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Siglo de Oro español:
El español es el primer lenguaje de la diplomacia hasta mediados del siglo XVII. Sigue siendo el idioma culto de Europa y el idioma de la primera potencia. Las gentes cultivadas de todo el continente saben hablar castellano. El Siglo de Oro, aunque recibe una aportación destacada de España, es un periodo ampiamente localizado a lo largo de Europa. Destacan las importantes aportaciones creativas de Inglaterra, Francia e Italia.

En el siglo XVII el florecimiento literario y artístico alcanza su mayor florecimiento en España. Fueron poniendo sus bases el progresivo avance desde el siglo XV con el arte isabelino y plateresco; el auge de universidades como la de Salamanca o Alcalá; el humanismo de Luis Vives o Cisneros; los grandes místicos como Santa Teresa o San Juan de la Cruz; el éxito de la Contrarreforma, mantenida en Trento por teólogos y juristas españoles y un evidente desarrollo precientífico con destacados cultivadores de la medicina, la botánica, la filología y la economía.

    San Juan de la Cruz (1542-1591) es el poeta místico más puro y de expresión poética más intensa de la literatura española. Sus intentos de reforma monástica, y su actividad como propagandista, le hicieron sufrir prisión (1577), durante la cual compuso, según la tradición, los versos del Cántico espiritual y otros poemas.

El Siglo de Oro español no es la expresión de una minoría, sino de la sensibilidad general de una nación con tres características muy definidas: mediebalismo, nacionalismo y sentido popular. En el teatro se consigue la identificación del espectador con una problemática típicamente hispánica: el honor, la libertad, la moral de los cristianos viejos, las profundidades teológicas o la lucha contra la tiranía opresiva y contra la injusticia a cargo de un pueblo altivo y celoso de sus prerrogativas. Un pueblo, por otra parte pobre, que precisa, para vivir, del arrimo a nobles poderosos, o de una picaresca en donde se valora por encima de todo el ingenio y la habilidad para vivir sin trabajar. Será la novela la que nos muestre esta otra versión del pueblo español. El teatro nos refleja los valores de una sociedad rural todavía orgullosa de su pasado y de su presente. La novela, por el contrario nos refleja la vida urbana del país, en la que encontramos marcadas claramente las inequívocas señales de la decadencia. Cervantes (1547-1616) y Quevedo (1580-1645) son los que expresan más nítidamente la sociedad española del momento. A través de Cervantes comprendemos el dramático fracaso de una España enajenada por un ideal quizá sublime, pero evidentemente anacrónico. A través de Quevedo, un trágico humorista barroco, conocemos el género de vida de una sociedad que camina ciegamente hacia su hundimiento.

Europa:
El espacio que va desde mediados del siglo XVI al mediados del siglo XVII supone la cumbre de las creaciones artísticas y literarias europeas. Definitivamente consolidadas las lenguas nacionales, Francia, Inglaterra y España asisten al nacimiento de un arte, una novela y un teatro auténticamente nacionales. En Inglaterra el teatro llega a las cimas más altas jamás conseguidas hasta el momento. Autores como Marlowe o Ben Jonson se ven oscurecidos por un genio excepcional de la poesía y el teatro: William Shakespeare (1564-1716). Su talento cubre todos los estilos: la comedia delicada y fantástica, las canciones, los poemas, pero sobre todo sus tragedias, algunas de las cuales son grandiosos frescos históricos en donde el autor juega con lo trágico y lo cómico como Caravaggio con la luz y la sombra. Macbeth, Hamlet, El Rey Lear, Romeo y Julieta, El mercader de Venecia, Otelo, Julio César son obras prodigiosas de conocimiento del espíritu humano y de agudeza en las situaciones.

En Francia tras un ensayista profundo y ávido de conocer, como Montaigne (1533-1592) que escribe unos Ensayos fruto de sus meditaciones, el teatro ofrece un autor de gran categoría: Corneille (1606-1684) autor sumergido totalmente en el apasionadoy complicado espíritu barroco, como se refleja en sus obras, la más clásica de las cuales es El Cid (1636). En Italia asistimos al nacimiento de la ópera, fusión de todos los géneros (música, danza, poesía, decoración, orquesta, coros), cuyo primer autor será Monteverdi (1567-1643). (Domingo J.Sánchez Zurro)


Novela picaresca:
Extensa obra de ficción, por lo general de carácter satírico, cuyo personaje principal es un individuo cínico y amoral (véase Novela). La novela picaresca narra una serie de incidentes o episodios de la vida del protagonista que se presentan en orden cronológico sin entremezclarse en una trama sólida. El género se originó en España a mediados del siglo XVI y tomó su nombre de la figura del pícaro. El primer ejemplo de novela picaresca español es el Lazarillo de Tormes (1554), de autor desconocido, la autobiografía de un pillo que sirve a diversos amos aprovechándose invariablemente de ellos. El principal ejemplo de la picaresca alemana es El aventurero Simplicissimus (1669), del escritor Hans Jakob Christoph von Grimmelshausen. En Francia cabe destacar Historia de Gil Blas de Santillana (4 volúmenes, 1715-1735), fruto de la pluma de Alain René Lesage, y en Inglaterra Moll Flanders, escrita por Daniel Defoe. En América Latina la obra que inicia el género novelesco es, precisamente, El Periquillo Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi, reflejo de la novela picaresca española. La novela picaresca es uno de los géneros más representativos, genuinos y populares de la literatura española y posteriormente derivó hacia la novela de aventuras o cuadros de costumbres. Utiliza el esquema tradicional de los libros o novelas de caballería, pero lo hace con una voluntad claramente desmitificadora, a partir de la crítica a la sociedad de la época. La estructura es un relato en primera persona de episodios o la vida del autor que vienen a justificar su situación final poco afortunada. Sin embargo, la novela picaresca no constituye un género claramente diferenciado, pues el propósito de sus autores es siempre distinto. Entre las principales obras del género cabe mencionar el Guzmán de Alfarache (1599), de Mateo Alemán, o la Historia del buscón llamado don Pablos (1626), de Francisco de Quevedo, donde la estructura autobiográfica cede en importancia ante la brillantez del lenguaje. Otros títulos y continuaciones de las obras maestras ya citadas son: La pícara Justina (1605), de Francisco López de Úbeda, La hija de la Celestina (1612), de Alonso Jerónimo de Salas, La vida del escudero Marcos de Obregón (1618), de Vicente Espinel y El siglo pitagórico (1644), de Antonio Enríquez Gómez. (Encarta)

Consecuencias de un sistema imperial en crisis:
La corona de los Austria españoles, el imperio donde no se ponía el sol, era, en realidad, un territorio sumido siempre en la oscuridad de la guerra. Con frentes a lo largo y ancho de todo el mundo recién descubierto, el costo de semejante esfuerzo militar superaba a los beneficios obtenidos. La monarquía española, además, no formaba un imperio cohesionado y feliz, sino una reunión de estados mal avenidos y peor administrados. Los impuestos aumentaron, la Corona se declaró en bancarrota repetidas veces, y la literatura del gran Imperio español —en una aguda ironía— produjo un nuevo género: la picaresca, la lucha diaria de los pobres para comer, como la del anónimo Lazarillo de Tormes (1554), y la no menos corrosiva Historia de la vida del Buscón, llamado Don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños, de Quevedo (1580-1645), escrita entre 1603 y 1608. De esta época, es una carta de Quevedo a un amigo residente en Holanda: «En vuestro país consumimos nuestros soldados y nuestro dinero; aquí nos consumimos a nosotros mismos». En lugar de grandes héroes, los escritores empezaron a hablar de gente corriente, cuya única proeza era seguir adelante y pasarlo bien, cuando podían. Muchos pintores, aunque debían retratar nobles y santos, también pintaron mendigos, cuyo número aumentaba en proporción inversa al de voluntarios para los Tercios. Eso sin contar la reducción de la población causada por la expulsión de los moriscos (1609-1614) y las bajas provocadas por las epidemias. El «oscuro-claro» de este Imperio coincidió, además, con las discordias religiosas y el surgimiento del protestantismo, frente al cual la monarquía española reforzó su cerrazón a través de la Contrarreforma. Las ideas del exterior quedaron prohibidas, y se exacerbó la falta de ideas doctrinarias. En 1625, todavía se dieron ciertas victorias militares, pero eran las últimas. Las derrotas se mezclaron con las sublevaciones de Cataluña, Portugal, Sicilia y Nápoles, en 1640. Era el principio del fin. A finales de aquel aciago siglo de oro, el médico Juan de Cabriada (1665-1714), lamentaba que los españoles «hayamos de ser, como salvajes, los últimos en recibir las innovaciones y el conocimiento poseído por el resto de Europa». Este médico atacó a los compañeros de profesión que todavía practicaban la sangría, y defendió novedades médicas como la utilización del antimonio y la quina. Aunque se le hubiera hecho caso, era demasiado tarde. El mal del Imperio ya no tenía remedio… Sobre la superioridad de la pintura cuenta Gaspar Gutiérrez de los Ríos en su Noticia general para la estimación de las artes (1600): Las historias pintadas […] bien se ve que vencen a las escritas en la facilidad y presteza de darse a entender […] se ven casi querer a un abrir y cerrar de ojos, y así aprovechan más: las otras requieren voluntad y espacio para leerlas y oírlas, lo cual se halla en pocas gentes, y mayormente en nuestra España, que tanto se aborrece leer. (Blázquez)

 

 

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