Duelo por la República Española             

 

República Duelo por la República Española:
En la noche del 22 al 23 de agosto de 1936, Manuel Azaña y su amigo y abogado Ángel Ossorio mantuvieron una larga y dramática conversación en el Palacio Nacional. Habían llegado a Palacio las noticias de las atrocidades cometidas por milicianos en el asalto a la cárcel Modelo de Madrid, donde fueron abatidos o fusilados varias decenas de presos, entre otros Melquíades Álvarez, antiguo jefe político de Azaña en el Partido Reformista. Azaña no puede soportar el duelo inmenso por la República, la insondable tristeza que le produce la matanza y siente veleidades de dimisión. Ossorio, que ha sido llamado por Cipriano de Rivas, cuñado del presidente, intenta tranquilizarlo recurriendo a un argumento que irrita a su amigo, pero que acaba por calmar su ansiedad: las muertes de aquellas personas, muchas de ellas encarceladas con el único propósito de garantizar su seguridad, entraban en la "lógica de la historia". Esa conversación, que Azaña reproducirá en su diario y en La velada en Benicarló, condensa como ninguna otra el drama político y de conciencia vivido por un puñado de republicanos -y por algunos socialistas- ante la enormidad de los crímenes cometidos en los territorios que habían quedado bajo autoridad nominal del Gobierno legítimo. Lo vivían, ese drama, quienes, sabiendo de los crímenes y sintiendo repugnancia por tanta sangre derramada, decidieron mantenerse leales a la República. No se lo plantearon los que mataban, que consideraban la muerte de los representantes del viejo orden social como una exigencia de la revolución; tampoco quienes, sin matar, los justificaban por alguna necesidad histórica o porque antes de la revolución fue la rebelión, como el católico y jurista Ossorio; ni, en fin, quienes apoyándose en su comisión se apresuraron a poner tierra por medio para refugiarse en una tercera España que se pretendía neutral y se constituía, en París, como reserva de futuro.

De modo que el debate sobre la naturaleza y alcance de los crímenes cometidos en territorio de la República como consecuencia inmediata de la rebelión militar es tan viejo como aquellas semanas de julio y ha suscitado no solo apasionados enfrentamientos, sino grandes obras literarias, como el paseo por Madrid del profesor particular de filosofía Hamlet García, un álter ego de Paulino Masip; o la atormentada angustia de un joven juez durante los Días de llamas, de Juan Iturralde; o los cortos, magistrales, relatos de Manuel Chaves Nogales. Tal vez si nos situáramos en esa larga y honda corriente y abandonáramos la vana pretensión de decir algo grande y definitivo -esa "puñetera verdad" a la que se refiere Javier Cercas- que no se haya dicho ya mil veces sobre nuestro horrible pasado, evocaríamos los crímenes entonces cometidos en zona republicana como una tragedia por la que todos tendríamos que hacer duelo.

Porque el duelo del que hablaba Azaña obedecía a la evidencia - insoportable para quienes esperaron algún día que la República significara el amanecer de un nuevo tiempo-, de que esas matanzas nada tenían que ver con su defensa ni con los valores por ella representados, sino con el comienzo de una revolución social que, entre otras catástrofes como acelerar la derrota, significaría, de triunfar, el fin de la misma República. Cuando se comparan los crímenes de los rebeldes con los de los leales, al modo en que Ossorio se lo decía a Azaña: ellos comenzaron; o se insiste en que fueron menos: ellos matan más; o se reducen a desmanes de incontrolados: ellos planifican; lo que se olvida es que esos crímenes obedecieron a una lógica propia, reiteradamente publicitada desde discursos de líderes anarquistas, comunistas y socialistas, repetidos cada vez que se cometía un crimen masivo: que era preciso destruir desde la raíz el viejo mundo, prender fuego a sus símbolos y proceder a la limpieza de sus representantes. De esta suerte, muchos miles de asesinados en las semanas de revolución no lo fueron por franquistas ni por apoyar a los rebeldes: de lo primero no tuvieron tiempo ni de lo segundo, ocasión. Murieron porque quienes los mataron creían que una verdadera revolución -que es una conquista violenta de poder político y socialsolo puede avanzar amontonando cadáveres y cenizas en su camino. Fue en ese marco y movidos por estas ideologías y estrategias por lo que se cometieron en territorio de la República, durante los primeros meses de la guerra, crímenes en cantidades no muy diferentes y con idéntico propósito que en el territorio controlado por los rebeldes: la conquista, por medio del exterminio del enemigo, de todo el poder en el campo, en el pueblo, en la ciudad. Luego, desde los hechos de mayo de 1937 en Barcelona, la guerra continuó, la República consiguió rehacer un ejército y un mínimo aparato de Estado y, aunque no se puso fin a las ejecuciones sumarias, al menos se controlaron las matanzas. Solo ahí comienza la verdadera diferencia en la que tanto insisten quienes califican de desmanes los crímenes de unos y de genocidio o crimen contra la humanidad los de otros. La diferencia consiste en que, a pesar de su rearme, la República no logró conquistar nuevos territorios, y dentro del suyo la limpieza ya había cumplido la tarea que se le había asignado sin que la revolución social hubiera culminado como revolución política: en un territorio progresivamente reducido era inútil -y ya no había a quién- seguir matando a mansalva, como en las primeras semanas de la revolución. Los rebeldes, sin embargo, cada vez que ocupaban un pueblo, una ciudad, proseguían la implacable y metódica política de limpieza valiéndose de la maquinaria burocrático-militar de los consejos de guerra. Eso fue lo que cavó un abismo entre la rebelión triunfante y la República derrotada, un abismo en el que sucumbieron otros 50.000 españoles fusilados tras inicuos consejos de guerra una vez la guerra terminó. Uno de los vencedores, Dionisio Ridruejo, definió hace ya varias décadas la política de limpieza realizada por su propio bando como una operación perfecta de extirpación de las fuerzas políticas que habían patrocinado y sostenido la República y representaban corrientes sociales avanzadas o movimientos de opinión democrática y liberal. Una represión, escribía Ridruejo, dirigida a establecer por tiempo indefinido la discriminación entre vencedores y vencidos. ¿Cómo se podía derribar esa barrera divisoria, cómo se podía iniciar un proceso que clausurara esa discriminación?

República [Reconciliación:]
La historia se ha contado ya mil veces: no existía posibilidad de reconstruir la mínima comunidad moral en que consiste cualquier Estado democrático si gentes procedentes de los dos lados de la barrera no establecían una corriente en ambas direcciones para sentarse en torno a una misma mesa, hablar, negociar y llegar a algún acuerdo sobre el futuro. Y eso empezó a ocurrir, en España y en el exilio, desde los contactos de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas y del PSOE con la Confederación Monárquica al final de la II Guerra Mundial, y siguió con los encuentros de hijos de vencedores y vencidos en las universidades desde mediados los años cincuenta, con la política de reconciliación aprobada por el Partido Comunista en junio de 1956, con el coloquio de Múnich de 1962, con las reuniones de las comisiones obreras -entonces todavía con artículo y minúsculas- y de movimientos ciudadanos en locales facilitados por parroquias y conventos, con las iniciativas de diálogo y colaboración entre comunistas y católicos en los años sesenta y las Juntas Democráticas de los setenta. En todos estos encuentros se trataba de mirar al futuro sin dejarse atrapar por la sangre derramada en el pasado, de hablar por eso un lenguaje de democracia que daba por clausurada la Guerra Civil o, para decirlo como entonces se decía, que consideraba la Guerra Civil como pasado, como historia, no como algo presente que pudiera determinar el futuro.

Esta visión, y las consecuencias políticas de ella resultantes, es lo que está a punto de ser arrojada al basurero de la historia con la creciente argentinización de nuestra mirada al pasado y la demanda de justicia transicional 35 años después de la muerte de Franco. Denostada hoy como mito y mentira, la Transición fue el resultado de una larga historia española iniciada por un sector de quienes fueron jóvenes en la guerra y continuada por un puñado de quienes fueron niños en la posguerra. No es una historia de miedo ni de aversión al riesgo; consistió más bien en mirar adelante, recusando la herencia recibida, y no a los lados, desde donde no se esperaba ningún impulso democratizador. Esas gentes construyeron una democracia -imperfecta, deficitaria, como todas- sobre una experiencia política de diálogo y reconciliación en la que nadie pretendió defender las razones que pudieran haber asistido a sus padres cuando empuñaron las armas. Si cada cual, a la muerte de Franco, hubiera puesto encima de la mesa su puñetera verdad, es posible que todos nos hubiéramos ido a hacer puñetas dejando como única herencia el lamento por otra gran ocasión perdida. (Santos Juliá.El País, 25/06/2010)


Restauraciones monárquicas:
La Gloriosa revolución de septiembre de 1868 que derrocó a Isabel II, amplió significativamente el ámbito de libertades y cristalizó -tras el interludio saboyano- en la Primera República. Esta etapa revolucionaria -autodestruida pronto por el cantonalismo- dio paso, tras el golpe de Estado del general Pavía, a la Primera Restauración en la persona del rey Alfonso XII. Esta Restauración -vuelta al orden, al “orden natural de las cosas”, como suelen decir los favorecidos por él- supuso la institucionalización fáctica, mediante el turno de partidos, del sistema social que Joaquín Costa definió como “oligarquía y caciquismo” y del modelo político que José Ortega y Gasset calificó como “un panorama de fantasmas”, atribuyendo a Cánovas la condición de “gran empresario de la fantasmagoría”. El defecto capital de esta Restauración fue que dejaba fuera de juego a más de medio país: a la clase obrera, por supuesto, pero también a amplios sectores moderados de la izquierda burguesa. No es de extrañar, por tanto, que la Restauración entrase en una primera crisis, justo hace ahora cien años, cuando Antonio Maura, impulsado por las consecuencias del caso Ferrer y también por su soberbia -que era mucha-, dio por roto el turnismo. A partir de este momento, la Restauración se arrastró mal que bien otros diez años -con dos gobiernos de concentración (relativa) incluidos-, hasta que desembocó en el que era su destino natural dada su incapacidad de abrirse a todos: la dictadura. Una dictadura que el general Primo de Rivera anunció como una letra a noventa días, pero que duró siete años. Su caída, en 1930, arrastró todo el montaje, monarquía incluida. Los que hasta entonces habían mandado ya no tenían más cartas en la manga. Iba a iniciarse el segundo ciclo. El segundo ciclo comienza, por consiguiente, con la caída de Alfonso XIII tras las elecciones municipales de abril de 1931 y la inmediata proclamación de la Segunda República, que fue recibida por buena parte de los españoles con ilusión y esperanza. Pese a ello, no fue posible consolidar un régimen democrático de libertades en el que cupiesen todos. El fracaso colectivo fue total y absoluto, revistiendo la más vesánica de sus formas, que es la guerra civil. Una guerra en la que la victoria de uno de los bandos se consolidó, de forma acerba, en otra dictadura, que fue una segunda edición -corregida y aumentada- de la primera. Corregida, porque el general Franco nunca habló de ninguna letra con vencimiento temporal, y aumentada porque de siete años pasó a treinta y seis. Pero la vida sigue también bajo las dictaduras y pese a ellas, por lo que, a partir de 1959 (plan de estabilización, planes de desarrollo), la economía del país fue creciendo, generándose una clase media que, al morir el general Franco, impuso un cambio, una transición política, en la que el pacto entre los que venían del régimen y los que estaban más o menos fuera alumbró la Segunda Restauración. Esta fue una apuesta por el cambio dentro de un orden -”de la ley a la ley”-, utilizando para ello, por segunda vez en un siglo, los mimbres de la dinastía borbónica. ¿Fue una ruptura disfrazada de reforma o una reforma maquillada de ruptura? Lo que ustedes quieran. Da igual. En cualquier caso, fue un apaño, un -a mi juicio- espléndido apaño, que siempre he defendido por preferir el valor fecundo del pacto transaccional al orgullo estéril de los sublimes principios intangibles. (J.J.López Burniol)


República y guerra:
Ayer se celebró, con escasa repercusión de público y menos aún de crítica, la conmemoración del ochenta aniversario del inicio de la Guerra Civil española. Los medios recogieron algún debate sobre si la guerra empezó el 17 o el 18 de julio, sobre cuántos españoles de los que vivían cuando la guerra siguen vivos (asombrosamente, parece que unos tres millones, qué viejos nos hacemos) y también se escucharon en las tertulias de la radio y la tele algunas sesudas comparativas entre la situación previa al levantamiento militar del 36 y el estado actual de la cosa: que si los movimientos centrífugos en Cataluña, que si la inoperancia de la democracia, que si el frentepopulismo (sic) podemita, que si la inanidad socialista, y bla, bla, bla... Una sucesión de lugares comunes más o menos facilones y alarmantes. No digo que sea precisamente esta la mejor etapa de nuestra democracia hoy decrépita y maltrecha, pero si hubiera que estar preocupados por algo (siempre viene bien) yo pondría la mirada más en la crisis de legitimidad política y en el avance del radicalismo y el populismo que se extiende por toda Europa y por el mundo, antes que en nuestros ridículos problemas domésticos. Pero no voy a darles la vara con eso. Creo que de lo que procede hablar hoy es de que en este tiempo de conmemoración, de recuerdo, de memoria, hemos pasado por alto el que -para mí- es el elemento más importante de la efeméride: hace ochenta años que terminó la guerra, y hace poco más de cuarenta años que terminó el régimen iniciado con la guerra, el franquismo. Después de aquel salvaje y fratricida derramamiento de sangre, los casi cuarenta años de gobierno primero dictatorial y más tarde autoritario del general Franco dieron paso a cuarenta años de democracia y libertad. Cuatro décadas de normalidad democrática, surgida de los consensos y renuncias de la Transición, cuarenta años que quizá convendría -estos sí- comparar con los cinco de gobiernos republicanos, de conflictos irreparables, de procesos revolucionarios y de odios furibundos desatados durante la etapa republicana. Tendemos a recordar de la Segunda República sus éxitos democráticos, su irreprochable esfuerzo constitucional, el voto femenino, el esfuerzo social, el deseo de libertad y la voluntad de justicia. Pero la República trajo más cosas: trajo un gobierno ultraconservador, casi fascista -el del bienio negro-, que fue combatido con armas en la calle por las fuerzas obreras. Trajo violencia y carestía, persecuciones, asesinatos políticos, y la división territorial y política del país. Y trajo la guerra. Los fracasos de la República fueron responsabilidad no solo de los republicanos, pero también de ellos, de la misma forma que los éxitos de la Transición no fueron solo resultado de los esfuerzos de la oposición al franquismo, también del compromiso de quienes desde el franquismo y sus aledaños se comprometieron con la reforma democrática. No creo que suponga revisionismo histórico reconocer que la democracia que acordamos -tutelados por los albaceas del último franquismo- no ha sido ni de lejos una democracia perfecta, pero inició un tiempo que es ya hoy -cuarenta años después- el período más largo de paz, justicia, desarrollo y libertad en la historia contemporánea de España. Isaiah Berlin escribió en su "Mensaje al siglo XXI" que la utopía de las sociedades ideales suele conducir al terror y la carnicería. Por eso prefería Berlin las imperfecciones de la democracia. No se estaba refiriendo a nuestro país, pero este aniversario 40 + 40 le da absolutamente la razón. (Francisco Pomares, 18/07/2016)


Discurso 2036
Rodeado de familiares de víctimas del franquismo, y ante un monumento en memoria de los asesinados por la dictadura desde 1936, el rey Felipe VI toma la palabra: “Debemos mirar hacia el pasado, pero con espíritu de superación de lo que nos ha separado o dividido; para así recordar y celebrar todo lo que nos une y nos da fuerza y solidez hacia el futuro. En esa mirada deben estar siempre presentes todos aquellos que, víctimas de la violencia franquista, perdieron su vida o sufrieron por defender nuestra libertad. Su recuerdo permanecerá en nuestra memoria y en nuestro corazón.” “Nada ni nadie es capaz de aliviar el dolor que nos produce la mirada a los trágicos episodios que rasgaron España. Es necesario preservar los valores democráticos y éticos que encarnan las víctimas del franquismo, construir con dignidad su memoria colectiva y concienciar a la sociedad en la defensa de la libertad”. “El franquismo representa unos terribles crímenes que mataron a miles de seres humanos, junto a cuyas cenizas quedaron maltrechas la dignidad y la esperanza. La memoria y el dolor permanecen aún hoy, cuando se cumplen ocho décadas del comienzo de la pesadilla”. “Quiero terminar con un emocionado homenaje. Reafirmo mi afecto, mi inmenso respeto, por quienes sufrieron o perdieron la vida en defensa de la libertad de todos, mi compromiso de no olvidar la memoria de las víctimas, y la importancia de hacer justicia como mejor reconocimiento a la dignidad que merecen”. Y concluye su discurso dirigiéndose a los familiares: “Gracias por hacernos sentir orgullosos.” ¿Qué fácil sería, verdad? De hecho, el discurso lo tiene ya escrito, lo ha pronunciado muchas veces. Este de arriba se lo he montado yo en cinco minutos, con un corta y pega de varios discursos de Felipe VI en recuerdo de las víctimas de ETA, del 11M, del Holocausto o de militares fallecidos en misiones en el exterior. Las palabras son siempre las mismas, la típica prosa enfática de Casa Real, solo he cambiado “terrorismo” u “Holocausto” por “franquismo”. Para todas esas víctimas, y para muchas otras de atentados, guerras, accidentes o desastres naturales en el último rincón del planeta, ha tenido el rey palabras de homenaje en sus dos años de reinado. Para las víctimas del franquismo, ni un monosílabo. Es un titular habitual en prensa ese de “El rey, con las víctimas de…”, y ahí rellenen con cualquier tragedia. Cualquiera, menos la peor de la historia de España. Es cierto que en algún momento, y siempre fuera de España, se ha referido tímidamente a los exiliados en América Latina o a los republicanos que liberaron París. Pero para los miles de asesinados, encarcelados y represaliados en España durante décadas, ni mú. En eso continúa la tradición de su padre. No es que las víctimas del franquismo se fuesen a sentir reparadas por que el rey lea un discurso. Ellas y sus familias merecen (y exigen) mucho más que unas palabras solemnes en palacio: merecen verdad, memoria y justicia. Recuperar a los suyos de las fosas, anular sentencias injustas, homenajear a las víctimas, reparar a quienes sufrieron. Y para ellas vale más un homenaje como el que ayer hizo el grupo de memoria de la CGT en Sevilla a los presos esclavizados del franquismo, que cualquier discurso en la Zarzuela. Pero que el rey, como representante máximo del Estado, hiciese un reconocimiento oficial a las mujeres y hombres víctimas del franquismo, sería un paso importante. Tan importante, que no se ha dado en cuarenta años. Ayer Felipe VI dejó pasar el ochenta aniversario del 18 de julio. Era una buena oportunidad para homenajear a las víctimas como merecen, y hasta para condenar el golpe fascista. Imaginamos que tiene una agenda muy ocupada, está pendiente de la investidura y se le pasó la fecha. O quizás espera al centenario, para que la fecha sea más redonda. 2036. Paciencia. (Isaac Rosa, 18/07/2016)


Transición y memoria silenciada:
He de reconocer que disfruto leyendo a Cercas, cuando estoy de acuerdo y cuando no. Le debemos haber hecho parte de la tarea que no quiso hacer la academia, destripando parte de lo que pasó el 23F (en Anatomía de un instante), y nos trajo a pasear a héroes olvidados, eso sí, reconciliados. Pero es verdad que, afable como es, siempre opta por la amabilidad propia de quien no quiere estar seguro. Cercas nunca habría escrito el Cándido, porque si tomas mucho partido molestas en la corte y te mandan más allá de Salamina. Es verdad que Cercas no tiene la culpa de los titulares que le escogen, pero confunde. Puedes estar a favor y en contra todo el rato, algo intelectualmente rico, pero políticamente impracticable pues no puedes estar con los que desahucian y los desahuciados. Ya le ha pasado con la Unión Europea (esa que subcontrata a Turquía para que dispare a refugiados) cuando escribió: “Yo entiendo que haya gente escarmentada que piense que la UE es un engañabobos, un trasto frío, distante e inservible. A esa gente hay que recordarle la historia, los beneficios sin disputa que la unidad ha aportado, la ambición y la nobleza del proyecto”. Cercas siempre entiende las dificultades –vive de manejar con pericia los pronombres y el desnivel de las mayúsculas-, pero siempre se queda en la puerta. Le alabo la prudencia. Por eso, la memoria y la transición le convocan. Y dice “La transición fue en parte una gran impostura”, y “la memoria, justa e imprescindible, ha fracasado”, y “El problema de la memoria histórica es que se convirtió en un negocio”, y “Lo que hizo Marco –el impostor de Mathausen- lo hizo todo el país”, y “Todos somos como Enric Marco, incapaces de mirarnos al espejo”, y más recientemente, en uno de esos artículos donde la amabilidad se enfría con el hielo, “uno de los errores fundamentales de la izquierda española consiste en haberle entregado el mérito de la Transición a la derecha”. Olvida que fue el propio PCE el que revisó su papel durante la Transición. ¿No será que la derecha está más contenta con ese mito de la transición que le sirve para justificar la gran coalición, vaciar la hucha de las pensiones, luchar contra los moros en Lepanto, subordinarse provincianamente a Europa y callar cuando ha muerto Marcos Ana, preso 23 años en las cárceles de Franco? La caricatura de la crítica a la transición es la penúltima consecuencia de las mentiras de la transición. Decir que hubo violencia, que nos reconciliaron a fuego y sangre, que fascistas de toda la vida pasan hoy como demócratas de toda la vida extendiendo la idea de impunidad en nuestra sociedad, lejos de enturbiar la paz social sirven para adecentar nuestra democracia. Hay algunas claves para entender dónde está el desencuentro. Para que si alguien hace caricaturas quede como un caricaturista y si alguien frivoliza quede como un frívolo. El problema no es tanto con la transición en sí, sino con su relato. En la versión “oficial” de la transición, desaparece la calle, la protesta y, por supuesto, toda la gente que puso el pecho para evitar el continuismo de Arias Navarro y el rey Juan Carlos. El último Presidente de la dictadura fue el primero de la democracia. Franco murió en la cama, pero la dictadura murió en la calle, como escribieron Sartorius y Sabio. Con sangre. Los cuerpos de seguridad y las bandas de extrema derecha mataron a casi 300 personas entre 1975 y 1983. La calle se inventó la democracia y, en los momentos difíciles, la calle es esencial hoy para que siga habiendo Parlamento. El PCE se equivocó queriendo sacar a la gente de la calle con los pactos de la Moncloa. Lo hizo para obtener algún beneficio del gobierno de Suárez después del descalabro de las elecciones de 1977 (ya había pactado la república, la bandera y la plurinacionalidad de España). No iba a tener ni un puesto en la ponencia constitucional. El PCE parecía más fuerte antes de pesarse. Sólo le quedaba a Carrillo el recurso de CCOO para ofrecer algo a cambio de reconocimiento. Lo usó y se brindó para desactivar la calle, pero 1979 fue, pese a todo, el año de mayor conflictividad laboral de la historia de España. El PCE se alejó de los trabajadores y a partir de ese momento la Transición la iban a dirigir las clases medias ligadas al PSOE (cuando las clases medias estudiaban en el Pilar con los ricos. Por eso, uno de cada cuatro alumnos estudia hoy en colegios concertados y no en la escuela pública). Ha escrito Joaquín Estefanía que los Pactos de la Moncloa fueron un ejercicio de responsabilidad, porque, de lo contrario, hubiéramos regresado al franquismo. Es decir, que si no te rebajabas el sueldo y perdías derechos laborales, volvía el franquismo. Es decir, que el franquismo era una dictadura de clase y que la reconciliación en la transición no parece que fuera tan voluntaria. El PCE rechazó al leninismo para compensar la cultura anticomunista sembrada por el franquismo (igual que el PSOE hizo otro tanto un año después con el marxismo). El eurocomunismo, como dijo Vázquez Montalbán, estaba hueco desde un principio. Lo que tenía que haber hecho el PCE era buscar otro líder que no fuera alguien ligado a la guerra civil. Aunque el terrible Paracuellos fue un recurso propagandístico tardío del último franquismo, afectaba a la credibilidad de todo el partido. Pero Carrillo nunca tuvo la generosidad de permitir que no fuera él quien mandase. Su ambición estaba muy por encima de cualquier partido. La Transición tuvo lugar entre dos hechos clave de la penúltima guerra fría: el golpe de estado de Pinochet contra Allende y la invasión de Afganistán. No creo que las cosas hubieran podido ser muy diferentes, pero si el PSOE no hubiera entregado el debate constitucional al secretismo y hubiera habido una discusión de fondo en España, seguramente hubiéramos ganado una generación para la profundización democrática. 5. Tan cierto es que se trata de una guerra de relatos que al tiempo que hombres como Juan Carlos de Borbón parecen héroes en vez de personas interesadas exclusivamente en sus asuntos, las mujeres han desaparecido del relato de la Transición. En 1977, en la última amnistía, salieron incluso condenados con delitos de sangre. Pero se quedaron en la cárcel abortistas, adúlteras, prostitutas. En ese relato, la lucha de las mujeres era un problema social, no político. Sólo la izquierda radical se acordó de ellas. El PCE, igual que había hecho con el maquis, con la República, con los muertos en las cunetas, lo sacrificó, diría Cercas, por responsabilidad histórica. Tiene toda la razón Gregorio Morán, que estuvo en el PCE y le tomó bien el pulso, cuando mira el apoyo del PSOE al partido más corrupto de la historia de España: “Ahora entiendo aquellos elogios de banquero según el cual hemos hecho la transición más profunda sin tocar nada de lo que había que derribar. ¡Y la izquierda lo consideró un éxito! ¡Qué carácter! Quizá por eso se pueda decir que una época ha terminado. Aquello que se llamó proceso de transición ha saltado por los aires y estamos viviendo un Gobierno de coalición que es como un perchero”. Y tiene toda la razón también Cercas: “quien no sabe de dónde viene, no sabe a dónde va”. (Juan Carlos Monedero, 09/01/2017)


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