Julio Verne: Películas             

 

Jules Verne Julio Verne. Películas:
No es posible separar los libros de Julio Verne de las ilustraciones que acompañaron originalmente a las primeras ediciones de Hetzel. En las ediciones actuales se siguen reproduciendo los dibujos que artistas como Leon Bennet, Alphonse de Neuville, y Eduard Riou crearon bajo las muy precisas indicaciones de Hetzel y Verne. Sin embargo, y a pesar de su talento, es poco lo que sabemos acerca de estos artistas (y menos aún de los grabadores que hicieron posible su difusión). Edouard Riou (1833-1900), discípulo de Daubigny y Gustave Doré, ilustró las primeras y más conocidas novelas de Verne, y fue reconocido en la Francia de su tiempo como un destacado ilustrador de obras literarias de gran relevancia, simultaneando con su labor como pintor de paisajes e ilustrador de noticias de alcance por todo el mundo, como la apertura del Canal de Suez. Alphonse de Neuville (1835-1885) fue alumno de Delacroix y destacó como pintor de batallas y escenas militares. Neuville es, de entre todos los ilustradores de Verne, mi preferido, ya que a él debemos la mayor parte de las estampas correspondientes a 20.000 Leguas de Viaje Submarino. Ésta es, según algunos, la novela más personal y ambiciosa de Julio Verne, y con diferencia la que a mí personalmente más me gusta. La Botánica, la Geografía, la Zoología, la Ciencia Ficción: a modo de Speculum Majus, todo se da cita en 20.000 Leguas (y en el centro de todo ello, el Capitán Nemo, prototipo del héroe romántico, presa del cinismo, hombre de ciencia y de vasta cultura, y casi un precedente del quintaesenciado Jean Floressas des Esseintes, personaje del que Joris Karl Huysmans nos contaría sus aventuras domésticas y sus experimentos de alambique estético en A Rebours). Ante las descripciones de 20.000 Leguas… se siente uno como el pequeño José Cemí al leer la carta de su tío Alberto en el Paradiso de Lezama Lima (Los gimnnoicos, a semejanza de los gimnosofistas, escuchan las gimnopedias de Satie…). Neuville fue el encargado de abrir ante nosotros las escotillas del submarino, el que nos permitió andar por el fondo marino, visitar las grutas, y contemplar las especies más sorprendentes de peces y celentéreos. Verne tuvo otros ilustradores, algunos muy prolíficos y que trabajaron durante largos periodos para el novelista y el editor, como el incansable viajero Leon Benett (1839-1917) o George Roux (1850-1929). Sin embargo, la opinión de los críticos acerca de las ilustraciones de estos últimos creadores es irregular. Lo verdaderamente cierto es que el impacto visual ejercido por las imágenes contenidas en las ediciones originales ha sobrevivido en el tiempo como la piedra angular sobre la que se construye el edificio. Verne ha sido llevado al cine en innumerables ocasiones, y en todas ellas se trasluce el eco de estos ilustradores, pero ocurre de un modo muy especial en el caso de Georges Meliés y el de Karel Zeman (dejaremos a un lado la producción de Walt Disney de 1954, que es un un excelente y archiconocido film). George Meliés (1861-1938), ilusionista, empresario, dibujante y director de cine, muestra en su cine una fuerte influencia de Verne. Cada una de sus pelis lo debe casi todo a la literatura fantástica y a cuanto pertenezca al mundo de la magia y de lo imposible. En 1907 diseña y dirige 20000 Lieues Sous Les Mers. Aquí Meliés tuvo presente de forma directa las imágenes de Neuville en sus bocetos para los telones pintados que usaba como única ambientación de sus escenas Meliés construía sus encuadres, ya lo sabemos, de un modo estático, pero la superficie pintada de los telones era barroca, farragosa, preciosista, decadente, y quizás cargada del movimiento y la vibración que no supo imprimir de otro modo. Para rodar escenas submarinas, Meliés inventó un truco que tendría un gran desarrollo posterior. Se trataba hacer la toma en cuestión a través de un tanque lleno de peces que se colocaba delante de la cámara, y enfocando a los actores colocados delante de la tela pintada. Pero la aventura personal de Meliés no se adentró únicamente en el fondo del mar, ya que es de sobra conocido su Viaje a la Luna (1904), donde la fantasía de los paisajes y aparatos que aparecen en pantalla citan directamente las imágenes de las novelas de Verne Cuando el director checoslovaco Karel Zeman (1910-1989) acometió el proyecto de adaptar en un solo filme varias historias de Verne, lo hizo sobre la base de dos referentes claros: por un lado las imágenes de los ilustradores de Verne en papel, y por otro el precedente de Meliés. Pero Zeman no era un director al uso. Bajo el influjo de toda la tradición teatral y marionetística propia de Checoslovaquia, así como las innovadoras creaciones animadas del gran Jiri Trnka, Zeman realizó a una serie de películas asombrosas por el preciosismo y el sentido artesanal de la producción. Vynález Zkázy (1958, aka The Fabulous World of Jules Verne) es un film que tiene un curioso regusto a Meliés (aún estando rodada en los años 50, y retomando trucos como el de rodar a través de una pecera las escenas submarinas), y que, a diferencia de otras producciones, no cita plásticamente a los ilustradores del siglo XIX, sino que, mediante complejas técnicas de animación, parecemos contemplar, durante 78 minutos de verdadera delicia, unos grabados y estampas que cobran movimiento, casi como si viéramos un collage en movimiento. Vynález Zkázy es una cuidadosa imitación del aspecto de aquellas imágenes decimonónicas reconstruidas con mimo y con una pericia técnica asombrosa.


El motín de la Bounty:
Pasaron anoche por el C+ la tercera versión, que yo conozca, del caso histórico de la rebelión de Fletcher Christian y sus hombres contra el capitán (aquí teniente de navío) Bligh. Con eso de que la marina de Su Majestad Británica de entonces está de moda gracias a Master and Commander (que en esta peli traducen con más acierto que en el libro por "piloto y comandante"), me quedé a verla y disfrutarla. Por los paisajes. Por el barco. Por el guión (de Robert Bolt, responsable de Doctor Zhivago y Lawrence de Arabia) Por los actores: nada menos que Sir Anthony Hopkins como el inseguro y algo neurótico (¿y veladamente homosexual?) tirano-de-a-bordo-pero-menos y un puñado de jovencísimas estrellas de hoy que hace veinte añitos, cuando se rodó la peli, empezaban a despuntar: Daniel Day-Lewis, Liam Neeson y... Mel Gibson. Saben ustedes que existen los gloriosos precedentes de Charles Laughton y Trevor Howard en el papel que aquí borda ese monstruo que es Hopkins, y nada menos que Clark Gable y Marlon Brando para el personaje que aquí lleva el australiano Gibson. Escuchar la película en versión original es una gozada, dada la dicción británica total de los actores (a quienes hay que sumar a Sir Laurence Olivier y Edward Fox como jueces del caso de rebelión contra Bligh). Comparar cómo se resolvió hace veinte años el intento de doblar el Cabo de Hornos y cómo se ha resuelto hace unos meses, con mucho más presupuesto y mucha más tecnología, es divertido. Y ver cómo, de las tres películas dedicadas al tema, ésta es la que se centra en Bligh y hace que nos encontremos ante una visión mucho más madura de un acontecimiento que era fácil dividir en buenos muy buenos y capitanes malos y sádicos. La película que dirige Roger Donaldson no toma partido por ninguno de los dos bandos. Vemos a Bligh con sus grandezas y con sus miserias, con sus dudas y sus temores y también con algún ocasional momento de nobleza. Se insinúa, me parece, una relación homoerótica hacia Fletcher, pero la integridad del personaje y su visión del mundo ni siquiera le permiten ser consciente de ello. Bligh lleva al paraíso a su tripulación y de pronto es consciente que ese paraíso es el infierno de todo lo que para él representa la tierra: el sexo sin tapujos, las marcas de los tatuajes que sus hombres repiten en sus cuerpos, la relajación de la disciplina y el orden. Bligh, demasiado tarde, intenta responder a la laxitud con la dureza. Cuando sus marineros desertan, tiene que usar mano de hierro. Quiere dejar a popa el paraíso pero ya es demasiado tarde para enmendar su rumbo. Fletcher Christian, juvenil y bello Mel Gibson, se ve atrapado en su propia sexualidad. Su caída de gracia es fulminante: tras la vida en el barco donde se le encarga un puesto de mando que quizás es más de lo que puede manejar, su llegada a Tahiti y su contacto con la bellísima nativa Mauatua lo vuelven, literalmente, loco de pasión (y nadie, nadie hace mejor de loco en el cine que Mel Gibson: no es extraño que se atreviera a interpretar a Hamlet). Tiene a tiro de piedra el paraíso (porque para él, como para los demás marinos, la isla sí es un paraíso encontrado), y la vuelta a la disciplina le supone elegir entre dos conceptos contrapuestos: el amor y el deber. Sólo cuando las respuestas desproporcionadas (o más bien a deshora) de Bligh se salen de madre se deja tentar y toma el mando de la rebelión a bordo. Y desde entonces, enloquecido por enfrentarse a lo que le ha dado sustento, se convierte en un pálido reflejo de Bligh: reconoce la tensión del liderazgo, la responsabilidad de dirigir un barco donde la disciplina ya campa por su ausencia. El regreso a Tahiti y el reencuentro con los nativos le augura eso que ya sabemos desde hace tiempo y él descubre para nosotros quizá por primera vez en la historia: los paraísos existen para perderlos. El rey de la isla se niega a darle amparo, porque tiene ese concepto el honor y la lealtad que él ya ha perdido. Fletcher Christian se convierte entonces en chivo expiatorio del pecado de rebelión de sus hombres, y huye con el barco y con la chica y con un puñado de marinos que, ahora sí ahora no, no saben tampoco qué quieren. El montaje en paralelo de cómo Christian se va hundiendo en la responsabilidad que no puede manejar y Bligh se redime a la deriva en un paquebote sin agua ni comida es soberbio. Es una buena película y el tiempo ha venido a reivindicar su pulso clásico: tiene el metraje justo que no tiene, para mí, la versión de Marlon Brando. Y explora sin tapujos la rebelión de la HMS Bounty por lo que sin duda fue, o al menos por lo que hoy, a salvo de las censuras y las mojigaterías del Hollywood del pasado, podemos entender que fue: la apertura total de unos hombres sometidos a una disciplina férrea a un mundo donde el sexo, la belleza, el placer, la falta de responsabilidades y la armonía con una naturaleza increíble se convierten en una bomba de relojería contra un imperio lejano que desconoce su existencia. No hay buenos ni malos: hay hombres enfrentados a sí mismos y a lo que quieren hacer de sí mismos. Siervos de una responsabilidad inevitable o disfrutadores de un paraíso donde no hay reglas. La elección, contra lo que podamos pensar desde nuestro siglo y nuestro tiempo, no es nada fácil. Ni entonces ni ahora. (Rafa Marín - crisei.blogalia.com)


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