Bienestar: Recortes             

 

Poder conservador y bienestar en España:
[Causas políticas de la recesión] Cuáles son las características de los países periféricos de la eurozona que tienen hoy mayores dificultades en recuperarse y salir de la crisis económica, en la cual se encuentran sumergidos desde hace ya más de tres años? Para responder a esta pregunta hay que entender qué tienen en común estos países denominados despectivamente PIGS (cerdos): Portugal, Irlanda, Grecia y España. Y la respuesta es fácil de ver: todos ellos han sufrido gobiernos totalitarios o autoritarios de extrema derecha o profundamente conservadores durante muchos años. En estos países, las fuerzas conservadoras han sido, durante gran parte del siglo XX, las fuerzas dominantes en su vida económica y política.

España es un ejemplo de ello. Durante 40 años estuvo gobernada por una dictadura ultraderechista que se caracterizó por una enorme represión (por cada asesinato político que cometió Mussolini, Franco cometió 10.000) y por una escasísima sensibilidad social. Tal dictadura (que fue principalmente de una clase dominante contra la clase trabajadora y otros componentes de las clases populares) terminó en 1978, tras una Transición inmodélica de una dictadura a una democracia muy incompleta. Tal Transición se hizo bajo el dominio de las fuerzas conservadoras que controlaban los principales aparatos del Estado, las cuales continuaron teniendo una gran influencia sobre las políticas económicas, fiscales y judiciales del Estado. Hay muchos ejemplos de ello. En ningún país de Europa, por ejemplo, sería concebible que un juez fuera sancionado por el Tribunal Supremo por querer juzgar los crímenes realizados por la dictadura que precedió a la democracia. Y en ningún otro país de la UE-15 los ingresos al Estado son tan bajos como en España; sólo el 34% del PIB, comparado con el 44% en la UE-15 y el 54% en Suecia. El Estado español es pobre (parte de las rigideces del Estado se basan en su pobreza) y muy poco redistributivo. En realidad, es el menos redistributivo de la UE-15. Y es de los que tratan más favorablemente las rentas del capital y las rentas superiores del país. Esto ocurre también en mayor o menor grado en los otros países PIGS. Esta pobreza del Estado tiene muchas consecuencias. Una de ellas es el subdesarrollo de sus estados del bienestar. Cuando el dictador murió, España tenía, de mucho, el gasto público social más bajo de la Europa que pasaría a ser la Unión Europea. Mucho se ha hecho desde entonces. Pero España continúa teniendo el gasto público social por habitante más bajo de la UE-15, es decir, España es el país que se gasta menos per cápita en sanidad, educación, servicios sociales, vivienda social, ayuda a las familias, escuelas de infancia, servicios domiciliarios y servicios de prevención de la exclusión social. Definir a estos países como exuberantes en su gasto público, como sostienen las tesis neoliberales, es una falsedad fácilmente demostrable mirando los datos. Mírese como se mire, España y aquellos otros países PIGS están a la cola de la Europa social. El porcentaje de la población adulta que trabaja en los servicios públicos del Estado del bienestar español (sanidad, educación y servicios sociales entre otros) representa sólo 9%, el porcentaje más bajo de la UE-15 (cuyo promedio es del 15%).

Pero otra consecuencia de la pobreza del Estado es su endeudamiento. Si el Estado español ingresara lo que ingresa el promedio de la UE-15, necesitaría endeudarse mucho menos. Así, si España, en lugar de haber sido gobernada durante 40 años por una dictadura ultraconservadora y 30 años por un Estado en que las fuerzas conservadoras han continuado siendo muy poderosas, hubiera estado gobernada durante la mayoría de este periodo (1939-2010) por las izquierdas –como lo ha sido, por ejemplo, Suecia– el Estado español (tanto central, como autonómico) ingresaría hoy 200.000 millones de euros más de los que ingresa, permitiendo un Estado del bienestar mucho más desarrollado. El Estado emplearía a 4.851.854 trabajadores más de los que hay actualmente en los servicios del Estado del bienestar (aplicando los porcentajes de impuestos, gasto público y empleo público de Suecia a España), con lo cual habría desaparecido el desempleo, que es de más de cuatro millones. En realidad, el elevado desempleo en España se debe, en gran parte, a la escasa oferta de empleo público, causado por un escaso gasto público, resultado de una política fiscal regresiva. Pero lo que es incluso más importante es que estos casi cinco millones de nuevos empleos habrían resuelto el enorme problema de la escasa recuperación económica como consecuencia de la insuficiente demanda. Es esta escasa demanda (resultado del elevado desempleo) lo que mantiene estancada a la economía española y dificulta la reducción del déficit. Otros países como Brasil y Argentina han mostrado que la mejor manera de reducir el déficit es mediante el crecimiento económico, resultado de un estímulo de gasto público dedicado a crear empleo. Y así se lo aconsejó Lula al presidente de Portugal. España tiene los recursos para crear tal empleo. Lo que ocurre es que el Estado (tanto central, como autonómico) no los recoge. Y ahí está el problema. El enorme dominio que las fuerzas conservadoras tienen en España explica que el Estado español responda a la crisis con reducción del gasto público, en lugar del crecimiento de tal gasto y empleo público, financiado por una mayor carga fiscal de aquellos que se beneficiaron más de las políticas neoliberales impuestas estos últimos años. Esta es la realidad, raramente discutida y analizada en los foros económicos y financieros del país, donde se genera y reproduce la sabiduría convencional, promovida en los mayores medios de información y persuasión. (Vicenç Navarro, 28/04/2011)

Maldita competitividad:
El hasta ahora llamado Pacto por la competitividad acaba de ser rebautizado como Pacto por el Euro, pero el contenido es el mismo. No pretende hacer más productivas las economías, sino tan sólo más competitivas. La competitividad no es como la productividad; es un concepto relativo. Se refiere siempre a otro. Competir es cosa al menos de dos. Todos los países pueden hacerse al mismo tiempo más productivos (producir más cosas con idénticos medios, u obtener lo mismo con menores recursos), pero todos no pueden hacerse a la vez más competitivos. Un país gana competitividad a condición de que otros la pierdan. La competitividad no tiende a hacer más grande el pastel, tan sólo a quitarle un trozo al vecino. De ahí la enorme contradicción de Merkel. La estrategia de imponer a los países miembros su política antisocial –salarios más reducidos, menores pensiones, peores servicios públicos, etc.– difícilmente tendrá otro efecto desde el punto de vista del conjunto de la Eurozona que redistribuir la renta en contra de los trabajadores y a favor del capital. No hará a las economías más competitivas. Primero porque no hay garantía de que los menores costes se trasladen a los precios y, en todo caso, porque si todos los países aplican la misma política los efectos se anularán. En el G-20 se llegó a la conclusión, con la aquiescencia de Alemania, de que las devaluaciones competitivas no son el mecanismo adecuado para adquirir una mayor cuota de mercado. Únicamente se conseguiría crear el caos en los mercados de cambio y generar un clima de inestabilidad monetaria: todos los estados se lanzarían a una carrera sin fin para depreciar sus respectivas monedas. Pero entonces, ¿por qué no se aplica el mismo criterio cuando se trata de reducir salarios, de regular el mercado laboral o de bajar los impuestos y las cotizaciones sociales? También en estas materias los otros gobiernos actuarán con similares medidas y al final todo quedará igual, ya que la competitividad es un juego de suma cero. Bueno, todo no, los trabajadores vivirán infinitamente peor y se habrán destruido muchos elementos de ese Estado del bienestar que con tanto esfuerzo se había ido tejiendo a lo largo de los años. (Juan Francisco Martín Seco, 07/04/2011)

Defraudadores de 420 euros:
Pero la vida continúa para cada vez menos gente, porque cada vez menos gente dispone de posibles para desahogos; cada vez menos gente programa vacaciones; cada vez menos gente ingresa sueldos regulares y cada vez más gente pide dinero prestado a familiares y amigos, y cada vez más gente se siente desprotegida por el Estado del bienestar. han decidido cazar por fin a los defraudadores del Estado, a los jetas que chupan de las arcas de la Generalitat a base de cobrar mes tras mes, por las bravas, nada menos que 420 euros en concepto de renta mínima de inserción. Porque por lo visto las economías de la Generalitat se desequilibran por culpa de las rentas mínimas de inserción y había que meter la lupa ahí sin más dilación contra tanto estafador oculto Desde una conciencia laica y atea resulta una auténtica vileza que las cuentas de la Generalitat deban recomponerse dejando al pairo a los legítimos beneficiarios de esas ayudas de emergencia, mientras rastrean la estafa en lugar de buscar la desfachatez, el abuso, la trampa pura en las salas donde confraternizan las fortunas, donde se escucha música celestial y donde sin duda la vida continúa perfectamente igual. (Jordi Gracia, 16/08/2011)



El espejismo del Estado de bienestar:
El modelo socialdemócrata de Estado de bienestar no ha existido nunca en España, ni, caducado hace tres décadas en Europa, podrá surgir ya en el futuro. Pasemos a argumentar ambas tesis. Después de la II Guerra Mundial empezó a tomar cuerpo en unos pocos países —Suecia, Reino Unido— el Estado socialdemócrata de bienestar. Convencidos de que el capitalismo necesita de la intervención del Estado para superar dos deficiencias básicas —la incapacidad de ofrecer empleo a todos los que lo necesiten y una distribución de la riqueza cada vez más desigual— en un largo periodo de continuo crecimiento con pleno empleo (1950-1975), se pusieron El modelo para avanzar hacia el socialismo caducó en Europa y no llegó a existir en España en marcha políticas sociales que reflejaban un poder creciente de la clase trabajadora. A la larga hubiera implicado una profunda transformación del capitalismo, algo que la socialdemocracia pretendía abiertamente —no en vano, consideraba el Estado de bienestar el instrumento adecuado para avanzar hacia el socialismo en democracia— pero es obvio que los dueños del capital tenían que oponerse desde un principio, máxime cuando el mantenimiento del pleno empleo al final exigía el control social de las inversiones. A mediados de los setenta desapareció el pleno empleo, convertido desde entonces en la liebre mecánica que nunca se alcanza. El punto de arranque fue la primera crisis del petróleo (1972-1973) que puso de manifiesto que podía muy bien ralentizarse el crecimiento, a la vez que aumentar inflación y desempleo, sin que una mayor inversión pública, o el consumo interno tuviesen otro efecto que empeorar la situación. Comienza una nueva época, la del neoliberalismo poskeynesiano, a la que ni siquiera la actual crisis ha puesto punto final. Si el sistema financiero amenaza con desplomarse, habrá que acudir al dinero público, pero solo para volver lo antes posible a la única receta que se reputa viable: libertad de los mercados. Una vez salidos del hoyo con un durísimo ajuste, que pasa por reducir el Estado social a mínimos y los salarios a lo que permita una productividad decreciente en la mayoría de los empleos, el crecimiento dependería de la capacidad de expulsar al Estado de los ámbitos económicos y sociales que no le competen. Se ha esfumado por completo la idea de que de la crisis saldría un mundo muy distinto, Sarkozy llegó a hablar incluso de una refundación del capitalismo. Los poderes económicos, que ahora llamamos mercados, han terminado por imponer, tanto una salida liberal, como la confianza en que el crecimiento que se produciría al eliminar las trabas que constriñen los mercados, remediaría el desempleo, por lo menos hasta la próxima crisis. Cuando en 1982 llegan los socialistas al poder en España, ya se había desplomado el modelo socialdemócrata de Estado de bienestar, al que se le echa en cara producir a la vez inflación y paro; en cambio con Reagan y Thatcher el neoliberalismo se hallaba en rápido ascenso. Saltando del marxismo de salón al neoliberalismo, los socialistas españoles se desprenden, tanto del socialismo francés, que el breve experimento de Mitterrand había hecho añicos, como del modelo socialdemócrata que, desalojados del poder los laboristas británicos y los socialdemócratas alemanes, no gozaba del mayor prestigio. La conversión socialista al liberalismo se justifica en la creencia de que el capitalismo puro y duro es el único que crea riqueza, y habría que cocinar el pastel, antes de repartirlo; cualquier otra política llevaría, de la forma todo lo igualitaria que se quiera, a distribuir miseria. Que los empresarios ganen cada vez más es garantía de que habrá mayores inversiones y, por tanto, un crecimiento más rápido; en cambio, poner trabas a la economía sumergida o al fraude fiscal supondría detener el crecimiento. Lamentablemente se deja en la penumbra cómo se va a redistribuir la riqueza acumulada, reparto que constituye el rasgo definitorio de la nueva socialdemocracia. Cuando llegan incluso a afirmar que bajar los impuestos es de izquierda, a nadie podrá ya sorprender que la desigualdad social haya aumentado a la misma velocidad con los socialistas que con los Gobiernos conservadores. Nada ha marcado tanto la historia económica de los últimos 30 años como la conversión al neoliberalismo del socialismo español. Desde el convencimiento de que no hay alternativa al capitalismo —“pensamiento único”—, Boyer, Solchaga, Solbes, Rato, Montoro, son intercambiables. Cierto que tal vez la conversión liberal del socialismo haya evitado algunos experimentos que hubieran resultado ruinosos, y que los años de crecimiento y de estabilidad de que hemos disfrutado se han debido a que los dos grandes partidos, manteniendo la ficción de sus diferencias con duros enfrentamientos retóricos, no se hayan desviado un ápice del modelo neoliberal. Comprendo la indignación de los votantes del PSOE, y la sorpresa reciente de una buena parte de los del PP, cuando han comprobado que no se constatan diferencias significativas en las políticas de los dos partidos antes de la crisis, ni en las que han llevado los unos, o están llevando los otros, para intentar salir del pozo. Pero ¿qué sentido tiene, como no sea uno burdamente electoralista, mantener la leyenda de un pasado socialdemócrata que habría construido nada menos que el Estado de bienestar? Lo cierto es que en España nadie se ha movido fuera de la ortodoxia capitalista del Estado social bismarckiano que inventaron los conservadores para integrar a una clase trabajadora con veleidades revolucionarias. Ha perdido ya toda credibilidad el mito que manejaron los socialistas con tan buenos resultados de que el PP en el poder suprimiría el Estado social. La gente se está librando de las anteojeras de los partidos y es cada vez más consciente de que los que llegan al Gobierno hacen la misma política económica que determina una política social que solo se distingue por pequeños matices. El modelo socialdemócrata no ha existido nunca en España, y con la mayor contundencia cabe también afirmar que, por mucho que de él se reclamen algunos partidos que se dicen de izquierda, tampoco surgirá en el futuro: han desaparecido las condiciones socioeconómicas que lo hicieron posible. No existen ya las grandes unidades productivas que ocupaban a miles de trabajadores con un puesto de por vida que proporcionaba una conciencia de clase, sobre la que se levantaba el movimiento obrero, formado por la sinergia del sindicato con el partido. La convergencia de estas dos organizaciones fundamentó la pretensión socialdemócrata de ir superando el capitalismo en democracia. En una sociedad muy fragmentada, con una población creciente en situación precaria, no se divisa fuerza social que pueda enfrentarse al poder inmenso de una élite internacional que ha acumulado una enorme riqueza. La capacidad de trasladar sumas inmensas de capital de un país a otro permite imponer su voluntad a Estados cada vez más débiles. Esto no significa que no haya respuesta al dominio asfixiante de unos pocos, pero sí de que estamos aún muy lejos de que las medidas pertinentes tengan el necesario consenso mayoritario. La primera batalla que hay que dar es la ideológica, desmontando uno a uno los dogmas del capitalismo liberal. Los dos principales que manejan los poderosos para abrir una espita de esperanza a una población condenada a un rápido descenso de su nivel de vida son el crecimiento económico y el empleo que traería consigo. Habrá que empezar por replantear la vieja cuestión de los límites del crecimiento, por razones medioambientales, agotamiento de los recursos, aumento de la población mundial y la mayor participación en el consumo de otros continentes, así como la automación, la revolución informática y la deslocalización industrial hacen cada vez más escasos los trabajos sin conocimientos específicos. (Ignacio Sotelo, 17/02/2012)

Muchos opinan que el estado de bienestar debe ser redimensionado de manera inmediata. La situación futura va a ser mucho más austera pero nadie cuestiona la continuidad de los servicios básicos como sanidad, educación y pensiones.



Desmantelamiento neoliberal:
[La hora de la sociedad civil:] El gran problema de nuestro país no es sólo que la derecha se haya hecho con la mayoría del poder institucional o que haya decidido en un golpe de mano antidemocrático monopolizar la información de la televisión pública en su propio beneficio. El problema de fondo es que la derecha mundial está utilizando la crisis económica como excusa para reducir los derechos sociales y para recortar o eliminar las políticas de bienestar social. No estamos sólo ante otra crisis del capitalismo sino ante una nueva estrategia de la derecha económica y política para eliminar los estados de bienestar y para impedir a los países que no lo tienen la posibilidad de crear modelos similares. No estamos ante una crisis económica como otras anteriores, sino ante un cambio de modelo económico y social que pone fin a las políticas de redistribución keynesianas y propone la reducción del estado como instrumento regulador del mercado y como garante de los derechos sociales. La globalización económica, las nuevas tecnologías informacionales y la crisis económica están siendo hábilmente aprovechadas por el capitalismo para eliminar los derechos sociales y económicos que pactó tras la Segunda Guerra mundial con el movimiento obrero y que dieron lugar en Europa a los estados de bienestar. Los resultados de esta operación del capitalismo y de la derecha política que le representa se están dejando ver desde hace años: aumentan los salarios de pobreza, el trabajo sumergido, los contratos no normados, el trabajo a tiempo parcial y, además, se feminizan la pobreza y los trabajos de supervivencia. Y todo ello acompañado de bajadas generalizadas de salarios desde hace más de una década y de aumento de la jornada laboral. Por si fuera poco, esta reconversión del capitalismo keynesiano en capitalismo neoliberal está expulsando a millones de personas del mercado laboral y ampliando el abismo de la desigualdad. Pero este no es el único problema. Hay otro sobre el que también conviene reflexionar. Y es que la derecha está llevando a cabo una ofensiva ideológica tan eficaz y sólidamente articulada que ha conseguido desmovilizar a una gran parte de la opinión pública. Tanto ha sido así que las políticas económicas neoliberales han invadido nuestras vidas y nuestras cabezas hasta el extremo de que personas progresistas aceptan propuestas ideológicas del discurso neoliberal y lo argumentan como si fuesen procesos de racionalización de nuestras redes de bienestar social. El discurso ultraconservador y neoliberal ha contaminado nuestra forma de analizar la realidad hasta el punto de que las movilizaciones sociales y las huelgas son presentadas a la opinión pública como si fuesen acciones casi terroristas. La deslegitimación del conflicto social es la prueba contundente de la exitosa ofensiva ideológica de la derecha. Por si fuera poco, esas políticas están siendo mostradas a la opinión pública como si fuesen irreversibles. Y, sin embargo, sabemos que nada de irreversible hay en la historia. Mientras tanto, la socialdemocracia se ha mostrado timorata en sus críticas al capitalismo neoliberal y ha sido incapaz de ofrecer una alternativa de sociedad cualitativamente diferente a la de la derecha. Y de otro lado, la izquierda más radical no ha sido capaz de convencer a la opinión pública de que sus propuestas políticas protegen a los sectores más débiles de la sociedad y a las clases medias. Ante un panorama tan reactivo para los intereses de amplios sectores de la sociedad es necesaria una respuesta colectiva rápida y eficaz. Y para ello debemos organizarnos pacífica y activamente en la sociedad civil. Debemos esgrimir razones y argumentos para desenmascarar un discurso y una práctica que nos conducen al aumento de la desigualdad y al abandono de millones de personas a su suerte. En estos momentos, la sociedad civil se configura como el motor de cambio social. Una sociedad civil plural, con muchas voces, marcada por la diversidad de intereses y de énfasis ideológicos, pero que los partidos de izquierda tienen la obligación de escuchar. Ahora bien, la pluralidad no debe ser un obstáculo para articular una propuesta de mínimos que haga frente a las perversas políticas que favorecen al mercado y empobrecen a grandes sectores de la sociedad. Debemos pasar a la ofensiva ideológica y combatir racionalmente, con propuestas y razones, siempre pacíficas, los discursos y políticas que nos conducen al aumento de la desigualdad. Se trata de articular una respuesta colectiva que ponga de manifiesto que el neoliberalismo no es el fin de la historia y que otra historia es posible. Ésta es la hora de la sociedad civil. (Rosa Cobo, 25/05/2012)


[El estado de malestar:]
Lo que estamos viviendo en el contexto de la crisis, en España y en el mundo, es la transición del Estado de bienestar al Estado de malestar. En la convención republicana de Estados Unidos, que tuvo lugar en Tampa esta semana, se aclamó un programa calcado del presupuesto que presento en el Congreso Paul Ryan, el líder más carismático de la derecha. Recortes presupuestarios a tope en las prestaciones sociales, reducción masiva de impuestos a los más adinerados y a las grandes empresas y mantenimiento de impuestos a los sectores medios y bajos. Así se supone que se reduce el déficit presupuestario (sobre todo por los recortes) y se estimula la inversión (porque se espera que los ricos inviertan con el dinero disponible en contra de la evidencia empírica de los últimos 20 años). Pero, ¿que más da? Ya se encuentran siempre economistas a sueldo para hacer una gráfica que justifique cualquier cosa. Se trata de quien tiene el poder de hacerlo. Los republicanos controlan la Cámara de Representantes, gracias a la ingenuidad de Obama. Y si Romney y Ryan llegan a la Casa Blanca, será el llorar y el crujir de dientes para la castigada sociedad estadounidense, con el apoyo de la mayoría de hombres blancos que son tan racistas como antigobierno por ideología. Lo mas espectacular es el proyecto de liquidación gradual de Medicare, el programa de salud pública de Estados Unidos destinado a los mayores. Puede imaginarse una política mas descarnadamente antisocial que retirar la cobertura de sanidad a los desprotegidos en su jubilación? Era impensable hace un tiempo, pero en tiempos de crisis todo es posible. Incluso el que una crisis financiera generada por los financieros desemboque en salvar a las instituciones financieras y recompensar a sus ejecutivos en salarios e impuestos para, en cambio, penalizar a los mas necesitados quitando elementos esenciales de su protección social. Pero esto no es, como sabemos, sólo una cuestión de política estadounidense. La estrategia de Merkel y demás dirigentes europeos, con Rajoy jaleando para que salven al país, y a él de paso, no es diferente. Se trata de aprovechar el miedo de los ciudadanos para llegar al poder, hacer creer que hay que elegir entre austeridad y caos, y liquidar, con el apoyo de un empresariado de cortas miras, lo que era la clave de la sociedad europea: el Estado de bienestar Es ahora o nunca. Hay que dejar de pagar a los parados porque en el fondo son jóvenes vagos sin respeto a la autoridad. A los pacientes porque consumen excesivos fármacos (y ¿cómo si no prosperarían las empresas farmacéuticas?). A los profesores que no se resignan a ser gestores de almacenamiento de niños en lugar de educadores. E incluso a estos funcionarios públicos exaltados como héroes de la sociedad, bomberos, policías y demás agentes de seguridad, malpagados, maltratados y obligados a veces a pegar a quienes con ellos se solidarizan. Se argumenta que en tiempo de crisis no da para estos lujos. Olvidando que sólo se sale de la crisis con productividad y competitividad, lo cual requiere educación, investigación, servicios públicos eficientes. Las cuentas de la vieja de Rajoy no sirven para una economía moderna. El problema no es gastar más de lo que se ingresa sino gastarlo mal en lugar de invertirlo en recursos humanos y de emprendeduría que puedan acrecentar la economía real y generar más riqueza. Una estupidez recorre Europa: la idea de que el Estado del bienestar es excesivamente caro y además insostenible porque el envejecimiento de la población conlleva menos activos y muchos más dependientes y, además, más caros estos últimos porque no tienen la decencia de morirse cuanto toca. En el fondo se trata del triunfo de una mentalidad en que la vida es para producir y consumir y cuando ya no da más hay que eliminar el desecho o reducirles las prestaciones en consonancia con su irrelevancia. Pues, ¿saben qué? En términos estrictamente técnicos, no es así. El Estado de bienestar es la base de la productividad, además de la solidaridad social. En el libro que publique hace unos años con Pekka Himanen sobre el modelo finlandés mostramos cómo la productividad y competitividad de Finlandia, entre las más altas de Europa y superiores a la teutona, estaban basadas en la calidad del capital humano, de la educación, de las universidades, de la investigación. Y también de la salud publica (sin corpore sano no hay mens sana). De modo que hay un circulo virtuoso: el Estado del bienestar genera capital humano de calidad que genera productividad que permite financiar sobre bases no inflacionistas el Eestado del bienestar. Si se desconectan, se hunden los dos. Porque el tan cacareado desfase entre activos y pasivos olvida que en esa ratio entre el numerador de pasivos y el denominador de activos lo importante no es el número en sí sino cuánta productividad generan los activos para pagar por el costo de sostener a los pasivos. Si además las prestaciones sociales se realizan con un Estado de bienestar dinámico y apoyado en tecnologías de información, se abaratan costos. De modo que es sostenible a condición de generar productividad en la economía y disminuir ineficiencia (que no empleo) en el Estado mediante una modernización organizativa y tecnológica del sector público. Pero hay algo aún más importante. El Estado de bienestar no fue un regalo de gobiernos o empresas. Resultó en el periodo 1930-1970 (según países) de potentes luchas sociales que consiguieron renegociar las condiciones del reparto de la riqueza. Y como resultado se estableció una paz social que permitió centrarse en producir, consumir, vivir y convivir. Hoy día se están cuestionando las bases de esta convivencia. Mal cálculo para sus promotores. Porque la destrucción deliberada del Estado de bienestar conducirá a la entronización de un Estado de malestar de siniestros perfiles. Pero esto no acaba así. Nuevos movimientos se están gestando, uniendo indignados y sindicatos. Y de ahí puede surgir un nuevo Estado y un nuevo bienestar. (Manuel Castells, 01/09/2012)


Desmantelamiento 2:
Venimos de un Estado pobre, menesteroso, por no decir miserable, más que endeudado, en permanente bancarrota desde la guerra de la independencia hasta la guerra de Cuba. En medio, guerras civiles entre liberales y carlistas y, después, los continuados desastres de la guerra de Marruecos, que prolongaron la situación de quiebra hasta bien entrado el siglo XX, cuando “pacificado” el protectorado marroquí, una enésima rebelión militar, con su secuela en forma de revolución obrera y campesina, arrasó de nuevo al Estado dejando aquella espantosa ruina que fue la herencia recibida por quienes penamos la suerte de nacer en los años del hambre. Es un tópico de nuestra historia atribuir la floración de naciones, venidas a la existencia en la coyuntura de aquel fin de siglo, a una debilidad congénita del Estado español. ¿Debilidad, se podría preguntar, o más bien ausencia? Cuando Ortega publicó su apelación a la República, varios años después de que Azaña lanzara la suya, cerró su memorable artículo con un “¡Españoles, no tenéis Estado, reconstruidlo!”. El Estado español de los años veinte del siglo pasado se había convertido en una especie de sociedad de socorros mutuos, había escrito también nuestro más ocurrente filósofo. Ocurrencia genial en este caso, porque en efecto todo el aparato del Estado no daba más que para sostener a aquella sociedad que en otra ocasión el mismo Ortega calificó como vieja España. El caso es que, entre el servicio de la deuda contraída para alimentar un ejército en permanente derrota, lamiéndose sus heridas en el exterior con sus recurrentes rebeliones en el interior, el Estado español careció de recursos, no ya para crear nación, sino para edificar centros escolares, construir institutos de enseñanza media, financiar centros superiores de investigación científica, levantar hospitales, extender ambulatorios, abonar pensiones, desarrollar servicios. La enseñanza primaria y media se abandonó en los centros urbanos a manos de la pléyade de órdenes y congregaciones religiosas que acudieron a España como a panal de rica miel cuando comprobaron que el Estado no dedicaba ni un céntimo al capítulo de salarios a maestros, y dejaba pasar décadas sin construir ni un solo instituto. En los hospitales de beneficencia se hacinaban los pobres, y los ambulatorios de la mal llamada Seguridad Social eran lugares sucios y malolientes, donde un médico mal pagado recibía al paciente sin dejar que se sentara, apestando a tabaco y recetando cualquier cosa en un minuto, después de echarle una mirada de abajo arriba en la que se concentraba la mezcla de desprecio y hastío que le provocaba aquella hora en que despachaba a una cincuentena de pacientes. Ese fue el Estado que heredamos: nada de extraño que, cuando llegamos a la edad de la razón política, quisiéramos ser como los franceses. Parecerá una tontería, pero aquel querer ser como actuó al modo de espoleta, movilizando energías y recursos, despertando voluntades y agudizando inteligencias para acabar de una buena vez con el lamento y poner manos a la obra: en pocos años dejamos de querer ser como y emprendimos la tarea de ser como. En resumen: un Estado democrático al modo de Europa, con un potente sistema de salud, educación primaria universal y gratuita, institutos para enseñanza media, universidad en expansión, centros de investigación, pensiones. El español era por fin como los europeos un Estado sostenido en el compromiso keynesiano, en bienes públicos que amortiguan las desigualdades sociales inherentes al sistema capitalista. Y de pronto, la política elaborada para hacer frente a la primera gran crisis del capital del siglo XXI rompe, contra los intereses de la mayoría, el pacto que sirvió de base a nuestro actual Estado social. Las listas de espera en la sanidad pública se alargan hasta el punto de sumar cientos de miles los pacientes que ven pasar meses y hasta años sin posibilidad de realizar una consulta, someterse a un análisis o sufrir una operación. Y si se mira al ámbito de la ciencia, el paisaje comienza a ser el de un territorio desertado, producto de una terapia de choque: drástica reducción de presupuestos, supresión de programas, cierre de equipos, investigadores a la calle. La majadera provocación de Miguel de Unamuno cuando de su pluma salió “que inventen ellos” no es nada comparado con el perverso designio que anima al Gobierno de esquilmar la producción científica en España. Aunque la propaganda política se cebe en desprestigiar a los funcionarios como individuos que una vez conquistada su plaza se echan a sestear, es lo cierto que en la historia de la Universidad y de los centros superiores de investigación de España nunca se había publicado, debatido o celebrado simposios como en los últimos 30 años. Nunca tantos españoles han participado en tantos proyectos internacionales de investigación o han ganado una plaza docente en universidades extranjeras. Pero nunca tampoco han vivido tantos investigadores, con decenas de artículos publicados en las mejores revistas de su especialidad, tan en precario, como becarios hasta cumplidos los 40 años, o haciendo ya las maletas. Y el panorama no es muy diferente si se mira a la educación primaria y media: miles de profesores que habían concursado con éxito en oposiciones para plazas docentes y que solo pudieron ocuparlas de forma interina se han encontrado con el despido mientras se expanden los colegios concertados. Tan recién construido como era nuestro Estado social, con apenas 30 años de vida, y ya se empeñan desde los Gobiernos en provocar su irreversible ruina, reduciendo presupuestos en sanidad, educación y ciencia, paralizando inversiones, expulsando a interinos, amortizando plazas de jubilados (10 por uno es nuestro precio), externalizando —¡qué negocio!— servicios, congelando salarios. Y como la política de destrucción de bienes públicos por las bravas, entregándoselos a precio de saldo a intereses privados, ha tropezado con fuertes resistencias en la calle, se ha sustituido por un deterioro programado: que nos hartemos de esperar tres, seis, nueve meses en una lista y vayamos adonde tendríamos que haber ido desde el principio, a la clínica privada; que la gente se espante al ver que sus hijos van a una clase donde los alumnos comienzan a ser multitud y los maestros parecen cansados. Lo vamos a sentir, a llorar más bien, porque nunca hemos disfrutado en España de bienes públicos en tanta cantidad y de tan alta calidad como los construidos desde la Transición a la democracia hasta 2008. Pero desde que nos golpeó la crisis, todo es destrucción, acelerada a partir del retorno del Partido Popular al poder. Destrucción, no reforma, no planes en busca de mayor eficiencia, no mejora en la distribución y empleo de recursos, no propuestas para alcanzar mayores rendimientos, no políticas de personal que premien méritos y penalicen ausencias inexcusables. Reformar para qué, si se ahorra más y se acaba antes sacudiéndonos todo este peso de encima: esa es la política; y este el resultado: una amenazante devastación de bienes públicos que pone fin al periodo de mayor cohesión social vivido por la sociedad española desde que existe como sujeto político, o sea, desde la Constitución de Cádiz. Lo que vendrá después, una vez culminada la operación, ya se puede imaginar: los bienes y servicios públicos emergerán de su ruina como propiedades privadas cuyo acceso por los ciudadanos estará en función de su diferente poder adquisitivo. No era bastante la agresión que las clases medias, en sus distintos niveles, han sufrido con la bajada de salarios nominales y reales, la masiva pérdida de empleos, los ERE y demás artefactos de liquidación de derechos laborales, que no contentos con todo eso, se aplican a dar la última puñalada: si necesitas ir al médico, hazte un seguro privado; si estás dotado para la ciencia, vete al extranjero; si quieres para tus hijos un colegio con un profesorado joven y motivado, págatelo de tu bolsillo. Esto es el mercado, so idiotas, nos dicen los que pretenden protegernos de la devastación que ellos mismos provocan en los bienes públicos. Y en esas estamos, con un mercado creciente y un Estado menguante, en trance de reducirse otra vez a sociedad de socorros mutuos. (Santos Juliá, 26/01/2015)


Recortes:
Esta crisis, pero también las anteriores, sirven para afianzar un relato que desde los púlpitos financieros, y también religiosos pretende cambiar radicalmente el modelo social que Europa se ha había dotado desde la II GM. La presunta eficiencia de los mercados financieros, las teorías del “too big to fail” y el mantra del todo para el accionista han saltado por los aires con el estallido de los más grandes en EEUU, arrastrando a la banca europea, presa del apetito por la compra de basura financiera, eso sí disfrazada de I+D. La codicia de los CEOs, avalada por los Consejos de Administración y la búsqueda permanente de valor por parte de Fondos de Inversión y de Pensiones, ha terminado por destruir una gran parte del aparato productivo y social que una gran parte de países centrales en Europa mantenían, con la única excepción de Francia. Todos los paradigmas sobre la eficiencia de los mercados financieros se han caído en esta crisis El objetivo es claramente la reducción de buena parte de los programas públicos que sostienen un modelo que, para algunos, es insostenible, caro e ineficiente, pero que para otros, supone una garantía de estabilidad y cohesión que atempera los ciclos económicos. No hay que olvidar que, ahora, son los ciclos financieros los que provocan los ciclos económicos, y no al revés, lo que sin duda, complica mucho más tanto la previsión, como las acciones de política económica a implementar. Las viejas políticas, fiscales, presupuestarias o monetarias, ya no tienen el efecto que antaño tuvieron, en ausencia de ciclos financieros como los actuales. En un mundo globalizado y obsesionado por el valor del accionista, las políticas redistributivas pierden eficacia, ya que la posibilidad de escape es cada día mayor. Los flujos de capital apenas tienen interferencias para financiar principalmente a sus accionistas, dejando a un lado el objetivo final del capital que es alimentar proyectos de inversión y garantizar el bienestar, siempre como un mero instrumento. Lo único que es noticia es la evolución de los mercados bursátiles o de renta fija, y todos los gobiernos asumen su papel subsidiario en este magma financiero, como lo prueba que la mayoría de dirigentes políticos en el área económica en Europa, pero también en EEUU, provengan de la banca de inversión, algo impensable hace no muchos años. Las viejas políticas fiscales y monetarias ya no sirven en la era de la maximización del valor del accionista El resultado en la UE es bastante clarificador. Según Eurostat, una gran parte de países han visto reducido su porcentaje de gasto público sobre el PIB en el periodo 2009-2013, en parte por la caída del PIB, pero también por el brusco recorte en partidas muy sensibles. Los países que han elevado la ratio lo han hecho por dos razones muy diferentes. Hay un núcleo como Grecia o Eslovenia que reflejan el gasto público necesario para inyectar fondos al sistema bancario, prácticamente en quiebra. Por otro lado, Francia o Finlandia han entendido la crisis de forma diferente y han apostado por crear un colchón adicional para mitigar el declive económico, pero principalmente en el caso francés para invertir el signo de la pirámide de población encarando un futuro mucho más sostenible que el resto. En el caso español la radiografía del encargo estaba clara. Hay que desvirtuar el concepto de educación y sanidad pública universal y abrir el melón para la entrada de nuevos actores en su gestión, como ya se intuye con al aprobación del TTIP. Los principales recortes se han dado precisamente en estas dos partidas, un 4% en educación y un 1,4% en sanidad, lo que sorprendentemente ha generado un aumento de la facturación de seguros privados de salud. La táctica es clara: degradar el servicio público para que los servicios privados vayan captando cuota de mercado, algo que legalmente es posible gracias a las sucesivas normativas aprobadas por el PP y mantenidas por el PSOE. El objetivo es desmantelar el sistema público de bienestar y transformarlo en beneficencia Donde también se ha reducido drásticamente el gasto ha sido en materia de vivienda. Aquí se nota cómo la única política de vivienda llevada a cabo era la de construcción de vivienda protegida, medida diseñada para épocas pretéritas en las que la entrega de llaves por parte de Alcaldes y Presidentes Autonómicos era sinónimo de voto. Pero nadie pensó en políticas que incluyen estabilizadores automáticos para casos de depresión o recesión económica y social como las actuales. La carencia de un parque público de vivienda que garantice soluciones habitacionales para casos de desahucios, las políticas de ayuda directa, como en la UE para sufragar alquiler social, y la inexistencia de una política efectiva de control de precios de alquiler social, como pasa en Alemania, ha dejado al descubierto el fracaso de los dos grandes partidos en materia de vivienda. España lidera los recortes en sanidad, educación y vivienda El resultado de este nuevo paradigma es que la desigualdad crece por doquier y provoca ineficiencias económicas que hasta el FMI, después del Papa Francisco, se ha atrevido a denunciar ya con cifras en la mano. Esta desigualdad está en niveles máximos en los países desarrollados, algo que se explica por el desmantelamiento de los sistemas de corrección, y no por el propio efecto de la crisis. Parte de esta desigualdad, también proviene, del enorme desarrollo de los mercados bursátiles, es decir de la obsesión por la maximización del valor del accionista. La desigualdad es un arma de destrucción inducida, no un accidente Esta deriva en la desigualdad social no es un mero accidente, como proclaman muchos, sino que es fruto de una política deliberada y que ha llegado para quedarse. La aparición del hambre en capas sociales inimaginables hace no mucho tiempo, la exclusión social de bienes públicos de calidad, como sanidad o educación para amplios colectivos, junto a la exclusión financiera fruto de las malas políticas públicas de vivienda, son algunos de los retos que tienen los gobiernos en los próximos años. Pero nada de esto tendrá éxito, sin un cambio de paradigma empresarial, político y financiero. No hay señales de que después de este terremoto nada vaya a cambiar en el sistema financiero mundial. (Alejandro Inurrieta, 22/06/2015)


Socialdemocracia:
Ocho años después de la Gran Recesión y con un horizonte de recuperación en Europa aún débil, la política económica continúa en un permanente dilema sobre cuál debe ser el camino hacia adelante entre una apuesta liberal u otra socialdemócrata. El resultado es una Europa que avanza a saltos marcados por las urgencias de la crisis y unas políticas nacionales que avanzan también de manera discontinua, restringidas por el marco europeo. Tras más de cuatro décadas de un sesgo liberal hace falta un cambio de timón y recuperar una orientación socialdemócrata adaptada a la nueva realidad de una economía globalizada y del conocimiento. Llevar a cabo este cambio requiere una reconsideración de valores y del modelo económico que permita sustentarlos. En valores, el principal referente en las economías avanzadas lo constituye el triángulo de valores de la Revolución Francesa: libertad-igualdad-solidaridad (fraternidad). Todas las ideologías, con diferentes sesgos, buscan un equilibrio a este trilema en algún punto interior, que además puede variar en el tiempo en función de las circunstancias económicas y de la demanda social. Desde la década de 1980, los vientos se han movido hacia la libertad, el referente central del liberalismo. En los años noventa, la tercera vía de la socialdemocracia europea trata de enfatizar la equidad entendida como igualdad de oportunidades de forma que, si ésta queda garantizada, la distribución del producto social estaría legitimada como resultado del esfuerzo y el mérito individual. Estos planteamientos cuadraban en el período de la “Gran Moderación”, la larga etapa de crecimiento estable desde los años noventa; pero han quedado desfasados tras la crisis financiera global que ha puesto de manifiesto la multiplicidad de factores e imponderables que inciden en la distribución del producto social y la pronunciada tendencia hacia su concentración en unos pocos. Es necesario reducir desigualdades recuperando la igualdad entendida como distribución equitativa del producto social. Más aún debe enfatizarse el concepto de solidaridad, como garantía de unas condiciones mínimas que permitan mantener la autonomía del individuo cuando ocurren riesgos sociales. Cualquiera puede verse en situación de exclusión en unos mercados caracterizados por la volatilidad y la menor esperanza de vida de las empresas. El crecimiento es necesario, pero debe reconducirse por una senda de la inclusión social y un reparto del producto social En cuanto al marco teórico, desde la aportación de John Maynard Keynes, la economía se ha caracterizado por una suerte de movimiento pendular entre paradigmas de corte neoclásico o keynesiano. La escuela neoclásica explicó mejor la estanflación de los años setenta, dando paso a un dominio académico de largo recorrido que se ha traducido en políticas macroeconómicas de estabilización monetaria y consolidación fiscal y en el predominio de lo privado, bajo el argumento de que los fallos del sector público superaban a los del mercado. Es el marco que quedó sintetizado en los denominados consensos de Washington (estabilización macroeconómica y liberalización de mercados) y de Jackson Hole (banco central independiente con objetivo anti inflacionista), hoy abandonados. La crisis financiera está dando paso a un nuevo paradigma, el de la escuela nuevo keynesiana desarrollada en los años noventa, que explica mucho mejor la naturaleza de la crisis y que asume como los neoclásicos las expectativas racionales. Como ha insistido Paul Krugman en numerosas ocasiones, se trata de una crisis de deflación de deuda en la que el sector privado no tira de la economía, bien porque tiene que reducir su excesivo apalancamiento, bien por la incertidumbre sobre la recuperación. La única opción es la expansión macroeconómica por parte del sector público. Es el tipo de política que se está aplicando en la práctica con las inyecciones monetarias masivas y la expansión fiscal, incluida Europa con la relajación de los plazos de ajuste en el pacto de estabilidad. El marco nuevo keynesiano aporta el sustrato teórico para políticas de reactivación económica que en último término deben permitir avanzar hacia los objetivos de reducción de la desigualdad y la inclusión social, en un contexto de globalización económica. Para ello, debe desmitificarse el crecimiento económico como un objetivo suficiente, porque el denominado efecto goteo consistente en crecer primero para distribuir después ha resultado una peligrosa trampa, que ha profundizado y perpetúa la desigualdad. El crecimiento es necesario, pero debe reconducirse por una senda socialdemócrata en la que la inclusión social (solidaridad) y un adecuado reparto del producto social (equidad) sean objetivos explícitos. La socialdemocracia nace como una escisión del marxismo y que abraza el mercado, la propiedad privada y las libertades individuales Donde el liberalismo considera que la expansión macroeconómica ha sido excesiva y es tiempo de retroceder porque se está poniendo en peligro la estabilidad monetaria, fiscal y financiera; la socialdemocracia reconoce estos riesgos, hay que vigilarlos y anticiparse a ellos, pero se estiran los márgenes de la expansión bajo el prisma del objetivo primero de la inclusión social. La socialdemocracia implica continuar con el proceso de construcción del “más Europa”, superando el esquema de la responsabilidad individual de los países, avanzando hacia una mayor unión fiscal y desarrollando políticas más próximas a los ciudadanos, además del rescate de países y sistemas financieros. La socialdemocracia significa también mayor presión fiscal con una fiscalidad progresiva que permita sustentar una solida red de protección social, mayor transparencia y control en el gasto público, mayor vigilancia de los mercados desde instituciones independientes, menor pudor para regular y corregir ineficiencias o para incentivar determinados comportamientos socialmente deseables (calidad laboral, género, medioambiente, o protección de los agentes pequeños). En general, una defensa de lo público, con un sistema educativo que no genere abandonos (¿o habría que decir “abandonados”?) en las fases tempranas del ciclo escolar, una sanidad pública de calidad y una apuesta decidida por la innovación porque como bien ha ilustrado Mariana Mazzucato, detrás de las grandes empresas privadas punteras en las telecomunicaciones, la energía o la biotecnología, están grandes proyectos de inversión financiados con recursos públicos. Se trata de corregir el mercado, no de sustituirlo. No está de más recordar que la socialdemocracia nace como una escisión del marxismo y que abraza el mercado, la propiedad privada y las libertades individuales. El reto no es fácil. Los liderazgos y equilibrios políticos importan mucho, sobre todo en Europa, pero recordando a Keynes: “Los economistas tendrían una tarea demasiado fácil e inservible si en tiempos de tempestad, solo pudieran decirnos que mucho después de que la tormenta se haya ido, volverá la calma al océano”. Llevamos casi una década de tempestad, no se puede simplemente esperar a que llegue la calma. (Manuel Moreno y Pablo Moreno, 02/03/2016)


Populismo y bienestar:
El economista Kenneth Rogoff, coautor de uno de los libros más lúcidos sobre la crisis y las causas de la Gran Recesión*, ha escrito un interesante artículo en el que defiende que la época dorada del populismo tiende a su fin. No lo da por liquidado, ahí siguen Trump, Le Pen, Beppe Grillo o, en España, la cúpula dirigente de Podemos, sino que considera que a medida que se vaya consolidando la recuperación, las causas que explican la fortaleza del populismo se irán diluyendo. Rogoff parte de un análisis muy razonable. Las economías de los países avanzados han entrado en un ciclo de crecimiento sostenido, y aunque las tasas de aumento del PIB siguen siendo débiles -por los raquíticos incrementos de la productividad-, lo cierto es que no se divisan grandes nubarrones en un horizonte previsible. La economía española, por ejemplo, tiene por delante entre tres y cinco años de crecimiento por encima del 2%, y si no se malogra ese espacio temporal (por causas económicas o por zafios errores políticos) es probable que se recuperen algunos de los indicadores de bienestar destruidos por la crisis. Desde luego que no todos. La precariedad laboral y las incertidumbres forman ya parte indeleble del ADN de la nueva economía, y en la medida en que avance la digitalización de los sistemas productivos, el trabajo, tal y como históricamente se ha entendido, será cada vez un bien más escaso y precario como consecuencia de la globalización, que permite fabricar con costes muy baratos en cualquier parte del planeta. La parte positiva, como se sabe, es que los consumidores se benefician de mercancías más baratas, pero la cara dramática tiene que ver con que se produce una devaluación de los salarios incompatible con la financiación de los estados de bienestar, un formidable instrumento político creado y diseñado -por la derecha y por la izquierda- para favorecer la cohesión social y permitir que los niveles bajos de renta tengan acceso a la sanidad, a la educación o, en general, a los servicios sociales. También a una justicia gratuita o a una vivienda digna. Ni que decir tiene que el ensanchamiento de la sociedad ‘low cost’ afectará progresivamente a todas las profesiones. También a las que hoy se sienten más protegidas, y que acabarán siendo devoradas por las nuevas tecnologías. Falsas liberalizaciones Muchos de los que hoy claman a favor de falsas liberalizaciones -que en realidad esconden un proceso de empobrecimiento social y salarial- verán como su entorno se irá degradando hasta crear un Estado de supervivencia, que en el fondo es lo que se busca cuando se plantea la protección social en términos de complementos salariales (absurda idea que defiende Ciudadanos), impuestos negativos o rentas mínimas. Y que no son otra cosa que el regreso al Estado de beneficencia anterior a la instauración de los derechos subjetivos de los ciudadanos. Como los salarios no llegan a un nivel de subsistencia razonable, hay que procurar las ayudas necesarias en forma de subvenciones o ayudas fiscales que pagan, precisamente, los asalariados, sobre los que recae con mayor intensidad la presión fiscal. Es probable que ese escenario se vea hoy como algo lejano. Pero no cabe ninguna duda que tenderá a ser una realidad en la medida en la que el mundo no encuentre un nuevo paradigma de crecimiento. Mientras tanto, el peligro de los populismos seguirá latente. Hasta el punto de que muchos gobiernos tenderán a asimilar sus ofertas electorales. El Brexit o la política de refugiados son un buen ejemplo y explican la transformación que están sufriendo democracias consolidadas. Una especie de ‘populismo suave’ que, sin duda, es mejor que el que plantean los demagogos profesionales, que sólo buscan soluciones simples a problemas complejos. El ecosistema en el que nacen, crecen y se multiplican los populismos es, por ello, el espacio llamado a vigilar por las democracias. Y de ahí que una de las prioridades de los gobiernos pasa por consolidar los estados de bienestar para frenar el avance de la sinrazón y de la barbarie. También para frenar al terrorismo y evitar que suburbios cada vez más degradados en algunas grandes capitales europeas se convierten en el mejor aliado del horror. Es obvio, sin embargo, que es una política necesaria, pero no suficiente, ya que el terrorismo tiene unas bases sociales y e ideológicas mucho más complejas que el simple argumento material. Tentaciones suicidas Algunos países del centro y norte de Europa lo entendieron hace tiempo y decidieron impulsar lo que se ha venido en denominar ‘flexiseguridad’ que no es otra cosa que hacer compatible una economía flexible -con altos niveles de adaptación a la nueva economía digital y a la globalización-, con la existencia de elevados niveles de protección social capaces de frenar las tentaciones suicidas que proponen los populismos, y que fomentan lo peor del individualismo. El sálvese quien pueda en situaciones de crisis. Es evidente que no sólo es un problema de tamaño del Estado de bienestar, sino también de eficiencia. Pero parece razonable pensar que con un gasto público situado en España en el entorno del 37-38% no es suficiente para garantizar la cohesión social, la mejor medicina contra el fanatismo ideológico y la demagogia. Claro está, a no ser que la mayoría de los países más avanzados de Europa -donde el gasto público se ha situado en las últimas dos décadas entre 6 y 8 puntos por encima de España- estén equivocados, lo cual no parece lógico pensar. Más gasto público no significa, desde luego, subir los impuestos a quienes hoy los pagan. El esfuerzo fiscal de los contribuyentes es hoy extraordinario, lo que induce a cavilar que la baja recaudación -y por lo tanto la debilidad del Estado de bienestar- tiene que ver con un problema relacionado con el sistema productivo, que no es capaz de generar bienes y servicios de alto valor añadido, lo que incide en los salarios y en la rentabilidad de las empresas, y, por ende, en la recaudación. Pero también por la propia ineficiencia del sistema impositivo, incapaz de reducir de forma relevante las enormes bolsas de fraude fiscal. Es en este contexto en el que se debería plantear la ineludible reforma de los sistemas de protección, y, en particular, de la Seguridad Social. Y en este sentido, harían bien los partidos en ponerse de acuerdo en el tamaño del Estado de bienestar que necesitará España en las próximas décadas para hacer sostenible la economía. Y una vez perfilado ese objetivo, poner los medios para alcanzarlo. Será lo mejor para acabar con el populismo -más allá de la coyuntura económica- y con las causas que hacer florecer el terrorismo entre inmigrantes de segunda o tercera generación. Kenneth Rogoff y Carmen Reinhart Esta Vez Es Diferente: Ocho Siglos De Disparates Financieros. (Carlos Sánchez, 09/04/2017)


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