Sufragismo: Europa             

 

Sufragismo: Europa:
Demandas de igualdad: el sufragio y los movimientos femeninos:
Desde la década de 1860, la combinación del activismo de la clase obrera y el constitucionalismo liberal había ampliado el derecho al sufragio en toda Europa: en 1884, Alemania, Francia y Gran Bretaña habían concedido el derecho a votar a la mayoría de los hombres. Pero las mujeres no tenían derecho a votar en ningún sitio. La ideología política decimonónica relegó a la mujer a la categoría de ciudadana de segunda clase, y hasta los socialistas de convicciones igualitarias rara vez cuestionaron esta jerarquía arraigada. Excluidas de la actividad política parlamentaria y de los partidos de masas, las mujeres defendieron sus intereses a través de organizaciones independientes y formas de acción directa. El nuevo movimiento de las mujeres logró algunas reformas legales esenciales durante este período, y la campaña combativa que emprendieron tras el comienzo del nuevo siglo para conseguir el sufragio alimentó la sensación creciente de crisis política, sobre todo en Gran Bretaña.

Las organizaciones de mujeres, como la Asociación General Alemana de Mujeres, presionaron, en primer lugar, para lograr reformas educativas y legales. En Gran Bretaña, los centros femeninos de estudios superiores se crearon al mismo tiempo que las mujeres obtuvieron el derecho de controlar su propio patrimonio. (Con anterioridad, las mujeres cedían su propiedad, incluido el sueldo, a sus esposos). Las leyes de 1884 y 1910 otorgaron ese mismo derecho a las francesas, además de la posibilidad de divorciarse de sus maridos. Las mujeres alemanas también consiguieron leyes de divorcio más favorables en 1870, y en 1900 les garantizaron derechos legales plenos. Tras estos cambios trascendentales en la categoría de la mujer, el sufragio cristalizó como el siguiente objetivo lógico. De hecho, los votos se convirtieron en el símbolo de la capacidad de la mujer para alcanzar la categoría plena de persona. Según los sufragistas, el derecho al voto no representaba tan sólo un avance político, sino también económico, espiritual y moral. Hacia el último tercio del siglo, las mujeres de clase media de toda Europa occidental habían fundado asociaciones, publicado periódicos, organizado peticiones, patrocinado asambleas y emprendido otras actividades públicas para ejercer presión en favor del voto. El número de asociaciones formadas por mujeres de clase media se multiplicó con rapidez; algunas, como la Liga Alemana para el Sufragio Femenino, fundada en 1902, se crearon con la única finalidad de abogar por el derecho al voto. A la izquierda de los movimientos de clase media había organizaciones de feministas socialistas, mujeres como Clara Zetkin y Lily Braun, convencidas de que sólo una revolución socialista podría liberar a las mujeres de la explotación económica y política.

En Gran Bretaña, las campañas en favor del sufragio femenino estallaron en violencia. Millicent Fawcett, una mujer distinguida de clase media con contactos en la clase política, reunió dieciséis organizaciones diferentes en la Unión Nacional de Sociedades para el Sufragio Femenino (1897), comprometida con una reforma pacífica y constitucional. Pero el movimiento carecía del peso político o económico necesario para influir en una asamblea legislativa masculina. La exasperación creció ante la incapacidad de convencer al partido liberal o al conservador: cada uno de ellos temía que el sufragio femenino beneficiara al otro. Por esta razón, Emmeline Pankhurst fundó la Unión Social y Política Femenina (en inglés, Womens Social and Political Union, o WSPU) en 1903, que adoptó tácticas de militancia y desobediencia civil. Las mujeres de la WSPU se encadenaron en la sala de visitas de la Cámara de los Comunes, rajaron cuadros en museos, escribieron con ácido «Voto para las mujeres» en la hierba de campos de golf, interrumpieron discursos políticos, quemaron casas de políticos y destrozaron escaparates de grandes almacenes. El gobierno atajó la violencia con represión. Cuando las mujeres arrestadas hacían huelga de hambre en las prisiones, los guardias las alimentaban a la fuerza (las ataban, les abrían la boca con cepos de madera o metal y les introducían tubos hasta la garganta). En 1910 las sufragistas intentaron acceder a la Cámara de los Comunes y provocaron un enfrentamiento de seis horas contra policías y viandantes que conmocionó y escandalizó a un país nada acostumbrado a ese tipo de violencia por parte de las mujeres. La fuerza de las reivindicaciones morales de las sufragistas la personificó el impresionante martirio de Emily Wilding Davison, quien, llevando un fajín con el lema «Voto para las mujeres», saltó a los pies del caballo del rey durante la prueba hípica del Derby Day y falleció pisoteada por el animal.

REDEFINICIÓN DE LA CONDICIÓN FEMENINA:
La campaña en favor del sufragio femenino fue, tal vez, el aspecto más visible e incendiario de una evolución cultural mayor que redefinió los papeles tradicionales Victorianos de cada sexo. Los cambios económicos, políticos y sociales del último tercio del siglo XIX fueron minando la idea de que hombres y mujeres debían dedicarse a ámbitos claramente distintos. Las mujeres figuraron cada vez más como mano de obra a medida que un número mayor de ellas fue accediendo a ocupaciones más variadas. Algunas mujeres de la clase obrera se incorporaron a fábricas y talleres nuevos para atenuar la pobreza de sus familias, a pesar de la insistencia de algunos hombres de su misma clase en que la estabilidad familiar exigía que las mujeres permanecieran en casa. Además, el aumento de la burocracia en el gobierno y las empresas, unido a la escasez de mano de obra masculina para afrontar el crecimiento industrial, situó a las mujeres en el mercado laboral como trabajadoras sociales y oficinistas. El incremento de los servicios hospitalarios y el advenimiento de una enseñanza estatal obligatoria requirieron más enfermeras y profesoras. Nuevamente, la falta de trabajadores masculinos y la necesidad de cubrir todos esos puestos nuevos con el menor coste posible convirtieron a las mujeres en una alternativa lógica. De ahí que las mujeres, que habían emprendido campañas intensas para acceder a la educación, empezaran a ver que las puertas se abrían ante ellas. Las universidades y colegios médicos de Suiza comenzaron a admitir mujeres en la década de 1860. En las décadas de 1870 y 1880, las británicas crearon sus propios centros de enseñanza superior en Cambridge y Oxford. Algunos sectores del mundo profesional experimentaron un cambio impresionante de aspecto: en Prusia, por ejemplo, en 1896, 14.600 profesoras a tiempo completo formaban parte de plantillas escolares. Estos cambios en la actividad laboral femenina fueron derribando el mito de la domesticidad femenina.

Además, algunas mujeres empezaron a trabajar en el terreno político, un ámbito considerado prohibido en épocas anteriores. Esto no significa que la actividad política femenina careciera de precedentes; en ciertos aspectos importantes, las bases para la nueva participación política de las mujeres se habían sentado anteriormente durante este mismo siglo. Los movimientos de reforma de comienzos del siglo XIX dependieron de las mujeres y elevaron su prestigio público. Mediante obras de caridad desde asociaciones religiosas en un primer momento, y a través de cientos de asociaciones laicas después, las mujeres de toda Europa centraron sus energías en la ayuda a los pobres, reformas penitenciarias, catequesis para los niños, acciones antialcohólicas, la abolición de la esclavitud y la prostitución y la ampliación de las oportunidades formativas para las mujeres. Los grupos reformadores unieron a las mujeres fuera del hogar y las animaron a expresar sus ideas como librepensadoras iguales a los hombres y a perseguir objetivos políticos, un derecho que tenían vetado como mujeres individuales. Y mientras algunas mujeres pertenecientes a grupos reformadores apoyaban la emancipación política, muchas otras se animaron a participar en políticas reformistas por el convencimiento de que tenían una misión moral especial: es decir, entendieron sus actuaciones públicas como una mera extensión de las obligaciones domésticas femeninas. Con todo, los movimientos de reforma del siglo XIX habían abierto las puertas de cada casa al mundo exterior, en especial para las clases medias, y ampliaron el abanico de posibilidades para generaciones posteriores.

Estos cambios en el papel de las mujeres corrieron parejas con la aparición de una categoría social nueva llamada «mujer nueva». La mujer «nueva» reclamaba formación y un trabajo; se negaba a ir escoltada por acompañantes cuando salía; rechazaba los restrictivos corsés que estuvieron de moda a mediados de siglo. En otras palabras, reclamaba el derecho a una vida activa tanto física como intelectual y se negó a conformarse con las normas decimonónicas que definían la feminidad. La mujer nueva fue una imagen creada, en parte, por los artistas y periodistas que llenaron periódicos, revistas y carteles publicitarios de imágenes de mujeres en bicicleta vestidas con pololos (pantalones bombachos para usar debajo de faldas cortas); fumando cigarrillos y disfrutando de cafés, salas de baile, aguas tónicas, jabones y otros emblemas del consumo. Pero, en realidad, muy pocas mujeres encajaban en esa imagen: entre otras cosas, la mayoría era demasiado pobre. Aun así, las mujeres de la clase media y obrera reclamaron más libertad social y redefinieron las normas de cada género en el proceso. Algunos observadores consideraron que la independencia recién adquirida por las mujeres equivalía a eludir las responsabilidades domésticas, y tacharon a las mujeres que desafiaban lo convencional de «machorras» peligrosas, indignas e incapaces de contraer matrimonio. Para los defensores, en cambio, aquella «mujer nueva» simbolizaba una era de emancipación social digna de celebrar.

Estos cambios encontraron una oposición intensa, en ocasiones violenta, y no sólo masculina. Los hombres despreciaron a las mujeres que supusieron una amenaza para su selecto territorio dentro de universidades, círculos sociales y cargos públicos, pero gran cantidad de mujeres antisufragistas también denunciaron el movimiento. Conservadoras como la señora Humphrey Ward sostuvieron que la incorporación de la mujer al terreno político socavaría la virilidad del imperio inglés. Octavia Hill, célebre trabajadora social, manifestó que las mujeres debían abstenerse de participar en política y que con ello «mitigarían esta lucha salvaje por la posición y el poder». Los comentaristas cristianos criticaron a los sufragistas por conducir a la decadencia moral a través del individualismo egoísta. Otros creían que el feminismo disolvería la familia, un tema que alentó un debate más amplio sobre el declive de Occidente en medio de un sentimiento creciente de crisis cultural. De hecho, la lucha por los derechos de las mujeres sirvió de detonante a una serie de inquietudes europeas relacionadas con la mano de obra, la política, los géneros y la biología, que parecían indicar que el consenso político ordenado que deseaba con tanto fervor la sociedad de clase media se deslizaba hacia el reino de lo imposible. (Coffin)


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