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Democracia. Por Pablo López Álvarez:
Más que una serie de justificaciones teóricas de la democracia (tanto Platón como Aristóteles fueron críticos, desde distintos presupuestos y con diferente intensidad, de esta forma de gobierno), la Grecia clásica ha legado la constancia de una original práctica política, desarrollada en unas condiciones específicas, fuera de las cuales la participación directa y activa del ciudadano en los asuntos públicos hubiera sido considerada impracticable: una extensión territorial reducida, una población escasa y un restringido número de individuos dotados del estatuto de ciudadanía. En este sentido, es necesario tener en cuenta que muchas de las defensas de la democracia, elaboradas en términos universalistas, se sustentan sobre una discriminación previa e implícita de los sujetos legitimados para el ejercicio del poder. Desde Atenas, sólo una pequeña porción de la población es incluida en el demos, y hasta el siglo XX se consideró normal la exclusión de las mujeres del «pueblo» dotado de derecho de gobierno.
El ideal democrático se enriquece y modifica a través de la consolidación del republicanismo romano, de la práctica política de las repúblicas italianas del Renacimiento, y, sobre todo, de los procesos históricos que desde el siglo XVIII llevan a extender la democracia al gobierno de los Estados-nación. Esa transformación de las condiciones de población, territorio y orden social exige la elaboración de un modelo de poder diferente, cuyos nuevos órganos e instituciones se enfrentan a dificultades desconocidas para los griegos. La imposibilidad de mantener el principio de la participación directa en los grandes Estados lleva a establecer mecanismos de representación política que permiten coordinar las decisiones de gran número de personas, y a reforzar al mismo tiempo los instrumentos necesarios para evitar la concentración del poder en pequeños grupos de la sociedad.
Criterios institucionales que ya habían sido empleados en la lucha contra la arbitrariedad del despotismo —como la división de poderes, enunciada por Montesquieu en De l’esprit des lois [El espíritu de las leyes] (1748)— se integran en el gobierno representativo. La división de los representantes del pueblo en varias cámaras legislativas, así como la institución de toda una serie de mecanismos de corrección y limitación de las decisiones públicas (altos tribunales, instancias de apelación, constituciones) dan prueba de la necesidad de organizar la soberanía popular según el principio del equilibrio de poderes y de separación de los órganos de decisión social. De forma paralela, al contenido procedimental de la democracia, que regula el proceso de toma de decisiones públicas, se suma un contenido sustancial, que establece una serie de derechos y libertades fundamentales que no pueden someterse a votación mayoritaria (garantías judiciales, principio de legalidad, reconocimiento de los derechos de las minorías, libertad de oposición política, respeto de la dignidad individual) y que constituyen uno de los ejes centrales de los sistemas democráticos. La idea de democracia converge así con el constitucionalismo, que define los fundamentos del orden civil, establece los límites del uso del poder, divide las funciones de los diferentes poderes y consagra la serie de los derechos básicos. Si bien la mayoría de estos avances políticos se da en condiciones de libertad política restringida, sus resultados terminan por constituir una red de valores que son ya irrenunciables para las actuales democracias. A ellos han de añadirse elementos fundamentales desarrollados con posterioridad, como la elección con sufragio universal de los funcionarios públicos encargados de la administración de gobierno, la extensión de las libertades de asociación política, expresión e información, y la elaboración de una noción inclusiva de «pueblo» (no atravesada por diferencias de sexo, procedencia, cultura o clase).
En ese escenario han de situarse las consideraciones filosóficas en torno al concepto de democracia, que son inseparables de la propia evolución de las sociedades históricas. Son referentes clásicos del pensamiento democrático el republicanismo radical de Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio [Discursos sobre la primera década de Tito Livio] (ca. 1518), de Maquiavelo, y, con posterioridad, la filosofía política de Baruch Spinoza. A pesar de que la propuesta de Spinoza suele verse oscurecida por el peso de la tradición anglosajona, la profundidad de sus planteamientos democráticos es inusual entre sus contemporáneos: si en el Tractatus theologico-politicus [Tratado teológico-político] (1670), Spinoza considera que «el Estado democrático es el más natural y el que más se aproxima a la libertad que la naturaleza concede a cada individuo» (cap. XVI), en el inacabado Tractatus politicus [Tratado político] designa al Estado como «el derecho que se define por la potencia de la multitud» (cap. II). Otra de las fuentes básicas del pensamiento democrático viene representada por los teóricos del contrato social. Aunque los principios del contractualismo pueden emplearse para legitimar un orden radicalmente no democrático (como es el caso de Thomas Hobbes y su Leviathan, publicado en 1651), sus defensores tienden a acentuar las obligaciones que ligan a gobernantes y gobernados, así como los derechos que el soberano ha de respetar en su ejercicio de gobierno. Dentro de esta corriente, destaca un importante texto de John Locke, Second Treatise of Government [Segundo tratado sobre el gobierno] (1689), que defiende la fundación del Estado sobre el respeto de los derechos naturales del individuo, condena toda forma de gobierno despótico y establece los principios de la igualdad jurídico-formal de los individuos, el control parlamentario de la actividad del rey y el derecho de resistencia. La obra, sin embargo, deja sin desarrollar aspectos tan centrales como la estructura constitucional del Estado, la determinación del sujeto real del pacto social o el alcance del sufragio, y ello impide considerarla un tratado democrático en sentido pleno.
El pensamiento de JeanJacques Rousseau (Du contrat social [El contrato social], 1762), inscrito en un contexto abiertamente pre-romántico, pone las bases para un modelo de democracia directa, apoyado en las nociones de participación e igualdad, y dirigido a acabar con las restricciones políticas a la libertad natural del hombre. Las reflexiones de Rousseau, que habrían de tener una notable influencia en los procesos revolucionarios de Francia y América, no están sin embargo exentas de ambigüedad, como se muestra en su preferencia por los modelos políticos de Ginebra o Venecia —que no podían considerarse absolutamente democráticos—, la admisión de formas alternativas de gobierno, como la aristocracia y la monarquía (siempre que no pusieran en peligro los elementos fundamentales del pacto social), la problemática relación entre la «voluntad general» y la libertad particular del disenso, o la consideración de que las decisiones de los ciudadanos son legítimas sólo si se atienen al auténtico interés común.
Este tipo de limitaciones ha sido frecuente, en cualquier caso, en las aproximaciones filosóficas a la democracia, que han buscado siempre el modo de garantizar que las decisiones colectivas sean además decisiones justificadas, es decir, diferentes y, de algún modo, superiores a la mera suma de las opiniones particulares y los intereses egoístas.
Numerosas defensas de la democracia han argumentado, en este sentido, que la superioridad moral de este régimen no reside sólo en el reconocimiento del derecho de cada individuo al voto, sino también en la posibilidad que este sistema ofrece para el desarrollo de la autonomía individual y la apertura de un proceso de discusión y participación, en virtud del cual quedan superadas las posiciones iniciales y se da lugar a resultados que pueden ser legítimamente considerados como racionales.
Stuart Mill:
Las críticas de Marx a la democracia burguesa se dirigen a mostrar la forma en la que la condición de trabajador interfiere con la de ciudadano, y a estudiar las condiciones materiales sin las cuales los ideales de la libertad y la igualdad corren el riesgo de volverse vacíos y abstractos. Más que impugnar los fundamentos del orden democrático, se trata de asegurar su cumplimiento radical, mostrando las formas en las que los desequilibrios de propiedad, educación y poder limitan las posibilidades de defensa social, elección política o exigencia de derechos. Muchos de los teóricos del socialismo y el comunismo inscriben su reflexión en el esfuerzo de realización final de la democracia, y no es extraña la adopción del apelativo «social-demócrata» por parte de grupos y partidos revolucionarios de finales del siglo XIX (entre ellos, el Partido Obrero Social-Demócrata Ruso, dentro del cual se encuadraban Lenin y los bolcheviques). Tras la Revolución soviética, que impone en su entorno la denominación de «comunista», la socialdemocracia se consolida como corriente política interna a las democracias occidentales, en cuyo seno promueve la regulación estatal de la economía, la ampliación de los servicios sociales y el incremento del grado de justicia social.
Habermas:
El debate de la filosofía contemporánea sigue dando lugar a matizaciones en el concepto de democracia. Prueba de ello pueden ser la propuesta neocontractualista de John Rawls (A Theory of Justice [Teoría de la justicia], 1971), el liberalismo de Ronald Dworkin (Law’s Empire [El imperio de la ley], 1986), el comunitarismo de Alasdair MacIntyre (After Virtue [Tras la virtud], 1981) y Charles Taylor (Sources of the self [Las fuentes del yo], 1989) o el republicanismo de Philip Pettit (Republicanism, 1997).(Pablo López Álvarez)
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