Diarios: Defensa de la verdad             

 

Prensa escrita: Defensa de la verdad:
[Rescatar el valor de la verdad]
Ser depositaria de las críticas, exigencias y anhelos de los lectores es un gran privilegio, pues me permite conocer qué esperan de nosotros aquellos que son nuestra razón de ser. En los dos años que llevo en esta función he podido constatar lo exigentes que son los lectores de EL PAÍS, pero también los fuertes lazos que les unen al diario. Resulta conmovedor ver que lo primero que hacen constar muchos de los que me escriben es el tiempo que hace que son lectores de EL PAÍS. Mucho tiempo en la mayoría de los casos. La fidelidad de los lectores es, sin duda, el principal capital que el diario ha acumulado en estos 35 años. Cómo conservar esa fidelidad y generar nuevas complicidades en estos tiempos de mutaciones es el gran reto que tenemos por delante. Porque llevamos 35 años informando sobre crisis y cambios, y ahora somos nosotros los que estamos en medio del huracán porque la prensa escrita está siendo sacudida por tres crisis simultáneas, todas ellas de incierta salida. La crisis económica general, que ha llevado a la mayoría de los periódicos a aplicar duros planes de ajuste; una crisis de modelo industrial, porque las nuevas tecnologías socavan las fortalezas de la edición impresa sin que la digital sea aún una alternativa viable; y una crisis general de credibilidad, que hace que el periodismo sea percibido con creciente desconfianza. Los lectores son conscientes de ello y muchos expresan su temor a que estas crisis acaben afectando a la calidad de la información. Y lo que esperan de nosotros, interpreto, es que seamos capaces de mantener y adaptar a los nuevos escenarios aquellos valores y principios fundacionales que convirtieron a EL PAÍS en el diario de referencia en lengua española. Los nuevos escenarios son digitales. Y globales. En ese viaje estamos. Y así lo ha reflejado nuestra cabecera: del Diario independiente de la mañana al Periódico global en español. En esas dos frases se resume la magnitud del cambio que supone pasar de un modelo basado en la distribución por carretera, a otro basado en la distribución por la Red.

Internet:
Está transformando no solo el modo de acceder a la información, sino también la forma de ejercer el periodismo. Las nuevas tecnologías aportan, sin duda, grandes ventajas. Nos permiten distribuir información sin limitaciones de tiempo y espacio, y hacerlo además a un coste inferior, tanto en términos económicos como ecológicos. El trabajo de documentación es ahora mucho más fácil, y también el acceso a las fuentes. Y facilitan una mayor participación de los lectores. Cualquier ciudadano puede convertirse, a través de las redes sociales, en un emisor de información valiosa. Y el fenómeno Wikileaks ha demostrado que todo puede ser también mucho más transparente. Internet está cambiando al mismo tiempo los hábitos de nuestros lectores y la vida de las redacciones. Ciudadanos y periodistas vivimos ahora inmersos en un torrente continuo de información que se renueva constantemente, las 24 horas del día. Pero estas ventajas también comportan riesgos. Por ejemplo, la mayor facilidad para reunir datos facilita un periodismo de corta y pega, proclive a la superficialidad y condescendiente con el plagio. En esta cultura de la urgencia en la que vivimos y a la que tanto contribuimos, corremos el riesgo de sacrificar la seguridad a la rapidez, de no tomarnos el tiempo necesario para verificar y contrastar la información en aras a ser los primeros. De olvidar que los rumores, aunque nos quemen en las manos, no son noticia hasta que no se han confirmado. Y que lo importante no debe quedar eclipsado por lo impactante.

[Mantener audiencia como fin:]
La transición del diario impreso al diario digital no solo cambia el modelo industrial. Hay otras diferencias sustantivas. Por ejemplo, la que va de tener lectores a tener audiencia. Hemos pasado de tener unos cientos de miles de lectores fieles que nos buscan cada mañana en el quiosco, a tener millones de lectores, muchos de los cuales se acercan a nosotros para satisfacer deseos de curiosidad y entretenimiento. Que el deseo de agradar a estos lectores no nos lleve a defraudar a los que esperan de nosotros un periodismo riguroso y de calidad. Esta es, probablemente, la demanda más repetida que recibo. Los lectores nos vigilan y tienen razones para hacerlo. Existe el riesgo de que la lógica del "todo por la audiencia", cuyos desastrosos resultados podemos ver en la televisión, se traslade ahora a los medios digitales, dada su condición multimedia. Poder medir qué es "lo más visto" es una herramienta útil para conocer las preferencias de los lectores, pero sería un error que los parámetros de audiencia condicionaran la selección de los contenidos. Nos adentramos, por otra parte, en una nueva cultura basada en la promiscuidad informativa. Vamos a tener que compartir lectores con otros medios en el mismo soporte. No debemos temer. Si ahora competimos con éxito en el quiosco, también sabremos competir en la tableta. Pero hay algo que creo que debemos preservar a toda costa: la capacidad de mantener una relación fluida, personalizada y directa con nuestros lectores. Los quioscos digitales se vislumbran como las nuevas plataformas de acceso a la información. Si pasamos a formar parte de un paquete de contenidos, ¿cómo singularizar nuestra relación con el lector? ¿Cómo mantener su fidelidad? Seguramente con más calidad y con un periodismo también diferencial.

[Manipulación:]
A todos estos cambios hay que añadir la crisis de credibilidad. La creciente desconfianza en la prensa es consecuencia de nuestros propios errores, pero también de una crisis general de las intermediaciones que afecta tanto a la política como al periodismo. Y que en nuestro país viene, además, acompañada de un cambio cultural dramático, que ha ido barriendo los valores de la transición también en el ámbito periodístico. La veracidad, el rigor informativo, la búsqueda de la objetividad están seriamente amenazados por un ecosistema informativo dominado por la lucha partidista y las nuevas estrategias de propaganda, que incluyen artefactos de destrucción de la verdad como los llamados "argumentarios", esas consignas que los aparatos de partidos y organizaciones distribuyen cada mañana para que se conviertan en titulares. Estas estrategias parten del convencimiento de que, si una mentira mil veces dicha puede llegar a parecer verdad, una versión mil veces repetida también puede llegar a crear realidad. Y de hecho la crea. No es difícil observar la relación que existe entre la calidad de la información y la calidad de la democracia. Esta es una cuestión a la que nuestros lectores son, según he podido comprobar, muy sensibles. Temen ser engañados, que la verdad quede sepultada por el ruido de las versiones interesadas. Si el periodismo de investigación y de denuncia puede ser neutralizado, si denunciar una estafa o un abuso de poder no tiene efecto, ¿qué valor le quedará al periodismo? Ciudadanos y periodistas tenemos un problema común: cómo hacer que la verdad prevalezca, una cuestión sobre la que quiero volver en otro momento. Defender un periodismo comprometido con la verdad, rescatar el valor de lo factual, de los datos y de los hechos comprobables por encima de las versiones, es lo que los lectores nos reclaman. Para ellos ha de ser nuestra primera lealtad. Estoy convencida de que si les somos leales, ellos nos serán fieles. (Milagros Pérez Oliva, 03/07/2011)


Información falsa en las redes:
Un lunes por la mañana del pasado septiembre Gran Bretaña se despertó con una noticia depravada. El primer ministro, David Cameron, había cometido un “acto obsceno con la cabeza de un cerdo muerto”, según el Daily Mail. “Un distinguido condiscípulo de Oxford afirma que Cameron participó en una atroz ceremonia de iniciación con un cerdo muerto en un evento en Piers Gaveston”, decía el periódico. Piers Gaveston es el nombre de un licencioso club gastronómico de la Universidad de Oxford. Los autores de la noticia afirmaban que su fuente era un parlamentario que decía que había visto pruebas fotográficas: “Su extraordinaria insinuación es que el futuro primer ministro introdujo una parte íntima de su anatomía en el animal”. La noticia, tomada de una nueva biografía de Cameron, despertó un inmediato furor. Era vulgar, era una gran oportunidad para humillar a un primer ministro elitista, y muchos percibieron que sonaba verosímil para un exmiembro del célebre Bullingdon Club. Al cabo de unos minutos, #Piggate y #Hameron eran tendencia en Twitter e incluso relevantes políticos se sumaron a la fiesta: Nicola Sturgeon dijo que las acusaciones habían “entretenido al país entero”, mientras que Paddy Ashdown bromeó con que Cameron estaba “acaparando los titulares”1. Al principio, la BBC se negó a mencionar las acusaciones y 10 Downing Street, la residencia oficial del primer ministro, dijo que no “dignificaría” la noticia con una respuesta, pero no tardó en verse obligada a emitir una nota negando su veracidad. Y así fue como un hombre poderoso fue avergonzado sexualmente de una manera que no tenía nada que ver con sus políticas divisivas, de un modo al que no podía en realidad responder. Pero ¿qué más daba? Tendría que asumirlo. Después, tras un día entero de cachondeo en internet, sucedió algo sorprendente. Isabel Oakeshott, la periodista del Daily Mail que había coescrito la biografía con Lord Ashcroft, un millonario hombre de negocios, fue a la tele y admitió que no sabía si su noticia bomba era verdad. Cuando la presionaron para que mostrara pruebas de su sensacionalista afirmación, Oakeshott reconoció que no tenía ninguna. “No pudimos llegar al fondo de las afirmaciones de esa fuente”, dijo en Channel 4 News. “Así que informamos de lo que esa fuente nos dio […]. No decimos si creemos o no que sea verdad.” En otras palabras, no había pruebas de que el primer ministro británico hubiera “insertado una parte íntima de su anatomía” en la boca de un cerdo muerto, una noticia recogida en docenas de periódicos y repetida en millones de tuits y actualizaciones de Facebook, que mucha gente probablemente considera aún hoy verdaderos. El referéndum en Reino Unido sobre el Brexit fue una de las primeras grandes votaciones de la política postverdad Oakeshott fue más allá para deshacerse de toda responsabilidad periodística: “Depende de otra gente decidir si le dan credibilidad o no”, dijo. Por supuesto, no era la primera ocasión en que se publicaban afirmaciones estrafalarias con pruebas endebles, pero esa era una defensa singularmente desvergonzada. Parecía que los periodistas ya no tenían la obligación de creer que sus noticias eran ciertas ni, al parecer, tenían que aportar pruebas. Es cosa del lector —que ni siquiera conoce la identidad de la fuente— decidirse. Pero ¿basándose en qué? ¿El instinto, la intuición, el estado de ánimo? ¿Sigue importando la verdad? Nueve meses después de que Gran Bretaña se despertara riéndose de las hipotéticas intimidades porcinas de Cameron, el país amaneció la mañana del 24 de junio con la muy real visión del primer ministro en frente del 10 Downing Street a las 8 de la mañana presentando su dimisión. “El pueblo británico ha votado abandonar la Unión Europea y su voluntad debe ser respetada —declaró—. No ha sido una decisión tomada a la ligera, en primer lugar porque muchas organizaciones diferentes han dicho muchas cosas sobre el significado de esta decisión. De modo que no puede haber ninguna duda sobre el resultado.” Pero lo que pronto quedó claro fue que casi todo seguía en duda. Al final de la campaña que dominó las noticias durante meses, resultó evidente que el lado vencedor no tenía un plan sobre cómo o cuándo abandonaría Reino Unido la Unión Europea, mientras que las afirmaciones engañosas que llevaron esa campaña a la victoria repentinamente se vinieron abajo. A las 6:31 del viernes 24 de junio, justo una hora después de que se conociera el resultado del referéndum, el líder del UKIP, Nigel Farage, reconoció que la Gran Bretaña post-Brexit no dispondría de 350 millones de libras para gastar en el Servicio Nacional de Salud, una afirmación clave de los partidarios del Brexit que había adornado el autobús de campaña de “Vote Leave”. Pocas horas más tarde, el parlamentario Daniel Hannanna declaró que probablemente la inmigración no se reduciría, otra afirmación clave. No era la primera vez que los políticos no cumplían lo que habían prometido, por supuesto, pero puede que fuera la primera vez que admitían la mañana después de la victoria que las promesas habían sido falsas. Fueron las primeras grandes votaciones en la era de la política postverdad: la apática campaña de los partidarios de quedarse intentó enfrentarse a la fantasía con hechos, pero descubrió rápidamente que la moneda de los hechos se había devaluado de mala manera. Los preocupantes hechos y los preocupados expertos partidarios de quedarse fueron desdeñados como “proyecto miedo” y rápidamente neutralizados con hechos contrarios: si 99 expertos decían que la economía se estrellaría y uno estaba en desacuerdo, la BBC nos decía que cada bando tenía una idea distinta sobre la situación. (Esto es un error catastrófico que acaba oscureciendo la verdad y se parece a cómo algunos informan sobre el cambio climático.) Michael Gove (ministro de Cameron) declaró que “la gente en este país está harta de expertos” en Sky News. También comparó a los 10 economistas con premio Nobel que firmaron una carta contraria al Brexit con los científicos nazis leales a Hitler. Durante meses, la prensa euroescéptica proclamó cualquier afirmación dudosa y menospreció cualquier advertencia experta, llenando las portadas con tantos titulares confeccionados antiinmigrantes que eran imposibles de contar, muchos de los cuales eran luego corregidos en letra muy pequeña. Una semana antes del referéndum —el mismo día en que Nigel Farage mostró su incendiario póster con el lema “Breaking Point” (Punto de no retorno) y la parlamentaria laborista Jo Cox, que había hecho campaña infatigablemente a favor de los refugiados, fue asesinada— la portada del Daily Mail mostraba un retrato de inmigrantes en la parte posterior de una furgoneta entrando en Reino Unido con el titular “Venimos de Europa, ¡dejadnos entrar!”. El día siguiente, el Mail y el Sun, que también publicaron la historia, se vieron obligados a reconocer que los polizones eran en realidad de Irak y Kuwait. La descarada falta de respeto por los hechos no remitió después del referéndum: hace poco, la candidata a líder conservadora Andrea Leadsom (que lo fue por poco tiempo, después de tener un papel estelar en la campaña del Leave) demostró el decreciente poder de las pruebas. Después de decir al Times que ser una madre la haría mejor primera ministra que su rival Theresa May, gritó “¡periodismo de alcantarilla!” y acusó al periódico de manipular sus declaraciones, aunque había dicho exactamente eso, claramente y sin duda, y además estaba grabado. Leadsom es una política postverdad incluso por lo que respecta a sus propias verdades. Si un hecho se parece a lo que tú piensas que es verdad, se hace difícil diferenciar lo que es cierto y lo que no Cuando un hecho empieza a parecerse a lo que tú crees que es verdad, se vuelve muy difícil para cualquiera advertir la diferencia entre hechos que son ciertos y “hechos” que no lo son. La campaña partidaria del Leave era consciente de esto y se aprovechó de ello, con el conocimiento de que la Autoridad sobre los Estándares Publicitarios no tiene competencias sobre las afirmaciones de carácter político. Pocos días después del referéndum, Arron Banks, el mayor donante del UKIP y de la campaña Leave.Eu, le dijo al Guardian que su bando sabía desde el principio que los hechos no les darían la victoria. “Había que adoptar un acercamiento mediático al estilo americano —dijo Banks—. Lo que ellos dijeron al principio fue ‘los hechos no funcionan’, y es cierto. Los partidarios de quedarse mostraron hechos, hechos, hechos, hechos, hechos. Eso no funciona. Tienes que conectar con la gente emocionalmente. Ese es el éxito de Trump.” Veinticinco años después de que apareciera en línea la primera web, está claro que estamos viviendo un periodo de transformación vertiginosa. Durante los 500 años posteriores a Gutenberg, la forma dominante de información fue la página impresa: el conocimiento se transmitía básicamente en un formato fijo, que animaba a los lectores a creer en verdades estables y asentadas. Ahora estamos atrapados en una serie de confusas batallas entre fuerzas opuestas: entre la verdad y la falsedad, el hecho y el rumor, la amabilidad y la crueldad; entre los pocos y los muchos; entre los conectados y los alienados; entre la plataforma abierta de la web como sus arquitectos la concibieron y los jardines cerrados de Facebook y otras redes sociales; entre el público informado y la muchedumbre equivocada. Lo que estas luchas tienen en común —y lo que hace que sea urgente resolverlas— es que todas implican un decreciente estatus para la verdad. Esto no significa que no haya verdades. Significa solamente, como este año ha quedado muy claro, que no podemos ponernos de acuerdo sobre cuáles son esas verdades. Y cuando no hay consenso sobre la verdad ni manera posible de alcanzarlo, el caos no tarda en llegar. Cada vez más, lo que pasa por ser un hecho es solamente un punto de vista que alguien siente que es verdad, y la tecnología ha hecho muy fácil que esos “hechos” circulen con una velocidad y un alcance que era inimaginable en la era de Gutenberg (o hace apenas una década). Una historia dudosa sobre Cameron y un cerdo aparece en un tabloide una mañana y a mediodía ha inundado el mundo a través de las redes sociales y aparecido en las fuentes de información fiables de todas partes. Puede parecer poca cosa, pero sus consecuencias son enormes. Durante los 500 años después de Gutenberg, la página impresa animaba a creer en verdades estables “La verdad —como escribieron Peter Chippindale y Chris Horrie en Stick It Up Your Punter!, su historia del periódico Sun— es una afirmación sencilla que cada periódico publica por su cuenta y riesgo.” Normalmente, sobre cada tema hay varias verdades en conflicto, pero en la era de la imprenta las palabras en una página fijaban las cosas, fueran ciertas o no. La información parecía verdad, al menos hasta que el día siguiente trajera una actualización o una corrección, y todos compartíamos una serie común de hechos. Esta “verdad” establecida normalmente era administrada desde arriba: una verdad establecida, con frecuencia fijada en su lugar por un establishment. Este acuerdo no carecía de fallos: buena parte de la prensa con frecuencia mostraba sesgos hacia lo establecido y deferencia hacia la autoridad, y era extraordinariamente difícil para la gente común enfrentarse al poder de la prensa. Ahora la gente desconfía mucho de lo que se le presenta como un hecho —especialmente si los hechos son incómodos o discordantes con sus propias ideas—, y aunque parte de esa desconfianza es un error, otra parte no lo es. En la era digital es más fácil que nunca publicar información falsa que se comparte y es tomada por verdad rápidamente, como con frecuencia vemos en situaciones de emergencia, cuando las noticias se dan en tiempo real. Para escoger un ejemplo entre muchos, durante los ataques terroristas en París de noviembre de 2015 rápidamente se propagaron rumores en los medios sociales de que el Louvre y el Centro Pompidou habían sido atacados y que François Hollande había sufrido un infarto. Se necesitan medios de confianza que desacrediten estas historias.

Falsedades y hechos:
A veces los rumores como estos se difunden a causa del pánico, a veces por malicia y en otras por una manipulación deliberada, en la que una empresa o un régimen paga a gente para que transmita su mensaje. Sea cual sea el motivo, las falsedades y los hechos ahora se difunden de la misma manera, por medio de lo que los académicos llaman “cascada de información”. Como describe la profesora de Derecho y experta en el acoso online Daniell Citron, “la gente reenvía lo que los otros piensan, aunque la información sea falsa, incorrecta o incompleta, porque cree que ha aprendido algo valioso”. Este ciclo se repite, y antes de que te des cuenta la cascada tiene un impulso imparable. Compartiste el post de un amigo en Facebook, quizá para mostrar camaradería o que estás “en la pomada”, y por lo tanto aumentas la visibilidad de ese post. Los algoritmos, como el que alimenta el flujo de noticias de Facebook, están diseñados para darnos más de lo que ellos creen que queremos, lo que significa que la versión del mundo con la que nos encontramos cada día en nuestro flujo personal ha sido invisiblemente seleccionada para reforzar nuestras creencias preexistentes. Cuando Eli Pariser, cofundador de Upworthy, acuñó la expresión “burbuja de filtros” en 2011, se refería a cómo la web personalizada —y en particular la función de búsqueda personalizada de Google, que significa que si dos personas hacen la misma búsqueda el resultado nunca será igual— significa que es menos probable verse expuesto a información que pone en duda o amplía nuestra visión del mundo, y menos probable encontrar hechos que refuten información falsa que otros han compartido. La petición de Pariser en ese momento era que los que dirigían las plataformas de las redes sociales se aseguraran de que “sus algoritmos prioricen visiones compensatorias y noticias que son importantes, no solo las cosas más populares o las que más se validan a sí mismas”. Pero en menos de cinco años, gracias al increíble poder de unas pocas plataformas, la burbuja de filtros que Pariser describió se ha vuelto mucho más extrema. En la era digital es más fácil que nunca publicar información falsa que se comparte y es tomada por verdad El día después del referéndum, Tom Steinberg, el británico activista de internet y fundador de mySociety, publicó un post de Facebook que es una vívida ilustración del poder de la burbuja de filtros y de las serias consecuencias civiles para un mundo en el que la información fluye en buena medida por redes sociales: “Estoy buscando activamente en Facebook gente que celebre la victoria del Brexit, pero la burbuja de filtro es TAN fuerte y se extiende TANTO en cosas como la búsqueda personalizada que no puedo encontrar a nadie que esté contento a pesar de que medio país está claramente eufórico hoy y a pesar de que estoy intentando activamente oír lo que dicen. El problema de esta cámara de eco es ahora TAN grave y TAN crónico que solo puedo implorar a mis amigos que tengo trabajando en Facebook y en otras grandes redes sociales y en tecnología que urgentemente digan a sus jefes que no actuar ante este problemama equivale a apoyar y financiar activamente el desgarre del tejido de nuestras sociedades. Estamos creando países en los que una mitad no sabe absolutamente nada de la otra mitad”. Pero pedir a las empresas tecnológicas que “hagan algo” sobre la burbuja de filtros implica que es un problema que puede ser fácilmente arreglado, y no uno que está en el centro mismo de las redes sociales diseñadas para darte lo que tú y tus amigos queréis ver. Facebook, que apareció en 2004, tiene ahora 1.600 millones de usuarios en todo el mundo. Se ha convertido en la manera dominante de buscar noticias en internet para la gente, y de hecho es dominante de una manera que habría sido inimaginable en la era de los periódicos de papel. Como ha escrito Emily Bell, “los medios sociales no solo se han tragado el periodismo, se lo han tragado todo. Se han tragado las campañas políticas, los sistemas bancarios, las historias personales, la industria del ocio, el pequeño comercio, incluso el gobierno y la seguridad”. Bell, directora del Tow Centre for Digital Journalism en la Universidad de Columbia, ha resumido el sísmico impacto de las redes sociales en el periodismo. “Nuestro ecosistema de noticias ha cambiado de una manera más radical en los últimos cinco años —escribió en marzo— que quizá en cualquier otro momento de los últimos 500.” El futuro de la edición se está poniendo “en manos de unos pocos, que ahora controlan el destino de los muchos”. Las empresas de medios han perdido el control sobre la distribución de su periodismo, que para muchos lectores ahora “se filtra a través de logaritmos y plataformas que son opacos e impredecibles”. Esto significa que las compañías propietarias de los redes sociales se han vuelto abrumadoramente poderosas a la hora de determinar lo que leemos y se han vuelto enormemente rentables monetizando el trabajo de otra gente. Como dice Bell: “En este sentido, actualmente hay una concentración de poder mucho mayor que en cualquier momento del pasado.”

Maximizar el tiempo:
Las publicaciones supervisadas por editores han sido sustituidas en muchos casos por un torrente de información escogido por amigos, contactos y familia, procesado por algoritmos secretos. La vieja idea de una web abierta —en la que los hipervínculos de web a web creaban una red de información no jerárquica y descentralizada— ha sido en buena medida suplantada por plataformas diseñadas para maximizar el tiempo que pasas entre sus muros, algunas de las cuales (como Instagram y Snapchat) no permiten vínculos hacia fuera. Mucha gente, de hecho, especialmente los adolescentes, pasan ahora más y más tiempo en aplicaciones de chat cerradas, que permiten a los usuarios crear grupos para compartir mensajes en privado, quizá porque los jóvenes, que son los que más posibilidades tienen de haber sufrido acoso online, buscan espacios sociales protegidos con más cuidado. Pero el espacio cerrado de una aplicación de chat es un silo aún más restrictivo que el jardín amurallado de Facebook u otras redes sociales. Como escribió en el Guardian el iraní Hossein Derakhshan, bloguero pionero que estuvo encarcelado en Teherán durante seis años por su actividad online, la “diversidad que la world wide web había imaginado originalmente” ha sido sustituida por “la centralización de la información” en el interior de unas pocas redes sociales selectas. El resultado está “haciéndonos menos poderosos en relación con el gobierno y las empresas”. Muchos medios se han alejado del interés público para acercarse al equivalente en noticias a la comida basura Por supuesto, Facebook no decide lo que lees, al menos no en el sentido tradicional de tomar decisiones, y no dicta lo que los medios producen. Pero cuando una plataforma se vuelve la fuente dominante para acceder a la información, los medios con frecuencia ajustarán su trabajo a las demandas de ese nuevo medio. (La prueba más visible de la influencia de Facebook en el periodismo es el pánico que acompaña a cualquier cambio en el algoritmo del flujo de noticias que amenace con reducir las visitas que se mandan a los medios.) En los últimos años, muchos medios se han alejado del periodismo de interés público para acercarse al equivalente en noticias a la comida basura, persiguiendo el número de páginas vistas con la vana esperanza de atraer clics y anuncios (o inversión). Pero como sucede con la comida basura, cuando te has atiborrado, te odias a ti mismo. La manifestación más extrema de este fenómeno ha sido la creación de laboratorios de noticias falsas, que atraen tráfico con reportajes falsos, diseñados para parecer noticias de verdad que luego son ampliamente compartidas en las redes sociales. Pero el mismo principio se aplica a noticias que son engañosas o deshonestas por sensacionalistas, aunque no fueran pensadas para engañar: la nueva medida de valor para demasiados medios es la viralidad, en lugar de la verdad o la calidad. Por supuesto, los periodistas se han equivocado en el pasado, por error, por prejuicio, o a veces a propósito. (Freddie Starr probablemente no se comió un hámster.) Así que sería un error pensar que esto es un fenómeno nuevo propio de la era digital. Pero lo que es nuevo y significativo es que hoy los rumores y las mentiras tienen tantos lectores como los hechos irrefutables, y con frecuencia más, porque son más enloquecidos que la realidad y resulta más estimulante compartirlos. El cinismo de esta manera de ver las cosas la expresó nitidamente Neetzan Zimmerman, exempleado de Gawker como especialista en historias virales de elevado tráfico. “Hoy en día no es importante si una noticia es real —dijo en 2014—. Lo único que importa de verdad es si la gente clica.” Los hechos, sugirió, han terminado; son una reliquia de la era de la prensa de papel, cuando los lectores no tenían elección. Y dijo: “Si una persona no comparte una noticia, en esencia es que no es una noticia.” Una nueva forma de consumo La creciente prevalencia de esta manera de ver las cosas indica que estamos en mitad de un cambio fundamental en los valores del periodismo: un cambio en la forma de consumo. En lugar de fortalecer los vínculos sociales o crear una sociedad informada, o la idea de que las noticias son un bien cívico, una necesidad democrática, crea grupitos que difunden falsedades instantáneas que encajan con sus ideas, reforzando mutuamente las creencias, haciendo que cada uno se atrinchere aún más en esas opiniones compartidas, en lugar de en hechos comprobados. Pero el problema es que el modelo de negocio de la mayoría de medios digitales se basa en los clics. Medios de todo el mundo se han dejado llevar por una fiebre de frenéticos anuncios al por mayor para rascar los céntimos de la publicidad digital. (Y no hay mucha publicidad que conseguir: en el primer cuarto de 2016 el 85% de cada dólar gastado en publicidad online en Estados Unidos fue a Google y Facebook. Eso antes iba a los medios.) En el flujo de noticias del móvil todas las noticias parecen lo mismo, procedan de una fuente fiable o no. Y, cada vez más, fuentes que por lo demás son fiables también publican noticias falsas, engañosas o deliberadamente indignantes. “La búsqueda del clic manda, así que las redacciones publicarán acríticamente algunas de las peores cosas que corren por ahí, lo cual da legitimidad a la inmundicia —dijo Brooke Binkowski, editora de la desacreditada web Snopes, en una entrevista con el Guardian en abril—. No todas las redacciones son así, pero muchas lo son.” La nueva medida de valor para demasiados medios es la viralidad, en lugar de la verdad o la calidad Deberíamos tener cuidado de no desdeñar cualquier cosa con un atractivo titular digital como carnaza: los titulares atractivos son buenos si llevan al lector a un periodismo de calidad, sea serio o no. Creo que lo que distingue el buen periodismo del malo es el trabajo: el periodismo que la gente más valora es aquel que muestra que alguien le ha dedicado mucho tiempo, en el que se percibe que el esfuerzo se ha hecho para el lector, sea sobre asuntos grandes o pequeños, importantes o de entretenimiento. Es lo contrario del churnalism2, el reciclaje infinito de las historias de otros para conseguir clics.

Publicidad digital:
El modelo de publicidad digital no discrimina actualmente entre cierto o no cierto, solo entre grande y pequeño. Como afirmó el periodista político estadounidense Dave Weigel a propósito de una historia falsa que se volvió un éxito viral en 2013: “‘Demasiado bueno para comprobarlo’ era una advertencia a los redactores de los periódicos para que no saltaran sobre noticias inmundas. Ahora es un modelo de negocio.” Una industria periodística persiguiendo desesperadamente cada clic barato no parece una industria en posición de fortaleza, y de hecho los medios como negocio tienen problemas. El giro a la publicación digital ha sido un acontecimiento emocionante para el periodismo. Como dije en mi conferencia AN Smith de la Universidad de Melbourne en 2013, titulada “El auge del lector”, ha provocado “un rediseño fundamental de la relación de los periodistas con nuestra audiencia, cómo pensamos en nuestros lectores, la percepción de nuestro papel en la sociedad, nuestro estatus”. Ha significado que hemos encontrado nuestras formas de conseguir noticias —de nuestra audiencia, de los datos, de las redes sociales—. Nos ha dado nuevas maneras de contar historias: con tecnologías interactivas y ahora con la realidad virtual. Nos ha dado nuevas formas de distribuir nuestro periodismo, encontrar nuevos lectores en lugares sorprendentes, y nos ha dado nuevas maneras de conversar con nuestros lectores, abriéndonos a su crítica y el debate. Pero si las posibilidades del periodismo se han visto fortalecidas por las innovaciones tecnológicas de los últimos años, el modelo de negocio está gravemente amenazado, porque no importa cuántos clics obtengas: nunca serán suficientes. Y si cobras a los lectores para que accedan a tu periodismo tienes el gran reto de convencer al consumidor digital, que está acostumbrado a obtener información gratis, de que te pague a ti. En todas partes, los medios están viendo reducidos drásticamente sus ganancias y sus ingresos. Una elocuente ilustración de las nuevas realidades de los medios digitales son los resultados financieros del primer trimestre anunciados por el New York Times y Facebook con solo una semana de diferencia. El New York Times anunció que su beneficio operativo había caído un 13%, hasta los 51,5 millones de dólares; mejor que la mayoría de la industria periodística, pero una caída notable. Facebook, mientras tanto, reveló que sus ingresos netos se habían triplicado en el mismo periodo hasta unos asombrosos 1.510 millones. Durante la década pasada, muchos periodistas han perdido su trabajo. El número de periodistas en Gran Bretaña se redujo en un tercio entre 2001 y 2010; las redacciones se empequeñecieron en Estados Unidos una cantidad similar entre 2006 y 2013. En Australia hubo un recorte del 20% en periodistas solo entre 2012 y 2014. Este año, en el Guardian, anunciamos que teníamos que eliminar 100 puestos de trabajo de periodistas. En marzo, el Independent dejó de existir como periódico en papel. Desde 2005, según una investigación de la Press Gazette, el número de periódicos locales británicos se redujo en 181; de nuevo, no por un problema del periodismo, sino por los problemas para financiarlo. Pero que los periodistas pierdan su trabajo no es solo un problema para los periodistas: tiene un impacto dañino en toda la cultura. Como advirtió el filósofo alemán Jürgen Habermas en 2007: “Cuando la reorganización y el recorte de costes en esta zona básica ponen en peligro las normas periodísticas acostumbradas, golpea con fuerza en el corazón mismo de la esfera pública política. Porque, sin el flujo de información obtenido mediante una amplia investigación, y sin el estímulo de los argumentos basados en una pericia que no es barata, la comunicación pública pierde su vitalidad discursiva. Los medios dejarían entonces de resistirse a las tendencias populistas y podrían dejar de cumplir la función que deben cumplir en el contexto de un estado democrático constitucional.” Quizá entonces la industria periodística debe centrarse en la innovación comercial: cómo rescatar la financiación del periodismo, que es lo que está amenazado. El periodismo ha experimentado una drástica innovación en las dos últimas décadas digitales, pero los modelos de negocio, no. En palabras del colega Mary Hamilton, responsable ejecutiva de Audiencia del Guardian: “Hemos transformado todo lo que concierne al periodismo y no lo suficiente lo que concierne al negocio”. El impacto de la crisis del modelo de negocio en el periodismo consiste en que, al perseguir clics baratos a costa de la precisión y la veracidad, los medios están socavando la razón misma por la que existen: para descubrir cosas y contar la verdad a los lectores, para informar, informar, informar.

Patearse las calles:
Muchas redacciones están en peligro de perder lo que más importa en el periodismo: el duro, valioso, cívico oficio de patearse las calles, filtrar bases de datos, hacer preguntas incómodas para descubrir cosas que alguien no quiere que sepas. El periodismo serio, de interés público, es exigente. Y lo necesitamos más que nunca. Contribuye a hacer que los poderosos sean honestos, ayuda a la gente a comprender el mundo y su lugar en él. Los hechos y la información fiable son esenciales para el funcionamiento de la democracia, y la era digital ha hecho que eso sea aún más evidente. Pero no debemos permitir que el caos del presente proyecte hacia el pasado una luz demasiado favorecedora, como puede verse en la reciente resolución de una tragedia que se convirtió en uno de los momentos más oscuros de la historia del periodismo británico. A finales de abril, una investigación de dos años dictaminó que las 96 personas que murieron en el desastre de Hillsborough de 1989 no habían contribuido a la peligrosa situación que se produjo en el campo de fútbol. El veredicto era la culminación de una infatigable campaña de 27 años por parte de las familias de las víctimas, sobre cuyo caso informó durante dos décadas con gran detalle y sensibilidad el periodista del Guardian David Conn. Su periodismo contribuyó a descubrir la verdad real sobre lo que pasó en Hillsborough y el subsiguiente encubrimiento por parte de la Policía, una ejemplo clásico de un periodista obligando a los poderosos a rendir cuentas en nombre de los menos poderosos. “Hoy en día no es importante si una noticia es real. Lo único que importa es si la gente clica” Las familias habían estado haciendo campaña durante casi tres décadas contra una mentira puesta en circulación por el Sun. El agresivo y derechista director del tabloide, Kelvin MacKenzie, culpó del desastre a los seguidores y sugirió que habían forzado su acceso al campo sin entradas, afirmación que más tarde se reveló como falsa. Según la noticia de Horrie y Chippindale en el Sun, MacKenzie desautorizó a su periodista, puso las palabras “LA VERDAD” en la portada y sostuvo que los seguidores del Liverpool estaban borrachos, que robaron las carteras de las víctimas, que dieron puñetazos y patadas a los policías y orinaron sobre ellos, que gritaron que querían mantener relaciones sexuales con una mujer fallecida. Los seguidores, dijo un “policía de alto rango”, estaban “actuando como animales”. La noticia, escriben Chippindale y Horrie, es una “calumnia clásica”, carente de pruebas atribuibles y que encaja “precisamente con la fórmula de MacKenzie de publicar un prejuicio ignorante a medio cocer y vocearlo por todo el país”. Es difícil imaginar que la tragedia de Hillsborough pudiera suceder hoy: si 96 personas murieran aplastadas delante de 53.000 teléfonos móviles, con fotografías y relatos de testigos en las redes sociales, ¿se habría tardado tanto en saber la verdad? Hoy, la policía —o Kevin MacKenzie— no habría podido mentir tan descaradamente durante tanto tiempo. La verdad es una lucha. Requiere un duro oficio. Pero la lucha merece la pena: los valores periodísticos tradicionales son importantes e importan y merecen ser defendidos. La revolución digital ha significado que los periodistas —en mi opinión, esto es algo bueno— tienen que rendir más cuentas ante su audiencia. Como muestra la historia sobre Hillsborough, los viejos medios eran sin duda capaces de perpetrar aterradoras falsedades que luego costaba años esclarecer. Algunas de las viejas jerarquías han sido socavadas contundentemente, lo que ha llevado a un debate más abierto y a un cambio sustancial en las viejas élites, cuyos intereses con frecuencia dominaban a los medios. Pero la era de la información incansable y constante —y las verdades inciertas— puede ser abrumadora. Vamos en montaña rusa de un escándalo a otro, pero nos olvidamos muy rápidamente: cada tarde vivimos un apocalipsis. Al mismo tiempo, la demolición del paisaje informativo ha desatado nuevas cataratas de racismo y sexismo y nuevas maneras de avergonzar y acosar, dando pie a un mundo en el que prevalecen los argumentos más gritones y burdos. Es una atmósfera que ha demostrado ser particularmente hostil para las mujeres y la gente de color, que ha revelado que las desigualdades físicas se reproducen con demasiada facilidad en los espacios online. El Guardian no es inmune, razón por la cual una de mis primeras iniciativas como directora fue lanzar el proyecto “Web We Want” para combatir una cultura general del insulto online y para preguntar cómo nosotros, como institución, podemos alentar conversaciones mejores y más educadas en la web.

El discurso político:
Por encima de todo, el reto para el periodismo de hoy no es simplemente la innovación tecnológica o la creación de nuevos modelos de negocio. Es establecer el papel que las instituciones periodísticas todavía juegan en el discurso público, que se ha fragmentado de una manera imposible de manejar y se ha desestabilizado radicalmente. Los asombrosos acontecimientos políticos del último año —incluido el voto por el Brexit y la irrupción de Donald Trump como candidato republicano a la Presidencia estadounidense— no son simplemente consecuencias de un resurgente populismo o la revuelta de los que se sienten abandonados por el capitalismo global. Los hechos y la información fiable son esenciales para el funcionamiento de la democracia Como sostuvo en un ensayo el académico Zeynep Tufekci, el auge de Trump es “en realidad un síntoma de la creciente debilidad de los medios de masas, especialmente a la hora de controlar los límites de lo que es aceptable decir”. (Podría decirse algo parecido del Brexit.) “Durante décadas, los periodistas en los grandes medios actuaban como guardianes que juzgaban qué ideas podían discutirse en público y qué era considerado demasiado radical.” La debilitación de estos guardianes es positiva y negativa; hay oportunidades y hay peligros. Como podemos ver en el pasado, los viejos guardianes eran también capaces de infligir grandes daños y eran con frecuencia arrogantes al negarse a dar espacio a argumentos que ellos consideraban fuera del consenso político mayoritario. Pero sin alguna forma de consenso es difícil que se asiente alguna verdad. La decadencia de los guardianes ha dado espacio a Trump para sacar a colación lo que eran temas tabú, como el coste de un régimen de libre comercio global que beneficia a las empresas en lugar de a los trabajadores, un tema que las élites y buena parte de los medios de Estados Unidos han ignorado durante mucho tiempo —con lo cual, obviamente, han permitido que sus indignantes mentiras florezcan—. Cuando el sentimiento predominante es contra las élites y contra la autoridad, la confianza en las grandes instituciones, incluidos los medios, se viene abajo. Creo que merece la pena luchar por una cultura periodística fuerte. También hacerlo por un modelo de negocio que sirva y recompense a los medios que pongan la búsqueda de la verdad en el centro de todo, y construya una sociedad informada y activa que escrute a los poderosos, no un grupito mal informado y reaccionario que ataque a los vulnerables. Los valores tradicionales del periodismo deben ser asumidos y celebrados: investigar, verificar, reunir declaraciones de testigos, hacer el intento serio de descubrir lo que ha sucedido de veras. Tenemos el privilegio de vivir en una era en la que podemos utilizar muchas tecnologías nuevas —y la ayuda de nuestra audiencia— para hacerlo. Pero también debemos combatir los asuntos que apuntalan la cultura digital y darnos cuenta de que el tránsito del papel a los medios digitales nunca ha sido solo una cuestión tecnológica. Debemos también enfrentarnos a las nuevas dinámicas de poder que estos cambios han creado. La tecnología y los medios no existen de manera aislada; contribuyen a dar forma a la sociedad al mismo tiempo que esta les da forma a ellos. Esto significa implicarse con gente en tanto que actores civiles, ciudadanos, iguales. Se trata de hacer que el poder rinda cuentas, luchar por un espacio público y asumir la responsabilidad de crear el mundo en el que queremos vivir. (KATHARINE VINER, 12/08/2016) ahorasemanal.es


Argumentarios:
El despegue de fuerzas políticas organizadas en movimientos asamblearios en España tiene su base en los efectos de la crisis económica, en la falta de expectativas e incluso en la desesperanza de muchos ciudadanos. Pero no es solo la crisis, sino la tremenda desconfianza hacia la política convencional y a sus estructuras de participación y funcionamiento. La política y los políticos se perciben como un problema, los ciudadanos/as no participan en los asuntos públicos, la corrupción parece algo consustancial en las instituciones y, en general, existe una profunda desconexión entre la sociedad y la política, con la pérdida de calidad democrática que ello supone. ¿Dónde hay que buscar la causa de tanta desafección? De entre los múltiples análisis posibles, aquí queremos centrarnos en la comunicación política: el papel de los asesores, las agencias y los equipos que diseñan las estrategias de comunicación que suponen el punto de partida de los mensajes políticos que luego son introducidos en el sistema de medios y sobre el que gira “la realidad informativa” y especulativa. El “argumentario” es el documento que unifica la posición de los partidos ante cualquier asunto estratégico. Su mecanismo de elaboración es muy sencillo: se parte de la realidad, se recorta lo que puede perjudicar, se elimina lo que pueda aprovechar el adversario, se potencia lo que justifica la posición propia y se busca un titular que lo resuma. En definitiva, se transforma una realidad compleja en un conjunto de enunciados sencillos partiendo de presupuestos persuasivos definidos por la organización y superpuestos a la realidad como una capa de interpretación de la misma que pretende sustituirla. Cada organización elabora estos mensajes con un doble fin: homogeneizar su posición (coherencia, credibilidad, evitar ruido) y diferenciarse del adversario (visibilidad, notoriedad, adhesión) y combinan un elemento racional objetivo con una arquitectura fuertemente emocional. Estos contenidos se distribuyen al sistema de portavoces y se proyectan en entrevistas, comparecencias, notas de prensa, tertulias….. Da igual que haya mil canales, porque el mensaje es único y será repetido mil veces. La espectacularización de la política tiene mucho que ver con la estandarización de los contenidos. Esta forma de trabajar tiene una función netamente persuasiva: ya no es sólo dominar la agenda sino que se intenta imponer un marco de interpretación (framing) con el que construir un relato verosímil (storytelling) de la posiciones de la organización. Sin embargo, a lo que nos conduce este modelo es al empobrecimiento de la relación entre la política y los ciudadanos. Cada propuesta es un eslogan y se trabaja para que funcione como una llamada a filas, es decir, simplificando la realidad hasta convertirla en un sistema binario ante el que solo caben la aceptación, el rechazo o la indiferencia. Es más: o se aceptan con entusiasmo o se rechazan con virulencia o provocan un profundo hastío. Y esta parece ser la opción mayoritaria en los últimos años. La gente “pasa”. Los ciudadanos no se identifican con las propuestas de los partidos políticos convencionales debido al extrañamiento de los discursos políticos de la propia realidad, adelgazándola hasta la desfiguración, hasta hacerla irreconocible y, aún peor, increíble. Si en la “dispersión refractiva” la luz blanca atraviesa un prisma y se descompone en toda su gama de colores, aquí la “concentración persuasiva” hace que una realidad llena de matices y colores, atraviese los medios de comunicación y se convierta en un pensamiento único. Un contenido además, que tiene muy pocas posibilidades de alcanzar el fin para el cual fue pensado, ya que sabemos que los ciudadanos se exponen sólo a aquellos mensajes que refuerzan su estilo y forma de vida y en los que pueden ver identificadas sus opiniones. Esta exposición selectiva hace que el efecto persuasivo de los medios (y, por tanto, de la comunicación política y, por tanto, de los medios de comunicación) se limite al refuerzo de los ya convencidos. Así que, paradójicamente, la comunicación de partidos genera esferas de opinión estancas y, entre ellas, un gran espacio de incomunicación y desafecto. Por ello es necesaria una reflexión colectiva que apunte a la complejidad. Debemos añadir capas de inteligencia a la gestión de la comunicación política porque en ella se genera valor para la calidad democrática de nuestra sociedad. Diferenciación de mensajes, enriquecimiento de los contenidos, fórmulas, formatos y espacios en medios que fomenten auténticos debates, asumiendo que la gente puede pensar por si misma y que para ello, un poco de complejidad es recomendable. (Francisco Muñoz, 28/08/2016)


Males del periodismo:
Últimamente leo muchos artículos de periodistas que intentan explicar lo mal que está el periodismo. Algunos, para teorizar sobre los culpables de este mal, mezclan la situación de crisis de algunos medios de comunicación y de sus empresas editoras con la mala praxis de los periodistas. Otros cargan sobre la falta de independencia frente los poderes fácticos que atenazan a la información, a saber: los anunciantes y el poder político. Pocos se atreven a decir, alguno lo hace, que es la gente la que no sabe valorar los contenidos informativos de calidad y estamos cayendo en una sociedad desinformada o informada parcialmente por canales sucedáneos de los medios de comunicación que se encuentran en las redes sociales. A lo mejor los medios y sus periodistas hace tiempo que ya no tienen el monopolio de la información, ni siquiera el de la mejor información. Eso sería un grave problema. Es como si los médicos ya no fuesen los mejores prescriptores de los tratamientos para una enfermedad y nos pusiéramos en manos de charlatanes y curanderos. Algún periodista como es el caso de Manuel Rico (director de Infolibre) se inmola y reparte la culpa entre todos los colectivos, incluidos los lectores, eso sí, de izquierdas: “¿Cómo hemos llegado hasta aquí? -se pregunta analizando el panorama mediático español- pues muy sencillo: somos responsables los editores, directivos de medios y lectores que afirmamos ser de izquierdas, que denunciamos la situación mediática, que nos llenamos la boca con la importancia de la libertad de prensa y que no hemos sabido o querido crear, defender o apoyar medios que reflejen esa visión del mundo (pudiendo hacerlo, claro).” Otros como Miguel Mora de CTXT , nos salvan a los lectores y arremeten contra el establishment de los acomodaticios y endeudados medios y de los nuevos periodistas que han sustituido a los que han sido purgados por incómodos: “Endeudados hasta las cejas y cada vez más alejados de la realidad, muchos de estos medios han otorgado el timón a los periodistas más mediocres y cobardes de sus plantillas, después de desembarazarse de los más incómodos aplicando una reforma laboral bananera. Y hoy aparentan mantener un poder que ya no tienen buscando pinchazos como sea, manipulando noticias y encuestas, emitiendo vídeos de gatitos y masacres, dictando titulares a los reporteros, intoxicando y asustando a las viejas con editoriales indignos de ese género, ocultando en sus portadas informaciones relevantes cuando son incómodas para sus dueños, excluyendo del debate a las firmas más críticas con el sistema, y/o dando voz a prosistas de sonajero y cascabel carentes de conciencia ética y social”. Un gran periodista, Gumersindo Lafuente, aseveraba en su Manifiesto estival sobre el periodismo acomodado que los males no estaban en los soportes sino en el compromiso con la información veraz y libre: “Y ojalá que el oficio periodístico—dice el impulsor de la Fundación PorCausa— se dé cuenta de que su salvación no está en los debates estériles sobre el soporte, las redes o la viralidad. Si no hay rigor, originalidad y compromiso, poco interesante queda por salvar de algo tan bello como el periodismo.” Lo fácil sería concluir que todos tienen razón en los males que asolan a nuestro periodismo y a lo mejor esa es la conclusión a la que llegan ustedes leyéndolos. Estaríamos entonces ante un fallo multiorgánico que los médicos describen como lo más grave a lo que se enfrentan cuando un paciente ingresa en la UCI hospitalaria. Posiblemente en la UCI informativa habría que suministrar un tratamiento de independencia al medio y al periodista para evitar que los poderes fácticos siguieran dañando el corazón del periodismo, también sería necesario oxigenar los pulmones para que entrara aire fresco y eliminara los residuos de contaminación informativa interesada. A lo mejor esto bastaría para salvarse, para sobrevivir, pero no para llevar una vida con normalidad. Para volver a lo que quizá un día fue el periodismo para la sociedad, para interesar a sus ciudadanos y recuperar la credibilidad en los medios y en los periodistas tiene que darse otra condición: el periodismo debe ser capaz de sacudir las conciencias de los ciudadanos. “Si las cosas siguen por este camino—según Monica Bauerlein / Clara Jeffery (Mother Jones)— desaparecerán las noticias que revelen algo sustancial acerca de la manera en que funciona el poder. Hace falta tiempo (mucho más del que se puede justificar económicamente) y estabilidad, hacen falta reporteros y editores seguros de que sus trabajos no desaparecerán si no hay grandes beneficios, o si los poderosos se ofenden. A este tipo de periodismo le mueve un deseo de sacudir las conciencias, no de ser rentable únicamente” . Este puede ser el antídoto definitivo contra los males del periodismo, pero no está al alcance de todos. (José Sanclemente, 07/09/2016)


Distopías:
El creciente descontento con el sistema político español, la percepción de su avanzado estado de deterioro, la comprobación de que falla el mecanismo de control y representación, ha conducido a cierto consenso de que algo huele a podrido… y no precisamente en Dinamarca. La pérdida de credibilidad de la clase política y de las instituciones se extiende también a los medios, generalmente incapaces de ofrecer información y opinión independientes. Pero existe desacuerdo en la causa. Mientras unos cargan la culpa sobre las élites y los grupos de presión por su poder desmesurado, sin límites razonables, por manipular la información, por resistirse a introducir controles y contrapesos, otros atribuyen la responsabilidad al ciudadano común por su pasividad, indolencia, desconocimiento o comodidad, una dejación que permite a los gobernantes actuar a placer y voluntad. ¿Hay que buscar la raíz de estos males arriba o abajo? ¿En la perversión de las instituciones, en la depravación del poder o, por el contrario, en la acentuada desidia de las masas? Quizá no exista respuesta sencilla porque ambos problemas se encuentren interconectados. En Amusing ourselves to death (1985) Neil Postman plantea ingeniosamente esta disyuntiva contraponiendo las dos distopías más geniales del siglo XX: 1984, de George Orwell y Un mundo feliz de Aldous Huxley. Ambas describen sistemas totalitarios con un desmedido control político y social, donde no queda rastro de democracia clásica. Pero cada novela señala un camino muy distinto hacia el despotismo. En la distopía orwelliana la opresión es explícita, agobiante y activa. Pero la tiranía huxleyana resulta sutil, imperceptible para mucha gente que se siente feliz, cómoda, encantada con ella. En una, el gobierno prohíbe los libros peligrosos; en la otra no necesita proscribirlos pues a nadie le interesan. En la primera, el poder tergiversa la verdad, controla la información y la ofrece a cuentagotas; en la otra, el torrente de información es tan abrumador que la verdad queda disimulada, disuelta en un océano de noticias irrelevantes. En la sociedad orwelliana la cultura está cautiva, en la huxleyana es simplemente insustancial, frívola y trivial. La tiranía de 1984 es aparentemente más opresiva… pero resulta mucho más fácil de identificar y combatir que la de Un mundo feliz. Siempre habrá personas dispuestas a resistirse a una dictadura represora pero no tantas a un tipo de despotismo paternalista, donde la gente se deleita con diversiones banales mientras se desentiende de los problemas reales. Suele rebelarse antes el oprimido que el narcotizado. Alexis de Tocqueville anticipó hace casi dos siglos este peligro: “Trato de imaginar nuevos rasgos con los que el despotismo puede aparecer en el mundo. Veo una multitud de hombres dando vueltas constantemente en busca de placeres mezquinos y banales con que saciar su alma. Cada uno de ellos, encerrado en sí mismo, es inconsciente del destino del resto. Sobre esta humanidad se cierne un inmenso poder, absoluto, responsable de asegurar el disfrute. Esta autoridad se parece en muchos rasgos a la paterna pero, en lugar de preparar para la madurez, trata de mantener al ciudadano en una infancia perpetua”. El devastador efecto de la televisión Postman afirmaba que el mundo occidental había evolucionado con las pautas de Huxley, no con las de Orwell. Pensaba que los cambios en la tecnología de la información, especialmente la televisión, habían generado una sociedad de banalidad y diversión, que rechaza el pensamiento y se infantiliza a pasos agigantados. La tele no requiere formación, capacidad comprensiva o lectora ni pensamiento crítico. Y ofrece noticias sin contexto, seriedad ni valor. No hay conceptos, sólo variedad, novedad, acción y movimiento; puro placer y entretenimiento. La pequeña pantalla anula los conceptos, las ideas, atrofia la capacidad de abstracción y anquilosa el entendimiento, sustituyendo el conocimiento profundo por una visión superficial. Por ello, los televidentes estarían muy entretenidos pero pésimamente informado, aunque crean justo lo contrario gracias a esa falsa sensación de conocimiento que ofrece la pantalla. Pocas cosas resultan más correosas, más difíciles de combatir que la ignorancia disfrazada de sabiduría, ese panem et circenses para unas masas embrutecidas que se creen Cicerón. La tele no prohíbe los libros; simplemente los desplaza por la ley del mínimo esfuerzo. Para Postman, no es que los dirigentes engañen ahora mejor que antes; es la sociedad la que ha perdido la capacidad de detectar la mentira. Centrándonos en la sociedad española, Postman acertaría, en parte, a juzgar por esa apoteosis de vulgaridad que se ha contagiado incluso a buena parte de la prensa seria. Algunos medios escritos imitan a ciertos programas televisivos promocionando el cotilleo más obsceno, el chascarrillo, el escándalo, el sensacionalismo, esas noticias que hacen las delicias del público con mentalidad adolescente. Se percibe una fuerte deriva hacia el puro entretenimiento, la mera diversión, en detrimento de la información y análisis rigurosos. Lo que vino a llamarse la preponderancia de ubres y glúteos sobre la opinión razonada. Pero existen otros elementos más en la línea de 1984, como el control que ejercen los partidos sobre los medios para manipular la información, sea de forma directa o a través de la publicidad de grandes empresas en connivencia con los gobernantes. O los malsanos vínculos que parte del periodismo mantiene con el poder político y económico, unas relaciones basadas en intercambio de favores, corrupción, utilización de la información como moneda de cambio para obtener ventajas, prebendas o subvenciones. También es orwelliana la asfixiante opresión de la corrección política, creadora de una absurda neolengua, que condena a los transgresores a la marginación, el vilipendio o el ninguneo. Aceptémoslo, nuestro sistema posee bastantes elementos huxleyanos y unos cuantos orwellianos. Pero también algunos espacios de libertad… para quien tenga los arrestos de ejercerla. (Juan Manuel Blanco, 14/09/2016)


Discriminar:
¿Están las nuevas tecnologías contribuyendo a una noción de realidad desvinculada de los hechos? La misma duda se repite últimamente en varios frentes intelectuales: los libros más recientes de Nicholas Carr, otro de Wendy Hui Kyong Chun, Updating to Remain the Same; un rotundo editorial de Katharine Viner, la nueva directora de The Guardian; un artículo notable de Peter Pomerantsev publicado en Granta, y citado hace poco por Arcadi Espada, quien lleva tiempo lidiando con estos asuntos y sus implicaciones para el periodismo… Del incremento en la escala de los cambios de sensibilidad, representado por la llamada “revolución digital”, hemos pasado al debilitamiento de esa “realidad” que circula en las redes sociales o incluso, un paso más allá, a nuestra indiferencia por la “verdad” de esos “hechos”, más o menos noticiosos. En esta era de alucinaciones masivas e incredulidad, el periodismo deambula como un fantasma. Veinticinco años han bastado para que la idea de Internet como plataforma abierta y antijerárquica, con información de primera mano, parezca derrotada por el impulso avasallador de los social media: corrales —más que redes— sociales, donde la muchedumbre pone a prueba algoritmos que reafirman sus previos puntos de vista; estancos dominados por grandes empresas mediadoras que expresan un nuevo nivel de concentración de poder e intrusismo al lucrar con una privacidad que cada vez interesa menos a la mayoría de los usuarios. No pocos análisis recientes revelan un retroceso del espíritu libertario que animó la fundación de una “red de redes”, arrinconado hoy en la marginalidad o convertido en inspiración de ficciones conspiratorias. (Novelas como Al límite de Thomas Pynchon, Satin Island de Tom McCarthy o El círculo de Dave Eggers serían buenos ejemplos de estas satíricas barricadas literarias contra el “rebaño digital” del que hablaba Jason Leinier). En su ensayo, Pomerantsev describe un complejo escenario de tecno-fantasías alimentadas por una atmósfera de incertidumbre económica y social que contribuye a que el público consuma por igual la información real y los pseudohechos disfrazados de noticia: “Si todos los hechos coinciden en decir que uno no tiene ningún futuro económico, entonces ¿para qué quiere nadie saber nada de los hechos? La falta de una idea de futuro, pero también una comprensión simplista del pasado en forma de vagas nostalgias y sueños de grandeza perdida, han contribuido a debilitar el estatuto del presente”. Otra causa de esta erosión del estatuto factual de la realidad noticiosa podría ser el cambio de nuestra idea del sujeto. Nuestra tradición delimitó la frontera de “lo interior” como territorio significativo: descifrar la verdad era indagar en lo “interno”. Conocer era analizar lo real y profundizar en nosotros mismos. En cambio, en la era del selfie ese “nosotros mismos” es cada vez menos “privado” y más abierto, inmediato y expuesto. Ha cambiado el carácter y la definición de lo humano, concebido menos como “interioridad” que como un “mundo público”, visible y realizado en autoficciones, prótesis y sucedáneos. La crisis paralela de un modelo de continuidad temporal y de un sujeto estructurado no es, sin embargo, resultado directo de la tecnología o del avance científico de esta última década, sino de una vocación ideológica anterior. Como bien recuerda Pomerantsev, esta equiparación entre la verdad y la falsedad “procede (y se beneficia) de un relativismo y de un tardío postmodernismo de lo más invasivo, que, en los últimos treinta años, ha saltado del mundo académico al de los medios de comunicación y a todos los demás ámbitos. Esta escuela de pensamiento ha hecho suya la máxima de Nietzsche según la cual no hay hechos sino sólo interpretaciones: cada versión de los hechos no sería más que un relato en el que las mentiras pueden quedar justificadas como ‘un punto de vista alternativo’ o ‘una opinión’ ya que ‘todo es relativo’ y ‘cada uno tiene su propia verdad’ (y en Internet realmente eso es así)”. Fue Thomas Pynchon quien, en su célebre novela El arco iris de gravedad, enunció de forma irónica este carácter indisoluble de la crisis del yo y de nuestra idea del tiempo bajo la forma de la Ley bautizada con el nombre de uno de sus personajes, un ingeniero llamado Kurt Mondaugen: “La densidad personal —dice la Ley de Mondaugen— es directamente proporcional al ancho de banda temporal”, entendiendo por ancho de banda temporal la amplitud de tu presente, tu ahora. Mientras más habites en el pasado y el futuro, y más amplio sea tu ancho de banda, más sólida será tu persona. Pero mientras más estrecho sea tu sentido del Ahora, más tenue serás”. No es posible reducir nuestro doble compromiso con el pasado y el futuro sin disminuirnos también a nosotros mismos, sin volvernos más tenues, como le sucede al personaje de Pynchon. Pero esta suerte de existencialismo pop, puede leerse también como una irónica moraleja para nuestra era de información constante e indiscriminada. El incremento del flujo informativo ayuda al desarrollo de la personalidad, pero sólo hasta cierto punto. Llegados a cierto nivel, este efecto se invierte. Estamos tan abrumados por la necesidad autogratificante de comunicar que ya no hay tiempo para la síntesis o la consolidación que implica el conocimiento verdadero. Se necesita tiempo para discriminar lo factual de las ficciones. En este punto, la densidad personal o consistencia interior se vuelve inversamente proporcional a la cantidad de información que podemos procesar. La única manera de hacer frente a la expansión del “ancho de banda” informativo es constreñir su espectro temporal, estrechar ese ahora que asegura nuestro umbral de conocimiento. Los periódicos trabajan con ese frágil ahora. Han acabado por ceder ante las redes sociales porque buscan sustituir su antiguo modelo de negocio por uno basado en clics y shares. Su antiguo privilegio factual ha sido comprometido por la supervivencia en un mundo donde la noticia es “aquello que se comparte de inmediato” y los hechos se sustituyen con opiniones prêt-à-porter. Convertido así en un fantasma que engulle todo lo que nos rodea, el periodismo es como la criatura Sin Cara que aparece en la maravillosa película de animación de Hayao Miyazaki, El viaje de Chihiro, y que recuerda al “fantasma hambriento” de las reencarnaciones budistas: al adoptar la forma cambiante de aquello que ingiere, no sólo sufre él mismo sino que debilita y altera la consistencia de toda la realidad. (Ernesto Hernández Busto, 14/10/2016)


Discurso burdo:
Las elecciones se ganan o se pierden. Lo que importa es qué viene detrás de una victoria y quién la va a administrar. La posibilidad de que Donald Trump sea presidente de Estados Unidos dentro de una semana desafiaría la ley de la gravedad política si se tiene en cuenta que prácticamente todos los diarios, las televisiones, premios Nobel de Economía, académicos y también numerosos republicanos de referencia han rechazado categóricamente que este multimillonario arrogante y mentiroso se convierta en el próximo presidente. Las ideas simples, el populismo y la xenofobia son los ingredientes de una nueva ideología vacía de contenido que se abre paso entre multitudes en esta época de la posverdad. No es un fenómeno pasajero ni banal. La sociedad sin ley se considera, a partir de ciertas circunstancias, capaz de tratar de igual a igual a la sociedad construida sobre leyes democráticas que pueden ser imperfectas pero siempre se pueden cambiar en el ámbito de los debates que preceden a las elecciones y acaban en las urnas. Las corrientes de fondo que circulan por las sociedades occidentales no cambiarán por la victoria de unos o de otros. Seguirá recurriéndose al engaño y a la simulación. La racionalidad se ha aparcado y por las redes sociales circulan las emociones, las ilusiones, los odios y las intransigencias. La verdad o la verosimilitud están en segundo término y lo que importa es el impacto, el eslogan, el pensamiento precario y la mentira cuando sea preciso. Es paradójico que la época de más avances de todo tipo, de más progreso, de más creación de riqueza global, sea también la de más pobreza de pensamiento crítico, de aburguesamiento intelectual y de seguimiento adocenado de consignas y propaganda servidos en smartphones con la última de las novedades tecnológicas. La mediocridad de los debates responde a la simplicidad de los mensajes. Un insulto ingenioso, breve y rotundo puede divertir a quienes se pueden creer beneficiados. Pero no hace ninguna gracia y es una estupidez que deteriora seriamente la convivencia y los valores democráticos. No sé si es una actitud primaria, fruto de la ignorancia, o responde a una estrategia para levantar muros y fronteras, para desprestigiar al adversario y cerrar el paso al diferente que no piensa igual que nosotros y al que hay que mantener en un lazareto. Los discursos políticos que vienen cargados de ignorancia nos acercan a la barbarie de los tiempos oscuros. Unas elecciones no resuelven las divisiones irreconciliables que se dibujan en las sociedades democráticas. Lo hemos visto con el Brexit y lo comprobamos en la fase final de las elecciones norteamericanas. Los intereses individuales prevalecen en muchos países europeos sobre los proyectos colectivos que han traído el periodo más intenso de progreso en Europa. (Lluís Foix, 03/11/2016)


Trumpazo:
Cualquiera con una cuenta de Twitter activa habrá tenido ocasión de comprobar o sufrir una de las conductas más grotescas que se practican en esta red social: el acoso por parte de tuiteros furibundos que tildan de ágrafo e indocumentado a cualquiera que mantenga una opinión distinta de la suya. Si hay algo que simboliza el abismo generacional que acompaña a la globalización es esta letanía de que en el siglo XXI -el más alfabetizado y menos pobre de la historia de la humanidad- ya no se leen libros como en los viejos tiempos. Este fenómeno no solo sucede en España y en el resto de Europa, sino también en Estados Unidos, donde el eslogan electoral de Donald Trump 'Make America Great Again' (Logremos que América recupere su grandeza) se ha pretendido refutar con el sarcástico contra-eslogan 'Make America Read Again' (Logremos que América vuelva a leer como antes). En la llamada 'Era de la Información' las generaciones audiovisuales -numerosas, pues incluyen a los nacidos a partir la década de 1970- parecen haber dado la espalda a la prosa, decantándose por la imagen o el microtexto (el tuit, el eslogan publicitario, la cita breve) como elemento central de las plataformas que usan para informarse. Esta preferencia por los formatos culturales/informativos breves no es solo propia de Occidente, sino que la comparten las nuevas generaciones del mundo entero. Un síntoma de la tardía aceptación de los nuevos formatos culturales por parte del establishment europeo ha sido el Premio Nobel de Literatura al cantautor estadounidense Bob Dylan. Como algunos veníamos escribiendo desde hace años, el pop no solo es un colosal contenedor cultural, sino que la música pop es el lugar donde se halla buena parte de la mejor poesía del siglo XX. La globalización entendida como un proceso de democratización mundial implica que hoy son las masas ciudadanas con sus Smartphones y sus ordenadores personales, -no las élites intelectuales con su altivo ¡Vete a leer!-, quienes deciden qué cultura prefieren, ergo cuál es la cultura que se va a consumir mayoritariamente durante las siguientes décadas. Como ha sucedido con Dylan, la divulgación masiva de su música coexiste con la calidad poética indudable de sus letras. Dos grandes víctimas de la revolución informática son la industria editorial y el periodismo clásico. Mientras la industria del libro renquea, el Slow Journalism propugna un regreso a los orígenes con textos más largos y más especializados. (¿Luchar contra la preponderancia de la imagen con una doble ración de palabras no es una batalla perdida de antemano?) Pero existe un tercer sector que ha quedado muy tocado: el académico. Mientras los politólogos estadounidenses se lamen las heridas y comienzan a analizar sus errores, algunos periodistas como el británico Michael Deacon han detectado que el Brexit y el Trumpazo no albergan un resentimiento contra las clases altas -como pudiera parecer por el sesgo antisistema de ambas campañas-, sino un marcado resentimiento contra las élites intelectuales. 'Creo que este país está muy harto de expertos', decía el euroescéptico británico Michael Gove este verano. Al democratizar el acceso a la información, la revolución tecnológica ha desenmascarado la pedantería como burda artimaña del intelectual de antaño, cuyo lenguaje impenetrable servía para amedrentar al lector y, con frecuencia, para enmascarar la ignorancia propia. Orwell atinó -también en esto- al exigir una prosa transparente como el cristal de una ventana. Hoy día, cuando todo el conocimiento humano se puede encontrar prácticamente gratis en Internet, un lenguaje claro es el primer filtro que sirve al lector para discriminar en su elección. Donald Trump no produce envidia por su riqueza -el arribismo le galvaniza contra la pertenencia a una saga económica- y en cambio se le admira por no formar parte de una élite cada vez más aborrecida: la intelligentsia. Trump ha intuido que la nueva política no implica una renovación de los partidos tradicionales, sino una personalización en la que el candidato es el mensaje, en una moderna vuelta de tuerca de Marshall McLuhan. El lenguaje trumpés -llano, reiterativo, identificable y cuajado de giros coloquiales- es una de las armas más poderosas del recién elegido presidente estadounidense. Y le separa tajantemente de la antaño poderosa élite intelectual, que la globalización va convirtiendo en una especie en peligro de extinción. (Gabriela Bustelo, 26/11/2016)


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