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Tomás Morales: Rosas de Hércules: Prólogo de Díez-Canedo:
Un año se cumple, por estos días, de la muerte de Tomás Morales. Cuando le vimos salvar, en Madrid, a fines del 19, la pesada dolencia que le retuvo en la soledad de un cuarto de hotel, sólo aliviada, en horas, por la compañía cordial de un amigo, y poblada siempre por el recuerdo de sus amores lejanos, creíamos ver entrar ya seguro al poeta en la nueva etapa de que saldría, triunfal, el libro tercero de sus Rosas de Hércules. Pocos versos más, sin embargo, acrecieron el caudal de su poesía. Ya había dado el rosal todas sus rosas, y una mano inflexible se aprestaba a cortarlo. Ni aun el inmediato proyecto de reunir en un tomo igual a aquel otro cuyo cuidado le traía por última vez a Madrid pudo ver convertido en realidad. Manos familiares piadosas y el culto de unos fieles camaradas ordenan hoy, conforme a los planes que él dejó, este tomo, reimpresión ampliada de los Poemas de la Gloria, del Amor y del Mar, con que abrió su obra poética en 1908. Faltan de aquí, por voluntad del autor, unas cuantas poesías de aquel tomo. Están, en cambio, muy aumentadas las tres secciones en que se divide, y, por último, se han entresacado de los cuadernos y borradores del poeta algunos versos que se agrupan al final.

Contiene así el que viene a ser tomo primero de la obra única de Morales, Las Rosas de Hércules, sus poesías iniciales y lo último que brotó de su pluma. No puede el que esto escribe olvidar, junto al nombre de Tomás Morales, el de otro poeta muerto también: Fernando Fortún. Con ambos le unía un afecto entrañable, fraternal, y los dos eran como esos compañeros de arnas que en los viejos cantares de gesta aparecen unidos por una suerte común y llamados a igual destino. Más de una vez suena en los versos de Morales el nombre de Fernando Fortún. Empezó su amistad cuando se decidía la vocación literaria de ambos y se lanzaban por el camino en que su compañero, mayor en edad, le llevaba escasa delantera. Era Fernando más íntimo y reconcentrado. Tomás, impetuoso, cantaba en notas más altas. Uno y otro seguían, vagamente, los estudios universitarios. Hízose médico Tomás y volvió a Canarias. De su juventud madrileña conservó los afectos más hondos. En 1914 la muerte de Fortún le inspiró un bellísimo canto. Era ya entonces, en su patria pequeña, el poeta de todos. No producía versos con esa irreflexiva prodigalidad del que convierte en oficio el don y en tarea el arte. Iba poco a poco y, para decir verdad, harto perezosamente madurando sus sueños, y en su mente se pintaban ya, en vastos frescos, las gestas atlánticas. Las rosas de Hércules eran entonces incipientes capullos. Un día volvió a Madrid -antes lo recordábamos- a imprimir su segundo libro. Nuestra convivencia durante esos días reanudó, no el cariño, nunca interrumpido, sino la comunicación Intermitente. Hablaba Tomás de su vida, asentada ya firmemente; de su trabajo profesional, de actuaciones políticas, todo ello tan vagamente emprendido como los estudios que iba haciendo en su época antigua de Madrid, y dominado todo, lo mismo que entonces, por una atracción capital: la de la Poesía. Su vida misma era como un don de la Poesfa: había encontrado en su esposa el amor y el estímulo; sentíase renacer en sus hijos aún tiernos. Ya todo eso se acabó. Sin embargo, al morir Tomás Morales, pudo decirse de él lo que no es posible acaso afirmar de muchos hombres: fue feliz y supo que lo era. ¿Es esto una biografía de Tomás Morales? El que lo escribe no ha pretendido hacerla. Deja el empeño a uno de esos amigos fieles en quien el recuerdo del poeta persiste inalterable, formados a su arrimo, incitados por su ejemplo. Sólo ha querido juntar aquí unos recuerdos personales, insistiendo en lo que ya intentó antes de ahora. Pero acaso vaya en ellos lo esencial de la vida de este poeta, que nació en Moya de Gran Canaria el 10 de Octubre de 1885, y murió en Las Palmas el 15 de Agosto de 1921.

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Las tres partes en que se divide este primer libro de Las Rosas de Hércules: Vacaciones sentimentales, Poemas de asuntos varios y Poemas del mar, corresponden, con denominaciones cambiadas en algún punto, a las que formaban los Poemas de la Gloria, del Amor y del Mar, impuestas por el prestigio del título. Corresponden también, sin duda, a los tres momentos poéticos que son de notar en la obra de Tomás Morales. Sin duda, lo primero que escribió fueron algunos de los «Poemas de asuntos varios», en que la inspiración ensaya distintos temas y el apresto literario es, evidentemente, más visible. Alternando con ellos, las rimas que ahora se llaman «Vacaciones sentimentales», en un género muy cultivado cuando él las escribia, de evocación romántica, en que cada objeto, cada nombre del pasado próximo, adquiere una aureola de santidad, se transfigura y llena de alma, tuvieron la virtud de llevarle a la contemplación de aquello que más directamente hería su sensibilidad de poeta. Le hicieron volver los ojos a la niñez; fueron el conjuro que hizo resurgir de la hondura de los recuerdos las sombras familiares, las estancias de la casa, las calles del pueblo, las perspectivas de campo natal. Y en uno de estos retornos al pasado, como el paseante distraído que, caminando por las vías de una población costeña, ve, de repente, en el fondo, una intensa línea de azul, en uno de estos retornos descubrió la cuna eterna de su isla, el nuevo y grande inspirador de sus versos futuros: el mar. Al mar le debe Tomás Morales esa plenitud que muy pronto alcanzó su arte. Le vemos contemplar tímidamente a lo primero, desde los muelles, la mole bamboleante de un viejo casco que lanza en la noche su rítmica quejumbre, o seguir con ojos ávidos el grupo marinero que, saturado de alcohol, camina por la tierra firme con tambaleos tan peligrosos como los del barco en mar gruesa; le acompañamos en su vigilia, en el puerto, y escuchamos con él toda la escala de rumores con que arrulla el mar a la tierra dormida, o vemos, desde su misma nave, surgir en lontananza una costa y arder, ya cercanas, las luces de la ciudad. Este primer mar de Tomás Morales es un mar humano, vivido, pero no es aún todo su mar. De esta visión, en que tiene por compañeros al Tristán Corbiere de Gens de Mer y al Rubén Darío de la Sinfonía en gris mayor, pasa el poeta de Canarias al deslumbramiento del mar mitológico en. que surgen sus islas: sus ojos ven albear entre las olas una estela de perdidos continentes. Los dioses y los héroes cabalgan en sus corceles marinos, y su ensalmo hace surgir un mundo cuya voz ha de ser la misma voz del poeta. Aquellas rocas se hacen fecundas; el comercio va a tocar en ellas y a dejarlas ricas y prósperas. El canto ya no persigue aquellas siluetas rudas, aquellos breves cuadros de antaño; cobra entonaciones augurales, se llena del espíritu oceánico; nos parece que se levanta de la espuma, impregnado de sal y de yodo. Su entronque poético ha de buscarse ya en Verdaguer y en D'Annunzio. Así se va formando, hasta entonarse con su modelación peculiar, la poesía de Tomás Morales; como el aprendiz de orador que, para dar a su voz la sonoridad apetecida, gritaba a la orilla del mar, dominando el son de las olas alteradas, este poeta saca del mar el canto robusto, el porte saludable, la voluptuosa plenitud de sus versos, que se distinguen, entre los de sus contemporáneos españoles, por cualidades técnicas que ellos suelen tener un poco dejadas de mano. Permítasenos traer aquí, sin elaborarlo de nuevo, porque nada sabríamos añadir, algo que escribimos a raíz de la publicación del segundo libro de Las Rosas de Hércules: «Advertimos en Tomás Morales preferente atención a la rotundidad de sus versos. A través de su libro no se hallarán ensayos de ritmos irregulares, de cadencias sinuosas; todo es recio, medido, sonoro. Cuando el metro busca una libertad más amplia, fraccionándose en versos desiguales, el ritmo los hace unos desde el comienzo hasta el fin del poema. Pero lo más frecuente en él es la estrofa simétrica, de molde constante en una poesía; y nunca el verso de arte menor: rara vez aparece si no es en combinación con los otros mayores, como si en los más breves el tono general se recogiera un instante para continuar, de un salto, el avance solemne de la oda. Esta palabra, oda, tras de la cual asoma su aviesa catadura la temible Preceptiva, parece también desterrada de los libros de hoy. Unida a lo que llevamos dicho acerca de los efectos de sonoridad alcanzados por el poeta de Canarias, ya se le habrá podido clasificar entre los poetas elocuentes. Y, en efecto, lo es. Elocuencia y Poesía son dos hermanas que, separadas de hecho en la infancia y la florida doncellez, hiciéronse inseparables al madurar la juventud, y se volvieron a desunir, casi enojadas, cuando llegaron a edad reflexiva; ahora, en realidad, las vemos tan diversas, independientes e imposibilitadas para juntarse como a las figuras que las simbolizan, en sendas vidrieras, sobre el estrado de la Real Academia Española. No son, sin embargo, incompatibles. Los que quieren limitar la poesía a una celosa intimidad, sustraen a su esfera infinitos asuntos; y, a no dudar, los hay, como estos que trata Tomás Morales en sus Rosas de Hércules, que, o se tratan elocuentemente, o se abandonan por completo. ¿Y por qué la poesía ha de renunciar a cualquiera cosa que sea? Lo esencial, en la poesía elocuente, es que siga siendo poesía; sus escollos serán distintos, pero no más temibles que los de la poesía íntima. Ésta puede caer en la trivialidad, donde aquélla puede ser hueca. En Las Rosas de Hércules hallamos genuina, entusiasta, resonante poesía. Avanzando en la lectura, pronto nos damos cuenta del tono espiritual predominante en ella. Tomás Morales, alumno de Darío sólo en lo superficial, tiene sus profundos antecesores entre los poetas latinos: en Catulo, en Ovidio, en los tardíos Ausonio y Claudiano. Aquí una fragancia de rústico huerto, enriquecido por la estación en maravilla de frutos; allí una pomposa alegoría, en que vuela un ser mitológico sobre exuberantes jardines, entre arquitecturas opulentas. De ahí viene la elocuencia, que es cualidad cardinal en la poesla de Tomás Morales, de su abolengo latino que, seguramente sin proponérselo, le lleva a acertar en su vocabulario con la palabra evocadora, concreta, apretada de zumo clásico, a sugerir con su alejandrino la andadura del pentámetro y a acentuar en exámetro la amplitud de sus versos mayores. Las piezas más significativas de la colección, la Oda al Atlántico, la Balada del Niño Arquero, la composición A Néstor, el Canto a la Ciudad Comercial y, sobre todo, la admirable Alegoría del Otoño, son reveladoras de esta modalidad especial, de este puro abolengo latino, casi desaparecido de nuestra poesía, que da a los versos de Tomás Morales su imponente profusión barroca. Esto no lo contradicen, sino que lo confirman, los poemas que dan novedad a la edición de este libro primero de Las Rosas de Hércules y lo articulan en la totalidad de la obra: singularmente el Canto inaugural y el Himno al Volcán, escrito en Agaete, tal vez pensando ya en lo que había de ser un libro tercero.

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No le faltó a Tomás Morales, entre los hombres de su tierra, la consideración que se debe al espíritu. Esa consideración iba indisolublemente unida al cariño que en todos despertaba su bondad perfecta, la irradiación cordial de su persona. Sus lecturas públicas, más que lecturas recitaciones, en que, echada atrás la cabeza y entornados los ojos, iba Tomás con su pastosa voz enronquecida cantando puramente los versos, eran triunfales. Más de una vez se reunieron para rendirle tributo de admiración y cariño sus amigos y émulos de Madrid, sus paisanos de Canarias. En uno de estos homenajes, Claudio de la Torre propuso fundir en bronce el busto del poeta, que modeló Victorio Macho. El busto podría colocarse -decía- en un rincón grato de la ciudad, un rincón de flores y de sol, donde quedara dulcemente perpetuado el recuerdo del poeta Insulario. Sin otra intervención oficial que el permiso de colocarlo en un lugar público para larga memoria del poeta. Vivía él entonces. Lo que era aspiración entusiasta de un grupo de amigos, se ha trocado, por obra de la muerte, en consagración necesaria. Ya está en vías de ser un hecho. Así vivirá la figura de Tomás Morales frente al mar que cantó, «frente al sonoro Atlántico», la eternidad del bronce. Pero también aquí vive. Aquí, en estos dos libros de versos en que está todo él, desde sus primeras rimas de muchacho sentimental hasta los cánticos de su madurez inspirada; en estas Rosas de Hércules, uno de cuyos ramos pudo él atar, dejando el otro al cuidado de un religioso amor que hoy cumple aquí su postrer deseo. (Enrique Díez-Canedo, 1922)

 

 

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