Modelo de crecimiento             

 

Modelo de crecimiento:
Según el comunicado de prensa del presidente Van Rompuy sobre el último Consejo Europeo de carácter informal, celebrado el 30 de enero, “la estabilidad financiera no basta para salir de la crisis. Tenemos que hacer más en lo que respecta al crecimiento y al empleo”. Achicar el endeudamiento sigue siendo prioritario, pero habrá que crecer, además de que se supone imprescindible para crear empleo, para evitar una recesión que haría impagable la deuda. Europa tendrá que poner en marcha una política que combine disminución del déficit con crecimiento y empleo, tres objetivos que se refuerzan entre sí. La gravedad de la situación se hace patente en cuanto se cuestione la viabilidad de la política propuesta. A estas alturas no cabe seguir obviando la vieja cuestión de los “límites del crecimiento”, ni dejar de poner en tela de juicio la relación crecimiento-empleo. Se aumenta la productividad produciendo más con menos mano de obra, y los empleos que una mejor tecnología y organización destruyen en una rama, en un mundo globalizado no resurgen sin más en otra. Cierto que bajando los salarios se logran empleos, pero esto no quiere decir que el precio del trabajo sea el factor decisivo: los países africanos con los salarios más bajos son también los que dan el índice más alto de paro. Hace tiempo que hemos constatado crecimiento sin empleo (jobless growth) y el que se sigue creando en los países más competitivos exige una calificación que no alcanza a la mayor parte de la oferta laboral.

Al fin y al cabo el crecimiento no es más que una noción estadística que resulta de sumar los datos que se eligen para confeccionar el PIB. Cuentan aquellos que consideramos positivos -inversiones en investigación, infraestructuras, tecnología, educación o sanidad- y los claramente negativos, como los que traen consigo los accidentes de tráfico, la obesidad, el alcoholismo, la polución medioambiental o la eliminación de desperdicios de productos desechables que satisfacen únicamente necesidades inducidas. Estos últimos suben también el PIB, pero no puede decirse que aporten una mejor calidad de vida. Una buena parte del crecimiento contabiliza las enormes sumas que se emplean en reparar los daños del crecimiento. La única salida a la crisis que el actual modelo de producción propone es más crecimiento, lo que supone seguir consumiendo de la misma manera indiscriminada, la única libertad real que le queda al ciudadano, una vez denigrado a mero consumidor. Ahora bien, incitar al consumo para restablecer la coyuntura, aparte de que perjudica la balanza comercial con más importaciones, impulsa el endeudamiento privado -tarjetas de crédito, ventas a plazo, facilidades crediticias-, que ha sido una de las causas de la crisis. Para salir se propone el mismo endeudamiento que la ha provocado, sentando así las bases de la próxima. No es el momento de explayarse en la crítica, harto conocida, del consumismo que por lo pronto atañe únicamente a los que puedan permitírselo, pues si la oferta es ilimitada, en cambio, el desempleo hace para muchos inasequible un consumo que hemos sacralizado como el mayor bien. Conocidas son las frustracciones y tensiones sociales que origina el consumismo, pero hasta ahora las contrarresta la ilusión que se propaga desde arriba y es compartida por una buena parte de la población, de que con los duros sacrificios de hoy se recuperará el nivel de consumo y continuaremos creciendo y creciendo, beneficiándose de ello cada vez un mayor número. Justamente la creencia en que el crecimiento no tendrá fin -reconocerlo establece fecha de caducidad a nuestro sistema productivo- pone de manifiesto la incoherencia disparatada del crecimiento ilimitado. Aunque nos refugiemos en una categoría tan vaporosa como la del “crecimiento sostenible”, parece bastante descabellado suponer que se podrá seguir creciendo en Occidente, a la vez que en los otros continentes, sin tomar en consideración el agotamiento de los recursos o los daños ecológicos. Ello no es óbice para que se mantenga impertérrita, dominando la política y los medios, la ideología del crecimiento que imponen los que se benefician del actual sistema productivo. La única rendija que se divisa reclama que sea la política, y no los mercados, la que tome las medidas oportunas, pero es una demanda que hasta ahora no ha tenido la menor consecuencia. (Ignacio Sotelo, 07/02/2012)


Modelo competitivo:
La competitividad es un concepto que para muchos refleja una visión agresiva, mercantilista, de la realidad. Para otros es una necesidad, no ya para la salida de la crisis, que por supuesto, sino para ubicar a cualquier país en el siglo XXI. La conclusión aparente entre estos dos enfoques es que la izquierda tiene un reto, porque ningún país puede aspirar a un futuro con un mínimo de bienestar si antes no acota en qué aspectos puede aportar y generar riqueza en una economía mundial integrada. Debemos, por tanto, hacer un esfuerzo para imaginar visiones progresistas de la competitividad. Veamos dos posibilidades. Dentro de la izquierda norteamericana hay una tradición liberal y competitiva que centra su izquierdismo en el rechazo a las herencias. En este enfoque, el triunfo gracias al esfuerzo personal, a la asunción de riesgos y a las propias aptitudes es parte fundamental de la sal de la vida. La competencia es un valor en sí mismo y el atractivo de competir y ganar es tal que no requiere de grandes premios económicos, pero sí del reconocimiento social porque ese esfuerzo nos hace mejores a todos. Para alguien con esa mentalidad deportiva no es necesario machacar al perdedor, que tiene que tener el reconocimiento de haberlo intentado y el estímulo para mejorar y volver. Por supuesto, lo mejor que se puede hacer por un hijo es prepararlo para la vida, y no aburguesarlo con lujos y herencias que solo lo incapacitan para la cultura del esfuerzo. Esta tradición se ve a sí misma como lo contrario al conservadurismo europeo que no arriesga (ni pobres ni ricos) y hereda la posición social. Por eso hay tantos millonarios en EE UU que firman a favor de impuestos a las herencias y que están a favor de un cierto Estado de bienestar, siempre que la red no haga que la gente se quede tumbada en ella en lugar de esforzarse por saltar. En Europa, la tradición de una visión progresista de la competitividad es muy diferente. El socialismo ha desarrollado al menos desde los tiempos de Robert Owen la idea de que el conjunto de la sociedad puede organizar la producción de manera eficiente si los trabajadores tienen la capacidad de decisión necesaria. En este caso el centro no es la competencia entre individuos, sino la competitividad de sociedades cohesionadas. Los trabajadores rechazan el absentismo y a los que se escaquean cuando entienden que el proyecto empresarial les es propio, de la misma forma en que rechazan a los defraudadores cuando perciben que ellos son las víctimas de ese fraude. En una sociedad ideal el trabajador no se limita a exigir al Estado o a la empresa sus derechos, sino que él es parte esencial de la toma de decisiones en el Estado y en la empresa. La tan cacareada flexibilidad que exige la derecha significa en el diccionario “capacidad para doblarse sin partirse”; lo que necesitamos es elasticidad, “capacidad para recuperar la forma tras cesar la fuerza que la deformaba”. Para ello los trabajadores necesitan el control de ciertas decisiones en la empresa. Las cooperativas reaccionan mejor a una crisis porque los ingresos de sus trabajadores caen de manera menos conflictiva, porque conocen la situación y tienen la capacidad de recuperar sus ingresos cuando las cosas mejoren. La cogestión en países como Alemania apunta en la misma dirección. La clave del éxito de comunidades autónomas como la del País Vasco es la implicación de los trabajadores, porque eso da lugar a empresas que apuestan más por la calidad y la formación que por el crecimiento rápido (del crecimiento rápido se benefician los capitalistas y otros trabajadores, pero sus riesgos los padecen los actuales, que por eso son remisos). Las diferencias entre ambos continentes han generado ecosistemas distintos. Las empresas alemanas son más estables y tras 120 años siguen liderando sectores como el automóvil o la electrónica, porque basan su progreso en la innovación de procesos para mejorar el producto existente, y ahí la calidad y la implicación de los trabajadores es fundamental. En Estados Unidos las mayores empresas cambian continuamente porque el modelo prima la innovación de producto y facilita el crecimiento rápido de las empresas guiado por un empresario rupturista en su visión. Los dos ecosistemas funcionan y pueden acoger visiones progresistas. Lo que no es posible es querer progresar con partes incompatibles de ambos modelos, protección alemana y flexibilidad americana nos lleva a no ser ni competitivos ni equitativos, y ahí es donde la izquierda española tiene un amplio camino de renovación pendiente. En caso contrario, hace creer a los ciudadanos que la competitividad necesaria solo es posible de la mano de la derecha, recortando derechos y compitiendo con los nuevos países industrializados en una carrera que nunca podemos ganar. En cualquier caso, cómo compatibilizar el futuro de la economía española con la lucha por una sociedad más justa y democrática es el principal reto pendiente para una renovación ideológica inaplazable. En el caso español, hay una coincidencia entre el reto de la adaptación ideológica de la izquierda con los retos de la economía española, porque cuando se concluye que hay que apostar por el crecimiento económico, a continuación la pregunta relevante es de dónde va a venir ese crecimiento, desde mi punto de vista la respuesta es clara: de una mayor competitividad de la economía española. De una parte, diseñando instituciones con reglas claras y transparentes que eliminen el amiguismo y todo tipo de privilegios, primando la igualdad real de oportunidades ex-ante. Y de otra, el factor relacionado con la competitividad y la internacionalización sobre el que más ha insistido la literatura económica de la última década es el tamaño de empresa. Precisamente la dimensión de la empresa juega un papel muy importante para exportar más variedades, más productos, más sofisticados, más cantidades y a más países; pero también permite unas relaciones laborales más equilibradas, con una mayor participación de los trabajadores en la toma de decisiones, una menor temporalidad y unos trabajadores más cualificados con salarios más altos. Por tanto, es posible imaginar y concretar visiones progresistas de la competitividad que permitan sacrificios de los trabajadores, en el corto plazo, a cambio de una mayor reciprocidad en la toma de decisiones de la empresa y de los beneficios futuros. Ello no solo solventaría los problemas financieros de la empresa, sino que además contribuiría a hacerlas más innovadoras y más eficientes para el futuro. (Pedro Saura, 07/01/2013)


Cambio de modelo:
Las mismas voces de ‘expertos’ que defendieron las políticas creadoras de la burbuja inmobiliaria, que fallaron en sus pronósticos sobre la crisis y que en 2011 dieron por buenas las promesas de Rajoy son las que ahora claman al cielo alertando sobre los males que supondría un cambio en las políticas económicas. Son las mismas que siguen sosteniendo que la acumulación de la riqueza en pocas manos es riqueza para todos. De los programas políticos se puede decir mucho. El PSOE habló de pleno empleo en 2008, el PP dijo en 2011 que crearía 3,5 millones de puestos de trabajo y Rajoy incluso afirmó aquello ya famoso de: “¿Medidas para crear empleo? La verdad es que me ha pasado una cosa verdaderamente notable, que lo he escrito aquí y no entiendo mi letra”. Poco sabemos aún del programa electoral del PP o del PSOE para las próximas elecciones, pero se pone la lupa y se exige todo lujo de detalles sobre los programas que confeccionan aquellas formaciones políticas percibidas como amenaza por una elite que en pocos años ha acumulado aún más riqueza. ¿Cómo? A base de eludir impuestos, tributar al 1% a través de sicav o beneficiarse de no tener que pagar por su patrimonio. No hay más que analizar el caso de la difunta duquesa de Alba, que pudo permitirse dejar un 90% de su herencia fuera de la recaudación fiscal. Participando recientemente en un seminario sobre desigualdad organizado por la Fundación Nuevo Periodismo García Márquez y la ONG Intermón Oxfam -que ha publicado recientemente un imprescindible informe al respecto-, algunos ponentes reflexionábamos sobre la deriva del modelo económico actual, secuestrado por los intereses de las elites: lo que en otro tiempo fue aceptado como normal – el fomento de servicios públicos de calidad, la redistribución de la riqueza, impuestos progresivos y muy elevados para las mayores riquezas- ahora es contemplado como una escandalosa radicalidad, a pesar de ser estas las medidas que combaten la pobreza y la desigualdad. Se camina además hacia un “capitalismo patrimonial” -nombrado como tal por Thomas Piketty, experto mundial en desigualdad de rentas y patrimonio- en el que las altas esferas de la economía están dominadas por los ricos y también por los herederos de esa riqueza. Un buen ejemplo es nuestro país, habituado a despreciar la meritocracia y a premiar más el nacimiento que el talento y el trabajo. El llamado Consenso de Washington en los noventa dio rienda suelta a la liberalización y desregulación rápida y violenta de los mercados mundiales, con medidas que facilitaron la apropiación por desposesión en claro perjuicio de los países más débiles, para los que el FMI defendía ya entonces privatización de servicios básicos o el impuesto del IVA en un producto tan fundamental como el agua en África. El modelo actual se basa en una huida hacia delante. Para sostenerse necesita eliminar el Estado del bienestar ahora también en países del sur de Europa, mientras mantiene herramientas que permiten a los que más tienen la elusión fiscal masiva. Para calmar los ánimos, en las Cumbres del G-20 de Washington y Londres en 2008 y 2009 se manejó un concepto ya de por sí bastante paradójico: refundar el capitalismo. Aquella promesa venía acompañada de otra, incumplida hasta hoy: la de acabar con los paraísos fiscales. La respuesta de por qué se siguen aplicando políticas que solo benefician a los más ricos es porque no hay voluntad de cambiarlas. Pero claro que es posible modificarlas. Sin embargo, quienes quieren agitar el miedo ante la posibilidad de un cambio alertan de que “no nos lo podemos permitir” (una frase muy pronunciada estos días por algunos contertulios). Lo dicen en un país con 11,7 millones de personas en exclusión social, con un 55% de paro juvenil, con una tasa de pobreza infantil del 36,3% y con el mayor aumento de la desigualdad dentro de los países de la OCDE. Lo dicen en un país en el que el 1% de los más ricos poseen tanto como el 70% de los españoles, es decir, menos de medio millón de personas frente a 32,5 millones de ciudadanos, y en el que en el último año las 20 personas más ricas incrementaron su fortuna en más de 1,7 millones por hora. El modelo actual presenta la libertad de capitales como si fuera sinónimo de la libertad de las personas y fomenta la desigualdad económica y social mientras pretende sumergir a los seres humanos en el espacio de lo conmensurable, estableciendo evaluaciones y parámetros que nos constriñen. Es un sistema al que le interesa la desigualdad económica, porque se beneficia de ella, y la uniformidad cultural, es decir, la reducción de los seres hablantes en meros objetos sustituibles y obedientes. Frente a ello, es preciso repetir que otra política económica y otros valores son posibles. Que sí nos lo podemos permitir y nos lo debemos permitir porque los seres humanos merecemos una vivienda digna, educación y sanidad públicas para todos, salarios dignos y un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad, tal y como establece la Constitución española, tan invocada solo cuando les conviene. Lo que no podemos permitirnos es seguir padeciendo los efectos del fundamentalismo de mercado, el aumento de la pobreza, de la desigualdad, de la precariedad, del desempleo, incompatibles todos ellos con una democracia real. Eso sí que es inadmisible. (Olga Rodríguez, 03/12/2014)


Modelos: Fukuyama:
Cómo se llega a Dinamarca? Tal es la pregunta que impulsa la colosal obra de Francis Fukuyama, Political Order and Political Decay. Culminación de un empeño iniciado en 2011 con The Origins of Political Order —que exploraba el desarrollo de las instituciones desde la jerarquía en los primates hasta la Revolución Francesa—, el volumen recientemente publicado describe ese proceso de evolución política desde la revolución industrial hasta la globalización de la democracia, y las 1.300 páginas de la obra completa están enhebradas por el empeño en desentrañar de qué forma podemos aproximarnos a esa Dinamarca que emplea como símbolo de una sociedad “próspera, democrática, segura, bien gobernada y con bajos índices de corrupción”. Y aunque advierte que no se refiere tanto al país de ese nombre como a una comunidad ideal con esos rasgos, explica que Dinamarca llegó a ser Dinamarca cuando su sistema político —con el que hoy estamos familiarizados a través de la serie televisiva Borgen— efectuó la transición de un Estado patrimonial a otro moderno. Un proceso complejo y difícil que no es sensato intentar reproducir, siguiendo las pautas de los organismos internacionales, en países como Afganistán, Somalia, Libia o Haití. Fukuyama se hizo popular hace 25 años con un ensayo, The End of History? (publicado originalmente en 1989, y como libro en 1992 con el título The End of History and the Last Man), donde valoraba la victoria del capitalismo y la democracia liberal en la Guerra Fría como un fenómeno irreversible, al juzgar esta forma de organización económico-política como la única compatible con las sociedades desarrolladas y prósperas. Muchos lo juzgaron entonces triunfalista, si bien —como ha subrayado Michael Ignatieff— el texto no estaba exento de melancolía, al expresar su temor de que esta inflexión histórica trajera como consecuencia la pérdida en Occidente de su fibra moral. Considerado durante un tiempo expresión de los valores neoconservadores —y criticado por ello en el famoso discurso sulfúrico de Hugo Chávez ante Naciones Unidas en 2006, donde contrapuso a Noam Chomsky con un falaz final de la historia—, su pensamiento se fue distanciando progresivamente de estos. El politólogo censuró ásperamente las malhadadas intervenciones de Estados Unidos en Oriente Próximo, con obras como America at the Crossroads de 2006, donde analiza los orígenes judíos y trotskistas de los neocon encabezados por Irving Kristol, deplora su identificación con la política exterior de George W. Bush y refuta la responsabilidad ideológica del filósofo Leo Strauss en la guerra de Irak. Y ha manifestado repetidas veces su frustración ante las disfunciones de la organización institucional del país, sumido hoy en una crisis de legitimidad que a su juicio evidencia una auténtica decadencia política. Pero sus convicciones de hace un cuarto de siglo sobre el modelo político deseable permanecen intactas. Un Estado fuerte y eficaz, constreñido por el imperio de la ley y por la vigilancia democrática. Fiel al idealismo hegeliano que aprendió de Alexandre Kojève, pero ahora reemplazando el militarismo estadounidense por el imperio transnacional de la ley que promueve la Unión Europea como la mejor representación de un mundo posthistórico, Fukuyama defiende la democracia liberal frente al capitalismo autoritario chino o las teocracias islamistas, aunque advierte que el fundamentalismo islámico es “el único competidor genuino de la democracia en el reino de las ideas”. Más templado en su visión teleológica de la historia, criticada en su día por Jacques Derrida como “sustancialmente, una escatología cristiana”, el politólogo estadounidense analiza aquí el origen y desarrollo de las instituciones políticas, pero también su decadencia, en el marco de la pugna universal por crear Estados modernos y eficaces. La actual obra, que sus editores describen como “el más importante trabajo de pensamiento político de esta generación”, y que The Wall Street Journal califica de “magistral en su erudición y admirablemente inmodesto en su ambición”, quiere poner al día el libro que Samuel Huntington publicó en 1968, Political Order in Changing Societies. Fukuyama aborda el desafío con una copiosa acumulación de fuentes, extraordinaria amplitud geográfica y un inglés más limpio y claro que el de su mentor. Desde luego, su esperanza optimista de que la democracia liberal resulte finalmente victoriosa (socavada por el propio Huntington, que en The Clash of Civilizations de 1996 argumentó que el conflicto ideológico sería sustituido por el conflicto entre civilizaciones), se ha visto empañada por el desarrollo del capitalismo en Estados autoritarios como Rusia y China, sin que la mayor prosperidad haya generado mayor seguridad jurídica o más amplia participación democrática. Pero Fukuyama argumenta convincentemente que, antes de que un Estado pueda ser constreñido por la ley o la democracia, tiene que existir, algo que por desgracia no se produce en muchos países donde Occidente ha querido implantar sus modelos institucionales, con los fracasos subsiguientes. Polemizando con el determinismo geográfico y técnico de Jeffrey Sachs o Jared Diamond, pero discrepando también con economistas como Daron Acemoglu o James Robinson, que atribuyen un papel central a las instituciones sin dejar de hacer estas dependientes de factores climáticos o de geografía física, Fukuyama atribuye el desarrollo económico y la evolución política a un cúmulo de circunstancias. Entre ellas, la rivalidad entre naciones y los conflictos bélicos como estímulo para el surgimiento de Estados eficaces, y la extensión de las clases medias como soporte esencial de la democracia. Muchos leerán el libro como una defensa del Estado frente a los controles jurídicos y la transparencia democrática —movido por la exasperación de su autor ante lo que llama la vetocracia y la parálisis de la Administración estadounidense, incapaz de reformarse mientras segrega desigualdad económica y deslegitimación política—; pero Fukuyama razona persuasivamente que nada es posible sin un Ejecutivo centralizado y una burocracia competente, que tendrán inicialmente un carácter patrimonial y extractivo antes de lograr la neutralidad moderna, garantizada por el respeto a la ley y los controles democráticos. Ahora bien, “las burocracias contemporáneas más modernas fueron las establecidas por Estados autoritarios en su búsqueda de seguridad nacional”, y es en ellas donde el crecimiento económico y la extensión de las clases medias acabaron generando estructuras democráticas, hoy amenazadas por dos procesos convergentes: el declive de las clases medias producido por la globalización y el cambio técnico; y la decadencia política de las democracias liberales, repatrimonializadas por élites poderosas, lo que conduce “bien a un lento incremento de los niveles de corrupción y la consiguiente menor efectividad del Gobierno, bien a violentas reacciones populistas ante lo que se percibe como manipulación de las élites”. Es difícil evitar el comentario de que parecen palabras escritas para la España de hoy, que todavía no ha encontrado su camino hacia Dinamarca. Nuestro país, en opinión de Fukuyama, tuvo un comportamiento fiscal —a diferencia de Grecia o Italia—, “relativamente responsable” en los años previos a la crisis, de la que “han salido con más éxito los países que, como Alemania y las naciones escandinavas, eligieron un camino intermedio entre el laissez faire de Estados Unidos y Gran Bretaña, y los rígidos sistemas regulatorios de Francia e Italia”. Pero la crisis económica se ha doblado aquí con otra institucional, y no sabemos si el laberinto de senderos que se bifurcan nos lleva a Copenhague o a Caracas. (Luis Fernández-Galiano, 2015)


Empleos: Digital:
Un nuevo orden económico con serias consecuencias para el empleo se ha instalado entre nosotros sin que las autoridades europeas, por descontado tampoco las españolas, ni las patronales ni los sindicatos parezcan haberlo comprendido. Incluso en Estados Unidos, cuna y eje del desarrollo digital, están disparadas las alarmas. Las sinergias que se derivan del desarrollo de las ingenierías del software, robótica, telecomunicaciones y microelectrónica, han creado memorias más rápidas y baratas, mayor movilidad y ubicuidad de la información, máquinas inteligentesque combinadas con otras ramas del conocimiento como la medicina o la climatología, por ejemplo, han generado todo un universo nuevo: el de la digitalización. Un universo que, como ocurriera en su día con la electricidad, embebe los hábitos humanos y condiciona la cantidad y la calidad del empleo. Más que la sustitución del hombre por la máquina, es la aparición de nuevos productos y costumbres los que asolan muchos empleos. Las implicaciones y preocupaciones de este nuevo orden han dejado de ser preocupaciones exclusivas de los tecnólogos. Los economistas finalmente les prestan atención (Foreing Affairs, julio-agosto; The Economist, 4 de octubre) y ya aceptan que el optimista principio de la “destrucción creativa de empleos” no se cumple esta vez. La pérdida de empleos provocada por la digitalización no encuentra contrapartida con la creación de otros que equilibrarían la balanza. Ni siquiera las start up, tan pregonadas como fuentes de empleo, funcionan. El pasado mes de septiembre, en Boston, la comunidad científica reconoció, a partir del censo americano de empresas, que aquellas llevan años reduciendo su capacidad para generar empleo. Las que sobreviven son autoempleo o tienen menos de cinco trabajadores. Instagram o WhatsApp no superan los cien empleados a pesar de haber alumbrado productos rompedores que fueron adquiridas por las “grandes ganadoras”, que pagaron cantidades fastuosas por ella. Pero esos ingentes desembolsos de capital no tienen traducción positiva en el mercado laboral. Unas inversiones similares durante la era industrial hubieran supuesto la creación de miles de puestos de trabajo. Cuando Eric Schmidt, presidente ejecutivo de Google, ante miles de emprendedores afirmaba hace unas semanas en la plaza de Las Ventas en Madrid que las start up generaban empleo no decía la verdad. Mientras Schmidt, cuya empresa, con sus portentosos desarrollos tiene un modelo de negocio con preocupantes variedades de monopolio, niega la realidad, en Europa se la ignora directamente. Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, en su conferencia en Jackson Hole del pasado agosto sobre Desempleo en la zona euro, no dedicó ni un minuto de la hora larga en la que intervino a analizar los efectos sobre el mercado laboral de la tecnología. Draghi se limitó a la tradicional relación entre política monetaria y empleo, ignorando que la economía actual no puede explicarse solamente en términos propios de la era industrial. Esta carencia apareció de nuevo en la reunión de Milán de octubre del Consejo Europeo, incapaz de concretar presupuesto alguno para “medidas activas en favor del empleo”, una expresión acuñada en lo mediático pero hoy vacía. Desgraciadamente, el empleo disponible, como la energía, es un recurso escaso que habrá que administrar racional y democráticamente. En la digitalización, la UE no sabe hacia dónde dirigir sus recursos. De hecho, muchos se preguntan si las líneas de I+D que financia, acaban siendo más productivas para las monopolísticas multinacionales digitales que para el empleo europeo. Una desorientación que puede llevar a repetir episodios como los vividos en España, que ha dejado la discusión a empresarios y sindicatos con muy dudosos balances sobre su eficiencia. La coincidencia temporal de la consolidación digital con la crisis económica complica el análisis cuantitativo de sus efectos en el mercado de trabajo; pero no parece temerario asegurar que la estructura laboral asociada a los extraordinarios desarrollos digitales implica que se destruyan más empleos de los que se alumbran. La digitalización no debe confundirse como una suerte de Tercera Revolución Industrial. Frente a los cambios que dieron resultados tangibles, el universo digital lleva a cabo también tareas cognitivas de resultado inmaterial. Robots, ordenadores y redes, conjunta o separadamente, han impregnado conductas haciendo desaparecer trabajos y modelos de negocio. El ritmo de cambio es impresionante: en la actualidad se hacen más fotografías en un minuto que en todo el siglo previo a la liquidación de Kodak en 2012, las relaciones interpersonales son radicalmente nuevas, existen robots que trabajan respetando la seguridad de la persona, cursos masivos abiertos y gratuitos que ponen en tela de juicio el formato de enseñanza universitaria, se atisba el fin de la Galaxia de Gutenberg después de cerca de seis siglos de existencia… El producto digital, sorprendentemente, aúna valor creciente y coste decreciente. Es casi inagotable y está siempre disponible para personas y máquinas; tiene una enorme capacidad de acumulación y crecimiento por su uso (el trabajo del propio cliente lo expande, lo mejora y produce ganadores únicos en un mercado cuyos modelos de negocio sólo pueden comprenderse por su universalidad y monopolio); y un coste marginal casi nulo de su reproducción. La industria, además, ha cambiado su cadena de fabricación: diseña con programas escritos por otros, que trabajan lejos de quien fabrica; usa realidad virtual para hacer los costosos prototipos de antaño; la logística de proveedores y clientes se ejecuta telemáticamente; la vieja factoría reduce su superficie con la robotización avanzada… Lo digital hace que lo industrial se haga terciario. Más allá de la deslocalización, la industria no disminuye, se redefine. En las relaciones cotidianas desaparece la intermediación, y con ella centenares de miles de puestos de trabajo. El autoservicio es una fuerza imparable que nació con el supermercado y la gasolinera, siguió con el comercio electrónico y ahora se sitúa directamente contra el empleo al difuminarse los papeles de productor y consumidor de la ingenuamente celebrada economía colaborativa. Los empleos se liman (el usuario releva a taxistas, hoteleros o agentes inmobiliarios y hasta quiere fabricar objetos en casa con impresoras 3D). Nada de todo esto ocurrió porque sí. Al preguntarse ¿tendrán empleo quienes hagan Apps para Apple, conduzcan para Uber, sean hoteleros Airbnb, etcétera? Decidieron que sí. En España esta desintermediación se practica a lomos de la economía sumergida, propia del desempleado desesperado, y de la autosatisfacción de un usuario, cada vez más ocupado y menos empleado. Participar, sin más, en una carrera tecnológica con Estados Unidos no es lo más inteligente, entre otras razones porque las condiciones de partida de España son muy distintas. De entrada, los empleos en los que se ocupa la clase media española están muy afectados por la crisis económica. La única fortaleza reside en los servicios a la persona. La solución, se dice, está en la educación; pero a corto y medio plazo poco va a ayudar a los seis millones de parados. Si se elabora una relación de empleos que: a) existan o puedan existir en breve. No los que podrían darse si hubiéramos actuado de otra manera en el pasado; b) que se ofrezcan en suelo español. No en California ni en China ni siquiera en Alemania, y c) que estén sin ocupar a causa de la supuesta falta de formación de los millones de personas no empleadas o subempleadas que tenemos. La lista es corta. La solución educativa ocupa al menos el tiempo de una generación para dar resultados; no resuelve el nuevo orden entre digitalización y empleo. A lo lejos se vislumbra la alternativa siempre polémica de repartir el trabajo. Una posibilidad que supera a la tecnología y que abre un arduo debate político. Mientras tanto, las élites deben entender el nuevo orden que ya se ha instalado con lo digital. (Gregorio Martín Quetglas, 06/01/2015)


Empleos: Digital: Avances procesamiento:
¿Recuerdan la leyenda del inventor del ajedrez? El rey, encantado con el invento, ofreció al inventor una recompensa. El inventor le pidió cobrar 1 granito de trigo por el primer cuadrado, 2 por el segundo, 4 por el tercero, y así sucesivamente. El rey, con escasa habilidad aritmética, dijo sí. Desgraciadamente para él, la suma de granitos es fácil de calcular aritméticamente, pero inimaginable para nuestras mentes. El resultado del cálculo es aproximadamente 1.8 con 19 ceros detrás. Escríbanlo: el número de granitos tiene 19 ceros. Hagan un poco de aritmética mental y se convencerán. Los granitos de la casilla 10 son 1.024, y los de la 11 son 2.048: en cada casilla hay más granos que en la suma de todas las casillas anteriores. Multiplicar por 1.000 lleva diez casillas, luego en 60 habremos multiplicado por 1.000 6 veces, y esto tiene 18 ceros. Wikipedia nos informa de que este número de granitos es la producción global de trigo de …¡21.000 años! Pues bien, la progresión de las tecnologías de la información que utilizamos para leer nuestro WhatsApp o El Confidencial es como la de los granitos de trigo en el tablero. La ley que ha guiado esta evolución, la Ley de Moore, formulada por el co-fundador de Intel (el fabricante de microchips) en 1965, dice que el número de transistores en un circuito integrado se dobla cada 20 meses, y como consecuencia, la capacidad de los ordenadores se dobla cada 18 meses. Es decir, como los granitos de arroz del cuento, entre hoy y el 6 marzo del 2017, la capacidad de los ordenadores crecerá lo mismo que desde 1941 hasta hoy. Los ejemplos de esta progresión son muchos: el ordenador del Cohete Apollo que llegó a la luna (el Apollo Guidance Computer) tenía 64 kbytes de memoria, que es menos de lo que tiene el tostador de su casa. Y esta progresión explosiva de las tecnologías de la información determinará la respuesta a la pregunta clave para el destino de la economía, y de nuestras vidas laborales, en las próximas décadas: ¿cómo cambiarán los robots el empleo? Hay una cosa segura, espero, tras nuestro pequeño ejercicio de aritmética: los ordenadores y la automatización avanzarán mucho. ¿Pero cuánto? ¿A qué empleos afectarán? Empecemos por lo más sencillo. El principio clave es fácil de entender: las ocupaciones más en peligro son aquellas que consisten en tareas rutinarias, es decir, tareas que pueden ser descritas por procedimientos definidos por unos pasos concretos, predecibles, y que por tanto pueden ser descritas por un algoritmo. Por ejemplo, casi todas las tareas en la cadena de montaje de una fábrica de coches son procedimientos rutinarios (“torcer la tuerca A y meter el tornillo B; luego apretar”) que ahora hacen robots. O las tareas de muchos empleados en banca o en seguros, que se dedicaban a rellenar papeles a bolígrafo, copiarlos y archivarlos. Los trabajos que, por el contrario, mejor resisten a esta evolución de la tecnología de la información son de dos tipos: los trabajos manuales del sector servicios y los trabajos intelectuales más abstractos. Los primeros, “manuales en servicios”, como cuidar un bebé, hacer las camas del hotel, cuidar un jardín, proteger la seguridad de un banco, han visto enormes crecimientos recientes de demanda, con incrementos tanto del número de empleados como de su sueldo. También los segundos, cognitivos abstractos, como escribir un programa de ordenador o imaginar el guión de una serie de televisión, han visto estos aumentos de demanda, con aún mayores crecimientos de sueldos y empleos. La consecuencia de estos cambios es la “polarización” del mercado de trabajo, su concentración en los extremos alto y bajo: la tecnología ocasiona la destrucción de muchos de los empleos “de clase media” que proporcionaban a enormes segmentos de la población una existencia tranquila, productiva, y bien remunerada, sin mayores cambios pero también sin mayor inseguridad. En su lugar vemos más empleos con baja remuneración (el empleo manual en servicios) y más empleos con elevados salarios (el empleo abstracto cognitivo). El problema al aplicar esta sencilla hipótesis es que, dada la progresión geométrica con la que comenzábamos, el número de tareas que los ordenadores son capaces de hacer se expande continuamente. En cierto modo lo que hoy consideramos que no es nada rutinario (escribir un artículo en el periódico) mañana puede ser rutinario y hecho por el ordenador. En un reciente libro, los economistas Brynjolffson y McAfee ilustran este problema con un ejemplo fabuloso. En 2004, dos economistas ilustres habían usado la conducción como ejemplo de tarea difícilmente rutinizable. Escribían: “Girar a la izquierda con tráfico requiere tantos factores que es difícil imaginar que se puedan descubrir las reglas que imiten el comportamiento de un conductor”. Pues bien: en 2010, solo 6 años después de que a estos economistas les pareciera imposible que los robots pudieran conducir, Google anunciaba un coche que se conducía sólo. Mirando hacia adelante parece claro que ocupaciones que parecían imposibles de reemplazar, como conductor de camiones o buses, pueden no existir en 30 años. Lo mismo puede suceder con los radiólogos (los Rayos X los puede diagnosticar un buen sistema experto), los traductores (Google translate ya es un buen punto de partida) o, por qué no, los periodistas. Por otro lado, no cabe asustarse en exceso: la preocupación por lo que el progreso tecnológico puede hacer al empleo ha existido desde hace mucho tiempo. La mecanización de la agricultura expulsó a millones del campo, que encontraron trabajo en la industria. Luego los robots desplazaron a los trabajadores de la industria, que encontraron empleo en el sector servicios, en empleos que hace 40 años eran en muchos casos inimaginables, desde profesores de zumba en el gimnasio a “coaches de mindfulness”. Lo más probable es que esto siga sucediendo, es decir que la economía dinámicamente genere nuevos empleos y nuevas necesidades a medida que hay exceso de trabajadores en algunos segmentos. Además, muchos empleos simplemente nunca se automatizarán: bomberos, fisioterapeutas, ortodoncistas. ¿Qué debemos hacer ante esta evolución del trabajo? Dos medidas me parecen necesarias: tenemos que incrementar la formación, para asegurar que los trabajadores pueden adaptarse a los cambios que vengan. Pero la formación que ahora adquieren nuestros estudiantes debe cambiar. Se trata, más que de enseñar conocimientos concretos que se harán deprisa obsoletos, de enseñar a los estudiantes a aprender. Deben aprender a aprender. Pero la educación no es suficiente en un mundo con el rápido cambio tecnológico que experimentamos. Muchos se encuentran en callejones sin salida con bajos salarios, en empleos de servicios que no generan los ingresos suficientes para salir adelante. Aquí mi opinión (y la de Ciudadanos) es que la sociedad debe complementar estos bajos ingresos, que serán cada vez más frecuentes, para que alcancen un salario digno que haga que el trabajo pague suficiente para vivir la vida que uno desea. Las dos alternativas posibles que hay parecen crear nuevos problemas: primero, introducir en vez de un complemento salarial un salario mínimo más alto parece de todo punto contraproducente, porque acelerará la tendencia de sustituir trabajadores por máquinas que se quiere combatir. En segundo lugar, introducir una renta mínima básica para todos es una medida aparentemente satisfactoria, pero puede crear una enorme “subclase” marginada en las afueras del mercado de trabajo. Nuestra solución garantiza la participación laboral de los trabajadores y la dignidad que eso conlleva para ellos. Por tanto mejorar la Educación para facilitar a los jóvenes, y no tan jóvenes, el acceso a los nuevos empleos e introducir una medida de complemento de las rentas para los empleos que crecerán de servicios manuales, tales como el cuidado de niños y ancianos, de protección, etc. son dos ejes clave del programa de Ciudadanos que responden a los retos de este cambio tecnológico. (Luis Garicano, 06/09/2015)


Modelo español:
¿Qué es un economista? Un viejo aserto los compara con los pilotos suicidas, aunque con una particularidad. Los economistas conducen por la dirección equivocada, pero, al mismo tiempo, calculan -valiéndose del retrovisor- el número de cadáveres que van dejando tirados a ambos lados de la cuneta. El presidente Roosevelt, con razón, sostenía en un célebre discurso pronunciado en medio de la Gran Depresión que “lo único que debemos temer es a nosotros mismos”. Sobre todo si son economistas (o políticos metidos a dar clases de la ciencia lúgubre) con alguna tendencia suicida. Este comportamiento disparatado es, en realidad, lo que explica la existencia de ciclos económicos cada vez más numerosos e intensos. Sin duda, por la proliferación de políticas desesperadas -normalmente mediante la creación de burbujas financieras o desregulando de forma insensata mercados complejos- con el fin de cubrir un determinado horizonte temporal que suele coincidir con las elecciones. Es lo que algunos filósofos han denominado ‘cultura de lo urgente’. El resultado, como bien sabe este país, se suele traducir en un sistema económico sin apenas resistencias -por ausencia del mínimo sentido de la responsabilidad- que sucumbe cada cierto periodo de tiempo (la media histórica entre recesión y recesión se sitúa entre ocho y diez años), pero que, al mismo tiempo, emerge con fuerza cuando soplan vientos de cola por causas fundamentalmente exógenas debido a la mayor integración europea y en menor medida a las reformas. ¿Cuánto estaría creciendo España si no fuera por la debilidad del euro, por el desplome de los precios del petróleo, por la manta de liquidez que proporciona el BCE o por el hecho de que Bruselas diera dos años más para alcanzar un déficit equivalente al 3% del PIB? Ni que decir tiene que la catarsis colectiva comienza (‘hemos aprendido la lección…’) cuando las consecuencias del desastre se perciben con crudeza en la opinión pública. Por entonces, sin embargo, el conductor suele haberse dado a la fuga. En unos casos a la manera escapista del genial Houdini. Algunos, incluso, tienen la osadía de dar lecciones sobre lo mal que lo hacen sus sucesores, como si los cadáveres que ellos dejaron en la cuneta fueran ajenos a su estrategia de fuga hacia adelante. Ese comportamiento se suele resumir en una castiza expresión: ‘Quien venga detrás que arree’. No es de extrañar, por eso, que el filósofo Daniel Innerarity reclame en su última obra una nueva teoría del tiempo social. No se trata de un fenómeno estrictamente español. Pero la prueba del nueve tiene que ver con la abundancia de crisis financieras nacidas al margen de los ciclos naturales de la economía, cuyo origen, simplificando, hay que relacionar con los desajustes entre oferta y demanda. Entre esas causas que provocan las crisis se encuentra un fenómeno cada vez más extendido y que hay que vincular a la evolución de los salarios, y que ha provocado fenómenos como el llamado ‘filantrocapitalismo’, que nace cuando determinadas élites económicas (Soros, Warren Buffet o Bill Gates) suplantan el papel del Estado para reequilibrar rentas y atender a sectores necesitados. Socialización de pérdidas El despropósito llega al extremo en países como EEUU, donde es el propio Estado quien subvenciona una parte de los salarios (en España lo propone Ciudadanos), lo que supone una socialización de pérdidas sin precedentes. En Europa -y desde luego en España- se hace de una forma más sutil, y es el propio Gobierno quien incentiva una devaluación competitiva (reducir los salarios reales), pero, al mismo tiempo, excluye a las nóminas muy bajas del pago del IRPF, lo que supone una subvención encubierta de las empresas, que así pueden contratar pagando menos por el factor trabajo. El problema, como es obvio, es que el sistema de protección social (básicamente las pensiones) se financia con nóminas en el marco de un sistema de reparto, y si las bases reguladoras descienden, también lo harán por pura coherencia la cuantía de las pensiones futuras. Aunque no sólo eso. Al mismo tiempo, las bases imponibles del IRPF se resienten de forma intensa, por lo que esa erosión limita la capacidad redistributiva de los impuestos, una de las funciones esenciales del Estado en cualquier país civilizado. Sin contar con el efecto macroeconómico que tiene el avance de la robótica, que permite aumentar la productividad, pero que debilita el efecto de los salarios sobre el consumo y la inversión. Así es como se ha instalado en muchas sociedades un fenómeno nuevo pero que tiene un impacto extraordinario sobre la estructura social y económica del país: el fenómeno de los trabajadores pobres, y que recuerda a la célebre paradoja del agua y los diamantes. Esta paradoja surge ante la evidencia de que mientras la utilidad del agua es infinita, poseer diamantes es perfectamente inútil. Sin embargo, en una economía de mercado, donde se intercambian bienes, los diamantes valen más que el agua porque su utilidad marginal es mayor. Algo parecido sucede con el trabajo, que con una legión de parados (23,7 millones en la UE) pierde valor. Hasta ahora se entendía, al menos en los países avanzados, que el trabajo formaba parte de la emancipación personal. O lo que es lo mismo, la autonomía y la libertad del ciudadano -la materia prima que explica el nacimiento del Estado-nación- se basaba en la capacidad económica individual. Ahora, sin embargo, y a modo de muleta salvadora, el salario depende de factores externos (filantrocapitalismo o ayudas de Estado), lo que fomenta el clientelismo político. Los partidos populistas tienden a compensar los bajos salarios con ayudas fiscales que paga el resto de contribuyentes. Fundamentalmente, las clases medias que superan determinados nivel de rentas (cada vez menores), lo que explica el ‘cabreo’ de muchos ciudadanos con el sistema político, ya que sólo los muy pobres (los que el Estado incentiva con los bajos salarios) tienen acceso a las ayudas públicas. Algo que está detrás del nacimiento de partidos xenófobos en toda Europa. Los ciudadanos están dispuestos a soportar a regañadientes una caída de los ingresos para que la economía se recupere, pero dentro de un horizonte temporal razonable y siempre que no se sientan discriminados. El desorden El desorden intelectual de la izquierda no ha hecho mucho por la recuperación de la dignidad del salario. Ni Clinton ni Blair -los últimos baluartes de una nueva forma de hacer política desde la izquierda- abordaron este asunto, que está en el centro del contrato social. Ni, por supuesto, la socialdemocracia alemana cumple ahora un papel relevante, sino sólo residual. El ensanchamiento de la desigualdad en los países de la OCDE, de hecho, tiene mucho que ver con ello. Curiosamente, sin embargo, el fenómeno de la desigualdad suele verse como consustancial al sistema económico, pero sus implicaciones políticas están muy poco estudiadas. Unos de los escasos trabajos relevantes lo acaban de publicar los economistas Enrique Fernández-Macías y Carlos Vacas-Soriano, investigadores de Eurofound, quienes advierten sobre las consecuencias negativas que tiene para la zona euro la enorme dispersión salarial entre regiones. Fundamentalmente porque la mayor integración europea exige políticas económicas globales, algo que difícilmente se puede lograr cuando las distancias salariales han tendido a ensancharse, como por cierto ha vuelto a poner de manifiesto el último informe de la OCDE, organización poco sospechosa de ser un agente trostkista. No es un asunto baladí que tenga que ver exclusivamente con la correlación de fuerzas en el mundo del trabajo. La legitimidad política y social de la economía de mercado -y de sus instituciones- está basada en el equilibrio entre el capital y el trabajo, pero ese contrato social es el que se ha roto de forma frecuente en beneficio de los primeros. Con razón Inneraraty reclama una “ética del futuro” capaz de imponer una responsabilidad y justicia proyectadas hacia el porvenir. Esa ética, sostiene el filósofo, consciente de la interdependencia generacional, exige “que el modelo del contrato social que regula únicamente las obligaciones entre los contemporáneos ha de ampliarse hacia los sujetos futuros respecto de los cuales nos encontramos en una completa asimetría”. El piloto suicida, sin embargo, sigue a lo suyo. Y por eso no estaría de más que alguien le advirtiera de que aunque no lo parezca por causas coyunturales conduce por la dirección equivocada. Aunque ahora no vea por el retrovisor los cadáveres que irá dejando a ambos lados de la cuneta. Sus herederos sí los verán. Al fin y al cabo, la política es, fundamentalmente, una cuestión moral. (Carlos Sánchez, 24/05/2015)


Igualdad:
Aún no hemos entendido bien el sentido profundo de la crisis que explotó en 2008. No fue una crisis económica convencional, como las de los años ochenta y noventa del siglo pasado. Fue la señal del agotamiento del modelo de economía y de sociedad de toda una época (1980-2008). Como no entendimos bien la naturaleza de la crisis, la respuesta ha sido equivocada. Se pensó que bastaba con aplicar políticas convencionales de corrección de los desequilibrios macroeconómicos (déficit presupuestario, deuda pública y déficit comercial) para que las aguas volviesen a su cauce. Fue un error. La zona euro es el mejor ejemplo. Lo que ocurrió en 2008 fue el colapso del modelo de economía y de sociedad que surgió en los setenta. Durante esos años, las nuevas tecnologías y la globalización impulsaron el aumento de la renta y la riqueza. Simultáneamente, las políticas desregulatorias de esa etapa favorecieron su desigual reparto. Los de arriba acumularon renta y riqueza, los de abajo deuda. Surgió un modelo de sociedad con una pequeña elite afortunada y cosmopolita y una gran mayoría con ingresos y oportunidades menguantes. Una nueva “Belle Époque”, similar a la de un siglo antes. Ese modelo de economía pudo funcionar porque los bajos salarios fueron compensados con el endeudamiento de las familias. Pero, al contrario que la riqueza, el endeudamiento tiene un límite. Ese modelo de economía y sociedad de la nueva “Belle Époque” de finales del siglo pasado agotó su recorrido en la crisis financiera internacional de 2008. Pero no se supo ver. O no se quiso ver. Ahora necesitamos alumbrar una nueva era de progreso económico y social. Una era capaz de generar oportunidades de empleo y de mejora para todos, especialmente para los que más lo necesitan, los jóvenes. Una era de emancipación, que permita a las personas lograr ser aquello que tienen motivos para desear ser. Como ocurre en las etapas de grandes cambios, lo nuevo tarda en hacerse realidad y lo viejo se resiste a desaparecer. Por un lado, los partidos tradicionales, influidos por una visión cortoplacista siguen formulando políticas business friendly: reducciones de impuestos a empresas y directivos, recorte del gasto social, devaluación salarial y desregulación laboral. Es una formula vieja que no sabe ver que la creación de riqueza a largo plazo es una tarea colectiva. Por otra parte, las nuevas fuerzas políticas de izquierda alternativa identifican bien la necesidad del cambio, pero no aciertan en los medios. Lo vinculan todo al aumento del gasto social, a la subida de los impuestos y a las viejas formas de intervención económica del Estado. Son demasiado deudoras de los años sesenta. El nuevo progresismo tiene cinco retos: Primero. Crear instituciones que favorezcan la estabilidad macroeconómica y la preservación de los servicios públicos fundamentales (educación, sanidad, pensiones). Para ello necesitamos practicar un keynesianismo bien entendido: ahorrar en tiempos de bonanza y gastar en los de depresión. Un ejemplo de este tipo de institución es la “hucha” de las pensiones. Segundo. Fortalecer la política contra los monopolios, los cárteles y los privilegios concesionales y corporativos. Estas actividades, que elevan precios y márgenes, son como sanguijuelas que sangran la renta y el bienestar de los consumidores. A la vez, impiden la entrada de nuevas empresas más innovadoras. Necesitamos una liberalización profunda de los mercados de bienes y servicios, a la vez que una regulación más exigente de los mercados financieros. Tercero. Dar un giro radical a las políticas empresariales. Virar el rumbo desde la rentabilidad hacia la productividad. La devaluaciones salariales, las subvenciones, las rebajas de impuestos y la desregulación laboral van orientadas solo a la rentabilidad. Si ponemos el foco en la productividad veremos más clara la necesidad de priorizar la educación, la formación, la inversión y el I+D. Cuarto. Un Estado menos intervencionismo y más innovador y emprendedor. La rivalidad entre Estado y mercado es un tópico interesado de la “Belle Époque”. Allí donde las cosas funcionan bien, el Estado tiene un papel fundamental en la mejora de la productividad, en la promoción de inversiones productivas que no hace el sector privado y en la creación de nuevos mercados. Quinto. Un nuevo Estado social volcado en la igualdad de oportunidades. Las políticas actuales del Estado del bienestar y el sistema fiscal protegen bien el bienestar de las generaciones mayores y de las clases acomodados, pero dejan desprotegidas a las generaciones más jóvenes. El Estado social del siglo XXI tiene que orientarse a la igualdad de oportunidades. Estas son, a mi juicio, algunas de las piezas del nuevo progresismo que necesitamos para sustituir a la sociedad desigualitaria e injusta que colapsó en 2008. (Antón Costas, 11/10/2015)


España: Productividad:
Estos últimos años, el debate en España se ha centrado en las medidas para salir de la crisis económica y social que surgió tras el estallido de la burbuja inmobiliaria y financiera. Sin embargo, el país ha padecido un retraso en términos de empleo y bienestar que tiene raíces profundas y se inició mucho antes de la actual crisis. La economía española tiende a generar menos empleos que otras economías europeas. Si se considera un ciclo completo —que incluye la fase expansiva y la de recesión—, la tasa de crecimiento del empleo es tres veces inferior a la de países como Alemania, Austria o Francia. De hecho, en el momento de mayor crecimiento, la tasa de paro se situó alrededor del 8%, una cifra que muchas economías europeas considerarían un problema grave. Además, los puestos de trabajo han sido cada vez más precarios. Ya antes de la crisis, la tasa de temporalidad era la más alta de la Unión Europea. Más de un 22% de los trabajadores son pobres según los criterios de la Unión Europea, seis puntos más que la media de la zona euro. Como consecuencia, cada español dispone de una renta un 30% inferior a la media de los países europeos más avanzados y esa brecha, lejos de cerrarse, se ha ampliado desde la creación del Euro. Esta situación se debe al modelo productivo sobre el que ha descansado el desarrollo económico y social. Durante las últimas tres décadas, la economía española se ha especializado en actividades que no permiten el pleno aprovechamiento del talento disponible. El desarrollo turístico, con un fuerte componente estacional, no ha permitido aumentar el valor del potencial cultural del que dispone el país. La industria se ha ido insertando, a veces con gran éxito, en la economía mundial. Pero en algunos casos el peso de la de subcontratación limita los beneficios de la globalización. La construcción se ha beneficiado de años de intenso crecimiento sin que mejorara de forma equivalente la calidad del producto. Y, salvo excepciones de empresas que se han convertido en punteras a nivel mundial, la crisis no permite augurar un cambio significativo hacia un tejido empresarial más competitivo. La Administración pública se ha empezado a digitalizar pero no lo suficiente como para que los ciudadanos y las empresas dispongan de un servicio a la altura de sus expectativas. Todo ello ha repercutido, primero, en el débil aumento de la productividad. Un trabajador español genera en torno a 61.000 euros de producción anual, es decir, un 25% menos que en los países europeos más avanzados. Debería preocupar que, en los últimos 15 años, la productividad se haya estancado mientras seguía creciendo en Alemania y Francia, por ejemplo. Un débil crecimiento de la productividad limita el espacio para aumentar los salarios, el empleo estable y la inversión productiva. La remuneración media por hora trabajada está un 30% por debajo de los países europeos más productivos. Y el diferencial se está ampliando. Todo ello repercute sobre el potencial de generación de riqueza y de reducción de las desigualdades. Además, el estancamiento de la productividad pone en peligro la sostenibilidad de la protección social, cuyo desarrollo ha sido, sin duda, uno de los mayores logros del país. Afecta a la capacidad de creación de empleos estables y bien remunerados, sobre los que descansa la financiación de las pensiones. Y la precariedad laboral que conlleva una baja productividad tiende a aumentar el paro y ejerce une presión permanente sobre las prestaciones por desempleo. Por último, el modelo productivo dificulta el aprovechamiento de las oportunidades que ofrecen las nuevas tecnologías y la transición hacia una economía más respetuosa con el medio ambiente. Estamos, pues, ante el riesgo de un círculo vicioso en el que la infrautilización de tecnologías digitales y la baja productividad se reforzarían mutuamente, ampliando la brecha económica con respecto a los países más avanzados y agravando las desigualdades sociales. El modelo productivo necesita un cambio. Estos últimos años las iniciativas se han centrado esencialmente en torno a la reforma laboral y la eliminación de trabas a la creación de empleo que supuestamente genera la normativa laboral. Así, las medidas han abundado en lo referente al coste del despido y a la flexibilización del contrato de trabajo. Estas reformas se han considerado como esenciales para la reducción del desempleo. Es evidente que la normativa laboral es importante, siempre y cuando se plantee mediante el diálogo social y se respeten las normas de la OIT. Ese es el caso de las reformas emprendidas en Austria y Holanda, que reducen la incertidumbre jurídica sin reducir el coste del despido. Pero la reforma laboral, incluso cuando está bien formulada, no puede ser la clave para impulsar un cambio en el modelo productivo. El tejido de empresas de tamaño intermedio es insuficiente para hacer frente a los retos de la globalización y del cambio tecnológico. El porcentaje de las empresas de 50 a 300 trabajadores es el más bajo de la Unión Europea, después de Portugal. Fomentar el crecimiento de las pequeñas empresas para que dejen de serlo facilitaría la creación de empleo y aumentaría su resistencia ante los cambios del ciclo económico. En este sentido, la reducción de las trabas administrativas y fiscales es una prioridad. La digitalización de las Administraciones públicas permitiría acelerar los trámites, haría la normativa más transparente y contribuiría a mejorar la igualdad de oportunidades. La experiencia de otros países demuestra que este tipo de medidas limita el riesgo de corrupción. Una reforma del sistema impositivo facilitaría la innovación y la toma de riesgo, en vez de fomentar la inversión inmobiliaria o en actividades que no se corresponden con el necesario cambio productivo. Es prioritario reducir la carga fiscal sobre las rentas del trabajo, aumentar el impuesto sobre ganancias financieras y reforzar la lucha contra el fraude fiscal. Además, la creación de un banco público de inversión ayudaría a promover el desarrollo empresarial y a orientar la economía española hacia sectores con mejores perspectivas internacionales. Por ejemplo, Alemania dispone de un sistema de garantía de créditos que facilita el crecimiento empresarial y consolida el tejido productivo. La transformación estructural dependerá de que los trabajadores posean las competencias profesionales y la formación adecuadas para responder a las necesidades de la nueva economía. El sistema educativo requiere especial atención. La lucha contra el fracaso escolar —uno de los más altos de Europa— y el acercamiento entre las universidades y las empresas son esenciales para facilitar el cambio del modelo productivo. Del mismo modo, la preparación de los trabajadores para el nuevo modelo de crecimiento pasa por la puesta en macha de programas de formación que se ajusten a las necesidades de las empresas, tal y como se ha hecho en otros países. Suecia, por ejemplo, cuenta con programas de formación en tecnologías de la información diseñados por los propios empleadores. En definitiva, se trata de aprovechar las ventajas indiscutibles de que dispone un país abierto, que cuenta con jóvenes talentosos y mejor formados que las oportunidades de trabajo que se les presentan, con influencia en la Unión Europea y gran potencial de crecimiento. Pero para ello se requiere de una estrategia coherente y con persistencia en el tiempo, que permita transitar hacia otro modelo productivo. Una nueva etapa se puede abrir que se traducirá en mayor prosperidad para todas y todos. (Raymond Torres, 19/10/2015)


Gestión de Guindos:
Todos parecen coincidir en la necesidad de regenerar la vida política española. ¿Y la economía? No está tan claro. Porque ha calado en nuestro país el mensaje triunfalista del PP sobre su gestión económica y muchos piensan que no es necesario cambiar de rumbo, sobre todo cuando una desdibujada socialdemocracia ha sido incapaz de hacernos llegar otras alternativas. Ante esta sociedad desinformada, creo oportuno, desde el rigor profesional, desmontar algunos mitos sobre la excelencia de la política económica del pasado Gobierno, sin ignorar sus logros. Pueden abrirse vías a la regeneración. El mensaje del PP se resumiría así: cuando llegó al poder encontró, como herencia del Gobierno socialista, una economía en caída libre, al borde de la intervención y con graves desequilibrios; posteriormente, la política económica de Rajoy convirtió la recesión en crecimiento y empleo, evitó el rescate y redujo los desequilibrios; en la actualidad, aunque queda mucho por hacer, avanzamos en la dirección correcta y cualquier cambio de orientación sería una marcha atrás. Los economistas sabemos que la catastrófica situación de 2011 proviene del nefasto modelo de crecimiento de la década anterior a la crisis, iniciado por el PP y continuado por el PSOE, basado en el endeudamiento y en la burbuja inmobiliaria que generaron graves desequilibrios. Las crisis internacional de 2008 explosionó la burbuja inmobiliaria y arruinó crecimiento, empleo y solvencia financiera. La inadecuada gestión socialista de la crisis agudizó los problemas. El resultado fue la primera recesión: 5,5 puntos menos de PIB, 2,5 millones de empleos destruidos, aumento del paro hasta el 22% y un déficit público del 10%. Durante el mandato de Rajoy cambió la situación: se recuperaron economía y empleo y se redujeron ciertos desequilibrios. ¿Es esto suficiente para valorar positivamente toda la gestión económica popular?. No, si no se responden algunas cuestiones relevantes: ¿fue la política económica del Gobierno el principal y cuasi-exclusivo artífice de este cambio? ¿dicha política era básicamente acertada? ¿de qué calidad fueron sus resultados? ¿cuáles fueron sus costes? ¿no había alternativa? Primera cuestión: ¿el Gobierno artífice de la recuperación? Agotado el ciclo recesivo, diversos factores ajenos a políticas gubernamentales impulsaron la recuperación de 2013: incremento de la demanda europea, flexibilizaciones en la reducción del déficit y las fuertes devaluaciones salariales que sufrieron los trabajadores para aumentar la competitividad. Posteriormente, políticas del Gobierno, como la reforma laboral y los ajustes presupuestarios, reforzaron las reducciones salariales, impulsaron aumentos de empleo y mejoraron las expectativas, fortaleciendo la demanda interior y la recuperación. Pero la elevada velocidad de crucero de nuestro crecimiento reciente proviene principalmente de los vientos de cola (bajada de precios del petróleo, expansión monetaria y devaluación del euro) y de la expansión fiscal electoralista de 2015. Además, todavía no hemos alcanzado el nivel del PIB de 2008 (Alemania lo hizo en 2011 y la eurozona en 2014). Por otro lado, no fue el Gobierno quien evitó el rescate de nuestra economía sino el contundente apoyo de Draghi al euro en julio de 2012 y la resistencia de los socios europeos a intervenirnos por su coste inasumible. El mérito de Rajoy, como siempre, esperar. Segundo tema: ¿fue correcta la política económica del Gobierno? Fue la dictada por Bruselas, consolidación fiscal y reformas estructurales, con todas las incertidumbres respecto al acierto de su enfoque y con notables errores y carencias en la aplicación española. En los primeros años, nuestra excesiva contracción presupuestaria en un período de fuerte caída del PIB provocó una segunda recesión de más dos años (5 puntos menos de PIB, más destrucción de empleo y aumento del paro hasta el 27%), redujo fuertemente la inversión y dañó gravemente nuestro estado de bienestar con importantes recortes en educación, sanidad, desempleo y dependencia. Recientemente, la desviación al alza del déficit público de 2015 obligará a reducirlo significativamente en los dos próximos años, desacelerando nuestro crecimiento. Además, la deuda pública creció fuertemente en la legislatura alcanzando la desorbitada cifra del 100% del PIB. De la reforma laboral, cabe aplaudir la flexibilización del mercado y, con reservas, de los salarios, pero criticar el mayor desequilibrio en las relaciones empresario/trabajador, la inadecuada solución al problema de la temporalidad y la falta de políticas activas de empleo. El rescate bancario saneó básicamente el sistema financiero pero con enormes costes para los ciudadanos (53.000 millones, en su mayoría irrecuperables). La reforma de pensiones supuso un avance respecto a las anteriores, aunque no resolvió el problema. Finalmente, quedaron sin hacerse reformas significativas como la educativa, la reforma fiscal o la unidad de mercado. Tercer problema: ¿la calidad de los resultados? Se crea empleo a buen ritmo pero de una extrema precariedad: salarios muy bajos, tasas elevadas de temporalidad y creciente trabajo a tiempo parcial involuntario. Disminuye el paro, pero el 35% de su reducción son personas que abandonan el mercado laboral; además, los parados actuales son todavía muchos (el 19%), tienen bajísima cobertura y están integrados en importante proporción por colectivos difíciles de colocar: mayores de 45 años, personas sin estudios y parados de larga duración. Finalmente, ¿los costes? Un aumento de la desigualdad sin precedentes, el más alto de la eurozona, consecuencia del desempleo derivado de la crisis pero intensificado por las políticas aplicadas. Las rentas de la mayoría de la población han caído, a veces hasta niveles de pobreza, por el paro derivado de la elevada contracción fiscal, por la reducción salarial y por los recortes del gasto público. Simultáneamente, han mejorado rentas del capital, sueldos de ejecutivos y número de millonarios porque el elevado crecimiento con bajos salarios ha impulsado márgenes empresariales y cotizaciones bursátiles. Este proceso ha degradado la cohesión social e impulsado los populismos. En definitiva, el mito de la excelente gestión económica del PP no se sostiene: pese a sus logros, el balance conjunto es dudoso y no está claro que avancemos en la dirección correcta. Hay mucho que cambiar y existen alternativas viables, que tampoco son las de la izquierda radical como se nos ha intentado persuadir. El futuro Gobierno, en el nuevo escenario de consensos pluripartidistas sobre todo con la socialdemocracia, ha de abrirse hacia otra economía: la del crecimiento inclusivo, la que compite en productividad y no en salarios, la que reforma profundamente la fiscalidad y no recorta el bienestar. (02/11/2016, Agustín del Valle)


Huida hacia adelante:
Todos los defensores del actual modelo de crecimiento: desigual, sin inversión privada, creciente financiarización de la economía y depredación del medio ambiente son los que con más fuerza echan la culpa del auge del populismo a la falta de crecimiento. Estos hooligans demuestran una cierta falta de análisis de la realidad política, económica y social y solo se ven influidos por la corte de tertulianos que, a sueldo de grandes corporaciones, tratan de influir en el sentimiento del elector. Correlacionar populismo con falta de crecimiento es tan falso como interesado Este argumento, tan pueril, como falso, consiste en relacionar casi con correlación unitaria, el crecimiento de los llamados movimientos populistas a la falta de crecimiento de las principales economías occidentales. Esto no se sostiene si se escruta los últimos episodios de crisis económicos en la economía occidental, finales de los 70, los primeros ochenta, la década de los 90 y por supuesto la última y más severa iniciada en 2008. Durante estos episodios en muchos de los países referenciados no tuvieron episodios de alzas electorales de movimientos llamados populistas, como se han dado recientemente en Francia, Italia, España o EEUU. La historia económica reciente contradice esta moda pseudo intelectual que defiende esta posición Este fenómeno que, disimuladamente, ha escandalizado a ciertas elites viene impulsado por el progresivo empoderamiento de parte de la población que ha abandonado a las fuerzas políticas tradicionales, las mismas que nos han traído hasta aquí. Pero es significativo que, en España, por ejemplo, tras las sucesivas crisis de los 80 y los 90, los ciudadanos continuaron confiando en las políticas fallidas de PP y PSOE, a lo que hubo que unir la creciente corrupción que ha lacerado completamente la confianza en las instituciones políticas nacionales. Francia es otro ejemplo que contradice la correlación entre populismo y crecimiento, pues a pesar de que Le Pen padre tuvo sus opciones en los primeros 2000, no ha sido hasta ahora cuando la posibilidad real de tener una Presidenta fascista cobra mayor valor. Y, sin embargo, Francia ha pasado por episodios de crecimiento bajo, e incluso decrecimiento, pero ha seguido confiando en personajes como Hollande que, una vez más, ha defraudado a una población castigada por un modelo de crecimiento hostil para una gran parte de la población. España y Francia son ejemplos de cómo en periodos de crisis y crecimiento no han tendido fenómenos populistas EEUU es otro ejemplo que contradice esta correlación espuria e interesada. En el momento de mayor crecimiento de los últimos años, con una tasa de paro (teórica) en mínimos, la población norteamericana ha elegido a un verdadero ejemplo de fascismo de cuello blanco. Por tanto, no es cierto que sea el crecimiento el antídoto para evitar que nuevos gobiernos de este fuste, lo cual merece que los grandes mandatarios mundiales se planteen si no es hora de cambiar de modelo de crecimiento. Este modelo de crecimiento se asienta sobre una base irrefutable: una parte de la población siempre tiene que quedar a la intemperie para que esta desigualdad, que generará un individualismo depredador beneficioso, pueda favorecer procesos de acumulación intensos, cada vez más cortos, apoyados por episodios de burbujas financieros. La intensa financiarización de la economía ha causado una grave quiebra de los procesos de inversión y creación de empleo, lo que sin duda acorta los ciclos y los hace más vulnerables. El punto de partida se sitúa a finales de los 90, cuando desde EEUU se cebó el dogma más estúpido, en palabras del Presidente de BlackRock, que consiste en maximizar el valor del accionista por encima de cualquier otra función objetivo en las grandes corporaciones. Aquí está el origen de la quiebra de la confianza entre el mundo el capital y el trabajo, pero que no ha estallado hasta recientemente, cuando ya una generación entera se apresta a finalizar su vida laboral y constata que ya es más pobre que sus antecesores. La pobreza de una parte de la sociedad se puede considerar ya crónica, lo que va acompañada por un desempleo a largo plazo que según la OIT alcanza a más de 200 millones de personas en el mundo occidental. La estupidez de maximizar el valor de los accionistas como máxima empresarial está detrás de parte de los efectos devastadores del capitalismo financiero Este devenir, que se ha visto complementado con una leyenda internalizada por los garantes de la ortodoxia, la UE entre ellos, que consiste en deprimir los salarios como variable de ajuste en los periodos de crisis. Este empobrecimiento, que ya no se corrige cuando los ciclos voltean su punto de giro, asienta los procesos de acumulación de beneficios de aquellas empresas que todavía producen algo o prestan algún servicio. La desconexión entre trabajadores y poder sindical es otro resultado de la ofensiva financiera contra el mundo del trabajo, ayudado por procesos de descreimiento y pérdida de prestigio de estas instituciones, en paralelo al de los partidos políticos tradicionales. Pobreza, deflación salarial y desempleo crónico son elementos que explican el fenómeno populista Las consecuencias últimas es que una parte importante y creciente de la población es abandonada entre las cifras de mejora de los indicadores macroeconómicos, verdad absoluta que esgrimen los funambulistas de este tipo de régimen. Los ciclos económicos son cada vez más cortos y menos intensos, lo que permite no desandar lo implementado en los periodos de crisis. Por eso, lo perdido en esta fase del ciclo, salarios, empleo de más calidad y derechos sociales, no se recuperarán, como no lo hicieron los perdidos en fases anteriores. Esta es la táctica del sistema para callar las fuerzas sociales que tratan de rebelarse. Con la promesa de que todo cambiará en breve, nos juntaremos con la próxima recesión y comenzará, de nuevo, la trituradora de elementos de bienestar, tan nocivo como caro para los que creen en el individualismo, un eufemismo para calificar el darwinismo social. La rebelión social, como el caso de las Kellys, reflejan muy bien la dinámica de la acumulación sin escrúpulos. Por todo ello, no caigamos en la trampa de creer que todo este malestar se aliviará con crecimiento, porque ya estamos creciendo y las migajas del crecimiento, solo dejan modelos como el de las Kellys en el sector turístico, verdadero paradigma de la farsa del capitalismo: hay que crecer para repartir. En resumen, mientras los partidos tradicionales sigan favoreciendo este modelo, surgirán, por desesperación, movimientos que trataran de cubrir los agujeros del sistema, sin que logren nada más que exacerbar el cainismo de la lucha del hombre por el hombre, como ya anticipó Marx hace unos cuantos años. (Alejandro Inurrieta, 12/12/2016)


Cambios radicales:
Los retos a los que nos enfrentamos como sociedad son vistos a menudo como el fracaso de las instituciones económicas, políticas y sociales que hicieran su aparición con la Modernidad. Conforme los acontecimientos resquebrajaban la sabiduría convencional y emergían una serie de amenazas, una triada de movimientos atraían de forma casi hipnótica a buena parte de la izquierda: la Renta Básica Universal para hacer frente a la automatización; el Decrecimiento para solventar la inminente catástrofe neomalthusiana; y Positive Money para acabar con la conspiración de la banca privada de controlar el mundo a través de la creación de dinero con el objeto de promover la financiarización de la economía. Los defensores de estos tres movimientos no se están inventando una situación o alarma injustificada. En ocasiones el problema está a la vista de todos aunque el diagnóstico no sea todo lo acertado que debería; si bien la distancia que guardan con la realidad operativa de una Economía Monetaria de Producción como es el capitalismo les hace diseñar unas soluciones con unos efectos contradictorios para quienes dicen representar un proyecto ecologista, humanista, feminista, o incluso anticapitalista. El atisbo de despertar colectivo que responde a los estragos causados por la Crisis Financiera Global y la mutación en marcha que conocemos como la Crisis del euro ha funcionado como catalizador entre la creciente indignación y estas presuntas alternativas al discurso oficial, las cuales es común encontrarse en bloque pese a ni siquiera mantener la coherencia entre ellas. Comencemos por la Renta Básica Universal, una transferencia monetaria que aspira a conseguir la emancipación del trabajo, y que concibe éste tanto como una molestia que hemos de sufrir para ganarnos el pan, como un bien con escasa demanda debido a la irrupción de las máquinas que acapararán el proceso de producción, y que realizarán en un futuro próximo los bienes y servicios necesarios para todos sin apenas intervención humana. Esta propuesta sería ideal para un mundo en que la sanidad, la educación, el I+D+i, o los cuidados fuesen cubiertos por máquinas, por poner algunos ejemplos de actividades intensivas en mano de obra y con una fuerte incidencia en el bienestar y concediendo que los sectores que producen bienes de consumo masivo vean reducido al mínimo su empleo de fuerza laboral, hecho que la evidencia histórica de que disponemos no apoya. En este escenario, sería perfectamente viable que una herramienta como la RBU permitiese no trabajar a los individuos capaces de contribuir al aprovisionamiento social de bienes y servicios del cual se nutre toda la comunidad, puesto que las máquinas ya cubrirían las necesidades de la sociedad creando por sí mismas los excedentes de riqueza real. Sin embargo, estamos lejos de ver un mundo en el que se pueda dar rienda suelta a semejante desenfreno individualista. En el aspecto macroeconómico el panorama para la RBU es menos alentador aún. Como todo gasto que traspase lo imprescindible para cerrar la brecha de producción real, esto es, la capacidad instalada derivada de las decisiones de inversión privadas, es inflacionista; mientras tanto es cierto que tiene un limitado efecto estabilizador del ciclo de negocios cebando la demanda agregada hasta el punto en el cual se realizan efectivamente los beneficios privados esperados, por lo cual no transforma de ninguna manera la lógica del sistema basada en las meras expectativas de lucro. Además, una vez puesta en marcha la RBU pierde el impacto anti-cíclico que podía justificársele, puesto que se seguirá inyectando la misma capacidad de compra independientemente de si nos encontremos en una recesión o una expansión. Más complejo –a la par que perverso– es el sistema de incentivos que establece, dejando en los cálculos individuales de cada cual las valoraciones sobre las ventajas e inconvenientes de trabajar o mantenerse ocioso, lo que disuade a emplearse en trabajos sin una escala de motivaciones que vaya más allá de la obtención de una renta monetaria. La obligación de estos empleadores de ofrecer un salario más elevado llevaría a una espiral precios-salarios que se contagiaría al resto de la economía. El segundo componente del kit postmodernista es el Decrecimiento, una crítica al consumismo que paradójicamente se presenta conjuntamente con la RBU. La consigna en sí de decrecer está desprovista de significado, y se le puede reprochar fundamentarse en los mismos términos cuantitativistas a los que se opone. No se trata de cuánto crecer, sino cómo y para qué. La insistencia en la responsabilidad individual al consumir y en decrecer, sin atender a las relaciones en el proceso de producción y abstrayéndose de las condiciones sociales que imponen unas restricciones –principalmente de presupuesto– al individuo cuando se enfrenta a la elección entre diversas opciones de consumo, obvia que las personas individuales no tienen ninguna influencia en la composición sectorial del PIB. Es más, un proceso de decrecimiento dejado al libre albedrío y la competencia no es presumible que se guiase por las nociones relacionadas con la finitud de los recursos naturales del planeta o la protección del medio ambiente, sino que se vería un ajuste ligado a actividades como la educación, la sanidad, los cuidados o la cultura, agravando la situación de asalariados, parados y mujeres. Esta mayor pobreza y desigualdad no solo supondría una injusticia social manifiesta y un fracaso en el objetivo final que sería un uso más eficiente de los recursos naturales, sino que el Decrecimiento tampoco proporciona las herramientas para una transformación hacia un modelo productivo sostenible con la naturaleza, el cual necesita proveerse de inversiones que en términos monetarios se traducen en crecimiento. Por último tenemos a Positive Money o Dinero Positivo, un movimiento que surgió como oposición a la especulación bancaria y la inestabilidad que crea la progresiva provisión de crédito para el apalancamiento privado, poniendo la creación de dinero por la banca privada en el centro de la diana. La propuesta de Positive Money para evitar esta actuación de los bancos pasa por ignorar el papel que tienen éstos en una Economía Monetaria de Producción y procurar que sean meros intermediarios entre ahorradores e inversores, manteniendo unas reservas del 100 por ciento y rescatando la fracasada idea monetarista de controlar la oferta monetaria. Esta propuesta provocaría cuellos de botella para la producción real ante la elevada falta de provisión de liquidez en el sistema, agravando una especulación financiera que se nutre de los fondos que salen del circuito real en la fase en que los beneficios ya han sido distribuidos, rompiendo la Ley de Say y abriendo una brecha de producción que requiere de la inyección de un gasto adicional en el sistema para cerrarse. En definitiva, los tres movimientos más populares entre la izquierda para afrontar una serie de retos que se nos presentan no solo agudizan los problemas que buscan resolver sino que engendran otros. La RBU no sirve más que para mantener los beneficios privados a través de cebar la demanda agregada, no elimina el desempleo y los graves efectos que acarrea en los individuos que buscan trabajar, y cierra el paso al Estado a intervenir en la provisión social de bienes y servicios, en especial de aquellos que no persiguen la rentabilidad económica como meta y por lo tanto, no son ofrecidos por el sector privado. Por su parte, el Decrecimiento dista mucho de ser un remedio a las urgencias medio ambientales a las que con afán se ciñe, ignorando cuestiones sociales como el desempleo e inclusive, agravándolas. Mientras que Positive Money propone un sistema monetario con una rigidez tal que la falta de suministro de liquidez llevaría inevitablemente a una disminución brutal de la producción real ante la privación de financiación para comenzar los procesos productivos. Si a esta fatal triada le añadimos la adscripción de la izquierda a la histeria por el déficit y la aceptación de los mitos monetarios y presupuestarios, el panorama se presenta desolador. Atendiendo a un principio contable básico como es que el gasto de un agente es el ingreso de otro y que un Estado soberano no puede ser insolvente en la propia moneda que emite, el euro en el caso de la Unión Europea y Monetaria; en vez de mantener el gasto público en el nivel en que es igual a los ingresos, se podría imponer a los gobiernos la obligación de mantener el gasto en el nivel para el cual la demanda total del sistema no origina ni inflación ni deflación, alcanzando el pleno empleo. No estando empleados por el sector privado, el capital humano parado sin crear riqueza podría ponerse a funcionar a través de un Plan de Empleo de Transición o Trabajo Garantizado diseñado para hacer frente a las amenazas que motivaron que estos tres movimientos floreciesen, transformando radicalmente las relaciones del sistema y satisfaciendo unas necesidades que se dejan sin cubrir habiendo medios para ello y que la iniciativa privada no emplea porque no le es rentable. Hace falta mucha pedagogía para convencer de que la estrategia de socializar la inversión a través de programas de empleos directos es más efectiva que la tradicional política “keynesiana” de cebar la demanda agregada subvencionando los beneficios privados, pero incluso la izquierda que debería hacer bandera del debate de ideas hasta ahora parece ser esquivo al mismo. El déficit del sector gubernamental es el superávit del sector no gubernamental, no sirve de nada seguir mareando la perdiz con plazos y velocidades a las que ajustar el presupuesto entretanto se plantean estériles maniobras neomercantilistas. El presupuesto debería ser usado como lo que es, una herramienta para una Hacienda Funcional y no una restricción, la izquierda necesita aprender de la Teoría Monetaria Moderna. (Esteban Cruz Hidalgo, 01/01/2016)


Zancadillas anglosajonas:
“Si vis pacem, para bellum” (Si quieres paz, prepara la guerra). Alude el célebre adagio a la estrategia de disuadir a los aviesos adversarios de cualquier eventual ataque preventivo, fortaleciendo las defensas ante tal escenario. Desde que Trump ha comenzado a firmar órdenes ejecutivas como nuevo presidente de los EEUU, y ha aumentado el tono de sus declaraciones, los europeos comienzan a tomar conciencia de que algo se mueve en las relaciones transatlánticas. Tan es así que la propia Eurocámara se ha manifestado contraria al nombramiento del potencial representante de la administración Trump. Ted Malloch es un conocido anti-UE que ha cuestionado abiertamente la moneda única, el euro. Algunos políticos continentales se han sorprendido ahora de que Malloch pudiera ser finalmente nominado. Hubiera sido muy educativo para buena parte de ellos que hubiesen revisado algunas de sus ideas en su libro ‘Davos, Aspen & Yale: Mi vida detrás de la cortina de las élites como un sherpa global’ (Davos, Aspen & Yale: My Life Behind the Elite Curtain as a Global Sherpa, WND Books, Washington, D.C, 2016). En el texto Malloch se explaya sobre cómo su compromiso cristiano y su capital espiritual le han motivado a empresas de mayor empeño y alcance universal. No puede decirse de él que sea un parroquiano aislacionista. Más allá del proteccionismo económico, y lejos de lo que algunos observadores han entendido como una retirada de EEUU del (des) orden mundial, la nueva pléyade de consejeros áulicos de Trump auspician simple y llanamente la ‘anglobalización’. No deberían malinterpretarse las apelaciones de Trump al proteccionismo contra el comercio y la economía mundiales. Tampoco sería apropiado interpretar el deseo del gobierno británico, tras el Brexit, de cerrar sus fronteras para preservar sus empleos domésticos como algo más que una estrategia de autointerés. No. En realidad a ambos países les interesa la globalización, siempre y cuando obtengan beneficios de ella. El propio Malloch augura un final abrupto para el euro. Y eso tampoco es un discurso nuevo, aunque quizá sea más explícito respecto a las intenciones de estadounidenses y británicos respecto a la continuidad de la moneda única. Porque esas declaraciones actúan como armas eficaces en los mercados financieros. Recuérdese la propia crisis del euro durante 2010-12. Como segunda moneda más negociada internacionalmente, el euro estuvo en trace de ‘romperse’. Además de unos 330 millones de europeos de la denominada Eurozona, otros casi 200 millones de personas utilizaban entonces monedas ligadas al euro. La especulación mundial contra el euro fue analizada mediáticamente como resultado de las dificultades de las endeudadas economías de Irlanda, Portugal y Grecia, las cuales tuvieron que ser intervenidas, y el temor a un posible contagio que se extendiese a otros países como España, Italia, Bélgica o, incluso, Francia. Fueron pocos, en cambio, los análisis que enfatizaron la incomodidad de EEUU y el Reino Unido, ahora paladines de la ‘anglobalización’, respecto al euro durante aquella crisis. Teniendo en cuenta que los grandes centros financieros mundiales se hallaban radicados –y siguen estándolo, geográfica y culturalmente– en países anglosajones, con monedas locales en competencia con el euro (Wall Street y la City londinense), es implausible no conjeturar sobre la presión ejercida por los capitales en dólares estadounidenses y libras esterlinas dirigida desde aquellos centros financieros sobre la Eurozona. Ello ha contribuido a que algunos de sus países miembros más vulnerables a los efectos de la Gran Recesión hayan pagado un sobreprecio, en no poca medida a causa de las valoraciones de las agencias de rating radicadas junto a los centros financieros neoyorquino y londinense, a fin de financiar su deuda pública y la contraída por familias y privados. Más allá de su significación monetaria, el euro cabe ser entendido como la respuesta institucional al ‘desafío americano’. En los años mozos del redactor de las presentes líneas, Jean-Jacques Servan-Schreiber (1924-2006) anticipó el peligro de subordinación que representaba la penetración ‘imparable’ de bienes, ideas y servicios desde Estado Unidos. El ensayista y político francés apuntaba a que el retraso europeo no era debido a una falta de capital humano, sino a una falta de adaptación a los modernos métodos de gestión, de equipamiento y de capacidad de investigación. Pero, sobre todo, criticaba la falta de unión y de acción conjunta europeas, y a los retos de las economías emergentes. El euro es, por encima de otras consideraciones monetaristas, una apuesta tangible por la viabilidad del proyecto político europeo. En la articulación de un modelo alternativo a la individualización re-mercantilizadora anglo-norteamericana y a la aplicación de un ‘neo-esclavismo’ en economías de gran proyección como la china o la india, la acción ‘soberana’ e individualizada de los estados europeos está condenada al fracaso por su incapacidad para condicionar por si misma a los mercados financieros. Más bien son estos últimos lo que han impuesto el modo, el ritmo y los alcances de las actuaciones económicas de los Estados europeos. Incluso aquellos países centrales europeos más capaces de articular estrategias ‘independientes’ (Alemania, Francia o Italia), hace tiempo que certificaron amargamente su impotencia para implementar por si solos opciones descoordinadas con el resto de sus socios continentales. Podrá argüirse que en la guerra económica que se avecina, prevalecerá la ‘ley del más fuerte’, algo que una mayoría (muy estrecha, si acaso) de estadounidenses y británicos piensa que está de su parte. La ‘anglobalización’ ya ha comenzado a acosar sin tapujos al euro y con ello al propio Modelo Social Europeo. La generación de valor añadido en sus sistemas productivos y el fortalecimiento de la cohesión social permanecen como los grandes retos para relanzar su proyecto de unión política. Pero, por encima de cualquier otra consideración, lo que se ventila ahora es la pervivencia del Estado del Bienestar, una invención europea al fin y al cabo. Y en esa tarea de autodefensa el euro es muy importante. Las escaramuzas bélicas contra el welfare europeo provenientes desde el exterior, junto a sus dificultades internas y al ascenso del populismo parafascista, son de un calibre tal que deberían acelerar el proceso de Europeización de manera efectiva. Nuestro modelo social está en juego, no se olvide. (Luis Moreno, 06/02/2017)


Beneficiarios del ladrillo:
La propiedad inmobiliaria es una pieza clave para entender el modelo político, social y económico español. Nos encontramos en un país donde los intereses de los propietarios marcan de forma permanente el quehacer político; esto se traduce en decisiones y actuaciones normativas que benefician a la clase dominante propietaria, a la vez que ignoran sistemáticamente los intereses y las necesidades de la gran mayoría de ciudadanos y ciudadanas. No debemos pasar por alto, tal como afirma D. Harvey, que existe una íntima relación entre el desarrollo del capitalismo y la urbanización; y es esa conexión la que fue configurando nuestro modelo inmobiliario durante el franquismo y la Transición. Las intervenciones sobre la ciudad estaban sujetas a los intereses privados de los propietarios del suelo, que se constituyeron en un verdadero poder fáctico. Esta manera de construir ciudad se institucionalizó con la Ley de Suelo de 1956; esta norma abría la puerta a la especulación y a la ganancia de grandes plusvalías, lo que condujo a la creación en los años 60-70 de las grandes empresas constructoras propias de la oligarquía franquista. Esta trama, que se pone en marcha durante el franquismo, se asienta sin demasiados cambios durante la Transición y en la Democracia. El profesor Naredo apunta algunos de los requisitos que lo permiten: la refundación de la oligarquía franquista en un neocaciquismo que sigue extendiendo la cultura de la especulación y el pelotazo, la crisis del planeamiento que hace posible la negociación de megaproyectos y grandes operaciones entre promotores y políticos al margen de los planes, y, por último, la existencia de recursos económicos baratos y abundantes tras la adhesión de España a la UE. En este escenario, la proclamación en el artículo 47 de la Constitución Española del derecho de todos los españoles al disfrute de una vivienda digna y adecuada resulta papel mojado. Las élites ya han tomado una decisión: la prestación de vivienda, al contrario de lo que sucede en Europa, no va a formar parte de los contenidos que amparará el Estado del bienestar que empieza a construirse en España. La vivienda seguirá siendo una simple mercancía, un negocio. Para que esta operación tenga éxito y genere importantes ganancias se necesita la connivencia del poder político, de las grandes empresas promotoras-constructoras y de los poderes financieros. Esto se concreta en el mantenimiento de una legislación urbanística de carácter intrínsecamente especulador, una política de vivienda de carácter económico cuyo objeto es tirar de sector de la construcción y un mercado financiero carente de control público. Todo ello, con el único objetivo de enriquecer a las élites políticas y económicas. El marco normativo vigente y la institucionalización de la impunidad conducen a un sistema abusivo que facilita la especulación y permite que la corrupción urbanística campe a sus anchas. El conocido caso Malaya fue sólo la punta de un gran iceberg de corrupción urbanística que todavía, a día de hoy, sigue dando nuevos casos y titulares de escándalo. Este negocio inmobiliario llega a su cenit durante los años 2002-2007. Durante este tiempo, se construyen cada año en España más viviendas que en Francia y Alemania juntas. Concretamente, en el año 2005 se construyen cerca de 1 millón de viviendas. Las plusvalías generadas se cuentan por miles de millones de euros. En la Comunidad Autónoma de Madrid, estas plusvalías (200.000 millones de euros) superan el PIB de dicha Comunidad (168.000 millones de euros). Mientras esto sucede, mientras unos pocos, los de siempre, se enriquecen, se embolsan dinero a manos llenas, el precio de la vivienda crece de manera exponencial, un 185% entre 1998 y 2006. Esta situación significaba duplicar el esfuerzo que una familia debía realizar para acceder a una vivienda. Pero los beneficios parece que nunca son suficientes para el sistema capitalista. Su carácter depredador y sus prácticas especulativas a gran escala abocan finalmente a nuestro estado a una crisis financiera e inmobiliaria de grandes dimensiones, producto del estallido de la burbuja inmobiliaria. ¿Qué sucede entonces? ¿Se proponen desde el gobierno cambios sustanciales? ¿Se protegen los derechos de las personas afectadas por la crisis? La respuesta es no; durante la crisis se mantiene el rumbo, no se exigen responsabilidades, se sigue protegiendo al capital y no se afronta la grave situación de emergencia habitacional que viven muchas familias españolas. La trama persiste, esperando que escampe y pase el chaparrón. Mientras, a nuestros gobernantes, a los partidos del régimen, les toca arreglar el desaguisado. La receta, socializar las pérdidas y privatizar los beneficios. Se aprueban los “rescates bancarios”. Los bancos en apuros gozan de la ayuda económica de los poderes públicos, disfrutan de miles de millones de euros, pero, curiosamente, esos mismos poderes públicos se niegan a realizar cambios normativos que amparen los derechos de los ciudadanos y ciudadanas, verdaderas víctimas de la crisis. El resultado, más de medio millón de desahucios sin alternativa habitacional y deudas perpetuas para muchas familias. Vidas rotas, truncadas, por el simple hecho de querer acceder a una vivienda, por querer formar un hogar. La oligarquía es ajena a todo eso, defiende únicamente sus intereses, los de una minoría privilegiada, no hay más. Ellos no piensan en lo colectivo, en la comunidad, en nosotras. Por esta razón, en este momento, a las fuerzas del cambio nos corresponde plantear una alternativa al régimen de la restauración, a ese modelo que permite perpetuar la trama urdida desde las élites, que asume el sufrimiento de los más débiles como simples daños colaterales fruto de ciertas ineficiencias puntuales del sistema. Esta alternativa debe pasar sí o sí por desarticular la trama y por recuperar la autonomía del Estado, el funcionamiento democrático de la instituciones y el vínculo social de la economía. Sólo así podremos defender a los ciudadanos y ciudadanas del poder económico, sólo así será posible construir un proyecto de país y un gobierno para las mayorías basado en el bien común y el interés general. Sólo así el pueblo podrá decidir por fin su futuro. (Pilar Garrido, 13/03/2017)


[ Home | Menú Principal | Documentos | Información | China | Media ]