Desigualdad 3:
Descontentos:
Infancia:
Política fiscal:
Historia:
Relación desigualdad y pobreza:
Clases marginadas:
Productividad y reparto:
Impuestos:
Las crisis fiscales de los estados son un fenómeno casi permanente por lo menos desde los romanos. Cónsules primero y emperadores después se dedicaron con afán a requisar bienes y propiedades, al inicio con guerras de saqueo, luego con impuestos y tasas que recaían sobre los sectores de la sociedad políticamente más desprotegidos. La Revolución Francesa arrancó como una protesta fiscal de la aristocracia contra el rey y acabó dando a luz la modernidad.
Salvando las distancias temporales y sociales, los estados de los países desarrollados encaran actualmente parecidas coyunturas al hacer frente a responsabilidades públicas que superan su capacidad de financiación. La consecuencia es la crisis del Estado de bienestar.
Las respuestas a esa encrucijada definen también el lado del espectro ideológico en el que se ubican los prescriptores de soluciones. Reducir las funciones del Estado es la vía preferida por los sectores más conservadores, la derecha; buscar fuentes adicionales de financiación, subiendo impuestos a los que más ingresos declaran, suele ser la solución planteada por los sectores progresistas, la izquierda.
La nueva globalización, sin embargo, ha introducido elementos que obligan a cuestionar que la salida se vaya a encontrar en cualquiera de esas dos vías. La mundialización ha convertido a los estados en la única frontera de protección frente al tsunami económico de desplazamientos de capital e incertidumbres tecnológicas que atemoriza a amplios sectores. Pero tal presión convive con la ingente y creciente masa de dinero que circula por el mundo y que apenas huelen las Haciendas de los estados. El último ejemplo, los papeles de Panamá. Una tensión que agita conciencias y obliga a revisar postulados clásicos. A su calor crecen descontentos, populistas unos, legítimos otros.
Las finanzas globales están fuera del control de los estados, de hecho en muchos casos son las primeras las que controlan a los segundos, mientras deja acorralados (un corralito de verdad) a los ciudadanos a los que les declaran sus ingresos ante sus correspondientes fiscos.
Las grandes empresas consiguen modificar la legislación para aprovechar legalmente todas las posibilidades para pagar lo menos posible. La gran banca internacional obtiene suculentos ingresos con el diseño de mágicas estructuras fiscales para sus clientes VIP; un negocio añadido al del lavado masivo de dinero procedente de actividades directamente delictivas, como reconocía esta misma semana el portavoz mediático de la City, el asalmonado Financial Times.
La City of London, un burgo autónomo y privilegiado de Londres, con sus propias leyes e impuestos, que se rige por fórmulas de democracia corporativa, cerebro y corazón de los paraísos fiscales del planeta. En ella, David Cameron, el premier británico, ha organizado esta pasada semana una cumbre contra la corrupción y el blanqueo. Londres, capital de un Reino Unido que tiene bajo su soberanía el 25% de los paraísos fiscales del planeta, de Jersey a Gibraltar, pasando por las islas Vírgenes, que le aportan ingresos por más de 300.000 millones de euros, y que es el refugio inmobiliario y deportivo de oligarcas rusos, dictadores sanguinarios y autócratas del petrodólar. Londres capital de moda del mundo civilizado.
Mientras tanto, los asalariados y las clases medias son las víctimas propiciatorias de un sistema fiscal que se ceba con quienes no tienen posibilidades de optimizar, deslocalizar, planificar o simplemente camuflar sus rentas. Auténticos enjaulados de la globalización.
Branko L Milanovic, el execonomista del Banco Mundial, sostiene que cinco son las causas que fomentan la desigualdad: “el aumento de la parte de los ingresos que va a los propietarios del capital; los altos y concentrados ingresos del capital; la coincidencia de que las personas con más altos ingresos tiene a menudo altos ingresos procedentes del capital; la tendencia a casarse entre ellos; y el creciente poder político de los ricos”.
No es casual pues que el peso económico, además del político, de clases medias y trabajadores haya disminuido en los últimos años. Pierden peso económico entre los grandes capitales y el creciente número de supervivientes en una economía desregulada y precaria, los que sí crecen.
Mientras aviones repletos de dinero circulan libremente por el circuito internacional, derechas e izquierdas ponen el foco sobre la factura del fontanero y los ingresos profesionales. Las primeras, intentando adelgazar el Estado, sembrando graves tempestades sociales; las segundas, mortificando aún más a los sectores sociales que están siendo diezmados por la concentración del capital y la obsolescencia de sus habilidades.
Gran parte de las clases medias y muchos asalariados sienten estar viviendo los últimos compases de una sinfonía de decadencia y extinción, calificados de privilegiados por poder trabajar. Como en otras partes de Europa, en Catalunya también se vive en la misma dinámica. Como no hay posibilidades, o de momento no se sabe cómo, de embridar la escapada fiscal del capital se plantea seguir pescando en la misma pecera. El problema es que en ella quedan menos peces y son cada día que pasa más pequeños.
Y encima, a sus promotores no acabará quedándoles ni tan sólo el consuelo del rendimiento electoral. De esta dinámica sólo el populismo más pernicioso sabrá sacar rendimiento.
(Manel Pérez, 15/05/2016)
Hace sólo una década el panorama era radicalmente diferente. Una combinación de circunstancias favorables había hecho aparecer al capitalismo como un sistema benigno y amable. La caída del muro de Berlín le había dejado como ganador de la guerra fría contra el sistema de economía planificada soviética. La economía capitalista parecía haber entrado en una etapa de estabilidad y crecimiento indefinido (“Great moderation”). Y el llamado capitalismo popular parecía capaz de ampliar su base social con una creciente clase media patrimonial.
Esa visión idílica se ha deshecho como un castillo de arena. Como ocurre cuando baja la marea, que deja al descubierto los peligros, la crisis financiera de 2008 permitió ver la enorme desigualdad y pobreza que se había ido creando en los años de euforia, una desigualdad que la pleamar del crédito y el endeudamiento familiar había escondido. La gran recesión posterior no ha hecho sino empeorar esa situación.
Como consecuencia, el descontento social con el capitalismo ha ido en aumento. Un descontento alimentado no sólo por la rabia de unas políticas injustas, sino, también por la inseguridad, la incertidumbre y el miedo al futuro.
¿Cuáles son los riesgos? Que ocurra algo similar a lo sucedido en las primeras décadas del siglo pasado cuando en circunstancias similares los descontentos con el capitalismo llevaron a apoyar a los populismos que en Europa derivaron en nacionalismos extremos y en fascismos de variado tipo. La sociedad liberal se derrumbó. Sólo después de dos guerras la democracia y una relativa igualdad retornaron de la mano de la socialdemócratas y los cristiano demócratas que apoyaron un modelo de economía de mercado pragmático con el Estado social como instrumento esencial para garantizar las oportunidades y la cobertura de riesgos sociales.
Viendo el auge del nuevo nacionalismo norteamericano de Donald Trump o el crecimiento de los populismos xenófobos de derechas en países como Austria o Francia me asalta el temor de estar viviendo una efemérides inquietante. Pero si alguna cosa hubiera de sorprender en esta nueva reacción populista es que haya tardado tanto en aparecer. Las semillas estaban plantadas desde los años noventa.
¿Qué ha fallado con el capitalismo actual? A mi juicio, dos cosas.
Por un lado, los cambios dentro del capitalismo. Muchas actividades económicas han dejado de estar gobernadas por las fuerzas de la competencia y se han monopolizado, incluyendo las relacionadas con las nuevas tecnologías de las redes. Por otro, el equilibrio de poder dentro del capitalismo ha cambiado en beneficio de las finanzas y de las grandes corporaciones multinacionales. La desigualdad actual tiene su causa principal en esta monopolización y financiarización de la economía.
Por otra parte, el clima de optimismo dogmático que dominó el análisis y la política económica. Ideas como las de un mundo plano y sin fronteras, la globalización como fuerza pacificadora universal, o los mercados financieros como nuevos dioses que disponen de toda la información para tomar decisiones racionales y sin riesgo han llevado a una economía arrogante y vulgar. Una economía basada en un pensamiento abstracto, que, además, ha demonizado el papel del Estado social.
Además, en un giro político sorprendente, los partidos conservadores han dejado de serlo y han hecho suyo el viejo ideal revolucionario del progreso indefinido. El proyecto modernizador que defienden es una bomba de destrucción del Estado social construido en la postguerra y que vale la pena conservar, aunque haya que actualizar.
¿Qué hacer? Tenemos dos opciones. La primera es dejarse llevar por el fatalismo de lo inevitable, no hacer nada y esperar a que los trenes del capitalismo y la democracia choquen para que las cosas comiencen a cambiar. Es decir, confiar en que las “fuerzas malignas” (las guerras, los conflictos sociales), que según Branko Milanovic -un reconocido experto en el estudio de la desigualdad- actuaron en el período de entreguerras para corregir la desigualdad vuelvan ahora a hacerlo.
La segunda opción es reactivar los valores de la sociedad liberal y los principios de la economía de mercado. Preguntarnos, en primer lugar, por lo que nos une como sociedad para regenerar el pegamento que en el pasado reconcilió capitalismo con igualdad y democracia. Y, en segundo lugar, poner en marcha una política radical contra las prácticas monopolísticas y de cartelización que impiden la competencia, esquilman a los consumidores con precios de monopolio y profundizan la desigualdad.
De no reaccionar el riesgo es que los desencantos con el capitalismo lleven a una retórica anticapitalista fuera de tiempo y lugar. Porque, en frase afortunada de Giorgo Ruffolo, el capitalismo tiene los siglos contados. Por lo tanto, la cuestión es elegir un tipo de capitalismo que sea compatible con la igualdad y la democracia.
(Antón Costas, 12/06/2016)
“Dadnos a nosotros, vuestros niños, un buen presente. Nosotros, por nuestra parte, os daremos un buen futuro”, proclamó un aplaudido Toukir Ahmed, nacido en Bangladés, de 16 años de edad, ante los emocionados representantes de todas las naciones. Era mayo de 2002 y se celebraba en Nueva York una sesión especial a favor de la infancia en la sede de la ONU. Hoy, catorce años más tarde, la emoción y los aplausos han desaparecido y hasta las ilusiones se han agotado: la única certeza que tenemos los humanos es la propia certeza de la incertidumbre.
Vivimos una nueva época que nos demanda con urgencia una revolución ética y un cambio de valores donde las personas tendrían que recuperar el centro del universo, la ciudadanía el protagonismo perdido y los dirigentes —y no otro es su destino ni debería ser su afán— recobrar el poder transformador de la política y la obligada y necesaria función social que corresponde a empresas e instituciones. Esa catarsis/prodigio es el principio de cualquier progreso económico y del desarrollo social, y la razón última para que los seres humanos sigamos avanzando hasta alcanzar la utopía, esa esperanza consecutivamente aplazada de la que habla Caballero Bonald.
Mientras, inexplicablemente, la desigualdad y la pobreza siguen teniendo rostro infantil en todo el mundo. También en España, donde 2,3 millones de niños y niñas viven a nuestro lado en riesgo de pobreza, un 29,6% del total, considerando que el umbral de pobreza 2015 en un hogar de dos adultos y dos niños era de 16.822 euros anuales de ingresos. Nuestro gasto en protección social de familia e infancia solo representa el 1,3 de nuestro PIB, un punto por debajo de la media europea, y el gasto por habitante en protección social, también de familia e infancia, es de 258 euros, la mitad de lo que invierte la media de la Union Europea; el Reino Unido nos triplica e Irlanda, por ejemplo, gasta anualmente 1.128 euros por habitante.
Como consecuencia de la crisis, pero no solo por ella, la brecha entre pobres y ricos se ha convertido en sima, y la desigualdad, aunque parezca increíble, se ha cebado especialmente con los niños y se ha instalado de forma natural entre nosotros. Parece como si los adultos nos conformáramos con este escenario y, haciendo dejación de nuestra propia dignidad, hubiéramos decidido convivir con esa lacra ante la inactividad de los políticos, que saben que los niños no votan, pero han olvidado que la desigualdad es el talón de Aquiles de la economía moderna y aún de la propia sociedad; y que, en palabras del Nobel Angus Deaton, puede corromper la democracia.
Desatendemos la educación, el más poderoso instrumento de transformación social: el que hace posible que los vicios individuales se transformen en bienes colectivos, la debilidad en fuerza, el propósito en acción y las palabras en hechos y no en retórica. Y a pesar de que la educación es uno de los derechos que más y mejor pueden romper el círculo de la pobreza, de la desigualdad y la exclusión social, nuestras tasas de fracaso escolar siguen siendo un escándalo e incrementan la inequidad de un sistema educativo en el que se multiplica por cuatro el riesgo de pobreza para los niños cuyos padres solo han finalizado la enseñanza secundaria.
En el periodo 2009-2014, el gasto anual de las Administraciones públicas en educación no universitaria —preescolar, primaria y secundaria (datos de IGAE 2016)— ha caído en más 5.000 millones de euros. Las Administraciones han gastado casi 2.700 millones menos cada año en protección social de familias e infancia.
En tiempo electoral hay que seguir reclamando a los políticos y a nuestros futuros representantes, como hacen UNICEF y muchas organizaciones que velan por la infancia, un pacto de Estado que blinde los derechos de los niños (de los que el Estado es garante) mas allá de vaivenes electorales. Un pacto que nos acerque definitivamente a Europa y refuerce socialmente el papel que los menores deben jugar en el inmediato futuro. Un pacto como proyecto y responsabilidad común; un pacto que nos legitime como personas y como sociedad y garantice la igualdad de oportunidades, basado en el diálogo sincero; que incluya objetivos, indicadores, controles y dotación presupuestaria, transparente y abierto a la participación de niños y niñas que, a la postre, serán sus protagonistas. Algunos países, los que más se desarrollan y progresan, nuestros referentes, decidieron invertir en infancia y en educación para crear riqueza; en España —mire usted por donde— estamos esperando a ser ricos para hacerlo.
(Juan José Almagro, 21/06/2016)
No deja de ser curioso que en un mundo en el que la socialdemocracia casi ha desaparecido (la aceptación de la globalización le propició, de hecho, un golpe de muerte) se suscite una disputa para reclamar su propiedad intelectual y política. No entiendo el ataque de cuernos que ha sufrido el PSOE ante la insinuación de Podemos acerca de su pretensión de ocupar un espacio socialdemócrata, cuando (al igual que sus homólogos en Alemania, Italia, Francia, Gran Bretaña, etc.) hace ya muchos años que abandonó de manera voluntaria este campo, convirtiéndose a eso que llaman “socialiberalismo”, que no es más que un liberalismo económico vergonzante y encubierto.
No está en mi intención dedicar este artículo a describir las características que identificaron en el pasado a la socialdemocracia, y mucho menos analizar la totalidad del programa de Unidos Podemos para ver si se adecua a lo que ha sido el pensamiento socialdemócrata. Es posible que difiera en muchas cosas, al menos desde luego en la aceptación de la desintegración de España, por esa idea tan sui generis de conceder el derecho a la autodeterminación de los pudientes. Mi propósito es bastante más modesto, fijarme exclusivamente en las propuestas fiscales, factor sin duda fundamental en cualquier ideología socialdemócrata que se precie. Y aquí sí tengo que afirmar que el único programa que se aproxima (solo se aproxima) a la socialdemocracia es el programa del partido morado.
Las medidas fiscales de Unidos Podemos han levantado una ola de indignación y repulsa no solo en las otras formaciones políticas, sino en toda clase de comentaristas y tertulianos. Debían de estar pensando en sus bolsillos. Al mismo tiempo, estas voces de condena lo único que demuestran es la ignorancia supina que en materia fiscal caracteriza a los que con una osadía temeraria pontifican a diario en nuestras radios, televisiones o periódicos. Por poner algún ejemplo, confunden el tipo medio con el tipo marginal y la renta del contribuyente con la base liquidable, la cual suele ser mucho más reducida, tanto más cuanto que la gran lacra que arrastra el IRPF es haber sido desnaturalizado, excluyendo las rentas de capital de la tarifa general.
Y aquí es donde el programa de Podemos se queda muy corto, puesto que señala tan solo que corregirán “progresivamente” la dualidad de tarifas, cuando lo primero que precisa este tributo para restaurar la equidad y que toda otra medida adquiera sentido, es el retorno inmediato a un impuesto personal con una única base liquidable en la que se incluyan todos los ingresos del contribuyente, y a la que se aplique una sola tarifa, tal y como esta figura tributaria fue creada en España y se mantiene hoy en día en la mayoría de los países europeos. Resulta paradójico que los que se oponen a la subida de los tipos, afirmando que solo afecta a las rentas del trabajo, estén también radicalmente en contra de que las rentas del capital se incluyan en la tarifa general.
La subida del tipo marginal ha causado auténtica indignación entre los que hablan de la clase media, pero que están en cotas muy superiores de ingresos. Recordemos que el salario medio en España se encuentra en 1.634 euros mensuales. Les parece vejatorio que el tipo marginal máximo pueda subir desde el 45% a partir de 60.000 euros de base liquidable (que no es exactamente la renta) en varios tramos hasta alcanzar el 55% para aquellas superiores a 300.000 euros. Antes que nada conviene indicar que un tipo marginal del 55% para una base liquidable de 300.000 euros significa tan solo que este tipo se aplicará a todo euro adicional en que esta cantidad se incremente. No parece excesivo, sino más bien tibio, si recordamos que un gobierno que no era bolchevique ni bolivariano, ni siquiera socialdemócrata, como el de la UCD, lo situó en el 65% y para unos niveles mucho más reducidos de renta de los que ahora propone Podemos, tanto más cuanto que entones era obligatorio la acumulación de la renta de la unidad familiar.
El argumento en contra, tal como Pedro Sánchez lo formula, de que es reducido el número de contribuyentes que se encuentran en estos tramos, no es consistente. De un lado, porque la equidad vertical y la justicia en la imposición no deben estar supeditadas al número y a que la medida repercuta significativamente en la recaudación. Todo el mundo está de acuerdo en que ciertos sueldos son escandalosos y que solo se explican por el control abusivo que los consejeros suelen poseer sobre las corporaciones actuales. ¿Qué problema existe en que contribuyentes con estas remuneraciones (incluyendo sus fondos de pensiones e indemnizaciones) colaboren con cantidades importantes en el mantenimiento de los servicios públicos?
Por otra parte, si en los momentos actuales el número es tan reducido se debe a que de forma voluntaria se ha elaborado una legislación que permite la exención, la elusión y la defraudación de determinadas rentas. Como se ha señalado más arriba, hace casi veinte años, sin que ningún gobierno, tampoco los del PSOE, hayan tenido ninguna voluntad de corregirlo, el impuesto se desnaturalizó, excluyendo de la tarifa general las rentas de capital. Además, se permite que estas se embalsen indefinidamente en sociedades, tales como falsas SICAV o sociedades patrimoniales, sin imputación directa a los socios, tal como sería lógico. Al igual que en los últimos tiempos se está persiguiendo el fraude de ley que representan aquellos autónomos que se disfrazan de sociedades con la única finalidad de cotizar por el impuesto de sociedades y no por el de renta, cuya tarifa es más elevada, parece lógico que no se permita la existencia de sociedades, y mucho menos si se domicilian en el extranjero, cuya única finalidad sea la de administrar capitales. O, de permitirse, que tributen tal como se hacía en los inicios de la implantación del impuesto en régimen de transparencia, es decir, con aplicación directa de los beneficios a los socios.
Hay que aceptar, no obstante, que, a pesar de todo lo señalado, los ingresos provenientes del capital son mucho más difíciles de periodificar que los del trabajo y siempre será posible posponer su imputación, al menos parcialmente, a la renta del sujeto. Pero ello constituye precisamente una de las razones, no la única, que justifican los impuestos de patrimonio y de sucesiones a modo de cierre del sistema. Mediante ambos tributos las rentas embalsadas terminan por ser gravadas, bien de forma periódica, bien al final de la vida del sujeto.
Nada de lo que Unidos Podemos establece sobre estos impuestos (IRPF, patrimonio, sucesiones o sociedades) se sale lo más mínimo de la moderación y de lo que ha sido durante muchos años, antes de que comenzase la ofensiva neoliberal, una teoría fiscal pacíficamente aceptada. Solo la contrarrevolución llevada a cabo en materia impositiva en los últimos veinticinco años y que ha convertido a todos los partidos, incluyendo al PSOE, al neoliberalismo económico, puede hacer que las propuestas se consideren abusivas y desproporcionadas. De hecho, en todos los casos los gravámenes son menos exigentes que los que regían en los primeros años ochenta.
Desde luego, el lenguaje no es neutral y por eso los críticos hablan de tributación del ahorro para referirse a la imposición sobre las rentas de capital, y de este modo hacer a continuación un panegírico sobre los pobres ahorradores, ocultando que no se trata de gravar el ahorro, sino las rentas que producen los capitales acumulados. Tampoco tiene sentido, por tanto, hablar de doble imposición. Por otro lado, antes de continuar con una demagogia simplona hay que recordar el muy reducido porcentaje de familias que en este país tienen capacidad de ahorro, la mayoría de él canalizado a la vivienda habitual, que normalmente está exenta de tributación.
Tampoco se puede, en sentido estricto, argumentar doble imposición en el impuesto de sucesiones y en el de patrimonio. De lo contrario, dado el proceso circular de la renta, todos los impuestos estarían inmersos en este concepto. De acuerdo con esta visión tan estrecha solo debería existir un único tributo. ¿Acaso no tendríamos que hablar de doble imposición en el IVA o en los impuestos especiales, ya que los recursos que dedicamos al consumo han sido previamente gravados en el impuesto sobre la renta? En el impuesto de transmisiones, ¿no son los mismos bienes los que se gravan en una serie indefinida de transacciones? ¿Y qué decir del impuesto sobre bienes inmuebles? Este sí que es un impuesto sobre el patrimonio, aunque no generalizado, ni progresivo, que recae exclusivamente sobre los bienes inmuebles, con lo que afecta principalmente a las rentas medias y bajas. Nadie ha pedido, sin embargo, su supresión; todo lo contrario, se está incrementando de forma espectacular, entre otros motivos para compensar la reducción del Impuesto de Actividades Empresariales.
Entre los muchos tópicos que el neoliberalismo ha impuesto se encuentra el de hacer creer que los tributos dañan el crecimiento económico. Pero la teoría keynesiana, fundamentación económica de la socialdemocracia, sostiene precisamente lo contrario. Keynes en su “Teoría general” afirmaba: «De este modo nuestro razonamiento lleva a la conclusión de que, en las condiciones contemporáneas, el crecimiento de la riqueza, lejos de depender del ahorro de los ricos, como generalmente se supone, tiene más probabilidades de encontrar en él un impedimento. Queda, pues, eliminada una de la principales justificaciones sociales de la gran desigualdad de la riqueza”. En los momentos actuales de deflación, si se quiere crecer lo que hay que incentivar no es el ahorro sino la demanda. Y nada mejor para ello que transferir mediante imposición y prestaciones sociales recursos de las rentas altas a las bajas, ya que estas tienen una propensión al consumo mucho mayor que las primeras. La función redistributiva del Estado se convierte no solo una cuestión de justicia, sino de eficacia.
Las voces críticas también blanden la amenaza de la posible fuga de capitales. Hay que reconocer que la libre circulación de capitales y la Unión Monetaria complican e incluso imposibilitan toda política económica progresista y socialdemócrata, lo que nos debería quizás llevar a plantear si no es suficiente motivo para dar marcha atrás en este proceso, ya que a lo que se pretende que renunciemos es nada menos que a la democracia y al Estado social. No obstante, en nuestro país en el ámbito fiscal hay bastante margen para avanzar sin tener miedo al dumping fiscal. Más bien somos nosotros los que lo estamos realizando y convirtiéndonos, como con las entidades de tenencia de valores extranjeros (ETVE), en un cuasi paraíso fiscal, que ha tenido que ser denunciado por la Unión Europea. Según la OCDE, en 2014 la presión fiscal de España era siete puntos inferior a la de la media de la Eurozona y se situaba por debajo de las de Grecia y Portugal. Parece ser que si hay margen.
(Juan Francisco Martín Seco, 26/06/2016)
Hace poco, el economista Barry Eichengreen de la Universidad de California en Berkeley dio una conferencia en Lisboa sobre la desigualdad, y en ella demostró una de las virtudes de ser un estudioso de la historia económica. Eichengreen disfruta tanto como yo de las complejidades de cada situación, y evita caer en la simplificación excesiva en la búsqueda de claridad conceptual. Esta actitud pone freno al impulso de tratar de explicar acerca del mundo más de lo que podemos saber con un único modelo sencillo.
En relación con la desigualdad, Eichengreen identificó seis procesos de alto nivel que operaron a lo largo de los últimos 250 años.
El primero es el incremento del diferencial de ingresos en Gran Bretaña entre 1750 y 1850, conforme las mejoras logradas gracias a la Revolución Industrial británica beneficiaron a la clase media pero no a los pobres, en zonas tanto urbanas como rurales.
En segundo lugar, entre 1750 y 1975, la distribución del ingreso también empeoró en todo el mundo, cuando algunas regiones sacaron provecho de las tecnologías industriales y posindustriales, pero otras no. Por ejemplo, en 1800, la paridad del poder adquisitivo de Estados Unidos era dos veces la de China; en 1975, era 30 veces la de China.
El tercer proceso es lo que se conoce como “primera era de globalización”, entre 1850 y 1914, cuando los niveles de vida y productividad de la mano de obra convergieron en el hemisferio norte. Durante este período, 50 millones de personas abandonaron una Europa agrícola sobrepoblada para asentarse en otros lugares ricos en recursos. Se llevaron consigo sus instituciones, tecnologías y capital, y el diferencial de salarios entre Europa y las nuevas economías se redujo de alrededor de 100% a 25%.
Esto coincidió a grandes rasgos con la “edad de oro” de 1870 a 1914, cuando en el hemisferio norte aumentó la desigualdad dentro de cada país conforme la capacidad de emprendimiento, la industrialización y la manipulación financiera permitieron canalizar la mayor parte del ingreso adicional hacia las familias más ricas.
La desigualdad de la “edad de oro” se redujo considerablemente durante el período de la socialdemocracia en el hemisferio norte, entre 1930 y 1980, cuando el aumento de impuestos a los ricos ayudó a pagar nuevas prestaciones sociales y programas públicos. Pero la etapa siguiente, la última, nos trae al momento actual, en que las políticas económicas han provocado una vez más un empeoramiento de la distribución de ingresos en el hemisferio norte, que preanuncia una nueva “edad de oro”.
Los seis procesos con efecto sobre la desigualdad identificados por Eichengreen son un buen punto de partida. Pero yo añadiría otros seis.
En primer lugar, la pertinaz persistencia de la pobreza absoluta en algunos lugares, a pesar de la extraordinaria reducción general habida desde 1980. Como señala la profesora Ananya Roy, de la Universidad de California en Los Ángeles, las personas que viven en la pobreza absoluta están privadas tanto de oportunidades cuanto de medios para cambiar su situación. Carecen de lo que el filósofo Isaiah Berlin denominó “libertad positiva” (capacidad de autorrealización) y al mismo tiempo de “libertad negativa” (ausencia de impedimentos a la acción). Vista así, la desigualdad es una distribución despareja no solo de riqueza, sino también de libertad.
El segundo proceso es la abolición de la esclavitud en muchas partes del mundo durante el siglo XIX, a la que siguió (tercer proceso) la gradual flexibilización global de otras restricciones de casta (raciales, étnicas o de género) por las que incluso algunas personas provistas de riqueza estaban privadas de oportunidades para usarla.
El cuarto proceso consiste en dos generaciones recientes de alto crecimiento en China y una en India, un factor considerable de la convergencia global de la distribución de la riqueza desde 1975.
El quinto proceso es la dinámica del interés compuesto, que mediante disposiciones políticas favorables permite a los ricos sacar provecho de la economía sin crear nueva riqueza. Como observó el economista francés Thomas Piketty, es posible que este proceso haya actuado en el pasado, y sin duda actuará todavía más en el futuro.
Llegados aquí, debería ser claro por qué empecé señalando la complejidad de la historia económica. Dicha complejidad exige que cualquier ajuste a la política económica se base en ciencia social seria y sea dirigido por líderes electos que realmente actúen movidos por el bien público.
Este énfasis en la complejidad me trae a un último factor con efecto sobre la desigualdad, tal vez el más importante de todos: la movilización populista. Las democracias son propensas a los levantamientos populistas, especialmente cuando la desigualdad está en alza. Pero el historial de esos levantamientos debería llamarnos a reflexión.
En Francia, la movilización populista instaló a un emperador (Napoleón III, líder de un golpe de estado en 1851) y provocó la caída de gobiernos elegidos democráticamente durante la Tercera República. En Estados Unidos, sostuvo la discriminación de los inmigrantes y la legalización de la segregación racial con las leyes de Jim Crow.
En Europa central, la movilización populista impulsó el expansionismo imperial disfrazado de internacionalismo proletario. En la Unión Soviética, ayudó a Vladímir Lenin a consolidar el poder, con consecuencias desastrosas que solo fueron superadas por los horrores del nazismo, que también llegó al poder subido a una ola populista.
Las respuestas populistas constructivas a la desigualdad no son tantas, pero sin duda hay que mencionarlas. En algunos casos, el populismo ayudó a extender el derecho al voto, implementar sistemas tributarios progresivos y la seguridad social, acumular capital físico y humano, abrir las economías, priorizar el pleno empleo y alentar las migraciones.
La historia nos enseña que estas últimas respuestas a la desigualdad hicieron del mundo un lugar mejor. Por desgracia (y a riesgo de pecar de excesiva simplificación) casi nunca escuchamos las lecciones de la historia.
(J. BRADFORD DELONG, 07/08/2016)
El otro día estuvimos hablando sobre los datos de pobreza extrema y cómo estos, convenientemente enfocados, nos podían dar una visión sesgada y falsa sobre la realidad de la pobreza en el mundo. En el último párrafo concluía que la pobreza es siempre relativa y que la desigualdad y la pobreza son realidades íntimamente relacionadas, pero esta es una afirmación que quizá necesitaba más explicación que la dada en aquel artículo. Mi intención hoy es profundizar en esta relación para que no quede duda que aquellos que consideran la desigualdad y la pobreza como dos realidades inconexas están, sencillamente, falseando la realidad.
Quizá deberíamos empezar por aclarar los significados de las palabras pobreza y desigualdad. El significado de desigualdad (económica en este caso) creo que está claro, es la situación donde no hay igualdad en el acceso a productos y servicios de cualquier tipo. El significado de pobreza, por otra parte, sería la carencia o escasez de bienes o servicios que se consideran necesarios para satisfacer las necesidades básicas o llevar una vida digna.
Como veis la definición de pobreza tiene conceptos que no son inequívocos como “necesidades básicas” o “vida digna”. Dependiendo cuales sean las necesidades básicas el criterio de pobreza será distinto, y por tanto debemos entender que pobreza no puede ser un concepto absoluto ajeno a la sociedad que analizamos. Lo explicaré de otra manera ¿qué es una necesidad básica hoy día? Todos entendemos que además de la mera alimentación una necesidad básica puede ser tener agua potable, vivir en un entorno higiénico, tener una asistencia médica o educación básica, acceso a la energía eléctrica o un techo bajo el que resguardarse del frío. Creo que es difícil sostener que alguien que no tenga estas cosas no es pobre, de hecho en las propias definiciones de pobreza que se dan en los países occidentales muchas personas que tienen esto cubierto se consideran pobres.
Ahora os hago una pregunta: ¿eran pobres el rey Felipe el hermoso de Castilla o el rey Alfonso XII de España? Me imagino que todos responderéis que no y con buen criterio, estos señores no eran pobres, de hecho eran muy ricos en sus épocas, de los más ricos de sus países. Pues bien, el rey Felipe el Hermoso murió de sífilis, una enfermedad que hoy se cura con una simple inyección, y el rey Alfonso XII murió de tuberculosis hace menos de siglo y medio, enfermedad que hoy es perfectamente tratable y curable. Estos reyes tenían enormes palacios, comida abundante, educación, etc. Sin embargo murieron por cosas que cualquier indigente de un país occidental del siglo XXI superaría fácilmente solo con ir a un hospital… ¿De verdad no eran pobres?…
Considerar pobres a estos reyes es absurdo ya que el debate de la pobreza como algo absoluto lo es. La pobreza está indisolublemente relacionada con la época y el entorno donde se da, no se puede considerar un criterio absoluto y desplazarlo por el espacio y por tiempo como a uno le plazca. Hablar sobre si es pobre un aborigen que vive en el Amazonas o si lo era un cazador de Mamuts son extravagancias absurdas. La pobreza es relativa, siempre, sin excepción, está absolutamente condicionada a las realidades productivas (y ojo, también culturales) de una sociedad determinada.
Este ejemplo nos vale para entender porque cada país tiene unos umbrales de pobreza distintos que, además, cambian con el tiempo. Algunos (los países más desarrollados) fijan el umbral de la pobreza en el 60% de la renta mediana y otros (países en vía de desarrollo) lo hacen en función del coste de una canasta básica de productos (alimentarios y no alimentarios). Los métodos pueden ser discutibles (de hecho lo son), pero todos ellos son relativos y tienen que ver con la renta del país o con el coste de los productos y servicios. En definitiva, están esencialmente relacionados con la realidad del país, su capacidad de producción y la riqueza media del mismo. La relación entre desigualdad y pobreza es evidente.
Esta relación evidente entre pobreza y desigualdad no es un capricho estadístico de los creadores de los índices, sino que se basa en la evidencia de que el coste de la vida (y por tanto de las necesidades básicas) depende de la renta de un país. Los economistas Paul Samuelson y Béla Balassa describieron cómo los precios son sistemáticamente más altos en los países ricos que en los pobres. Este “efecto Balassa-Samuelson” explica cómo los bienes no transables (es decir, que no se pueden exportar ni importar) son más caros conforme crece la productividad y el PIB, mientras los transables se supone que deben tener un precio similar en todos los países siempre que se cumplan dos condiciones: Que el coste del transporte sea bajo y que no haya barreras al comercio. Por poner un ejemplo: Un coche fabricado en la India debería valer más o menos lo mismo en la India que en España en esas condiciones ideales, sin embargo un fontanero será mucho más caro en España que en la India (no obstante incluso en los bienes transables hay muchas veces diferencias enormes de precio. Como ejemplo: El coste del tratamiento de la Hepatitis C en los distintos países, aunque aquí entran factores de carácter monopolístico u oligopolístico y otras razones).
Ya tenemos la justificación de por qué los límites de pobreza deben ser relativos, pero fijémonos en el ejemplo del fontanero y construyamos un relato desde allí ¿Por qué vale más en España que en la India? El fontanero lo que hace es vender mano de obra, trabajo, y de ese trabajo pretende vivir decentemente. Si en España se requieren, por ejemplo, 1.000€ para vivir decentemente, el fontanero adaptará su coste de hora de mano de obra para ganar al final de mes al menos esa cantidad. En cambio si en la India esa cantidad es 200€, sería esperable que, en situación de competencia, regulación y mercado similar, el coste de la mano de obra del indio fuese sobre cinco veces más barata. Si pretendes que un fontanero en España te cobre al precio de un fontanero en la India no vas a conseguir a nadie, más que nada porque nadie va a trabajar paga ganar 200€ al mes en España.
Observemos como el valor del trabajo es un factor clave en este asunto, aunque no el único. Los productos y servicios básicos requieren en mayor o menor medida mano de obra. Para cultivar o manufacturar los alimentos necesitamos agricultores y trabajadores, para tener sanidad o educación necesitamos médicos y maestros, para tener servicio de agua potable necesitamos trabajadores, etc. Estas personas cobrarán más en una sociedad “rica”, lo que encarecerá esos servicios en relación a otros países. Pero cuidado no son solo los salarios directos, también los indirectos de proveedores o intermediarios y también los beneficios de las empresas que presten los servicios, que lógicamente querrán ganar más dinero conforme más altos sean los estándares de vida del país.
Usando el efecto Balassa-Samuelson y el umbral de pobreza basado en una canasta básica, dejadme estirar un poco las costuras de la realidad. Imaginemos una sociedad absolutamente cerrada, donde todo producto o servicio es no transable al no poder salir del país. El aumento de la riqueza haría aumentar los precios de forma casi proporcional y, por tanto, el umbral de pobreza aumentaría siempre conforme aumente el PIB. La relación entre pobreza y desigualdad en esta sociedad es evidente y automática, si aumenta el PIB y los más pobres de la sociedad no mejoran, automáticamente habrá más pobres al subir el umbral de pobreza. No parece fácil, pues, que la riqueza del país y la desigualdad aumentasen y, a la vez, reducir el número de pobres.
¿Y en una sociedad abierta? ¿Se puede aumentar la riqueza y la desigualdad, y que desciendan el número de pobres? Es posible, pero es posible precisamente por la cantidad de bienes transables de esa sociedad. Por poner un ejemplo fácil, imaginemos que se comienza a importar comida de un país a la mitad de coste de la producción local, por un lado, y que la materia prima de la fuente de energía principal (pongamos petróleo) ha bajado a la mitad. Esto haría, en principio, bajar los costes de alimentación, de transporte, electricidad, etc. Y por tanto, aunque suban los precios de los bienes no transables por aumento del PIB, ese aumento se compensaría con ese descenso en estos transables, quedando el umbral de la pobreza en la misma cantidad. En este caso sería posible que aumentase la riqueza del país y la desigualdad y, a la vez, se redujese la pobreza (mediante el método de la canasta básica, no mediante el del 60% de la mediana de renta).
¿Es posible entonces reducir la pobreza aumentando la desigualdad? ¿No estaban relacionadas? Cuidado, que esta realidad es sólo una pequeña parte de un cuadro completo y solo un momento puntual en una realidad dinámica. Esta apertura comercial al final lo que está haciendo es “aprovechar” manos de obra infinitamente más baratas en otros lugares (razón principal, aunque ni mucho menos única, de que esa comida importada sea más barata), pero eso no tiene un efecto nulo ni es sostenible a largo plazo. En el país exportador aumentará el PIB, aumentarán por tanto los precios y, si allí no suben los sueldos, se creará más pobreza, y si los suben, entonces la comida dejará de exportarse tan barata y eventualmente acabará repercutiendo a futuro en nuestros umbrales de pobreza. Además, el efecto de esa sustitución de bienes internos por bienes externos no es inocua, crea cierres de empresas en el país de origen (deslocalización industrial), pérdidas de empleos y dificultad para recolocar a muchos de otros trabajadores en otras áreas de la economía o con los mismos sueldos (¿suena el aumento del gap salarial?).
Todos estos efectos los hemos vivido en los países occidentales en las últimas décadas. Sería largo hablar de las dinámicas que se han producido en estos años pero al final todo ha desembocado en una grave crisis financiera que ha dejado economías vulnerables y muchísima gente “descolgada” del sistema económico. Ahora los llaman los “perdedores de la globalización” y solo recientemente se ha comenzado a reconocer este problema, probablemente ante el crecimiento exponencial de partidos anti-establishment de derecha e izquierda y la amenaza que suponen para este establishment político y económico.
Algunos lectores estarán pensando que este relato falla porque la pobreza, en global, sí se ha reducido en los últimos años a la vez que ha aumentado la desigualdad interna en la mayoría de los países. Este es el mensaje que se transmite desde los medios de comunicación y es normal que el lector lo piense, pero después de leer este artículo y el anterior sobre la pobreza extrema creo que los lectores ya intuirán la respuesta: Estamos mezclando cosas diversas.
Volvamos a pensar en el rey Felipe el hermoso ¿se ha reducido la pobreza desde esa época? Por supuesto, es que en esa época cualquier parámetro de “pobreza material” que usemos desde la actualidad nos daría un 100% de pobres, igual que si hablamos de los cazadores de Mamuts en su sociedad absolutamente igualitaria. La cuestión es que esas comparaciones sencillamente carecen de sentido. Por la misma razón es verdad, como decíamos en el artículo anterior, que la cantidad de personas que cobran menos de 1,5$ al día se ha reducido mucho, pero es que esa es una medida estática, no dinámica, y no tiene en cuenta que el PIB mundial se ha multiplicado en varias veces en ese tiempo.
Hoy hay mucha más gente que tiene una alimentación suficiente o agua potable, es indudable, pero ¿cuánta gente tenía energía eléctrica o asistencia médica en 1900? ¿Eran los demás pobres? Si marcamos la pobreza de la misma manera que lo hacíamos hace 30 o 40 años cuando el PIB mundial se ha multiplicado por cuatro o cinco nos estamos haciendo trampas al solitario y falseando las estadísticas y el sentido final de lo que queremos analizar.
Si usamos el método del 60% de la mediana en cualquier país con casi toda seguridad el aumento de la desigualdad nos ofrecerá un aumento de la pobreza. Si usamos el método de la canasta básica deberemos tener en cuenta las realidades económicas y el crecimiento del país, si no lo hacemos acabaremos comparando épocas distintas con un parámetro inmutable, pero si lo hiciésemos también veríamos cómo la desigualdad no debe aumentar si queremos reducir la pobreza.
Pero si lo que hacemos es usar fronteras estáticas en medio de realidades dinámicas de crecimiento económico, de descubrimientos científicos y avances técnicos, entonces no estamos midiendo ni la pobreza, ni la desigualdad ni ningún parámetro socio-económico, lo que estaremos midiendo es el progreso derivado de las mejoras en producción o en ciencia. Y eso puede tener un sentido social en los países pobres para el seguimiento de cumplimiento de objetivos, pero más allá de eso entramos en un terreno resbaladizo donde las cosas se mezclan y retuercen a favor de la tesis preestablecida ¿Estamos diciendo que la desigualdad no importa? ¿O realmente lo que queremos decir es que mientras las personas tengan acceso a unos bienes básicos no importa que una minoría acapare la mayoría de los beneficios del progreso y la productividad que se genera entre todos?
Para acabar y ya que hemos hablado de la pobreza, quería hacer un pequeño apunte sobre la “riqueza”. Entendemos como riqueza la abundancia de cosas materiales (con valor para los demás) y/o dinero que permita acceder a bienes y servicios con escasas limitaciones. Un rico dispone de muchísimos bienes que otras personas desearían tener y pueden comprar todo tipo de servicios (personas de servicio, por ejemplo). Todos sabemos que las personas que tienen necesidades están dispuestas a trabajar por menos dinero y/o a vender cosas que en otros momentos no venderían o a venderlas por menor precio.
Objetivamente, una persona será tanto más rica con una misma cantidad de dinero cuantos más pobres haya en la sociedad en la que vive, ya que podrá obtener esos servicios (trabajo) y productos (bienes) a precio inferior. La riqueza, pues, está íntimamente relacionada con la pobreza. Pensar, pues, que la riqueza y la pobreza no tienen nada que ver la una con la otra y con la desigualdad es un absurdo que solo se sostiene ocultándose bajo la peregrina acusación de que los demás se creen que la economía es un juego de suma cero. No lo es, pero lo que evidentemente no es, es un juego de suma infinita donde puede haber infinita abundancia de todo, porque la economía precisamente es la ciencia que analiza la gestión de los recursos escasos y, de ser posibles esas fantasías de infinitud, ésta dejaría de tener sentido como ciencia.
(Pedro Fresco, 16/10/2016)
La decisión de los votantes americanos se inscribe en la ola de protesta que sacude las democracias occidentales en los dos lados del Atlántico y refleja las consecuencias del contrachoque de la globalización en las sociedades desarrolladas.
Estas líneas no podrán aportar mucho más a los ríos de tinta de análisis y comentarios que ya se han escrito tratando de explicar sus causas y cuáles pueden ser sus consecuencias. Me conformaré con pasar en revista a las que me parecen más relevantes.
Trump decía que su elección sería un “Brexit al cubo”. Tenía razón. Comparte muchas causas con la decisión de los británicos de dejar la UE, pero la dimensión de sus consecuencias puede ser mayor. Primero por la propia dimensión económica de EE.UU. Y segundo porque el Brexit tardará al menos dos años en producirse y de una forma que no está nada clara todavía, mientras que en EE.UU deberán tomar decisiones económicas importantes desde principios del próximo año.
La referencia al Brexit era también una forma de decir que lo que ocurra desde ahora en Washington nos afectaría mucho a los europeos. Así será desde múltiples puntos de vista, empezando por la propia unidad política de lo que llamamos mundo occidental y los valores en los que se sustenta.
En su mensaje al Presidente electo Trump, la canciller Ángela Merkel citaba esos valores: democracia, libertad, respeto al Derecho y a la dignidad del hombre, con independencia de origen, color de la piel, religión, sexo, orientación sexual o ideario político. Y dice que “Sobre la base de tales valores ofrezco al futuro Presidente de Estados Unidos Donald Trump una estrecha colaboración”. Ningún Canciller alemán había hablado así nunca a un Presidente norteamericano. Pero tampoco hubo nunca un Presidente como Trump. El lenguaje directo de Merkel y la advertencia que contiene, contrasta con las diplomáticas felicitaciones de circunstancia de otros gobiernos europeos, empezando por el nuestro.
Para el académico alemán Jakob Augstein, el triunfo de Trump es la última prueba de que la democracia liberal está inmersa en una crisis existencial y que el concepto del “occidente” político se resquebraja. No es el único, el Canciller de Oxford y ex Comisario Europeo C. Patten y el profesor de Harvard J. Nye manifiestan parecidas preocupaciones sobre el papel de un occidente fracturado por lo que Trump representa. Mark Leonard, director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, teme que los EE.UU dejen de ser un aliado fiable ante los conflictos geopolíticos que afectan en particular a los europeos.
Es desde luego preocupante que los americanos hayan podido elegir como Presidente a un demagogo que basa sus argumentos en falsedades, que no solo miente sino que incita al odio contra otras religiones y grupos étnicos, agrede la dignidad de la mujer, es un negacionista del cambio climático, simpatizante de Putin y que promete encarcelar a su oponente si gana.
Podemos lamentar que un millonario histriónico de estas características, que se precia de no haber pagado nunca impuestos, pueda acceder por la voluntad del pueblo al puesto político más poderoso de la tierra. Pero todos los Presidentes americanos ganan las elecciones porque son capaces de agregar una amplia coalición de electores que tienen intereses identificables.
Y con Trump ha pasado lo mismo, sino no hubiera ganado. En su campaña arremetió contra las instituciones, contra las políticas de apertura comercial y el temor a los flujos migratorios incontrolados, y contra una clase política desacreditada por las dos grandes problemas, por no decir catástrofes, que han marcado a la sociedad americana: el fracaso de las intervenciones militares en Oriente medio y las consecuencias de la crisis económica y financiera que empezó en el 2008.
Y así consiguió el apoyo de nuevos votantes que eran básicamente blancos, de zonas rurales y con niveles de estudios relativamente bajos, que se sentían alienados del establishment político que no se había preocupado por ellos.
Es un diagnostico ampliamente compartido por analistas de prestigio. Stiglitz, por ejemplo, señala que una de las razones más claras de la victoria de Trump es que muchos americanos, especialmente hombres, blancos y afectados negativamente por las trasformaciones económicas causadas por la globalización se sentían “left behind”, es decir abandonados. Y que un sistema económico que no satisface a una parte importante de la población es un sistema fallido contra el que se rebela una coalición de perdedores. La ironía de la historia es que ha sido precisamente el partido republicano el que ha impulsado esta globalización, sin poner en marcha mecanismos compensatorios para aquellos a los que afectaba negativamente.
Agnes Benassy-Quéré, Presidenta del Consejo de análisis económico francés, señala lo mismo cuando dice que la victoria de Trump se explica por la exclusión de las clases medias bajas de los beneficios de la globalización. Más aún, lo ocurrido ilustra lo que algunos hemos venido argumentando desde hace tiempo, que la mundialización no es sostenible en países que se niegan a redistribuir sus efectos a través de los impuestos y de los servicios públicos. Hay países más abiertos al mundo que los EE.UU, como los escandinavos, y los efectos de esa apertura no desestabilizan la sociedad. Pero tienen un gasto público del orden del 50 % del PIB mientras que en EE.UU son del orden del 37 % y con una componente mucho menor de gasto social.
Pero el triunfo de Trump no se debe al voto de los más pobres, sino de las clases medias bajas de las regiones más desindustrializadas, los Estados del “rust belt”, Ohio, Wisconsin, Pennsylvania, que no tienen nada que ver con la imagen de éxito de la América simbolizada por Silicon Valley. Y en EE.UU. el aumento de la desigualdad ha sido enorme, el 40 % de la riqueza creada en los últimos 40 años se lo ha apropiado el 1 % de la población, y esta tendencia se ha acelerado en los últimos años.
La sociedad americana es mucho más desigual que la de los países europeos donde más ha crecido con la crisis, como es el caso de España. Pero hay una relación, en términos de sociología política, con lo que está ocurriendo en Europa. El fenómeno Trump es la traducción política de un movimiento de fondo que afecta a las sociedades occidentales, la revuelta de las clases populares y de las pequeñas clases medias que se sienten desestabilizadas en su identidad y en sus condiciones de vida, tanto las presentes como en las perspectivas de futuro, por una mundialización que ya había desestructurado a lo que llamábamos “clase trabajadora”.
Se dice, con razón, que la globalización ha reducido a la mitad la pobreza extrema en el mundo. Pero también ha producido perdedores concentrados en las clases populares y medias del mundo occidental, que se ha desindustrializado, y que sienten amenazadas o disminuidas sus rentas y referencias culturales.
¿La solución es el cierre de fronteras como propone, al menos hasta ahora, Trump? Sería una elección de los americanos, como los británicos han optado por el Brexit con todos sus costes. Si se es incapaz de redistribuir la ganancia generada por los intercambios y el progreso técnico, el cierre de fronteras puede ser una forma de proteger o de intentar recrear el empleo industrial. Pero es una solución ineficaz que hará bajar la renta global y no es nada seguro que la distribuya mejor.
La nueva actitud y el nuevo papel que van a jugar los EE.UU de Trump pueden representar una oportunidad para Europa. Lo ocurrido debería reforzar el sueño europeo, como contrapuesto a la versión caricatural del “american dream” según el cual todos podemos ser millonarios si trabajamos duro y que las grandes revoluciones tecnológicas se fabrican en los garajes de los chicos listos.
El sueño europeo es la combinación de democracia real, es decir participación efectiva de los ciudadanos sin substituirla por demos plebiscitarias y neodemocracias autoritarias, un sistema de protección social sostenible basado tanto en la solidaridad como en la responsabilidad, un crecimiento económico que tenga en cuenta los limites ambientales y que no lo fíe todo al crecimiento del PIB. Un posicionamiento internacional comprometido con la seguridad de todos, lo que implica aceptar la intervención en conflictos mundiales por razones humanitarias y comprometido con los problemas ambientales globales. No es seguro que haya en Europa la voluntad política de avanzar en esa dirección, porque nosotros tenemos también nuestros propios demonios, pero sería una ocasión para hacerlo.
Finalmente, hay que analizar con más cuidado los datos económicos de los EE.UU. para entender porque el enfado contra el sistema ha empujado a tantos americanos a votar a Trump.
A primera vista, todo parece ir bien. El PIB ha aumentado el 13 % desde el 2008 (2 % para la zona euro) y el paro está por debajo del 5 % (10 % en Europa). Una situación que no parece justificar un empuje populista. Pero el populismo es un término poliédrico que quiere decir diferentes cosas en diferentes momentos y lugares. Hoy está presente desde la placida y prospera Suecia a la empobrecida Grecia. Y mirando más de cerca la realidad económica americana se ven razones para que el descontento con el sistema haya propiciado escuchar los cantos de sirena de quien ofrece soluciones milagrosas y falsas a problemas reales.
Tema para tratar en sucesivos análisis.
(Josep Borrell, 15/11/2016)
Entre las múltiples leyendas acerca del origen del ajedrez se cuenta aquella que atribuye su creación al brahmán Sessa Ibn Daher como respuesta al encargo de un rajá indio. El rajá quedó tan encantado con el invento que prometió conceder al brahmán como recompensa lo que le pidiese. Al principio la demanda parecía muy modesta, tan solo que colocase un grano en el primer cuadrado del tablero, dos en el segundo, cuatro en el tercero, ocho en el cuarto y así sucesivamente en las restantes casillas. Cuál no sería la sorpresa del rajá y de los que le rodeaban al comprobar que le resultaba imposible cumplir su promesa porque la cantidad de grano a entregar era de 18.446.073.709.551.615, suma que no estaba a su alcance conceder.
La leyenda, desde luego, es de dudosa veracidad, pero tiene la virtud de poner el acento en el cambio profundo que experimenta cualquier cantidad por pequeña que sea cuando se la somete a un proceso acumulativo de un número suficiente de términos. Somos poco conscientes de las transformaciones sociales y económicas que acaecen a medio y a largo plazo debidas a los incrementos de la productividad, aun cuando las tasas anuales promedios sean relativamente reducidas (1; 1,5; 2%). Ciertamente estos incrementos son fruto del desarrollo de la técnica, de la ordenación del trabajo e incluso de las condiciones sociales e institucionales, y diferentes, por tanto, en las distintas épocas y sociedades.
Uno de los aspectos más interesantes del libro de Thomas Piketty, “El capital en el siglo XXI” -pero también quizás uno de los que menos se han resaltado- es el esfuerzo que realiza para obtener series históricas de determinadas magnitudes remontándose de manera estimable en el tiempo. Entre las variables que estudia se encuentra la elevación de la renta per cápita como resultado del incremento de la productividad, análisis del que se deducen importantes conclusiones.
El PIB por habitante apenas creció hasta 1700, con lo que tampoco se modificó sustancialmente el nivel económico y el género de vida de las sociedades. La realidad económica comienza a modificarse de forma notable a partir de la Revolución Industrial. En la Europa occidental la renta per cápita pasó de 100 euros mensuales en 1700 a más de 2.500 euros en 2012, con un crecimiento anual promedio del 1%. Por supuesto, la evolución no ha sido homogénea a lo largo de todo este tiempo. En el siglo XVIII el crecimiento fue tan solo del 0,2% anual, elevándose al 1,1% en el siglo XIX y al 1,9% en el siglo XX. El poder adquisitivo promedio en Europa se incrementó escasamente entre 1700 y 1820, sin embargo se multiplicó por dos entre 1820 y 1913, y por seis entre 1913 y 2010.
Las cifras señaladas en el párrafo anterior son inferiores en realidad a los aumentos en todos estos años de la productividad (producción por hora trabajada), ya que los trabajadores a la vez que conseguían retribuciones mayores se mostraban dispuestos a sacrificar una parte de ellas a condición de trabajar menos horas (jornadas más cortas, más festivos, fines de semana más largos y mayores vacaciones). Es decir, compraban ocio, cambiaban dinero por poder disponer de más tiempo libre.
Centrándonos en la segunda mitad del siglo XX, en Europa la producción por habitante creció anualmente como media el 3,4% en el periodo 1950-1980, mientras que entre 1980 y 2012 lo hizo a una tasa promedio de 1,8%. Hay quien interpreta, comenzando por el mismo Piketty, que esta desaceleración obedece a la incapacidad de la economía para mantener el incremento de la productividad a una tasa elevada, de modo que con el tiempo esta termina ralentizándose. No parece que haya nada en la Historia que rubrique tal pretensión. Más bien los incrementos de la renta per cápita han sido por término medio cada vez más elevados, lo cual parece lógico si se observa que la velocidad a la que se producen los cambios científicos y tecnológicos es en cada época mayor que en la anterior.
El periodo 1980-2013 es, muy posiblemente, una excepción que tiene su causa no tanto en las condiciones científicas y tecnológicas, sino en el modelo de organización económica, basado en la globalización y en la deflación competitiva. No es el objetivo del presente artículo ahondar sobre este tema, aun cuando puede ser interesante hacerlo en el futuro. Ahora se trata más bien de tomar conciencia de que a lo largo del tiempo, con tasas más o menos elevadas, la productividad se incrementa y en consecuencia la producción por habitante también. A una tasa de crecimiento del 1,5% la renta per cápita casi se duplica en 40 años, y en ese mismo periodo si el incremento promedio es más modesto, el 1%, esta última variable crece un 50%. En cualquier caso la conclusión es que los incrementos de productividad elevan sustancialmente el nivel de vida de las sociedades y de sus habitantes. Podemos afirmar que por término medio somos cada vez más ricos, por lo que se viene abajo el famoso discurso de la austeridad y ese intento de convencernos de que ahora no es posible lo que ayer sí lo era.
El quid de la cuestión se sitúa en el término promedio, ya que no asegura que todos vayan a beneficiarse del incremento en la misma cuantía: lo lógico sería que si en un determinado periodo la renta media ha crecido el 50%, todas las rentas, incluyendo los ingresos del Estado, se elevasen en ese mismo porcentaje. No ha sido así. En los 35 últimos años el excedente empresarial se ha incrementado bastante más que la media, en detrimento de las rentas del trabajo. El mejor modo de comprobarlo es constatar la evolución de los costes laborales unitarios en términos reales (salarios reales divididos por la productividad) que desde el año 1980 se han reducido en 15 puntos en la Europa de los 15, y en 19 en España. Esta magnitud disminuye cuando los salarios reales crecen menos que la productividad, es decir, la distribución de la renta se modifica a favor de los ingresos empresariales y de capital.
Hay un segundo factor a considerar: históricamente los trabajadores se han apropiado del aumento de productividad a través de un aumento de retribuciones, pero también mediante una reducción de las horas trabajadas: disminución de jornada, más fiestas, fines de semana más largos, mayores vacaciones, incluso por un adelanto de la edad de jubilación. Tampoco esto ha ocurrido en los últimos 35 últimos años, durante los cuales en muchos casos las horas de trabajo más bien se han incrementado.
El aumento de la producción por hora trabajada debería permitir que todos los trabajadores cobrasen más y trabajasen menos. Lo contrario de lo que afirmaba un malogrado presidente de la patronal. Que trabajasen menos, bien en cada jornada bien a lo largo de toda la vida, con una jubilación digna. Pero todo esto es posible tan solo si la renta se distribuye adecuadamente y nadie se apropia en exclusiva del incremento de la productividad. Cuando se produce lo contrario y va a engordar únicamente a las rentas de capital y empresariales, los trabajadores por término medio trabajan más cobran menos y disfrutan de peores y más reducidas prestaciones públicas.
(Juan Francisco Martín Seco, 10/12/2016)