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William Shakespeare (1564-1616):
Goethe opinaba que toda poesía es poesía de circunstancia; no es imposible que Shakespeare escribiera la tragedia de Macbeth, una de las más intensas creaciones de la literatura, llevado por el hecho casual de que el tema era escocés y de que un rey de Escocia, Jaime I, ocupaba el trono de Inglaterra. En cuanto a las tres brujas o Parcas, es oportuno recordar que el rey era autor de un tratado de hechicería y creía en la magia.
Más compleja y más lenta que Macbeth es la tragedia de Hamlet. El argumento original está en las páginas del historiador danés Saxo Gramático; Shakespeare no lo leyó directamente. El carácter del héroe ha sido objeto de discusiones múltiples; Coleridge le atribuye una primacía de la imaginación y del intelecto sobre la voluntad. Casi no hay personajes secundarios; recordamos a Yorick, creado para siempre por unas cuantas palabras de Hamlet, que tiene entre las manos su calavera. Son asimismo inolvidables las dos mujeres antagónicas de la tragedia, Ofelia, que comprende a Hamlet y muere abandonada por él; Gertrudis, dura, torturada y sensual. En Hamlet ocurre además el efecto mágico, elogiado por Schopenhauer y que le hubiera agradado a Cervantes, de un teatro dentro del teatro. En ambas tragedias, Macbeth y Hamlet, un crimen es el tema central; en la primera motivado por la ambición, en la segunda por la ambición, la venganza y la necesidad de justicia.
Muy diversa de las dos obras que hemos considerado es la primera tragedia romántica que Shakespeare escribió, Romeo y Julieta. El tema es menos la final desventura de los amantes que la exaltación del amor. Hay, como siempre en Shakespeare, curiosas intuiciones psicológicas. Ha sido alabado el hecho de que Romeo se encamine al baile de máscaras en busca de Rosalinda y se enamore de Julieta; su alma estaba dispuesta para el amor. Las frecuentes hipérboles, como en Marlowe, están siempre justificadas por la pasión. Romeo ve a Julieta y exclama: «Ella enseña a brillar a las antorchas». Encontramos, como en el citado caso de Yorick, personajes que nos son revelados mediante unas pocas palabras. La trama exigía que el héroe adquiriera un veneno. El boticario se rehúsa a venderlo; Romeo le ofrece oro; el boticario dice: «Mi pobreza consiente, no mi voluntad». «No compro tu voluntad, sino tu pobreza», es la contestación. Una intervención del ambiente como elemento psicológico hay en la escena de la despedida en la alcoba. Ambos, Romeo y Julieta, quieren demorar la separación; la amada quiere persuadir al amante de que el ruiseñor ha cantado, no la alondra, que anuncia la mañana; Romeo, que se juega la vida, está pronto a aceptar que el alba es un reflejo gris de la luna.
Otro drama de carácter romántico es Otelo, el moro de Venecia, cuyos temas son el amor, los celos, la maldad pura y lo que el dialecto de nuestro siglo ha dado en llamar «complejo de inferioridad». Yago, que odia a Otelo, odia también a Casio, que tiene un cargo militar superior al suyo. Otelo se siente inferior a Desdémona porque le lleva muchos años y ella es veneciana, y él negro. Desdémona acepta su destino y, asesinada por Otelo, trata de tomar sobre sí la culpa de su muerte; el amor y la fidelidad a su señor la definen. Descubierta la vil estratagema de Yago, Otelo siente esas virtudes y se apuñala, no por remordimiento, sino porque descubre que es incapaz de vivir sin ella.
Los límites que impone un manual no nos permiten más que la mención de obras capitales como Antonio y Cleopatra, Julio César, El mercader de Venecia y El rey Lear. Querríamos, sin embargo, indicar el carácter de Falstaff, caballero ridículo y querible, como Don Quijote, y, a diferencia de éste, dotado de un sentido del humor, del todo anómalo en las letras del siglo XVII.
Shakespeare dejó también una serie de ciento cuarenta y tantos sonetos, que han sido admirablemente vertidos al español por Manuel Mujica Láinez. Son, no cabe duda, autobiográficos; aluden a una historia amorosa que nadie ha descifrado del todo; Swinburne los llama «documentos divinos y peligrosos». Uno de ellos incluye una referencia a la doctrina neoplatónica del alma del mundo; otros, a la doctrina pitagórica de que la historia universal se repite cíclicamente.
La última tragedia que escribió Shakespeare es La tempestad. Ariel y su reverso, Calibán, son invenciones extraordinarias. Próspero, que destruye su libro mágico y renuncia a las artes de hechicería, bien puede ser un símbolo de Shakespeare que se despide de su labor creadora.
(J.L.Borges, Introducción a la literatura inglesa)
Sonetos: El auténtico yo:
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¿Por qué leer el soneto 144? No hay duda de que las ironías y el genio lírico de Shakespeare dan más placer al lector en muchas otras piezas de la serie; no obstante, el patetismo amortiguado pero aterrador de este poema es un valor estético único, perturbadoramente memorable y del todo universal en su poder de sugerencia. Los Sonetos son un elemento singular en el impresionante logro de Shakespeare. Es apropiado que el escritor central de Occidente, inventor de lo humano tal como lo conocemos hoy, sea también el lírico más penetrante y meditativo de la lengua inglesa. No creo que necesariamente lleguemos a conocer al Shakespeare más profundo o íntimo en los Sonetos, en donde parece velarse de modo tan enigmático como en las obras dramáticas. Como hemos visto, Walt Whitman nos ofrece tres metáforas de su ser: yo, mi alma, y el yo real o mí mismo. En los Sonetos hay casi tantas metáforas del ser de Shakespeare como sonetos. De alguna manera Shakespeare se las ingenia para que todas esas imágenes del yo sean persuasivas, aunque tentativas. La pregunta que, a modo de tributo, lanza al apuesto joven noble al comienzo del soneto 53, bien podría hacérsele a él:
¿Qué es lo que es tu sustancia? ¿De qué estás tu hecho
que mil ajenas sombras se te trasparecen?
(Harold Bloom)
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