Giner de los Ríos             

 

Giner de los Ríos:
Giner de los Ríos:
Es muy difícil acostumbrarse a carecer del calor de aquella llama viva”. Así escribía José Castillejo, alma de la Junta para Ampliación de Estudios, el 20 de febrero de 1915 tras haber acompañado al cementerio civil de Madrid los restos de don Francisco Giner de los Ríos en un sudario blanco y rodeados de romero, cantueso y mejorana del Pardo, sus pequeñas amigas del monte. Una consternación profunda se apoderó de todos. De los de siempre (Azcárate, Cossio, Rubio, Jiménez Frau), pero también de los grandes del 98, como Azorín, Unamuno o Machado, y de los jóvenes europeístas del 14, como Ortega, Azaña o Fernando de los Ríos. Unas violetas de Emilia Pardo Bazán, y quizás unas flores traídas por Juan Ramón acompañaban también, junto al pesar de los poetas nuevos, a la sencilla comitiva. Todos quedaron como suspendidos en una honda sensación de orfandad. Por esperada que fuera, la muerte de Giner dejó a la cultura española sin aliento, sin calor, sin luz. Aquel hombre incomparable había sido su más importante referencia moral durante medio siglo. Y la más decisiva incitación educativa de la España contemporánea. Con un sereno gesto histórico, con pasión pero con paciencia, sin ceremonias ni grandilocuencias vacías, que tanto despreciaba, había dicho suavemente su gran verdad a todos los maestros hambrientos y desasistidos de España: que el oficio de educar era la más importante empresa nacional. Una lección que aún nos sigue repitiendo desde entonces y que tenemos que aprender de nuevo una y otra vez.

En su pequeña escuela de la calle del Obelisco, la Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876, había tomado sobre sí la tarea de enseñar a los españoles a ser dueños de sí mismos. Para ello tuvo que luchar denodadamente contra la resistencia sorda y rencorosa de las viejas rutinas hispanas. Lo hizo durante toda su vida, con un sentido profundo de su deber civil y una resolución inquebrantable. Y con un gran respeto por todos. Tenía una viva conciencia de que la Institución era observada y cuestionada, y que no iba a permitírsele el más mínimo error, pero tenía también palabras de gratitud para quienes la hostigaban y perseguían porque también eso era estímulo para el cuidado y la mejora. Giner de los Ríos había nacido en Ronda en 1839 y recaló en Madrid a hacer sus estudios del doctorado en la década de los sesenta. Allí encontró a sus maestros Julián Sanz del Río y Fernando de Castro, a cuyo lado reposa todavía hoy. La filosofía krausista que estos habían introducido en la Universidad española fue el prisma por el que miró la realidad española. En ella aprendió la tolerancia religiosa, el culto a la razón y a la ciencia, la integridad moral y el liberalismo político genuino (no el meramente exterior y postizo). Pero con estos pertrechos no se encajaba bien en la Universidad de la época, vigilada hasta la asfixia por el dogmatismo intransigente de los católicos. Esa manía tan nuestra de exigir juramentos a los profesores, sobre esta o aquella constitución, le llevó dos veces a ser expulsado de su cátedra. Simplemente pensaba que no debía hacerlo y no estaba dispuesto a hacer componendas con su propia conciencia. Al no ceder, puso en pie en España junto a sus maestros la primera piedra de esa libertad de cátedra que hemos tardado cien años más en poder disfrutar. Giner experimentó una profunda decepción ante la conducta política de la juventud liberal durante el sexenio revolucionario (1868-1873). Sus palabras, que también nos hieren hoy, son el mejor comentario: “¿Qué hicieron los hombres nuevos? ¿Qué ha hecho la juventud? ¡Qué ha hecho! Respondan por nosotros el desencanto del espíritu público, el indiferente apartamiento de todas las clases, la sorda desesperación de todos los oprimidos, la hostilidad creciente de todos los instintos generosos. Ha afirmado principios en la legislación y violado esos principios en la práctica; ha proclamado la libertad y ejercido la tiranía; ha consignado la igualdad y erigido en ley universal el privilegio; ha pedido lealtad y vive en el perjurio; ha abominado de todas las vetustas iniquidades y sólo de ellas se alimenta”. Para quien sepa leer, poco hay que añadir. Desalentado, expulsado de nuevo de la Universidad por negarse a jurar nada ni aceptar textos oficiales, se perfila en su ánimo la convicción de que sólo la educación “interior” de los pueblos (como él la llama) es eficaz para promover las reformas y los cambios que la sociedad necesita, aunque nunca parece querer. Ni medidas políticas, ni pronunciamientos, ni revoluciones. Oigámosle otra vez algunos años después, tras el desastre del 98: “En los días críticos en que se acentúan el tedio, la vergüenza, el remordimiento de esta vida actual de las clases directoras, es más cómodo para muchos pedir alborotados a gritos ‘una revolución’, ‘un gobierno’, ‘un hombre’, cualquier cosa, que dar en voz baja el alma entera para contribuir a crear lo único que nos hace falta: un pueblo adulto”. Un pueblo adulto, dueño de sí mismo. Por eso entregó Giner en voz baja su alma entera. Y la expresión más cabal de esa entrega fue la Institución Libre de Enseñanza. Con ella se vino a saber entre nosotros que la implantación memorística de textos y letanías no era educar, sino a lo sumo instruir, y de mala manera. Que para aprender era necesario pensar ante las cosas mismas, activamente, tratando de descifrar su disposición y su razón de ser. Se supo también que la integridad moral no tenía nada que ver con reglamentos externos, y premios y castigos; era más bien una suerte de señorío sobre sí mismo que surgía de convicciones profundas. Que la catequesis religiosa debería desaparecer de la escuela, pues no hacía sino adelantar las diferencias que dividen a los seres humanos, ignorando la raíz común de humanidad que los une a todos. Que una creencia religiosa impuesta coactivamente traiciona la propia religión y profana las mentes vulnerables de los niños. Que las conquistas de la ciencia expresan el camino del ser humano hacia la verdad, la única verdad que hay que respetar por encima de tradiciones, prejuicios y supersticiones. Que estudiar para examinarse una y otra vez es necio y dañino, pues mina la salud sin descubrir al niño el goce del estudio y el descubrimiento. O que las niñas (estamos en 1876, no se olvide) deben educarse no sólo como los niños, sino con los niños, porque establecer una división artificial en la escuela no sólo es una discriminación errónea, sino una solemne estupidez. Y tantas otras cosas. Para Giner de los Ríos había que transmitir en la educación la idea de que la propia vida ha de ser vista como una obra de arte, como la realización libre y capaz de las ideas que cada uno se forja en el espíritu, la plasmación de un proyecto personal. En eso consistía ser dueño de uno mismo. Y a eso se entregó en la Institución Libre de Enseñanza. Desde ahí irradió a todo el país con una brillantez y una profundidad que todavía hoy nos causan asombro y apenas hemos sido capaces de asumir. Esas entre otras son las razones que hoy, cien años después, nos llevan con unas flores al cementerio civil. (Francisco J. Laporta, 18/02/2015)


Giner y la tercera España:
La mañana del 7 de mayo de 1874, el general Serrano, presidente del Gobierno, llegaba a Madrid victorioso: el ejército del Norte acababa de levantar el cerco de Bilbao por los carlistas. A la misma hora –escribe Vicente Cacho–, y por las mismas inmediaciones de la estación del Norte, bajaba un sencillo ataúd conducido por ocho porteros de la Universidad Central y seguido de un centenar de hombres. El muerto era don Fernando de Castro, rector de la Universidad de Madrid tras la revolución de 1868 y sacerdote separado de la Iglesia. Llegados al cementerio civil –“miserable corral de abrojos”– y tras una severa ceremonia, el cadáver recibió sepultura junto a la de don Julián Sanz del Río, introductor del krausismo en España. Entre los asistentes estaba don Francisco Giner de los Ríos. Nada le hacía destacar. Sin embargo, ese profesor universitario de treinta y cinco años, pequeño, enjuto y erguido iba a ser quien continuase, hasta entrado el siglo XX, la herencia ideológica de los dos hombres allí enterrados, a través de la Institución Libre de Enseñanza. La Institución Libre de Enseñanza ha ­sido –según Florentino Pérez Embid– el más coherente y sostenido intento de configurar la vida de este país según los principios de la cultura europea moderna. La Institución continuó el movimiento krausista, pero su mensaje se fue completando con otras ideas: el liberalismo doctrinario, el economicismo individualista, el positivismo, el neokantismo, el realismo literario y artístico, y siempre, de modo subyacente, el progresismo demócrata y republicano. Algunos institucionistas asumieron ciertos postulados del marxismo, pero la actitud mental y vital de los hombres de la Insti­tución fue la de la izquierda burguesa: laicismo, secularización, refinamiento estético, puritanismo moral, propósitos minoritarios y formas de vida típicas de la clase media. En la conformación de estas aportaciones como un corpus doctrinal y en su traducción en un estilo de vida, fue determinante don Francisco Giner, quien definió con nitidez los contornos de una “tercera España” que intenta, una y otra vez, dejar sentir su voz, y que siempre es acallada por las otras dos Españas cainitamente enfrentadas. Salvador de Madariaga escribió en su libro España (1955) unas palabras un tanto chuscas pero expresivas. Dicen así: “(La Guerra Civil) se debió al efecto combinado de dos pronunciamientos a la española: el de don Francisco Largo Caballero, caudillo del ala revolucionaria de la Unión General de Trabajadores, y el de don Francisco Franco, caudillo de la Unión General de Oficiales. En julio de 1936, estos dos hombres encarnaron la tradición española de intervención violenta en la cosa política. Azaña, harto tardíamente, pensó en encarnar otra tradición española, la de la transacción razonable y el acuerdo mutuo que tan admirablemente cultivaba don Francisco Giner. En esta batalla de los tres Franciscos, el verdadero, el grande, el creador, el que era esperanza de España fue la víctima de la acción violenta de los otros dos. Y, sin embargo, aunque todavía demasiado inorgánica para hacerse oír, la verdadera España estaba con don Francisco Giner”. Las otras dos Españas no perdonaron nunca a Giner. Porque es cierto –como se ha dicho– que, cuando en la Guerra Civil estallaron las viejas tensiones religiosas y sociales, la ola de violencia desencadenada pulverizó y aventó, como escorias burguesas, todo lo que quedaba de cuantos centros y organismos habían sido hogares e instrumentos de los hombres de la Institución. Pero también es verdad que existen múltiples episodios que ponen de relieve como la otra España –la vencedora– trató de igual forma a los institucionistas que permanecieron fieles a la República. Don Francisco Giner, desencantado por la revolución de 1868, la Gloriosa, todo lo fio –como recuerda el profesor Sotelo Vázquez– a la tarea educadora a la que consagró su vida. No fue suficiente. La “tercera España” fue otra vez derrotada. Pero no importa. Siempre reaparece, de una u otra forma, la vocación reformista y regeneradora. Y es justo recordar desde Catalunya que el esfuerzo regenerador de Giner y de la Institución fue acompañado por un intento análogo protagonizado por el movimiento catalanista. El profesor Cacho Viu ha levantado acta de ello en un libro de expresivo título: El nacionalismo catalán como factor de modernización. Hoy, cuando todo esfuerzo parece baldío, es tiempo de reafirmarse en los ideales que informaron la vida y la tarea de tantos y tantos españoles que –como don Francisco Giner y sus discípulos– soñaron una España abierta por culta, en paz por justa y acogedora por plural. Una España que se acepte a sí misma como es. Hay que clavar los pies en la arena y aguantar. Pero no de una manera pasiva y resignada, sino activa e ilusionada: esforzándose, como sintetizó Antonio Machado, en “un duelo de labores y esperanzas”, verso que da título a un excelente libro colectivo sobre Giner, publicado recientemente por la Universitat de Barcelona. (Juan-José López Burniol, 18/06/2016)


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