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Cultura: Notas de Muñoz Molina:
Nivel cultural español:
La cultura dejó de ser algo que una persona adquiría con su esfuerzo personal y se convirtió en el ámbito colectivo en el que se nacía; ya no era un proyecto, sino un destino; una vuelta a la comunidad del origen y no una solitaria emancipación; recluirse en los límites en vez de asomarse al mundo. Una cultura personal se adquiere con mucho tesón y mucho esfuerzo a lo largo de la vida, igual que se adquiere la destreza para tocar un instrumento o hablar un idioma extranjero: una cultura autóctona se posee tan solo por nacer en ella. [...] La fiesta como culminación del año y como gasto prioritario del presupuesto público; la fiesta legitimada por los siglos o envejecida a los pocos años de su invención; la fiesta como cultura recuperada, salvada después de una supuesta persecución que añade la categoría de víctimas heroicas a los que la celebran; la fiesta con pregones altisonantes en los que alguien cobra un dineral por celebrar con prosa de fritanga las glorias locales [...] Dejar que se degradara la educación o fomentar abiertamente la ignorancia les permitía [a la clase política] difundir mentiras y leyendas sin miedo a que los refutaran. [...] No habrían tenido tanto éxito en esa tarea si no hubieran contado con tantos cómplices entre esa clase entre periodística e intelectual que es la parte más visible de la opinión pública. [...] Ser importa mucho más que saber o que hacer. La mayor parte de los que tenían conocimientos y sabían hacer cosas se marcharon hace mucho tiempo de la política o fueron expulsados de ella. [...] Cuando a Sancho Panza se le presenta la oportunidad burlesca de ser nombrado gobernador no tiene la menor duda sobre su propia idoneidad para el cargo, aunque no sabe leer ni escribir: lo único que necesita es su condición probada de cristiano viejo; incluso el analfabetismo es una garantía añadida de su ortodoxia, porque certifica que no ha podido leer libros de herejes. [...] Al margen de las realidades casi siempre deslustradas de su población, su economía, o su situación geográfica, cada ciudad se proyectaba a sí misma en una capital fantástica dotada de un palacio de congresos, de un gran teatro de ópera, de un museo de arte contemporáneo, de uno o varios complejos deportivos de dimensiones olímpicas, un campus universitario. Los congresistas, los aficionados a la ópera, los estudiantes, los artistas contemporáneos, el público, los atletas, las multitudes dispuestas a llenar las gradas, eran tan conjeturales como los cálculos de mantenimiento de todas aquellas escenografías: importaba la maqueta, la firma del arquitecto internacional, la fotografía, el reportaje en el periódico local agradecido o en la televisión directamente súbdita.

Eventos de promoción:
[...] En Nueva York, donde las instituciones culturales dependen en gran medida del dinero privado, los programas se elaboran con mucha antelación y los presupuestos se calculan al céntimo. De pronto aparecían emisarios de ciudades de nombres desconocidos o de países que de algún modo estaban dentro de España y al mismo tiempo no tenían nada que ver con ella y estaban dispuestos a pagar sin discusión cualquier cantidad que se les pidiera por acoger una exposición de su cultura, o un concierto de un artista de aquel territorio. En algún caso el emisario sí decía venir abiertamente de España, pero estaba impaciente por gastar con la misma largueza: por llevar al museo una exposición de sus pintores más universales, y además corriendo con todos los gastos, pagando seguros, transportes y catálogos, y además cediendo al gran museo la recaudación íntegra de la taquilla.

[...] Podíamos regalar exposiciones al Metropolitan, al Guggenheim, al MoMA. Pagábamos por organizar conciertos en Carnegie Hall. Podíamos llenar la Quinta Avenida de banderolas publicitarias anunciando una exposición patrocinada por la Junta de Castilla y León, cuyos dignatarios máximos volarían expresamente para inaugurarla. Podíamos ofrecerle a la sede de las Naciones Unidas en Ginebra una bóveda pintada por Miquel Barceló. Al borde de la quiebra el ayuntamiento de Madrid podía permitirse en 2011 el lujo de anunciar en todas las farolas a lo largo de Broadway que la Gran Vía cumplía cien años. Podíamos alquilar los salones más caros del Waldorf Astoria o del Metropolitan Club para la presentación de un premio literario o de una marca de aceite, para una conferencia de un alcalde o de un presidente autonómico que a veces se empeñaban en hablar inglés por no hablar español con el resultado de que tan solo los entendían los españoles presentes en la sala, que solían ser la mayor parte de ellos.

[...] [Sobre el fingimiento sin hablar claro de los generadores de opinión] muchos extranjeros que conocen bien nuestro idioma y tienen interés en nuestro país confiesan que no entienden nuestros periódicos. [...] [Sobre la manera irresponsable de gastar sin reparar en la situación real] Para entender lo que ha pasado todos estos años en España hay que leer algunos de los pocos informes internacionales que avisaban sobre la posibilidad del desastre pero sobre todo hay que leer a Cervantes, que tenía una conciencia política tan aguda, y que con su serena ironía caló mucho más hondo que Quevedo con todas sus interjecciones y retruécanos. Hay que leer los capítulos de la segunda parte del Quijote que transcurren en el palacio de los duques, y sobre todo uno de los entremeses, el de El retablo de las maravillas.

Principios universitarios:
[...] En 1993 viví por primera vez una temporada larga fuera de España: un semestre académico como profesor visitante en la Universidad de Virginia, en la pequeña ciudad de Charlottesville. Su campus de anchas praderas y cúpulas y columnas neoclásicas lo diseñó Thomas Jefferson. Tiene la belleza severa y racional de la Ilustración combinada con toda la feracidad de los bosques del Sur. Desde el principio me gustaron mucho algunas cosas y otras no me gustaron nada, o incluso me espantaron. Pero creo que aprendí tanto de las unas como de las otras, y el proceso de aprendizaje, que dura ya casi veinte años, todavía no ha terminado, y no creo que termine nunca. La biblioteca universitaria estaba abierta desde las ocho de la mañana a las doce de la noche. Los profesores cumplían estrictamente con sus clases y con sus tutorías, y los alumnos los trataban con un respeto que no excluía la naturalidad y muchas veces coincidía con el afecto. Por primera vez encontré lo que se llama allí el honor system: los estudiantes prometían o juraban que no harían trampa en los exámenes ni en los trabajos; no había, pues, vigilancia, pero quien rompiera ese pacto de confianza sería expulsado. Me gustaba ese sentido protestante de la responsabilidad personal, tan ajeno a quien se ha educado en un país católico y autoritario, en el que la mejor razón para cumplir una norma es sentir en la nuca los ojos del que puede castigar, y en el que la trapacería picaresca se ha celebrado con más júbilo que la honradez. Claro que habría quien hiciera trampa y se felicitara en privado si se salía con la suya: pero me pareció que el cinismo no tenía prestigio.

Estilo literario preciso:
[...] Sumergirse en otra lengua es una experiencia pedagógica única: como desprenderse temporalmente de la lengua propia y por lo tanto de una parte de la identidad. Es descansar de uno mismo y de su origen. Y si uno se dedica a escribir es también el aprendizaje de una nueva disciplina de las palabras, una conciencia nueva de la austeridad y la exactitud, sobre todo cuando se viene de un idioma tan propenso a la palabrería como el español, a la palabrería y a la retórica y a las acrobacias de estilo, a la sonoridad complaciente que halaga el oído sin decir nada con sustancia. En la propia lengua uno tiende a la facilidad y al despilfarro, sobre todo si es una lengua que ha sido muy usada por charlatanes, por mercaderes de aire, por leguleyos y teólogos y demagogos políticos, hechiceros verbales. Leyendo el New Yorker o el New York Times descubrí una escritura en la que la precisión expresiva era el equivalente del respeto estricto por los hechos, de la necesidad de comprobar al máximo la veracidad de cada cosa que se decía. Me acordaba de algo que había leído en Ortega y Gasset y que en su momento me había impresionado: «O se hace literatura o se hace precisión o se calla uno». En aquellas soledades lectoras de Charlottesville me di cuenta por primera vez de que esa disyuntiva era falsa. Podía hacerse literatura haciendo precisión. Había formas de literatura en las cuales la precisión era el valor máximo, en las cuales el estilo carecía de cualquier legitimidad si no se correspondía con una fidelidad lo más exacta posible a los hechos narrados. Yo venía de una cultura en la que era habitual admirar a un embustero o a un cínico por lo bien que escribía; en la que escribir bien era un valor separado de casi cualquier otra exigencia ética o estética. Yo mismo me había dejado muchas veces llevar, en las novelas o en los artículos, por las cadencias del estilo. Solo ahora empezaba a intuir la posibilidad de una escritura mucho más seca, sin las ondulaciones que facilita tanto la sintaxis del español, una escritura afilada y no complacida en sí misma, que podría servir para comprender el mundo, no para llenarlo de bruma, que podría fijarse en las cosas para aclararlas como aquellas lentes de los primeros microscopios y telescopios que empezaron a ser pulidas en Ámsterdam en el siglo XVII. Hacer el esfuerzo, como dice Orwell, de ver con claridad lo que tiene uno delante de los ojos, in front of one’s nose. Sin periodismo serio no hay sociedad democrática. Sin información contrastada y rigurosa cualquier debate es un juego de aspavientos en el aire.

[...] Pensé en [la libertad] hace poco, visitando el centro penitenciario cercano a Madrid en el que algunos profesores me habían invitado a dar una charla a los presos que asistían a la escuela. Por supuesto que estaban en la cárcel, y que la privación de libertad siempre es un castigo. Pero las condiciones no eran degradantes y los profesores de la escuela los trataban con un respeto que probablemente no habían recibido nunca, y gracias a ellos saldrían de prisión mejor cualificados para defenderse en la vida. Lo que para los profesores, los funcionarios y los presos era normal yo me daba cuenta de lo que tenía de excepción, porque venía de un mundo en el que todo eso era inimaginable.

[...] Lo que para nosotros era inusitado para nuestros padres y nuestros abuelos había sido inimaginable: lo mismo que para nuestros hijos ha sido casi tediosamente normal y solo ahora está en peligro. Las pocas cosas fundamentales que de verdad hacen mejor la vida: el derecho a la educación pública y a la sanidad pública; el imperio de la ley; la garantía de seguir disponiendo de una vida decente en la vejez. En la mayor parte del mundo solo los ricos o los muy ricos tienen acceso a tales privilegios que para nosotros han llegado a ser derechos indiscutibles. No hace mucho más de treinta años que nosotros disfrutamos de ellos.

[...] Cuando yo era niño un bárbaro refrán resumía el lugar que había ocupado durante siglos el conocimiento en nuestro país: «Pasar más hambre que un maestro de escuela». De mayor he visto con una tristeza sin consuelo cómo el saber sigue recibiendo el mismo desprecio. Hace falta muy poca consideración hacia la enseñanza, una malla muy extensa de irresponsabilidades, para que un país tenga el índice de abandono escolar más alto de Europa, para que muchas de las personas mejor preparadas necesiten marcharse fuera para ejercer su talento. Y lo que es más grave de todo: para que se agrande la brecha entre los que están bien educados y los ignorantes, que refuerza cada vez más la división entre los privilegiados y los pobres. [...] No debería importar que alguien fuera de izquierdas o de derechas o españolista o separatista para escandalizarse por igual de que se gaste mucho menos dinero en investigación científica que en fiestas patronales o en subvenciones a partidos de fútbol, a corridas de toros, a procesiones religiosas. [...] La buena educación se contagia igual que la grosería. [...] Que cada uno haga su trabajo, decía Camus, que tuvo siempre tan poca paciencia para las abstracciones, al contrario que casi todos sus colegas de la intelectualidad francesa. Que cada uno elija ser un ciudadano adulto en vez de un hooligan o un siervo del líder o un niño grande y caprichoso, o un adolescente enclaustrado en su narcisismo. El estudiante que estudie, y si no quiere estudiar que aprenda un buen oficio y disfrute poniendo toda su inteligencia en el trabajo de sus manos. El profesor que enseñe, el padre y la madre que sean padre y madre y no aspirantes a colegas o halagadores permanentes de sus niños. Ya no podemos permitirnos el lujo de hacerles creer que el mundo es una guardería, o un parque de atracciones: es muy probable que vayan a tener vidas más difíciles que las nuestras, y necesitarán mucha preparación y mucho temple moral para salir adelante.

[...] Tenemos un país a medias desarrollado y a medias devastado, sumido en el hábito de la discordia, cargado de deudas, con una administración hipertrofiada y politizada, sin el pulso cívico necesario para emprender grandes proyectos comunes. También tenemos infinitamente más personas capaces y más y mejores medios de los que teníamos hace veinte o treinta años. Hemos mirado con demasiada tolerancia o demasiado distraídamente la incompetencia y la corrupción. Pero también nos hemos dotado, aquí y allá, de logros extraordinarios, escuelas y hospitales muchas veces magníficos, empresas que en medio de la crisis siguen creando trabajo y riqueza, instituciones científicas y culturales que han salido adelante a pesar de todos los pesares y ahora de pronto están en peligro. Hay que fijarse en lo que se ha hecho bien y en quienes lo han hecho bien para tomar ejemplo. No tendremos disculpa si no hacemos todos lo poco y lo mucho que está en nuestras manos, en las de cada uno, para que no se pierda lo que tanto ha costado construir, para asegurar a nuestros hijos un porvenir habitable, si no los alentamos y los adiestramos para que lo defiendan. Ya no nos queda más remedio que empeñarnos en ver las cosas tal como son, a la sobria luz de lo real. Después de tantas alucinaciones, quizás solo ahora hemos llegado o deberíamos haber llegado a la edad de la razón. (Antonio Muñoz Molina)

 

 

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