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Notas:
[...] J.A. Molina Foix ha creado una antología de relatos que inspiraron a algunos de los mejores directores de cine de todos los tiempos. Pero, además, esas historias fueron escritas también por algunos de los mejores escritores. Así bien, en este libro podemos leer historias escritas por autores como Guy de Maupassant, Stefan Zweigt, Agatha Christie, Daphne du Maurier, Fiódor Dostoievski o James Joyce. Historias que inspiraron algunas películas como Rashomon de Akira Kurosawa, La paura de Roberto Rossellini, Testigo de cargo de Billy Wilder, El hombre que mató a Liberty Valance de John Ford, Los pájaros de Alfred Hitchcock, Una historia inmortal de Orson Welles o Dublineses de John Huston. Como el propio Molina Foix dice en el prólogo, no están todos los que son, pero sí son todos lo que están. Como en toda antología de relatos el nivel de todos ellos no es lineal, unos son mejores que otros y, además, en este caso, al ser de distintos autores las temáticas son muy distintas. No obstante, todos tienen un nivel bastante alto y aunque Molina Foix no ha podido incluir en el libro todas las historias que le habría gustado por cuestiones de espacio y de permisos, ha escogido una muestra que pretende ser una buena representación de la idea que defiende con esta obra: cuando una película está inspirada en un libro, más que una adaptación totalmente fiel al mismo, debe tratarse de una creación nueva y autónoma. Por eso, ha seleccionado once relatos, porque al ser historias más breves y menos desarrolladas que una novela, los directores tienen tanto la oportunidad como la obligación de extenderse más y elaborar una historia mayor, creando así una película autónoma y personal. Como decía, no todos los relatos me han parecido igual de buenos. Mientras que unos son un pequeño esbozo de una historia a la que los directores han tenido que darle forma y empaque, en definitiva, convertirlos en una historia de verdad; otros brillan por sí solos y aunque breve, nos cuentan una historia con una presentación, un nudo y un desenlace. Esta reseña es, probablemente, una de las que más me ha costado porque quería hacerlo bien. Quería tener la oportunidad de ver las dos caras de la moneda: el relato y la película; al escritor y al director. Así pues, me he leído los once relatos y he visto las once películas correspondientes, tras lo cuál, creo que he podido vivir la experiencia completa y sí, estoy de acuerdo con Molina Foix. Cuando lo que se lleva al cine es un gran libro, pocas veces (por no decir ninguna) se supera al libro. Pero la cosa cambia cuando lo que se lleva a la gran pantalla es una historia corta. La experiencia es mucho más libre y mientras ves la película, ves la película. Me explico. En muchas ocasiones cuando vemos la película que se ha hecho de un libro (que encima amamos) no podemos evitar comparar cada escena y cada diálogo; comparar a los actores escogidos para dar vida a los personajes del libro con la idea que nosotros habíamos creado de ellos en nuestra mente. Sin embargo, al ver estas películas, apenas pensaba en el relato porque en este caso las películas vuelan solas ya que gozan de una autonomía casi absoluta. Entonces, ¿qué estoy diciendo?, ¿me ha gustado Historias de cine. Relatos que inspiraron grandes películas o no? Sí, sí me ha gustado porque me ha hecho ir más allá en muchos sentidos. He descubierto historias no tan conocidas de algunos autores muy conocidos y películas que no había visto, me ha hecho reflexionar sobre las diferencias entre el lenguaje literario y el lenguaje cinematográfico y además, aunque algunos relatos no me han”llenado” del todo, otros sí lo han hecho. Como ejemplo, Miedo de Stefan Zweig. Es un relato maravilloso que en pocas hojas te hace experimentar el éxtasis y la emoción de lo prohibido y el miedo y la angustia a verse descubierto. Pocos autores captan mejor los sentimientos y pensamientos de sus personajes y te hacen empatizar más con ellos que Stefan Zweig. Por lo tanto, aunque recomiendo más este libro a amantes del cine que de la literatura, creo que los segundos también se verán recompensados con algunas buenas historias que es posible que no conocieran de algunos de sus autores de cabecera. (Eva Losada, 2017)



Llamamiento en la noche de Navidad:
Despierten de su sueño los dormidos,
muévanse los que en sombras están envueltos,
volvió a nosotros en figura humana
el que creó amoroso el universo.

Hijos de Adán, abandonad el lecho;
vestíos, hijas de Eva, vuestras galas;
escuchad el pregón del coro de ángeles;
¡Un sol nuevo en la noche se levanta!

Despiértate, pastor, de tu modorra;
sal del amor del fuego, deja el hato,
que en gélido invierno nació un místico
cordero que a la nieve gana en blanco.

Despierten de su sueño los que reinan,
los ojos hacia el trono alcen de Aquel
que es; ya, por las señas ha llegado
al mundo al que de reyes es el Rey.

Desperézate, obrero, en tu yacija
y aprieta el paso, que el camino es largo.
La mujer del canoso carpintero
alumbró felizmente otro artesano.

Magos, poetas, sabios y sofistas,
dejaos de quimeras y de ensueños;
que se ha encendido la Luz pura que abrasa
las almas e ilumina los cerebros.

Siervos del interés, del vientre ahíto
y plúmbeo corazón, saltad del lecho;
el amigo del triste y del mendigo
refulge más que el oro sobre el heno.

Rompa, el labriego su descanso justo,
y el que podó la viña y regó el huerto,
que en un establo ahora nació un Dios Niño
que del trabajador es gozo y puerto.

Dejen también las madres a sus hijos
para adorar al hijo de María;
ni un solo instante quedarán sin guarda;
los ángeles haránles compañía.

Alborócese la Naturaleza,
los marchitos resurjan y renazcan.
La serpiente el cubil oscuro deje,
y el palomo a su amada casquivana.

Casa y guarida desertad, vivientes,
venced perezas, desechad espantos.
Acérquense gozosos los humanos
al Rey Niño, al Amor que ha encarnado.
(Giovanni Papini)

El Sermón de la Montaña:
El Sermón de la Montaña es el título más elevado que tienen los hombres para existir. Para su presencia, en el universo infinito. Es nuestra justificación suficiente. Es la patente de nuestra dignidad de seres dotados de alma. Es la prenda de que podemos elevarnos por encima de nosotros mismos y ser más que hombres. Es la promesa de esta suprema posibilidad, de esta esperanza de nuestra ascensión por encima de la bestia. Si descendiese hasta nosotros un ángel desde un mundo superior y nos preguntase qué era lo mejor que habíamos hecho en nuestras casas y lo de precio más elevado, la prueba de nuestra certidumbre, la obra maestra del espíritu llegado a la cúspide de su capacidad; si eso nos preguntara, nosotros no lo conduciríamos a que viese las grandes máquinas engrasadas, los prodigios mecánicos de los que estúpidamente nos enorgullecemos, siendo así que han hecho la vida más angustiosa, más esclava, más breve -y son, además, objetos materiales puestos al servicio de necesidades y superfluidades materiales-, sino que le presentamos el Sermón de la Montaña, y después de este, únicamente después, algunos centenares de páginas entresacadas de los poetas de todos los pueblos. Pero el Sermón sería siempre el diamante único, refulgente en su limpio esplendor de luz purísima en medio de la miseria coloreada de las esmeraldas y de los zafiros. Y si los hombres fuesen convocados ante un tribunal sobrehumano, si tuviesen que rendir cuenta alos jueces de todos los errores inexpiables y de las viejas infamias renovadas cada día, de las matanzas que vienen realizándose por espacio de milenios, de toda la sangre que ha manado de las venas de nuestros hermanos y de todas las lágrimas que han caído de los párpados de los hijos de los hombres, y de nuestra dureza de corazón y de nuestra perfidia, que quizá solo pueda parangonarse con nuestra imbecilidad, no nos presentaremos ante ese tribunal con los razonamientos de los filósofos, aunque sean juiciosos y bien hilados; ni con las ciencias, sistemas efímeros de símbolos y de fórmulas; ni con nuestras leyes, miopes transacciones entre la ferocidad y el miedo. Como resaca de tanto mal, como compensación de nuestras insensatas reaciedades, como apología de sesenta siglos de historia espantosa, como atenuante única y suprema de todas las acusaciones, no tendremos otra cosa que los pocos versículos del Sermón de la Montaña. Quien lo ha leído y no ha sentido, por lo menos en el corto momento de la lectura, un escalofrío de engrandecida ternura, un impulso de llanto en lo más hondo de la garganta, un estrujamiento de amor y de remordimientos, una necesidad confusa, pero punzante, de hacer algo para que aqullas palabras no se queden tan solo en palabras, para que aquel Sermón no sea únicamente sonido y señal, sino esperanza inminente, vida cálida de todos los vivos, verdad actual, verdad para siempre y para todos; quien lo ha leído una sola vez y no ha experimentado todo eso, es que necesita antes que nadie nuestro amor, porque todo el amor de los hombres no alcanzará jamás a compensarlo de lo que ha perdido. La montaña sobre la que Jesús estaba sentado es día del Sermón era, sin duda alguna, menos elevada que aquella otra en la que Satanás le había mostrado los reinos de la tierra. Desde lo alto de la primera solo se distinguía la campiña que se extendía bajo el sol cariñoso del atardecer y un aparte del óvalo verde plata del lago, y por la otra parte, la larga cresta del Carmelo, en el que Elías venció a los marmitones de Baal. Pero desde el humilde monte que la hipérbole de los memorialistas llamó montaña, y que solo fue quizá una colina, una roca que apenas se elevaba del suelo; desde aquel monte qe ni siquiera el nombre de monte merecía, hizo ver Jesús el Reino que no tiene fin ni límites, y escribió en la carne de los corazones -no sobre tablas de piedra, como Jehová- la canción del hombre nuevo, el himno de la propia superación. ¡Qué bellos son los pie de Aquel que anuncia y predica la paz sobre los montes! Jamás fue Isaías tan profeta como en el momento en que le borbollaron del alma estas palabras. Jesús estaba sentado en una altura, en medio de los primeros apóstoles, rodoeado por centenares de ojos que miraban a sus ojos, y alguno de los allí presentes le preguntó que a quiénes tocaría aquel Reino de los Cielos del que hablaba con tanta frecuencia. Jesús le contestó con las Bienaventuranzas, que son como el peristilo fulsido di fulgore de todo Sermón. Las Bienaventuranzas, silabeadas hoy mismo con frecuencia por quienes han perdido su significado, son casi siempre mal entendidas; amputadas, mutiladas, contaminadas, deformadas, rebajadas, corrompidas, retorcidas. Sin embargo, en ellas se compendia la primera jornada, la jornada gozosa, de las enseñanzas de Jesús. Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Lucas dejó las palabras de espíritu y se refirió exclusivamente a los pobres, sin más, y muchos lo han hecho después de él; ha habido alguno, moderno y malintencionado, que se ha referido a los simples, a los tontos, a los beocios. En una palabra, nos da a elegir entre los pelones y los imbéciles. En aquel momento, Jesús no pensaba ni en los unos ni en los otros. Jesús no simpatizaba con los ricos y detestaba con toda su alma la avidez de la riqueza, tropiezo máximo para el verdadero enriquecimiento del alma; Jesús simpatizaba con los pobres y los tenía cerca de El, porque tienen mayor necesidad de que se les dé calor, y les hablaba a ellos porque precisan en mayor grado que se sacie su hambre con palabras de amor; pero no era tan estólido como para pensar que bastaba con ser pobres, materialmente, socialmente pobres, para tener derecho sin más al disfrute del Reino. Jesús no dio jamás señales de sentir admiración por la inteligencia en cuanto esta es únicamente juego de abstracciones y memoria de frases; los sistemáticos y metafísicos puros, los sofistas, los huroneadores de la Naturaleza, los tragalibros, no habrían encontrado gracia a sus ojos. Pero la inteligencia, la capacidad para comprender las señales del porvenir y el sentido de los símbolos, es decir, la inteligencia profética e iluminadora, la que se posesiona amorosamente de la verdad, era también ante sus ojos un don, y muchas veces se lamentó de que sus oyentes y sus discípulos demostraran tenerla en tan escasa cantidad. La inteligencia suprema consistía para El en comprender que la inteligencia sola no basta, que para conseguir la felicidad es preciso que cambie el alma toda -porque la felicidad no es un sueño absurdo, sino que es eternamente posible y está al alcance de la mano-, pero que la inteligencia debe servir de ayuda en esta total transmutación nuestra. No podía, pues, llamar al disfrute del Reino de los Cielos a los necios y a los bobos. Pobres de espíritu son los que tienen la conciencia plena y dolorosa de su indigencia espiritual, de la imperfección de su propia alma, de la escasez del bien en todos nosotros, de la pobreza moral en que vive la mayoría. Tan solo aquellos pobres que saben que son realmente pobres sufren por efecto de su pobreza y, porque sufren, se esfuerzan por salir de ella. Distintos -¡hasta qué punto!- de los falsos ricos, de los orgullosos, que se tienen por ricos de espíritu, es decir, acabados e imperfectibles, en regla con todos, en gracia con Dios y con los hombres, y que no sienten el anhelo de subir porque se hacen la ilusión de estar arriba, y que no se enriquecerán jamás porque no advierten su propia e insondable miseria. Aquellos, pues, que se reconozcan pobres y que sufran por conseguir la riqueza verdadera que está en la perfección, llegarán a santos como Dios es santo y de ellos será el Reino de los Cielos; en cambio, aquellos otros que no sientan el hedor de la inmundicia amasada bajo la vanagloria, no entrarán en el Reino. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. La tierra que aquí se promete no es la gleba, ni son la monarquías compuestas de ciudades. En el lenguaje mesiánico, heredar la tierra significa particiapar del nuevo Reino. El soldado que combate por la gleba necesita ser feroz. Pero el que dentro de sí mismo combate por la conquista de la nueva Tierra y del Cielo nuevo, no debe dejarse llevar por la cólera, sugeridora de males, ni por la crueldad, que es la negación del amor. Son mansos aquellos que soportan la vecindad de los malos y la suya propia, que es con frecuencia más ingrata todavía; los que no se revuelven contra los malos, sino que los vencen con su dulzura; los que no se bestializan a las primeras contrariedades, sino que vencen al adversario interior con aquella plácida obstinación que denota una fuerza de ánimo superior a la de los furores estériles y súbitos. Se asemejan al agua, que es suave al tacto y que cede el espacio a todos, pero que sube lenta, invade silenciosa, de forma que es capaz de consumir mansamente, con la paciencia de los años, las más fuertes piedras berroqueñas.

Los que lloran:
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Los afligidos, los que derraman lágrimas, los que sienten repugnancia de sí y compasión del mundo, pero no viven en la estupidez supina y borracha de la vida corriente; los que lloran la infelicidad propia y la de sus hermanos, y lloran por los esfuerzos fallidos, por la ceguera que retrasa la victoria de la luz -porque la luz no puede venir del cielo si los ojos de los hombres no la reflejan-, y lloran por la lejanía del bien soñado infinitas veces, prometido infinitas veces, pero siempre más lejano por culpa nuestra y de todos; los que lloran por las ofensas que han recibido, en lugar de aumentar sus angustias con las venganzas, y lloran por el mal que han hecho y por el bien que habrían debido poder hacer y que no han hecho; los que no se desesperan por haber perdido un tesoro visible, pero se acongojan con el ansia de los invisibles; los que lloran, apresuran con sus lágrimas la conversación y es de justicia que un día sean consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. La justicia a que se refiere Jesús no es la de los hombres, la obediencia a las leyes humanas, el conformarse a los códigos, el respeto a las costumbres y a los pactos establecidos por la mayoría. En el lenguaje de los salmistas y de los profetas, se llama justo al hombre que vive de acuerdo con la voluntad de Dios, es decir, del arquetipo supremo de toda perfección; no de acuerdo con la ley escrita por los escribas, anotada por la sutileza de los fariseos, sino de acuerdo con la ley única y simple que Jesús reduce a un solo mandamiento: Ama a todos los hombres, proximos o lejanos, conciudadanos y forasteros, amigos y enemigos. Quienes sufren un anhelo constante de esta justicia verán saciada su hambre y su sed en el Reino. Aunque no lleguen a ser en todo perfectos, les será perdonado mucho en mérito a lo que sufreron la víspera. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. El que ame será amado, el que socorra será socorrido. la Ley del talión queda anulada para el mal, pero sigue siempre teniendo valor para el bien. Nosotros cometemos de continuo pecados contra el espíritu, y estos pecados nos serán remitidos si nosotros perdonameos aquellos que se han cometido en contra de nosotros. Cristo se encuentra en todos los hombres, y lo que a estos les hagamos se nos hará a nosotros. Lo que hagáis a uno de los mínimos de entre vosotros me será hecho a Mí. Si nos compadecemos de los otros, podemos también sentir compasión de nosotros mismos; únicamente si perdonamos el daño que nos hacen los demás podrá Dios perdonar el que nos hacemos a nosotros mismos. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Son limpios de corazón aquellos que no tienen otro anhelo que el de la perfección, otro gozo que el de la victoria sobre elmal que nos persigue por todas partes. Aquel cuyo corazón rebosa de aspiraciones desatinadas, de ambiciones terrestres y de todas las lujurias que acosan a la gusanera que se retuerce sobre la tierra, no podrá ver jamás a Dios cara a cara, no encontrará nunca dulce el naufragar en su feliz magnificencia. Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios. Los pacíficos no son los mismos mansos de la segunda bienaventuranza. Estos no respondían al mal con el mal; los pacíficos son aquellos que llevan el bien a donde reina el mal, que fijan la paz allí donde las guerras hacen estragos. Cuando Jesús dijo que había venido a traer la guerra y no la paz, se refería a la guerra contra el mal, contra Satanás, contra el mundo; contra el mal que es agravio, contra Satanás que mata, contra el mundo que es eterna contienda; se refería, en una palabra, a la guerra contra la guerra. Los pacíficos son precisamente los que hacen la guerra a la guerra, los aplacadores, los que realizan obra de concordia. El origen de toda guerra es el amor de sí mismo -amor que se convierte en amor de las riquezas, en soberbia de lo que se posee, en envidia de quien tiene más, en odio hacia los humildes- y la nueva Ley viene a enseñar el odio de sí mismo, el desprecio de los bienes que están sujetos a medida, el amor hacia todas las criaturas, incluso hacia las que nos odian a nosotros. Los pacíficos que enseñan y practican este amor arrancan la raíz de toda guerra. Cuando todos y cada uno de los hombres amen a sus hermanos más que a sí mismos, ya no se producirán más guerras, ni pequeñas ni grandes, ni interiores ni imperialistas, ni de palabra ni de obra, entre hombre y hombre, entre casta y casta, entre pueblo y pueblo. Los pacíficos habrán tranquilizado la tierra y serán llamados, con justicia, hijos legítimos de Dios, y serán los primeros en entrar en su Reino.


Tras el desaliño verbal de quien no se expresa con nitidez se ocultan oscuridades de otra índole. (Lorenzo Silva)

Lengua unificadora:
La sistemática aplicación de políticas de alfabetización y lingüísticas, en la Administración y en la instrucción pública, convirtió en poco tiempo al francés, que apenas hablaba uno de cada tres ciudadanos, en lengua nacional. La política respondía al mismo espíritu racionalizador que condujo a la Convención republicana en 1793 a establecer un sistema uniforme de pesos y medidas, “uno de los mayores beneficios que esta puede ofrecer a todos los ciudadanos franceses”. En la lengua había, además, un afán explícitamente igualitario y republicano, de asegurar a los ciudadanos el conocimiento de la gran novedad de la revolución democrática: leyes escritas iguales para todos. Los ciudadanos debían conocer bien las leyes y sus derechos, poder comunicarse entre sí y con el Estado, en debates, asambleas y comisiones. La preocupación por que todos entendieran alcanzaba incluso al explícito rechazo de las formas retóricas de la monarquía: “Discourir laconiquement est le propre du Jacobin”, precisaba un revolucionario. (Félix Ovejero, 2018)

En Vietnam fueron empleados 4.000 perros entrenados para cumplir distintas funciones. Casi todos eran pastores alemanes. Antes de ser embarcados, las bodegas de los buques se adaptaron a las necesidades de estos caballos, acostumbrados a vivir rodeados de grandes cuidados. Tras un viaje en el que los equinos sufrieron mucho debido a unas fuertes borrascas, en octubre de 1945 llegaron al puerto de Newport News, en Virginia. Durante ese invierno se les proporcionó todo tipo de cuidados para que recobrasen su estado de salud.

Revolución Francesa:
Un día como hoy en la historia, hace exactamente 229 años (14 de julio de 1789), en París, Francia; el pueblo parisino se levanta en armas y asaltan la fortaleza de la Bastilla, la destacada prisión estatal convertida en símbolo del absolutismo de Luis XVI, dando por iniciada de forma oficial la Revolución Francesa que cambiará la historia para siempre. Para entender la revolución francesa hay que comprender los hechos anteriores: Desde 1775, Francia destinó gran parte de su tesoro real a financiar a Estados Unidos en las guerras contra Inglaterra. Este hecho desde 1783 trajo repercusiones terribles para el reino de Luis XVI, gran parte de la fortuna se despilfarró allí, mientras Francia acumuló tres malos años de cosechas que fueron letales. El precio del pan y otros alimentos se dispararon desde 1786, y como consecuencia cada 2 meses el Rey cambiaría de encargado de finanzas. Algunos propusieron que para alivianar la pésima situación del campesinado y los artesanos de la ciudad había que elevar los impuestos a los nobles y el clero, lo que desencadenó que la nobleza expulsará a todos los que propusieron estos proyectos, hasta caer en la figura del ministro Necker quien intentará manejar las finanzas del Reino a duras penas. Así, llegamos a 1789, con una nobleza que acrecentó su patrimonio, con un Clero dividido entre humildes y ricos; y un campesinado hambriento mientras la burguesía de las ciudades veía frustrados todos sus negocios y aspiraciones políticas. Ese año ante el panorama difícil y angustiante; el Rey convoca de emergencia a los Estados Generales; compuestos por tres estamentos: el Primer Estado (el clero), el Segundo Estado (la nobleza), el Tercer Estado (los burgueses y el campesinado). Las sesiones comienzan y muchos diputados se mostraron abiertos a profundos cambios dentro del Antiguo Régimen, ante este hecho el Rey Luis XVI en junio de ese año cierra el Palacio de Versalles a los miembros del Tercer Estado y busca evitar que voten en favor de cambios. Los disputados del Tercer Estado quedan afuera, pero se reúnen en una sala de Juego de Pelota donde proclaman mantenerse unidos hasta la conformación de una Constitución. El rey perdía poder ante el tercer estamento que lo agobia. El 9 de julio, los Estados Generales se disuelven y se conforma la Asamblea Nacional Constituyente con los tres grandes estados pero donde los burgueses y el campesinado tendrán más representantes que los nobles y el clero. El 11 de julio, el ministro de finanzas, Necker es destituido y desde las ciudades llaman a tomar las armas e iniciar el final del régimen. El 14 de julio ‘curiosamente’ fue el día que más costó el pan en Paris desde hacía un siglo y medio. Los convoyes que abastecían las ciudades fueron asaltados por los campesinos hambrientos desabasteciendo la ciudad. Finalmente, el pueblo parisino se levanta en armas y 1.000 miembros de la milicia urbana asaltan el símbolo del Antiguo Régimen: la Bastilla, antigua cárcel y en ese momento depósito de armas y municiones. La cárcel era dirigida por Bernard René de Launay quien junto a 115 soldados defenderán la fortaleza. Tras duros y cruentos combates, la Bastilla caerá a manos de los revolucionarios ese mismo día, liberándose los apenas 7 prisioneros que había dentro y tomándose grandes cantidades de armas, cañones y municiones. Rene de Launay, será ejecutado por los revolucionarios por disparar al pueblo desarmado. Unos 98 revolucionarios morirán al intentar acceder a la Bastilla armados con objetos improvisados y unos pocos cañones. Desde París se creará la Guardia Nacional de Francia compuesta por artesanos, comerciantes y ciudadanos. La población enojada tomaría el centro de la ciudad en pocas horas. La revolución había comenzado y toda Europa era testigo de algo nunca antes visto y que traería consecuencias macro históricas.


Arte del buen morir:
Nos encontramos en la actualidad ante una tercera excursión en el universo filosófico humano. Desde hace más de 2500 años, el camino comenzó con el “res”, con el Realismo, para luego hacer un segundo recorrido, en el siglo XVI con el Idealismo. A mediados del siglo XX ha comenzado un nuevo y más refinado emprendimiento. Ya no puede haber una escisión entre Realismo e Idealismo, sino que ambas corrientes deben soportarse en un sistema filosófico aún mucho más profundo, un sistema absoluto a partir del cual tener las certezas de que todo lo que se derive de él tenga una base sólida. Equivocarse, en el mundo de la filosofía, ya no es una opción. Según la ontología contemporánea, la categoría óntica (y ontológica) que todo lo sustenta, lo verdaderamente absoluto, es la vida. La vida ha de ser, pues, la base de todo pensamiento y existencia. En este contexto, la vida no se entiende como la breve existencia de un organismo, sino que es entendida de la forma más holística posible. La vida es el todo que todo lo incluye, es ese sistema dinámico y siempre cambiante que, sin cometer el error de compararle con un organismo (ni de atribuirle sus características), muy bien puede ser imaginado como la complejidad existente más general. La muerte, bajo este concepto de la vida, es un evento más. Es un fenómeno que está supeditado a la vida, que es parte de ella, más no es su opuesto. Esta baja jerarquía de la muerte respecto a la vida es importante de resaltar, pues es parte de la base de una nueva ética que ha estado efervesciendo, aunque con dificultad, desde el siglo XIX. ¿Cuál es esa base ética? Lo que la ontología actual se propone ya venía consumándose en el siglo XIX y XX en varias ideas de Nietzsche, Bergson y Heidegger: la vida como sistema base de todo lo demás, incluso de la ética. Y pues, bajo el contexto de la ética, prácticamente todo lo que está a favor de la vida ha de ser acordado como bueno, y por lo tanto, todo lo que va en su contra, como lo malo. En los tiempos que corren, en donde somos esclavos de las consecuencias de la Revolución Industrial y del renacer de los lamentables misticismos, no es la vida la base moral que se practica. La muerte en los tiempos que transcurren se ha convertido en un tema tabú. En occidente resalta la influencia del cristianismo en nuestro sistema de valores, así como en oriente la del hinduismo. Y en ambos sistemas la muerte ha de tener un dejo de melancolía y dolor, algo de acento tan catastrófico que es menester “liberarse”, confiar en que la vida no terminará ahí, tener la certeza de un más allá. La desrealización, desde un punto de vista psicológico, y como patología, se transforma así en virtud. No en vano la “vida eterna” y “la reencarnación” son los motores fundamentales de las mencionadas doctrinas. Si se le extrae esto de sus discursos, ni el cristianismo ni el hinduismo prevalecerían en el tiempo. Desde una ética pro-vida, todo lo que resulta de la enfermedad, de la debilidad, de la incapacidad, de la morbilidad, de la frialdad, de la pasividad; todo lo estatizante, lo multiplicador del dolor, lo contrario a la grandeza, a la rapidez, a la fuerza, a lo fluido, a lo dinámico, a lo prevaleciente; todo eso es denominado maldad. Echemos un vistazo por fuera de la ventana y observemos que la vida es eso: la resonancia de todo lo vivo y todo lo que lucha, siempre. ¿Quiere decir esto que la nueva ética propone como moral la primacía del más fuerte? No. Como moral humana, debemos basarnos en los que nos diferencia como humanos, y esto es la razón. Sería errado emular la selección natural, si la comparación me es permitida (pues la obedecemos aún cuando no estemos de acuerdo con ella). Que la vida y todo lo que la convierta en un símbolo refulgente prevalezca, pero coloquemos el filtro intermedio de la razón. Ahora bien, cuando nos acercamos a la sepultura, cuando estamos en las vísperas de la muerte, tan cierto es el buscado basamento en la vida holística que hasta hay resultados experimentales que lo confirman. Sólo basta consultar en las escuelas de psicología cómo es la perspectiva de una mente anciana. El cerebro se reacondiciona para prepararse a dejar de existir. A la mente del anciano todo resulta lento, aburrido, calmado, sin importancia, sin esperanza, sin nada qué esperar. El anciano mismo desea morir en ocasiones, y este es un efecto físico-químico, no moral, lo cual es sorprendente. La vida nos tiene condicionados hasta para esto. ¿Qué es lo que se estila, empero, en nuestras"Hay que morir con orgullo cuando ya no es posible vivir con orgullo" sociedades? Toda la maroma religiosa que atenta justamente en contra del propósito de la vida holística. Se nos impone tabúes con el suicidio y con la eutanasia. Se nos importa como valores la extensión de todo sufrimiento, la multiplicación de dolor, multiplicándolo entre todos los parientes y allegados además del que sufre propiamente. De esta decadencia moral actual se nos imprime en la conciencia que hay que vivir porque sí, “hasta que los dioses nos quiten la vida que nos han dado”, hasta que ya no demos más, aún cuando ya no esperamos nada del agonizante ni el agonizante espera nada de sí mismo. Hasta se nos infunde temor ante la auto-inmolación, pues no son pocas las creencias en la que se nos envía al infierno. ¡Y vaya deidad la que nos manda al infierno sólo por querer salir con dignidad de una vida en la que se ha sufrido tanto! Revisen la congruencia de sus ideas amigos creyentes. Me gustaría que el mismo Nietzsche expusiera su opinión a través de la siguiente cita (extraída de su libro El ocaso de los Ídolos):

    “Moral para médicos. El enfermo es un parásito de la sociedad. Es indecoroso seguir viviendo cuando se llega a cierto estado. Seguir vegetando, dependiendo cobardemente de médicos y medicinas, una vez perdido el sentido de la vida, el derecho a vivir, debiera ser algo que produjese un hondo desprecio a la sociedad. Los médicos, a su vez, deberían ser los intermediarios de ese desprecio: dejar a un lado las recetas y experimentar cada día una nueva dosis de asco ante sus pacientes... Hay que crear en el médico una nueva responsabilidad ante todos aquellos en que el interés supremo de la vida ascendente exija que se aplaste y que se elimine sin contemplaciones la vida degenerante; por ejemplo, en lo relativo al derecho a engendrar, a nacer, a vivir... Hay que morir con orgullo cuando ya no es posible vivir con orgullo. La muerte, elegida libremente, realizada a tiempo, con lucidez y alegría, rodeado de hijos y de testigos, de forma que todavía sea posible un auténtico adiós, al que asista verdaderamente quien se despide y haga una tasación real de lo deseado y de lo conseguido a lo largo de toda su vida; la muerte, así, se opone totalmente a la horrible y lamentable comedia que el cristianismo ha hecho de la misma. No le debemos perdonar nunca al cristianismo que haya abusado de la debilidad del moribundo para violar su conciencia, al igual que ha hecho con la forma de morir para emitir juicios de valor sobre el hombre y sobre su pasado. Frente a todos los prejuicios cobardes, hay que restablecer, antes que nada, la apreciación justa, es decir, fisiológica, de la que llaman muerte natural, que, en último término, no es más que una muerte «no natural», un suicidio. Nadie nos causa la muerte más que nosotros mismos. Sólo que se trata de una muerte en unas condiciones despreciables, una muerte no libre, una muerte a destiempo, una muerte propia de un cobarde. Por amor a la vida, habría que desear otra forma de morir: libre, consciente, sin influencia del azar, sin sorpresas. Un consejo, por último, a los pesimistas y demás decadentes. No podemos impedir el hecho de haber nacido: pero podemos reparar ese error —porque en ocasiones es un error—. Cuando un hombre se autosuprime, hace lo más estimable del mundo; con ello, casi se merece vivir... La sociedad, ¿qué digo?, la propia vida obtiene más ventaja de esto que de una «vida» en medio de renuncias, anemia y demás virtudes; se libra a los demás del espectáculo de una existencia así, y se libra a la vida de una objeción...”

La crítica de Nietzsche es dura como toda su filosofía, propia de todo amante de lo vivo y excelso. No por ello es objeto de desacreditación. Hay que recordar que la muerte no siempre fue vista con los mismos ojos a lo largo de la historia. Ya los griegos practicaban la eugenesia, que poéticamente podría describirse como una búsqueda de una mejor calidad de vida, a expensas de la muerte. Los espartanos anhelaban morir en batalla para colmarse de gloria, al igual que los vikingos, cuyo Valhalla sólo admitía a los guerreros que morían en las primeras filas de combate. También son muy famosos los rituales suicidas japoneses, en donde el seppuku era símbolo sin igual del honor. Como se ve, la postura ante la muerte es, pues, un comportamiento sustentado en un tremendo componente aprendido, un componente social. Ante la vida, como concepto holístico, no podemos conservar esa mezquindad de espíritu de seguir viviendo porque sí. Desde una moral plantada en la existencia global de todo lo viviente, no hay proceder más ruin que ese. Es una cuestión de respeto propio y de respeto para con los demás. (Salvador Suniaga)


La vuelta al mundoen 80 días:
Hay maravillosos momentos en el devenir de la literatura en los que la experiencia se combina gratamente con la técnica, con la creatividad, con la oportunidad y con el talento. Toma de un niño compulsivamente curioso su apetito cultural; encáusalo en la geografía, en las letras, en los saberes, en el mar y en la libertad. Que el jovencito crezca feliz y con mirada brillante, hágale escribir, aproveche cuando llegue la madurez de su espíritu, incítele, y obtenga un clásico como “La vuelta al mundo en 80 días” de un Julio Verne. Las peripecias de Phileas Fogg y Passepartout fueron expresadas en la madurez literaria de Verne, pero, a pesar de que esta sea la opinión común, es menester decir que aún se puede sentir entre líneas cierta candidez y chasta cierta fragancia naïve. El niño Verne está escondido ahí: detrás de cada conclusión feliz, detrás de cada conflicto resuelto, detrás de cada heroísmo, e incluso en el afluente mismo de la novela; cuya culminación, según éste que suscribe las presentes líneas, hubiera sido perfecta justo cuando Fogg le cierra la puerta en la cara a su sirviente para quedarse a solas con Aoda. Las demás palabras garabateadas en son de remate, sobran. En contra de tales ideas, muy bien se pudiera argumentar la textura decimonónica en la que se desenvuelve el relato, y sobre todo, en la que vive Julio Verne. Y razón no falta, pues mucha inocencia era patente aún por aquellos días. No obstante, el ser humano ha sido complejo siempre, y no calza, por ejemplo, en la cuadratura que Verne le ha dado a Fogg ni al buen Passepartout. ¿Cómo se explica, rasgando lo primero que viene a mente, que el frío, calculador e imperturbable Phileas Fogg haya sido un marinero? ¡Y uno experto ante oleajes bravíos, además! Verne tenía experiencia como navegador, lo cual multiplica la perplejidad que causa el asunto. Y de expertos bucaneros que de alguna manera se vuelven millonarios, metódicos y flemáticos, también queda la angustia de un Passepartout que, a despecho de ser francés, se descarga en él toda la juventud y pasión que le falta al primero. ¿Búsqueda de un balance, quizás? De acuerdo. Pero el balance existe también en ese árbol de contrastes que echa raíces en el interior de todas las personas. En pocas palabras: no hay personas lineales. Personajes lineales, tampoco debería. Que se opine, empero, que precisamente ese doble juego con Phileas Fogg sea indicio del árbol de contrastes referido, solo Hay un niño escondido detrás de cada pequeña victoria en el relato.prepara otra observación. Como ya se ha dicho, no hay espíritus lineales en el mundo, pero por otro lado, al experimentar con este hecho, con esa no-linealidad, tampoco es válido realizarlo con saltos, con tonos discretos, con teclas de piano. Se es blanco y negro, se es bueno y malo, racionalista e impulsivo; todo a la ves, sí, pero de una cima no se salta a la otra, sino que más bien se transita por el valle que separa a las dualidades. Muy bien, Phileas Fogg no pudiera ser un personajes lineal, pero entonces hay que reconocer que carece de transición, de continuidad. No se puede ser marinero y una máquina humana de racionalización de golpe. Otro asunto bien curioso es la descripción, casi peyorativa, que Verne realiza de los estadounidenses, o “americanos” –valga el eufemismo. Un territorio en dónde todo puede pasar, en donde los problemas son resueltos a puñetazo y disparos, es la impresión que deja el autor al trazar el retrato de la Norteamérica de finales del siglo XIX. Y quizás no le falte razón, pero se siente la ya clásica afincada del francés contrariando el estilo de vida americano. Aún siendo así, se ha de asentir con Verne ante las evidencias históricas de la barbarie estadounidense. Fue verdad. Por cierto, ¿todavía lo será? Pero entre todo esto, abunda la aventura y el humor. Resulta muy difícil no sonreír mientras se lee el relato, sobre todo ante las variopintas sorpresas que le suceden al buen Passepartout y ante las enrevesadas elucubraciones del agente Fix. Lo hilarante de algunos episodios y la adrenalina que otorga la curiosidad de saber cómo se desarrollará (más no cómo terminará) la historia es el verdadero enganche de este Julio Verne de estilo rococó. Y es cuando se llega al final de la narración que se adivina porqué ese niñito escondido en Julio ha decidido escribir tal historia. Es la admiración hacia la ciencia, el móvil de todas sus novelas, la que no hace excepción en este relato. Y así, explicando cómo es que se puede ganar un día más en nuestro calendario si se recorre el planeta sin descanso en dirección oriente, justo así, es que Verne se siente finalmente satisfecho con la obra. Casi se le escucha envainar la pluma en el tintero una vez culminada esa idea. (Salvador Suniaga)


Dios según Aristóteles:
i bien es cierto que la filosofía exige un devenir del pensamiento supremamente más riguroso que todos aquellos misticismos espirituales y religiosos (a los que la tradición nos mantiene lamentablemente acostumbrados), también es factible observar nacer de ella una teología, pero proveniente de los más profundos abismos mentales de varios reconocidos y escrupulosos pensadores. Esto no debe entrañar una contradicción, pues, como ya se ha dicho anteriormente en estas páginas, cada Dios es del tamaño de la conciencia que lo elucubra. Justo por esto, analizar el problema de Dios desde el punto de vista de la filosofía, más que parecer algo insólito, es elevar el nivel del debate a uno más sublime, responsable y profundo. Esta oportunidad será correspondiente a la teología de Aristóteles, el artífice por excelencia de toda la arquitectura filosófica de la Grecia antigua, y por ende, de una muy extensa parte del conocimiento de la humanidad hasta bien entrada la Edad Media. Este titán del pensamiento fue discípulo directo de Platón a la vez de ser su gran amigo, lo cual no evitó que fuera su principal crítico y reformista de la filosofía de aquel. Bajo una concepción metafísica en la que Platón había dividido el mundo en dos, a saber, en una realidad de las ideas y de las cosas en sí y en una realidad ilusoria, remedo imperfecto de la primera, que sería la que nos rodea y a la que estamos acostumbrados; Aristóteles había analizado esta concepción, la había puesto bajo sospecha, y luego logró refutarla para hacer de lo que había de cierto en ella una filosofía mucho más sólida e inexpugnable. Así fue cómo Aristóteles se coronó como el padre del Realismo, al refutar elegantemente ese dualismo platónico de dividir la realidad en dos planos, y al demostrar que no existe un mundo atrás del mundo, ni por encima del mundo, ni más allá del mundo. Desafortunadamente pareciera que aún hoy varios “pensadores” no se han percatado de esta refutación, e insisten en colocar el centro de gravedad de la verdad en planos místicos, imperceptibles y anacrónicos de realidad alterna. No es de extrañar que muchos “filosofillos” y “espirituales” del hoy sean preponderantemente platónicos. O Kantianos. Así es pues como Aristóteles establece en su Metafísica, en su Física y en su Psicología retazos de ideas que en conjunto conforman una concepción de Dios bastante particular, muy distinta a las concepciones religiosas comunes, y sobretodo, muy superior. Para entender el dios de Aristóteles hay que comprender primero lo que significa el concepto de contingencia, desde el punto de vista filosófico. Un fenómeno en la vida es contingente si así como ha ocurrido muy bien pudo haber ocurrido de otra manera. Nosotros, por ejemplo, hemos nacido, pero si las circunstancias hubiesen sido de forma diferente, no estaríamos aquí. Es decir, que nosotros somos contingentes, o para decirlo en otras palabras (a fin de llegar a la rigurosidad filosófica), no somos necesarios: al ser pero con la posibilidad de no haber sido, no tenemos (en nosotros) una razón que fundamente o justifique nuestra existencia. Existe pues una identidad, una especie de equivalencia, entre ser contingente y no ser necesario. Luego, después de unos momentos reflexivos, es fácil concluir que todo en la vida es contingente o innecesario; que así como han ocurrido los eventos que han desembocado en este presente muy bien pudieron haber derivado en algún otro. Vale destacar que gracias a que somos contingentes se demuestra que somos libres, y por lo tanto, responsables de nuestros actos. Desde la perspectiva aristotélica, si algo es contingente o innecesario, entonces debe su razón a otra cuestión precedente que le haya guardado su fundamento. Si éste algo precedente sigue siendo contingente, entonces debe su razón a un tercer “algo” anterior al que le deba su fundamento. Ascendiendo sucesiva e infinitamente, Aristóteles concluyó que debe existir un ser que sea necesario por él mismo, que no sea contingente. Ese ser sería Dios. Es por ello que para este filósofo no haría mayor falta demostrar la existencia de Dios, porque si su argumento de la no-contingencia es cierto, tan solo con ver las cosas que nos rodean estamos certificando que Dios existe. ¿Cómo es que las cosas y nosotros existimos? Existimos porque tenemos un fundamento, una razón de ser para existir, y la fuente de ese fundamento es justamente Dios. Por lo tanto, todo lo que existe nos remite inevitablemente a la absoluta necesidad (no-contingente) de una divinidad planificadora. Por otro lado, Aristóteles reconocía en la contingencia, en lo no necesario, movimiento. ¿Qué es movimiento en este contexto? Movimiento significa una transferencia, un devenir, un transcurrir, un ser que pasa a un no ser. Ser contingente es estar en movimiento, es un “no” a lo inmutable y a lo real en si; al no ser necesario, se es un tránsito y no un fin, se es una relatividad y no un absoluto. Por esta razón, si Dios no es contingente, no puede tener movimiento. La inmovilidad (que implica inmutabilidad) es la primera característica de Dios que se deriva de lo anterior. Asimismo, si Dios resulta inmovible, entonces no puede ser material. Todo lo que posee materia es susceptible de movimiento, pues lo material cambia, es y no es sucesivamente. Y lo material no solo posee movimiento en cuanto a naturaleza y esencia, sino que también, desde un punto de vista más básico, es susceptible de cambio en cuanto a posición y forma. Por todas estas razones, por ser lo material un sinónimo de lo mutable, la inmaterialidad de Dios es otra de Sus características. Otra de las implicaciones de la no-materialidad de Dios es su no-posibilidad o no-latencia, sino que empero es inmanentemente presente. Dios es, según las palabras de Aristóteles mismo, el “acto puro”. Explicándolo: la materia, como ya se ha mencionado, implica un movimiento, y este movimiento implica a su vez una latencia de ser. La materia, al cambiar, va deviniendo, va siendo y transformándose constantemente en otra cosa, va sucediéndose a sí misma. Lo material por tanto implica posibilidad, implica un futuro distinto al presente, una potencialidad de “llegar a”, “de ser”, de “convertirse en”. Ergo, si Dios no es material, no puede encerrarse en Él posibilidad alguna, ni potencialidad ni latencia. Dios es. Dios no puede estar siendo, Dios no puede llegar a ser, Dios es el ya; no es ni pasado ni futuro, sino el presente mismo, es la franja justa que divide lo pretérito de lo venidero. Es el pleno instante, el pleno acto, el acontecer mismo ya ejecutado. Entonces, si Dios es necesario, no-contingente, inmóvil, inmaterial; si no posee latencia ni posibilidad sino que ya es, si es el acto puro, si no coexiste en un plano de realidad alterna Dios es pensamiento puro.sino que existe en esta realidad, la única realidad, ¿cuál es la actividad de Dios? La actividad de Dios sería el pensamiento puro. La única forma de que Dios se mantenga como la causa primera y la justificación primera de todas las cosas, a pesar de ser inmutable, inmóvil, inmaterial, no-latente y existente en el mismo plano real, es, según Aristóteles, que sólo se permita “pensar pensamientos”. O “Noesis noeseos”, como el filósofo dice. Más aún, el único pensamiento en el que puede estar pensando Dios es en Él mismo, porque el pensamiento de Dios no puede dirigirse a las cosas más tanto en cuanto son ellas productos de sí mismo. Como se puede deducir, esta “especie” de divinidad no puede hacer algo más que pensar, porque sino violentaría su inmovilidad. No puede permitirse el sentir, pues sentir es imperfección. No puede desear, ni apetecer, ni querer, pues esos son síntomas de latencia y carencias. No puede emocionarse; mucho menos, en contraste con las divinidades populares, podría ser juez o verdugo, ni un ente que premie o castigue. Este Dios somos nosotros mismos y todo lo que nos rodea, somos sus pensamientos. La realidad, la única realidad existente, es un subproducto de la intelección pura de Dios, en donde Él sería su base creadora primera y su justificación única primigenia. Cabe destacar que cualquier rito o tradición religiosa en esta concepción está completamente fuera de lugar. Pues bien, he aquí a grandes rasgos toda la teología aristotélica. Es con certeza una concepción de Dios mucho más avanzada y profunda que la concepción antropológica tradicional (un dios padre, moral, bueno, represor y cumplidor de deseos), aunque para ser rigurosos, todavía persisten en el filósofo algunas ideas muy antropológicas, como eso de un "dios pensante", por ejemplo. En el mismo orden de ideas, bien vale acotar que la arquitectura filosófica de Aristóteles fue válida hasta el siglo XVI, en donde los nuevos avances científicos y el movimiento renacentista que le hizo compañía echaron por tierra sus bases metafísicas y ontológicas. Digamos que el asunto de la contingencia y de las causas primeras fue resuelto luego, sin necesidad de intervenciones divinas. (Salvador Suniaga)

Anotaciones:
Y el diario de navegación del oficial de guardia, donde se registraba el tiempo, la velocidad del viento, la presión atmosférica, la humedad relativa, la velocidad, las anotaciones de distancias, las revoluciones por minuto... Un diario que registra con precisión los caprichos del mar como compensación a la incapacidad del hombre para trazar el diagrama de sus propios estados de ánimo. (Yukio Mishima, El marino que perdió la gracia del mar.)

Antisemitismo:
Durante la primera mitad del siglo XIX, el nacionalismo se había asociado con la izquierda. Ahora lo invocaba más a menudo la derecha, y en conexión con la xenofobia (hostilidad hacia los extranjeros), en general, y el antisemitismo, en particular. La trayectoria personal/política de Édouard Drumont ofrece un buen ejemplo. Drumont fue un periodista antisemita de gran éxito que atribuyó todos los problemas de la Francia de finales del siglo XIX a los efectos desastrosos de una conspiración internacional judía y que tachó de «judíos» a todos los enemigos de la derecha política. Drumont mezcló/fundió tres vertientes antisemitas: el viejo antisemitismo cristiano, que condenaba al pueblo judío por matar a Cristo; el antisemitismo económico, que insistía en que la poderosa familia de banqueros Rothschild era representativa de todos los judíos; y el pensamiento racial de finales del siglo XIX, que enfrentaba a la raza aria (indoeuropea) con la raza semítica (inferior). Drumont encajó estos temas en una influyente ideología de odio. «Los judíos en el ejército» subvertían el interés nacional; los escándalos financieros provenían de «conspiraciones internacionales»; la cultura de masas, el movimiento femenino, las salas de baile y todas las novedades que supuestamente estaban corrompiendo la cultura francesa demostraban sencillamente el peso de los «intereses cosmopolitas e internacionales de los judíos»; los «ricos banqueros judíos» o «avaros socialistas y sindicalistas judíos» vivían a costa de los campesinos y pequeños comerciantes de Francia. Drumont machacó con estas cuestiones en su periódico La libre parole («Palabra libre»), fundado en 1892, a través de su Liga Antisemita y con el masivo y vendidísimo volumen de quinientas páginas La Francia judía (1886), que vendió cien mil copias durante los dos primeros meses. (Coffin)

 

 

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