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Política:
Entrevista a Gerardo Iglesias:
No conoce Gerardo Iglesias (La Cerezal, 1945) las puertas giratorias. Algo prácticamente inaudito para los políticos de nuestros días. Pero es que él prefirió la puerta de salida, allá por 1990, cuando tras fundar Izquierda Unida diversas desavenencias con el partido le devolvieron a sus orígenes. Antes había liderado el PCE (1982-1988) en el peor momento de su historia. Sus ideas y decisiones le llevaron a enfrentarse a Carrillo, para el que siempre fue un ‘traidor’. Los enemigos políticos se multiplicaron y en esa lista destacan otros nombres ilustres como los de Felipe González o Alfonso Guerra, antiguos compañeros de batalla. Por eso cuando volvió a la mina, al lugar donde empezó a trabajar con apenas 15 años, a comenzar de nuevo, la responsabilidad era ya otra. “No había más alternativa” recuerda. Los hijos demandaban un sueldo y la mina era el camino más corto para sacarlos adelante. Aquello le condujo a un terrible accidente que le dejó la espalda parcheada y la salud resentida. La memoria, afortunadamente, le quedó intacta. Y a ella se aferra ahora para reponer y reparar los derechos de las víctimas del franquismo, “sepultados en cualquier cuneta”, con libros como el que acaba de publicar, ‘La amnesia de los cómplices’ (Editorial KRK). La charla nos lleva más allá del libro para desentrañar sus simpatías por Podemos, las similitudes entre el momento histórico que vivimos y la Transición, la España del bipartidismo rota por los partidos emergentes o el largo camino que nos queda por recorrer para alcanzar una democracia plena. P: La memoria, el olvido, recordar está muy presente en sus publicaciones ¿Qué intenta transmitir con La amnesia de los cómplices, su último libro? Es una continuación del primer libro, ¿Por qué estorba la memoria?, trato de contribuir modestamente a la lucha por la recuperación de la memoria democrática de este país, que ha sido enterrada durante la Transición. En España se ha ignorado a quienes más lucharon y sacrificaron, incluso con su propia vida, y 37 años después de la aprobación de la Constitución siguen en el más absoluto olvido y sin reconocimiento ninguno. Muchos de ellos aparecen en los archivos oficiales como bandoleros y malechores. La mía es una aportación a la lucha que están librando las Asociaciones por la memoria democrática, a la misma lucha que está siendo apoyada por el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, que reclama reiteradamente al gobierno español que se abra una investigación sobre los crímenes de la dictadura y se aplique la jurisdicción universal. España tiene que cumplir con los tratados que ha firmado y que la obligan a esa investigación. Reponer y reparar los derechos de las víctimas es, en esencia, lo que yo pretendo con mis libros. P: Algunas de esas historias le han tocado muy de cerca, casi las vivió en primera persona R: En algunos casos tocan de lleno a mi familia y en otros tocan muy de cerca a familias muy próximas a la mía. El libro está contextualizado en la etapa final de la guerra en Asturias y la posterior posguerra. Desde 1937 hasta 1952. En ese período la casa de mis padres fue un punto de apoyo importante para los guerrilleros y eso me ha hecho tener un conocimiento bastante profundo de lo que sufrían esas familias. Durante la dictadura reventaron el vientre a mi padre a patadas, tras sacarle de la cama una noche P: ¿Incluso conoció usted de primera mano a algunos de los makis, guerrilleros y fugados de aquella época? R: Era un niño pero tengo recuerdos muy vivos de su presencia en nuestra casa, de cuando llegaba la Guardia Civil, de cuando nos tirábamos cuerpo a tierra o de cuando mi padre los entretenía en la puerta de casa a los guardias para que no entraran. También tengo otros recuerdos más sangrantes, como el día que reventaron el vientre a mi padre a patadas tras sacarle de su cama una noche. Son recuerdos terribles, como terrible fue la represión del régimen fascista de Franco. Portada del libro de Gerardo Iglesias 'La amnesia de los cómplices'P: ¿Le han acusado alguna vez de reabrir heridas con este tipo de libros? R: Personalmente no me lo han dicho. Es un argumento muy recurrente por parte de quien de una u otra forma defienden la herencia del Franquismo. No es un argumento, es una amenaza. Es como decir no urgen ustedes en el pasado porque pueden volver los mismos a pasar factura. Las heridas no se han cerrado y esa es la mayor evidencia. No se pueden cerrar. Hay cientos de miles de desaparecidos, varios investigadores han declarado en el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, entre ellos el Juez Baltasar Garzón, que España es el segundo país después de Camboya con mayor número de desapariciones forzosas. A esas personas ni siquiera se les ha concedido un entierro digno. P: El Gobierno español no parece muy preocupado por investigar esos hechos R: Reiteradamente el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas se dirige al gobierno español para que tome medidas al respecto, para que apoye la querella argentina, para que se cree una comisión de la verdad o abra una investigación de la dictadura que permita que la justicia argentina siga adelante con sus investigaciones o que se encarguen ellos mismos. Yo también he apoyado la cuestión argentina. He presentado una querella a modo personal con el caso de mis familiares. P: ¿Bajo el paraguas de la Ley de Amnistía de 1977 se justifica todo lo acaecido en el franquismo? R: Esa Ley debería ser anulada. Es una ley ilegal. Los crímenes de lesa humanidad no pueden ser acogidos a ninguna amnistía o exoneración. A eso se acoge el Gobierno español y el Tribunal Supremo para negarse a la extradición de los torturadores que solicita la justicia argentina. Espero que de una vez los partidos de izquierda incluyan la anulación de esa ley. Que insisto, es una ley ilegal porque exonera de toda responsabilidad a los responsables de los crímenes, se les perdona pero sin que hayan pedido perdón a nadie. Se les podrá perdonar, pero primero habrá que juzgarles y actuar en consecuencia. Solo así podrá escribir España un relato compartido y que las nuevas generaciones puedan entender lo que fue aquello. P: ¿Sabe si algún partido lo tiene previsto en su programa? R: Creo que Podemos, en un resumen del programa que se ha publicado, pretende atender las peticiones del comité de derechos humanos de Naciones Unidas y en definitiva de cumplir con la jurisdicción internacional que obliga a investigar los crímenes de la dictadura y a reparar a las víctimas. Empezando por localizar y exhumar la cantidad de fosas comunes que existen. P: ¿Ante los vaivenes sufrido por la Ley de Memoria Histórica ha servido para algo más que para dividir un poco más a la sociedad española? R: La mal llamada Ley de la memoria histórica no sirve para nada. Primero no resuelve problemas tan graves como anular las sentencias de los consejos de guerra. De manera que las personas que han luchado en defensa de la democracia y en contra de la dictadura siguen apareciendo a efectos jurídicos en los archivos como terroristas, malechores. Eso es terrible. Por otra parte, algo que ha sido responsabilidad del estado fascista no lo asume el estado democrático y lo relega a una cuestión particular. De este modo sugiere que las distintas instituciones colaboren con subvenciones para ayudar a la exhumación de las fosas comunes, cuando eso debería asumirlo directamente el Estado que ha sido el responsable de lo ocurrido. Algo que es responsabilidad del Estado se reduce a una responsabilidad particular. Para colmo nada más llegar Rajoy sacó de los presupuestos generales cualquier partida destinada a la subvención para la exhumación de las fosas comunes. La ley de la memoria histórica es una manera de salir al paso frente a la presión de las asociaciones de la memoria, del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas o la querella argentina, pero no resuelve nada. Podemos ha quebrado el bipartidismo y puesto patas arriba la agenda de la política española P: Hablemos ahora de usted. Como fundador de Izquierda Unida que fue, ¿ha visto ciertas similitudes en el auge de los nuevos partidos como Podemos o Ciudadanos? R: Cuando fundé Izquierda Unida ya era consciente de que los partidos tradicionales estaban afectados por una profunda crisis que ya no servían como vehículos para transmitir las inquietudes sociales a las instituciones donde se deciden las cosas. Se pretendía dar vida a una nueva fuerza política renovada, integradora, tanto desde el punto de vista del modelo organizativo como del discurso político. Lamentablemente la inercia de la cultura que portaban las personas que mayoritariamente integraron Izquierda Unida ha conducido a esta formación en muy poco tiempo a ser un partido político más, de corte tradicional. Efectivamente, salvando todas las distancias que se quieran. En origen, la idea de Izquierda Unida era bastante similar a lo que ha planteado Podemos, tras la irrupción del movimiento del 15-M y otro tipo de movimientos sociales que han sido muy bien recogidos por ellos. P: ¿Es la formación liderada por Pablo Iglesias lo que usted soñó para su Izquierda Unida? R: En alguna medida sí. No digo que yo tuviera en la cabeza lo que resultó ser Podemos, pero en alguna medida sí. No sé cómo podrá evolucionar Podemos, supongo que con muchas contradicciones como es natural en una fuerza que acaba de nacer, en la que hay personas que provienen de diferentes ámbitos. Lo que sí es cierto es que solamente lo que ha hecho Podemos con su irrupción en la vida política hasta ahora ya es extraordinario. Ha quebrado el sistema bipartidista y ha puesto patas arriba la agenda de la política española. P: ¿Qué le dijo Pablo Iglesias cuando le llamó para que se uniera a ellos? R: Es cierto que me llamó y conversamos sobre la propia situación política, sobre la propia configuración de Podemos. Fue una conversación muy cordial. Más tarde, a través de Podemos Asturias, sí que se me ha sugerido que encabezara la lista por Asturias. Algo que no puedo hacer por un problema físico, tengo cinco operaciones de columna vertebral y eso me condiciona bastante la vida. Los poderes económicos y financieros han dado por amortizado a Rajoy y al PP, y ahora quieren otra opción. Quizá por ahí se puede entender el auge de Ciudadanos P: Pero parece que en las próximas elecciones la llave para gobernar la tendrá Ciudadanos ¿Usted los ve tan de centro como proclaman ellos? R: Las encuestas serias pueden marcar una tendencia pero hay que saberlas diferenciar de las que están muy cocinadas. A Ciudadanos también se el atribuía antes de las Elecciones Autonómicas un porcentaje de votos mucho mayor al que luego tuvo. Sí es cierto, que como tendencia parece que ahora está en alza, al igual que esa tendencia apunta hacia una caída o descenso de Podemos. Habrá que esperar a las Elecciones Generales para saber cuál es el resultado. No se puede negar la enorme campaña que se ha lanzado en contra de Podemos. A pesar de que cuenta con medios muy escasos a los medios de los dos grandes partidos (PP – PSOE). También es fácil de intuir que Ciudadanos no debe de andar escaso de dinero, viendo la campaña electoral que ha montado. En mi opinión, los poderes económicos y financieros han dado por amortizado a Rajoy y al PP, y ahora quieren otra opción que venga a sustituir a un PP rancio y que tiene una deriva extremadamente conservador. Quizá por ahí se puede entender el auge de Ciudadanos. P: Oiga, ¿en los años en que estuvo usted en política ya existía la casta? R: Eso no es algo nuevo. La casta entendiéndola por unos políticos que se alejan de la realidad, que intercambian constantemente cromos, que se alían antes que con la ciudadanía con los poderes económicos y financieros, ya existía. Eso ocurre desde el mismo momento de la Transición. Esa es la triste realidad de este país, no hay independencia del poder judicial, lo han acaparado todo los dos grandes partidos, han gobernado con manga ancha y por si no fuera suficiente cuenta con el apoyo de los grandes medios de comunicación o de los poderes financieros. También cuentan con una no pequeña herencia del Franquismo que les favorece. Cuentan con unos aparatos del estado que no han sido democratizados. P: Así es más fácil entender que en este país haya tantas puertas giratorias. R: Eso es una definición muy clara de para quiénes estuvieron gobernando el PSOE y el PP. Cuando se salen del gobierno, los poderes económicos a los que han estado favoreciendo les buscan un buen empleo. Es una manera de pagar favores. El tema de la corrupción en España es espantoso. La corrupción tiene mucho que ver con la forma que adoptó la transición en España. La transición se hizo como se pudo, pero el timón de ese período lo han llevado los elementos provenientes del Franquismo. En el nuevo Estado democrático ha entrado mucha rémora franquista y permanece todavía. Toda Dictadura es corrupta por naturaleza y en la medida en que se entra en un sistema democrático sin reformar, sin democratizar los viejos aparatos del sistema franquista tenía que traducirse tarde o temprano en corrupción a mansalva. Y no tardó mucho en comenzar a cristalizar esa corrupción, en el segundo gobierno de Felipe González la corrupción era ya institucionaliza en todos los niveles. Lo que ocurre es que en un país que no se armó de valores democráticos la ciudadanía no supo reaccionar. Esperemos que a partir de ahora el que la haga la pague. Y la ciudadanía reaccione contra esos actos. P: Por lo que me cuenta, ¿se podría afirmar que la Transición ha sido la gran mentira de este país? R: La Transición se ha hecho a base de amenazas y chantajes. Ten en cuenta que los Franquistas tenían detrás de sí todos los poderes del Estado, incluido el miedo que había inoculado la dictadura después de tantos años. Algo que les favorecía ampliamente. Y por otro lado estaban las fuerzas democráticas que estaban saliendo de la clandestinidad y solo tenían el apoyo popular en favor de las libertades. La desventaja era total. Recordemos la matanza de Atocha, el secuestro de militares, todo ello promovido por los propios aparatos del régimen franquista. En aquellas condiciones, antes de vernos abocados a un nuevo enfrentamiento, las fuerzas democráticas de la oposición tuvieron que hacer grandes concesiones. Eso lo entiendo y me parece razonable. Lo que no es razonable es que el gobierno socialista tenga mayoría absoluta, y la vuelva a tener en una segunda legislatura, no entiendo cómo no corrigió las grandes carencias y las grandes asignaturas que quedaron pendientes en la Transición. Cuando se habla todavía de una Transición modélica, siempre digo de modélica nada. Cómo se puede hablar en esos términos si se ha olvidado y enterrado a las personas que más han luchado por esa democracia. España no se atiene a los propios tratados internacionales que ha ratificado, ¿cómo se puede llamar modélica una transición en la que un Rey ha jurado los principios del Movimiento del 18 de julio?, que ha sido designado por Franco, se nos ha impuesto un régimen monárquico sin que se de la posibilidad a la ciudadania a que se pronuncie sobre monarquía o república. P: Da la sensación de que todo lo que ha ocurrido después sea consecuencia de la Transición. R: En buena medida sí, todo lo que ocurre hoy en día en política se explica a través de lo ocurrido en la Transición. Ha traído consigo, entre otras cosas, un sistema bipartidista, una rotación en el poder PP -PSOE, y ese sistema bipartidista ha cercenado completamente la renovación del sistema. Ese sistema se ha ido pudriendo cada vez más hasta llegar donde estamos. No hay ni una sola institución que no esté tocada gravemente por la corrupción. Desde la institución monárquica hasta los partidos políticos. Eso se manifiesta en la desafección social de los partidos de la casta. La crisis institucional que vive hoy España se debe al modo en que se hizo y se desarrolló posteriormente la Transición. El error de Podemos ha sido plantear como única opción ganar las elecciones P: Ese sentimiento de desarraigo entre la clase política y la sociedad española lo ha sabido canalizar muy bien Podemos, pero estos también han cometido errores, ¿cómo cree que evolucionará la formación de Pablo Iglesias? R: Creo que el error de Podemos ha sido plantear como única opción ganar las elecciones. Ha obtenido resultados fabulosos en las elecciones autonómicas, en las candidaturas de unidad popular, y claro como la expectativa era ganar ha quedado como algo insuficiente. Hemos perdido la perspectiva de que es un partido que en muy poco tiempo ha sacado muy buenos resultados. Algo impresionante. Se han sabido mover en redes sociales, han tenido un discurso descriptivo de una situación que es terrible, como la que vive este país con recortes en sanidad o educación, paro, desahucios… y además lo han sabido explicar. Y ahora estamos en otra fase que es la de plasmar en programas de gobiernos qué es lo que se proponen hacer. Creo que tienen bastantes posibilidades porque en estos últimos meses se ha dibujado un frente común entre PP-PSOE-Ciudadanos, lo cual le deja un amplio margen a Podemos para crecer. Si volví a la mina fue porque tenía unas responsabilidades familiares P: Hay quien ya habla de este período como una Segunda Transición, en cualquier caso ¿estamos ante el momento político más importante desde 1978? R: Sí, sin duda. Sé que no va a ser fácil. En algún momento se pensó que Podemos podía llegar y ganar las elecciones. Yo no soy tan optimista, pero sí es cierto que lo que se logró hasta aquí ya es importante. Tengo mis dudas al respecto de que el PP y el PSOE vayan a seguir siendo los partidos más votados. No lo sé, pero incluso así siempre habrían perdido mucho terreno por el camino, habiendo perdido muchos votos. El bipartidismo está seriamente tocado y eso ya es una condición muy importante para poder avanzar hacia un cambio. Ese cambio yo no lo entiendo como un cambio de fachada. España lo que necesita es una segunda transición, un proceso constituyente y la redacción de una nueva Constitución. Los problemas de la España de hoy no se resuelven con reformas y parches, hay que reescribir la Constitución. P: Viendo lo que le cuesta a algunos antiguos compañeros suyos abandonar la política ¿nos podría dar su receta? ¿Fue muy traumático para usted? R: No fue nada traumática. Yo me marché, a mi no me echó nadie. Nunca he entendido la política como una profesión. Mucha gente se ha confundido y lo ha visto como quien estudia para una oposición y entra en un organismo oficial. Siempre tuve muy claro que la política activa, el estar en primera línea es un periodo de tu vida. La permanencia de los políticos en los cargos de responsabilidad es algo muy negativo. Eso es una de las cosas que hay que corregir, la rotación en los cargos. Todo el mundo puede ser vulnerable, dejarse tentar por la corrupción, pero lo importante es que haya un sistema que no permita que eso ocurra. Y una de las medidas importantes es la no permanencia indefinida de los responsables políticos en sus cargos. P: ¿Se ha arrepentido en algún momento de volver a la mina? R: No, arrepentirme no. Pero le soy sincero, si volví a la mina fue porque tenía unas responsabilidades familiares y lo único que me aseguraba cumplir con esas responsabilidades era la mina. Tenía una excedencia y me acogí a ella para volver. Si no hubiera tenido esas responsabilidades familiares hubiera intentando ganarme la vida honradamente por otros medios. Sé muy bien lo que es la mina, lo terrible que es. Pero no me arrepentí en ningún momento. Era la opción más práctica y más efectiva que tenía para ganar dinero y sacar a los míos adelante. Posteriormente tuve un accidente que luego me acarreó un montón de problemas y varias operaciones en la columna vertebral. Me dieron la baja por invalidez y hace bastante tiempo que lo dejé. (2015)


Izquierda plural:
La historia contemporánea de las izquierdas europeas está llena de renuncias, especialmente visibles en las de raíz marxista. La socialdemocracia, el tronco principal del obrerismo en la mayor parte del continente, combinó durante décadas su fe en las profecías de Karl Marx, que auguraban la inevitable llegada de la revolución proletaria, con prácticas templadas que asumían la participación en el juego parlamentario y se plasmaban en reformas graduales para mejorar poco a poco la vida de los trabajadores. Los debates en el seno de la II Internacional, que enfrentaron a ortodoxos y revisionistas, no lograron resolver esa contradicción. Sin embargo, los partidos socialdemócratas occidentales sostuvieron las frágiles democracias de entreguerras y se convirtieron, tras la II Guerra Mundial, en organizaciones de amplio alcance, interesadas tanto en las clases medias como en las populares. Baluartes contra el bloque soviético, aceptaron con todas sus consecuencias la democracia liberal y la economía de mercado, lo cual implicaba renunciar al marxismo, como hizo el SPD alemán en 1959. Por su parte, el mundo comunista, inspirado en la revolución bolchevique de 1917 y dependiente de Moscú, casi siempre irreconciliable con el socialismo democrático, se desenvolvió dentro de parámetros autoritarios y totalitarios hasta que surgieron en su seno tendencias heterodoxas. Ya en los años setenta, el llamado eurocomunismo, que hablaba de justicia e igualdad, pero también de elecciones libres y pluripartidistas, certificó su acomodo a la democracia y terminó por aproximarse a las posturas socialdemócratas. Al mismo tiempo se desarrollaba una nueva izquierda, más radical, que se miraba en el purismo revolucionario y antiestalinista que había reivindicado León Trotski, en las utopías campesinas de la China de Mao o en las guerrillas tercermundistas del Che Guevara. En torno a las revueltas estudiantiles de mayo de 1968 nacieron también nuevos movimientos sociales, feministas, ecologistas y pacifistas, mucho más flexibles y capaces de dejar una huella profunda en la agenda pública de Occidente. En España, la dictadura de Franco condenó a las izquierdas a la clandestinidad. En la lucha antifranquista se desmochó el viejo tronco del anarcosindicalismo, que ya no recuperaría su fortaleza; se estrecharon los vínculos entre izquierdistas y nacionalismos subestatales y se curtieron grupos armados. Pero la primacía correspondió al Partido Comunista, comprometido desde los años cincuenta con una reconciliación nacional que cerrara las heridas de la Guerra Civil. Esa postura dio un relieve extraordinario a su papel durante la transición a la democracia, cuando los comunistas aceptaron no sólo un régimen constitucional sino también la Monarquía y sus símbolos nacionales. Es decir, cuando renunciaron a las formas republicanas para abrir paso a la substancia democrática. Por su parte, el Partido Socialista, que había tenido un papel secundario en el antifranquismo, se revitalizó gracias a jóvenes dirigentes dispuestos a comprometerse con la democratización y a desprenderse de rémoras doctrinarias. Aquel “hay que ser socialistas antes que marxistas”, de Felipe González en 1979, marcó la experiencia de una generación. Transformado en hegemónico, el socialismo español atrajo a numerosos militantes comunistas y de la izquierda radical, muy activa en los medios universitarios desde los últimos años de Franco —a la manera sesentayochista francesa—, pero con escaso impacto electoral después. Los restos del naufragio se agruparon a partir de 1986 en Izquierda Unida, fundada al calor de la campaña contra la permanencia de España en la OTAN. Cuando las derechas acabaron de modernizarse con la expansión del Partido Popular, ya en los años noventa, aparecieron también entre sus cuadros antiguos izquierdistas, algo frecuente en otros contextos nacionales como el neoconservador norteamericano, que arrumbaron sus ideas, pero no sus hábitos intransigentes. Sin embargo, el ecologismo, que en Alemania alumbró una potente fuerza gubernamental, apenas despegó entre nosotros. Hoy, cuando la crisis que sufrimos ha puesto en solfa las bases del sistema político levantado hace casi 40 años, aparecen con energía insólita movimientos y partidos de izquierdas de nuevo cuño, que ya son decisivos en la formación de los gobiernos locales y que, con toda probabilidad, tendrán un peso considerable en las próximas Cortes. En estas formaciones confluyen muy diversas tendencias: veteranos antifranquistas, ecologistas que al fin levantan cabeza, catalanistas más o menos partidarios de la independencia, y gentes movilizadas contra la política económica de la Unión Europea y del Gobierno español, que han hecho visibles problemas tan graves como los desahucios masivos o el deterioro de los servicios públicos. Y en la base de la ola, un partido controlado por unos cuantos aprendices de Lenin —“buenos bolcheviques”, los llama José Ignacio Torreblanca— y seguidores de teóricos marxistas como Antonio Gramsci o Toni Negri, pasados por el filtro del populismo nacionalista bolivariano; un partido en el que asoman además viejas y nuevas caras del trotskismo, apóstoles de la revolución mundial permanente. Entre las concejalas recién elegidas hay mujeres que hace poco se enfrentaban a la policía para evitar desalojos; pero también para defender el asalto irreverente a una capilla católica, que no parece un ejercicio impecable de tolerancia democrática. Es difícil predecir qué va a ocurrir con estas plataformas, más allá de la inmediata pérdida de poder por parte de los conservadores y de la urgente adopción de algunas medidas que mitiguen injusticias y corrupciones. Es posible que los conflictos entre gentes tan variopintas, obligadas a entenderse con la socialdemocracia, desemboquen en un experimento efímero. O tal vez no. Pero, de cara al futuro, cabría recordar que el camino de las izquierdas contemporáneas, empedrado de renuncias, no tiene por qué contemplarse como una vergonzosa suma de fracasos. Porque fueron esas renuncias las que permitieron aunar en algunos países europeos prosperidad e igualdad de oportunidades, propiedad privada y bienes públicos, respeto a los derechos individuales y protección social, elecciones limpias y educación y sanidad universales. Y las que contribuyeron de forma crucial a que España consolidara de una vez un sistema democrático, imperfecto, pero no abominable, que la sacó del aislamiento internacional. Costó mucho aprender que no hay democracia sin separación de poderes y sin prensa libre, sin libertades garantizadas por leyes que deben respetarse —aunque parezcan injustas— hasta que puedan aprobarse otras. El abrazo a estos ideales, renunciando a la violencia revolucionaria y a la admiración por tiranos de cualquier signo, y también a proyectos inviables y contraproducentes, forma parte del mejor legado del siglo XX. (Javier Moreno Luzón, 22/06/2015)


Protesta: 15-M:
El 15 de mayo del 2011 muchos españoles dijeron basta. Y abrieron las puertas del cambio social y político del siglo XXI. El efecto concatenado de una crisis económica que devastó ahorros, empleo y vivienda, con una gestión clasista de la crisis y el destape de la corrupción del sistema político provocaron una indignación generalizada. En las mentes, en las redes, en las plazas, hasta llegar a las instituciones. No fue un movimiento de izquierda o derecha, a menos que se identifique cualquier insurgencia contra la injusticia con la izquierda política, cosa dudosa teniendo en cuenta la experiencia histórica. Fue un rechazo a quienes estuvieron en el poder en la década precedente, de uno y otro bando. Y fue la afirmación de la esperanza de que otra sociedad era posible, en términos idealistas e ingenuos, como suele ocurrir cuando la indignación aún no cristaliza en nuevas formas de cogestión de la vida. La reacción de la clase política y de la mayoría de los medios de comunicación fue ignorar, luego minimizar y al fin alertar de lo que tildaron de algaradas populistas potencialmente peligrosas. Pero algo cambió en la mentalidad de la gente, porque las ideas se filtran por las paredes de las burocracias. Algunos periodistas profesionales abrieron brecha en los sistemas de control de la opinión y establecieron un canal de comunicación entre los indignados y la ciudadanía. Los índices de acuerdo con las críticas del 15-M se situaron durante años por encima de dos tercios de la población. Y poco a poco se fue concretando la crítica del sistema en los temas de abuso más evidente: hipotecas leoninas, desahucios injustos, entidades financieras fraudulentas protegidas por el poder y gestionadas por políticos, como Bankia y el exvicepresidente Rato, fraude fiscal de los adinerados influyentes, financiación ilegal de los partidos (Bárcenas, Gürtel, el 3% en Catalunya), utilización de fondos públicos para alimentar redes clientelistas (los ERE en Andalucía). Y, sobre todo, la complicidad de casta del conjunto de la clase política frente al clamor ciudadano. Todo eso nació del 15-M, de las redes y del esfuerzo de denuncia de los periodistas que se jugaron el empleo, apoyándose en jueces que creyeron en la justicia por encima de la política. Apenas en tres años la indignación del presente y la esperanza de un futuro distinto se enraizaron en la política, aunque en clave atenuada por las sesgadas reglas del juego consagradas en la Constitución. Primero mediante la creación de nuevos partidos o coaliciones y la revitalización de algunos preexistentes (Podemos, Compromís, Inciativa per Catalunya, Ciudadanos, coaliciones municipales como Barcelona en Comú, Ahora Madrid, mareas gallegas y múltiples expresiones en toda la geografía política española). Algunas de esas expresiones tuvieron sus raíces en el 15-M aunque nunca se arrogaron la representación del movimiento porque los movimientos son matrices de nueva política, no correas de transmisión como en la izquierda de antaño. Otras nuevas formaciones, en particular Ciudadanos, situada a la derecha de otras expresiones emergentes, bebieron también en las fuentes del cambio político que brotaron de la protesta social. Y tanto unos como otros recibieron un apoyo mayoritario de las generaciones nacidas con la democracia, escépticas de la política tradicional pero implicadas con una nueva política conforme con su universo mental. Recibieron el refuerzo de aquellos jubilados participantes en el 15-M, como los yayoflautas, que superaron el miedo de la vejez para luchar con sus nietos. Es más: las oleadas de nuevos anhelos despertadas por el 15-M llegaron también a los partidos tradicionales que, de forma desigual, entendieron aquello de renovarse o morir. Algunos mantuvieron sus formas de liderazgo tradicional en lo esencial, pero cambiando personas. Pero otros emprendieron un cambio de su funcionamiento. Se fueron imponiendo poco a poco ideas como las elecciones primarias, la consulta a las bases, la presencia en las redes, y una mayor atención a los temas de corrupción, aunque en muchos casos fue más cosmética que de fondo, porque la corrupción es sistémica, no individual. La transformación de la relación entre sociedad y actores políticos se expresó, y acentuó, en tres aldabonazos sucesivos. El primero, las elecciones europeas de mayo del 2014, que materializaron la emergencia de nuevos partidos, algunos tan recientes como Podemos, creado sólo cinco meses antes. Provocó un relevo generacional profundo en el PSOE-PSC y abrió brecha en los aparatos de los demás partidos. Y aceleró el cambio de la institución monárquica, mediante la abdicación de un Rey agotado y desprestigiado y su sucesión por un Felipe VI que empezó por barrer su propia casa para posicionarse como reserva ética en un sistema en crisis institucional. El segundo aldabonazo vino un año después exactamente, con unas elecciones municipales que supusieron una auténtica revolución en la ocupación de las instituciones locales y autonómicas por las nuevas formaciones emergentes en casi todas las grandes ciudades, en un proceso paralelo al de las primeras elecciones municipales de la democracia en 1979, que anunciaron la llegada de la izquierda de entonces al poder. Y la continuidad del poder tradicional de los populares en la Comunidad de Madrid y de los socialistas en Andalucía sólo fue posible por el apoyo de Ciudadanos, esbozando así una nueva era en donde el bipartidismo pierde el control del poder. El tercer aldabonazo viene ahora. Concretamente mañana. No le puedo decir qué va a ser, por imperativo legal. Pero sí recuerdo a quienes vienen de una antigua tradición católica que a los devotos de san Pascual Bailón se les concedió el privilegio del preaviso de su muerte, al tercer golpeteo en su puerta, para que pudiesen poner su alma en orden para el juicio divino. Quienes se sientan aludidos, empiecen a rezar. (Manuel Castells, 19/12/2015)


Equilibrio libertad-igualdad:
Los términos derechas e izquierdas, a pesar de su carácter difuso, de su indeterminación, siguen siendo orientativos a la hora de observar el mapa político de un país. Lo que sucede es que no bastan para delimitar de forma exacta ni las fronteras que separan las distintas ideologías y actitudes políticas, ni tampoco para describir los valores e intereses que tras ellas se esconden. El nacimiento de esta dicotomía se suele atribuir a la posición de los diputados en la Asamblea durante los años de la Revolución Francesa: a la derecha de la presidencia se sentaban los absolutistas y a la izquierda los revolucionarios (es decir, los liberales, aunque entonces aún no se les designara con este nombre). Ese parece ser el origen de estos términos. Aunque si estudiamos el período, ni siquiera allí la distinción era clara. Muchos liberales de 1789 fueron perseguidos y guillotinados: de la izquierda habían pasado, sin moverse, a ser considerados de derechas por sus antiguos compañeros. Por tanto, derecha e izquierda quizás sirvan históricamente como orientación general para distinguir dos bloques diferenciados, pero si esta distinción no se matiza ni concreta, el esquema puede llegar a simplificarse tanto que analíticamente sea poco útil. Sólo queda su valor emocional: “¡soy de derechas!”, “¡soy de izquierdas!”. A la utilización como justificación del verbo “ser”, tan metafísico, se le puede añadir “¡como mi padre y como mi abuelo!”, todo lo cual puede resultar psicológicamente reconfortante para quien lo proclama, pero, en todo caso, presupone un enfoque muy poco racional, excesivamente sentimental, una actitud más estética que política. La imprecisión de estos términos todavía fue más evidente tras la II Guerra Mundial. El antifascismo generó una solidaridad entre derechas e izquierdas democráticas: conservadores, liberales, cristianodemócratas, socialdemócratas e, incluso, comunistas en el caso italiano formaron un bloque político que dio lugar a la común aceptación del Estado democrático y social de derecho, plasmado en las Constituciones de posguerra y en muchos tratados internacionales, incluidos los que fueron construyendo la unidad de Europa. Naturalmente que había diferencias en las políticas económicas y sociales, pero en todo caso había unos principios comunes. La fiscalidad y el grado de intervención estatal eran distintos, las políticas de bienestar también, pero ningún partido relevante, en el marco de las tendencias políticas antes mencionadas, ponía en cuestión ni la economía de mercado como el mejor sistema económico para aumentar la riqueza de un país, ni las prestaciones públicas en educación, sanidad y servicios sociales como elementos para contribuir a la igualdad social entre ciudadanos. La diferencia entre derechas e izquierdas, dentro de los partidos que no propugnaban una organización social radicalmente alternativa, se centraba, pues, no en el modo de producción de bienes sino en la forma de distribuirlos. Como sostuvo Bobbio, la divergencia entre derechas e izquierdas estaba en dar preferencia al valor libertad sobre el valor igualdad o viceversa: la derecha anteponía la libertad, la izquierda la igualdad. Pero nadie negaba que en una sociedad justa ambos valores tenían una cuota importante. Que esta fuera mayor o menor distinguía a la derecha de la izquierda. Todo este largo preámbulo viene a cuento antes de examinar las dificultades reales de la formación de un Gobierno en España. Como es sabido, hasta las recientes elecciones en las que se ha roto el bipartidismo, la mayoría parlamentaria que se requería para investir a un presidente sólo precisaba de uno de los partidos mayoritarios y, si no era suficiente, se negociaba hasta obtener el apoyo de las minorías nacionalistas. Ahora la situación ha cambiado. Con el actual reparto de escaños estas minorías no son suficientes y es necesario algún tipo de pacto entre el PP y el PSOE, todavía los dos grandes partidos. Sin embargo, con argumentos distintos, PP y PSOE se resisten a pactar. El PP ha planteado desde el primer momento la gran coalición a la alemana, es decir, un acuerdo con el PSOE y Rajoy de presidente. El planteamiento tiene su lógica y su razón: es el partido más votado, no el que ha ganado las elecciones, como dicen, pero sí el más votado. Ahora bien, al renunciar Rajoy a encargarse de alcanzar una mayoría para la investidura perdió la ocasión de hacer lo que mientras tanto estaban llevando a cabo PSOE y C’s: pactar un programa. Esto hace que este pacto, al parecer muy sólido, sume ahora la mayoría relativa más numerosa de la cámara. Ahora lo que no se entiende es que el PP todavía no haya iniciado contactos para introducir modificaciones a ese programa que resulten aceptables para todos. Pero tampoco se entiende que el PSOE intente un pacto con Podemos. Antes hemos visto cómo había una homogeneidad básica entre conservadores, liberales y socialdemócratas en la Europa de los últimos 70 años. No es raro, pues, llegar a un pacto. En el último año se ha hablado mucho de la cultura del pacto, del tiempo nuevo que se anunciaba en la política española. Pues bien, llega el momento, y se sigue con la cultura del bipartidismo: debe gobernar o la derecha o la izquierda. Y el error del PSOE es pensar que Podemos es un partido homologable con las izquierdas europeas. Podemos no es este tipo de partido. Por sus raíces ideológicas y por la práctica política que está demostrando, es un partido de cuño distinto, más preocupado por llevar a cabo una estrategia que le conduzca al poder que por elaborar un programa pactado con voluntad de cumplirlo. Los diversos giros políticos que ha dado en menos de dos años son suficientes para desconfiar de su lealtad, más aún cuando su líder exhibe un estilo parlamentario demagógico, calcado de las peores tertulias televisivas, que le convierten en un socio nada fiable. Lo que deberían hacer los dirigentes socialistas es demostrar a los españoles que Podemos no es un partido de izquierdas sino un partido populista. No les sería difícil, ya existe una buena literatura al respecto. Por tanto, el PSOE debería abandonar los intentos de pactar con Podemos e intentar acordar con el PP las modificaciones imprescindibles del programa conjunto elaborado con C’s. La difícil situación por la que atraviesan los conservadores españoles facilitará, sin duda, el acuerdo. Los pactos de gobierno, cuando hacen falta, se establecen con los adversarios. Pero nunca debe pactarse con los enemigos, aquellos que quieren destruirte y cuyo único motivo para pactar es alcanzar esta finalidad. (Francesc de Carreras, 30/03/2016)


Populismo:
El cerebro humano es una continua fábrica de explicaciones de lo que nos pasa. Lo podemos asumir todo, desgracias, contratiempos, sorpresas, pero para asumirlo necesitamos explicárnoslo. Si podemos integrar los acontecimientos en una cadena causal, en una narración lógica, nos conformamos. Si no, nuestro cerebro no para de producir teorías hasta encontrar una que encaja. Detestamos el azar, las cosas sin sentido. La existencia, sin embargo, es azar, y a saber si tiene sentido. Muchas cosas pasan, simplemente, porque pasan. Son fruto de las circunstancias, de hechos aleatorios, casuales, que podrían no haberse producido. A posteriori no es difícil encontrar una explicación para cualquier hecho, una explicación plausible, lógica. Pero son explicaciones que sólo sirven para calmar nuestra ansiedad, para hacernos creer que lo ocurrido tenía que pasar por las ­razones que fueran y que por tanto no es obra del azar. Si hubiera ocurrido lo contrario, también habríamos encontrado una explicación. Los fenómenos políticos ­representados por Donald Trump, Jeremy Corbyn, Ma­rine Le Pen y Alexis Tsipras no tienen mucho que ver entre sí. Son fruto de las circunstancias particulares de países muy diferentes. Pero muchos, para quedarse tranquilos, para entender lo que está pasando, buscan interpretaciones que los engloban, como si respondieran a unas causas comunes. La más aceptada es la que sostiene que todos estos movimientos suponen una radicalización populista causada por la reacción de unas clases medias perjudicadas por la globalización. Es una teoría que no deja de ser hasta cierto punto plausible. No hay duda de que la globalización se está traduciendo en un gran aumento de la desigualdad y en la erosión del Estado de bienestar en los países que tenemos la suerte de disfrutar de él. Es lo que podemos denominar efecto Messi: antes, los cracks del Barça ganaban más que los jugadores de la mayoría de equipos, pero como los partidos no se ­retransmitían al mundo entero no había tanto dinero para repartir y la diferencia entre lo que ellos cobraban y lo que cobraban de media los demás no era tan abismal como la que hay hoy. Lo mismo ocurre en muchos otros campos. Lo que se vende en el mercado global cotiza con más ceros que lo que no. Esto está produciendo unas desigualdades enormes. No hace falta ver lo que cobran los directivos de las grandes empresas. Un auditor de una firma internacional puede facturar en un par de horas el equivalente del salario mínimo mensual español. Los directivos y los profesionales cualificados capaces de competir globalmente ganan más que nunca; en cambio, los trabajadores no cualificados están cada día peor pagados debido a la competencia de los trabajadores de países sin derechos sociales ni Estado de bienestar. Todo esto está devastando las clases medias, que, como ­reacción, claman contra la austeridad, la inmigración y la ­globalización, rechazan las élites políticas moderadas y se ­radicalizan. Muchos que antes votaban a candidatos más o menos conservadores del Partido Republicano estadounidense ahora están dispuestos a votar a favor de Donald Trump, que promete deportar in­migrantes y levantar un muro para que no entren más. En Francia, muchos que votaban a favor del populismo light de Sarkozy –o del Partido Comunista, ojo– ahora se han pasado al Frente Nacional y están dispuestos a salir de la Unión Europea. Y en la izquierda, igual. Los que ­apoyaban al laborismo centrista de Tony Blair, ahora han encumbrado el iz­quierdismo de Jeremy Corbyn. Y, en ­Grecia, los que votaban a favor del Partido Socialista, que era un partido social­demócrata clásico, ahora son votantes de ­Syriza, un partido mucho más radical. Con pequeñas adaptaciones, la teoría también se puede aplicar al ascenso de ­Podemos en España y del independentismo en Catalunya. A la postre –nos dicen los que la defienden–, el fenómeno de base es bastante similar: unas clases medias que antes votaban a favor de opciones de ­izquierda y autonomistas dentro del sis­tema y que ahora votan a favor de una ­izquierda antisistema y dan por muerto el autonomismo. Pero, en el caso del independentismo y del auge de Podemos, que lógicamente ­conocemos mejor, esta explicación que parece tan plausible ¿no deja muchos interrogantes en el aire? ¿No refleja una cierta pereza mental? Probablemente pasa lo mismo en Estados Unidos, en Francia, el Reino Unido y en Grecia. También allí hay muchos otros factores y la ecuación es más compleja. Cada país es un mundo y las diferencias entre ellos, tan grandes como el océano que va de Trump a Tsipras. Es mejor no simplificar, aunque el denominador común no deje de tener cierta base. (Carles Casajuana, 16/04/2016)


Anarquismo: España:
Barcelona, muy a finales de los años cincuenta, en el colegio donde cursaba el bachillerato. El profesor de literatura me pregunta: “¿Sabes lo que es el fascismo?”. No acierto a decir nada. Él se responde a sí mismo: “Fascismo es clases medias cabreadas”. Años después, al leer sobre los conflictos de los años treinta en la Europa azotada por los efectos de la crisis financiera de 1929, comprendí el alcance y la exactitud de la definición de mi viejo maestro. Buena parte de las clases medias europeas empobrecidas de aquella época se refugiaron en el fascismo. Lo que coincide con la observación de Hannah Arendt acerca de que casi todos los líderes derechistas de la época coquetearon con el fascismo excepto el general De Gaulle, quien era tan y tan antiguo, que resultó inmune a este contagio. Poco tiempo después de estallar la crisis del 2008, escuché decir al profesor Costas que el gran interrogante que plantea toda crisis es quién paga sus costes. Pronto quedó claro que los costes los iban a pagar las clases medias y populares en forma de devaluación interna (bajada de salarios y reducción de las prestaciones del Estado de bienestar). Lo que ha provocado la indignación de los afectados, al sentirse excluidos de un sistema que, además, cada día que pasa alcanza cotas mayores de desigualdad y corrupción. Ante esta situación crítica, los afectados –los no instalados– no han hecho profesión de fe en ninguna ideología totalitaria con vocación redentora y revolucionaria (fascismo y comunismo), a diferencia de lo que sí hicieron las clases medias y populares de los años treinta, más crédulas y gregarias. Los indignados de hoy han optado por utilizar en defensa de sus intereses los instrumentos que les brinda el sistema, acudir a las urnas y votar; lo que constituye un hecho absolutamente positivo, que todos –comenzando por los instalados– deberíamos celebrar, pues en él se halla la clave de la subsistencia del mismo sistema. Cuestión distinta es a quien votan. Y ahí las diferencias nacionales son grandes, ya que lo hacen según la pulsión profunda del país al que pertenecen. Así, en Francia, país profundamente conservador, las clases medias cabreadas votan al Frente Nacional; mientras que en España, país radicalmente anarcoide, las clases medias cabreadas apuestan por una opción de izquierda radical indefinida, con líderes sobrevenidos e improvisados, tal como si fuesen surfistas encaramados a la cima de una ola que ellos no han provocado. España fue, junto con Rusia, el país donde arraigó más el anarquismo. Este ideario penetró por Cádiz y Barcelona, siendo luego Andalucía y Catalunya las regiones más agitadas por huelgas y atentados, que solían producirse en ambas simultáneamente. El núcleo del pensamiento anarquista es muy claro: uno, el hombre, bueno por naturaleza, ha sido pervertido por las estructuras. Dos, el hombre es social y se realiza mediante la cooperación (la sociedad es natural; el Estado, no). Tres, las instituciones sociales vigentes, la autoridad y el derecho son instrumentos artificiales de explotación. Cuatro, todo cambio social debe tener su último impulso legitimador en la masa. La encarnación de este ideario en proyectos concretos y, más aún, en actitudes políticas, dio lugar a múltiples formas de anarquismo –del violento al sindical– que, desde mediados del siglo XIX hasta el final de la Guerra Civil, tuvieron un protagonismo destacado en la historia española. Este protagonismo fue muy notorio en Catalunya. Tanto por lo que hace a la vertiente electoral (durante la Segunda República, cuando los anarquistas –la CNT– votaban, ganaba la izquierda, y cuando se abstenían, ganaba la derecha), como por lo que respecta al campo de la violencia revolucionaria. No en vano Barcelona fue conocida como la ciudad de las bombas (atentados al general Martínez Campos, del Liceu, de la procesión del Corpus…), y el Alt Llobregat fue escenario de una insurrección en toda regla contra el gobierno de la República (iniciada en la colonia minera de Sant Corneli, en Fígols –donde se proclamó el comunismo libertario–, se extendió a Berga, Sallent, Cardona, Balsareny, Navarcles y Súria). Si sostengo que la pulsión profunda de los indignados españoles es anarcoide más que totalitaria, es porque creo que el esquema ideológico del anarquismo –dibujado por los cuatro puntos antes transcritos– se acomoda mejor al talante profundo de los españoles, individualista y refractario a toda autoridad. Y si prefiero el vocablo anarcoide al término anarquista es por considerar que esta palabra, quiérase o no, está marcada por la fuerte tradición violenta que fue consustancial a una parte significativa del movimiento. Anarcoide, pues, en dicho sentido, y no comunista, como se complace en reiterar, con insistencia y aplicación dignas de mejor causa, el portavoz parlamentario popular. Lo que no exime a los indignados de la necesidad urgente de concretar su laudable aspiración de libertad, igualdad y solidaridad en términos que sean posibles en este mundo de realidades. (Juan-José López Burniol, 21/05/2016)


Comunistas:
Resulta sorprendente y un tanto deprimente observar en la política española la descalificación de comunista como argumento político, como en tiempos de Franco y de la guerra fría. Muy asustados deben de estar los partidos acostumbrados a monopolizar el poder para recurrir a esta bajeza. No sólo es política del miedo, sino del miedo irracional. Y además no funciona. Porque resulta que el líder político actualmente más valorado en las encuestas es Alberto Garzón, que se declara comunista a mucha honra, sin que les importe a los ciudadanos en un sentido o en otro. Pero esto no quiere decir que ni él ni nadie esté proponiendo polí­ticas comunistas, a menos que el control público de bancos ya nacionalizados con dinero público o la fiscalización de la corrupción política entren en esa categoría. Como el coro de agoreros va a seguir, merece la pena una reflexión. El comunismo es a la vez una ideología, una realidad histórica y una práctica política extraordinariamente diversa según países y momentos. Como ideología, tuvo y tiene componentes utópicos y de reivindicación de los trabajadores frente a las injusticias del capitalismo que cambiaron la conciencia y fueron asumidos por partidos socialistas y de liberación nacional como derechos sociales. La utopía, en cambio, en su realidad histórica, derivó a un universo totalitario que entronizaron la Unión Soviética y China, así como sus satélites. Pero esa realidad histórica también arrojó un balance de éxito a condición, como he escrito en mi obra, de olvidar la destrucción de millones de seres humanos y la dictadura impla­cable de un partido. Un olvido inaceptable. La Unión Soviética se industrializó y modernizó en un tiempo récord y construyó una máquina militar que fue la fuerza decisiva para derrotar al nazismo. Su crisis económica y luego política se debió a su incapacidad para transitar a una sociedad de la infor­mación en un sistema que bloqueaba la información, como demostramos en nuestro libro con Emma Kiselyova. China es hoy la segunda potencia económica mundial y el pulmón del capitalismo global bajo la dirección de un partido comunista tan totalitario como el soviético. Y Cuba, aun estrangulada por el embargo, desarrolló el mejor sistema de educación y sanidad pública de América Latina. La práctica de los comunistas fuera del imperio soviético estuvo marcada por la guerra fría, pero fue extremadamente diversa y en ningún caso en Europa se plantearon implantar una dictadura. Al contrario, fueron fuerzas decisivas en la lucha contra las dictaduras. En España, el PCE-PSUC fueron la vanguardia de la resistencia democrática, incorporando en su lucha a quienes crearon Comisiones Obreras y a muchos de los mejores intelectuales de esos tiempos. Fueron un vivero de cuadros políticos democráticos que han sido claves en todos los partidos, incluidos dirigentes y exministros del Partido Popular. En ningún momento el PCE fue una amenaza a la democracia. Al contrario, todos concuerdan en su papel conciliador decisivo en la transición, en la aceptación de la monarquía, en los pactos de la Moncloa y en la construcción de la convivencia constitucional. Era un partido esencialmente democrático hacia fuera, aunque rígidamente estalinista hacia dentro y eso fue lo que le perdió. Lo que es cierto es que la tradición comunista y socialista siempre han privilegiado el papel del Estado como representante del bien común frente a la dominación del mercado en la sociedad. Es decir, diferenciaron entre la economía de mercado, que siempre acep­taron en Europa, y la sociedad de mercado en donde la apropiación de la ­ganancia en el sistema financiero determina no sólo la bolsa, sino también la vida. Luego empezó la deriva neoliberal de los partidos socialistas europeos, lo que los llevó a perder su hegemonía histórica, como analizó Colin Crouch, gran intelectual inglés heredero del fabianismo. El PSOE se ha debatido desde mediados de los ochenta entre defender su base social y el Estado de bienestar y satisfacer los requerimientos del sistema financiero y de una Comisión Europea sesgada en sus po-líticas económicas por la influencia alemana de austeridad fiscal y la influencia inglesa en favor de las finanzas globales. Pudo mantener su cuota de poder porque había poco a su izquierda y los sindicatos se mantuvieron a la defensiva. Pero el 15-M acabó con todo eso. Las nuevas generaciones se enfrentaron a un capitalismo salvaje, cada vez más voraz e ineficiente, y no encontraron en el PSOE un defensor, sino un colaborador de la banca y además casi tan corrupto como la derecha. Se acabó el privilegio histórico de haber sido el gran partido de la izquierda. Es ley de vida. Lo que ya no cumple su función muere más o menos lentamente. Aceleradamente como la URSS, gradualmente como la socialdemocracia europea, conforme la media de edad de sus votantes va acercándose a los 60. Y es que la crisis de legitimidad de los partidos tradicionales es particularmente grave para los socialistas, porque, aunque son claramente distintos de la derecha, han ido incumpliendo lo que esperaban sus votantes. Por eso los emergentes de izquierda, en el surco abierto por los movimientos sociales, van ganando apoyos con la esperanza de que reconstruyan el Estado de bienestar, creen empleo digno, potencien la educación y la sanidad públicas, defiendan los derechos de las nacionalidades, afirmen la igualdad de sexos y tantas otras reivindicaciones que han ido siendo desechadas por el fundamentalismo de mercado y las políticas de austeridad. Y si hay indignados (una minoría) que son comunistas y anarquistas, es porque su historia en nuestro país tiene raíces en la indignación contra la injusticia y la dictadura. Por eso se pueden reinventar en el siglo XXI mientras el liberalismo trasnochado se va deshilachando en la conciencia de la gente, conforme se sufren sus consecuencias. (Manuel Castells, 21/05/2016)


Partidos en red:
La irrupción de Podemos en el espacio público transformó el sistema político español. La indignación y la esperanza que surgieron del 15-M abrieron las mentes de millones de personas a la posibilidad de cambio real en sus vidas, envueltas en las tinieblas de la crisis económica y la manipulación política. El paso del movimiento social al cambio político requiere iniciativas que penetren las instituciones desde fuera del sistema, algo extremadamente difícil porque precisamente las reglas del sistema están hechas para que eso no pase. Por ello hay que reconocer el coraje de un pequeño grupo de mujeres y hombres que, en las condiciones más adversas, se atrevieron a desafiar a poderosas burocracias políticas, y creyeron en la democracia (aún con las consabidas restricciones mediáticas, financieras y de aparatos del poder en la sombra) postulándose para gobernar. Ni más ni menos. Se abrió así un proceso que en tan sólo treinta meses ha puesto en cuestión el dominio de los partidos tradicionales, anquilosados y frecuentemente corrompidos. El ejemplo de Podemos ha tenido amplia repercusión en la esperanza de los jóvenes en Europa y Latinoamérica, asqueados de la política actual pero confusos sobre qué hacer. Es cierto que la crisis del bipartidismo, a la que contribuyó en menor medida Ciudadanos, ha suscitado un periodo de incertidumbre institucional que tiene alarmados a los círculos financieros y desconcertado al personal. Pero ese es el precio de toda renovación política profunda. La verdadera cuestión es si el bloqueo del sistema conduce al cambio o se transforma en marasmo cuando lo viejo no se puede imponer y lo nuevo no acaba de cuajar. Y la respuesta a esa pregunta esta li­gada al futuro de las confluencias de Podemos. Y digo confluencias porque el rasgo más distintivo de Podemos es que no se trata de un partido unitario. Podemos ha puesto en práctica su concepción de España como Estado plurinacional. Sus componentes son autó­nomos, provienen de expresiones políticas de las distintas sociedades nacionales y regionales. Ada Colau no recibe órdenes de Madrid. Por eso Podemos es la ­primera formación política precisamente en Euskadi y En Comú Podem en Catalunya. Y los avances decisivos de la nueva política se han producido en Galicia, en el País Valenciano y en Baleares. Su fuerza es ser expresión de la diversidad del país sin pasar por el molinete centralizador característico de la derecha autoritaria o la izquierda jacobina. Pareciera, sin embargo, que el fenómeno Podemos ha tocado techo tras el 26-J aun contando con más de cinco millones de votos. La pérdida de un millón de votos se debió parcialmente a la abstención de votantes de IU cuyos exlíderes Lara y Llamazares fueron críticos de la alianza. Pero la desmovilización de algunos votantes de Podemos también fue consecuencia de tácticas cambiantes y negociaciones tortuosas para la formación de gobierno. Podemos fue coherente con su negativa a votar un programa marcado por las políticas neoliberales de Ciudadanos y sin posibilidad de compartir gobierno a menos de renunciar a puntos fundamentales de su propuesta. Pero perdió la batalla de la percepción pública, sobre todo entre los mayores, al parecer responsables de la incertidumbre política que, sin ser realmente un problema para el país, se convirtió en la obsesión de los medios y los políticos hasta alarmar a los ciudadanos. La amplificación del debate interno por parte de los medios acercó a Podemos a la imagen de la política tradicional, siendo así que el debate abierto es una marca de la nueva política. Las campañas anti-Podemos eran de esperar. Si se confronta un sistema, el sistema se defiende con todo. Y es aquí donde Podemos no superó su ambigüedad entre ser una palanca de cambio profundo sin complejos o constituirse en nueva izquierda del sistema para llegar al gobierno. De hecho, nunca fue posible para Podemos ser fuerza hegemónica de gobierno, ni siquiera decisiva. Si su análisis es correcto y si quieren “asaltar los cielos”, era previsible que todos los componentes del sistema, incluidos los socialistas, reaccionaran, construyendo cualquier tipo de coalición para excluirlos. Sánchez no podía, sin permiso de sus superiores, aliarse a Podemos sin el contrapeso de Ciudadanos. Y mucho menos entrar en coalición de gobierno de izquierda bajo liderazgo de Podemos si el sorpasso se hubiera producido. Es esta la contradicción de fondo de Podemos. El cambio ya está en marcha en los ámbitos locales y autonómicos y esto será decisivo. Pero a escala estatal, antes de llegar al gobierno con voz propia necesitan construir hegemonía en la sociedad. Y eso nunca se ha hecho adaptándose a lo que hay sino abriendo las mentes a lo que puede haber. Un proceso necesariamente lento y que pasa por la movilización contra las políticas antisociales, articulando la protesta cívica con la oposición parlamentaria. Presentarse como socialdemocracia no es creíble, como bien dijo Zapatero, porque la socialdemocracia española es el PSOE. Y es en realidad una mala idea cuando la socialdemocracia se hunde en toda Europa por aparecer claramente como gestora de la austeridad y del imperativo de los mercados. Otra cuestión es recuperar la defensa del Estado de bienestar y otros valores abandonados por la socialdemocracia y articularlos con los nuevos valores del siglo XXI. Podemos tiene que elegir entre las alianzas parlamentarias para alcanzar cuotas limitadas de poder subordinado o la utilización democrática de las instituciones en representación de una sociedad movilizada contra un sistema injusto. Oscilar entre las dos estrategias conduciría a su desintegración. Y de hecho no tiene mucha elección porque ya no es creíble para el sistema como partido domesticado tras superar sus ínfulas juveniles. El futuro de Podemos está inscrito en su pasado como expresión política autónoma del movimiento social. (Manuel Castells, 30/07/2016)


PSOE de izquierda:
Si la pregunta fuera sobre la izquierda —el Estado como agente económico dominante y, últimamente, una vocación nacionalista antieuropea— la respuesta sería fácil. Sin embargo, el interrogante sobre el progresismo de partidos de centroizquierda, como el PSOE, que durante décadas han corregido el capitalismo vía socialdemocracia, es pertinente, ya que para sobrevivir están luchando —quizás rindiéndose ya— contra la tentación de coincidir con la izquierda, compitiendo en la búsqueda del voto de protesta, emocional, y desinformado sobre las posibilidades de la globalización —un voto no progresista, anclado en el pasado no el futuro—. Como ha dicho Iglesias, la izquierda tiene el corazón antiguo. Tiene razón. Y las políticas. Abundan los corrimientos del centroizquierda a izquierda. Como la ocupación del liderazgo del laborismo por el negacionismo de Blair, quien superó el thatcherismo asumiéndolo en parte, y del que se resiente más su pragmatismo (la izquierda recela de cualquier ejercicio incremental del poder) que el fiasco iraquí. O el “purismo” anti-Wall Street de Sanders (hay algo de catolicismo medieval en el rechazo de las finanzas por la izquierda). O la fracasada movilización contra los social-liberales Valls y Macron por los sindicatos franceses, esa izquierda que Rocard calificó como la más retrógrada de Europa (aquí, Tardà ha afirmado que la muy anarquista democracia directa —la calle, las asambleas, las huelgas— es superior a la democracia representativa). El PSOE ha empezado a ceder a la tentación izquierdista. Ha establecido alianzas con quienes quieren eliminarlos, como en la Comunidad Valenciana, como con Colau el PSC (ese partido que se ha autodestruido y al que no importaría arrastrar consigo al PSOE). También ha adoptado el vocabulario dramático de Izquierda Unida —“austericidio”, “emergencia social”— cuando el Estado de bienestar no ha sido eliminado por el PP —no porque no haya querido o podido—. Está habiendo una salida desigual en cargas de la crisis y con recortes, pero el Estado de bienestar persiste (hasta Rajoy se ve obligado a decir que hay que defenderlo). Expresiones como “austericidio” le hacen el juego a Podemos y no se corresponden con la realidad. No son cool. Obama ganó porque era No Drama Obama. Lo progresista no es dramático. Pero lo que más cuestiona el progresismo del PSOE viene de la demografía. Los votos que han permitido al PSOE superar a Podemos proceden de las cohortes de mayor edad, no urbanas y con menor generación de valor económico. Es decir, el partido que más tiempo ha gobernado la modernización ya no es materialmente progresista porque sobrevive gracias a fuerzas productivas poco avanzadas. El progresismo solo puede surgir de sectores profesionales urbanos, industriales o posindustriales, ganadores en la economía global (Podemos representa al voto urbano que se siente perdedor en la globalización). De manera similar, la militancia del PSOE tampoco proviene de sectores productivos objetivamente progresistas y es, además, emocionalmente izquierdista. El ejercicio de un Gobierno progresista siempre ha necesitado de un acto previo de liderazgo precisamente contra las bases radicales, como cuando González forzó la renuncia al marxismo y el sí a la OTAN. Incluso las condiciones materiales de existencia del grupo dirigente del PSOE —los Sánchez, López, Hernando, Batet, Luena— ponen en duda el progresismo del partido ya que en la mayoría de los casos su apuesta existencial es local: luchar por vacantes en las cadenas de oportunidades de carrera que todo cambio de Gobierno estatal abre. Difícilmente saldrá de ese núcleo una renovación ideológica que adecue el centroizquierda a la globalización. Progresista es reconocer que no hay alternativa al capitalismo global, pero este ha de ser corregido desde la racionalidad. Es utilizar la fiscalidad para prevenir desigualdades injustas (hay desigualdades justas): todos los impuestos necesarios pero ni un euro más de los necesarios. Por ello, es defender la reforma de la administración sin estar anclado —como la izquierda— en que fines públicos sean servidos por medios públicos. El progresismo es pragmático —como dijo en su día González, siguiendo a Deng Xiaoping, “gato blanco, gato negro, tanto da, lo importante es que cace ratones”—. Es no temer la tecnología y apostar por el crecimiento, porque se ha de partir de la creación de riqueza. Es creer en la igualdad de oportunidades y en una desigualdad basada en el mérito. Por ello las políticas más importantes son las de educación. Es llamativo que haya más pasión en Ciudadanos cuando habla de educación que en el PSOE. Educación para el mérito es la clave progresista del futuro. Y también es progresista convertir la piedad y compasión que merecen las dos o tres generaciones que han perdido el tren de la globalización —no por su culpa— en políticas de oportunidad para ellos. La retórica izquierda-derecha ya no captura los dilemas básicos actuales. La escisión fundamental es ahora entre progresistas y reaccionarios. Esta división coincide con la existente entre pragmáticos o racionales por un lado y antisistema o populistas por otro. Y sí, en esta escisión, el PSOE está con el PP y no con Podemos. Pero, sobre todo, coincide con la escisión entre globales y locales, que aleja al PSOE irremediablemente de los nacionalistas y de Podemos. La izquierda ha pasado de ser fundacionalmente “internacional” para ahora, precisamente cuando la globalización es real, volverse “nacional”. El programa que permitió al PSOE largos años de gobierno fue que a los españoles les fuera bien en su integración en Europa. Era un programa centroizquierdista, no izquierdista. Tal fue la hegemonía de este programa internacionalista que el PP no pudo ir contra él. Para implementarlo, el PSOE contó con un liderazgo carismático y pragmático y con unos cuadros excelentes en la gestión de la administración, que acabaron triunfando en Europa y el mundo, como Solana y Almunia. El PSOE también contó con la ayuda de progresistas-realistas, no todos socialistas ni de centroizquierda, especialistas en capitalismo y sus organizaciones, como Boyer, De la Dehesa y Pastor; y con especialistas en Europa como Solbes. Sin sectores profesionales progresistas y globalizados el PSOE no puede continuar modernizando España. El partido no da para ello. Hoy sólo hay un programa progresista posible: capacitar a los españoles para que les vaya bien en la globalización. Solo es libre —no alienado— quien pueda elegir dónde trabajar, sin estar limitado por demarcaciones estatales. El ámbito de las posibilidades de los españoles no está limitado a España. Trabajar en Europa, Norteamérica y ciertas partes de Asia es aprovechar las oportunidades de la globalización. La dirección del PSOE está tentada por el izquierdismo y el localismo. Si elige mal, los progresistas españoles lo considerarán un partido más, ya no el partido modernizador por excelencia. En política, el pasado, la marca, no legitima adhesiones eternas. (José Luis Álvarez, 07/09/2016)


Izquierda y Podemos:
Todos los años, Byron Wien, vicepresidente y principal gurú de Blackstone, uno de los mayores fondos de inversión del mundo, organiza los Benchmark Lunches, encuentros que tienen lugar en Long Island los viernes estivales y en los que se reúnen personas de la élite que veranean por la zona. Un centenar de participantes, entre los que se cuentan multimillonarios, académicos, gestores de fondos de capital riesgo o de capital inversión, directivos de empresas productivas y de fondos inmobiliarios, debaten acerca del estado del mundo y de las tendencias de futuro. Pero, en el de este año, Wien, quien modera las conversaciones, se sintió obligado a introducir una reflexión personal, que entiende clave en nuestra época. Desde su perspectiva, “una parte sustancial de los estadounidenses se van a dormir asustados todas las noches: porque no tienen trabajo; o porque tienen uno pero los ingresos no les llegan para pagar todos sus gastos; o porque tienen un buen empleo pero piensan que lo pueden perder fácil, ya sea por las circunstancias en que se desenvuelve su sector o porque la tecnología les reemplazará. Sanders, Trump y el populismo en general son productos de una población insegura. Ellos sienten que las políticas de sus gobiernos les han defraudado”. Si hay alguna idea que explique los cambios en la política reciente, es esta, porque describe de manera bastante ajustada el lugar en el que estamos: hay mucha gente cuyo nivel de vida ha empeorado, que mira al futuro con desconfianza, y cuyas perspectivas son bastante oscuras; hay muchos jóvenes que están convencidos de que su trayectoria profesional va a estar muy por debajo de lo que les prometieron; y hay demasiada incertidumbre en lo económico y demasiada confusión respecto de un mundo cuyas reglas no acaban de entenderse. Los ganadores Este contexto genera inevitablemente transformaciones políticas, pero los ganadores en la nueva época, al contrario de lo que suele pensarse, no son los rupturistas, sino aquellas fuerzas que optan por el pragmatismo y que prometen que la situación será transitoria (“hemos hecho esfuerzos, es hora de que llegue la recuperación, que alcanzaremos si seguimos siendo sensatos y no nos echamos en brazos de aventuras extrañas”). Pero las segundas, las que se convierten en las principales fuerzas de oposición, sí son nuevas (como hemos visto en las recientes elecciones europeas) y deben su ascenso a la canalización del descontento a través de opciones fuertes. En esta atmósfera de incertidumbre, lo que se busca en la política es seguridad y pragmatismo. La mayoría de las personas aspiran a encontrar líderes que aporten las soluciones necesarias para que les saquen del lugar en el que están o que les ayuden a conservar lo que tienen. Paradójicamente, son menos dadas a confiar en las bondades de la democracia, pero demandan remedios a las instituciones con más ahínco. De hecho, las opciones sistémicas basan en esto su oferta, una suerte de “dejemos de lado la política y hagamos lo que tenemos que hacer económicamente para solventar los problemas, porque el momento es grave”. Cargas pesadas Los populismos de derechas actúan de un modo similar, prometiendo acciones contundentes (la salida del euro, el Brexit, la ruptura con el Estado central, la expulsión de emigrantes o la devolución del país a sus nacionales), pero que son necesarias para una vida mejor. Son fuerzas de repliegue, que se cierran sobre sí, que concentran las energías en pelear por uno mismo y por los suyos. A veces tienen que ver con un regreso al pasado a través del proteccionismo, y en otras ocasiones se basan en la sensación de que, en un mundo global, su país competirá bastante mejor si va solo y no arrastra cargas pesadas. Pero sería mucho más práctico fijarnos en las causas que les empujan en lugar de en las soluciones que proponen. Los populismos de derechas no están triunfando por sus propuestas xenófobas, sino porque centran el asunto en lo que le importa a la gente, lo material. Si Le Pen o Trump han tenido éxito, más que por el cierre identitario, es porque han convencido a mucha gente de que van a crear puestos de trabajo restringiendo la globalización, o que van a sancionar con mano muy dura a las compañías que se lleven los empleos fuera de sus países, o porque han prometido a los agricultores que los malos tiempos van a finalizar, o por tantas otras cosas que generan esperanza entre los votantes de que, por fin, van a tener dinero y sus opciones laborales van a multiplicarse. Son propuestas que hacen que sus votantes se acuesten con mucho menos miedo, por utilizar los términos de Wien. Haber permanecido ciegos a este contexto, especialmente en lo que se refiere a la importancia de lo material, es lo que explica el débil presente de la izquierda en Europa, tanto de quienes ocupan posiciones más centristas y sistémicas como de quienes defienden tesis más rupturistas. El nuevo eje El gran eje de la política contemporánea no es el de derecha e izquierda, sino el que separa la ortodoxia económica, neoclásica, que siguen e imponen la UE y las principales instituciones internacionales, de quienes se oponen a su aplicación. Esa es la línea que diferencia lo que debe hacerse y lo que no, lo que se percibe como sensato y lo que se define como irresponsable. La continuidad o el cambio, lo sistémico y lo antisistémico, quedan establecidos a partir del lugar que los partidos ocupen en esa división. La izquierda sistémica, los viejos partidos socialdemócratas, ha apostado por respetar la ortodoxia económica, pero eso le está complicando la vida. Cuando dirigen un país, porque sus medidas van en contra del programa que habían defendido en las elecciones y de lo que sus votantes esperaban, y cuando son la fuerza de oposición, porque las promesas que pueden formular son bastante más débiles que las de sus competidores, en lo que se refiere al trabajo y a los ingresos. La previsión es que las reformas que se seguirán realizando, gobierne quien gobierne, provocarán un aumento de la desigualdad, y esa no es una buena noticia para el centro izquierda, porque verá cómo tanto por la derecha como por la izquierda otras formaciones hacen promesas mucho más atractivas. Su espacio quedará reducido al de pelear con la derecha sistémica por los mismos votantes, con lo que su única baza será la de mostrarse como gestores eficientes de los recursos públicos, más que sus competidores, y eso electoralmente no suena muy atractivo. La otra izquierda La izquierda que no apuesta por seguir la ortodoxia económica lo debería tener fácil en este escenario. Son buena parte de sus antiguos votantes quienes peor lo están pasando, hay descontento en la sociedad, y el contexto está dado para que pongan sobre la mesa políticas económicas diferentes dirigidas a lo material. La clase obrera y segmentos importantes de la media empobrecida y de la media podrían ser fácilmente atraídos por una apuesta fuerte en este sentido. Pero no ha ocurrido eso: esta clase de votantes es la que ha preferido respaldar a la derecha populista en Europa y la que ha dado, en buena medida, su voto al PP en España. No ha sido solo la campaña del miedo lo que ha llevado a Podemos a un decepcionante tercer puesto, sino la sensación de que en lo económico hay opciones mejores. Pero este viraje hacia la derecha de quienes lo están pasando peor es fácilmente comprensible cuando se constata lo mal que han entendido la sociedad en la que viven las nuevas formaciones de izquierda, y hasta qué punto han quedado apresadas en sus tradiciones teóricas en lugar de fijarse en la realidad. Tras del fracaso electoral del 26 J, ese que hizo que la noche de las elecciones el ambiente en la sede de Podemos fuese más que triste, fúnebre, los debates públicos e internos en la formación morada se multiplicaron. Todos empezaron a pensar qué se había hecho mal o, más propiamente, qué habían hecho mal las otras pandillas del partido (por utilizar el término de Echenique) y quiénes eran en última instancia los culpables. Últimamente, los debates que ocupan a los de Iglesias y Errejón versan sobre el tono, la posición táctica (si adoptar una posición más beligerante o más conciliadora), acerca de cómo se estructura internamente el partido, sobre si los círculos deben contar más o menos y todas esas cuestiones que no les interesan más que a ellos. En otras palabras, están hablando de sí mismos y de las viejas cuitas de la militancia izquierdista mucho más que de los problemas reales y cotidianos de la gente a la que deberían representar (o si el término no gusta, defender). Nadie ha entendido, salvo Garzón, que no está en Podemos, que lo que se impone es un análisis de la realidad, ver qué necesita la gente y qué nuevas medidas pueden ofrecerles para ganarse su confianza. En lugar de eso, discuten sobre personas, tonos y estructuras, sobre si ciclo largo o ‘blitzkrieg’, y todas esas paridas que quedan bien en Arganzuela pero que no contribuyen a que la gente tenga más trabajo o pueda pagar la luz a final de mes. Esto ocurre porque no podía ser de otra manera. Es lo que llevan haciendo desde que nacieron, solo que en lugar de acusar de obsoletas y de obstáculo para el movimiento a las pandillas internas, lo hacían con otros partidos. Nacieron como una formación reactiva, primero contra la casta, después contra la izquierda de la naftalina, después contra la socialdemocracia y ahora contra el enemigo interno. Creyeron que diciendo que estaban construyendo una izquierda horizontal y posmoderna el trayecto estaba hecho, como si ofreciendo participación en lugar de la jerarquía de los viejos partidos todo el mundo perdiera la cabeza por sumarse a un proyecto irresistible. Podemos como Primark No, esto no va de abrimos la tienda, nos anunciamos por la tele y todo el mundo acude en masa como si fuera Primark. Esto, como demuestran las últimas experiencias electorales en Occidente, va de saber ganarse a la gente con propuestas fuertes, con ideas que hagan hincapié en lo material, que tomen el empleo en serio y que hagan pensar a la gente que con otro Gobierno le iría mejor en su vida cotidiana. En lugar de eso, hay bicicletas, lucha contra el maltrato animal, las mismas invocaciones a la defensa del Estado de bienestar que podrían hacer los socialistas, y discusiones sobre Springsteen, Coldplay y Beyoncé. Pero no es un error de Podemos, es un mal de la izquierda europea en general. Nacieron para combatir las viejas formas izquierdistas, y a eso se dedican. Todas las discusiones internas nacen de ahí: distintas tradiciones peleando por los mismos espacios. Pero esos no son los de la ciudadanía, y el triunfo de la derecha populista (y de la sistémica) está ahí para recordárselo. Y eso en Podemos, porque en el PSOE lo que están es buscando la supervivencia personal, donde la coartada ideológica ya ni se tiene en cuenta. En definitiva, que en lugar de echar un vistazo al exterior para ver cómo ganarse a la gente, están dedicados a las peleas internas; en lugar de analizar qué está ocurriendo en la calle para que en un terreno tan favorable no se hayan convertido en partidos fuertes, prefieren perseguir a los de dentro, como si acabando con los errejonistas, las pablistas, los pedristas o los susanistas los votos les fueran a caer del cielo. (Esteban Hernández, 23/09/2016)


Tautologías en política:
“Cuando digo nada, es que para nada” (madrileñismo). “No es no” (Pedro Sánchez). “Brexit es Brexit” (Theresa May). “Nunca es nunca, nunca” (Antonio Baños, CUP). “O referéndum o referéndum” (Carles Puigdemont).“Never is never” (Fabian Picardo, de Gibraltar). Prolifera hoy en política la tautología, que viene del griego: decir (logía, acción de decir) lo mismo (tautós). O sea, repetir innecesariamente un mismo concepto usando idénticas palabras, sin añadir por tanto ninguna información ni significado. En retórica, también en retórica política, es una figura obvia, redundante, vacía. Y en general, engañosa. Ya se va comprobando que la expresión según la cual “Brexit es Brexit” —o en versión más sofisticada, “Brexit significa Brexit” es rala. No significa nada preciso. Porque la huida del Reino Unido de Europa puede concretarse de muy distintas maneras: rápida o lentamente, de forma dura o blanda, clara o incierta, definitiva o efímera. Incluso puede no darse. Se entiende el recurso a esta figura para enfatizar una posición propia, un camino de presunto no retorno. Pero su uso creciente subraya la simplificación imperante en esta era mediática, ya más unilateral que binaria y más binaria que múltiple; o la reducción del discurso a lema; o la vaciedad de pensamiento; o su debilidad; o la querencia por el pensamiento único, por la ausencia de alternativas. Es decir, tendencias contrapuestas al pensamiento democrático, que implica debate y contraposición de distintas soluciones, o al menos, diversas salidas. Más útil que la tautología es la aliteración poética aplicada a la política, la repetición de sonidos (incluso conceptos) pero con significados distintos. “Puedo prometer y prometo” (Adolfo Suárez/Fernando Ónega) reitera sonoridades, pero no una única idea: da cuenta, primero, de que el autor está en capacidad de asegurar; y añade, luego, que efectivamente, asegura. Al cínico —y brillante— conde de Romanones se le atribuye un mismo concepto con tres frases distintas. 1) “En política, nunca jamás es hasta mañana”; 2) “Cuando digo jamás siempre me refiero al momento presente”; y 3) “Cuando digo nunca, digo que por ahora y después ya veremos”. Pero no es imprescindible alcanzar tanto relativismo para ser menos elemental. (Xavier Vidal-Folch, 10/10/2016)

 

 

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