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[ C.S. Lewis lleva a cabo una aproximación elitista que busca el reconocimiento de la alta literatura. Reflexiona sobre los errores en el ejercicio de la crítica y la influencia de las modas. Defiende la utilidad de una clase de crítica descriptiva. Se esfuerza en clasificar las obras en función de su calidad literaria. Aboga por una lectura cuidadosa y disciplinada que fomente la sensibilidad literaria. Su ensayo La experiencia de leer se centra en autores clásicos británicos. ]

La mayoría nunca lee algo dos veces. El signo inequívoco de que alguien carece de sensibilidad literaria consiste en que, para él, la frase «Ya lo he leído» es un argumento inapelable contra la lectura de un determinado libro. Todos hemos conocido casos de mujeres cuyo recuerdo de determinada novela era tan vago que debían hojearla durante media hora en la biblioteca para poder estar seguras de haberla leído. Pero una vez alcanzada esa certeza, la novela quedaba descartada de inmediato. Para ellas, estaba muerta, como una cerilla quemada, un billete de tren utilizado o el periódico del día anterior: ya la habían usado. En cambio, quienes gustan de las grandes obras leen un mismo libro diez, veinte o treinta veces a lo largo de su vida. En segundo lugar, aunque dentro de esa mayoría existan lectores habituales, éstos no aprecian particularmente la lectura. Sólo recurren a ella en última instancia. La abandonan con presteza tan pronto como descubren otra manera de pasar el tiempo. La reservan para los viajes en tren, para las enfermedades, para los raros momentos de obligada soledad, o para la actividad que consiste en «leer algo para conciliar el sueño». A veces la combinan con una conversación sobre cualquier otro tema, o con la audición de la radio. En cambio, las personas con sensibilidad literaria siempre están buscando tiempo y silencio para entregarse a la lectura, y concentran en ella toda su atención. Si, aunque sólo sea por unos días, esa lectura atenta y sin perturbaciones les es vedada, se sienten empobrecidos.

En tercer lugar, para esta clase de personas, la primera lectura de una obra literaria suele ser una experiencia tan trascendental que sólo admite comparación con las experiencias del amor, la religión o el duelo. Su conciencia sufre un cambio muy profundo. Ya no son los mismos. En cambio, los otros lectores no parecen experimentar nada semejante. Cuando han concluido la lectura de un cuento o una novela, a lo sumo no parece que les haya sucedido algo más que eso. Por último, y como resultado natural de sus diferentes maneras de leer, la minoría conserva un recuerdo constante y destacado de lo que ha leído, mientras que la mayoría no vuelve a pensar en ello. En el primer caso, a los lectores les gusta repetir, cuando están solos, sus versos y estrofas preferidos. Los episodios y personajes de los libros les proporcionan una especie de iconografía de la que se valen para interpretar o resumir sus propias experiencias. Suelen dedicar bastante tiempo a comentar con otros sus lecturas. En cambio, los otros lectores rara vez piensan en los libros que han leído o hablan sobre ellos.

Parece evidente que, si se expresaran con claridad y serenidad, no nos reprocharían que tengamos un gusto equivocado sino, sencillamente, que armemos tanta alharaca por los libros. Lo que para nosotros constituye un ingrediente fundamental de nuestro bienestar sólo tiene para ellos un valor secundario. Por tanto, limitarse a decir que a ellos les gusta una cosa y a nosotros otra, equivale casi a dejar de lado lo más importante. Si la palabra correcta para designar lo que ellos hacen con los libros es gustar, entonces hay que encontrar otra palabra para designar lo que hacemos nosotros. O, a la inversa, si nosotros gustamos de nuestro tipo de libros, entonces no debe decirse que ellos gusten de libro alguno. Si la minoría tiene «buen gusto», entonces deberíamos decir que no hay «mal gusto»: porque la inclinación de la mayoría hacia el tipo de libros que prefiere es algo diferente; algo que, si la palabra se utilizara en forma unívoca, no debería llamarse gusto en modo alguno. Aunque me ocuparé casi exclusivamente de literatura, conviene señalar que la misma diferencia de actitud existe respecto de las otras artes y de la belleza natural. Muchas personas disfrutan con la música popular de una manera que es compatible con tararear la tonada, marcar el ritmo con el pie, hablar y comer. Y cuando la canción popular ha pasado de moda, ya no la disfrutan. La reacción de quienes disfrutan con Bach es totalmente diferente. Algunas personas compran cuadros porque, sin ellos, las paredes «parecen tan desnudas»; y, a la semana de estar en casa, esos cuadros se vuelven prácticamente invisibles para ellas. En cambio, hay una minoría que se nutre de un gran cuadro durante años. En cuanto a la naturaleza, la mayoría «gusta de una bonita vista, como cualquier persona». Les parece muy bien. Pero tomar en cuenta el paisaje para elegir, por ejemplo, un sitio de vacaciones —darle la misma importancia que a otras cosas tan serias como el lujo del hotel, la excelencia del campo de golf y lo soleado del clima—, eso ya les parece rebuscado. No parar de hablar de él, como Wordsworth, ya sería un disparate. (C.S.Lewis, La experiencia de leer, 1961)

 

 

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