Democracia             

 

Democracia:
Democracia (del griego, demos, ‘pueblo’ y kratein, ‘gobernar’), sistema político por el que el pueblo de un Estado ejerce su soberanía mediante cualquier forma de gobierno que haya decidido establecer. En las democracias modernas, la autoridad suprema la ejercen en su mayor parte los representantes elegidos por sufragio popular en reconocimiento de la soberanía nacional. Dichos representantes pueden ser sustituidos por el electorado de acuerdo con los procedimientos legales de destitución y referéndum y son, al menos en principio, responsables de su gestión de los asuntos públicos ante el electorado. En muchos sistemas democráticos, éste elige tanto al jefe del poder ejecutivo como al cuerpo responsable del legislativo. En las monarquías constitucionales típicas, como puede ser el caso de Gran Bretaña, España y Noruega, sólo se eligen a los parlamentarios, de cuyas filas saldrá el primer ministro, quien a su vez nombrará un gabinete. La esencia del sistema democrático supone, pues, la participación de la población en el nombramiento de representantes para el ejercicio de los poderes ejecutivo y legislativo del Estado, independientemente de que éste se rija por un régimen monárquico o republicano.

Grecia y Roma:
El gobierno del pueblo tuvo un importante papel en las democracias de la era precristiana. A diferencia de las democracias actuales, las democracias de las ciudades Estado de la Grecia clásica y de la República de Roma eran democracias directas, donde todos los ciudadanos tenían voz y voto en sus respectivos órganos asamblearios. No se conocía el gobierno representativo, innecesario debido a las pequeñas dimensiones de las ciudades Estado (que no sobrepasaban casi nunca los 10.000 habitantes). La primigenia democracia de estas primeras civilizaciones europeas no presuponía la igualdad de todos los individuos, ya que la mayor parte del pueblo, que estaba constituido por esclavos y mujeres, no tenía reconocidos derechos políticos. Atenas, la mayor de las ciudades Estado griegas regida por un sistema democrático, restringía el derecho al voto a aquellos ciudadanos que hubieran nacido en la ciudad. La democracia romana era similar a la ateniense, aunque concediese a veces la ciudadanía a quienes no eran de origen romano. El estoicismo romano, que definía a la especie humana como parte de un principio divino, y las religiones judía y cristiana, que defendían los derechos de los menos privilegiados y la igualdad de todos ante Dios, contribuyeron a desarrollar la teoría democrática moderna.

La República romana degeneró en el despotismo del Imperio. Las ciudades libres de las actuales Italia, Alemania y Países Bajos siguieron aplicando algunos principios democráticos durante la edad media, en especial, en el autogobierno del pueblo a través de las instituciones municipales. Los esclavos dejaron de constituir una parte mayoritaria de las poblaciones nacionales. A medida que el feudalismo desaparecía, surgía, a su vez, una clase media comercial y rica que disponía de los recursos y tiempo necesarios para participar en los asuntos de gobierno. Resultado de esto fue el resurgimiento de un espíritu de libertad basado en los antiguos principios griegos y romanos. Los conceptos de igualdad de derechos políticos y sociales se definieron aún más durante el renacimiento, en el que se vio potenciado el desarrollo del humanismo, y más tarde durante la Reforma protestante en la lucha por la libertad religiosa. 3 EUROPA OCCIDENTAL Y ESTADOS UNIDOS Comenzando con la primera rebelión popular contra la monarquía, que tuvo lugar durante la Guerra Civil inglesa (1642-1649), llevada a su punto culminante con la ejecución del propio rey Carlos I, las acciones políticas y revolucionarias contra los gobiernos autocráticos europeos dieron como resultado el establecimiento de gobiernos republicanos, algunos autocráticos, aunque con una tendencia creciente hacia la democracia. Este tipo de acciones estuvieron inspiradas y guiadas en gran parte por filósofos políticos, sobre todo por los franceses Charles-Louis de Montesquieu y Jean-Jacques Rousseau, y por los estadistas estadounidenses Thomas Jefferson y James Madison. Antes de que finalizase el siglo XIX las monarquías más significativas de Europa occidental habían adoptado una constitución que limitaba el poder de la corona y entregaba una parte considerable del poder político al pueblo. En muchos de estos países se instituyó un cuerpo legislativo representativo creado a semejanza del Parlamento británico. Es posible que la política británica ejerciese pues la mayor influencia en la universalización de la democracia, aunque el influjo de la Revolución Francesa fue de igual forma poderoso. Más tarde, el éxito de la consolidación de las instituciones democráticas en Estados Unidos sirvió como modelo para muchos pueblos. Las principales características de la democracia moderna son la libertad individual, que proporciona a los ciudadanos el derecho a decidir y la responsabilidad de determinar sus propias trayectorias y dirigir sus propios asuntos, la igualdad ante la ley, el sufragio universal y la educación. Estas características han sido proclamadas en grandes documentos históricos, como la Declaración de Independencia estadounidense, que afirmaba el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad, la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano francesa, que defendía los principios de libertad civil e igualdad ante la ley, y la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en diciembre de 1948. En ella se recogen los derechos civiles y políticos fundamentales que atañen a personas y naciones, tales como la vida, la libertad, la intimidad, las garantías procesales, la condena y prohibición de la tortura, de la esclavitud, y los derechos de reunión, asociación, huelga y autodeterminación entre otros. Desde su promulgación, la Declaración, aunque sólo fue ratificada por una parte de los estados miembros, ha servido de base para numerosas reivindicaciones políticas y civiles, en cualquier Estado. Hacia mediados del siglo XX todos los países independientes del mundo, a excepción de un pequeño número de ellos, contaban con un gobierno que, en su forma si no en la práctica, encarnaba algunos de los principios democráticos. Aunque los ideales de la democracia han sido puestos en práctica, su ejercicio y realización han variado en muchos países.

LATINOAMÉRICA:
En Latinoamérica, la instauración de los valores esenciales de la democracia se inició con el proceso de su propia emancipación (1808-1826), al que sucedió una época de regímenes constitucionalistas. Se promulgaron constituciones en todos los países pero se multiplicaron de forma excesiva a consecuencia de los constantes cambios políticos y las imposiciones de los grupos dominantes, lo que impidió una temprana estabilización de regímenes políticos fundamentados en un sistema basado en los principios democráticos. El predominio del caudillismo, las presiones de los caciques y las oligarquías, los enfrentamientos ideológicos y la dependencia económica externa, fueron algunos de los factores que provocaron la inestabilidad, la lucha de multitud de facciones, el subdesarrollo y el estancamiento generalizado, que se convirtieron en rasgos característicos de la política latinoamericana. Se sucedieron épocas de libertad y democracia con otras en las que se generalizaron los regímenes autoritarios y las dictaduras militares. Al iniciarse la década de 1980, Latinoamérica vivía un auténtico renacer de la democracia, que se ha extendido, a partir de los cambios ocurridos en Perú y Ecuador, a los demás países. En casi todos ellos se manifiesta un fuerte apego a las constituciones, que consagran los contenidos del Estado de Derecho. Quienes propugnan el desarrollo democrático en Latinoamérica luchan, sin embargo, contra una cultura política en la que el autoritarismo ha jugado un papel muy significativo a lo largo de su historia. No obstante, el consenso en que la lucha por generalizar la democracia debería ser la principal misión de los gobiernos latinoamericanos fue la principal conclusión extraída por los jefes de Estado de la zona reunidos en Chile durante la VI Cumbre Iberoamericana celebrada en 1996.


Jean-Jacques Rousseau (1712-1778):
Filósofo, teórico político y social, músico y botánico francés, uno de los escritores más elocuentes de la Ilustración. Nació el 18 de junio de 1712 en Ginebra (Suiza) y fue educado por unos tíos, tras fallecer su madre pocos días después de su nacimiento. Fue empleado como aprendiz de grabador a los 13 años de edad, pero, después de tres años, abandonó este oficio para convertirse en secretario y acompañante asiduo de madame Louise de Warens, una mujer rica y generosa que ejercería una profunda influencia en su vida y obra. En 1742 se trasladó a París, donde trabajó como profesor y copista de música, además de ejercer como secretario político. Llegó a ser íntimo amigo del filósofo francés Denis Diderot, quien le encargó escribir determinados artículos sobre música para la Enciclopedia. 2 ESCRITOS FILOSÓFICOS En 1750 ganó el premio de la Academia de Dijon por su Discurso sobre las ciencias y las artes (1750) y, en 1752, fue interpretada por primera vez su ópera El sabio del pueblo. Tanto en las obras anteriores, como en su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1755), expuso la teoría que defendía que la ciencia, el arte y las instituciones sociales han corrompido a la humanidad, y según la cual el estado natural, o primitivo, es superior en el plano moral al estado civilizado (véase Naturalismo). Su célebre aserto: “Todo es perfecto al salir de las manos del Creador y todo degenera en manos de los hombres”, y la retórica persuasiva de estos escritos provocaron comentarios burlones por parte de Voltaire, quien atacó las opiniones de Rousseau y suscitó una eterna enemistad entre ambos filósofos franceses. Rousseau abandonó París en 1756 y se retiró a Montmorency, donde escribió la novela Julia o La nueva Eloísa (1761). En su famoso tratado político El contrato social o Principios de derecho político (1762), expuso sus argumentos sobre libertad civil y contribuyó a la posterior fundamentación y base ideológica de la Revolución Francesa, al defender la supremacía de la voluntad popular frente al derecho divino. 3 OBRAS POSTERIORES En su influyente estudio Emilio o De la educación (1762), expuso una nueva teoría de la educación, subrayando la preeminencia de la expresión sobre la represión, para que un niño sea equilibrado y librepensador. Sus poco convencionales opiniones le granjearon la oposición de las autoridades francesas y suizas, y le alejaron de muchos de sus amigos. En 1762 huyó primero a Prusia y después a Inglaterra, donde fue amparado por el filósofo escocés David Hume, con el que también terminó polemizando a través de diversas cartas públicas. Durante su estancia en Inglaterra se ocupó de la redacción de su tratado sobre botánica, publicado póstumamente, La Botánica (1802). Regresó a Francia en 1768, bajo el nombre falso de Renou. En 1770 finalizó la redacción de una de sus obras más notables, la autobiográfica Confesiones (1782), que contenía un profundo autoexamen y revelaba los intensos conflictos morales y emocionales de su vida. Murió el 2 de julio de 1778 en Ermenonville (Francia). 4 INFLUENCIA Aunque Rousseau realizó una gran contribución al movimiento por la libertad individual y se mostró contrario al absolutismo de la Iglesia y el Estado en Europa, su concepción del Estado como personificación de la voluntad abstracta de los individuos, así como sus argumentos para el cumplimiento estricto de la conformidad política y religiosa, son considerados por algunos historiadores como una fuente de la ideología totalitaria. Su teoría de la educación condujo a métodos de enseñanza infantil más permisivos y de mayor orientación psicológica, e influyó en el educador alemán Friedrich Fröbel, en el suizo Johann Heinrich Pestalozzi y en otros pioneros de los sistemas modernos de educación. La nueva Eloísa y Confesiones introdujeron un nuevo estilo de expresión emocional extrema, relacionado con la experiencia intensa personal y la exploración de los conflictos entre los valores morales y sensuales. A través de estos escritos, Rousseau influyó de modo decisivo en el romanticismo literario y en la filosofía del siglo XIX. Su obra también está relacionada con la evolución de la literatura psicológica, la teoría psicoanalítica y el existencialismo del siglo XX, en particular por su insistencia en el tema del libre albedrío, su rechazo de la doctrina del pecado original y su defensa del aprendizaje a través de la experiencia más que por el análisis. Su espíritu e ideas estuvieron a medio camino entre la Ilustración del siglo XVIII, con su defensa apasionada de la razón y los derechos individuales, y el romanticismo de principios del XIX, que propugnaba la experiencia subjetiva intensa frente al pensamiento racional.


Gobierno
Organización política que engloba a los individuos y a las instituciones autorizadas para formular la política pública y dirigir los asuntos del Estado. Los gobiernos están autorizados a establecer y regular las interrelaciones de las personas dentro de su territorio, las relaciones de éstas con la comunidad como un todo, y las relaciones de la comunidad con otras entidades políticas. Gobierno se aplica en este sentido tanto a los gobiernos de Estados nacionales como a los gobiernos de subdivisiones de Estados nacionales, por ejemplo condados y municipios. Organizaciones tales como universidades, sindicatos e iglesias, son en general también gubernamentales en muchas de sus funciones. La palabra Gobierno puede referirse a las personas que forman el órgano supremo administrativo de un país, como en la expresión 'el gobierno del presidente Ernesto Zedillo'.

CLASIFICACIONES:
Los gobiernos se clasifican de diversas maneras y según distintos puntos de vista; muchas de las categorías inevitablemente se solapan. Una clasificación familiar es la que distingue la monarquía de los gobiernos republicanos. Los estudiosos de la época contemporánea, en particular del siglo XX, han subrayado las características que distinguen a los gobiernos democráticos de las dictaduras. En una clasificación de gobiernos, los gobiernos federales se diferencian de los estados unitarios. Los estados federales, como Estados Unidos y Suiza, son uniones de estados en los que la autoridad del Gobierno central o nacional está limitada constitucionalmente por los poderes establecidos legalmente en las subdivisiones que los constituyen. En México, república federal, se repite el esquema organizativo del gobierno central en los 31 estados del país: el poder ejecutivo lo ejerce el presidente (o el gobernador), el legislativo reside en el Congreso (o Cámara de diputados), y el judicial la Suprema Corte de Justicia (o Tribunales Superiores). En los estados unitarios, como Gran Bretaña y España, las subdivisiones constituyentes del Estado están subordinadas a la autoridad del gobierno nacional. El grado de subordinación varía de país en país. Puede variar también dentro de un mismo país de una época a otra y según las circunstancias; por ejemplo, la autoridad central del gobierno nacional en Italia creció mucho de 1922 a 1945, durante el periodo de la dictadura fascista. En una clasificación de naciones democráticas, los gobiernos parlamentarios o consejos de ministros difieren de los sistemas presidencialistas. En los gobiernos parlamentarios, de los que son ejemplo Gran Bretaña, India y Canadá, el poder ejecutivo está subordinado al Parlamento. En gobiernos presidencialistas, como Francia, Estados Unidos y la mayoría de los países de América Latina, el ejecutivo es independiente del legislativo, aunque algunas de las acciones del ejecutivo se someten a una revisión del legislativo. Otras clasificaciones dependen de las diversas formas gubernamentales y poderes entre las naciones del mundo. Según la teoría de ciencia política que prevalece, la función del gobierno es asegurar el bienestar común de los miembros de los grupos sociales sobre los que ejerce control. En diferentes épocas históricas, los gobiernos han procurado lograr el bienestar común por diferentes métodos. Entre los pueblos primitivos, los sistemas de control social eran rudimentarios; surgían directamente de las ideas del bien y el mal comunes a los miembros de un grupo social y se imponían a los individuos principalmente a través de la presión del grupo. En pueblos más desarrollados, los gobiernos asumían formas institucionales; descansaban sobre bases legales definidas, imponían castigos a los que violaban la ley y empleaban la fuerza para consolidarse y desempeñar sus funciones.

Historia:
Los imperios despóticos de Egipto, Sumer, Asiria, Persia y Macedonia fueron seguidos por el nacimiento de las ciudades-estados, las primeras comunidades autogobernadas, en las que el gobierno de la ley predominaba y los funcionarios estatales eran responsables frente a los ciudadanos que los elegían. Las ciudades-estados de Grecia, como Atenas, Corinto y Esparta, y de la parte de Asia Menor dominada o influenciada por los griegos, proporcionaron el material para las teorías políticas especulativas de Platón y Aristóteles. El sistema aristotélico de clasificación de Estados, que influyó en el pensamiento político posterior durante siglos, se basaba en un criterio simple: los buenos gobiernos son aquellos que mejor sirven al bien general; los malos gobiernos son los que subordinan el bien general al bien de las personas en el poder. Aristóteles establecía tres categorías de gobiernos: monarquía, gobierno de una sola persona; aristocracia, gobierno de una minoría selecta, y democracia, gobierno de muchos. Los filósofos griegos posteriores, influenciados por Aristóteles diferenciaban tres formas degeneradas de las clases de gobierno definidas por él. Distinguían, por tanto, la tiranía, el gobierno de una persona en su propio interés; oligarquía, el gobierno de unos pocos en su propio interés y la oclocracia (democracia radical), gobierno de la multitud o de la plebe. Otras categorías de trascendencia histórica son la teocracia, gobierno de líderes religiosos como en los primeros califatos islámicos y la burocracia, el dominio del gobierno por funcionarios de la administración, como en la China imperial. La Roma clásica, que evolucionó de una ciudad-república a núcleo de un imperio mundial, también tuvo gran influencia en el desarrollo del gobierno en el mundo occidental. Esta influencia derivó en parte del gran logro romano en la formulación precisa por primera vez del principio de que la ley constitucional, que establece la soberanía del Estado, es superior a la ley común, que es originada por decretos legislativos. Después de la caída de Roma, la idea romana de un dominio universal sobrevivió durante la edad media con la formación del Sacro Imperio Romano Germánico; y también, en parte, por el establecimiento, a través del Derecho canónico y los tribunales eclesiásticos con jurisdicción sobre los asuntos seculares, del órgano rector de la Iglesia católica romana. El efecto de estas influencias fue retrasar el desarrollo de territorios nacionales y gobiernos después de las tendencias en esa dirección que se habían manifestado entre los principados feudales de Europa. Por otro lado, la lucha de los señores feudales por limitar el poder absoluto de sus monarcas produjo finalmente numerosas contribuciones a la teoría e instituciones del gobierno representativo. Durante la edad media surgieron las ciudades-estado mercantiles de Europa que formaron la Liga Hanseática y las poderosas ciudades-repúblicas italianas o comunas. La definitiva aparición de gobiernos nacionales se atribuye a dos causas principales. Una comprende un número de causas económicas subyacentes, una gran expansión del comercio y el desarrollo de las manufacturas. Estas condiciones empezaron a minar el sistema feudal, que se basaba en unidades económicas aisladas y autosuficientes, y a hacer necesaria la creación de grandes unidades políticas. La otra causa fue la Reforma, que logró eliminar la influencia de la Iglesia católica que frenaba el desarrollo político en algunos países europeos. La nación-estado moderna se convirtió en una forma definitiva de gobierno en el siglo XVI. Era casi dinástica y autocrática en su integridad. La voluntad del monarca reinante, en teoría y a menudo en la práctica, era ilimitada; el famoso aforismo del rey Luis XIV de Francia, 'L'État, c'est moi' ('El Estado soy yo'), no era una jactancia infundada, sino una expresión de la realidad existente. Con el tiempo, sin embargo, la demanda de la burguesía de un gobierno constitucional y representativo se hizo sentir, y los poderes ilimitados de los monarcas empezaron a ponerse en duda. En Inglaterra, la Revolución Gloriosa de 1688 restringió tales poderes y estableció la preeminencia del Parlamento. Esta tendencia culminó en dos acontecimientos de importancia histórica, la guerra de Independencia estadounidense, que comenzó en 1775, y la Revolución Francesa, en 1789. Por lo común los historiadores datan el origen del gobierno democrático moderno a partir de estos hechos. La historia del gobierno en el siglo XIX y parte del XX es importante para la ampliación de la base política del ejecutivo mediante la extensión del sufragio y otras reformas. Una tendencia que se ha acentuado en el siglo XX ha sido el desarrollo y realización del concepto de que el gobierno, además de mantener el orden y la administración de justicia, debe ser un instrumento de administración de los servicios públicos y sociales incluidos, entre muchos otros, la conservación de los recursos naturales, la investigación científica, la educación y la seguridad social. Entre 1945 y 1951, el gobierno laborista de Gran Bretaña amplió las responsabilidades del Gobierno al incluir la nacionalización de un número de industrias básicas en la necesidad de una planificación económica rigurosa. Otros avances relevantes del siglo XX fueron la aparición del Estado corporativo y de los gobiernos totalitarios en diversos países, y de la primera, así llamada, dictadura del proletariado de la historia, la de la Unión Soviética (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas). De finales de la década de 1940 a finales de la de 1980, la mayoría de los países de Europa del Este, adyacentes o próximos a la URSS, tuvieron gobiernos en muchos aspectos similares. En América Latina, una de las experiencias más sugestivas en la reformulación del Gobierno conformado por vías institucionales es la que se desarrolló en Chile entre 1970 y 1973. Inspirada en el programa de la coalición de Unidad Popular, encabezada por el doctor Salvador Allende, activó la nacionalización de la banca y la limitación de los beneficios de los monopolios multinacionales en campos como el de la minería y la industria. Propulsó así mismo proyectos de reforma agraria y de servicios sociales, malogrados por el golpe de Estado que dirigió el general Pinochet, que implantó una dictadura militar que se prolongaría hasta las elecciones presidenciales de diciembre de 1989, en que una coalición de partidos democráticos impulsó el proceso de transición hacia la recuperación del régimen de libertades. (Encarta)


Formación del contrato social:
El contrato social o Principios de derecho político es una de las obras más representativas del pensamiento filosófico y político de Jean-Jacques Rousseau. En el siguiente fragmento, extraído de dicha obra, Rousseau justifica y explica la instauración del pacto o contrato social entre los hombres, a partir de la libre decisión de las voluntades humanas de someterse a tal acto. Fragmento de El contrato social o Principios de derecho político. Libro Primero: capítulo VI. Parto de considerar a los hombres llegados a un punto en el que los obstáculos que dañan a su conservación en el estado de naturaleza logran superar, mediante su resistencia, la fuerza que cada individuo puede emplear para mantenerse en ese estado. Desde ese momento tal estado originario no puede subsistir y el género humano perecería si no cambiase de manera de ser. Ahora bien como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservarse que constituir, por agregación, una suma de fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerla en marcha con miras a un único objetivo, y hacerla actuar de común acuerdo. Esta suma de fuerzas sólo puede surgir de la cooperación de muchos, pero, al ser la fuerza y la libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo puede comprometerles sin perjuicio y sin descuidar los cuidados que se debe a sí mismo? Esta dificultad en lo que respecta al tema que me ocupa puede enunciarse en los siguientes términos: «Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y gracias a la cual cada uno, en unión de todos los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes.» Este es el problema fundamental que resuelve el contrato social. Las cláusulas de este contrato se encuentran tan determinadas por la naturaleza del acto que la más mínima modificación las convertiría en vanas y de efecto nulo, de forma que, aunque posiblemente jamás hayan sido enunciadas de modo formal, son las mismas en todas partes, y en todos lados están admitidas y reconocidas tácitamente, hasta que, una vez violado el pacto social, cada uno recobra sus derechos originarios y recupera su libertad natural, perdiendo la libertad convencional por la cual renunció a aquélla. Estas cláusulas bien entendidas se reducen todas a una sola, a saber: la alienación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad. Porque, en primer lugar, al entregarse cada uno por entero, la condición es igual para todos y, al ser la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa para los demás. Además, al hacerse la enajenación sin ningún tipo de reserva, la unión es la más perfecta posible y ningún asociado tiene nada que reclamar; porque si los particulares conservasen algunos derechos, al no haber ningún superior común que pudiese dictaminar entre ellos y el público, y al ser cada uno su propio juez en algún punto, pronto pretendería serlo en todos, por lo que el estado de naturaleza subsistiría y la asociación se convertiría, necesariamente, en tiránica o vana. Es decir, dándose cada uno a todos, no se da a nadie, y, como no hay ningún asociado sobre el que no se adquiera el derecho que se otorga sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene. Por tanto, si eliminamos del pacto social lo que no es esencial, nos encontramos con que se reduce a los términos siguientes: «Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, recibiendo a cada miembro como parte indivisible del todo.» De inmediato este acto de asociación produce, en lugar de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe por este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública, que se constituye mediante la unión de todas las restantes, se llamaba en otro tiempo Ciudad-Estado, y toma ahora el nombre de república o de cuerpo político, que sus miembros denominan Estado, cuando es pasivo, soberano cuando es activo y poder, al compararlo a sus semejantes. En cuanto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman más en concreto ciudadanos, en tanto son partícipes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto están sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden con frecuencia y se toman unos por otros; basta con saber distinguirlos cuando se emplean con precisión. (Rousseau, Jean-Jacques. El contrato social o Principios de derecho político)


Calidad de la democracia:
La democracia constituye un tema de análisis tanto en el ámbito estrictamente político como en el del análisis académico (teoría política y política comparada). Desde diferentes perspectivas éticas y funcionales estos análisis destacan luces y sombras sobre los objetivos alcanzados y las deficiencias de los sistemas democráticos. Dos temas centrales son la cantidad y la calidad de las democracias actuales, así como su potencial evolución en diferentes contextos geográficos y culturales. 1) Cantidad. ¿Cuántas democracias hay actualmente en el mundo? Aquí inmediatamente surgen controversias sobre la definición, criterios e índices de medida, así como sobre las causas explicativas, consolidación y perspectivas de futuro. Resulta claro que el grupo de las democracias ha ido creciendo desde la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, persiste una discusión ina­cabable, entre los académicos y think tanks especializados ( Freedom House, Polity, Human Rights Watch World, Bertelsmann, Economic Intelligence Unit) sobre cómo definir la frontera entre aquellos sistemas que se pueden considerar democráticos. No se trata de una cuestión superficial. La polémica en buena parte se centra en la situación de los estados intermedios, aquellos que no pueden clasificarse como de­mocracias liberales estrictas porque muestran déficits en los derechos y libertades, en el funcionamiento institucional o en los procesos de decisión, pero que tampoco pueden ser considerados simplemente omo sistemas autocráticos. Para estos casos intermedios algunos analistas han pro­puesto nociones como democracias electorales, estados péndulo… Eso tiene la ventaja de mostrar el carácter continuo de los indicadores de medida (libertades, pluripartidismo, Estado de derecho, corrupción, redes lientelares, imparcialidad institucional…), pero también arrastra riesgos analíticos que incorporan consecuencias políticas. En primer lugar, se trata de nociones que incluyen como democráticos casos que desorientan las conclusiones de los análisis. En segundo lugar, introducen una confusión conceptual en la consideración de la democracia como sistema, al clasificar como democracias electorales algunos estados que se encuentran muy alejados de las bases normativas e institucionales de las democracias de raíz liberal. Creo que si una democracia es meramente electoral y presenta déficits de funcionamiento institucional y en la práctica de los derechos y libertades, resulta un error calificarla de democracia. En tercer lugar, las conclusiones en torno a la evolución de las democracias se vuelven irracionalmente pesimistas al ver cómo algunos de estos estados intermedios han girado en los últimos años hacia prácticas autoritarias ( Hungría, Turquía, Rusia). En este sentido, la crítica establecida por Levitsky y Way (2015) a este tipo de aproximaciones me parece pertinente. No se puede hablar de regresión democrática en la última década, como hacen Freedom House, L. Diamond y A. Puddington, sino más bien de un estancamiento estable en el número de sistemas democráticos del mundo –en torno al 45% de los estados–. (Un resumen simplificado pero bien expuesto de esta polémica analítica en Vanguardia Dossier n.º 59, 2016.) 2) Calidad. En el contexto de la UE, en términos generales no se cuestiona la solidez, estabilidad y legitimación de las democracias liberales (pese al ascenso de movimientos de ultraderecha), pero al mismo tiempo se detectan déficits institucionales que afectan a su calidad. Entre los más citados: falta de una efectiva separación de poderes, fraude fiscal, clientelismo, corrupción, abuso de poder de las entidades financieras y de los grandes grupos económicos, creciente desigualdad, erosión de los servicios de bienestar, opacidad, financiación de las entidades territoriales, déficits de reconocimiento de derechos colectivos y de acomodación constitucional de las sociedades plurinacionales, gestión de fenómenos transnacionales (refugiados), falta de eficiencia y operatividad en la escena internacional (guerras, crisis fronterizas…). El Estado español pertenece al grupo de las democracias liberales, pero puntúa bajo en términos de calidad democrática: fraude fiscal en torno al doble de la media europea, escasa separación de poderes (Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Supremo), corrupción en los principales partidos de gobierno (es­pecialmente PP y PSOE), erosión del Estado de bienestar, poder fáctico de entidades financieras y grandes empresas (gestión de la crisis económica, privatizaciones), índices crecientes de desigualdad (en las peores posiciones de los estados de la UE), déficit estructural de reconocimiento y aco­modación constitucional de la plurina­cionalidad, escasa cultura del rendimiento de cuentas… Los análisis sobre la cantidad y la calidad de las democracias comparten la con-clusión de la importancia de un buen diseño institucional más allá de las listas de derechos incluidos en el textos legales. Una conclusión que tener en cuenta en caso de reformas constitucionales o de procesos constituyentes. (Ferrán Requejo, 31/12/2015)


España:
Allá por febrero de 2011, creímos ingenuamente que la democracia estaba a punto de florecer en el mundo árabe. Cayeron Ben Ali en Túnez, Mubarak en Egipto, Gadafi en Libia y empezaron las rebeliones en Yemen y Siria. El mundo árabe despertaba, al fin. Todos deseábamos que aquellos festivos ocupantes de plazas céntricas triunfaran; queríamos ver expulsados, encarcelados o incluso algo peor a aquellos criminales chulescos tantas veces fotografiados cargados de oropeles. Arrancando la costra de las dictaduras, aparecería en aquellos sufridos países la sonrosada carne de la democracia. Han pasado cinco años. Solo sobrevive una democracia, y frágil, en Túnez. En Egipto ha vuelto la dictadura militar, ahora bajo otro espadón. Salvajes atentados periódicos ahuyentan en ambos países el turismo, fuente esencial de sus divisas. Y en Libia y Siria siguen dos terribles guerras civiles para las que no se vislumbra final. Y es que la democracia no es una planta que crezca de manera espontánea. Al revés, es antinatural, pues está pensada para desviar y reprimir la innata tendencia humana a imponer por la fuerza nuestra voluntad a los demás. La democracia hay que aprenderla, y no como una lección teórica, sino en la práctica. Requiere siglos. Hasta aquí, es posible que el lector esté de acuerdo conmigo. Pero ahora llega el escándalo, porque estoy pensando en España. Y oigo alzarse protestas ¿no estará usted comparándonos con esos “moros”? Pues exagero un poco, porque aquí la democracia está estabilizada, pero es de mala calidad. Y tampoco se implantó con facilidad. Si contamos desde la primera revolución liberal, durante la guerra napoleónica, hasta la Transición posfranquista, ha habido media docena de constituciones, varias dictaduras y guerras civiles, un sinnúmero de pronunciamientos, a lo largo de —se dice pronto— 170 años. Los últimos cuarenta, bajo una dictadura francamente —nunca mejor dicho— despiadada. La gente aprendió a obedecer, sí, pero solo porque quien se desmandaba sentía el látigo en su espalda, no porque interiorizaran que convivir exige normas. Y el látigo, de repente, desapareció. Llegó la democracia, esta vez sin grandes traumas. Pero se entendió el término en un sentido demasiado estrecho: elecciones cada cuatro años que decidían el próximo Gobierno. No había que esforzarse más. Era, incluso, divertido, como apostar en las carreras de caballos, ver a los políticos esforzarse por atraer votos y adivinar quién ganaría la próxima competición. Nos creímos, así, europeos, demócratas, sin nada que envidiar a nadie. Que no hubiera auténtica división de poderes, que el respeto a las libertades de los otros a veces fuera escaso o que la conversión de terrenos rústicos en urbanos enriqueciera siempre al cuñado del alcalde, eran peccata minuta. Con la democracia había llegado, además, la abundancia. Venía, en realidad, de los sesenta, aunque duela reconocerle méritos al antiguo régimen. Pero, tras la crisis del petróleo, volvimos a crecer casi al 5% anual. Éramos la octava economía del mundo, las empresas españolas se expandían por Iberoamérica, íbamos a alcanzar a los italianos, pronto competiríamos con británicos y franceses… Si es que somos muy buenos, solo hacía falta dejarnos actuar. Y el 92 celebramos pomposamente la puesta de largo de la España moderna. Pero no se pasa del hambre y la dictadura a la opulencia y la democracia así como así. Un cambio auténtico exige pedagogía. Se dice que una vez le espetó Joaquín Costa a Giner de los Ríos su célebre diagnóstico “necesitamos un hombre” y que don Francisco le replicó: “lo que necesitamos es un pueblo”. Tenía razón. Él había visto demasiados cambios repentinos, de esos en los que una multitud entusiasmada arranca la lápida de la plaza real para llamarla plaza de la libertad o de la Constitución y se va a casa tan ancha. Y sabía que un cambio político auténtico, profundo, de los que no admiten marcha atrás, se debe apoyar en una base cultural construida previamente. Es cierto que en el antifranquismo clandestino se creó una cierta cultura democrática, pero cargada de rasgos jacobinos e intolerantes. Nos seguía fascinando el castrismo, seamos sinceros. Y, a la vez, nos creíamos de repente como los ingleses, que han aprendido la convivencia en libertad, con muchos traspiés y rectificaciones, a lo largo de siglos. Aunque estas cosas se absorben mejor en la familia y en el trato diario que en la escuela, una función pedagógico-política de este tipo podía haber cumplido la denostada Educación para la Ciudadanía. Pero aquella asignatura se enfocó por otros derroteros más sofisticados, provocadores frente a la moral católica tradicional, olvidando lo que aquí hace falta: enseñar a practicar la libertad de manera responsable, a respetar y escuchar al discrepante. Exactamente lo contrario de lo que vemos hoy en los debates televisados, donde todos gritan a la vez intentando imponerse. Ahora, el pueblo, la gente, el electorado, está confundido, decepcionado, furioso. Y ha encontrado el chivo expiatorio en los políticos, que son deshonestos, que “roban mucho”. ¿Por qué no pensar en quienes les hemos votado, incluso después de surgir los primeros indicios de corrupción? ¿No serán un reflejo de nuestra sociedad, donde evadir impuestos es un arte muy admirado? No pongamos nuestras esperanzas en la aparición de un líder fuerte y honrado. Toda democracia que no se asiente sobre una ciudadanía educada y consciente de sus derechos será de mala calidad. La democracia española no ha volcado suficientes esfuerzos en la modernización radical de nuestro sistema educativo, que sigue siendo anticuado, memorista y, encima, desnortado hoy, porque no puede ser ya autoritario. Los profesores que enseñan, fundamentalmente, a pensar, son minoría. En cuanto a la investigación, la formación de élites científicas, los Gobiernos han demostrado sobradamente que podemos prescindir de ella, lo que nos condena a seguir siendo un país de albañiles y camareros. Y el electorado, que se indigna cuando el equipo español no llega a la fase final de un campeonato mundial de fútbol, acepta con normalidad que ninguna universidad española figure entre las 150 mejores del mundo, o solo tengamos dos premios Nobel en ciencias duras en toda la historia de este galardón. No es que educación e investigación sean suficientes. Como explica Carlos Sebastián, en un libro luminoso (España estancada, Galaxia, 2016), más grave es la debilidad institucional, o la forma en que se ejerce el poder, la invasión de las instituciones por los partidos políticos, el clientelismo o el exceso, inestabilidad e incumplimiento de normas y regulaciones. Nuestra democracia solo será fuerte y auténtica cuando eliminemos estos rasgos. Y esto no lo hará un dirigente o partido redentor, sino una sociedad fuerte y consciente de sus derechos. (José Alvarez Junco, 24/02/2016)


Parlamento británico:
Cuerpo legislativo supremo del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Desde un punto de vista técnico está formado por la Corona, la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes, pero en la práctica sólo por los dos últimos. Hoy en día su cuerpo principal es la Cámara de los Comunes: sólo sus miembros están considerados como parlamentarios. El Parlamento forma el cuerpo legislativo del Estado. Sin su consentimiento ningún estatuto puede transformarse en ley, ni alterarse ni modificarse, y los impuestos no pueden recaudarse. Por tanto, el poder ejecutivo depende de las decisiones del Parlamento. Los miembros del gabinete, incluido el primer ministro, son miembros de una u otra Cámara y son responsables de manera conjunta ante la Cámara de los Comunes. La Cámara de los Lores es el tribunal superior al que se puede recurrir en el sistema judicial británico. 2 CÁMARA DE LOS COMUNES La Cámara de los Comunes tiene 651 miembros elegidos en distritos de tamaño idéntico por todos los súbditos británicos mayores de 18 años. La duración máxima de una legislatura parlamentaria es de cinco años. La fecha de las elecciones la establece el primer ministro en función de las necesidades del momento o de la conveniencia política. Si el gobierno, formado por el partido mayoritario en la Cámara de los Comunes, pierde una moción de confianza o no consigue que sus leyes sean aceptadas por el Parlamento, debe dimitir o solicitar la disolución de la Cámara. 3 CÁMARA DE LOS LORES La Cámara de los Lores, constituida por 1.200 miembros, está integrada por obispos de la Iglesia anglicana y por los pares hereditarios o vitalicios: todos ellos son nombrados por la Corona. Gran parte de su poder legislativo, que antaño se equiparaba al de la Cámara de los Comunes, fue limitado en 1911. A partir de 1948, su derecho de veto se mantuvo sólo para suspender durante un año aquellos proyectos de ley que no tuvieran carácter financiero. Los lores, con menos mecanismos oficiales que los comunes, proporcionan análisis y reflexiones adicionales y contribuyen, por tanto, a mejorar la calidad de la legislación. Cuando actúa como tribunal de apelación, sólo pueden participar los pares con experiencia judicial, incluidos los Lores de Apelación Ordinaria (pares vitalicios instituidos en 1876 para mejorar las cualidades judiciales de la Cámara). El Acta de los Pares de 1963 permitió que los pares hereditarios pudiesen renunciar y obtener la consideración y los derechos de los comunes. En 1999 más de 650 pares hereditarios vieron abolidos sus escaños como parte de un programa de reforma constitucional emprendido por el primer ministro Tony Blair. Anteriormente al cambio, la Cámara de los Lores contaba con casi 750 pares hereditarios. El Gobierno laborista de Blair y la oposición conservadora llegaron al compromiso de que 92 lores mantuvieran su asiento hereditario durante un periodo de transición.

Historia:
El Parlamento es una de las instituciones británicas más antiguas y respetadas. Su nombre se deriva de la palabra francesa parler (hablar), que se daba a las reuniones del consejo del rey inglés a mediados del siglo XIII. Su antecesor más directo fue el consejo feudal del monarca, la curia regis, y antes de eso el witan o witenagemot anglosajón, que era un mecanismo desarrollado por los reyes medievales para ayudarles a gobernar y reflejaba la idea de que un rey debería consultar a sus súbditos. En el siglo XIII se combinaron varios elementos que influyeron en la evolución del Parlamento: la necesidad, expresada en la Carta Magna (1215), de que los impuestos fuesen aceptados por los contribuyentes; la costumbre de convocar al consejo real no sólo a los barones, sino también a representantes electos de las ciudades y de los condados; la conveniencia de tratar ciertas audiencias ante una reunión ampliada del consejo real; y el carácter de hombres como el rey Eduardo I (1272-1307), que entendió que podía manejar el Parlamento para sus propios intereses. Al principio, el Parlamento no era una institución sino un acontecimiento. Durante la disputa entre el rey Enrique III y sus barones, el Parlamento de Oxford (1258) forzó a Enrique a aceptar la supremacía de un comité de barones. El jefe de los barones, Simón de Montfort, convocó al Parlamento a representantes de las ciudades por primera vez en 1265. El llamado Parlamento Modelo de Eduardo I (1295) ya tenía todos los elementos de un Parlamento maduro: obispos y abades, pares, dos caballeros de cada condado y representantes de cada ciudad.

Auge del poder parlamentario:
En el siglo XIV el Parlamento se dividió en dos cámaras, consiguió controlar la legislación impositiva, creó la inhabilitación (1376) y supervisó las abdicaciones de Eduardo II (1327) y Ricardo II (1399). Su importancia continuó bajo los reyes de la Casa de Lancaster (1399-1461) pero decayó a partir de ese momento. Volvió a crecer con el Parlamento Reformado de Enrique VIII (1529-1536). Aunque la Cámara de los Comunes seguía sometida a la Corona, los comunes adquirieron bajo Enrique y sus sucesores más experiencia y relieve. Bajo la dinastía de los Estuardo la cooperación se convirtió en conflicto. En 1649 Carlos I fue derrocado y ejecutado, y en 1688-1689 se produjo la Guerra civil inglesa, que estableció la soberanía parlamentaria. A partir del siglo XVIII, el jefe ejecutivo real delegaba en el primer ministro y su gabinete, que eran responsables frente a la Cámara de los Comunes.

El Parlamento moderno:
En el siglo XIX la Cámara de los Comunes se hizo democrática. La reforma electoral de 1832 otorgó el voto a las clases medias por primera vez. Las actas de 1867 y 1884 se lo concedieron a los trabajadores, y otra en 1885 creó distritos electorales idénticos. La Ley del Parlamento de 1911 debilitó la Cámara de los Lores. Las mujeres con más de 30 años obtuvieron el voto en 1918; las que tenían más de 21, en 1928. En 1969 se redujo la edad electoral a 18 años. La unión de Inglaterra y Escocia en 1707 añadió 16 pares escoceses y 45 representantes al Parlamento. La unión con Irlanda (en 1800) incorporó 32 pares más, 4 de los cuales eran obispos de la Iglesia de Irlanda, y 100 representantes, aunque la mayoría renunció cuando se proclamó el Estado Libre de Irlanda en 1922. El cuerpo legislativo británico, a veces llamado la ‘Madre de los Parlamentos’, ha servido de modelo para otros muchos países. (Encarta)


Democracia: Crisis:
El politólogo australiano ­John Keane (1949) es uno de los mayores teóricos sobre sistemas políticos. De pelo cano y revuelto, acaba de publicar en español Vida y muerte de la democracia (Fondo de Cultura Económica). La charla se extiende por más de dos horas, pero él podría seguir otras dos: una idea le lleva a otra, y esa otra, a otra más. Casi no hacen falta preguntas. Este profesor de la Universidad de Sídney, muy preocupado por el auge de los populismos nacionalistas y profundamente reaccionarios, se considera a sí mismo progresista, pero tiene “un problema”: cuando está con gente de izquierdas se ve de derechas, y cuando está rodeado de conservadores se siente de izquierdas. Pregunta. ¿Qué ha supuesto para la democracia la llegada de Trump a la presidencia de EE UU? Respuesta. Vivimos tiempos shakesperianos, de eso no cabe duda, y su elección hay que enmarcarla en ese contexto. Su figura supone una señal de cambio de fase en la historia; es el síntoma de la extensión de una gran frustración en partes importantes de la sociedad estadounidense: la clase media y trabajadora, que no tiene ninguna seguridad sobre su futuro. El 40% de los estadounidenses de entre 18 y 60 años experimentará al menos un año de pobreza a lo largo de su vida. Trump lo entendió y en eso centró toda su retórica demagoga. Pero mientras juega el papel de salvador de esas personas, ha ido dañando las instituciones de control. Trump es justamente esto y, llegados a este punto, espero su reelección. P. ¿Qué futuro le depara a EE UU? R. Como dijo el ex vicecanciller alemán [Joschka] Fischer, la consecuencia de intentar que EE UU “vuelva a ser grande de nuevo” será hacer a China grande de nuevo. Está fortaleciendo el poder chino en Irán, en todo el sudeste asiático y, en general, en todo el mundo, mientras Washington está en lento declive. Su poderío militar es indudable, pero ya no gana guerras: solo hay que ver lo sucedido en Irak o en Afganistán, o su marginalización como actor en Siria. China está alcanzando a EE UU a una gran velocidad en lo económico, en energías limpias o en inteligencia artificial. Es el principio de la decadencia de un imperio y el surgimiento de otro. P. ¿Se puede reparar el daño hecho durante su presidencia? R. No sabemos cómo terminará, pero el daño a la democracia ya está hecho: los ataques a la prensa, el golpe al poder judicial… Hay una nube oscura sobre EE UU. Y cuanto más tiempo pase, más difícil será poner fin a la guerra civil de baja intensidad en torno a la identidad estadounidense. Es mucho más fácil y rápido dañar y destruir una democracia que reconstruirla o preservarla. P. A la vez, usted cree que somos demasiado pesimistas al hablar del futuro de la democracia. R. Hay una cierta moda en hablar de crisis de la democracia en el mundo, y tengo dudas del uso de la palabra “crisis”, que tiene connotaciones apocalípticas, casi religiosas. No se está teniendo en cuenta la resiliencia y la vitalidad de las democracias actuales y se infraestiman las innovaciones que esta supuesta crisis ha desencadenado. Pienso en ciudades como Barcelona, Sídney o Ámsterdam, que son laboratorios para el autogobierno, que están apostando por el transporte público y por soluciones medioambientalmente sostenibles, y que están experimentando con conceptos como la renta básica. Estos brotes verdes son parte de la realidad contemporánea; el problema es que la mayoría de intelectuales y periodistas tienden a concentrarse en la crisis y obvian estas otras tendencias. P. Pero esos brotes verdes se están dando solo en algunas urbes y no a escala nacional. ¿Hasta cuándo durará el momento dulce de los populismos nacionalistas? R. Es imposible saberlo, así que antes de hacer predicciones prefiero definirlo: el populismo es un estilo de hacer política estructurado en torno a hablar directamente a la gente, que tiene a un gran líder, un caudillo, y un oponente u oponentes a los que confrontar, que suele llamar establish­ment. Y que degrada instituciones de monitorización, tribunales, medios de comunicación y otros órganos de defensa de la integridad. Todo ello aderezado por un cierto nivel de normalización de la violencia, de nacionalismo, de sentido de la territorialidad y de clientelismo. Esto último es muy claro en el caso de Trump: llegó al poder con la promesa de “drenar la ciénaga” y acabó nombrando el Gabinete con la mayor concentración de millonarios de la historia. El populismo es una enfermedad autoinmune de la democracia: requiere condiciones democráticas para florecer (libertad de expresión, de reunión, acceso a los medios de comunicación, multipartidismo…), pero su lógica es profundamente antidemocrática, destruye los órganos de control y margina a sectores importantes de la sociedad. P. Dice que hablar de populismo de izquierdas es un error. R. Es un oxímoron. No tiene ningún sentido: el populismo en el que piensa Chantal Mouffe cuando habla de "populismo de izquierdas" —Perón, el primer [Hugo] Chávez…— es una fantasía. El populismo es de derechas en tanto que es antidemocrático. P. ¿Sobrevivirá la democracia tal como hoy la conocemos? R. No lo sé. Lo que está claro es que no tiene el futuro garantizado. El nuevo populismo es una reacción alérgica a la democracia monitorizada. Y quiere debilitarla, cuando no directamente liquidarla. P. ¿Por qué esa alergia a las instituciones de control? R. Estamos en un momento de gran fragmentación e incertidumbre y con millones de ciudadanos enfadados. Es una combinación de varias fuerzas: la desigualdad —con una brecha insostenible entre ricos y pobres, y con la marginalización de muchos sectores de la población—, la migración, el multiculturalismo visto como una amenaza… Eso es pólvora para los populistas. Lo han entendido muy bien. P. No menciona las redes sociales. R. No es el factor principal: la desigualdad, las burbujas financieras, la desafección con el sistema de partidos son mucho más importantes. Las redes son uno más. En esta era de abundancia comunicativa, hacer las cosas en privado es mucho más difícil, y eso es bueno y es malo a la vez: también se está poniendo en riesgo la privacidad y facilitan la difusión de las noticias falsas. La multiplicación del conocimiento y la distribución masiva de información llevan a la ciudadanía a pensar que el mundo es complejo y a no aceptar la mentira y la corrupción, pero las redes sociales también se están utilizando para hacer justamente lo contrario: prolifera la información sin contrastar, la utilización comercial del sensacionalismo o la bazofia informativa. P. ¿Deberían regularse? R. En los años noventa se pensaba que un Internet sin trabas ni regulaciones permitiría tirar abajo las fronteras y haría florecer la democracia. Años después hemos visto cómo en ese jardín han florecido también flores venenosas: el discurso del odio, la xenofobia, la manipulación… Son tendencias que van en contra de la utopía digital del pluralismo que se vendía. Gobiernos y sociedad civil tienen que abordar la cuestión de cómo regular estos flujos de información: necesitamos un acuerdo digital que permita la conexión de todos los ciudadanos, pero que también traiga estabilidad a este ecosistema. No creo que la solución sea la autorregulación de los gigantes digitales: permitir a Google o a Facebook que se regulen a sí mismos es lo más parecido a dejar a una cabra cuidar del jardín. P. ¿Vivimos en una sociedad informada o inundada de información? R. No me gusta el término “ciudadanos informados” entendido como alguien que sabe todo sobre todo. Prefiero hablar de “ciudadanos sabios”: humildes, demócratas, que son conscientes de que ni ellos ni las autoridades lo saben todo. (John Keane, 2019)


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