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La Democracia en Atenas:
Entre los años 620 y 593 a.C. Atenas, la principal de las ciudades griegas, recibió de Dracón y de Solón sus primeras leyes fundamentales y fue así como se inició la evolución que culminaría en la democracia. Es que, gracias a las leyes de Dracón y de Solón, se distinguieron dos tipos de leyes: las de la Naturaleza, poblada de dioses, y las leyes puramente “humanas” de la ciudad. A partir de Dracón y de Solón, los atenienses empezaron a ser gobernados por un nuevo tipo de poder al que llamaron nomos o “norma” (palabra equivalente a la lex o “ley” de los romanos) que no provenía de dioses, sino del interior de la polis (ciudad-Estado que habían constituido). La obediencia de los griegos a las leyes de la polis asombró a pueblos primitivos como los persas, que sólo obedecían al mando de un déspota. A la ciudad organizada por sus leyes constitucionales, los atenienses le dieron el nombre de politeia, que es lo que hoy llamaríamos República. Todavía no se había borrado el recuerdo de Dracón y de Solón cuando Pisístrato implantó la tiranía en el año 560 a.C. Atenas regresó así, por un tiempo, a la ancestral tradición del jefe pero no ya debajo de un rey legitimado por una tradición que venía de la prehistoria sino debajo de un advenedizo, de un usurpador. Pisístrato le dio a Atenas un gobierno eficaz, progreso económico y obras públicas pero a cambio de un poder absoluto, sin otra norma que su suprema voluntad. Pisístrato murió en el año 528. Lo sucedieron sus hijos Hippias e Hipparchus. En el año 514, Hipparcus fue asesinado. Cuatro años después el nieto de Pisístrato llamado Clístenes restableció la politeia, imprimiéndole un toque democrático. En el año 507 reorganizó al pueblo sobre la base de los deme (aldeas o barrios), que era donde vivían los polites (ciudadanos). A partir de Clístenes, los deme servirían de base al ascenso democrático.

Se mantuvo en Grecia una amplia autoridad legislativa y judicial en el Areópago que era una especie de Senado donde se sentaban los ex arcontes, (los arcontes eran los que habían reemplazado a los reyes como jefes del poder ejecutivo y sólo podían ser escogidos entre las clases superiores, eran nueve arcontes y sólo duraban un año en sus funciones). También existía el Consejo de los Quinientos que tenía como función preparar las reuniones de la Ecclesia, que era una asamblea popular (de ahí viene la palabra “Iglesia”). Cuando surgía un problema entra el Areópago y el Consejo de los Quinientos, la Ecclesia era la que tenía la última palabra. Este equilibrio de poderes dio inicio a una república mixta inclinada hacia la democracia y fue cuando Grecia indujo a otras griegas a la democracia, alarmando a las que todavía tenían oligarquía como Esparta y más aún a los emperadores persas porque las ideas democráticas empezaron a extenderse a las ciudades griegas de Asia Menor (lo que hoy es Turquía). Todo indicaba el camino hacia la democracia en Atenas, pero había un obstáculo: seguía existiendo el Aerópago y sus arcontes, hasta que en el año 462, Pericles logró que la ecclesia le quitara por ley al Areópago casi todas sus funciones y fue en ese momento cuando Atenas adquirió los rasgos constitucionales que la convertirían en la más exigente de las democracias. Los ciudadanos ejercían en forma directa, sin representantes, el poder legislativo de la polis. Casi todas las magistraturas ejecutivas y judiciales, incluso la de los arcontes, se llenaron por sorteo entre los ciudadanos sin exclusión de clases, de modo tal que ningún polites dejaría de ocupar varias magistraturas en el curso de su vida gracias a un sistema de rotación. Se calcula que uno de cada cuatro ciudadanos ocupaba un puesto público por año. Es importante mencionar que sólo se consideraban ciudadanos los hijos de padre y madre ateniense y quedaba prohibido para las mujeres, los esclavos y los extranjeros, en otras palabras, Atenas tenía aproximadamente 200 mil habitantes, pero tan solo 38 mil ciudadanos. Por esto se dice que la democracia de Atenas era limitada.

En el año 431 antes de Cristo estalló un conflicto que venía gestándose desde hacía tiempo: la Guerra del Peloponeso entre la democrática Atenas y la oligárquica Esparta. Al cabo de algunas batallas muere Pericles en el 429 y la ecclesia no se mantuvo fiel a su pensamiento y no buscaron una paz negociada. Después de incontables alternativas, Atenas fue definitivamente derrotada por Esparta en el año 404. Más adelante, en el año 334, Atenas fue conquistada por el Rey Filipo de Macedonia (padre de Alejandro Magno). Pero la historia continuó y al llegar el año 148 toda Grecia fue conquistada política, militar y culturalmente por Roma naciendo el mundo greco-romano. Estas constantes derrotas originan una especie de “decepción” ya que su sistema democrático había sido vencido por las oligarquías y surgieron las teorías de Platón y de Aristóteles, donde mostraban una especie de “desconfianza” a la democracia. Además, la democracia se hizo famosa por su crimen mandando matar a Sócrates. (Alejandra Padilla Juárez)


Entrevista a Gerardo Iglesias:
No conoce Gerardo Iglesias (La Cerezal, 1945) las puertas giratorias. Algo prácticamente inaudito para los políticos de nuestros días. Pero es que él prefirió la puerta de salida, allá por 1990, cuando tras fundar Izquierda Unida diversas desavenencias con el partido le devolvieron a sus orígenes. Antes había liderado el PCE (1982-1988) en el peor momento de su historia. Sus ideas y decisiones le llevaron a enfrentarse a Carrillo, para el que siempre fue un ‘traidor’. Los enemigos políticos se multiplicaron y en esa lista destacan otros nombres ilustres como los de Felipe González o Alfonso Guerra, antiguos compañeros de batalla. Por eso cuando volvió a la mina, al lugar donde empezó a trabajar con apenas 15 años, a comenzar de nuevo, la responsabilidad era ya otra. “No había más alternativa” recuerda. Los hijos demandaban un sueldo y la mina era el camino más corto para sacarlos adelante. Aquello le condujo a un terrible accidente que le dejó la espalda parcheada y la salud resentida. La memoria, afortunadamente, le quedó intacta. Y a ella se aferra ahora para reponer y reparar los derechos de las víctimas del franquismo, “sepultados en cualquier cuneta”, con libros como el que acaba de publicar, ‘La amnesia de los cómplices’ (Editorial KRK). La charla nos lleva más allá del libro para desentrañar sus simpatías por Podemos, las similitudes entre el momento histórico que vivimos y la Transición, la España del bipartidismo rota por los partidos emergentes o el largo camino que nos queda por recorrer para alcanzar una democracia plena. P: La memoria, el olvido, recordar está muy presente en sus publicaciones ¿Qué intenta transmitir con La amnesia de los cómplices, su último libro? Es una continuación del primer libro, ¿Por qué estorba la memoria?, trato de contribuir modestamente a la lucha por la recuperación de la memoria democrática de este país, que ha sido enterrada durante la Transición. En España se ha ignorado a quienes más lucharon y sacrificaron, incluso con su propia vida, y 37 años después de la aprobación de la Constitución siguen en el más absoluto olvido y sin reconocimiento ninguno. Muchos de ellos aparecen en los archivos oficiales como bandoleros y malechores. La mía es una aportación a la lucha que están librando las Asociaciones por la memoria democrática, a la misma lucha que está siendo apoyada por el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, que reclama reiteradamente al gobierno español que se abra una investigación sobre los crímenes de la dictadura y se aplique la jurisdicción universal. España tiene que cumplir con los tratados que ha firmado y que la obligan a esa investigación. Reponer y reparar los derechos de las víctimas es, en esencia, lo que yo pretendo con mis libros. P: Algunas de esas historias le han tocado muy de cerca, casi las vivió en primera persona R: En algunos casos tocan de lleno a mi familia y en otros tocan muy de cerca a familias muy próximas a la mía. El libro está contextualizado en la etapa final de la guerra en Asturias y la posterior posguerra. Desde 1937 hasta 1952. En ese período la casa de mis padres fue un punto de apoyo importante para los guerrilleros y eso me ha hecho tener un conocimiento bastante profundo de lo que sufrían esas familias. Durante la dictadura reventaron el vientre a mi padre a patadas, tras sacarle de la cama una noche P: ¿Incluso conoció usted de primera mano a algunos de los makis, guerrilleros y fugados de aquella época? R: Era un niño pero tengo recuerdos muy vivos de su presencia en nuestra casa, de cuando llegaba la Guardia Civil, de cuando nos tirábamos cuerpo a tierra o de cuando mi padre los entretenía en la puerta de casa a los guardias para que no entraran. También tengo otros recuerdos más sangrantes, como el día que reventaron el vientre a mi padre a patadas tras sacarle de su cama una noche. Son recuerdos terribles, como terrible fue la represión del régimen fascista de Franco. Portada del libro de Gerardo Iglesias 'La amnesia de los cómplices'P: ¿Le han acusado alguna vez de reabrir heridas con este tipo de libros? R: Personalmente no me lo han dicho. Es un argumento muy recurrente por parte de quien de una u otra forma defienden la herencia del Franquismo. No es un argumento, es una amenaza. Es como decir no urgen ustedes en el pasado porque pueden volver los mismos a pasar factura. Las heridas no se han cerrado y esa es la mayor evidencia. No se pueden cerrar. Hay cientos de miles de desaparecidos, varios investigadores han declarado en el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, entre ellos el Juez Baltasar Garzón, que España es el segundo país después de Camboya con mayor número de desapariciones forzosas. A esas personas ni siquiera se les ha concedido un entierro digno. P: El Gobierno español no parece muy preocupado por investigar esos hechos R: Reiteradamente el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas se dirige al gobierno español para que tome medidas al respecto, para que apoye la querella argentina, para que se cree una comisión de la verdad o abra una investigación de la dictadura que permita que la justicia argentina siga adelante con sus investigaciones o que se encarguen ellos mismos. Yo también he apoyado la cuestión argentina. He presentado una querella a modo personal con el caso de mis familiares. P: ¿Bajo el paraguas de la Ley de Amnistía de 1977 se justifica todo lo acaecido en el franquismo? R: Esa Ley debería ser anulada. Es una ley ilegal. Los crímenes de lesa humanidad no pueden ser acogidos a ninguna amnistía o exoneración. A eso se acoge el Gobierno español y el Tribunal Supremo para negarse a la extradición de los torturadores que solicita la justicia argentina. Espero que de una vez los partidos de izquierda incluyan la anulación de esa ley. Que insisto, es una ley ilegal porque exonera de toda responsabilidad a los responsables de los crímenes, se les perdona pero sin que hayan pedido perdón a nadie. Se les podrá perdonar, pero primero habrá que juzgarles y actuar en consecuencia. Solo así podrá escribir España un relato compartido y que las nuevas generaciones puedan entender lo que fue aquello. P: ¿Sabe si algún partido lo tiene previsto en su programa? R: Creo que Podemos, en un resumen del programa que se ha publicado, pretende atender las peticiones del comité de derechos humanos de Naciones Unidas y en definitiva de cumplir con la jurisdicción internacional que obliga a investigar los crímenes de la dictadura y a reparar a las víctimas. Empezando por localizar y exhumar la cantidad de fosas comunes que existen. P: ¿Ante los vaivenes sufrido por la Ley de Memoria Histórica ha servido para algo más que para dividir un poco más a la sociedad española? R: La mal llamada Ley de la memoria histórica no sirve para nada. Primero no resuelve problemas tan graves como anular las sentencias de los consejos de guerra. De manera que las personas que han luchado en defensa de la democracia y en contra de la dictadura siguen apareciendo a efectos jurídicos en los archivos como terroristas, malechores. Eso es terrible. Por otra parte, algo que ha sido responsabilidad del estado fascista no lo asume el estado democrático y lo relega a una cuestión particular. De este modo sugiere que las distintas instituciones colaboren con subvenciones para ayudar a la exhumación de las fosas comunes, cuando eso debería asumirlo directamente el Estado que ha sido el responsable de lo ocurrido. Algo que es responsabilidad del Estado se reduce a una responsabilidad particular. Para colmo nada más llegar Rajoy sacó de los presupuestos generales cualquier partida destinada a la subvención para la exhumación de las fosas comunes. La ley de la memoria histórica es una manera de salir al paso frente a la presión de las asociaciones de la memoria, del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas o la querella argentina, pero no resuelve nada. Podemos ha quebrado el bipartidismo y puesto patas arriba la agenda de la política española P: Hablemos ahora de usted. Como fundador de Izquierda Unida que fue, ¿ha visto ciertas similitudes en el auge de los nuevos partidos como Podemos o Ciudadanos? R: Cuando fundé Izquierda Unida ya era consciente de que los partidos tradicionales estaban afectados por una profunda crisis que ya no servían como vehículos para transmitir las inquietudes sociales a las instituciones donde se deciden las cosas. Se pretendía dar vida a una nueva fuerza política renovada, integradora, tanto desde el punto de vista del modelo organizativo como del discurso político. Lamentablemente la inercia de la cultura que portaban las personas que mayoritariamente integraron Izquierda Unida ha conducido a esta formación en muy poco tiempo a ser un partido político más, de corte tradicional. Efectivamente, salvando todas las distancias que se quieran. En origen, la idea de Izquierda Unida era bastante similar a lo que ha planteado Podemos, tras la irrupción del movimiento del 15-M y otro tipo de movimientos sociales que han sido muy bien recogidos por ellos. P: ¿Es la formación liderada por Pablo Iglesias lo que usted soñó para su Izquierda Unida? R: En alguna medida sí. No digo que yo tuviera en la cabeza lo que resultó ser Podemos, pero en alguna medida sí. No sé cómo podrá evolucionar Podemos, supongo que con muchas contradicciones como es natural en una fuerza que acaba de nacer, en la que hay personas que provienen de diferentes ámbitos. Lo que sí es cierto es que solamente lo que ha hecho Podemos con su irrupción en la vida política hasta ahora ya es extraordinario. Ha quebrado el sistema bipartidista y ha puesto patas arriba la agenda de la política española. P: ¿Qué le dijo Pablo Iglesias cuando le llamó para que se uniera a ellos? R: Es cierto que me llamó y conversamos sobre la propia situación política, sobre la propia configuración de Podemos. Fue una conversación muy cordial. Más tarde, a través de Podemos Asturias, sí que se me ha sugerido que encabezara la lista por Asturias. Algo que no puedo hacer por un problema físico, tengo cinco operaciones de columna vertebral y eso me condiciona bastante la vida. Los poderes económicos y financieros han dado por amortizado a Rajoy y al PP, y ahora quieren otra opción. Quizá por ahí se puede entender el auge de Ciudadanos P: Pero parece que en las próximas elecciones la llave para gobernar la tendrá Ciudadanos ¿Usted los ve tan de centro como proclaman ellos? R: Las encuestas serias pueden marcar una tendencia pero hay que saberlas diferenciar de las que están muy cocinadas. A Ciudadanos también se el atribuía antes de las Elecciones Autonómicas un porcentaje de votos mucho mayor al que luego tuvo. Sí es cierto, que como tendencia parece que ahora está en alza, al igual que esa tendencia apunta hacia una caída o descenso de Podemos. Habrá que esperar a las Elecciones Generales para saber cuál es el resultado. No se puede negar la enorme campaña que se ha lanzado en contra de Podemos. A pesar de que cuenta con medios muy escasos a los medios de los dos grandes partidos (PP – PSOE). También es fácil de intuir que Ciudadanos no debe de andar escaso de dinero, viendo la campaña electoral que ha montado. En mi opinión, los poderes económicos y financieros han dado por amortizado a Rajoy y al PP, y ahora quieren otra opción que venga a sustituir a un PP rancio y que tiene una deriva extremadamente conservador. Quizá por ahí se puede entender el auge de Ciudadanos. P: Oiga, ¿en los años en que estuvo usted en política ya existía la casta? R: Eso no es algo nuevo. La casta entendiéndola por unos políticos que se alejan de la realidad, que intercambian constantemente cromos, que se alían antes que con la ciudadanía con los poderes económicos y financieros, ya existía. Eso ocurre desde el mismo momento de la Transición. Esa es la triste realidad de este país, no hay independencia del poder judicial, lo han acaparado todo los dos grandes partidos, han gobernado con manga ancha y por si no fuera suficiente cuenta con el apoyo de los grandes medios de comunicación o de los poderes financieros. También cuentan con una no pequeña herencia del Franquismo que les favorece. Cuentan con unos aparatos del estado que no han sido democratizados. P: Así es más fácil entender que en este país haya tantas puertas giratorias. R: Eso es una definición muy clara de para quiénes estuvieron gobernando el PSOE y el PP. Cuando se salen del gobierno, los poderes económicos a los que han estado favoreciendo les buscan un buen empleo. Es una manera de pagar favores. El tema de la corrupción en España es espantoso. La corrupción tiene mucho que ver con la forma que adoptó la transición en España. La transición se hizo como se pudo, pero el timón de ese período lo han llevado los elementos provenientes del Franquismo. En el nuevo Estado democrático ha entrado mucha rémora franquista y permanece todavía. Toda Dictadura es corrupta por naturaleza y en la medida en que se entra en un sistema democrático sin reformar, sin democratizar los viejos aparatos del sistema franquista tenía que traducirse tarde o temprano en corrupción a mansalva. Y no tardó mucho en comenzar a cristalizar esa corrupción, en el segundo gobierno de Felipe González la corrupción era ya institucionaliza en todos los niveles. Lo que ocurre es que en un país que no se armó de valores democráticos la ciudadanía no supo reaccionar. Esperemos que a partir de ahora el que la haga la pague. Y la ciudadanía reaccione contra esos actos. P: Por lo que me cuenta, ¿se podría afirmar que la Transición ha sido la gran mentira de este país? R: La Transición se ha hecho a base de amenazas y chantajes. Ten en cuenta que los Franquistas tenían detrás de sí todos los poderes del Estado, incluido el miedo que había inoculado la dictadura después de tantos años. Algo que les favorecía ampliamente. Y por otro lado estaban las fuerzas democráticas que estaban saliendo de la clandestinidad y solo tenían el apoyo popular en favor de las libertades. La desventaja era total. Recordemos la matanza de Atocha, el secuestro de militares, todo ello promovido por los propios aparatos del régimen franquista. En aquellas condiciones, antes de vernos abocados a un nuevo enfrentamiento, las fuerzas democráticas de la oposición tuvieron que hacer grandes concesiones. Eso lo entiendo y me parece razonable. Lo que no es razonable es que el gobierno socialista tenga mayoría absoluta, y la vuelva a tener en una segunda legislatura, no entiendo cómo no corrigió las grandes carencias y las grandes asignaturas que quedaron pendientes en la Transición. Cuando se habla todavía de una Transición modélica, siempre digo de modélica nada. Cómo se puede hablar en esos términos si se ha olvidado y enterrado a las personas que más han luchado por esa democracia. España no se atiene a los propios tratados internacionales que ha ratificado, ¿cómo se puede llamar modélica una transición en la que un Rey ha jurado los principios del Movimiento del 18 de julio?, que ha sido designado por Franco, se nos ha impuesto un régimen monárquico sin que se de la posibilidad a la ciudadania a que se pronuncie sobre monarquía o república. P: Da la sensación de que todo lo que ha ocurrido después sea consecuencia de la Transición. R: En buena medida sí, todo lo que ocurre hoy en día en política se explica a través de lo ocurrido en la Transición. Ha traído consigo, entre otras cosas, un sistema bipartidista, una rotación en el poder PP -PSOE, y ese sistema bipartidista ha cercenado completamente la renovación del sistema. Ese sistema se ha ido pudriendo cada vez más hasta llegar donde estamos. No hay ni una sola institución que no esté tocada gravemente por la corrupción. Desde la institución monárquica hasta los partidos políticos. Eso se manifiesta en la desafección social de los partidos de la casta. La crisis institucional que vive hoy España se debe al modo en que se hizo y se desarrolló posteriormente la Transición. El error de Podemos ha sido plantear como única opción ganar las elecciones P: Ese sentimiento de desarraigo entre la clase política y la sociedad española lo ha sabido canalizar muy bien Podemos, pero estos también han cometido errores, ¿cómo cree que evolucionará la formación de Pablo Iglesias? R: Creo que el error de Podemos ha sido plantear como única opción ganar las elecciones. Ha obtenido resultados fabulosos en las elecciones autonómicas, en las candidaturas de unidad popular, y claro como la expectativa era ganar ha quedado como algo insuficiente. Hemos perdido la perspectiva de que es un partido que en muy poco tiempo ha sacado muy buenos resultados. Algo impresionante. Se han sabido mover en redes sociales, han tenido un discurso descriptivo de una situación que es terrible, como la que vive este país con recortes en sanidad o educación, paro, desahucios… y además lo han sabido explicar. Y ahora estamos en otra fase que es la de plasmar en programas de gobiernos qué es lo que se proponen hacer. Creo que tienen bastantes posibilidades porque en estos últimos meses se ha dibujado un frente común entre PP-PSOE-Ciudadanos, lo cual le deja un amplio margen a Podemos para crecer. Si volví a la mina fue porque tenía unas responsabilidades familiares P: Hay quien ya habla de este período como una Segunda Transición, en cualquier caso ¿estamos ante el momento político más importante desde 1978? R: Sí, sin duda. Sé que no va a ser fácil. En algún momento se pensó que Podemos podía llegar y ganar las elecciones. Yo no soy tan optimista, pero sí es cierto que lo que se logró hasta aquí ya es importante. Tengo mis dudas al respecto de que el PP y el PSOE vayan a seguir siendo los partidos más votados. No lo sé, pero incluso así siempre habrían perdido mucho terreno por el camino, habiendo perdido muchos votos. El bipartidismo está seriamente tocado y eso ya es una condición muy importante para poder avanzar hacia un cambio. Ese cambio yo no lo entiendo como un cambio de fachada. España lo que necesita es una segunda transición, un proceso constituyente y la redacción de una nueva Constitución. Los problemas de la España de hoy no se resuelven con reformas y parches, hay que reescribir la Constitución. P: Viendo lo que le cuesta a algunos antiguos compañeros suyos abandonar la política ¿nos podría dar su receta? ¿Fue muy traumático para usted? R: No fue nada traumática. Yo me marché, a mi no me echó nadie. Nunca he entendido la política como una profesión. Mucha gente se ha confundido y lo ha visto como quien estudia para una oposición y entra en un organismo oficial. Siempre tuve muy claro que la política activa, el estar en primera línea es un periodo de tu vida. La permanencia de los políticos en los cargos de responsabilidad es algo muy negativo. Eso es una de las cosas que hay que corregir, la rotación en los cargos. Todo el mundo puede ser vulnerable, dejarse tentar por la corrupción, pero lo importante es que haya un sistema que no permita que eso ocurra. Y una de las medidas importantes es la no permanencia indefinida de los responsables políticos en sus cargos. P: ¿Se ha arrepentido en algún momento de volver a la mina? R: No, arrepentirme no. Pero le soy sincero, si volví a la mina fue porque tenía unas responsabilidades familiares y lo único que me aseguraba cumplir con esas responsabilidades era la mina. Tenía una excedencia y me acogí a ella para volver. Si no hubiera tenido esas responsabilidades familiares hubiera intentando ganarme la vida honradamente por otros medios. Sé muy bien lo que es la mina, lo terrible que es. Pero no me arrepentí en ningún momento. Era la opción más práctica y más efectiva que tenía para ganar dinero y sacar a los míos adelante. Posteriormente tuve un accidente que luego me acarreó un montón de problemas y varias operaciones en la columna vertebral. Me dieron la baja por invalidez y hace bastante tiempo que lo dejé. (2015)


Izquierda plural:
La historia contemporánea de las izquierdas europeas está llena de renuncias, especialmente visibles en las de raíz marxista. La socialdemocracia, el tronco principal del obrerismo en la mayor parte del continente, combinó durante décadas su fe en las profecías de Karl Marx, que auguraban la inevitable llegada de la revolución proletaria, con prácticas templadas que asumían la participación en el juego parlamentario y se plasmaban en reformas graduales para mejorar poco a poco la vida de los trabajadores. Los debates en el seno de la II Internacional, que enfrentaron a ortodoxos y revisionistas, no lograron resolver esa contradicción. Sin embargo, los partidos socialdemócratas occidentales sostuvieron las frágiles democracias de entreguerras y se convirtieron, tras la II Guerra Mundial, en organizaciones de amplio alcance, interesadas tanto en las clases medias como en las populares. Baluartes contra el bloque soviético, aceptaron con todas sus consecuencias la democracia liberal y la economía de mercado, lo cual implicaba renunciar al marxismo, como hizo el SPD alemán en 1959. Por su parte, el mundo comunista, inspirado en la revolución bolchevique de 1917 y dependiente de Moscú, casi siempre irreconciliable con el socialismo democrático, se desenvolvió dentro de parámetros autoritarios y totalitarios hasta que surgieron en su seno tendencias heterodoxas. Ya en los años setenta, el llamado eurocomunismo, que hablaba de justicia e igualdad, pero también de elecciones libres y pluripartidistas, certificó su acomodo a la democracia y terminó por aproximarse a las posturas socialdemócratas. Al mismo tiempo se desarrollaba una nueva izquierda, más radical, que se miraba en el purismo revolucionario y antiestalinista que había reivindicado León Trotski, en las utopías campesinas de la China de Mao o en las guerrillas tercermundistas del Che Guevara. En torno a las revueltas estudiantiles de mayo de 1968 nacieron también nuevos movimientos sociales, feministas, ecologistas y pacifistas, mucho más flexibles y capaces de dejar una huella profunda en la agenda pública de Occidente. En España, la dictadura de Franco condenó a las izquierdas a la clandestinidad. En la lucha antifranquista se desmochó el viejo tronco del anarcosindicalismo, que ya no recuperaría su fortaleza; se estrecharon los vínculos entre izquierdistas y nacionalismos subestatales y se curtieron grupos armados. Pero la primacía correspondió al Partido Comunista, comprometido desde los años cincuenta con una reconciliación nacional que cerrara las heridas de la Guerra Civil. Esa postura dio un relieve extraordinario a su papel durante la transición a la democracia, cuando los comunistas aceptaron no sólo un régimen constitucional sino también la Monarquía y sus símbolos nacionales. Es decir, cuando renunciaron a las formas republicanas para abrir paso a la substancia democrática. Por su parte, el Partido Socialista, que había tenido un papel secundario en el antifranquismo, se revitalizó gracias a jóvenes dirigentes dispuestos a comprometerse con la democratización y a desprenderse de rémoras doctrinarias. Aquel “hay que ser socialistas antes que marxistas”, de Felipe González en 1979, marcó la experiencia de una generación. Transformado en hegemónico, el socialismo español atrajo a numerosos militantes comunistas y de la izquierda radical, muy activa en los medios universitarios desde los últimos años de Franco —a la manera sesentayochista francesa—, pero con escaso impacto electoral después. Los restos del naufragio se agruparon a partir de 1986 en Izquierda Unida, fundada al calor de la campaña contra la permanencia de España en la OTAN. Cuando las derechas acabaron de modernizarse con la expansión del Partido Popular, ya en los años noventa, aparecieron también entre sus cuadros antiguos izquierdistas, algo frecuente en otros contextos nacionales como el neoconservador norteamericano, que arrumbaron sus ideas, pero no sus hábitos intransigentes. Sin embargo, el ecologismo, que en Alemania alumbró una potente fuerza gubernamental, apenas despegó entre nosotros. Hoy, cuando la crisis que sufrimos ha puesto en solfa las bases del sistema político levantado hace casi 40 años, aparecen con energía insólita movimientos y partidos de izquierdas de nuevo cuño, que ya son decisivos en la formación de los gobiernos locales y que, con toda probabilidad, tendrán un peso considerable en las próximas Cortes. En estas formaciones confluyen muy diversas tendencias: veteranos antifranquistas, ecologistas que al fin levantan cabeza, catalanistas más o menos partidarios de la independencia, y gentes movilizadas contra la política económica de la Unión Europea y del Gobierno español, que han hecho visibles problemas tan graves como los desahucios masivos o el deterioro de los servicios públicos. Y en la base de la ola, un partido controlado por unos cuantos aprendices de Lenin —“buenos bolcheviques”, los llama José Ignacio Torreblanca— y seguidores de teóricos marxistas como Antonio Gramsci o Toni Negri, pasados por el filtro del populismo nacionalista bolivariano; un partido en el que asoman además viejas y nuevas caras del trotskismo, apóstoles de la revolución mundial permanente. Entre las concejalas recién elegidas hay mujeres que hace poco se enfrentaban a la policía para evitar desalojos; pero también para defender el asalto irreverente a una capilla católica, que no parece un ejercicio impecable de tolerancia democrática. Es difícil predecir qué va a ocurrir con estas plataformas, más allá de la inmediata pérdida de poder por parte de los conservadores y de la urgente adopción de algunas medidas que mitiguen injusticias y corrupciones. Es posible que los conflictos entre gentes tan variopintas, obligadas a entenderse con la socialdemocracia, desemboquen en un experimento efímero. O tal vez no. Pero, de cara al futuro, cabría recordar que el camino de las izquierdas contemporáneas, empedrado de renuncias, no tiene por qué contemplarse como una vergonzosa suma de fracasos. Porque fueron esas renuncias las que permitieron aunar en algunos países europeos prosperidad e igualdad de oportunidades, propiedad privada y bienes públicos, respeto a los derechos individuales y protección social, elecciones limpias y educación y sanidad universales. Y las que contribuyeron de forma crucial a que España consolidara de una vez un sistema democrático, imperfecto, pero no abominable, que la sacó del aislamiento internacional. Costó mucho aprender que no hay democracia sin separación de poderes y sin prensa libre, sin libertades garantizadas por leyes que deben respetarse —aunque parezcan injustas— hasta que puedan aprobarse otras. El abrazo a estos ideales, renunciando a la violencia revolucionaria y a la admiración por tiranos de cualquier signo, y también a proyectos inviables y contraproducentes, forma parte del mejor legado del siglo XX. (Javier Moreno Luzón, 22/06/2015)


Protesta: 15-M:
El 15 de mayo del 2011 muchos españoles dijeron basta. Y abrieron las puertas del cambio social y político del siglo XXI. El efecto concatenado de una crisis económica que devastó ahorros, empleo y vivienda, con una gestión clasista de la crisis y el destape de la corrupción del sistema político provocaron una indignación generalizada. En las mentes, en las redes, en las plazas, hasta llegar a las instituciones. No fue un movimiento de izquierda o derecha, a menos que se identifique cualquier insurgencia contra la injusticia con la izquierda política, cosa dudosa teniendo en cuenta la experiencia histórica. Fue un rechazo a quienes estuvieron en el poder en la década precedente, de uno y otro bando. Y fue la afirmación de la esperanza de que otra sociedad era posible, en términos idealistas e ingenuos, como suele ocurrir cuando la indignación aún no cristaliza en nuevas formas de cogestión de la vida. La reacción de la clase política y de la mayoría de los medios de comunicación fue ignorar, luego minimizar y al fin alertar de lo que tildaron de algaradas populistas potencialmente peligrosas. Pero algo cambió en la mentalidad de la gente, porque las ideas se filtran por las paredes de las burocracias. Algunos periodistas profesionales abrieron brecha en los sistemas de control de la opinión y establecieron un canal de comunicación entre los indignados y la ciudadanía. Los índices de acuerdo con las críticas del 15-M se situaron durante años por encima de dos tercios de la población. Y poco a poco se fue concretando la crítica del sistema en los temas de abuso más evidente: hipotecas leoninas, desahucios injustos, entidades financieras fraudulentas protegidas por el poder y gestionadas por políticos, como Bankia y el exvicepresidente Rato, fraude fiscal de los adinerados influyentes, financiación ilegal de los partidos (Bárcenas, Gürtel, el 3% en Catalunya), utilización de fondos públicos para alimentar redes clientelistas (los ERE en Andalucía). Y, sobre todo, la complicidad de casta del conjunto de la clase política frente al clamor ciudadano. Todo eso nació del 15-M, de las redes y del esfuerzo de denuncia de los periodistas que se jugaron el empleo, apoyándose en jueces que creyeron en la justicia por encima de la política. Apenas en tres años la indignación del presente y la esperanza de un futuro distinto se enraizaron en la política, aunque en clave atenuada por las sesgadas reglas del juego consagradas en la Constitución. Primero mediante la creación de nuevos partidos o coaliciones y la revitalización de algunos preexistentes (Podemos, Compromís, Inciativa per Catalunya, Ciudadanos, coaliciones municipales como Barcelona en Comú, Ahora Madrid, mareas gallegas y múltiples expresiones en toda la geografía política española). Algunas de esas expresiones tuvieron sus raíces en el 15-M aunque nunca se arrogaron la representación del movimiento porque los movimientos son matrices de nueva política, no correas de transmisión como en la izquierda de antaño. Otras nuevas formaciones, en particular Ciudadanos, situada a la derecha de otras expresiones emergentes, bebieron también en las fuentes del cambio político que brotaron de la protesta social. Y tanto unos como otros recibieron un apoyo mayoritario de las generaciones nacidas con la democracia, escépticas de la política tradicional pero implicadas con una nueva política conforme con su universo mental. Recibieron el refuerzo de aquellos jubilados participantes en el 15-M, como los yayoflautas, que superaron el miedo de la vejez para luchar con sus nietos. Es más: las oleadas de nuevos anhelos despertadas por el 15-M llegaron también a los partidos tradicionales que, de forma desigual, entendieron aquello de renovarse o morir. Algunos mantuvieron sus formas de liderazgo tradicional en lo esencial, pero cambiando personas. Pero otros emprendieron un cambio de su funcionamiento. Se fueron imponiendo poco a poco ideas como las elecciones primarias, la consulta a las bases, la presencia en las redes, y una mayor atención a los temas de corrupción, aunque en muchos casos fue más cosmética que de fondo, porque la corrupción es sistémica, no individual. La transformación de la relación entre sociedad y actores políticos se expresó, y acentuó, en tres aldabonazos sucesivos. El primero, las elecciones europeas de mayo del 2014, que materializaron la emergencia de nuevos partidos, algunos tan recientes como Podemos, creado sólo cinco meses antes. Provocó un relevo generacional profundo en el PSOE-PSC y abrió brecha en los aparatos de los demás partidos. Y aceleró el cambio de la institución monárquica, mediante la abdicación de un Rey agotado y desprestigiado y su sucesión por un Felipe VI que empezó por barrer su propia casa para posicionarse como reserva ética en un sistema en crisis institucional. El segundo aldabonazo vino un año después exactamente, con unas elecciones municipales que supusieron una auténtica revolución en la ocupación de las instituciones locales y autonómicas por las nuevas formaciones emergentes en casi todas las grandes ciudades, en un proceso paralelo al de las primeras elecciones municipales de la democracia en 1979, que anunciaron la llegada de la izquierda de entonces al poder. Y la continuidad del poder tradicional de los populares en la Comunidad de Madrid y de los socialistas en Andalucía sólo fue posible por el apoyo de Ciudadanos, esbozando así una nueva era en donde el bipartidismo pierde el control del poder. El tercer aldabonazo viene ahora. Concretamente mañana. No le puedo decir qué va a ser, por imperativo legal. Pero sí recuerdo a quienes vienen de una antigua tradición católica que a los devotos de san Pascual Bailón se les concedió el privilegio del preaviso de su muerte, al tercer golpeteo en su puerta, para que pudiesen poner su alma en orden para el juicio divino. Quienes se sientan aludidos, empiecen a rezar. (Manuel Castells, 19/12/2015)


Equilibrio libertad-igualdad:
Los términos derechas e izquierdas, a pesar de su carácter difuso, de su indeterminación, siguen siendo orientativos a la hora de observar el mapa político de un país. Lo que sucede es que no bastan para delimitar de forma exacta ni las fronteras que separan las distintas ideologías y actitudes políticas, ni tampoco para describir los valores e intereses que tras ellas se esconden. El nacimiento de esta dicotomía se suele atribuir a la posición de los diputados en la Asamblea durante los años de la Revolución Francesa: a la derecha de la presidencia se sentaban los absolutistas y a la izquierda los revolucionarios (es decir, los liberales, aunque entonces aún no se les designara con este nombre). Ese parece ser el origen de estos términos. Aunque si estudiamos el período, ni siquiera allí la distinción era clara. Muchos liberales de 1789 fueron perseguidos y guillotinados: de la izquierda habían pasado, sin moverse, a ser considerados de derechas por sus antiguos compañeros. Por tanto, derecha e izquierda quizás sirvan históricamente como orientación general para distinguir dos bloques diferenciados, pero si esta distinción no se matiza ni concreta, el esquema puede llegar a simplificarse tanto que analíticamente sea poco útil. Sólo queda su valor emocional: “¡soy de derechas!”, “¡soy de izquierdas!”. A la utilización como justificación del verbo “ser”, tan metafísico, se le puede añadir “¡como mi padre y como mi abuelo!”, todo lo cual puede resultar psicológicamente reconfortante para quien lo proclama, pero, en todo caso, presupone un enfoque muy poco racional, excesivamente sentimental, una actitud más estética que política. La imprecisión de estos términos todavía fue más evidente tras la II Guerra Mundial. El antifascismo generó una solidaridad entre derechas e izquierdas democráticas: conservadores, liberales, cristianodemócratas, socialdemócratas e, incluso, comunistas en el caso italiano formaron un bloque político que dio lugar a la común aceptación del Estado democrático y social de derecho, plasmado en las Constituciones de posguerra y en muchos tratados internacionales, incluidos los que fueron construyendo la unidad de Europa. Naturalmente que había diferencias en las políticas económicas y sociales, pero en todo caso había unos principios comunes. La fiscalidad y el grado de intervención estatal eran distintos, las políticas de bienestar también, pero ningún partido relevante, en el marco de las tendencias políticas antes mencionadas, ponía en cuestión ni la economía de mercado como el mejor sistema económico para aumentar la riqueza de un país, ni las prestaciones públicas en educación, sanidad y servicios sociales como elementos para contribuir a la igualdad social entre ciudadanos. La diferencia entre derechas e izquierdas, dentro de los partidos que no propugnaban una organización social radicalmente alternativa, se centraba, pues, no en el modo de producción de bienes sino en la forma de distribuirlos. Como sostuvo Bobbio, la divergencia entre derechas e izquierdas estaba en dar preferencia al valor libertad sobre el valor igualdad o viceversa: la derecha anteponía la libertad, la izquierda la igualdad. Pero nadie negaba que en una sociedad justa ambos valores tenían una cuota importante. Que esta fuera mayor o menor distinguía a la derecha de la izquierda. Todo este largo preámbulo viene a cuento antes de examinar las dificultades reales de la formación de un Gobierno en España. Como es sabido, hasta las recientes elecciones en las que se ha roto el bipartidismo, la mayoría parlamentaria que se requería para investir a un presidente sólo precisaba de uno de los partidos mayoritarios y, si no era suficiente, se negociaba hasta obtener el apoyo de las minorías nacionalistas. Ahora la situación ha cambiado. Con el actual reparto de escaños estas minorías no son suficientes y es necesario algún tipo de pacto entre el PP y el PSOE, todavía los dos grandes partidos. Sin embargo, con argumentos distintos, PP y PSOE se resisten a pactar. El PP ha planteado desde el primer momento la gran coalición a la alemana, es decir, un acuerdo con el PSOE y Rajoy de presidente. El planteamiento tiene su lógica y su razón: es el partido más votado, no el que ha ganado las elecciones, como dicen, pero sí el más votado. Ahora bien, al renunciar Rajoy a encargarse de alcanzar una mayoría para la investidura perdió la ocasión de hacer lo que mientras tanto estaban llevando a cabo PSOE y C’s: pactar un programa. Esto hace que este pacto, al parecer muy sólido, sume ahora la mayoría relativa más numerosa de la cámara. Ahora lo que no se entiende es que el PP todavía no haya iniciado contactos para introducir modificaciones a ese programa que resulten aceptables para todos. Pero tampoco se entiende que el PSOE intente un pacto con Podemos. Antes hemos visto cómo había una homogeneidad básica entre conservadores, liberales y socialdemócratas en la Europa de los últimos 70 años. No es raro, pues, llegar a un pacto. En el último año se ha hablado mucho de la cultura del pacto, del tiempo nuevo que se anunciaba en la política española. Pues bien, llega el momento, y se sigue con la cultura del bipartidismo: debe gobernar o la derecha o la izquierda. Y el error del PSOE es pensar que Podemos es un partido homologable con las izquierdas europeas. Podemos no es este tipo de partido. Por sus raíces ideológicas y por la práctica política que está demostrando, es un partido de cuño distinto, más preocupado por llevar a cabo una estrategia que le conduzca al poder que por elaborar un programa pactado con voluntad de cumplirlo. Los diversos giros políticos que ha dado en menos de dos años son suficientes para desconfiar de su lealtad, más aún cuando su líder exhibe un estilo parlamentario demagógico, calcado de las peores tertulias televisivas, que le convierten en un socio nada fiable. Lo que deberían hacer los dirigentes socialistas es demostrar a los españoles que Podemos no es un partido de izquierdas sino un partido populista. No les sería difícil, ya existe una buena literatura al respecto. Por tanto, el PSOE debería abandonar los intentos de pactar con Podemos e intentar acordar con el PP las modificaciones imprescindibles del programa conjunto elaborado con C’s. La difícil situación por la que atraviesan los conservadores españoles facilitará, sin duda, el acuerdo. Los pactos de gobierno, cuando hacen falta, se establecen con los adversarios. Pero nunca debe pactarse con los enemigos, aquellos que quieren destruirte y cuyo único motivo para pactar es alcanzar esta finalidad. (Francesc de Carreras, 30/03/2016)


Populismo:
El cerebro humano es una continua fábrica de explicaciones de lo que nos pasa. Lo podemos asumir todo, desgracias, contratiempos, sorpresas, pero para asumirlo necesitamos explicárnoslo. Si podemos integrar los acontecimientos en una cadena causal, en una narración lógica, nos conformamos. Si no, nuestro cerebro no para de producir teorías hasta encontrar una que encaja. Detestamos el azar, las cosas sin sentido. La existencia, sin embargo, es azar, y a saber si tiene sentido. Muchas cosas pasan, simplemente, porque pasan. Son fruto de las circunstancias, de hechos aleatorios, casuales, que podrían no haberse producido. A posteriori no es difícil encontrar una explicación para cualquier hecho, una explicación plausible, lógica. Pero son explicaciones que sólo sirven para calmar nuestra ansiedad, para hacernos creer que lo ocurrido tenía que pasar por las ­razones que fueran y que por tanto no es obra del azar. Si hubiera ocurrido lo contrario, también habríamos encontrado una explicación. Los fenómenos políticos ­representados por Donald Trump, Jeremy Corbyn, Ma­rine Le Pen y Alexis Tsipras no tienen mucho que ver entre sí. Son fruto de las circunstancias particulares de países muy diferentes. Pero muchos, para quedarse tranquilos, para entender lo que está pasando, buscan interpretaciones que los engloban, como si respondieran a unas causas comunes. La más aceptada es la que sostiene que todos estos movimientos suponen una radicalización populista causada por la reacción de unas clases medias perjudicadas por la globalización. Es una teoría que no deja de ser hasta cierto punto plausible. No hay duda de que la globalización se está traduciendo en un gran aumento de la desigualdad y en la erosión del Estado de bienestar en los países que tenemos la suerte de disfrutar de él. Es lo que podemos denominar efecto Messi: antes, los cracks del Barça ganaban más que los jugadores de la mayoría de equipos, pero como los partidos no se ­retransmitían al mundo entero no había tanto dinero para repartir y la diferencia entre lo que ellos cobraban y lo que cobraban de media los demás no era tan abismal como la que hay hoy. Lo mismo ocurre en muchos otros campos. Lo que se vende en el mercado global cotiza con más ceros que lo que no. Esto está produciendo unas desigualdades enormes. No hace falta ver lo que cobran los directivos de las grandes empresas. Un auditor de una firma internacional puede facturar en un par de horas el equivalente del salario mínimo mensual español. Los directivos y los profesionales cualificados capaces de competir globalmente ganan más que nunca; en cambio, los trabajadores no cualificados están cada día peor pagados debido a la competencia de los trabajadores de países sin derechos sociales ni Estado de bienestar. Todo esto está devastando las clases medias, que, como ­reacción, claman contra la austeridad, la inmigración y la ­globalización, rechazan las élites políticas moderadas y se ­radicalizan. Muchos que antes votaban a candidatos más o menos conservadores del Partido Republicano estadounidense ahora están dispuestos a votar a favor de Donald Trump, que promete deportar in­migrantes y levantar un muro para que no entren más. En Francia, muchos que votaban a favor del populismo light de Sarkozy –o del Partido Comunista, ojo– ahora se han pasado al Frente Nacional y están dispuestos a salir de la Unión Europea. Y en la izquierda, igual. Los que ­apoyaban al laborismo centrista de Tony Blair, ahora han encumbrado el iz­quierdismo de Jeremy Corbyn. Y, en ­Grecia, los que votaban a favor del Partido Socialista, que era un partido social­demócrata clásico, ahora son votantes de ­Syriza, un partido mucho más radical. Con pequeñas adaptaciones, la teoría también se puede aplicar al ascenso de ­Podemos en España y del independentismo en Catalunya. A la postre –nos dicen los que la defienden–, el fenómeno de base es bastante similar: unas clases medias que antes votaban a favor de opciones de ­izquierda y autonomistas dentro del sis­tema y que ahora votan a favor de una ­izquierda antisistema y dan por muerto el autonomismo. Pero, en el caso del independentismo y del auge de Podemos, que lógicamente ­conocemos mejor, esta explicación que parece tan plausible ¿no deja muchos interrogantes en el aire? ¿No refleja una cierta pereza mental? Probablemente pasa lo mismo en Estados Unidos, en Francia, el Reino Unido y en Grecia. También allí hay muchos otros factores y la ecuación es más compleja. Cada país es un mundo y las diferencias entre ellos, tan grandes como el océano que va de Trump a Tsipras. Es mejor no simplificar, aunque el denominador común no deje de tener cierta base. (Carles Casajuana, 16/04/2016)


Anarquismo: España:
Barcelona, muy a finales de los años cincuenta, en el colegio donde cursaba el bachillerato. El profesor de literatura me pregunta: “¿Sabes lo que es el fascismo?”. No acierto a decir nada. Él se responde a sí mismo: “Fascismo es clases medias cabreadas”. Años después, al leer sobre los conflictos de los años treinta en la Europa azotada por los efectos de la crisis financiera de 1929, comprendí el alcance y la exactitud de la definición de mi viejo maestro. Buena parte de las clases medias europeas empobrecidas de aquella época se refugiaron en el fascismo. Lo que coincide con la observación de Hannah Arendt acerca de que casi todos los líderes derechistas de la época coquetearon con el fascismo excepto el general De Gaulle, quien era tan y tan antiguo, que resultó inmune a este contagio. Poco tiempo después de estallar la crisis del 2008, escuché decir al profesor Costas que el gran interrogante que plantea toda crisis es quién paga sus costes. Pronto quedó claro que los costes los iban a pagar las clases medias y populares en forma de devaluación interna (bajada de salarios y reducción de las prestaciones del Estado de bienestar). Lo que ha provocado la indignación de los afectados, al sentirse excluidos de un sistema que, además, cada día que pasa alcanza cotas mayores de desigualdad y corrupción. Ante esta situación crítica, los afectados –los no instalados– no han hecho profesión de fe en ninguna ideología totalitaria con vocación redentora y revolucionaria (fascismo y comunismo), a diferencia de lo que sí hicieron las clases medias y populares de los años treinta, más crédulas y gregarias. Los indignados de hoy han optado por utilizar en defensa de sus intereses los instrumentos que les brinda el sistema, acudir a las urnas y votar; lo que constituye un hecho absolutamente positivo, que todos –comenzando por los instalados– deberíamos celebrar, pues en él se halla la clave de la subsistencia del mismo sistema. Cuestión distinta es a quien votan. Y ahí las diferencias nacionales son grandes, ya que lo hacen según la pulsión profunda del país al que pertenecen. Así, en Francia, país profundamente conservador, las clases medias cabreadas votan al Frente Nacional; mientras que en España, país radicalmente anarcoide, las clases medias cabreadas apuestan por una opción de izquierda radical indefinida, con líderes sobrevenidos e improvisados, tal como si fuesen surfistas encaramados a la cima de una ola que ellos no han provocado. España fue, junto con Rusia, el país donde arraigó más el anarquismo. Este ideario penetró por Cádiz y Barcelona, siendo luego Andalucía y Catalunya las regiones más agitadas por huelgas y atentados, que solían producirse en ambas simultáneamente. El núcleo del pensamiento anarquista es muy claro: uno, el hombre, bueno por naturaleza, ha sido pervertido por las estructuras. Dos, el hombre es social y se realiza mediante la cooperación (la sociedad es natural; el Estado, no). Tres, las instituciones sociales vigentes, la autoridad y el derecho son instrumentos artificiales de explotación. Cuatro, todo cambio social debe tener su último impulso legitimador en la masa. La encarnación de este ideario en proyectos concretos y, más aún, en actitudes políticas, dio lugar a múltiples formas de anarquismo –del violento al sindical– que, desde mediados del siglo XIX hasta el final de la Guerra Civil, tuvieron un protagonismo destacado en la historia española. Este protagonismo fue muy notorio en Catalunya. Tanto por lo que hace a la vertiente electoral (durante la Segunda República, cuando los anarquistas –la CNT– votaban, ganaba la izquierda, y cuando se abstenían, ganaba la derecha), como por lo que respecta al campo de la violencia revolucionaria. No en vano Barcelona fue conocida como la ciudad de las bombas (atentados al general Martínez Campos, del Liceu, de la procesión del Corpus…), y el Alt Llobregat fue escenario de una insurrección en toda regla contra el gobierno de la República (iniciada en la colonia minera de Sant Corneli, en Fígols –donde se proclamó el comunismo libertario–, se extendió a Berga, Sallent, Cardona, Balsareny, Navarcles y Súria). Si sostengo que la pulsión profunda de los indignados españoles es anarcoide más que totalitaria, es porque creo que el esquema ideológico del anarquismo –dibujado por los cuatro puntos antes transcritos– se acomoda mejor al talante profundo de los españoles, individualista y refractario a toda autoridad. Y si prefiero el vocablo anarcoide al término anarquista es por considerar que esta palabra, quiérase o no, está marcada por la fuerte tradición violenta que fue consustancial a una parte significativa del movimiento. Anarcoide, pues, en dicho sentido, y no comunista, como se complace en reiterar, con insistencia y aplicación dignas de mejor causa, el portavoz parlamentario popular. Lo que no exime a los indignados de la necesidad urgente de concretar su laudable aspiración de libertad, igualdad y solidaridad en términos que sean posibles en este mundo de realidades. (Juan-José López Burniol, 21/05/2016)


Comunistas:
Resulta sorprendente y un tanto deprimente observar en la política española la descalificación de comunista como argumento político, como en tiempos de Franco y de la guerra fría. Muy asustados deben de estar los partidos acostumbrados a monopolizar el poder para recurrir a esta bajeza. No sólo es política del miedo, sino del miedo irracional. Y además no funciona. Porque resulta que el líder político actualmente más valorado en las encuestas es Alberto Garzón, que se declara comunista a mucha honra, sin que les importe a los ciudadanos en un sentido o en otro. Pero esto no quiere decir que ni él ni nadie esté proponiendo polí­ticas comunistas, a menos que el control público de bancos ya nacionalizados con dinero público o la fiscalización de la corrupción política entren en esa categoría. Como el coro de agoreros va a seguir, merece la pena una reflexión. El comunismo es a la vez una ideología, una realidad histórica y una práctica política extraordinariamente diversa según países y momentos. Como ideología, tuvo y tiene componentes utópicos y de reivindicación de los trabajadores frente a las injusticias del capitalismo que cambiaron la conciencia y fueron asumidos por partidos socialistas y de liberación nacional como derechos sociales. La utopía, en cambio, en su realidad histórica, derivó a un universo totalitario que entronizaron la Unión Soviética y China, así como sus satélites. Pero esa realidad histórica también arrojó un balance de éxito a condición, como he escrito en mi obra, de olvidar la destrucción de millones de seres humanos y la dictadura impla­cable de un partido. Un olvido inaceptable. La Unión Soviética se industrializó y modernizó en un tiempo récord y construyó una máquina militar que fue la fuerza decisiva para derrotar al nazismo. Su crisis económica y luego política se debió a su incapacidad para transitar a una sociedad de la infor­mación en un sistema que bloqueaba la información, como demostramos en nuestro libro con Emma Kiselyova. China es hoy la segunda potencia económica mundial y el pulmón del capitalismo global bajo la dirección de un partido comunista tan totalitario como el soviético. Y Cuba, aun estrangulada por el embargo, desarrolló el mejor sistema de educación y sanidad pública de América Latina. La práctica de los comunistas fuera del imperio soviético estuvo marcada por la guerra fría, pero fue extremadamente diversa y en ningún caso en Europa se plantearon implantar una dictadura. Al contrario, fueron fuerzas decisivas en la lucha contra las dictaduras. En España, el PCE-PSUC fueron la vanguardia de la resistencia democrática, incorporando en su lucha a quienes crearon Comisiones Obreras y a muchos de los mejores intelectuales de esos tiempos. Fueron un vivero de cuadros políticos democráticos que han sido claves en todos los partidos, incluidos dirigentes y exministros del Partido Popular. En ningún momento el PCE fue una amenaza a la democracia. Al contrario, todos concuerdan en su papel conciliador decisivo en la transición, en la aceptación de la monarquía, en los pactos de la Moncloa y en la construcción de la convivencia constitucional. Era un partido esencialmente democrático hacia fuera, aunque rígidamente estalinista hacia dentro y eso fue lo que le perdió. Lo que es cierto es que la tradición comunista y socialista siempre han privilegiado el papel del Estado como representante del bien común frente a la dominación del mercado en la sociedad. Es decir, diferenciaron entre la economía de mercado, que siempre acep­taron en Europa, y la sociedad de mercado en donde la apropiación de la ­ganancia en el sistema financiero determina no sólo la bolsa, sino también la vida. Luego empezó la deriva neoliberal de los partidos socialistas europeos, lo que los llevó a perder su hegemonía histórica, como analizó Colin Crouch, gran intelectual inglés heredero del fabianismo. El PSOE se ha debatido desde mediados de los ochenta entre defender su base social y el Estado de bienestar y satisfacer los requerimientos del sistema financiero y de una Comisión Europea sesgada en sus po-líticas económicas por la influencia alemana de austeridad fiscal y la influencia inglesa en favor de las finanzas globales. Pudo mantener su cuota de poder porque había poco a su izquierda y los sindicatos se mantuvieron a la defensiva. Pero el 15-M acabó con todo eso. Las nuevas generaciones se enfrentaron a un capitalismo salvaje, cada vez más voraz e ineficiente, y no encontraron en el PSOE un defensor, sino un colaborador de la banca y además casi tan corrupto como la derecha. Se acabó el privilegio histórico de haber sido el gran partido de la izquierda. Es ley de vida. Lo que ya no cumple su función muere más o menos lentamente. Aceleradamente como la URSS, gradualmente como la socialdemocracia europea, conforme la media de edad de sus votantes va acercándose a los 60. Y es que la crisis de legitimidad de los partidos tradicionales es particularmente grave para los socialistas, porque, aunque son claramente distintos de la derecha, han ido incumpliendo lo que esperaban sus votantes. Por eso los emergentes de izquierda, en el surco abierto por los movimientos sociales, van ganando apoyos con la esperanza de que reconstruyan el Estado de bienestar, creen empleo digno, potencien la educación y la sanidad públicas, defiendan los derechos de las nacionalidades, afirmen la igualdad de sexos y tantas otras reivindicaciones que han ido siendo desechadas por el fundamentalismo de mercado y las políticas de austeridad. Y si hay indignados (una minoría) que son comunistas y anarquistas, es porque su historia en nuestro país tiene raíces en la indignación contra la injusticia y la dictadura. Por eso se pueden reinventar en el siglo XXI mientras el liberalismo trasnochado se va deshilachando en la conciencia de la gente, conforme se sufren sus consecuencias. (Manuel Castells, 21/05/2016)


Partidos en red:
La irrupción de Podemos en el espacio público transformó el sistema político español. La indignación y la esperanza que surgieron del 15-M abrieron las mentes de millones de personas a la posibilidad de cambio real en sus vidas, envueltas en las tinieblas de la crisis económica y la manipulación política. El paso del movimiento social al cambio político requiere iniciativas que penetren las instituciones desde fuera del sistema, algo extremadamente difícil porque precisamente las reglas del sistema están hechas para que eso no pase. Por ello hay que reconocer el coraje de un pequeño grupo de mujeres y hombres que, en las condiciones más adversas, se atrevieron a desafiar a poderosas burocracias políticas, y creyeron en la democracia (aún con las consabidas restricciones mediáticas, financieras y de aparatos del poder en la sombra) postulándose para gobernar. Ni más ni menos. Se abrió así un proceso que en tan sólo treinta meses ha puesto en cuestión el dominio de los partidos tradicionales, anquilosados y frecuentemente corrompidos. El ejemplo de Podemos ha tenido amplia repercusión en la esperanza de los jóvenes en Europa y Latinoamérica, asqueados de la política actual pero confusos sobre qué hacer. Es cierto que la crisis del bipartidismo, a la que contribuyó en menor medida Ciudadanos, ha suscitado un periodo de incertidumbre institucional que tiene alarmados a los círculos financieros y desconcertado al personal. Pero ese es el precio de toda renovación política profunda. La verdadera cuestión es si el bloqueo del sistema conduce al cambio o se transforma en marasmo cuando lo viejo no se puede imponer y lo nuevo no acaba de cuajar. Y la respuesta a esa pregunta esta li­gada al futuro de las confluencias de Podemos. Y digo confluencias porque el rasgo más distintivo de Podemos es que no se trata de un partido unitario. Podemos ha puesto en práctica su concepción de España como Estado plurinacional. Sus componentes son autó­nomos, provienen de expresiones políticas de las distintas sociedades nacionales y regionales. Ada Colau no recibe órdenes de Madrid. Por eso Podemos es la ­primera formación política precisamente en Euskadi y En Comú Podem en Catalunya. Y los avances decisivos de la nueva política se han producido en Galicia, en el País Valenciano y en Baleares. Su fuerza es ser expresión de la diversidad del país sin pasar por el molinete centralizador característico de la derecha autoritaria o la izquierda jacobina. Pareciera, sin embargo, que el fenómeno Podemos ha tocado techo tras el 26-J aun contando con más de cinco millones de votos. La pérdida de un millón de votos se debió parcialmente a la abstención de votantes de IU cuyos exlíderes Lara y Llamazares fueron críticos de la alianza. Pero la desmovilización de algunos votantes de Podemos también fue consecuencia de tácticas cambiantes y negociaciones tortuosas para la formación de gobierno. Podemos fue coherente con su negativa a votar un programa marcado por las políticas neoliberales de Ciudadanos y sin posibilidad de compartir gobierno a menos de renunciar a puntos fundamentales de su propuesta. Pero perdió la batalla de la percepción pública, sobre todo entre los mayores, al parecer responsables de la incertidumbre política que, sin ser realmente un problema para el país, se convirtió en la obsesión de los medios y los políticos hasta alarmar a los ciudadanos. La amplificación del debate interno por parte de los medios acercó a Podemos a la imagen de la política tradicional, siendo así que el debate abierto es una marca de la nueva política. Las campañas anti-Podemos eran de esperar. Si se confronta un sistema, el sistema se defiende con todo. Y es aquí donde Podemos no superó su ambigüedad entre ser una palanca de cambio profundo sin complejos o constituirse en nueva izquierda del sistema para llegar al gobierno. De hecho, nunca fue posible para Podemos ser fuerza hegemónica de gobierno, ni siquiera decisiva. Si su análisis es correcto y si quieren “asaltar los cielos”, era previsible que todos los componentes del sistema, incluidos los socialistas, reaccionaran, construyendo cualquier tipo de coalición para excluirlos. Sánchez no podía, sin permiso de sus superiores, aliarse a Podemos sin el contrapeso de Ciudadanos. Y mucho menos entrar en coalición de gobierno de izquierda bajo liderazgo de Podemos si el sorpasso se hubiera producido. Es esta la contradicción de fondo de Podemos. El cambio ya está en marcha en los ámbitos locales y autonómicos y esto será decisivo. Pero a escala estatal, antes de llegar al gobierno con voz propia necesitan construir hegemonía en la sociedad. Y eso nunca se ha hecho adaptándose a lo que hay sino abriendo las mentes a lo que puede haber. Un proceso necesariamente lento y que pasa por la movilización contra las políticas antisociales, articulando la protesta cívica con la oposición parlamentaria. Presentarse como socialdemocracia no es creíble, como bien dijo Zapatero, porque la socialdemocracia española es el PSOE. Y es en realidad una mala idea cuando la socialdemocracia se hunde en toda Europa por aparecer claramente como gestora de la austeridad y del imperativo de los mercados. Otra cuestión es recuperar la defensa del Estado de bienestar y otros valores abandonados por la socialdemocracia y articularlos con los nuevos valores del siglo XXI. Podemos tiene que elegir entre las alianzas parlamentarias para alcanzar cuotas limitadas de poder subordinado o la utilización democrática de las instituciones en representación de una sociedad movilizada contra un sistema injusto. Oscilar entre las dos estrategias conduciría a su desintegración. Y de hecho no tiene mucha elección porque ya no es creíble para el sistema como partido domesticado tras superar sus ínfulas juveniles. El futuro de Podemos está inscrito en su pasado como expresión política autónoma del movimiento social. (Manuel Castells, 30/07/2016)


Parlamento
Institución política compuesta generalmente por una o dos cámaras o asambleas, que suele ejercer el poder legislativo en un Estado. Su significado inicial era el de un lugar en el que se habla; etimológicamente el término deriva del verbo francés parler (‘hablar’). En la práctica, deliberar es sólo una de las funciones que realiza un Parlamento, y en el presente no la más importante. 2 ORÍGENES Las raíces de los parlamentos son muchas y variadas. Se considera que el Parlamento más antiguo que aún existe es el Althing, en Islandia, pero una interrupción en su funcionamiento en el siglo XIX implica que el Parlamento que ha funcionado más tiempo sin interrupción sea el Tynwald de la isla de Man. Entre los más antiguos se encuentra el Parlamento británico, que data del siglo XIII y que ha sido probablemente el más influyente en el desarrollo de las tradiciones del Estado parlamentario. Entre sus raíces se cuentan el Witenagemot anglosajón y el consejo asesor de los reyes normandos: el Curia Regis. 3 DESARROLLO Los parlamentos ingleses se formaron inicialmente porque los monarcas necesitaban ayuda para conseguir dinero. Muy pronto se implantó la costumbre de que antes de aceptar una nueva tasa se presentaran las quejas con antelación. A principios del siglo XVII, el Parlamento inglés se había embarcado en una lucha por la supremacía con la Corona. El resultado fue la Guerra Civil inglesa. Para acabar con los problemas que enfrentaban a los monarcas con los representantes parlamentarios fue preciso emprender una nueva lucha más avanzado el siglo. Después de la Revolución Gloriosa (1688-1689) quedó claro que los monarcas gobernaban con el respaldo del Parlamento, creándose un sistema de equilibrio entre ambos poderes que serviría de modelo a todo el mundo occidental. 4 CLASIFICACIÓN Los parlamentos del mundo contemporáneo tienen un muy variado grado de potestades. Algunos deciden cuestiones políticas, como el Congreso de Estados Unidos; otros más bien influyen en políticas ya definidas, como los del Reino Unido, Alemania o Francia. En algunos países, los parlamentos son una entidad burocrática sin ninguna independencia. Este era el papel más común del Parlamento en los países comunistas, como el Soviet Supremo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas o el Congreso Nacional del Pueblo de China. 5 FUNCIONES Los parlamentos modernos realizan diversas funciones. Además de la idea inicial del debate, es usual que los parlamentos estén involucrados en la redacción de leyes, en el control del presupuesto, en la representación de la población del país y en la decisión de la composición del gobierno. En muchos sistemas democráticos el Parlamento se constituye mediante elecciones legislativas. Generalmente, los ministros participan en el Parlamento aunque a veces, como en la V República Francesa, no lo tienen permitido. 6 EXTENSIÓN DEL SISTEMA PARLAMENTARIO La gran mayoría de los países del mundo poseen un Parlamento. Una de las consecuencias de la influencia occidental en el resto del mundo ha sido la extensión del concepto de sistema parlamentario aunque algunos estados no occidentales ya tenían sus propias asambleas antes de la colonización. Esto es especialmente cierto en el caso de la Commonwealth. Países como Canadá, Australia y Nueva Zelanda han funcionado con un gobierno parlamentario tradicional durante mucho tiempo. La India también ha demostrado ser capaz de mantener un sistema parlamentario y puede reclamar el título de ser la mayor democracia parlamentaria con sus dos multitudinarias cámaras, el Lok Sabha y el Rajya Sabha. Un país vecino, Pakistán, ha tenido una experiencia parlamentaria menos satisfactoria e interrumpida con más frecuencia. Esto indica que los países en vías de desarrollo tienen mayores dificultades en mantener un sistema parlamentario por una inestabilidad política que ha derivado históricamente en la frecuente aparición de regímenes de partido único o dictaduras. Por otro lado, el parlamentarismo latinoamericano es consecuencia del proceso de emancipación iniciado en 1810, y en el que ejerció una gran influencia la primera Constitución liberal española aprobada en las Cortes de Cádiz en 1812. En casi todos los países, el poder legislativo reside en un Parlamento bicameral compuesto por una cámara baja, que puede ser denominada de diversas maneras (Congreso de los Diputados, Cámara de Representantes, etcétera) y una cámara alta que suele identificarse como Senado. 7 EL PARLAMENTO BRITÁNICO Después de establecer su superioridad frente al monarca, la posición del Parlamento británico volvió a ser amenazada en el siglo XIX desde otra dirección. La extensión de la democracia provocó la aparición de disciplinas de partido en el Parlamento, especialmente en la Cámara de los Comunes, con lo que la idea del Parlamento como reunión de personas libres e independientes fue puesta en duda. El crecimiento de los partidos se unió al incremento en la actividad del Estado y a la mayor complejidad de la economía en el siglo XX, con el resultado final de que el poder se desplazó, en el Reino Unido y muchos otros países, al poder ejecutivo. De esta manera, durante el siglo XX el poder en el Reino Unido ha pasado de la Cámara de los Lores a la de los Comunes. Las funciones del Parlamento en su conjunto han sido: aprobar la formación de gobiernos, designar los componentes del gabinete, y controlar sus acciones. 8 NÚMERO DE CÁMARAS Los parlamentos constan generalmente de dos cámaras, pero hay muchos ejemplos de parlamentos unicamerales: el Folketing danés, la Kneset israelí, el Parlamento neozelandés, o la Asamblea Nacional surcoreana. 9 COMPOSICIÓN Por regla general, al menos una cámara de los parlamentos bicamerales se constituye por voto directo (es el caso de la mayoría de las cámaras bajas). La cámara alta es constituida también por votación popular, pero con un sistema distinto. En Japón, por ejemplo, ambas cámaras de la Dieta (la de Representantes y la de Consejeros) se eligen directamente, pero por procedimientos diferentes. En Estados Unidos la elección del Senado se hace por estados, tomado cada uno como una unidad, a diferencia de la votación por circunscripciones individuales asociada a la Cámara de Representantes. El sistema australiano tiene algunos aspectos parecidos: la Cámara de Representantes está formada por 148 escaños votados individualmente en circunscripciones diferentes; los doce miembros del Senado son elegidos en todo el país. En algunos sistemas puede que la segunda cámara no se constituya siquiera por elecciones: la Cámara de los Lores en el Reino Unido incluye a los nobles por herencia, los candidatos que han sido elegidos para ello, los abogados decanos y los arzobispos decanos de la Iglesia anglicana. En el caso del Senado canadiense los miembros resultan por designación. En algunos casos, como en la cámara alta de Alemania, el Bundesrat, existe un mecanismo de elecciones indirectas, aquí de representantes de las unidades básicas del país: los länder. 10 EL PARLAMENTO EUROPEO La prueba de la necesidad de parlamentos viene dada por el hecho de que aunque la Unión Europea no es aún un Estado, ya tiene un Parlamento. Desde 1979 los miembros del Parlamento Europeo han sido elegidos directamente por los ciudadanos de la Unión cada cuatro años. El número de sus escaños se reparte entre los países miembros teniendo en cuenta su población. El Parlamento Europeo cuenta actualmente con 624 escaños. El país más pequeño, Luxemburgo, tiene seis y el más grande, Alemania, 99. Francia, Italia y Gran Bretaña cuentan cada uno con 87 escaños. 11 EL PARLAMENTO EN ESPAÑA En España, las primera manifestaciones de carácter parlamentario se remontan a los siglos XIII y XIV, cuando, a petición del rey, se realizaban reuniones periódicas de notables, por regla general representantes de la Iglesia y la nobleza, sobre todo en Aragón y Castilla. Se constituyeron así las Cortes estamentales, asambleas responsables de formar el consejo del monarca, de discutir sobre el régimen de tributos de cada región y dictar leyes generales. Estos órganos, que no tardarían en recibir el nombre de Cortes generales, serían el sustrato de un sistema bicameral heredero de las tensiones históricas entre clérigos y aristócratas. Dichas confrontaciones alcanzarán su punto máximo de violencia a lo largo del siglo XIX, en que las contiendas civiles y la alternancia entre gobiernos de inspiración conservadora y los de espíritu liberal, restan a la institución parlamentaria su significado y el más mínimo asomo de eficacia. Tras la II República española (1931-1939), y luego de una guerra civil, el régimen del general Francisco Franco, de partido único, estableció un sistema autotitulado de ‘democracia orgánica’, con evidentes coincidencias con el modelo de Estado corporativo de Benito Mussolini. Tras la muerte de Franco, se promulgó la vigente Constitución de 1978, que consagraba un Parlamento bicameral, también llamado cortes generales, integrado por el Congreso de los Diputados y el Senado. La renovación de sus miembros ha de producirse cada cuatro años. Las funciones del Congreso de los Diputados pueden ser básicas, exclusivas y específicas. Las funciones básicas son el ejercicio del poder legislativo, la aprobación de los presupuestos generales del Estado y el control parlamentario del gobierno. Entre sus potestades, también se encuentra la de aprobar los tratados internacionales, la cooperación entre las comunidades autónomas, la distribución de los recursos interterritoriales, las reformas institucionales que procedieran, la asistencia a la Corona y el papel de garante del cumplimiento del régimen sucesorio. Las funciones exclusivas del Parlamento español atañen a la convalidación de decretos del gobierno del Estado, la tramitación de los proyectos concernientes a los estatutos de las comunidades autónomas, la convocatoria al rey de referéndums generales, la investidura del presidente del gobierno, las mociones de confianza o de censura, e incluso la reprobación del presidente en supuestos de delitos contra la seguridad de la nación. Las denominadas funciones específicas, pero no exclusivas, afectan a la elección de 10 miembros del Consejo General del Poder Judicial y de 4 del Tribunal Constitucional, así como a la evaluación de los tratados internacionales respecto a la Constitución española. 12 EL PARLAMENTO EN LATINOAMÉRICA Tras lograr su independencia, los nuevos estados latinoamericanos han recorrido un difícil camino político, lleno de obstáculos y retrocesos, hasta conseguir la consolidación de regímenes democráticos fundamentados en sistemas parlamentarios representativos, e incluso algunos de ellos como Cuba aún no lo han logrado. Al igual que en el resto de la comunidad internacional, la variedad parlamentaria es notable. Prevalecen los sistemas bicamerales, pero también existen parlamentos unicamerales; tales son los casos de Costa Rica, Ecuador, Guatemala, Nicaragua, Panamá, Perú, o El Salvador (nótese la inclinación a esta tendencia entre los países centroamericanos). Entre los bicamerales tampoco es idéntica su denominación. Muchos de ellos (Argentina, Brasil, Colombia o Venezuela) reciben el nombre de Congreso Nacional siendo particular el caso de México, donde, debido a la propia esencia del Estado, el Parlamento se llama Congreso de la Unión. Las cámaras altas suelen denominarse Senado, y las bajas, Congreso de los Diputados o Asamblea de Representantes. Latinoamérica no ha sido ajena a la progresiva mundialización de la política en todos los niveles, evolución que se ha manifestado en el progresivo incremento de la importancia de las organizaciones supranacionales. Así, ya en 1964 se constituyó el llamado Parlamento Latinoamericano, en cuya Asamblea se encuentran representados todos los países de este ámbito geográfico. (Encarta)


PSOE de izquierda:
Si la pregunta fuera sobre la izquierda —el Estado como agente económico dominante y, últimamente, una vocación nacionalista antieuropea— la respuesta sería fácil. Sin embargo, el interrogante sobre el progresismo de partidos de centroizquierda, como el PSOE, que durante décadas han corregido el capitalismo vía socialdemocracia, es pertinente, ya que para sobrevivir están luchando —quizás rindiéndose ya— contra la tentación de coincidir con la izquierda, compitiendo en la búsqueda del voto de protesta, emocional, y desinformado sobre las posibilidades de la globalización —un voto no progresista, anclado en el pasado no el futuro—. Como ha dicho Iglesias, la izquierda tiene el corazón antiguo. Tiene razón. Y las políticas. Abundan los corrimientos del centroizquierda a izquierda. Como la ocupación del liderazgo del laborismo por el negacionismo de Blair, quien superó el thatcherismo asumiéndolo en parte, y del que se resiente más su pragmatismo (la izquierda recela de cualquier ejercicio incremental del poder) que el fiasco iraquí. O el “purismo” anti-Wall Street de Sanders (hay algo de catolicismo medieval en el rechazo de las finanzas por la izquierda). O la fracasada movilización contra los social-liberales Valls y Macron por los sindicatos franceses, esa izquierda que Rocard calificó como la más retrógrada de Europa (aquí, Tardà ha afirmado que la muy anarquista democracia directa —la calle, las asambleas, las huelgas— es superior a la democracia representativa). El PSOE ha empezado a ceder a la tentación izquierdista. Ha establecido alianzas con quienes quieren eliminarlos, como en la Comunidad Valenciana, como con Colau el PSC (ese partido que se ha autodestruido y al que no importaría arrastrar consigo al PSOE). También ha adoptado el vocabulario dramático de Izquierda Unida —“austericidio”, “emergencia social”— cuando el Estado de bienestar no ha sido eliminado por el PP —no porque no haya querido o podido—. Está habiendo una salida desigual en cargas de la crisis y con recortes, pero el Estado de bienestar persiste (hasta Rajoy se ve obligado a decir que hay que defenderlo). Expresiones como “austericidio” le hacen el juego a Podemos y no se corresponden con la realidad. No son cool. Obama ganó porque era No Drama Obama. Lo progresista no es dramático. Pero lo que más cuestiona el progresismo del PSOE viene de la demografía. Los votos que han permitido al PSOE superar a Podemos proceden de las cohortes de mayor edad, no urbanas y con menor generación de valor económico. Es decir, el partido que más tiempo ha gobernado la modernización ya no es materialmente progresista porque sobrevive gracias a fuerzas productivas poco avanzadas. El progresismo solo puede surgir de sectores profesionales urbanos, industriales o posindustriales, ganadores en la economía global (Podemos representa al voto urbano que se siente perdedor en la globalización). De manera similar, la militancia del PSOE tampoco proviene de sectores productivos objetivamente progresistas y es, además, emocionalmente izquierdista. El ejercicio de un Gobierno progresista siempre ha necesitado de un acto previo de liderazgo precisamente contra las bases radicales, como cuando González forzó la renuncia al marxismo y el sí a la OTAN. Incluso las condiciones materiales de existencia del grupo dirigente del PSOE —los Sánchez, López, Hernando, Batet, Luena— ponen en duda el progresismo del partido ya que en la mayoría de los casos su apuesta existencial es local: luchar por vacantes en las cadenas de oportunidades de carrera que todo cambio de Gobierno estatal abre. Difícilmente saldrá de ese núcleo una renovación ideológica que adecue el centroizquierda a la globalización. Progresista es reconocer que no hay alternativa al capitalismo global, pero este ha de ser corregido desde la racionalidad. Es utilizar la fiscalidad para prevenir desigualdades injustas (hay desigualdades justas): todos los impuestos necesarios pero ni un euro más de los necesarios. Por ello, es defender la reforma de la administración sin estar anclado —como la izquierda— en que fines públicos sean servidos por medios públicos. El progresismo es pragmático —como dijo en su día González, siguiendo a Deng Xiaoping, “gato blanco, gato negro, tanto da, lo importante es que cace ratones”—. Es no temer la tecnología y apostar por el crecimiento, porque se ha de partir de la creación de riqueza. Es creer en la igualdad de oportunidades y en una desigualdad basada en el mérito. Por ello las políticas más importantes son las de educación. Es llamativo que haya más pasión en Ciudadanos cuando habla de educación que en el PSOE. Educación para el mérito es la clave progresista del futuro. Y también es progresista convertir la piedad y compasión que merecen las dos o tres generaciones que han perdido el tren de la globalización —no por su culpa— en políticas de oportunidad para ellos. La retórica izquierda-derecha ya no captura los dilemas básicos actuales. La escisión fundamental es ahora entre progresistas y reaccionarios. Esta división coincide con la existente entre pragmáticos o racionales por un lado y antisistema o populistas por otro. Y sí, en esta escisión, el PSOE está con el PP y no con Podemos. Pero, sobre todo, coincide con la escisión entre globales y locales, que aleja al PSOE irremediablemente de los nacionalistas y de Podemos. La izquierda ha pasado de ser fundacionalmente “internacional” para ahora, precisamente cuando la globalización es real, volverse “nacional”. El programa que permitió al PSOE largos años de gobierno fue que a los españoles les fuera bien en su integración en Europa. Era un programa centroizquierdista, no izquierdista. Tal fue la hegemonía de este programa internacionalista que el PP no pudo ir contra él. Para implementarlo, el PSOE contó con un liderazgo carismático y pragmático y con unos cuadros excelentes en la gestión de la administración, que acabaron triunfando en Europa y el mundo, como Solana y Almunia. El PSOE también contó con la ayuda de progresistas-realistas, no todos socialistas ni de centroizquierda, especialistas en capitalismo y sus organizaciones, como Boyer, De la Dehesa y Pastor; y con especialistas en Europa como Solbes. Sin sectores profesionales progresistas y globalizados el PSOE no puede continuar modernizando España. El partido no da para ello. Hoy sólo hay un programa progresista posible: capacitar a los españoles para que les vaya bien en la globalización. Solo es libre —no alienado— quien pueda elegir dónde trabajar, sin estar limitado por demarcaciones estatales. El ámbito de las posibilidades de los españoles no está limitado a España. Trabajar en Europa, Norteamérica y ciertas partes de Asia es aprovechar las oportunidades de la globalización. La dirección del PSOE está tentada por el izquierdismo y el localismo. Si elige mal, los progresistas españoles lo considerarán un partido más, ya no el partido modernizador por excelencia. En política, el pasado, la marca, no legitima adhesiones eternas. (José Luis Álvarez, 07/09/2016)


Izquierda y Podemos:
Todos los años, Byron Wien, vicepresidente y principal gurú de Blackstone, uno de los mayores fondos de inversión del mundo, organiza los Benchmark Lunches, encuentros que tienen lugar en Long Island los viernes estivales y en los que se reúnen personas de la élite que veranean por la zona. Un centenar de participantes, entre los que se cuentan multimillonarios, académicos, gestores de fondos de capital riesgo o de capital inversión, directivos de empresas productivas y de fondos inmobiliarios, debaten acerca del estado del mundo y de las tendencias de futuro. Pero, en el de este año, Wien, quien modera las conversaciones, se sintió obligado a introducir una reflexión personal, que entiende clave en nuestra época. Desde su perspectiva, “una parte sustancial de los estadounidenses se van a dormir asustados todas las noches: porque no tienen trabajo; o porque tienen uno pero los ingresos no les llegan para pagar todos sus gastos; o porque tienen un buen empleo pero piensan que lo pueden perder fácil, ya sea por las circunstancias en que se desenvuelve su sector o porque la tecnología les reemplazará. Sanders, Trump y el populismo en general son productos de una población insegura. Ellos sienten que las políticas de sus gobiernos les han defraudado”. Si hay alguna idea que explique los cambios en la política reciente, es esta, porque describe de manera bastante ajustada el lugar en el que estamos: hay mucha gente cuyo nivel de vida ha empeorado, que mira al futuro con desconfianza, y cuyas perspectivas son bastante oscuras; hay muchos jóvenes que están convencidos de que su trayectoria profesional va a estar muy por debajo de lo que les prometieron; y hay demasiada incertidumbre en lo económico y demasiada confusión respecto de un mundo cuyas reglas no acaban de entenderse. Los ganadores Este contexto genera inevitablemente transformaciones políticas, pero los ganadores en la nueva época, al contrario de lo que suele pensarse, no son los rupturistas, sino aquellas fuerzas que optan por el pragmatismo y que prometen que la situación será transitoria (“hemos hecho esfuerzos, es hora de que llegue la recuperación, que alcanzaremos si seguimos siendo sensatos y no nos echamos en brazos de aventuras extrañas”). Pero las segundas, las que se convierten en las principales fuerzas de oposición, sí son nuevas (como hemos visto en las recientes elecciones europeas) y deben su ascenso a la canalización del descontento a través de opciones fuertes. En esta atmósfera de incertidumbre, lo que se busca en la política es seguridad y pragmatismo. La mayoría de las personas aspiran a encontrar líderes que aporten las soluciones necesarias para que les saquen del lugar en el que están o que les ayuden a conservar lo que tienen. Paradójicamente, son menos dadas a confiar en las bondades de la democracia, pero demandan remedios a las instituciones con más ahínco. De hecho, las opciones sistémicas basan en esto su oferta, una suerte de “dejemos de lado la política y hagamos lo que tenemos que hacer económicamente para solventar los problemas, porque el momento es grave”. Cargas pesadas Los populismos de derechas actúan de un modo similar, prometiendo acciones contundentes (la salida del euro, el Brexit, la ruptura con el Estado central, la expulsión de emigrantes o la devolución del país a sus nacionales), pero que son necesarias para una vida mejor. Son fuerzas de repliegue, que se cierran sobre sí, que concentran las energías en pelear por uno mismo y por los suyos. A veces tienen que ver con un regreso al pasado a través del proteccionismo, y en otras ocasiones se basan en la sensación de que, en un mundo global, su país competirá bastante mejor si va solo y no arrastra cargas pesadas. Pero sería mucho más práctico fijarnos en las causas que les empujan en lugar de en las soluciones que proponen. Los populismos de derechas no están triunfando por sus propuestas xenófobas, sino porque centran el asunto en lo que le importa a la gente, lo material. Si Le Pen o Trump han tenido éxito, más que por el cierre identitario, es porque han convencido a mucha gente de que van a crear puestos de trabajo restringiendo la globalización, o que van a sancionar con mano muy dura a las compañías que se lleven los empleos fuera de sus países, o porque han prometido a los agricultores que los malos tiempos van a finalizar, o por tantas otras cosas que generan esperanza entre los votantes de que, por fin, van a tener dinero y sus opciones laborales van a multiplicarse. Son propuestas que hacen que sus votantes se acuesten con mucho menos miedo, por utilizar los términos de Wien. Haber permanecido ciegos a este contexto, especialmente en lo que se refiere a la importancia de lo material, es lo que explica el débil presente de la izquierda en Europa, tanto de quienes ocupan posiciones más centristas y sistémicas como de quienes defienden tesis más rupturistas. El nuevo eje El gran eje de la política contemporánea no es el de derecha e izquierda, sino el que separa la ortodoxia económica, neoclásica, que siguen e imponen la UE y las principales instituciones internacionales, de quienes se oponen a su aplicación. Esa es la línea que diferencia lo que debe hacerse y lo que no, lo que se percibe como sensato y lo que se define como irresponsable. La continuidad o el cambio, lo sistémico y lo antisistémico, quedan establecidos a partir del lugar que los partidos ocupen en esa división. La izquierda sistémica, los viejos partidos socialdemócratas, ha apostado por respetar la ortodoxia económica, pero eso le está complicando la vida. Cuando dirigen un país, porque sus medidas van en contra del programa que habían defendido en las elecciones y de lo que sus votantes esperaban, y cuando son la fuerza de oposición, porque las promesas que pueden formular son bastante más débiles que las de sus competidores, en lo que se refiere al trabajo y a los ingresos. La previsión es que las reformas que se seguirán realizando, gobierne quien gobierne, provocarán un aumento de la desigualdad, y esa no es una buena noticia para el centro izquierda, porque verá cómo tanto por la derecha como por la izquierda otras formaciones hacen promesas mucho más atractivas. Su espacio quedará reducido al de pelear con la derecha sistémica por los mismos votantes, con lo que su única baza será la de mostrarse como gestores eficientes de los recursos públicos, más que sus competidores, y eso electoralmente no suena muy atractivo. La otra izquierda La izquierda que no apuesta por seguir la ortodoxia económica lo debería tener fácil en este escenario. Son buena parte de sus antiguos votantes quienes peor lo están pasando, hay descontento en la sociedad, y el contexto está dado para que pongan sobre la mesa políticas económicas diferentes dirigidas a lo material. La clase obrera y segmentos importantes de la media empobrecida y de la media podrían ser fácilmente atraídos por una apuesta fuerte en este sentido. Pero no ha ocurrido eso: esta clase de votantes es la que ha preferido respaldar a la derecha populista en Europa y la que ha dado, en buena medida, su voto al PP en España. No ha sido solo la campaña del miedo lo que ha llevado a Podemos a un decepcionante tercer puesto, sino la sensación de que en lo económico hay opciones mejores. Pero este viraje hacia la derecha de quienes lo están pasando peor es fácilmente comprensible cuando se constata lo mal que han entendido la sociedad en la que viven las nuevas formaciones de izquierda, y hasta qué punto han quedado apresadas en sus tradiciones teóricas en lugar de fijarse en la realidad. Tras del fracaso electoral del 26 J, ese que hizo que la noche de las elecciones el ambiente en la sede de Podemos fuese más que triste, fúnebre, los debates públicos e internos en la formación morada se multiplicaron. Todos empezaron a pensar qué se había hecho mal o, más propiamente, qué habían hecho mal las otras pandillas del partido (por utilizar el término de Echenique) y quiénes eran en última instancia los culpables. Últimamente, los debates que ocupan a los de Iglesias y Errejón versan sobre el tono, la posición táctica (si adoptar una posición más beligerante o más conciliadora), acerca de cómo se estructura internamente el partido, sobre si los círculos deben contar más o menos y todas esas cuestiones que no les interesan más que a ellos. En otras palabras, están hablando de sí mismos y de las viejas cuitas de la militancia izquierdista mucho más que de los problemas reales y cotidianos de la gente a la que deberían representar (o si el término no gusta, defender). Nadie ha entendido, salvo Garzón, que no está en Podemos, que lo que se impone es un análisis de la realidad, ver qué necesita la gente y qué nuevas medidas pueden ofrecerles para ganarse su confianza. En lugar de eso, discuten sobre personas, tonos y estructuras, sobre si ciclo largo o ‘blitzkrieg’, y todas esas paridas que quedan bien en Arganzuela pero que no contribuyen a que la gente tenga más trabajo o pueda pagar la luz a final de mes. Esto ocurre porque no podía ser de otra manera. Es lo que llevan haciendo desde que nacieron, solo que en lugar de acusar de obsoletas y de obstáculo para el movimiento a las pandillas internas, lo hacían con otros partidos. Nacieron como una formación reactiva, primero contra la casta, después contra la izquierda de la naftalina, después contra la socialdemocracia y ahora contra el enemigo interno. Creyeron que diciendo que estaban construyendo una izquierda horizontal y posmoderna el trayecto estaba hecho, como si ofreciendo participación en lugar de la jerarquía de los viejos partidos todo el mundo perdiera la cabeza por sumarse a un proyecto irresistible. Podemos como Primark No, esto no va de abrimos la tienda, nos anunciamos por la tele y todo el mundo acude en masa como si fuera Primark. Esto, como demuestran las últimas experiencias electorales en Occidente, va de saber ganarse a la gente con propuestas fuertes, con ideas que hagan hincapié en lo material, que tomen el empleo en serio y que hagan pensar a la gente que con otro Gobierno le iría mejor en su viLlevaba tiempo en preparación, con intercambio ocasional de disparos, pero ayer se convirtió en una contienda abierta. Pedro Sánchez tomó la iniciativa convocando un debate interno en la forma de elecciones primarias y congreso del partido. Sus críticos, decía, no se atreverán a negarle la voz a la militancia. Éstos, por su lado, han decidido intentar tomar el control del partido desde arriba, basándose en la idea de que quizás los votantes más moderados tengan otras preferencias. Muchos retratan esta guerra como una mera lucha de poder vacía de contenido, pero pocas son las batallas por el control de un partido que no contraponen visiones de fondo; y no se conoce ningún conflicto de ideas que no conlleve la intención de un bando de imponer las suyas sobre las del rival. El poder y el proyecto van de la mano, y las dudas sobre el segundo suelen emerger cuando el espacio para disfrutar del primero se reduce. Como le sucede a un PSOE que encadena varias derrotas sin precedentes. De esta manera, la guerra de las rosas dirime mucho más que el futuro de Sánchez, de Díaz, o incluso del socialismo español, pues en ella se contraponen dos visiones del papel que debe tener un partido socialdemócrata en el nuevo escenario político occidental. Escribía hace unos meses en estas mismas páginas que la formación parecía indecisa entre dos rutas: de un lado se encuentra la alternativa de colaborar con el centro y el centroderecha tradicional, o incluso ocuparlo, forjando un bloque por la estabilidad y las reformas comedidas. El primer ministro italiano Matteo Renzi representa ese camino. El contraargumento define también la vía opuesta: cualquier pacto con las élites es una traición, y por tanto el deber de la socialdemocracia es alejarse, no acercarse, al centroderecha. Hace pocos días, Jeremy Corbyn salía triunfante de su propia guerra interna, en la que también ha empleado a la militancia más movilizada como muro de contención contra los moderados (que otros llamarían establishment) del laborismo. La vía central, una en la que el socialismo se recicla para proponer nuevas coaliciones entre ganadores y perdedores de la evolución económica de los últimos años, permanece inexplorada. Y Pedro Sánchez ha decidido ir a la guerra con la estrategia de Corbyn. La alternativa de Ferraz impide facilitar una investidura de Rajoy independientemente de las veces que el país acuda a las urnas. Para ello, se ha apoyado en la porción más movilizada de la militancia. Por eso, la cúpula solo se ha movido de su segundo plano cuando ha considerado que está dispuesta a asumir explicar a las bases por qué se hace lo contrario de lo que quieren. El argumento, según ellos, es sencillo: seguir sin Gobierno deja España en una situación de bloqueo inaceptable. No es distinto del esgrimido por el resto de partidarios de las grandes coaliciones en los países del norte de Europa. Lo que omiten es que este coste en estabilidad a corto plazo se ve compensado por el beneficio de escuchar a quien pide cambio, manteniendo el sentimiento antiestablishment a raya. La experiencia en esos mismos países apunta a que cualquier unión entre el centroizquierda y el centroderecha no hace sino alimentar las pulsiones extremas en ambos lados del espectro. Los nuevos partidos contienen esa intención de asalto al poder tanto como representa un deseo de modificación profunda en las politicas y en las instituciones. Fomentar lo segundo sin dejar espacio a lo primero es el gran reto de la vieja izquierda, y la vía de concentración no lo facilita. Es por eso que es esta una guerra que no acaba aquí, ni dentro de nuestras fronteras, sino que se libra en la esfera continental: los distintos partidos socialdemócratas del continente vienen tomando posiciones desde hace años. Impulsados por convicciones ideológicas o por necesidades de competición electoral, la socialdemocracia europea en pleno enfrenta el mismo dilema: estabilidad o cambio. El viaje hacia el centro, que ha sido su ruta más habitual en las últimas décadas, no resulta hoy muy atractivo. La ausencia de un crecimiento ecónomico sólido y, sobre todo, repartido de manera equitativa debilita los argumentos de quienes propongan profundizar en el capitalismo, así sea con un corte social: para qué, pensarán muchos votantes, si ya no salimos ganando con el sistema actual. Ante semejantes situaciones de crisis estructural los socialdemócratas se han caracterizado por proponer nuevos proyectos que retejiesen la relación entre Estado y mercado. Pero hoy día carecen por completo de uno. O, mejor dicho, han renunciado a él. En realidad, la ruta de la innovación ya ha sido señalada por otros: reformas estructurales a cambio de amplio estímulo fiscal con universalización y mejora de las coberturas, a pagar por el capital y por las clases medias y altas, en una combinación que permita afrontar los retos que plantea la globalización y la tecnificación del mundo del trabajo, impulsando al mismo tiempo la plena igualdad de la mujer en el terreno económico y social. El relato está ahí, pero la clave es que ya no funciona a nivel estatal. En una Europa dividida entre acreedores y deudores, la única manera de llevar adelante un nuevo proyecto de crecimiento inclusivo es con un pacto entre los primeros y los segundos. Pero los socialdemócratas europeos llevan años atrapados en la separación progresiva de ambos mundos, de manera que Alemania cada vez está más lejos de Grecia, y Holanda, de España. Ahora, con un espacio electoral mucho más reducido en sus plazas nacionales, el centroizquierda se afana en buscar maneras más simples de sobrevivir. Llegó su hora de administrar la miseria. La guerra de las rosas del PSOE no es más que un episodio de esta gran contienda. Si finalmente se emprende un viaje al centro, se desdibuja la redistribución y potencia a sus rivales anti-elitistas. Pero si el movimiento acaba siendo hacia la izquierda sin matices, se habrá producido un equilibrio inestable de futuro incierto, que posiblemente dará alas al conservadurismo. La integración europea, única respuesta al entuerto, se ha quedado así huérfana de la atención que merece. Salvo por aquellos que, por supuesto, están contentos de tenerla toda para ellos, como chivo expiatorio perfecto. Resultaría triste, y paradójico, que Europa muriese por la cobardía de quienes en el pasado crecieron bajo su manto, pero hoy no se atreven a defenderla. Así les vaya la vida en ello. Jorge Galindoda cotidiana. En lugar de eso, hay bicicletas, lucha contra el maltrato animal, las mismas invocaciones a la defensa del Estado de bienestar que podrían hacer los socialistas, y discusiones sobre Springsteen, Coldplay y Beyoncé. Pero no es un error de Podemos, es un mal de la izquierda europea en general. Nacieron para combatir las viejas formas izquierdistas, y a eso se dedican. Todas las discusiones internas nacen de ahí: distintas tradiciones peleando por los mismos espacios. Pero esos no son los de la ciudadanía, y el triunfo de la derecha populista (y de la sistémica) está ahí para recordárselo. Y eso en Podemos, porque en el PSOE lo que están es buscando la supervivencia personal, donde la coartada ideológica ya ni se tiene en cuenta. En definitiva, que en lugar de echar un vistazo al exterior para ver cómo ganarse a la gente, están dedicados a las peleas internas; en lugar de analizar qué está ocurriendo en la calle para que en un terreno tan favorable no se hayan convertido en partidos fuertes, prefieren perseguir a los de dentro, como si acabando con los errejonistas, las pablistas, los pedristas o los susanistas los votos les fueran a caer del cielo. (Esteban Hernández, 23/09/2016)


Izquierda sin plan:
Llevaba tiempo en preparación, con intercambio ocasional de disparos, pero ayer se convirtió en una contienda abierta. Pedro Sánchez tomó la iniciativa convocando un debate interno en la forma de elecciones primarias y congreso del partido. Sus críticos, decía, no se atreverán a negarle la voz a la militancia. Éstos, por su lado, han decidido intentar tomar el control del partido desde arriba, basándose en la idea de que quizás los votantes más moderados tengan otras preferencias. Muchos retratan esta guerra como una mera lucha de poder vacía de contenido, pero pocas son las batallas por el control de un partido que no contraponen visiones de fondo; y no se conoce ningún conflicto de ideas que no conlleve la intención de un bando de imponer las suyas sobre las del rival. El poder y el proyecto van de la mano, y las dudas sobre el segundo suelen emerger cuando el espacio para disfrutar del primero se reduce. Como le sucede a un PSOE que encadena varias derrotas sin precedentes. De esta manera, la guerra de las rosas dirime mucho más que el futuro de Sánchez, de Díaz, o incluso del socialismo español, pues en ella se contraponen dos visiones del papel que debe tener un partido socialdemócrata en el nuevo escenario político occidental. Escribía hace unos meses en estas mismas páginas que la formación parecía indecisa entre dos rutas: de un lado se encuentra la alternativa de colaborar con el centro y el centroderecha tradicional, o incluso ocuparlo, forjando un bloque por la estabilidad y las reformas comedidas. El primer ministro italiano Matteo Renzi representa ese camino. El contraargumento define también la vía opuesta: cualquier pacto con las élites es una traición, y por tanto el deber de la socialdemocracia es alejarse, no acercarse, al centroderecha. Hace pocos días, Jeremy Corbyn salía triunfante de su propia guerra interna, en la que también ha empleado a la militancia más movilizada como muro de contención contra los moderados (que otros llamarían establishment) del laborismo. La vía central, una en la que el socialismo se recicla para proponer nuevas coaliciones entre ganadores y perdedores de la evolución económica de los últimos años, permanece inexplorada. Y Pedro Sánchez ha decidido ir a la guerra con la estrategia de Corbyn. La alternativa de Ferraz impide facilitar una investidura de Rajoy independientemente de las veces que el país acuda a las urnas. Para ello, se ha apoyado en la porción más movilizada de la militancia. Por eso, la cúpula solo se ha movido de su segundo plano cuando ha considerado que está dispuesta a asumir explicar a las bases por qué se hace lo contrario de lo que quieren. El argumento, según ellos, es sencillo: seguir sin Gobierno deja España en una situación de bloqueo inaceptable. No es distinto del esgrimido por el resto de partidarios de las grandes coaliciones en los países del norte de Europa. Lo que omiten es que este coste en estabilidad a corto plazo se ve compensado por el beneficio de escuchar a quien pide cambio, manteniendo el sentimiento antiestablishment a raya. La experiencia en esos mismos países apunta a que cualquier unión entre el centroizquierda y el centroderecha no hace sino alimentar las pulsiones extremas en ambos lados del espectro. Los nuevos partidos contienen esa intención de asalto al poder tanto como representa un deseo de modificación profunda en las politicas y en las instituciones. Fomentar lo segundo sin dejar espacio a lo primero es el gran reto de la vieja izquierda, y la vía de concentración no lo facilita. Es por eso que es esta una guerra que no acaba aquí, ni dentro de nuestras fronteras, sino que se libra en la esfera continental: los distintos partidos socialdemócratas del continente vienen tomando posiciones desde hace años. Impulsados por convicciones ideológicas o por necesidades de competición electoral, la socialdemocracia europea en pleno enfrenta el mismo dilema: estabilidad o cambio. El viaje hacia el centro, que ha sido su ruta más habitual en las últimas décadas, no resulta hoy muy atractivo. La ausencia de un crecimiento ecónomico sólido y, sobre todo, repartido de manera equitativa debilita los argumentos de quienes propongan profundizar en el capitalismo, así sea con un corte social: para qué, pensarán muchos votantes, si ya no salimos ganando con el sistema actual. Ante semejantes situaciones de crisis estructural los socialdemócratas se han caracterizado por proponer nuevos proyectos que retejiesen la relación entre Estado y mercado. Pero hoy día carecen por completo de uno. O, mejor dicho, han renunciado a él. En realidad, la ruta de la innovación ya ha sido señalada por otros: reformas estructurales a cambio de amplio estímulo fiscal con universalización y mejora de las coberturas, a pagar por el capital y por las clases medias y altas, en una combinación que permita afrontar los retos que plantea la globalización y la tecnificación del mundo del trabajo, impulsando al mismo tiempo la plena igualdad de la mujer en el terreno económico y social. El relato está ahí, pero la clave es que ya no funciona a nivel estatal. En una Europa dividida entre acreedores y deudores, la única manera de llevar adelante un nuevo proyecto de crecimiento inclusivo es con un pacto entre los primeros y los segundos. Pero los socialdemócratas europeos llevan años atrapados en la separación progresiva de ambos mundos, de manera que Alemania cada vez está más lejos de Grecia, y Holanda, de España. Ahora, con un espacio electoral mucho más reducido en sus plazas nacionales, el centroizquierda se afana en buscar maneras más simples de sobrevivir. Llegó su hora de administrar la miseria. La guerra de las rosas del PSOE no es más que un episodio de esta gran contienda. Si finalmente se emprende un viaje al centro, se desdibuja la redistribución y potencia a sus rivales anti-elitistas. Pero si el movimiento acaba siendo hacia la izquierda sin matices, se habrá producido un equilibrio inestable de futuro incierto, que posiblemente dará alas al conservadurismo. La integración europea, única respuesta al entuerto, se ha quedado así huérfana de la atención que merece. Salvo por aquellos que, por supuesto, están contentos de tenerla toda para ellos, como chivo expiatorio perfecto. Resultaría triste, y paradójico, que Europa muriese por la cobardía de quienes en el pasado crecieron bajo su manto, pero hoy no se atreven a defenderla. Así les vaya la vida en ello. (Jorge Galindo, 29/09/2016)


De PSOE a Podemos:
Mientras usted lee estas líneas en su calma sabatina, los barones regionales del PSOE ultiman su reunión para atar de antemano el comité federal a celebrar los próximos días en donde esperan imponer una fórmula para que Rajoy y el más corrupto partido de nuestra democracia (y mira que hay candidatos al título…) continúen gobernando cuatro años más. O lo que les deje la fronda parlamentaria que se vislumbra… Con la más que probable decisión socialista de abstenerse en la votación de investidura de Rajoy se culmina el golpe de Estado interno que marca un hito en el proceso de degeneración política del PSOE, el partido más histórico de España. No tanto por su apoyo implícito al PP, anunciador de esa gran coalición a la alemana, tan ansiada por los viejos líderes socialistas (pero no todos, no Borrell por ejemplo), sino por las razones que motivan esa abstención y por la forma en cómo se ha producido el vuelco de la dirección socialista. Es un gran fraude a los electores, uno más, porque el PSOE en su conjunto fue a las elecciones prometiendo “no es no” y luego resulta que es sí. Si alguien hubiese querido dañar definitivamente la credibilidad de la política, este es el diseño adecuado. Por negativa que sea la continuidad del Gobierno Rajoy sin rectificación de políticas o hábitos corruptos (Gürtel, Rita), se puede opinar que es un mal menor comparado con la disfuncionalidad de gobernar en funciones. Pero no es esa la razón esencial de la actitud de los barones socialistas. Lo que realmente les motiva es el miedo a unas terceras elecciones en que puedan perder sus escaños y el partido en su conjunto pierda cuotas de poder. Es el triunfo de la estrategia de Rajoy sentándose en la puerta hasta ver pasar el cadáver político de su enemigo Pedro Sánchez, a quien se la tenía jurada. Algunos comentaristas argumentan que el PSOE no tenía otra. En realidad, había una posibilidad de constituir una alternativa sobre la base de los 180 votos que tumbaron el primer intento de investidura. Y en eso estaba Pedro Sánchez, esperando, además, obtener la abstención de Ciudadanos y el apoyo de Podemos dentro o fuera del Gobierno. Y, naturalmente, la abstención o apoyo de los nacionalistas catalanes y vascos. Y esta es la segunda razón detrás del golpe de Estado. Se ha creado un autodenominado bloque constitucionalista, que excluye por definición a un tercio del electorado, como si defender el derecho a decidir legal y democráticamente fuese un motivo para denegar la participación en el sistema político. Es, en realidad, un frente anticatalán el que está en la base de la alerta roja que se declaró en el Partido Socialista cuando Sánchez intentó negociar la formación de una alternativa. Claro que Podemos perdió la oportunidad de configurar esa alternativa en parte por inexperiencia y error político, pero sobre todo porque a Pedro Sánchez le obligaron a pactar primero con Ciudadanos, el partido del Ibex 35 y vanguardia del nacionalismo español. Por eso quiso hacer un último intento de gobierno alternativo, aprovechando la nueva disposición de un Podemos que aprendió la lección. Para lo cual Sánchez tenía que desbordar los límites que le habían fijado sus poderes fácticos. La única forma era dar voz y voto a los militantes del Partido Socialista, mayoritariamente partidarios de una alianza progresista que ya gobierna las principales ciudades. De ahí la idea de un congreso y unas primarias a tiempo para presentar una alternativa. Y como la posibilidad era real, los caciques meridionales que aún mantienen su poder mediante un clientelismo corrupto decidieron que ya era la hora de decapitar a Pedro Sánchez. Sin debate real, sin dejar que se abriera la decisión a los militantes, preparando la votación de antemano e imponiendo un intimidatorio voto a mano alzada característico de la UGT de las cuencas mineras de donde viene la cabeza visible de la junta (perdón, gestora) golpista. Aquí se acaba la política de ideas y debates estratégicos y surge la realidad descarnada de aparatos de poder cuya prioridad es el poder por el poder. Aunque sea un poder escuálido que va desvaneciéndose conforme la sociedad penetra la política institucional. Sectores socialistas, y muy especialmente el Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC), han preservado la sensatez, el sentido de la democracia interna y, en último término, su honra. Y por eso ya se oyen voces para callarlos, por ser catalanes, ergo sospechosos, y resurge el fantasma de la fede­ración catalana del PSOE. Porque los políticos tradicionales saben que cualquier apertura real a la sociedad sig­nifica limitar el poder de las oligarquías políticas. Esas son las razones, unas explicitas, otras no, del golpe de Estado conducido por las brigadas acorazadas sureñas con amplio apoyo mediático e internacional. Incluso a los golpistas les da igual que Podemos se haga hegemónico en la izquierda, porque lo que quieren es moverse al centro y construir un cordón sanitario contra Podemos hasta expulsarlos del sistema institucional y confinarlos a la calle en donde los anti-disturbios les tienen ganas. Bien haría Podemos en no caer en la provocación. Por ejemplo, sería un grave error romper alianzas de gobiernos locales y autonómicos por desacuerdos que no sean de la esfera de gestión correspondiente. Precisamente porque una nueva política tiene que construirse desde fuera y dentro del sistema, es esencial ganar legitimidad en una gestión de nuevo ­tipo. Podemos tiene la oportunidad de mostrar cómo un debate democrático profundo y respetuoso es una seña de identidad de una política de nueva generación. Y tal vez si persiste esa dinámica en la sociedad, la mayoría socialista que claramente no concuerda con sus patrones tradicionales pueda, mediante debates y congresos, conectar el glorioso pasado del PSOE con el socialismo del siglo XXI. (Manuel Castells, 08/10/2016)


PSOE extraviado:
Abstención. En un sistema de democracia representativa, cuando un partido alcanza la mayoría absoluta, forma gobierno sin más. Cuando ninguno la consigue, se abre un periodo para intentar todo tipo de alianzas, coaliciones, concentraciones o pactos de legislatura que faciliten la formación de gobierno. Y si resulta imposible cualquier tipo de concertación, parece lógico admitir que debe gobernar el partido más votado. Abstenerse sin condiciones ni compromisos no es ceder sino, ante la ausencia de una alternativa viable, hacer posible la gobernabilidad del Estado sin necesidad de acudir a unas nuevas elecciones. Lo que deja abierta de par en par la puerta a una oposición atenta y estricta por parte de los partidos que se han abstenido. Todos los argumentos en contra de este simple razonamiento, fruto de la lógica del propio sistema, no se fundan en razones válidas sino en motivos de conveniencia partidaria o personal, sea quien sea el que las defienda. Así, por ejemplo, si el Partido Socialista se hubiese abstenido en una hipotética investidura del señor Rajoy, posterior al fracaso de la protagonizada por su secretario general, Pedro Sánchez, ¿qué objeción seria se le hubiese podido presentar? Ninguna. Antes al contrario, hubiese debido reconocérsele, una vez más, su contribución decisiva a la gobernabilidad del país, así como su fortaleza para seguir su camino –la socialdemocracia– sin ceder a las presiones de una izquierda radical que sólo desea su destrucción para ocupar su lugar, seguramente articulándose como una “confederación de izquierdas autónomas”. El Partido Popular. En las últimas elecciones generales, el Partido Popular obtuvo el 33’03 % de los votos; es decir, 7.906.185 españoles le votaron. Estos ciudadanos fueron muy dueños de votar lo que quisieron en uso de su libertad, y merecen exactamente el mismo respeto que los votantes socialistas, de Podemos o nacionalistas. De ahí que, más allá del juicio negativo que merezcan sus dirigentes y la actual y grave situación procesal del propio Partido Popular, no se pueda prescindir de un tercio de los votantes. Tan perverso es el sentido patrimonial del poder que suele tener la derecha, como la pretendida superioridad moral que exhibe a veces la izquierda. Por consiguiente, el Partido Popular es un adversario pero no un enemigo. Un adversario con el que se dirimen democráticamente las diferencias, de acuerdo con unas reglas. No es un rival irreconciliable. Es decir, practíquese la oposición a sus políticas, la crítica a sus abusos, la denuncia de aquellos de sus dirigentes que hayan podido infringir la ley, pero no se le excluya del juego político normal por mucha que sea la distancia ideológica. Máxime si esta exclusión se practica como forma de impostar un perfil ideológico progresista que se siente amenazado por la competencia. En este caso, quien tal hace, además de equivocarse, muestra signos evidentes de debilidad si no de obsolescencia. La deriva del PSOE. La dialéctica entre seguridad y libertad, que es axial en el ámbito del derecho, toma cuerpo en política en la contraposición entre estabilidad y reforma. La estabilidad constituye el desiderátum de conservadores y liberales, mientras que las reformas más o menos radicales son el objetivo de los progresistas de toda laya. Hay momentos históricos en que la estabilidad es el resultado natural de un cierto equilibrio social, mientras que, en otros, la urgencia de las reformas surge de forma perentoria. Hoy estamos en una de estas encrucijadas. Los costes de la última crisis económica, en forma de devaluación interna, han recaído casi exclusivamente en las clases medias y populares, y, dentro de estas, más sobre los jóvenes que sobre los viejos. Por lo que multitud de estos jóvenes –“indignados” o, mejor, “no instalados”– buscan canalizar su exigencia de reformas. Esta masa de votantes, a la que se incorporan todos los excluidos, desconfía y abomina de las clases dirigentes, no sólo de la clase política sino de todo el establishment. Y muchos de ellos ven al Partido Socialista formando parte de este núcleo de poder. ¿Desde cuándo? Tal vez la deriva comenzó a manifestarse con claridad cuando José Borrell –no se olvide su condición de vencedor en unas primarias– fue laminado como secretario general por la cúpula del partido. Quizá, entre estabilidad y reforma, el Partido Socialista lleva demasiado tiempo apostando, en ciertas cuestiones, por la estabilidad. Esto explicaría su descenso continuado de votos, muy especialmente la pérdida de su antigua hegemonía en las clases medias urbanas, y la concentración de su actual clientela electoral en zonas rurales y en personas mayores. Así las cosas, ¿puede regenerarse el Partido Socialista? Todo es posible pero será difícil. Tiene que apostar decididamente por las reformas en el marco de una socialdemocracia hoy con graves problemas de definición. Pero debe reconocerse también, en honor suyo, que el PSOE es necesario para el equilibrio del sistema, así como que su tradición le impulsa a renovarse. (Juan-José López Burniol, 08/10/2016)


Podemos: Práctica:
De un tiempo a esta parte, se conocen los debates de Podemos a través de los titulares de los medios de comunicación, las redes sociales u otro tipo de intervenciones públicas poco adecuadas para profundizar en estas discusiones. Hasta cierto punto, ello nos separa de las formaciones políticas tradicionales, en las cuales no se explicitan las diferencias en abierto y con transparencia, a menos que se encuentren ante una gran crisis. Con todo, nos parece que esos medios no se adecúan al fin de las verdaderas discusiones públicas, es decir, alcanzar posibles puntos de acuerdo y delimitar las diferencias existentes. Más allá de responsabilidades individuales o acciones de mayor o menor fortuna, este hecho nos parece un síntoma de una realidad fundamental: la ausencia de condiciones mínimas para el debate al interior de la organización y de una hoja de ruta clara y compartida. Por lo tanto, la cuestión fundamental que enfrenta Podemos no es una cuestión de tono – a la que, por otro lado, no habría que quitarle su debida importancia –, sino una de mayor profundidad: Podemos mantuvo un rumbo claro hasta el pasado 20-D cuando finalizaba la hoja de ruta establecida en Vistalegre y, a partir de entonces, va hasta cierto punto a la deriva. Esa falta de orientación estratégica en el inédito y difícil escenario abierto el 20-D, así como la ausencia de una organización asentada y de un diagnóstico acertado y compartido de la situación son factores que explican la fluctuante trayectoria en esos meses de negociaciones de gobierno. El aumento del tedio y la apatía a nivel social ante la función parlamentaria, protagonizada por una relación ambivalente con el PSOE, se vive con insatisfacción y con un cierto anhelo permanente de regreso a “los orígenes”, a un tiempo de excepcionalidad supuestamente perdido y susceptible de ser recuperado artificialmente. Este paisaje y nuestra interacción con él como formación política explican quizás mejor la pérdida de empuje y apoyos del 26-J que ningún matiz de tono o ninguna alianza poco fructífera. En buena medida, los análisis de Carolina Bescansa y Belén Barreiro acerca de los resultados electorales de las elecciones del 20-D ya apuntaron a nuestra acción política tras la entrada en el parlamento como causa fundamental de la pérdida de apoyos. La ilusión fue el origen de nuestra fuerza y, por tanto, el desencanto puede ser nuestra mayor fuente de debilidad. En estos momentos, aunque seguimos en el mismo impasse ya que la situación de bloqueo institucional persiste, la posibilidad de conformar un gobierno alternativo al del PP parece por momentos haberse esfumado. La implosión del PSOE en buena medida atravesada por la presencia anómala de Podemos y su contradicción fundamental como la obra por antonomasia de la Transición ha puesto de manifiesto de forma salvaje la profundidad de la crisis del régimen del 78, a la vez que certifica que Podemos está llamado a seguir teniendo un papel protagonista en el desarrollo de la misma. Tomarse en serio Podemos pasa por hacerse cargo de esta situación histórica y asumir nuestro papel en ella. Nada garantiza que nosotros seamos la oposición fundamental al PP en esta nueva etapa, nada garantiza que vayamos a ser capaces de erigir un proyecto de país alternativo y antagónico al de las viejas élites, y nada garantiza tampoco la articulación de una mayoría política que lo respalde. Todo eso, como hemos aprendido estos años, solamente nos lo ganaremos nosotros con nuestras acciones. Nacimos como una herramienta democrática para cambiar la vida de la gente de nuestro país, y una herramienta no vale por sí misma ni en función de su autenticidad, vale en función de su utilidad. Podemos no debe reducir su condición a la de objeto decorativo cuya belleza haya que preservar y contemplar, Podemos debe ser una herramienta útil a la ciudadanía, y para ello debe mutar y adaptarse a las nuevas circunstancias políticas. Todo ello implica la necesidad de dotarse de una nueva hoja de ruta política y de un nuevo modelo organizativo ajustado a ésta. Para esto, ya no contamos con una dirección formada por un número reducido de personas, inmaculada de errores y con un criterio prácticamente unánime, sino con una organización grande y compleja, con centenares de cargos públicos en los diferentes niveles territoriales, concejales en gobiernos municipales de las principales ciudades de nuestro país miles de círculos y militantes y millares de votantes y simpatizantes. La prioridad, ampliamente compartida en el nuevo ciclo, es la construcción de movimiento popular, aunque se puede diferir en su concreción y en los detalles, siempre fundamentales: ¿qué papel ha de jugar Podemos en ese movimiento popular más amplio? ¿Cómo relacionarse con otras fuerzas políticas y sociales desde el respeto y la autonomía para ganar autoridad en la conducción política del campo popular? ¿Cómo podemos generar sinergias entre “la institución” y “la calle”? Nosotros apostamos por el perfeccionamiento de la actividad parlamentaria como método de control al ejecutivo y a algunos resortes de poder fundamentales, por la formación permanente de cuadros políticos y técnicos, capaces de cumplir esa tarea institucional y de impulsar Podemos como una máquina de construcción social en el conflicto y también en la cotidianidad. Frente al miedo del acuciante “cretinismo parlamentario” y la domesticación institucional creemos que nuestro mayor riesgo es dar muestras de incapacidad o falta de solvencia en el complejo desarrollo de la labor parlamentaria y de gobierno y no ser capaces de generar certezas, ni aumentar nuestra credibilidad. Lejos de conexiones sociológicas estrechas con las élites, independizados de los bancos como fuente de financiación y lejos políticamente de su único programa posible por el momento, el de regeneración del régimen del 78, la falta de solvencia puede mantenernos alejados de la mayoría social que necesitamos para transformar la sociedad. La construcción de esa mayoría política necesita de “las que faltan”. En buena medida, éstas son personas que fueron fuertemente golpeadas por la crisis económica, se sitúan en las zonas inferiores de la escala de ingresos y forman parte importante de las tan aclamadas como poco comprendidas clases populares. Aún, en muchos casos, siguen votando a partidos viejos o se sitúan en los márgenes de la política institucional; parece que el statu quo les genera menor inseguridad que garantías les proporciona el cambio político o que no les hemos dado suficientes motivos para confiar en nosotros. Sostener que ese motivo es una condición de outsider difícilmente identificable que se poseyó en algún pasado remoto y que no se verificó en ningún momento – por ejemplo, en ninguna convocatoria electoral anterior – parece más una fantasía ideológica que un análisis concreto de la situación concreta. De todos modos, esto son solo pinceladas de nuestro planteamiento. Esperamos más ideas y planteadas desde diferentes perspectivas para afinar los argumentos de uno y otro lado, y sobre todo que emerjan las diferencias políticas. Tomarse en serio Podemos pasa por discutir con argumentos, honestidad intelectual y fraternidad qué hacer ante el nuevo ciclo sin agarrarnos a viejas certezas, ni a intuiciones individuales tan geniales como poco conectadas con nuestra realidad social. (Jorge Moruno Danzi, 08/10/2016)


Dos Españas:
Creo que fue Salvador de Madariaga quien sostenía que España sufrió durante más de siglo y medio un estado permanente de guerra civil, latente o explícita. Desde la Guerra de la Independencia (1808) hasta el final de la dictadura (1977) puede trazarse una línea continua de división que atravesó generaciones sucesivas, marcando a sangre y fuego la vida española. Nos dividió la política: absolutistas o liberales, reaccionarios o progresistas, monárquicos o republicanos, azules o rojos, franquistas o antifranquistas. Nos dividió la religión: confesionales o laicos, clericales o anticlericales. En palabras de Agustín de Foxá, durante siglos los españoles fuimos detrás de los curas, unos con un cirio y otros con un garrote. Y nos dividió la idea misma de la Nación: centralistas o separatistas, centrípetos o centrífugos, la España uniformada o la anti-España. Estabas de un lado o estabas del otro. El eclecticismo siempre resultó sospechoso entre nosotros. La transición empezó, al fin, a clausurar ese enfrentamiento crónico. Esta democracia y la Constitución de 1978 fue la primera cosa constructiva que los españoles hicimos juntos en 170 años. Pero la división dejó huellas que aún perviven. ¿Pueden llegar a borrarse esas huellas? En ello estamos, pero cuesta. El episodio de colapso institucional que acabamos de vivir es una muestra de ello. Para mí, lo más preocupante de lo ocurrido en estos diez meses ha sido la incomunicación absoluta entre los dos primeros partidos políticos del país, que eran los llamados a buscar una solución para el bloqueo. Se ha llegado al momento final sin que el PP y el PSOE hayan mantenido algo parecido a una conversación seria. Uno de los dos ha tenido que verse en una situación límite para dar un paso unilateral y desgarrador, inducido por el puro instinto de supervivencia. En cualquier democracia avanzada de Europa, ante un problema parecido (un resultado electoral complejo que dificulta la formación de un gobierno) los partidos mayoritarios estarían en comunicación constante desde el primer minuto. Aquí, la mera sugerencia de una aproximación se ha presentado como el preludio de una traición. El plan del jefe del Ejecutivo a partir de ahora es “incidir en los temas que unen y aparcar los que nos separan, o hacer el doble de esfuerzo para que dejen de separarnos”. Pese a los 40 años de democracia, en España la relación entre la derecha y la izquierda sigue siendo anómala. Está contaminada por una especie de deslegitimación mutua que se alza como un obstáculo insuperable para una competición política madura y sana. Me explico: En el fondo de sus corazones, las gentes de la izquierda siguen desconfiando de la sinceridad democrática de la derecha. Consideran que la derecha española aceptó la democracia a su pesar y contrariando su inclinación natural, y que eso no ha cambiado. Todavía hoy, para un típico progresista ibérico sería blasfemo aceptar que la convicción democrática de alguien del PP es al menos tan firme como la suya. Esto forma parte del complejo de superioridad moral de la izquierda, ese estereotipo que les hace suponer que ellos actúan por principios mientras la derecha se mueve exclusivamente por intereses. Una idea maniquea que, por cierto, Karl Marx rechazaría contundentemente. Las gentes de la derecha, por su parte, tienen interiorizada la creencia de que el poder del Estado es territorio de su propiedad, algo que les pertenece por naturaleza. Y tienden a ver a los gobiernos de la izquierda como usurpadores, okupas del poder a los que hay que desalojar cuanto antes para que se restablezca el orden natural de las cosas. A esos prejuicios profundos –que no se verbalizan, pero aparecen a poco que indaguemos sinceramente en nuestro interior- se añade la realidad histórica de que el PSOE es el partido de los hijos y nietos de los perdedores de la guerra civil y el PP es el sucesor del partido que crearon siete exministros de Franco para frenar el desmantelamiento de aquel régimen. Quizá por eso el PP siempre ha negado el pan y la sal a los gobiernos socialistas, practicando una oposición sectaria de tierra quemada. Y quizá por eso el hecho natural de reconocer el resultado electoral y permitir que gobierne quien puede hacerlo (descartada cualquier alternativa viable) se ha hecho casi insufrible para los socialistas, hasta el punto de llevarlos al borde de una escisión. Esta anomalía española nace de la raíz histórica que señaló Madariaga. Un laborista británico no duda del apego a la democracia de un ‘tory’; y cuando el ‘Labour’ alcanza el poder, el conservador no se siente despojado de algo que le pertenece. La diferencia está en que sus abuelos lucharon juntos contra el totalitarismo mientras los nuestros se fusilaban entre sí. Nadie tiene razones para estar orgulloso de lo que ha sucedido en España durante los últimos diez meses. Pero a veces las acciones humanas surten efectos que trascienden a sus propósitos: Está claro que en el PSOE ha primado la urgencia de salvar el pellejo ante una catástrofe electoral y en el PP el afán de retener el poder aun en las condiciones precarias en que lo hará. No obstante, este desenlace contiene elementos que pueden ser benéficos para el futuro, ayudando a madurar nuestra democracia. España vuelve a tener un gobierno legítimo emanado de unas elecciones, lo que nos hace regresar al club de las democracias normalizadas. El Partido Socialista lo ha hecho posible permitiendo el gobierno de su adversario histórico, que era el único posible tras el 26-J. En el mismo acto, vimos a los diputados del PP –junto a los de otras fuerzas democráticas, como Ciudadanos y el PNV- levantarse como un resorte a respaldar la dignidad del Partido Socialista frente al ataque navajero de un par de rufianes con escaño (ovacionados por los heraldos podemitas de la nueva España). El líder de Podemos demostró durante el debate de este sábado que para él los de ERC y Bildu son amigos y los socialistas, el enemigo Ambos hechos carecen de precedentes en nuestra democracia y hubieran sido inconcebibles hace muy poco tiempo. Ha sido necesario llevar al país al borde del precipicio para dar este paso. Pero quizá, sólo quizá, hoy estemos un poco más cerca de poner fin a la maldición histórica de las dos Españas. En todo caso, si en el futuro se reproduce un escenario como este, incluso con los papeles invertidos –lo que no es en absoluto descartable-, ni se tardará tanto ni dolerá tanto. La primera vez siempre es la más penosa. (Ignacio Varela, 31/10/2016)


Descalificativos:
A la inclasificable Gertrude Stein se le atribuye la expresión ‘generación perdida’ para definir a un grupo de escritores estadounidenses expatriados en el increíble París de los años 20. El término fue popularizado por Hemingway, a quien Stein, tomando la expresión de un mecánico de coches harto de ver tanta molicie en los empleados de su taller, le dijo: ‘You’re all a lost generation’ -algo así como ‘todos vosotros sois una generación perdida’- por su afición al alcohol y a los excesos. Desde entonces, la expresión representa una metáfora del fracaso juvenil. Poner etiquetas no es sólo una manifestación propia de la literatura. Es decir, las vanguardias, los novísimos, la generación del 98 o la ‘generación beat’. Desde hace mucho tiempo, la política ha convertido en un arte poner etiquetas para ningunear al adversario utilizando expresiones prejuiciosas con el objetivo de desprestigiarlo ante la opinión pública. Al fin y al cabo, como decía Baroja, “toda generación es desinfectante para la que precede e infecciosa para la que le sigue”. Y de ahí que marcar distancias mediante la descalificación sea un instrumento políticamente útil. Lenin hablaba del ‘renegado Kausty’ para humillarlo antes sus camaradas, y hasta el propio Alfonso Guerra bautizó a Adolfo Suárez como el ‘tahúr del Mississippi’. A Thatcher todo el mundo la identificaría como la ‘dama de hierro’, y es muy conocido que los críticos de Lerroux utilizaban la expresión ‘Emperador del Paralelo’ para denunciar su vida disoluta. Poner motes al adversario, por lo tanto, no es nada extraordinario. Lo que es singular es la banalización de determinados conceptos políticos para desprestigiar al adversario. Eso explica que ahora, por ejemplo, se hable de fascistas o, incluso, de nazis con total naturalidad, como si ambos conceptos fueran ajenos a lo que realmente significan. O como si el país se hubiera llenado de camisas negras que transitan impunemente por las calles. Sin embargo, tanto los fascismos -en sus diferentes formas- como el nazismo son ideologías totalitarias, y de ahí que manosear unos términos tan siniestros sólo sirve, en realidad, para trivializar el enorme sufrimiento que ambos movimientos llevaron a Europa durante varias décadas del siglo pasado. Hoy, incluso, se habla de ‘nazionalismos’ refiriéndose a lo que está pasando en Cataluña, lo cual es un desprecio a la memoria de millones de personas que murieron víctimas de la barbarie. El peso de las palabras El término comunismo, igualmente, se ha banalizado. Hasta el punto de que hoy cualquier idea radical de izquierdas es tachada de ‘comunista’. Desconociendo, con ello, la enorme carga ideológica que tiene un movimiento que creó los ‘gulags’, pero que, al mismo tiempo, se enfrentó con saña al fascismo. Hoy, de hecho, el término comunista está vacío de significado, y cualquier propuesta de actuación de tinte socialdemócrata es considerada por algunos como ‘comunista’, como si hoy alguien planteara seriamente la nacionalización de los medios de producción, la colectivización de la tierra o la dictadura del proletariado.Incluso, se denomina ‘extrema izquierda’ a cualquier opinión -incluida la crítica a una globalización desmesurada- contraria a la opinión dominante. Todo es tan disparatado que a tenor de lo que se puede leer hoy en muchos sitios, sobre todo en las redes sociales, habrá más de uno que piense que las calles de Madrid o de Barcelona, donde gobiernan esos comunistas a los que se refería este viernes el presidente del Gobierno en la Moncloa, están sembradas de checas. Lo mismo sucede con otras expresiones con fuerte carga ideológica, como xenofobia, cuyo uso frecuente convierte el odio hacia los extranjeros en una simpleza, en una nimiedad. Si en Europa hubiera tantos xenófobos, parece evidente que el clima de convivencia en el viejo continente sería irrespirable. Y aunque es cierto que en Europa hay mucho indeseable que tiene fobia por lo que viene de fuera, parece obvio que las calles de Londres, París o Madrid no tienen nada que ver con las del periodo de entreguerras. Por mucho que se haya deteriorado la mirada hacia el extranjero en el Reino Unido tras el Brexit, nadie está obligado a llevar escarapelas en algún sitio de su atuendo para conocer su identidad. Excesos verbales Es verdad que estos excesos verbales son útiles en términos políticos. Cuando el debate público se circunscribe a 140 caracteres, lo más rentable es tirar por la calle de en medio e insultar poniendo un calificativo para vejar al adversario. Y de ahí el éxito que tienen los exabruptos como forma hacer política. Pero eso lleva, inevitablemente, a un empobrecimiento del debate político con fatales consecuencias. Cuando alguien dice que en el PP está lleno de fascistas, en realidad, lo que está haciendo es sacar del mapa político a amplios segmentos de la población que paga sus impuestos, no se salta los semáforos en rojo y procura lo mejor para sus hijos. Y cuando alguien dice que todos los de Podemos son unos comunistas desarrapados que ni siquiera son demócratas, en realidad está insultado a millones de electores que también pagan impuestos, respetan los semáforos y procuran la prosperidad de sus vástagos. Este embrutecimiento de la política -jaleado por la mayoría de los medios de comunicación- explica que la cosa pública se haya convertido hoy en un fango que muchos no quieren pisar. Ni siquiera temporalmente. Hace poco, en una conversación privada, un ministro del actual Gobierno reconocía sus dificultades para cerrar algunos nombramientos porque la política se ha convertido en una selva. Cualquier alto cargo es sospechoso a los ojos de muchos por el simple hecho de ocupar un puesto en la Administración, y por ello es vilipendiado en las redes sociales o maltratado en ciertas televisiones a altas horas de la madrugada, lo cual expulsa del servicio público a muchos ciudadanos que estarían encantados de colaborar para que el país fuera mejor. La nueva política, desde luego, no es eso. (Carlos Sánchez, 01/01/2016)

 

 

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