellos, era enérgico e implacable, estaba provisto de una fantasía apocalíptica, y se hallaba convencido de su propia infalibilidad. [...] su meta era elevada, y bien valía el sacrificio de millones de seres humanos. Cada uno de los antiguos profetas creía haber destruido una gran fuerza corruptora. En el caso de Hitler eran los judíos —un objetivo muy antiguo—, y su eliminación era sólo una limpieza necesaria que daría al mundo su gloria final. «(El judío) sigue su maligno camino hasta el día en que otro poder se le oponga, y en ruda lucha le rechace, invasor de los cielos, hasta el reino de Lucifer.» Era esta apocalíptica visión que había heredado lo que llevó a Hitler a dar muerte a millones de judíos. El Führer carecía de escrúpulos en este sentido. «Creo que estoy actuando de acuerdo con la voluntad del Creador Todopoderoso», decía. «Defendiéndome contra el judío, estoy luchando por la obra del Señor.» (Toland)


Superhombre:
[Übermensch] El término aparece en Luciano. Fue usado en ocasiones para indicar el hombre-Dios, o sea a Cristo. Así lo usó Torcuato Tasso. Fue adoptado por Ariosto para indicar una humanidad fuera de lo común. Fue introducido en Alemania por Heinrich Müller en Horas de edificación espiritual, (1644) y empleado por muchos autores del romanticismo alemán, incluso Goethe (Fausto). Pero sólo Nietzsche popularizó el término dándole un significado filosófico. El Superhombre es la encarnación de la voluntad de dominio: El hombre debe ser superado. El superhombre es el sentido de la tierra... El hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el superhombre, una cuerda sobre el abismo (Also sprach Zarathustra). El superhombre es la encarnación de los valores vitales que Nietzsche opone a los valores tradicionales, y lo considera como el filósofo creador de los valores, dominador y legislador en oposición a los obreros de la filosofía, que son los que se consideran comúnmente filósofos (Más allá del bien y del mal). La concepción nietzcheana no tiene ningún significado político preciso. No obstante ha servido como pretexto al racismo y a las concepciones antidemocráticas de la política. (Fuente: Abbagnano)


Legitimidad democrática de las instituciones:
[El olvidado s.XX:] Pasaron 20 años desde la disolución de la Unión Soviética, que para muchos historiadores marcó el verdadero fin del “siglo XX corto” –un siglo que comenzó en 1914 y estuvo caracterizado por conflictos ideológicos prolongados entre el comunismo, el fascismo y la democracia liberal, hasta que esta última pareció haber surgido plenamente victoriosa–. Pero algo extraño sucedió en el camino hacia el Fin de la Historia: parecemos desesperados por aprender del pasado reciente, pero no estamos en absoluto seguros sobre cuáles son las lecciones. Claramente, toda la historia es historia contemporánea, y lo que los europeos, en particular, necesitan aprender hoy del siglo XX tiene que ver con el poder de los extremos ideológicos en tiempos oscuros –y la peculiar naturaleza de la democracia europea tal como se la construyó después de la Segunda Guerra Mundial. En algunos sentidos, las grandes luchas ideológicas del siglo XX hoy parecen tan cercanas y relevantes como los debates escolásticos de la Edad Media –especialmente, pero no exclusivamente, para las generaciones más jóvenes–. ¿Quién entiende hoy remotamente –para no hablar del problema de intentar entender– los grandes dramas políticos de intelectuales como Arthur Koestler y Victor Serge, gente que arriesgó su vida por y luego contra el comunismo? No obstante, mucho más de lo que la mayoría de nosotros se atrevería a admitir, seguimos enredados en los conceptos y categorías de las guerras ideológicas del siglo XX. Esto ha quedado en evidencia de una manera más obvia que nunca en las respuestas intelectuales al terror islamista: términos como islamofascismo o tercer totalitarismo fueron acuñados no sólo para caracterizar a un nuevo enemigo de Occidente, sino también para evocar la experiencia de las luchas antitotalitarias que precedieron y siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Esos términos buscan extraer legitimidad del pasado y explicar el presente –de un modo que los académicos más serios del islam o el terrorismo nunca encontraron muy útil–. La intención de hacer analogías de este tipo parecía más bien reflejar un deseo de volver a librar las antiguas batallas que la intención de agudizar el criterio político sobre los acontecimientos contemporáneos. ¿Cómo deberíamos pensar entonces sobre el legado ideológico del siglo XX? Por un lado, necesitamos dejar de ver al siglo XX como un paréntesis histórico plagado de experimentos patológicos perpetrados por pensadores y políticos trastornados, como si la democracia liberal hubiese existido antes de esos experimentos y sólo era necesario revivirla después de que estos experimentos hubieran fracasado. No es un pensamiento agradable –y tal vez hasta sea peligroso–, pero la realidad sigue siendo que mucha gente, no sólo ideólogos, depositó sus esperanzas en los experimentos autoritarios y totalitarios del siglo XX y vio a políticos como Mussolini e incluso Stalin como solucionadores de problemas, mientras que los demócratas liberales fueron descartados como fracasos desconcertantes. Esto no es para brindar algún tipo de excusa –no es cierto que comprender es perdonar–. Por el contrario, toda comprensión apropiada de las ideologías debe tener en cuenta su poder para seducir y hasta convencer genuinamente a quienes poco les importa su atractivo emocional –ya sea para enorgullecerse o para odiar– pero piensan que, efectivamente, ofrece soluciones políticas racionales. Cabe recordar que Mussolini y Hitler, en última instancia, llegaron al poder de la mano de un rey y un general retirado, respectivamente –en otras palabras, élites tradicionales, no fanáticos que se involucran en luchas callejeras–. En segundo lugar, tenemos que apreciar la naturaleza especial e innovadora de la democracia creada por las élites europeas occidentales después de 1945. A la luz de la experiencia totalitaria, dejaron de identificar a la democracia con la soberanía parlamentaria –la interpretación clásica de una democracia representativa moderna en todas partes excepto en Estados Unidos–. Nunca más una asamblea parlamentaria debería ceder poder a un Hitler o a un Pétain. Los arquitectos de la democracia europea de posguerra, en cambio, optaron por cuantos pesos y contrapesos fueran posibles y, paradójicamente, por conferirle poder a instituciones no electas a fin de fortalecer la democracia liberal en su totalidad. El ejemplo más importante son los tribunales constitucionales –un animal diferente del Tribunal Supremo de Estados Unidos, dedicado específicamente a asegurar el respeto por los derechos individuales–. Llegado el caso, hasta los países tradicionalmente sospechosos de un “gobierno en manos de jueces” –Francia es el ejemplo clásico– aceptaron este modelo de democracia restringida. Y prácticamente todos los países de Europa central y del este lo adoptaron después de 1989. Es importante destacar que las instituciones europeas –especialmente el Tribunal Europeo de Justicia y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos– también concuerdan con este entendimiento de la democracia a través de mecanismos prima facie antidemocráticos. Hoy, muchos europeos están claramente insatisfechos con esta concepción de democracia. Muchos tienen la impresión de que el continente está entrando en lo que el politólogo Colin Crouch ha dado en llamar una era “posdemocrática”. Los ciudadanos cada vez más sostienen que las élites políticas no los representan como corresponde, y que las instituciones elegidas de forma directa –en particular, los parlamentos nacionales– se ven obligadas a ceder ante organismos no electos como los bancos centrales. Las masas apasionadas protestan y el resultado es el surgimiento de partidos populistas en todo el continente. No servirá de nada simplemente reafirmar el modelo europeo de democracia de posguerra, como si la única alternativa fuera el totalitarismo de algún tipo. Pero deberíamos ser claros respecto de dónde venimos y por qué –y sobre el hecho que no existió ninguna era dorada de democracia liberal europea ya sea antes de la Segunda Guerra Mundial, en los años 1950 o en algún otro momento mítico–. Los europeos corrientes durante mucho tiempo delegaron el ejercicio de la democracia en manos de las élites –y muchas veces hasta parecieron preferir las élites no elegidas–. Si ahora quieren modificar el contrato social (y asumir que la democracia directa sigue siendo imposible), el cambio debería estar basado en un criterio claro e históricamente fundamentado sobre cuáles son las innovaciones que la democracia europea realmente podría necesitar –y en quién confían verdaderamente los europeos para ejercer el poder–. Esa discusión no ha hecho más que comenzar. (J.-W. Mueller, 21/07/2012)


Patria y democracia: las razones del fascismo:
El general de división en la reserva Juan Antonio Chicharro proclamó en un discurso pronunciado en el club de la Gran Peña la siguiente soflama: “El patriotismo es un sentimiento y la Constitución no es más que una ley”. El general tiene razón. Es evidente que el patriotismo es de naturaleza emotiva y que la Constitución, por el contrario, se limita a formular un marco jurídico que establece los principios a los que debe ajustarse la legislación vigente. Lo perverso de su proclama consiste en la conclusión que saca de esa verdad: “La patria es anterior y más importante que la democracia”. Es decir, si lo entiendo bien, que un sentimiento se permite situarse por encima de la ley. Si extrapolamos las consecuencias de esta afirmación, habría que suponer que sentimientos tales como la ira o la pasión erótica gozan de mayor dignidad que las leyes que los regulan. Una idea que cuenta con antecedentes históricos, como la famosa frase de Cánovas del Castillo. “con la patria se está, con razón o sin ella”. Esta exaltación de los sentimientos constituye la raíz ideológica del fascismo. La mentalidad fascista se basa en la exaltación emotiva de conceptos como la patria, el honor, el pueblo, la religión etc., exaltación que se traslada a la persona del líder, indispensable para coronar su doctrina. Frente a estos valores absolutos, las leyes cumplen un papel subsidiario en la medida en que encarnan acuerdos racionales y por lo tanto carentes de esa supuesta grandeza de que gozan sus ideas fundacionales. Los supuestos de la ideología fascista prefieren siempre valores irracionales, emociones ciegas que permiten un manejo discrecional de la conducta, sin otros límites que aquellos que imponga un líder que no está sujeto a los fastidiosos límites de la ley. Esas emociones del fascismo siempre tienen un carácter abstracto. La idea fascista de patriotismo, por ejemplo, no se refiere a los legítimos sentimientos que provoca nuestra vinculación al lugar en que hemos nacido, al recuerdo de nuestra infancia, a los familiares y amigos que viven en ella, sino que constituye una idea hipostasiada, una realidad que cobra vida propia y que es capaz de exigir el sacrificio de las personas reales que la habitan. Lo mismo sucede con conceptos como el de pueblo, que ha sido despojado de su carácter concreto, de las diferencias que incluye y de la variedad de quienes lo integran, para convertirse en una masa indiferenciada a la que se atribuye una “unidad de destino” fabricada a medida de los intereses del líder que encarna su doctrina. Por eso el fascismo abomina de la universalidad y de la racionalidad para refugiarse en un concepto de patria construido a la medida de aquello que puede abarcar su voluntad de dominio. El racismo, el machismo, la xenofobia no son accidentes sino elementos constitutivos de la ideología fascista. Pertenece a su esencia el desprecio de la razón, única “facultad de lo universal” de que gozamos los humanos y única garantía de que somos capaces de respetar nuestras diferencias sin someterlas a una violenta nivelación. Cuando los viejos griegos inventaron el logos descubrieron un instrumento mediante el cual los hombres eran capaces de compartir un terreno común más allá de sus diferencias empíricas o emotivas. La primacía de la ley constituye la única garantía de que seres humanos muy diversos puedan convivir en paz, en la medida en que renuncian a convertir sus propios sentimientos en criterios universales. Al general Chicharro se le podrán atribuir muchos defectos menos el de incoherencia. Su discurso refleja fielmente los dogmas de la doctrina fascista: la unidad de España, tal como ellos la entienden, está por encima de todos los españoles de carne y hueso. Y, por supuesto, de sus leyes. (Augusto Klappenbach, 01/03/2013)


[ Inicio | ECO | SOC | FIL | Educación | Información | Media | Guerra ]