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William Shakespeare (1564-1616):
[Su destino] ha sido juzgado misterioso por quienes lo miran fuera de su época. En realidad, no hay tal misterio; su tiempo no le tributó el idolátrico homenaje que le tributa el nuestro, por la simple razón de que era autor de teatro y el teatro, entonces, era un género subalterno. Shakespeare fue actor, autor y empresario; frecuentó la tertulia de Ben Jonson, que años después deploraría «su escaso latín y menos griego». Según los actores que lo trataron, Shakespeare escribía con suma facilidad y no borraba nunca una línea; Ben Jonson, como buen literato, no pudo dejar de opinar: «Ojalá hubiera borrado mil». Cuatro o cinco años antes de morir, se retiró a su pueblo de Stratford, donde adquirió una casa que era evidencia de su nueva prosperidad, y se entregó a litigios y a préstamos. No le interesaba la gloria; la primera edición de sus obras completas es póstuma. Los teatros, ubicados en el suburbio, eran descubiertos. El público, los groundlings, estaba de pie en un patio central; alrededor había galerías, algo más caras. No había bambalinas ni telones. Los cortesanos, acompañados por sus sirvientes, que les llevaban sillas, ocupaban los costados del escenario; los actores debían abrirse camino entre ellos. En el drama actual, los personajes pueden continuar una conversación ya iniciada, al levantarse el telón; en el de Shakespeare era forzoso que entraran en escena. Por la misma razón era preciso que retiraran los cadáveres, que solían ser abundantes en el último acto. Por eso Hamlet fue enterrado con todos los honores militares; por eso cuatro capitanes lo llevan a la sepultura y Fortimbrás dice: «Que resuenen sonoramente por él la música del soldado y los ritos de la guerra». La ausencia de bambalinas obligó a Shakespeare, afortunadamente para nosotros, a la creación verbal de paisajes. Más de una vez lo hizo también con fines psicológicos. El rey Duncan divisa el castillo de Macbeth, donde lo asesinarán esa noche, mira las torres y las golondrinas y observa con patética inocencia, ajeno a su destino, que donde éstas anidan, «el aire es delicado». Lady Macbeth, en cambio, que sabe que va a matarlo, dice que el cuervo mismo se enronquece al anunciar la entrada de Duncan. Macbeth anuncia a su mujer que esa noche llegará Duncan, ella pregunta: «¿Y cuándo se irá?». «Dice que mañana», contesta Macbeth. «Nunca verá el sol de mañana», responde ella.

Goethe opinaba que toda poesía es poesía de circunstancia; no es imposible que Shakespeare escribiera la tragedia de Macbeth, una de las más intensas creaciones de la literatura, llevado por el hecho casual de que el tema era escocés y de que un rey de Escocia, Jaime I, ocupaba el trono de Inglaterra. En cuanto a las tres brujas o Parcas, es oportuno recordar que el rey era autor de un tratado de hechicería y creía en la magia. Más compleja y más lenta que Macbeth es la tragedia de Hamlet. El argumento original está en las páginas del historiador danés Saxo Gramático; Shakespeare no lo leyó directamente. El carácter del héroe ha sido objeto de discusiones múltiples; Coleridge le atribuye una primacía de la imaginación y del intelecto sobre la voluntad. Casi no hay personajes secundarios; recordamos a Yorick, creado para siempre por unas cuantas palabras de Hamlet, que tiene entre las manos su calavera. Son asimismo inolvidables las dos mujeres antagónicas de la tragedia, Ofelia, que comprende a Hamlet y muere abandonada por él; Gertrudis, dura, torturada y sensual. En Hamlet ocurre además el efecto mágico, elogiado por Schopenhauer y que le hubiera agradado a Cervantes, de un teatro dentro del teatro. En ambas tragedias, Macbeth y Hamlet, un crimen es el tema central; en la primera motivado por la ambición, en la segunda por la ambición, la venganza y la necesidad de justicia. Muy diversa de las dos obras que hemos considerado es la primera tragedia romántica que Shakespeare escribió, Romeo y Julieta. El tema es menos la final desventura de los amantes que la exaltación del amor. Hay, como siempre en Shakespeare, curiosas intuiciones psicológicas. Ha sido alabado el hecho de que Romeo se encamine al baile de máscaras en busca de Rosalinda y se enamore de Julieta; su alma estaba dispuesta para el amor. Las frecuentes hipérboles, como en Marlowe, están siempre justificadas por la pasión. Romeo ve a Julieta y exclama: «Ella enseña a brillar a las antorchas». Encontramos, como en el citado caso de Yorick, personajes que nos son revelados mediante unas pocas palabras. La trama exigía que el héroe adquiriera un veneno. El boticario se rehúsa a venderlo; Romeo le ofrece oro; el boticario dice: «Mi pobreza consiente, no mi voluntad». «No compro tu voluntad, sino tu pobreza», es la contestación. Una intervención del ambiente como elemento psicológico hay en la escena de la despedida en la alcoba. Ambos, Romeo y Julieta, quieren demorar la separación; la amada quiere persuadir al amante de que el ruiseñor ha cantado, no la alondra, que anuncia la mañana; Romeo, que se juega la vida, está pronto a aceptar que el alba es un reflejo gris de la luna.

Otro drama de carácter romántico es Otelo, el moro de Venecia, cuyos temas son el amor, los celos, la maldad pura y lo que el dialecto de nuestro siglo ha dado en llamar «complejo de inferioridad». Yago, que odia a Otelo, odia también a Casio, que tiene un cargo militar superior al suyo. Otelo se siente inferior a Desdémona porque le lleva muchos años y ella es veneciana, y él negro. Desdémona acepta su destino y, asesinada por Otelo, trata de tomar sobre sí la culpa de su muerte; el amor y la fidelidad a su señor la definen. Descubierta la vil estratagema de Yago, Otelo siente esas virtudes y se apuñala, no por remordimiento, sino porque descubre que es incapaz de vivir sin ella. Los límites que impone un manual no nos permiten más que la mención de obras capitales como Antonio y Cleopatra, Julio César, El mercader de Venecia y El rey Lear. Querríamos, sin embargo, indicar el carácter de Falstaff, caballero ridículo y querible, como Don Quijote, y, a diferencia de éste, dotado de un sentido del humor, del todo anómalo en las letras del siglo XVII. Shakespeare dejó también una serie de ciento cuarenta y tantos sonetos, que han sido admirablemente vertidos al español por Manuel Mujica Láinez. Son, no cabe duda, autobiográficos; aluden a una historia amorosa que nadie ha descifrado del todo; Swinburne los llama «documentos divinos y peligrosos». Uno de ellos incluye una referencia a la doctrina neoplatónica del alma del mundo; otros, a la doctrina pitagórica de que la historia universal se repite cíclicamente. La última tragedia que escribió Shakespeare es La tempestad. Ariel y su reverso, Calibán, son invenciones extraordinarias. Próspero, que destruye su libro mágico y renuncia a las artes de hechicería, bien puede ser un símbolo de Shakespeare que se despide de su labor creadora. (J.L.Borges, Introducción a la literatura inglesa)


Sonetos: El auténtico yo:
Más adelante me ocuparé de discutir con cierto detenimiento cómo leer Hamlet; aquí me vuelvo ahora hacia algunos Sonetos. Dado que, como dijo Borges, Shakespeare era todo el mundo y nadie, de los Sonetos podemos decir que son a la vez autobiográficos y universales, personales e impersonales, irónicos y apasionados, bisexuales y heterosexuales, íntegros y heridos. Éste es el momento apropiado para prevenir al lector contra el dogma literario cada vez más inútil según el cual el «yo» que habla en un poema es siempre una máscara o una persona y no un ser humano. El «yo» de los Sonetos de Shakespeare es el dramaturgo y actor William Shakespeare, creador de Falstaff, Hamlet, Rosalinda, Yago y Cleopatra. Cuando leemos los sonetos estamos escuchando una voz dramática, una voz a un tiempo similar y diferente a la de Hamlet. La diferencia consiste en que escuchamos al propio Shakespeare, que no es enteramente una creación de él mismo. Sin embargo sigue habiendo una similitud entre el «Will» de los Sonetos y Hamlet o Falstaff; compungido, labra toscamente su autopresentación, aun si no puede modelarla por completo. La meditativa voz de los Sonetos de Shakespeare se cuida muy bien de distanciarse de su sufrimiento, a veces incluso de su humillación. En el conjunto oímos una historia que podría tildarse de traición; pero nunca oímos hablar de la muerte del amor, aunque existen sobradas razones para que muera. De todos los fenómenos inquietantes de la literatura, no hay para mí ninguno más inquietante que el equilibrio de Shakespeare entre la autoalienación y la autoafirmación.

[...] ¿Por qué leer el soneto 144? No hay duda de que las ironías y el genio lírico de Shakespeare dan más placer al lector en muchas otras piezas de la serie; no obstante, el patetismo amortiguado pero aterrador de este poema es un valor estético único, perturbadoramente memorable y del todo universal en su poder de sugerencia. Los Sonetos son un elemento singular en el impresionante logro de Shakespeare. Es apropiado que el escritor central de Occidente, inventor de lo humano tal como lo conocemos hoy, sea también el lírico más penetrante y meditativo de la lengua inglesa. No creo que necesariamente lleguemos a conocer al Shakespeare más profundo o íntimo en los Sonetos, en donde parece velarse de modo tan enigmático como en las obras dramáticas. Como hemos visto, Walt Whitman nos ofrece tres metáforas de su ser: yo, mi alma, y el yo real o mí mismo. En los Sonetos hay casi tantas metáforas del ser de Shakespeare como sonetos. De alguna manera Shakespeare se las ingenia para que todas esas imágenes del yo sean persuasivas, aunque tentativas. La pregunta que, a modo de tributo, lanza al apuesto joven noble al comienzo del soneto 53, bien podría hacérsele a él: ¿Qué es lo que es tu sustancia? ¿De qué estás tu hecho que mil ajenas sombras se te trasparecen? (Harold Bloom)

 

 

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