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Dickens: Silencio sobre la lucha de clases:
Dickens es uno de los escritores de mayor éxito de todos los tiempos y quizá el gran escritor más popular de la Edad Moderna. Es, de todas maneras, el único verdadero escritor desde el romanticismo cuya obra no brota de la oposición a su época, ni de una tensión con su ambiente, sino que coincide absolutamente con las exigencias de su público. Disfruta de una popularidad de la que no hay paralelo desde Shakespeare y que está próxima a la idea que nos formamos de la popularidad de los antiguos mimos y juglares. Dickens debe la totalidad e integridad de su visión del mundo al hecho de que no necesita hacer concesiones cuando habla a su público, de que tiene un horizonte mental exactamente tan estrecho, un gusto exactamente tan vulgar y una imaginación en realidad tan ingenua, aunque incomparablemente más rica, que sus lectores. Chesterton observa muy justamente que, a diferencia de Dickens, los escritores populares de nuestro tiempo siempre tienen el sentimiento de que han de descender hasta su público. Entre ellos y sus lectores existe un abismo igualmente penoso, aunque constituido de modo distinto y fundamentado mucho menos profundamente que el que existe entre los grandes escritores y el público medio de la época. Pero tal hiato no existe en Dickens. No es sólo el creador de la más amplia galería de figuras que penetraron nunca en la conciencia general y poblaron el mundo imaginario del publico inglés, sino que su íntima relación con tales figuras es la misma que la de su público. Los favoritos de sus lectores son sus propios favoritos, y habla de la pequeña Nell o del pequeño Dombey con los mismos sentimientos y en el mismo tono que el más inocente tenderillo o la solterona más simple.
La serie de triunfos comenzó para Dickens con su primera obra larga, Los documentos póstumos del club Pickwick, de los que se vendían 40.000 ejemplares en entregas en separata a partir del decimoquinto número. Este éxito decidió el estilo de comercio de librería en que había de desenvolverse la novela inglesa en el cuarto de siglo siguiente. El poder de atracción del autor, que se había convertido en famoso de pronto, nunca se debilitó a lo largo de su carrera. La gente siempre estaba ansiosa de más, y él trabajaba casi tan febrilmente y sin aliento como Balzac para hacer frente a la enorme demanda. Ambos colosos se corresponden; son exponentes de la misma prosperidad literaria, surten al mismo público hambriento de libros que, después de las agitaciones de una época llena de inquietud revolucionaria y de desilusiones, busca en el mundo ficticio de la novela un sustituto de la realidad, un puesto de señales en el caos de la vida, en compensación por las ilusiones perdidas. Pero Dickens penetra en círculos más amplios que Balzac. Con ayuda de las entregas mensuales baratas gana para la literatura a una clase complementaria nueva, una clase de gente que nunca había leído novelas antes y junto a la cual los lectores de la antigua literatura novelística parecen otros tantos espíritus selectos. Una mujer dedicada a las faenas domésticas cuenta cómo donde ella vivía la gente se reunía el primer lunes de cada mes en casa de un vendedor de rapé y tomaba té a cambio de una pequeña suma; después del té el dueño leía en voz alta la última entrega de Dombey y todos los parroquianos de la casa eran admitidos a la lectura sin pagar nada. Dickens era un proveedor de novelas ligeras para las masas, el continuador del viejo «hombre del saco» y el inventor de la moderna novela «terrorífica», es decir el autor de libros que, aparte de su calidad literaria, correspondían en todos los aspectos a nuestros best-sellers. Pero sería injusto suponer que escribió sus novelas meramente para las masas sin educar o educadas a medias; una sección de la alta burguesía, e incluso de la intelectualidad, formaba parte de su público entusiasta. Sus novelas eran la literatura de actualidad, del mismo modo que el cine es el «arte contemporáneo» de nuestra época, y tiene, incluso para gente que está perfectamente convencida de sus imperfecciones artísticas, el valor inestimable de ser una forma viva, preñada de futuro.
Desde sus mismos comienzos, Dickens fue el representante del nuevo tipo de literatura progresista tanto artística como ideológicamente; suscitó interés incluso cuando no agradaba, e incluso cuando la gente encontraba que su evangelio social era todo menos agradable, hallaba entretenidas sus novelas. Era, de todas maneras, posible separar su filosofía artística de su filosofía política. Tronaba con inflamadas palabras contra los pecados de la sociedad, la falta de corazón y el egoísmo de los ricos, la dureza y la incomprensión de la ley, el trato cruel a los niños, las condiciones inhumanas en las cárceles, fábricas y escuelas, en resumen, contra la falta de consideración al individuo que es propia de todos los organismos institucionales. Sus acusaciones resonaron en todos los oídos y llenaron todos los corazones del sentimiento incómodo de una injusticia de la que era culpable el conjunto de la sociedad. Pero el grito de alarma y la satisfacción que siempre acompaña después de un buen clamor no condujo a nada tangible. El mensaje social del autor quedó políticamente infructuoso, e incluso artísticamente su filantropía produjo frutos muy mezclados. Profundizó su penetración llena de simpatía en la psicología de sus caracteres, pero produjo al mismo tiempo un sentimentalismo que ponía a su visión en peligro de nublarse. Su benevolencia sin crítica, su cheeryblism, su confianza en la capacidad de la caridad privada y en la amabilidad del corazón de la clase pudiente para reparar los defectos de la sociedad, surgían, en último análisis, de su vaga conciencia social, de su posición indecisa entre las clases, como pequeñoburgués. Nunca fue capaz de sobreponerse a la impresión de haber sido arrojado en su juventud de las filas de la burguesía y haber llegado al borde del proletariado; siempre sintió que había caído en la escala social, o, mejor, que estuvo en peligro de caer. Era un filántropo radical, un amigo del pueblo de mentalidad liberal, un adversario apasionado del conservadurismo, pero en modo alguno fue socialista ni revolucionario; a lo sumo, un pequeño burgués en rebeldía, una víctima de una humillación que nunca olvidó, la que se le había inferido en su juventud. Siguió siendo toda su vida un pequeñoburgués que se imaginaba hallarse en la necesidad de protegerse a sí mismo no sólo contra un peligro desde arriba, sino también desde abajo. Sentía y pensaba como un pequeñoburgués, y sus ideales eran los de la pequeña burguesía. Consideraba que el trabajo, la perseverancia, la economía, el ascenso a la seguridad, la falta de preocupaciones y la respetabilidad formaban la verdadera sustancia de la vida. Pensaba que la felicidad consistía en un estado de modesta prosperidad, en el idilio de una existencia protegida del mundo exterior hostil, en el círculo familiar, en la comodidad defendida de una habitación bien caldeada, de un gabinete cómodo o de la diligencia que lleva a sus pasajeros a un destino seguro.
Contemporización con la explotación capitalista:
Dickens entiende completamente al revés el sentido de la lucha entre el capital y el trabajo; sencillamente, no comprende que se enfrenten dos fuerzas mutuamente inconciliables, y que no está en la buena voluntad del individuo atenuar la lucha. La verdad evangélica de que el hombre no sólo vive de pan produce en una novela que describe la lucha del proletariado por el pan cotidiano un efecto que no tiene nada de convincente. Pero Dickens no puede desligarse de su infantil fe en la conciliabilidad de las clases. Se acuna en la ilusión de que los sentimientos patriarcales y filantrópicos en una de las partes, y una conducta paciente y sacrificada en la otra, podrían asegurar la paz social. Predica la renuncia a la fuerza porque tiene por mayor mal la agitación y la revolución que la sumisión y la explotación. Si una frase tan dura como la conocida «mejor injusticia que desorden» no la dijo nunca, era sólo porque era menos valiente y mucho menos claro consigo mismo que Goethe. Transformó el egoísmo sano y nada sentimental de la antigua burguesía en una filosofía de navidad, adulterada y dulzona, que Taine caracteriza del mejor modo: «Sed buenos y amaos; el sentimiento del corazón es la única alegría verdadera… Dejad la ciencia a los sabios, el orgullo a los elegantes, el lujo a los ricos…». Dickens no sabía cuán duro era el núcleo de este mensaje de amor y cuán caro les hubiera resultado a los débiles atenerse a su paz. Pero él lo presentía, y las íntimas contradicciones de su mentalidad se reflejan de modo innegable en las graves alteraciones neuróticas que le aquejaban. El mundo de este apóstol de la paz no era en modo alguno un mundo pacífico e inofensivo. Su beato sentimentalismo es muchas veces sólo la máscara de una terrible crueldad, su humor es una sonrisa entre lágrimas, su buen humor lucha con una larvada angustia ante la vida; bajo los rasgos de sus figuras bonachonas se oculta una mueca, su decencia burguesa linda continuamente con la criminalidad, el escenario de su viejo mundo al modo tradicional es una trastera tenebrosa, su terrible vitalidad, su alegría de la vida están a la sombra de la muerte, y su naturalismo es una alucinación febril. Se descubre que este Victoriano aparentemente tan decente, correcto y respetable es un surrealista desesperado, aquejado de sueños angustiosos.
Naturalismo y rechazo de intelectuales:
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