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Dickens: Silencio sobre la lucha de clases:
Dickens, cuyos éxitos significaban también el triunfo del nuevo método de publicación, disfruta de todas las ventajas y sufre todos los inconvenientes que van unidos a la democratización del consumo literario. El constante contacto con amplias masas de público le ayuda a encontrar un estilo que es popular en el mejor sentido de la palabra. Dickens es uno de los poquísimos artistas que son no sólo grandes y populares, ni solamente grandes aunque populares, sino grandes porque son populares. A la lealtad de su público y al sentimiento de seguridad que el afecto de sus lectores le inspira debe su gran estilo épico, la llaneza de su lenguaje y aquel modo de crear espontáneo, sin problemas, casi enteramente sin arte, que carece por completo de paralelos en el siglo XIX. Por otro lado, su popularidad sólo en parte explica su grandeza de escritor, porque Alexandre Dumas y Eugène Sue son exactamente tan populares como él, sin ser grandes en ningún sentido. Y su grandeza explica aún menos su popularidad, porque Balzac es incomparablemente más grande, y también más vulgar, y, sin embargo, tiene mucho menos éxito, aunque produce sus obras en condiciones exteriormente semejantes por completo. Los inconvenientes que la popularidad tenía para Dickens son mucho más fáciles de explicar. La fidelidad a sus lectores, la solidaridad intelectual con las grandes masas de seguidores ingenuos, y el deseo de mantener el tono afectivo de esta relación producen en él la creencia en el valor artístico absoluto de los métodos que se acomodan bien con las masas de inclinaciones sentimentales y, en consecuencia, también una creencia en el instinto infalible y en la pureza de corazón que late al unísono en el gran público. Nunca habría él admitido que la calidad artística de una obra está muchas veces en relación inversa al número de personas que se sienten conmovidas por ella. Hay ciertos medios por los cuales todos podemos ser conmovidos hasta las lágrimas, aunque después nos avergoncemos de no haber resistido a la «universalmente humana» llamada de ellos. Pero nosotros no derramamos lágrimas sobre el destino de héroes de Homero, Sófocles, Shakespeare, Corneille, Racine, Voltaire, Fielding, Jane Austen y Stendhal, mientras que al leer a Dickens sentimos las mismas emociones vacías y complacientes con que reaccionamos ante las películas de hoy.

Dickens es uno de los escritores de mayor éxito de todos los tiempos y quizá el gran escritor más popular de la Edad Moderna. Es, de todas maneras, el único verdadero escritor desde el romanticismo cuya obra no brota de la oposición a su época, ni de una tensión con su ambiente, sino que coincide absolutamente con las exigencias de su público. Disfruta de una popularidad de la que no hay paralelo desde Shakespeare y que está próxima a la idea que nos formamos de la popularidad de los antiguos mimos y juglares. Dickens debe la totalidad e integridad de su visión del mundo al hecho de que no necesita hacer concesiones cuando habla a su público, de que tiene un horizonte mental exactamente tan estrecho, un gusto exactamente tan vulgar y una imaginación en realidad tan ingenua, aunque incomparablemente más rica, que sus lectores. Chesterton observa muy justamente que, a diferencia de Dickens, los escritores populares de nuestro tiempo siempre tienen el sentimiento de que han de descender hasta su público. Entre ellos y sus lectores existe un abismo igualmente penoso, aunque constituido de modo distinto y fundamentado mucho menos profundamente que el que existe entre los grandes escritores y el público medio de la época. Pero tal hiato no existe en Dickens. No es sólo el creador de la más amplia galería de figuras que penetraron nunca en la conciencia general y poblaron el mundo imaginario del publico inglés, sino que su íntima relación con tales figuras es la misma que la de su público. Los favoritos de sus lectores son sus propios favoritos, y habla de la pequeña Nell o del pequeño Dombey con los mismos sentimientos y en el mismo tono que el más inocente tenderillo o la solterona más simple.

La serie de triunfos comenzó para Dickens con su primera obra larga, Los documentos póstumos del club Pickwick, de los que se vendían 40.000 ejemplares en entregas en separata a partir del decimoquinto número. Este éxito decidió el estilo de comercio de librería en que había de desenvolverse la novela inglesa en el cuarto de siglo siguiente. El poder de atracción del autor, que se había convertido en famoso de pronto, nunca se debilitó a lo largo de su carrera. La gente siempre estaba ansiosa de más, y él trabajaba casi tan febrilmente y sin aliento como Balzac para hacer frente a la enorme demanda. Ambos colosos se corresponden; son exponentes de la misma prosperidad literaria, surten al mismo público hambriento de libros que, después de las agitaciones de una época llena de inquietud revolucionaria y de desilusiones, busca en el mundo ficticio de la novela un sustituto de la realidad, un puesto de señales en el caos de la vida, en compensación por las ilusiones perdidas. Pero Dickens penetra en círculos más amplios que Balzac. Con ayuda de las entregas mensuales baratas gana para la literatura a una clase complementaria nueva, una clase de gente que nunca había leído novelas antes y junto a la cual los lectores de la antigua literatura novelística parecen otros tantos espíritus selectos. Una mujer dedicada a las faenas domésticas cuenta cómo donde ella vivía la gente se reunía el primer lunes de cada mes en casa de un vendedor de rapé y tomaba té a cambio de una pequeña suma; después del té el dueño leía en voz alta la última entrega de Dombey y todos los parroquianos de la casa eran admitidos a la lectura sin pagar nada. Dickens era un proveedor de novelas ligeras para las masas, el continuador del viejo «hombre del saco» y el inventor de la moderna novela «terrorífica», es decir el autor de libros que, aparte de su calidad literaria, correspondían en todos los aspectos a nuestros best-sellers. Pero sería injusto suponer que escribió sus novelas meramente para las masas sin educar o educadas a medias; una sección de la alta burguesía, e incluso de la intelectualidad, formaba parte de su público entusiasta. Sus novelas eran la literatura de actualidad, del mismo modo que el cine es el «arte contemporáneo» de nuestra época, y tiene, incluso para gente que está perfectamente convencida de sus imperfecciones artísticas, el valor inestimable de ser una forma viva, preñada de futuro.

Desde sus mismos comienzos, Dickens fue el representante del nuevo tipo de literatura progresista tanto artística como ideológicamente; suscitó interés incluso cuando no agradaba, e incluso cuando la gente encontraba que su evangelio social era todo menos agradable, hallaba entretenidas sus novelas. Era, de todas maneras, posible separar su filosofía artística de su filosofía política. Tronaba con inflamadas palabras contra los pecados de la sociedad, la falta de corazón y el egoísmo de los ricos, la dureza y la incomprensión de la ley, el trato cruel a los niños, las condiciones inhumanas en las cárceles, fábricas y escuelas, en resumen, contra la falta de consideración al individuo que es propia de todos los organismos institucionales. Sus acusaciones resonaron en todos los oídos y llenaron todos los corazones del sentimiento incómodo de una injusticia de la que era culpable el conjunto de la sociedad. Pero el grito de alarma y la satisfacción que siempre acompaña después de un buen clamor no condujo a nada tangible. El mensaje social del autor quedó políticamente infructuoso, e incluso artísticamente su filantropía produjo frutos muy mezclados. Profundizó su penetración llena de simpatía en la psicología de sus caracteres, pero produjo al mismo tiempo un sentimentalismo que ponía a su visión en peligro de nublarse. Su benevolencia sin crítica, su cheeryblism, su confianza en la capacidad de la caridad privada y en la amabilidad del corazón de la clase pudiente para reparar los defectos de la sociedad, surgían, en último análisis, de su vaga conciencia social, de su posición indecisa entre las clases, como pequeñoburgués. Nunca fue capaz de sobreponerse a la impresión de haber sido arrojado en su juventud de las filas de la burguesía y haber llegado al borde del proletariado; siempre sintió que había caído en la escala social, o, mejor, que estuvo en peligro de caer. Era un filántropo radical, un amigo del pueblo de mentalidad liberal, un adversario apasionado del conservadurismo, pero en modo alguno fue socialista ni revolucionario; a lo sumo, un pequeño burgués en rebeldía, una víctima de una humillación que nunca olvidó, la que se le había inferido en su juventud. Siguió siendo toda su vida un pequeñoburgués que se imaginaba hallarse en la necesidad de protegerse a sí mismo no sólo contra un peligro desde arriba, sino también desde abajo. Sentía y pensaba como un pequeñoburgués, y sus ideales eran los de la pequeña burguesía. Consideraba que el trabajo, la perseverancia, la economía, el ascenso a la seguridad, la falta de preocupaciones y la respetabilidad formaban la verdadera sustancia de la vida. Pensaba que la felicidad consistía en un estado de modesta prosperidad, en el idilio de una existencia protegida del mundo exterior hostil, en el círculo familiar, en la comodidad defendida de una habitación bien caldeada, de un gabinete cómodo o de la diligencia que lleva a sus pasajeros a un destino seguro.

Contemporización con la explotación capitalista:
Dickens es incapaz de superar las contradicciones internas de su ideología social. Por una parte, lanza las acusaciones más amargas contra la sociedad; por otra, sin embargo, subestima la extensión de los males sociales, porque rehúsa admitirlos. Realmente sigue manteniéndose aferrado al principio de «todo para el pueblo, pero sin el pueblo», porque es incapaz de librarse del prejuicio de que el pueblo es incapaz de gobernar. Teme al «populacho» e identifica al «pueblo», en el sentido ideal del término, con la clase media. Flaubert, Maupassant y los Goncourt son, a pesar de su conservadurismo, rebeldes indomables, mientras que, en contra de su progresismo político y de su oposición a la situación existente, Dickens es un pacífico burgués que acepta las premisas del sistema capitalista vigente sin ponerlas en discusión. Conoce sólo las cargas y las reclamaciones de la pequeña burguesía y lucha sólo contra males que pueden ser remediados sin conmover los cimientos de la sociedad burguesa. De la situación del proletariado, de la vida en las grandes ciudades industriales, él apenas sabe nada, y del movimiento de los trabajadores tiene ideas completamente torcidas. Le preocupa sólo el destino del taller, de los pequeños maestros y obreros, de los ayudantes y aprendices. Las exigencias de los obreros, la fuerza siempre creciente del futuro, sólo le producen miedo. Las conquistas técnicas de su tiempo no le interesan especialmente, y el romanticismo con que se mantiene adherido a las venerables formas de vida de antaño es mucho más espontáneo y profundo que el entusiasmo de Carlyle y Ruskin por la Edad Media con sus monasterios y gremios. Junto a la visión del mundo de un habitante de gran ciudad, amante de la novedad, de un tecnicista, que Balzac tenía, todo esto produce el efecto de un provincianismo cobarde y de un pensar perezoso. En las obras de su época tardía, especialmente en Tiempos difíciles, se puede observar, sin embargo, una cierta ampliación del círculo de ideas: la ciudad industrial entra como problema en su mundo intelectual y discute con creciente interés el destino del proletariado industrial como clase. Pero ¡cuán insuficiente es todavía la imagen que se hace de la estructura interna del capitalismo, cuán ingenua y llena de prejuicios es su opinión acerca de los objetivos del movimiento obrerista, cuán pequeñoburgués es su juicio de que la agitación socialista no es más que demagogia, y la consigna de huelga nada más que una exacción!. La simpatía del autor va hacia el honrado Stephen Blackpool, que no toma parte en la huelga, y por una fidelidad atávica y perruna siente una solidaridad insobornable, aunque fuertemente velada, con su patrón. La «moral de perro» desempeña en Dickens un gran papel. Cuanto más alejada está una actitud de la posición intelectual madura y crítica de un hombre de espíritu, tanto mayor comprensión y simpatía le brinda. Las gentes incultas y sencillas quedan siempre más cerca de él que las ilustradas, y los niños más cerca que los adultos.

Dickens entiende completamente al revés el sentido de la lucha entre el capital y el trabajo; sencillamente, no comprende que se enfrenten dos fuerzas mutuamente inconciliables, y que no está en la buena voluntad del individuo atenuar la lucha. La verdad evangélica de que el hombre no sólo vive de pan produce en una novela que describe la lucha del proletariado por el pan cotidiano un efecto que no tiene nada de convincente. Pero Dickens no puede desligarse de su infantil fe en la conciliabilidad de las clases. Se acuna en la ilusión de que los sentimientos patriarcales y filantrópicos en una de las partes, y una conducta paciente y sacrificada en la otra, podrían asegurar la paz social. Predica la renuncia a la fuerza porque tiene por mayor mal la agitación y la revolución que la sumisión y la explotación. Si una frase tan dura como la conocida «mejor injusticia que desorden» no la dijo nunca, era sólo porque era menos valiente y mucho menos claro consigo mismo que Goethe. Transformó el egoísmo sano y nada sentimental de la antigua burguesía en una filosofía de navidad, adulterada y dulzona, que Taine caracteriza del mejor modo: «Sed buenos y amaos; el sentimiento del corazón es la única alegría verdadera… Dejad la ciencia a los sabios, el orgullo a los elegantes, el lujo a los ricos…». Dickens no sabía cuán duro era el núcleo de este mensaje de amor y cuán caro les hubiera resultado a los débiles atenerse a su paz. Pero él lo presentía, y las íntimas contradicciones de su mentalidad se reflejan de modo innegable en las graves alteraciones neuróticas que le aquejaban. El mundo de este apóstol de la paz no era en modo alguno un mundo pacífico e inofensivo. Su beato sentimentalismo es muchas veces sólo la máscara de una terrible crueldad, su humor es una sonrisa entre lágrimas, su buen humor lucha con una larvada angustia ante la vida; bajo los rasgos de sus figuras bonachonas se oculta una mueca, su decencia burguesa linda continuamente con la criminalidad, el escenario de su viejo mundo al modo tradicional es una trastera tenebrosa, su terrible vitalidad, su alegría de la vida están a la sombra de la muerte, y su naturalismo es una alucinación febril. Se descubre que este Victoriano aparentemente tan decente, correcto y respetable es un surrealista desesperado, aquejado de sueños angustiosos.

Naturalismo y rechazo de intelectuales:
Dickens es no sólo un representante de la vida real y del naturalismo en el arte, no sólo un perfecto maestro de los petits faits vrais, sino precisamente el artista al que la literatura inglesa debe los más importantes logros naturalistas. Toda la novela inglesa moderna ha sacado de él su arte de describir el ambiente, de dibujar los retratos, de llevar el diálogo. Pero, en realidad, todas las figuras de este naturalismo son caricaturas, todos los rasgos de la vida están en él agudizados, aumentados de dimensión, exagerados, todo se convierte en un fantástico juego de sombras y retablo de titiritero, todo se transforma en relaciones y situaciones estilizadas y estereotipadas hasta llegar a la simplicidad del melodrama. Sus más amables figuras son locos rematados; sus más inofensivos pequeñoburgueses, raros imposibles, monomaniacos, duendes; sus ambientes más cuidadosamente dibujados son como bastidores de óperas románticas, y todo su naturalismo produce a menudo sólo la actitud y estridencia de visiones de sueño. Los peores absurdos de Balzac producen un efecto más lógico que muchas de sus visiones. Las represiones y compromisos Victorianos engendran en él un estilo completamente desigual, indómito, «neurótico». Pero las neurosis no son siempre absolutamente complicadas, y Dickens en realidad no tenía en sí nada de complicado y diferenciado. Fue no sólo uno de los más incultos escritores ingleses, no sólo tan ignorante y tan iletrado como, por ejemplo, Richardson o Jane Austen, sino, a diferencia de esta última, que era ingenua y en muchos aspectos obtusa, un niño grande, que era insensible a los más profundos problemas de la vida. No tenía en sí nada de intelectual, y tampoco pensaba nada en los intelectuales. Si alguna vez describía a un artista o pensador, se reía de él. Frente al arte adoptaba la postura hostil del puritano, y la acentuaba todavía con la opinión sin espíritu y antiartística del burgués práctico; lo consideraba en realidad como algo superfluo y aun lamentable. Su oposición al espíritu era peor que burguesa, era pequeñoburguesa y filistea. Negaba toda comunidad con artistas, poetas y semejantes fanfarrones, como si quisiera con ello atestiguar la solidaridad con su público. (Arnold Hauser, 1951)

 

 

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