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Orígenes de las "dos culturas". Por Serafín G. León:
La fractura social y académica entre las "dos culturas", Ciencia y Humanidades, que CP Snow diagnosticara en 1959 en su célebre conferencia Rede de Cambridge, dista de haberse cerrado. Aunque tal vez el foso no es hoy tan ancho como en época del físico y novelista inglés, no puede todavía hablarse ni de lejos de un regreso a una unidad del conocimiento, a una integración de estas dos grandes esferas del saber humano. En efecto, a día de hoy continua habiendo no pocos desencuentros entre lo que llamamos Ciencia, es decir las ciencias naturales (física, química, biología y afines) identificada con planteamientos realistas, y las humanidades, en las que incluiríamos también a las ciencias sociales, y en las que dominan puntos de vista relativistas. Podemos decir que, al menos hasta ese XVII en el que suele datarse históricamente el comienzo de la revolución científica, no existía todavía ninguna fisura epistemológica entre dos tipos de saberes. Evidentemente, el saber estaba parcelado en disciplinas, pero formaban parte de un marco intelectual común. Así por ejemplo, lo que hoy llamamos Ciencia (la palabra científico no se acuña hasta 1840) se la llamaba entonces Filosofía Natural, y era considerada una rama, y más bien menor, del gran árbol de la Filosofía, la disciplina madre. Quizá no tanto como en la época medieval, pero en el XVI y XVII, la Teología, por ejemplo, gozaba todavía de un rango académico e intelectual superior al de la filosofía natural.

Siglo XVII: Orígenes de la ciencia moderna:
El cambio que iba a colocar a la Ciencia no solo como entidad autónoma sino en el centro mismo de la civilización humana, empezó a operarse en ese XVII, o tal vez en el siglo anterior. Galileo, Kepler o Newton serían algunos de los protagonistas. Isaac Newton (1642-1727) iba a dejar la Física convertida en un sistema de acabado perfectísimo, que parecía dar cuenta de todo fenómeno físico observable y que no se empezaría a cuestionar seriamente hasta finales del XIX, en los inicios de la revolución cuántica de Planck. El libro de Newton Principia Mathematica (Principios matemáticos de Filosofía Natural), publicado por primera vez en 1687, en latín, iba a convertirse en una autoridad tan rotunda como en otro tiempo las obras de Aristóteles. El método científico, un método muy riguroso de indagación del mundo natural, fue afinándose a lo largo del XVII y el XVIII, con los aportes fundamentales (Galileo y Newton aparte) de gentes como Descartes, con su Discurso del Método, o del empirista Francis Bacon. Lo que hoy llamamos Ciencia fue dibujando sus contornos con más y más precisión. El hombre europeo iba a salir al fin del laberinto especulativo de siglos pasados.

Una sola cultura (todavía):
Pero esta Filosofía Natural todavía era considerada, al menos hasta comienzos del siglo XIX, como parte de la Filosofía, del saber general. Aún no se había producido ninguna verdadera ruptura. Podríamos decir que cultura solo había una, y era la humanística. Y obras que hoy día forman parte de los clásicos de la historia de la ciencia, se consideraban parte del gran caudal literario (o filosófico) de la cultura. Así, un libro como el Discurso del Método de Descartes, podemos verlo hoy día como uno de los textos fundacionales de lo que más tarde iría conformándose como método científico, pero en el momento de su escritura (1637) era un texto de filosofía. Blaise Pascal, físico y matemático según lo vemos hoy, sin duda se veía a sí mismo en su XVII, como un filósofo o incluso un teólogo.

El siglo XVIII: la edad heroica:
Isaac Newton iba a dejar la Física convertida en un majestuoso edificio que no iba a empezar a resquebrajarse (y solo parcialmente) hasta la revolución cuántica que echó a andar en el período 1895-1900. El XVIII iba a constituirse como la edad heroica de la ciencia moderna. El arquetipo sería el acaudalado y sociofóbico Henry Cavendish (1731-1810), que hizo aportes fundamentales en Física y Química, simplemente por prurito intelectual. El clima de la Ilustración y su proyecto de “desencantar el mundo”, es decir eliminar toda idea de ente sobrenatural al margen del mundo físico, iba a consolidar a la nueva Ciencia como gran fuerza social.

Siglo XIX: Institucionalización de la Ciencia:
El siglo siguiente, el XIX, iba a ser no solo el del “bautismo” de la Ciencia y los científicos, sino de su fuerte institucionalización e impacto económico e industrial, sobre todo en la Alemania de la segunda mitad del siglo. Así, y en buena parte gracias a la Ciencia y la Tecnología, Alemania iba a convertirse en una potencia política y económica, en contraste con el pigmeo que había sido hasta entonces (segunda mitad del XIX) en todos los ámbitos, salvo en el cultural. El XIX iba a ser también el siglo de la Biología. La idea de la evolución de las especies fue anterior a Charles Darwin, ya que no dejaba de tener una fuerte lógica. Pero el biólogo inglés fue el que supo dar con el mecanismo de dicha evolución: la Selección Natural. La Selección Natural, la supervivencia de los más aptos, iba a tener un impacto increíble en la cultura occidental. El origen y diversidad de las criaturas podía explicarse de una manera mecánica, sin necesidad de intervenciones divinas, lo cual era un duro golpe a la Religión. Y además, la noción de supervivencia de los más aptos desbordaría la Biología e invadiría otras áreas, como la Sociedad o la Economía. La Ciencia aumentaba su vigor e influencia.

Siglo XX, la gran fisura intelectual:
A lo largo de la segunda mitad del XIX y la primera mitad del XX, iba a continuar ensanchándose la brecha entre las dos culturas, la ciencia y las humanidades. Los humanistas seguirían conservando la primacía entre las élites dirigentes y las clases altas. Y la química o la física a pesar de su importancia práctica y económica seguirían siendo saberes de segunda, sobre todo en Inglaterra. Allí, un alumno brillante sería enviado a Oxbridge a estudiar a los clásicos; sino no lo era tanto, se le invitaría a optar por las profesiones científico-técnicas. Esta mentalidad se mantuvo hasta muy avanzado el siglo XX. El primer toque de atención y un primer intento para superar la brecha llegaría en 1959 en Cambridge con la mencionada conferencia de CP Snow. (Serafín G. León)


Fusiones:
Desde que la literatura parece merodear en torno a las posiciones de la filosofía parece imposible un choque frontal entre los dos mundos, pues la literatura se ha encerrado en una fortaleza filosófica que puede sostenerse con perfecta autosuficiencia. En realidad, si pretendo que mi exposición pueda valer no sólo para el hoy, sino también para el mañana, tengo que incluir un elemento que he descuidado hasta ahora. Lo que estaba describiendo como un matrimonio de camas separadas debe verse como un ménage à trois: filosofía, literatura y ciencia. La ciencia se encuentra con problemas semejantes a los de la literatura; construye modelos del mundo que continuamente son puestos en cuestión, alternando el método inductivo con el deductivo, tratando siempre de estar sobre aviso para no tomar por leyes objetivas sus propias convenciones lingüísticas. Sólo habrá una cultura a la altura de la situación cuando la problemática de la ciencia, la de la filosofía y la de la literatura se pongan en crisis continua y recíprocamente. En espera de ese momento sólo nos queda detenernos sobre los ejemplos que tenemos a nuestra disposición de una literatura que respira filosofía y ciencia, pero manteniendo las distancias, disolviendo con un ligero soplo tanto las abstracciones teóricas como la aparente concreción de la realidad. Me refiero aquí a esa extraordinaria e indefinible parte de la imaginación humana de la que han salido las obras de Lewis Carroll, de Queneau y de Borges. Pero antes debo hacer constar un simple hecho sobre el que no pretendo construir ninguna conclusión general: mientras que la relación entre literatura y religión, desde Esquilo a Dostoievski se establece bajo el signo de la tragedia, la relación con la filosofía se hace explícita por primera vez en la comedia de Aristófanes y seguirá actuando tras el escudo de la comicidad, de la ironía y del humor. No en vano los que en el siglo XVIII se llamaron contes philosophiques no eran en realidad más que alegres venganzas contra la filosofía llevadas a cabo a través de la imaginación literaria. (Italo Calvino)


Intereses divergentes de Newton:
En 1936, la casa de subastas Sotheby’s vendió en Londres una colección de documentos de sir Isaac Newton, el gran físico y filósofo natural británico, que la Universidad de Cambridge había considerado «sin valor científico» unos cincuenta años antes, cuando la colección le había sido ofrecida. Los documentos, en su mayoría manuscritos y cuadernos de notas, fueron comprados luego por otro hombre de Cambridge, el distinguido economista John Maynard Keynes (más tarde lord Keynes), quien, tras dedicar varios años a su estudio, pronunció una conferencia sobre ellos en el club de la Royal Society en Londres. En 1942, en medio de la segunda guerra mundial, Keynes presentó a sus oyentes una visión completamente nueva del «científico más renombrado y exaltado de la historia». «Desde el siglo XVIII», dijo Keynes, «Newton ha sido considerado el primero y más grande de los científicos de la era moderna, un racionalista, alguien que nos enseñó a pensar de acuerdo con los dictados de la razón fría y carente de emoción. Yo ya no puedo verlo bajo esa luz. Y no creo que pueda hacerlo nadie que haya estudiado con detenimiento los documentos contenidos en esa caja que guardó al partir de Cambridge en 1696 y que, pese a haber sido en parte dispersados, han llegado hasta nosotros. Newton no fue el primer hombre de la Edad de la Razón, fue el último de los magos, el último de los babilonios y de los sumerios, la última gran mente que contempló el mundo visible e intelectual con los mismos ojos que lo hicieron quienes empezaron a construir nuestra herencia cultural hace casi diez mil años». Newton todavía es conocido principalmente como el hombre que dio origen a la noción moderna de que el universo se mantiene unido gracias a la acción de la gravedad. No obstante, en las décadas transcurridas desde que Keynes se dirigió a la Royal Society, hemos asistido al surgimiento de un Newton nuevo y muy diferente: un hombre que pasó años involucrado con el oscuro mundo de la alquimia, entregado a la búsqueda ocultista de la piedra filosofal, y que estudió la cronología de la Biblia convencido de que ésta le permitiría predecir el apocalipsis que estaba por venir. Un estudioso cuasimístico, fascinado por los rosacruces, la astrología y la numerología, que creía que Moisés conocía la doctrina heliocéntrica de Copérnico y su propia teoría de la gravedad. Una generación después de la aparición de su famoso libro Principia Mathematica, Newton aún se esforzaba por descubrir la forma exacta del Templo de Salomón, al que consideraba «la mejor guía para conocer la topografía de los cielos». Y acaso lo más sorprendente de todo sea que los estudios más recientes sugieren que los descubrimientos científicos de Newton que cambiaron el mundo podrían no haber sido realizados nunca de no ser por sus investigaciones alquímicas. La paradoja de Newton es una útil advertencia para el comienzo de este libro. Podría esperarse que una historia de las ideas mostrara la tranquila evolución del desarrollo intelectual de la humanidad, desde las nociones primitivas de la Edad de Piedra, al origen de las grandes religiones del mundo, al florecimiento sin precedente de las artes en el Renacimiento, al nacimiento de la ciencia moderna, la revolución industrial y los increíbles conocimientos sobre la evolución y los prodigios tecnológicos que caracterizan nuestra propia época y con los que tan familiarizados estamos y de los que tanto dependemos. No obstante, la carrera del gran científico inglés nos recuerda que la situación es mucho más compleja. A lo largo de los siglos el desarrollo y el progreso han sido, por lo general, constantes, pero ello no significa que siempre haya ocurrido así: la historia ha sido testigo de cómo ciertos países y civilizaciones brillan durante un tiempo para luego, por una razón u otra, eclipsarse. La historia intelectual está muy lejos de ser una línea recta, y esto es parte de su atractivo. (Peter Watson)

 

 

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