Desigualdad             

 

Aumento de la desigualdad:
La brecha entre ricos y pobres no deja de aumentar en todos los países desarrollados. Los sacrificios no se han repartido de una forma equilibrada. En España, entre 2007 y 2010, mientras se sufrían los efectos de la crisis, la distancia entre el 20% más rico y el 20% más pobre se incrementó apreciablemente. La brecha entre los más ricos y los más pobres se ha situado en el nivel más alto de los últimos treinta años. En la UE las políticas de redistribución de riqueza han ido perdiendo eficacia. El 23% de los europeos corren el riesgo de entrar en niveles de exclusión social. Según datos de la OCDE (2008) el 10% mejor situado ganaba como promedio 9,6 veces más que el peor pagado. En España eran casi 12 veces más y 14 en EE.UU. Hasta hace poco el ejecutivo estadounidense cobraba 30 veces más que su empleado, ahora gana 110 veces más y paga menos impuestos. Las personas con menos recursos son las que más han sufrido los recortes en forma de disminución de servicios, prestaciones, subsidios y derechos laborales. La reforma laboral española de 2012 agrava la desproporción en el reparto de las cargas impuestas en forma de pérdida de derechos. Las condiciones anteriores no eran demasiado rígidas. Durante el 2009, del millón de despidos que hubo en España, 900.000 fueron improcedentes, y después de la reforma del 2010, los improcedentes triplicaron a los despidos objetivos. Por todas partes se encuentran evidencias que apuntan a que el proyecto conservador de conseguir mejores condiciones de vida para todos a través del libre mercado ha fracasado.

Contabilidad de España, la encuesta del INE sobre Condiciones de Vida, y las informaciones del informe presentado recientemente por Cáritas y la Fundación Foessa, proporcionan datos del aumento de la desigualdad, de la merma de los ingresos de la mayoría de hogares españoles, y del incremento de la pobreza. Los costes de la crisis recaen sobre los asalariados y pequeños y medianos empresarios, al tiempo que los ricos aumentan sus ingresos y patrimonio. (Carlos Berzosa, marzo 2012)

“Los ricos gobiernan un sistema mundial que les permite acumular capital y pagar el menor precio posible por el trabajo. La libertad resultante sólo la obtienen ellos. Los muchos no tienen más remedio que trabajar más duro en condiciones cada vez más precarias para enriquecer a los pocos. La política democrática, dirigida al progreso de la mayoría, está realmente a merced de esos banqueros, barones mediáticos y otros magnates que dirigen y poseen todo”. los gobernantes europeos parecen estar “dispuestos a casi cualquier indignidad antes de que se perjudique a los banqueros”; y los trabajadores de diferentes localidades europeas deben perder sus empleos con tal de que “los banqueros en Fráncfort y los burócratas de Bruselas puedan dormir tranquilos”. (Charles Moore, conservador y biógrafo de Margareth Tatcher, 02/07/2011)

Privilegios de los poderosos:
[...] La base más firme para elaborar un proyecto político pasa por la constatación de que, a pesar del impresionante desarrollo de la igualdad jurídica y política de las democracias modernas, sigue habiendo desigualdades económicas enormes que se sustentan en la existencia de privilegios. La existencia de esos privilegios explica que buena parte de la ciudadanía tenga la percepción, a mi juicio certera, de que el sistema no funciona igual para todos; que hay grupos que tienen un poder económico y político desmesurado y que influyen demasiado en decisiones colectivas que acaban orientándose a los intereses particulares y no a los generales. Se trata de una coalición de intereses, formada por las grandes corporaciones, los bancos y las grandes fortunas, que recibe un trato de favor frente al ciudadano común. Es esta coalición la que se ha aprovechado mayormente de las oportunidades de la globalización económica y financiera. Es verdad que, durante la fase de expansión de la burbuja económica, casi todo el mundo ganaba con la globalización, aunque unos mucho más que otros. Sin embargo, con la crisis, la minoría privilegiada ha continuado ganando, mientras que importantes capas de la sociedad se han empobrecido y, en general, la población asiste atónita a la impotencia de los gobiernos nacionales para estimular el crecimiento y detener el deterioro de los servicios públicos. Los privilegios se manifiestan en formas muy variadas. Por un lado, como privilegios fiscales. En casi todos los países desarrollados ha habido una competición a la baja en los impuestos de sociedades y en general en la fiscalidad que se aplica a la inversión, concentrándose la mayor carga fiscal sobre los asalariados. En España, el problema se agrava por un fraude fiscal muy extendido entre los autónomos y profesionales, fraude que los Gobiernos no se atreven a combatir. Por otro lado, las retribuciones que reciben los altos ejecutivos resultan simplemente ofensivas y tienen un efecto desmoralizador sobre el conjunto de la sociedad.

Ex gobernantes en las corporaciones:
Las grandes corporaciones, además, cometen múltiples abusos con los ciudadanos (en su papel de clientes o accionistas) y consiguen con facilidad un trato especial por parte de la Administración. A este respecto, resulta sumamente inquietante el fenómeno de las puertas giratorias, es decir, el tránsito de ida y vuelta entre la política y los consejos de administración de las grandes empresas. Si estas empresas contratan políticos es porque estos son capaces de hacer valer su influencia y sus contactos en beneficio de los intereses corporativos. La nómina de ex presidentes integrados en grandes grupos económicos es bastante elocuente (Blair, Schröder, González, Aznar, etc.). En España a veces no hace falta ni siquiera hacer girar la puerta: hay un número elevado de políticos, tanto de la derecha como de la izquierda, sentados en los consejos de las Cajas de Ahorro cobrando retribuciones indecentes. Es importante subrayar que la lucha contra los privilegios económicos no supone fracturar la sociedad en dos mitades. Se trata más bien de corregir una asimetría brutal entre una minoría exigua, con poderes y recursos desproporcionados, y la inmensa mayoría de la sociedad. La socialdemocracia tiene que volver a pensar seriamente no tanto en las políticas concretas que quiere realizar desde el Gobierno, sino en cómo modificar las relaciones de poder que han permitido que la situación actual llegue a ser tan injusta. La izquierda socialdemócrata ha sido demasiado complaciente con los intereses financieros globales, con el diseño tecnocrático de la Unión Europea y con los grandes grupos empresariales. Esta, me parece, es una de las causas de su descrédito en muchos países. Si quiere renovar su proyecto y acabar con los privilegios económicos, tendrá que reflexionar sobre cómo pueden cambiarse unas relaciones de poder que resultan tan desfavorables para la mayoría de la sociedad. (Ignacio Sánchez-Cuenca)


Desigualdad:
Muchos economistas hemos sido educados en el dilema entre equidad y eficiencia del sistema productivo. Así, una cierta diferencia en renta entre las personas genera incentivos para progresar, aumentando su nivel de educación y de inversión, lo que contribuye al crecimiento. Pero las sociedades avanzadas se diferencian por garantizar la igualdad de oportunidades y una cierta redistribución de la renta para reducir el porcentaje de ciudadanos más pobres y promover un crecimiento más inclusivo. Y de hecho, la semana pasada se hizo público el último informe de un organismo internacional, esta vez de la OCDE (Trends in income inequality and its impact on economic growth, por F. Cingano), donde se constata que la desigualdad en los países más desarrollados tiene un efecto negativo sobre su crecimiento futuro. Vivimos en un tiempo en el que la desigualdad es un fenómeno global y muy visible en nuestro entorno cotidiano. Con los datos más recientes de la OCDE y mirando al indicador estándar de distribución de la renta, EE UU es el país con un coeficiente de Gini más elevado, mientras que los nórdicos son los países con una distribución más igualitaria de la renta disponible de los hogares. Pero un hecho más relevante que ha puesto de relieve el reciente libro de Thomas Piketty, el Capital en el siglo XXI, es su evolución temporal. En los países anglosajones se ha producido desde los años ochenta un aumento del coeficiente de Gini, mientras que en los países de la Europa continental este incremento se ha observado más bien desde los años noventa o al inicio de este siglo. Los economistas discuten aún sobre los factores que han llevado a esta situación de mayor desigualdad: globalización; cambios tecnológicos; modelos de relaciones laborales; desarrollo financiero, etcétera. Y es posible que alguno de estos factores pueda estar o no relacionado con la observación de Piketty de que históricamente la concentración de la renta ha estado unida a que la rentabilidad del capital haya superado a la tasa de crecimiento de la economía. Pero todavía más preocupante es que tras la crisis financiera global de 2007-2009, la dispersión de renta en los países más avanzados haya seguido aumentando, y afectando en especial a los ciudadanos más pobres. Sin duda la forma de llevar a cabo los ajustes, con su impacto en el empleo y los salarios, y el tipo de políticas fiscales para reducir el déficit han afectado de forma diferenciada a los países, incluso dentro de Europa. Así España es hoy, junto a algunos otros Estados periféricos de la Unión Europea, uno de los países más desiguales y cuyos índices de pobreza relativa más se han incrementado en los últimos años, reduciéndose el progreso en el nivel de bienestar que se había alcanzado en las décadas anteriores. Y son las familias en el 1% superior de la distribución las que han seguido aumentando su proporción en la renta total, lo que sin duda pone en entredicho la inclusión social del crecimiento hasta 2007 y, posteriormente, el reparto de los costes de la crisis. Centrándonos en Europa tras la crisis, los recientes aumentos en la desigualdad están íntimamente relacionados con el deterioro de las condiciones de la población en edad de trabajar. Los aumentos en las tasas de desempleo, su persistencia (con el incremento del desempleo de larga duración) y su especial incidencia en determinados grupos de edad, como los jóvenes, influyen negativamente en los diferentes indicadores de bienestar social. Y no es de extrañar que el detrimento en el sentimiento hacia las instituciones europeas que muestran las sucesivas encuestas del Eurobarómetro, tras 2009, esté muy vinculado con la situación económica; y en particular, con la evolución de las tasas de paro. Mientras EE UU ha reducido su tasa de paro desde 2009 en casi cinco puntos y se encuentra ya en el 5,8%, en Europa se mantiene en un nivel superior al 10%, todavía muy superior al de antes de la crisis. Y las cifras son alarmantes entre los jóvenes. La tasa de paro es más del doble para los trabajadores de menos de 25 años (21,6%). Uno de cada cinco jóvenes que en Europa quiere trabajar no encuentra un empleo, y el porcentaje que ni trabaja ni estudia es del 13%. Además, la diferencia entre países es enorme, en especial entre el norte y el sur. En España y Grecia, uno de cada dos jóvenes no encuentra empleo, mientras que en Italia y Portugal es uno de cada tres. Como indica el señalado estudio de la OCDE, además de las políticas fiscales y las políticas sociales, la formación en los segmentos más desfavorecidos de la población es un canal clave para reducir el impacto de la desigualdad en el crecimiento económico. La inversión en capital humano, tanto en términos de calidad como de nivel, es un elemento determinante para mejorar la productividad. Y en los momentos de mayor desigualdad son necesarios esfuerzos adicionales para que los grupos de población más débiles no se vean afectados en sus decisiones de inversión en educación por sus restricciones de renta. Parece que hay un consenso entre las nuevas instituciones europeas surgidas tras las elecciones de mayo para hacer frente a los presentes desafíos de bajo crecimiento y productividad. En este sentido, hay que dar la bienvenida a iniciativas europeas como la Garantía Juvenil, dotada con 6.000 millones, para asegurar en un tiempo inferior a cuatro meses un empleo de calidad o formación para los jóvenes de menos de 25 años, las nuevas legislaciones nacionales para favorecer el aprendizaje en las empresas o incluso las iniciativas privadas como la promovida por J. P. Morgan y Fedea New skills at work para definir estrategias compartidas. Pero el legado de la crisis en términos de desempleo y desigualdad es enorme y exige esfuerzos más potentes y coordinados que permitan salir de un largo periodo de bajo crecimiento. Además de políticas de demanda expansiva y recursos presupuestarios suficientes en educación reglada y no reglada, son necesarias reformas en los sistemas de formación y de contratación que fomenten la acumulación de capital humano, en especial entre los jóvenes. El Consejo Europeo de hoy y mañana va a discutir un plan de inversión en infraestructuras superior a 300.000 millones de euros. Sin duda, el diseño de un plan eficiente que mejore las redes de transporte, de telecomunicación o energéticas en función de las necesidades de cada país favorecerá el empleo y el crecimiento potencial en Europa. Pero los líderes europeos deberían también impulsar la inversión en capital humano, especialmente en aquellos países más castigados por la desigualdad y el desempleo juvenil, si quieren una salida de la crisis más sostenible. (Javier Vallés 18/12/2014)


Rawls:
A comienzos de los años setenta, uno de los temas centrales de las ciencias sociales fue el de la igualdad. Todo el mundo empezó a discutirlo con fruición a partir de una obra central de la filosofía moral y política del siglo pasado, la Teoría de la justicia (1971) de John Rawls. La aparición de Thatcher y Reagan y la consiguiente hegemonía neoliberal contribuyeron a agudizar el debate, aunque poco a poco, como resultado de toda una serie de críticas comunitaristas a Rawls, se produjo un giro en la reflexión. El problema dejó de ser la igualdad, y casi toda la energía académica pasó a concentrarse sobre la diferencia. Por decirlo en términos popularizados por N. Fraser, se pasó así del “paradigma de la distribución” al “paradigma del reconocimiento”, y los departamentos universitarios se llenaron de jóvenes ansiosos por desentrañar el multiculturalismo, el feminismo, los derechos de los pueblos indígenas, los nacionalismos y un largo etcétera. Ahí se centró también la discusión pública mundial. Mientras tanto, la caída de los regímenes de socialismo de Estado, la internacionalización de la economía y las nuevas tecnologías provocaron enseguida un demencial capitalismo de casino. Pero los teóricos seguían erre que erre haciendo su trabajo sobre la “política de la identidad”, solo que ahora trasladada al mundo de la globalización. No es que estos estudios carecieran de importancia, el problema es que los otros, los que advertían sobre la aparición de nuevas formas de desigualdad económica, pasaron a un segundo plano. La crisis económica supuso el gran despertar a esta realidad desdeñada. Y la política, reducida a su mero papel de gestora de un sistema que ya no controla, hubo de enfrentarse a la indignación de sectores ciudadanos que se encontraron con que compartían su soberanía formal con otra fáctica ostentada por los mercados, los nuevos amos. “Hayek había vencido a Keynes” (W. Streeck). Y la nueva agitación política se centró en sacar a la luz esta contradicción: superados ciertos límites, la ecuación de desigualdad y democracia se convierte en un oxímoron. Estábamos en esas cuando hizo su aparición estelar El capital en el siglo XXI de Piketty, que puso negro sobre blanco el actual estado de cosas. Y lo hizo de la única forma en la que en estos nuevos tiempos suele presentarse cualquier “relato”, a partir de la cuantificación estadística. Sus conclusiones principales son bien conocidas, pero conviene detenerse en algunas de ellas. Las que aquí me interesan son las siguientes. 1. La lógica asimétrica entre rendimientos del capital y crecimiento económico, la famosa fórmula r>g. 2. La nueva revolución tecnológica no proporciona un incremento de la productividad similar al de la anterior revolución industrial o, lo que es lo mismo, el crecimiento económico de este siglo es inferior al de épocas anteriores. En parte también por el menor aumento de la población y por el poco espacio que queda para catch-up desde menores niveles de desarrollo, excepto en las economías emergentes. 3. Como consecuencia de 1. y 2., y en ausencia de mecanismos políticos correctores, los titulares del capital se van quedando con una parte cada vez más amplia de un pastel que ya apenas crece. 4. Por la desaparición de dichos ajustes políticos, capital y riqueza han destronado claramente al trabajo en importancia e influencia política y económica. El tan cacareado tránsito de capitalismo a meritocracia es un mito, la herencia sigue superando al talento como criterio distributivo. Y 5., todo lo anterior conduce a una contradicción central entre la promesa de igualdad de la democracia y una realidad capitalista marcada por una desigualdad económica radical, que clama por la introducción de nuevas medidas de política fiscal en el espacio global. No se ha producido una democratización del poder y la riqueza. El aspecto de la obra de Piketty que tuvo más impacto fue la parte empírica, el sorprendente arsenal de datos aportados para sostener sus tesis, o si es viable o no el impuesto global a la riqueza que propone. Más desapercibido ha pasado lo que impulsó a este autor a emprender su magna investigación, el problema de la equidad. Como él mismo ha reconocido, lo que le motivó a indagar sobre la desigualdad es la justicia. El escrutinio que hace de la desigualdad es a partir de un ideal normativo, la necesidad de que las distinciones sociales sólo puedan “fundarse en la utilidad común”, como dice el art. 1 de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789 con el que abre el libro. Por tanto, Rawls y Piketty se tienden la mano y pueden leerse ahora de forma complementaria, aunque el primero hubiera preferido cambiar “utilidad” por “preservación de la igual dignidad de todos”. La primera frase de la Teoría de la Justicia de Rawls es bien elocuente: “La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales”, que prevalece sobre otras como la eficacia o la estabilidad. La obra del francés le hubiera entusiasmado a Rawls, aunque también le hubiera puesto los pelos de punta. Le habrían encantado sus firmes convicciones normativas; y lo que le habría horrorizado es la situación de un mundo en el que la riqueza campa a sus anchas. Rawls propugnaba que, idealmente, el grupo de los menos aventajados tuviera una especie de derecho de veto sobre la distribución de los recursos sociales; su acceso a un mayor bienestar debía ser el punto de referencia para justificar la desigualdad. En la práctica nos encontramos, sin embargo, con que dicho derecho de veto lo poseen quienes más tienen. En eso consiste, en definitiva, el reconocimiento de que las decisiones políticas nacionales deben ajustarse a los criterios dictados por los mercados. Es cierto que Rawls escribió su teoría en medio de los Gloriosos Treinta, en pleno pacto social-democrático, mientras que la indagación de Piketty parte ya de las condiciones de una sociedad globalizada, y como buen economista no puede dejar de combinar justicia con utilidad. Pero en unos momentos en los que el filósofo es expulsado de la ciudad para entronizar en ella al estadístico, es refrescante toparnos con alguien con capacidad de valerse de los datos para incorporarlos a un cuerpo conceptual más amplio y facilitar así la colaboración interdisciplinar. La tolerabilidad de la injusticia se ha convertido en uno de los problemas centrales de nuestro tiempo, y se hace imperativo poder reflexionar sobre ella más allá de la pura cuantificación o del retórico clamor y la indignación por la actual distribución de la riqueza. Oscilamos entre el cálculo y la emocionalidad, pero ¿dónde dejamos la razonabilidad, lo cualitativo, la capacidad para conformar un juicio adecuado de cuanto nos rodea, la ponderación de esos mismos datos dentro de un orden de sentido? Con todo, el asunto no es sólo de índole teórica o empírica. El propio Piketty reconoce que las cuestiones que tienen que ver con la justicia sólo podrán ser zanjadas mediante la deliberación democrática y la confrontación política. O sea, por los ciudadanos, no por filósofos, economistas o estadísticos, aunque cuanto más nos vayan desbrozando el campo para esta discusión imprescindible tanto mejor. El problema es que, como hoy vemos en Grecia, lo único que no parece ser discutible son las pautas básicas del orden sobre las que se sostiene el sistema económico, que goza de una gran capacidad de chantaje. Las asimetrías de riqueza son también asimetrías de poder nos dice Piketty. Rawls lo hubiera formulado de otra manera: libertad e igualdad son las dos caras de un mismo ideal, el ideal democrático. Estábamos en esas cuando los atentados de Charlie Hebdo y el reverdecer de los nacionalismos han vuelto a arrojarnos a la prioridad de la política de la identidad, amenazando con desplazar de nuevo la discusión sobre la justicia social a un segundo plano. Hay que insistir en evitarlo, entre otras razones, porque, en el fondo, ambos paradigmas se sustentan sobre un sustrato común: la falta de respeto y el reconocimiento. En unos casos debido a la marginación social económica, en otros por diferencias identitarias, o por un entrelazamiento de las dos. No nos queda otra que buscarle una solución a ambas. (Fernando Vallespín, 27/01/2015)


USA:
Hace ya mucho tiempo se reconoce que los niños conforman un grupo especial. Ellos no eligen a sus padres, y mucho menos las condiciones generales en las que nacen. No tienen las mismas capacidades que los adultos para protegerse o cuidar de sí mismos. Es por ello que la Sociedad de Naciones aprobó la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño en 1924, y la razón por la que la comunidad internacional adoptó la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño y de la Niña en 1989. Lamentablemente, Estados Unidos no está cumpliendo con sus obligaciones. De hecho, ni siquiera ha ratificado la Convención sobre los Derechos del Niño y de la Niña. EE UU, con su altamente valorada imagen de tierra de oportunidades, debería ser un ejemplo a seguir en cuanto al tratamiento justo e ilustrado de los niños. En cambio, emana la luz del fracaso —un fracaso que contribuye al aletargamiento global de los derechos del niño en el ámbito internacional. Si bien puede que una infancia estadounidense promedio no sea la peor del mundo, la disparidad entre la riqueza del país y la condición en la que sus niños se encuentran no tiene parangón. Cerca de 14,5% de la población estadounidense en general es pobre, pero el 19,9% de los infantes —es decir, unos 15 millones de niños— viven en condiciones de pobreza. Entre los países desarrollados, únicamente Rumanía tiene un nivel de pobreza superior. La tasa de EE UU es dos tercios más alta que la del Reino Unido, y hasta cuatro veces la tasa de los países nórdicos. Para algunos grupos, la situación es mucho peor: más del 38% de los niños negros, y del 30% de los hispanos, son pobres. Nada de esto ocurre porque los estadounidenses no se preocupan por sus hijos. Esto ocurre porque Estados Unidos durante las últimas décadas ha adoptado un programa de políticas que ha causado que su economía se torne en salvajemente desigual, dejando a los segmentos más vulnerables de la sociedad cada vez más y más atrás. La creciente concentración de la riqueza —y una reducción significativa de los impuestos sobre dicha riqueza— se tradujo en que se tiene menos dinero para gastar en inversiones destinadas al bien público, como por ejemplo en educación y protección para los niños. Como resultado, la situación de los niños en Estados Unidos empeora. Su destino es un doloroso ejemplo de la forma como la desigualdad no solamente socava el crecimiento económico y la estabilidad —tal como al fin lo reconocen economistas y organizaciones, como el Fondo Monetario Internacional— sino que también viola nuestras más preciadas nociones sobre cómo debería ser una sociedad justa. La desigualdad de ingresos se correlaciona con inequidades en los ámbitos de salud, acceso a la educación, y exposición a riesgos ambientales; todas estas desigualdades agobian más a los niños en comparación con el resto de segmentos de la población. De hecho, se diagnostica con asma casi a uno de cada cinco niños estadounidenses pobres; esta es una tasa superior en un 60% a la de los niños que no son pobres. Los problemas de aprendizaje son casi dos veces más frecuentes entre los niños de las familias que ganan menos de 35.000 dólares al año en comparación a lo que ocurre en los hogares que ganan más de 100.000. Y hay quien en el Congreso de Estados Unidos quiere eliminar los cupones de alimentos —pese a que 23 millones de hogares estadounidenses dependen de ellos— amenazando así con llevar al hambre a los niños más pobres. Dichas desigualdades en resultados están estrechamente ligadas a desigualdades en oportunidades. Inevitablemente, en los países en los que los niños tienen una alimentación inadecuada, un acceso insuficiente a los servicios de salud y educación, y una mayor exposición a los riesgos ambientales, los hijos de los pobres tendrán perspectivas de vida muy distintas que los hijos de quienes son ricos. Y, en parte debido a que las perspectivas de la vida de un niño estadounidense dependen más de los ingresos y educación de sus padres en comparación con lo que ocurre en otros países avanzados, EE UU tiene la menor igualdad de oportunidades entre todos los países avanzados. Por ejemplo, en las universidades estadounidenses de más alta categoría sólo aproximadamente un 9% de los estudiantes proviene de la población con ingresos que se ubican en la mitad inferior de la distribución de ingresos, mientras que el 74% provienen de la población con ingresos ubicados en el cuarto superior. La mayoría de las sociedades reconocen la obligación moral de ayudar a garantizar que los jóvenes puedan alcanzar su potencial. Algunos países incluso imponen un mandato constitucional de la igualdad de oportunidades educativas. Sin embargo, en Estados Unidos se gasta más en la educación de los estudiantes ricos que en la educación de los pobres. Como resultado, el país está perdiendo algunos de sus activos más valiosos, y algunos jóvenes —al verse desprovistos de habilidades— se dedican a actividades disfuncionales. Hay Estados, como por ejemplo California, que gastan casi tanto en prisiones como en educación superior, y algunas veces más. Si no se toman medidas compensatorias —incluyendo una educación preescolar que idealmente comience a una edad muy temprana— la desigualdad de oportunidades se traduce en resultados desiguales durante toda la vida en el momento que los niños llegan a la edad de cinco años. Esto debería incentivar a que se realicen acciones para implementar políticas. En los hechos, si bien los efectos nocivos de la desigualdad son de amplio alcance, e imponen costos enormes a nuestras economías y sociedades, son también evitables en su gran mayoría. Los extremos de desigualdad observados en algunos países no son el resultado inexorable de las fuerzas económicas y de las leyes. Las políticas adecuadas —como tener redes de protección social más fuertes, aplicación de impuestos progresivos, y una mejor regulación (especialmente del sector financiero), por nombrar sólo unas pocas políticas— pueden revertir estas tendencias devastadoras. Con el propósito de generar la voluntad política que tales reformas requieren, debemos confrontar la inercia y falta de acción de los formuladores de políticas mostrando los sombríos datos fácticos relativos a la desigualdad y sus efectos devastadores en nuestros niños. Podemos reducir las privaciones que se sufren durante la infancia y podemos aumentar la igualdad de oportunidades, con lo que sentaríamos las bases para un futuro más justo y próspero —un futuro que refleje los valores que nosotros mismos profesamos—. Entonces, ¿por qué no lo hacemos? Del total del daño que inflige la desigualdad en nuestras economías, sociedades y ámbitos políticos, el daño que causa a los niños debería ser el más preocupante. Cualquiera que sea la responsabilidad que pudiesen tener los adultos pobres por su destino en la vida —puede ser que no trabajaron lo suficientemente fuerte, no ahorraron lo necesario o no tomaron buenas decisiones— las circunstancias particulares de los niños recaen bajo su responsabilidad, sin que ellos tengan ningún tipo de opción al respecto. Los niños, más que cualquier otra persona, necesitan recibir la protección que les brindan sus derechos, y EE UU debería proveer al mundo con un brillante ejemplo de lo que esto significa. (Joseph E. Stiglitz)


Noventa y nueve:
Un informe de IntermonOxfam ha puesto fecha hace poco a la aberrante desigualdad: a menos que las cosas cambien mucho, lo que a estas alturas se antoja casi imposible, el 1% de la población acumulará en 2016 más riqueza que el 99% restante. Ya mismo, en la vieja Europa pionera en políticas sociales, España obtiene ya una siniestra medalla de plata, por detrás tan solo de Letonia: el 1% de lo más alto de la escala supera la riqueza del 70% de lo más bajo. Capitan Swing ha editado dos notables ensayos sociales que vienen como anillo al dedo para ilustrar esta vergüenza. Uno es El problema de los supermillonarios, de Linda McQuaig y Neil Brook, aunque bien podría titularse Son el 1%, incluso Son el 0,1%, en alusión a la casta de privilegiados que concentran una parte desproporcionada de la riqueza mundial. El otro es Somos el 99%, de David Graeber, autor del imprescindible En Deuda. Una historia alternativa de la economía, y remite al lema de la protesta Occupy Wall Street (OWS), emparentada estrechamente con movimientos ciudadanos como el español 15-M. El mismo Graeber reivindica la autoría del término 99%, aunque admite que la idea era anterior y que cuajó porque se lanzó en el lugar adecuado (el neoyorquino Zuccotti Park) en el momento adecuado (septiembre de 2011). Reconoce también que fueron dos indignados españoles, a los que solo identifica como Begoña y Luis, los que añadieron el nosotros de Somos de la consigna, y que el verbo en sí fue una idea de un tal Chris, activista del movimiento Comida, No Bombas. Graeber ofrece algunas otras pinceladas de la participación española en OWS, como la de una anónima joven que advirtió a los activistas que intentaban organizar la protesta de que era “un error terriblemente estúpido” formar un círculo para asegurarse de que todos los asistentes podían escuchar sin problemas los acalorados debates, una cuestión práctica de importancia no desdeñable. Eso permitió recurrir al llamado micrófono del pueblo, una herramienta de comunicación que consiste en lo siguiente: “Una persona habla en voz alta, haciendo pausas cada diez o veinte palabras; en las pausas, quienes están dentro de ese campo de audiencia repiten lo que se ha dicho, y así las palabras llevan el doble de lejos que de otra manera”. No importa demasiado que ese 99% del lema no se ajuste estrictamente a una realidad social que presenta muchos estratos, tan heterogénea como para incluir desde los marginados y expulsados del sistema hasta los estudiantes que se pasarán toda la vida intentando pagar sus deudas de la Universidad, o buena parte de las clases medias que se mueven entre la decadencia y las migajas de la prosperidad. Con toda su eventual imprecisión, la utilización de ese simbólico porcentaje funciona —y eso es lo que importa— como reflejo de una desigualdad lacerante que deja en evidencia la criminal complicidad entre las élites políticas y económicas.

Democracia auténtica:
El contenido de ambos libros es demasiado amplio para ser reflejado en esta columna. Hay que leerlos. En el caso del de Graeber, se pone el énfasis en que el movimiento iniciado en Nueva York y que se extendió por 600 ciudades de EEUU pretendía en el fondo defender un ejercicio auténtico de la democracia. Algo que es muy diferente del simple hecho de votar (la mitad de la población norteamericana ni siquiera se molesta en hacerlo), sin una genuina capacidad de elección, para nombrar a unos representantes que lo más probable es que estén compinchados con los intereses del gran capital. Su idea de democracia, por el contrario, es “una combinación del ideal de libertad individual con la noción —hasta el momento no materializada— de que las personas libres sean capaces de sentarse juntas como adultos razonables y dirigir sus propios asuntos”. Agenda revolucionaria Graeber, antropólogo, anarquista y activista, apuesta por la autoorganización del magma de descontentos, por la acción colectiva y solidaria, por promover ocupaciones de lugares de trabajo y de viviendas con hipotecas ejecutadas, por huelgas de impago de alquileres, por asambleas y seminarios de deudores… Toda una agenda revolucionaria con pocas posibilidades de triunfar, y menos en un país como Estados Unidos, pero que parece algo menos utópica tras la inusitada repercusión de movimientos como OWS. Es una vía de protesta contra los gobiernos y estructuras institucionales que en la práctica “aseguran el flujo de dinero hacia los propietarios de instrumentos financieros”. El resultado de esta connivencia es que “un porcentaje considerable de sus salarios vaya directamente a los bancos”. Algunos datos de escándalo En 1937, el 1% más rico acaparaba en el Reino Unido el 16,9% de la renta nacional; en 1955, el 9,3% y, en 1978, el 5,7%… pero el descenso persistente que parecía apuntar a una repartición de recursos más justa se detuvo ahí. En 2010 se había vuelto a las andadas y se acercaba ya al 15%. La práctica totalidad del crecimiento de la renta en ese periodo fue a parar al 10% más rico, sobre todo al 1%, y de manera muy especial al 0,1%. En Estados Unidos, entre 1980 y 2008, el 90% más pobre vio crecer sus ingresos un 1%, mientras que el 0,1% más rico los aumentó en un 403%. A nivel mundial, se estima que las 211.000 personas más ricas del planeta (en torno al 0,003% de la población) atesoran el 13% de la riqueza del mismo. John Paulson, gestor de fondos de alto riesgo, gana al año, por ejemplo, lo que 80.000 enfermeras. El 60% del 0,1% de los que más ganan son ejecutivos de las finanzas y de grandes empresas; otro 10% son abogados y promotores inmobiliarios. En 2009, los 25 gestores de fondos de alto riesgo mejor pagados del mundo ingresaron 25.900 millones de dólares. Entre 2008 y 2014, los años de la crisis, se duplicó el número de milmillonarios. Etcétera, etcétera, etcétera… (Luis Matías López, 06/02/2015)


UK:
El Banco de Inglaterra, también conocido como la Vieja Señora de Threadneedle Street, tiene fama de hacer cosas inesperadas. No respecto a la política monetaria (Gran Bretaña siempre ha estado fuera del euro), sino en otras esferas. Su actual gobernador, por ejemplo, seleccionado entre varios candidatos, se llama Mark Carney, tiene 50 años y, por primera vez en la historia, no es británico, sino canadiense. Cuando le nombraron, hace ya dos años, aseguró que proporcionaría estímulos a la economía británica para favorecer el crecimiento y que no cejaría hasta que el paro se situara por debajo del 7% (en febrero pasado fue del 5,7%). Además, no para de criticar la política económica europea. En cualquier caso, con Carney o sin él, el Banco de Inglaterra llama casi siempre la atención por su abierto interés por el debate intelectual y político (casi como el Banco de España, ¿no?). Hace pocos meses convocó un seminario con el economista francés Thomas Piketty e invitó a un buen grupo de profesores británicos a discutir sobre la desigualdad. Un amplio resumen puede leerse en el Quarterly Bulletin 2015 de la entidad. Una de las conclusiones más compartidas por los invitados fue que el acceso a una educación de calidad y gratuita es uno de los elementos fundamentales para impedir la desigualdad. Educación de calidad de tres a cinco años, porque, según los profesores Blundell y Attanasio, que presentaron numerosos datos de Reino Unido, existe una estrecha relación entre el grado de desarrollo cognitivo de un niño o niña de cinco años y su vida posterior como adulto. Otros participantes criticaron duramente el sistema educativo universitario norteamericano, que está estrechamente vinculado con el aumento de la desigualdad en la sociedad estadounidense. El acceso igualitario (gratuito y muy amplio) a la educación universitaria, consensuaron, es fundamental en ese deseo de alcanzar un mayor equilibrio. Los profesores también están muy de acuerdo en que hay que imponer altos impuestos en las herencias. No se trata de que unos padres no puedan dejar un piso, o unos ahorros limitados, a sus hijos. Se trata de que, a cuenta de ese deseo, bastante natural, se han dejado de gravar fuertemente herencias que han alcanzado volúmenes exagerados, en algunos casos abrumadores. No hay nada que justifique que las nuevas generaciones no arranquen de un nivel más parecido, coincidieron. En general, los asistentes se mostraron bastante de acuerdo en que los sistemas tributarios se basan fundamentalmente en la noción de que los ricos aceptan los impuestos a cambio de que se garantice el derecho a la propiedad. Parece un acuerdo razonablemente honesto, pero el trato puede quedar en peligro si se produce una desigualdad exagerada, puntualizó el profesor Besley. Es lo que está ocurriendo en Estados Unidos, cuyo nivel de desigualdad no puede ser atribuido a la globalización, porque esa misma globalización no ha tenido el mismo efecto en Alemania, por ejemplo, que hasta ahora es mucho más igualitaria. Uno de los intervinientes, profesor Lindert, explicó que no siempre la igualdad es producto de una política tributaria determinada. Hay casos que se deben más bien a “accidentes históricos”. Por lo que se ve, algunas sociedades asiáticas presentan situaciones más igualitarias que otras, antes incluso de tomar en cuenta los impuestos, por alguno de esos “accidentes”. Un ejemplo seria Taiwán, que se mantiene cerrada a la inmigración (lo que hace que los salarios más bajos se mantengan inesperadamente altos) y que, al mismo tiempo, tiene un sistema educativo exitoso. Buena parte del debate celebrado en el Banco de Inglaterra sería perfecto para ser trasladado a España, antes de que se celebren las elecciones municipales y autonómicas. Sería muy instructivo saber qué piensan, por ejemplo, los candidatos a presidentes de las comunidades de la educación de tres a cinco años, o de la gratuidad y alcance de la educación universitaria, porque de ellos va a depender, al menos en parte, ese apartado. ¿Tienen algo que decir los candidatos a alcaldes sobre los impuestos locales a las herencias? Recuerden lo que dicen los sabios: no se traguen el cuento de que se trata de defender el piso de sus hijos. Ni por asomo. (Soledad Gallego-Díaz, 05/04/2015)


Derecha: Gestión:
Es muy frecuente que en las encuestas se pregunte a la ciudadanía cuál es su opinión comparativa entre los partidos de derecha y de izquierda. Casi siempre, los de izquierda salen mejor parados en lo que se refiere a capacidad para redistribuir y conseguir mayor justicia social, y la derecha en que gestiona mejor. Uno tiene la sensación de que es esta una de esas frases que a fuerza de repetidas parecen convertirse en opinión inapelable. Pero si repasamos un poco la realidad, más bien parece que deberíamos concluir lo contrario. La experiencia muestra que la derecha tiene habitualmente menos interés en el servicio público y más en el control financiero. A menudo, con especial interés en que ese control recaiga en manos privadas amigas, pero eso es otra historia. Podríamos recordar el cambio en los gestores de Caja Madrid, con la entrada de Blesa y la notoria “mejora” en la gestión que implicó que la derecha asumiera la máxima responsabilidad, pero eso es también otra historia. Veamos algunos ejemplos. ¿Se imaginan qué pasaría con un gestor de una empresa privada que dijera que los clientes prefieren a otros proveedores porque funcionan mejor? Es obvio que implica reconocer su propio fracaso y parecería ser la antesala de su dimisión por incompetente. Pues nosotros podemos ver cómo responsables de servicios públicos dicen tranquilamente que los padres prefieren la enseñanza privada a la pública y que por eso hay que darle más dinero a los colegios concertados y retirárselo a la escuela pública. Por ejemplo, Esperanza Aguirre señalaba en 2011 que su política respondía “a la demanda en muchos casos mayoritaria” que existe en la comunidad en enseñanza concertada y formaba parte de “los ejes fundamentales de la política educativa” de su Gobierno, que está “decidido a promover y garantizar” la libertad de los padres para elegir la educación que prefieren para sus hijos. En nombre de la sacrosanta libertad de los padres, se restan fondos para los centros públicos de los que ella es máxima responsable en esos momentos. ¿Es eso un ejemplo de buena gestión o una demostración de desidia en la gestión de lo público? En la misma línea se mueven la mayoría de los procesos de privatización, externalización o como quieran llamarlo de los servicios públicos. Se saca a concurso con presupuestos inferiores a los que se vienen dedicando y en el baremo de selección se da el peso decisivo a la oferta más barata, despreciando la competencia en la gestión y la experiencia de los concursantes. Naturalmente, gana la contrata una empresa que probablemente jamás ha trabajado en el sector. Y quedan fuera otras ofertas como las cooperativas de trabajadores con amplia experiencia en el servicio público. ¿Puede sorprender que los concesionarios reduzcan inmediatamente el personal y la calidad del servicio? Nuestros gestores públicos dirán con orgullo que han conseguido mantener el servicio igual que antes pero mucho más barato. Cuando surgen los problemas, la cuestión es de la empresa concesionaria pero no suya. No es su responsabilidad la bajada de presupuesto, no es su responsabilidad la contratación de incompetentes, no es su responsabilidad que el servicio público no se preste. ¿Cuál es entonces su cometido? De nuevo, ¿es eso un ejemplo de buena gestión o una demostración de desidia en la gestión de lo público? El deterioro paulatino de la sanidad pública cuando la gestión cae en manos privadas empieza a ser evidente. No importa el servicio sino la cuenta de resultados. Las prestaciones caras y los enfermos costosos son despreciados y se trabaja para absorber las prestaciones de bajo coste y alto margen de beneficio. Claro, la comparación entre los gestores públicos (obligados lógicamente a atender a todos los ciudadanos) y los privados (que solo se quedan con los rentables) muestra que estos son más eficientes. Sin comentarios. La saturación de las urgencias, ligada a la pésima gestión en relación con los centros de salud es otro síntoma. Como la venta de viviendas de protección oficial a fondos que modifican las condiciones y desahucian a los inquilinos. ¡Qué gran gestión de los bienes públicos y de los derechos de los ciudadanos! Otro ejemplo. Se conceden en muchos departamentos públicos subvenciones para realizar determinados proyectos: a organizaciones no gubernamentales, a fundaciones, a equipos de investigación…Naturalmente, se exige presentar un montón de documentos explicando qué se quiere hacer, objetivos, medios…Al final del proceso, como es debido, se rinden cuentas de la utilización de los fondos públicos. Uno esperaría que se dedicara a esa tarea un grupo de funcionarios que comprobaran cómo se habían conseguido los objetivos públicos para los que se había otorgado la subvención. Pues no: últimamente se ha externalizado esa tarea y son empresas privadas de auditoría (¡contable, claro!) las que cobran de la Administración Pública correspondiente para realizar esa tarea. Naturalmente, el control se refiere a la revisión de hasta la última factura, con criterios tan estrictos que bien parece que cobren en función del dinero que obliguen a devolver al receptor de la ayuda. El control es prácticamente nulo en lo referente a los objetivos conseguidos, a la calidad del servicio. Hemos vivido el caso de tener que devolver la casi totalidad de la ayuda concedida a un proyecto por un fallo formal en un contrato, aun reconociendo el controlador que el servicio se había realizado satisfactoriamente y que detrás del fallo formal no había fallo material. No parece que sea la mejor forma de gestionar eficientemente los servicios públicos. Eso sí. La derecha muestra una enorme eficacia en el maquillaje de las cifras. Que las listas de espera de atención médica se deterioran, se cambian los criterios de cómputo para que den el resultado adecuado. Que el paro aumenta, se cambia la legislación para que se cree empleo de ínfima calidad (ya no garantiza salir de la pobreza) pero que aparentemente se reduzcan el número de desempleados. Poco importa que la mitad de la población activa esté parada o con empleos precarios y a tiempo parcial o que se vayan muchos profesionales de elevada preparación. ¡Es ejemplar cómo se juega con los presupuestos! Se incrementan las cifras destinadas a becas y a investigación y se reduce el gasto en defensa, se dice. Claro es que el presupuesto de becas deja de ser ampliable según las necesidades (como lo fue siempre) por lo que el gasto efectivo final resulta muy inferior al de años anteriores. Claro es que la mayor parte del gasto en investigación va a defensa o a créditos que hay que devolver (si es que no te prohíben endeudarte). Claro es que el presupuesto para defensa se amplía generosamente a lo largo del ejercicio y que la parte más importante de la deuda pública que pesa sobre nuestros presupuestos proviene de gastos militares. Quizás estas apariencias y la eficaz maquinaria mediática a su favor expliquen por qué todavía tanta gente piensa que la derecha gestiona mejor. Creo que para ser un buen gestor de lo público, la primera exigencia es creer en el servicio público. Pero quien piensa que el mejor impuesto es el que no existe y que lo público es siempre peor que lo privado no puede ser un buen gestor de los intereses colectivos. Los hechos lo confirman. (Juan A.Gimeno, 08/02/2015)


Pagar más:
En la era neoliberal, consecuencia de los intentos de desacreditar al Estado, se ha desatado una campaña sistemática en contra de pagar impuestos. Total, el Estado despilfarra, alimenta a burócratas inútiles para la sociedad, es fuente de corrupción y no devuelve a la gente lo que recauda. Pagar impuestos, de ese punto de vista, supone ser extorsionado por el Estado, es entregarle una parte de lo que uno conquista con su propio trabajo. Según esta tesis, el Estado hace mal uso de los recursos de las personas, incentivando el que la gente no trabaje y viva de los beneficios de las políticas públicas, subsidiando el consumo de las personas en lugar de impulsarlas a ganarse la vida por su cuenta. Generado y fortalecido este razonamiento, la gente reacciona mecánicamente frente a cualquier impuesto, rechazándolo con bronca, odio y reforzando los mecanismos de defensa frente a una nueva ofensiva del monstruo Leviatán. La forma que tiene el Estado para obtener recursos para sus políticas es mediante la recaudación. Un mecanismo que, en lugar de desconcentrar la renta, contribuye a concentrarla aún más. Porque las estructuras tributarias son socialmente injustas: el que gana más, paga menos; el que gana menos, paga más. Gran parte de los impuestos son indirectos, es decir, el pobre y el rico pagan lo mismo. Mientras que las grandes empresas gozan de subsidios y exenciones tributarias por parte del Estado, se valen de la abogacía tributaria para burlar los impuestos y envían su dinero a paraísos fiscales. Como resultado, en lugar de redistribuir renta, la estructura tributaria concentra todavía más la renta en nuestros países. Pero cada vez que un gobierno —a nivel nacional, provincial o metropolitano— intenta corregir esas deformaciones, se enfrenta a una brutal campaña mediática y política, llevada a cabo por el gran empresariado —el más grande beneficiario de la estructura tributaria actual—, el monopolio de los medios de comunicación, los partidos de derecha y fuerzas que, aún bajo el manto de intereses populares —ONGs y otras—, se oponen al Estado y a la búsqueda de recursos de los sectores más pudientes para sus políticas. Los intentos de aprobar reformas tributarias socialmente justas, donde la gran mayoría de la población es beneficiaria —ya sea porque deja de pagar o porque pasa a pagar menos— suelen frustrarse. Esto se da no solo porque los congresos suelen estar dominados por distintos lobbies vinculados a empresas no muy partidarias de la justicia tributaria, sino también porque el gran empresariado —que debería ser el único sector que pagara más— aliado con los medios monopolistas logra movilizar a sectores de clase media, e incluso a sectores populares, en contra de esas iniciativas. Es decir, sectores que serían beneficiados directamente por una reforma tributaria socialmente justa, terminan siendo dirigidos por los grupos que tendrían que pagar más impuestos, para oponerse a una iniciativa, acorde con sus intereses. Esto ha pasado, a distintos niveles, en muchos países en que los medios de comunicación lideran campañas para defender a los más ricos. El caso de Ecuador es solamente el más reciente. Dos proyectos de ley del gobierno, uno de subida de los impuestos a las herencias, otro a la plusvalía, que afectarán apenas al 2% de la población —los más ricos—, encuentran resistencia en las clases medias y hasta populares, llevados por el engaño y la mentira. Es un mecanismo alienado que reposa en el prejuicio general de que el Estado actúa contra la gente, contra las personas, contra los individuos. Como si el Estado no fuera responsable de toda la estructura pública de educación y salud, que, por cierto, puede disfrutar toda la población. Como si el Estado no fuera el encargado de atender a los sectores más desfavorecidos por medio de políticas sociales que benefician a los sectores más marginales y frágiles. Se alían entonces sectores del gran empresariado —donde el sector financiero tiene un rol importante—, con los partidos de derecha y los monopolios privados de los medios de comunicación, de tal forma que consiguen arrastrar a sectores de clase media y también a algunos sectores populares, así como a grupos de ultra izquierda, para oponerse a reformas tributarias socialmente justas. Se trata de un frente político, que por distintos intereses, se enfrentan a gobiernos populares. Se valen del sentimiento contra los impuestos, forjado cotidianamente por los monopolios privados de los medios, en su campaña de criminalización del Estado para movilizar a los sectores diferenciados en una pelea en que busca inviabilizar las políticas gubernamentales. En democracia, el que gana más, debe pagar más. El que gana menos, debe pagar menos o nada. (Emir Sader, 04/07/2015)


En las afueras de Barcelona no se retrata la ciudad, porque ahí no hay ciudad. Ahí no hay paisaje. Quizá sí lo haya, pero no vale la pena sacarlo. A las afueras nadie ha ido a vivir por el paisaje, llegan porque no les han dejado vivir en otro sitio. (Pérez Andújar)
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