Nulidad de sentencias             

 

 Revisión de sentencias de Consejos de Guerra:
[Miguel Hernández era culpable:]
La Sala de lo Militar del Tribunal Supremo comunicó el mes pasado el auto por el que se niega a revisar la sentencia del Consejo de Guerra que condenó a muerte al poeta Miguel Hernández, por el delito de adhesión a la rebelión. Sostienen que la sentencia ha perdido vigencia jurídica. Se frustran así las expectativas que había abierto la Ley de Memoria Histórica sobre la anulación de las sentencias de los tribunales de la represión franquista y de reparación de sus víctimas. Lo primero que sorprende es que la revisión de las resoluciones de los consejos de guerra sea competencia de una sala militar, una excepción heredada de la Transición, hoy inexplicable. Es la misma sala que ha venido denegando sistemáticamente la revisión de las condenas a muerte pronunciadas por aquellos infratribunales, con base en una falsa seguridad jurídica. La familia del poeta esgrimió dos argumentos. El primero, que Miguel Hernández era inocente, como demostrarían las notas de recomendación de cuatro justos, amigos del escritor, que se atrevieron a testimoniar que era persona buena y honrada. Es una estrategia equivocada, en la que incurre también la Sala del Supremo al señalar que la sentencia tenía un “manifiesto sesgo político e ideológico”.


Al mirar de frente al horror no se le puede reconocer racionalidad jurídica alguna. Miguel Hernández era culpable de haber defendido la legalidad democrática, con la palabra, la poesía y la propaganda, frente a los criminales que se habían alzado e impuesto un orden de terror. Claro que no se había rebelado. Ni él ni tantos que fueron condenados; ni tampoco las decenas de miles de personas, hombres y mujeres, asesinadas en aplicación del bando de guerra, ejecuciones extrajudiciales de las que el Estado todavía no ha dado cuenta; véase el vergonzoso caso de las 17 Rosas de Guillena, mujeres de entre 20 y 70 años fusiladas en octubre del 36, que siguen aguardando en una fosa común de Gerena (Sevilla), ahora localizada, una subvención económica para que sus familiares puedan identificar y recoger sus restos. Lo esencial es que aquellos consejos de guerra no eran tribunales ni sus sentencias actos de justicia, sino piquetes de verdugos y hechos de barbarie. Como dijo el Tribunal de Núremberg en la causa contra los juristas nazis, “el puñal del asesino se ocultaba bajo la toga del juez”. También alegaron los familiares del poeta que la Ley de Memoria Histórica planteaba un hecho nuevo, al declarar la injusticia de las sentencias que dictaron los ilegítimos tribunales de la represión. Este motivo no ha sido analizado por la Sala Militar. Y parecía concluyente. Sostener que aquella sentencia carece de vigencia jurídica, como dice la exposición de motivos de la ley, es una constatación simple. El auto debió explicar qué alcance tiene la categoría vigencia, aplicada a la resolución radicalmente injusta de un tribunal ilegítimo, para impedir su anulación. La sentencia debió perder toda vigencia cuando el poeta murió en la soledad y la miseria del penal, hace ahora 69 años a causa, no lo olvidemos, de las condiciones infrahumanas del encierro que el Estado fascista impuso a los presos políticos. Hambre, frío y enfermedades, esa era la dieta para los que no fueron asesinados por las balas del pelotón de ejecución. La vigencia se refiere a la eficacia de un acto en el tiempo y en el espacio. La nulidad es la única manera de hacer justicia al condenado, expulsando la sentencia y estableciendo que nunca debió pronunciarse, como primera forma de reparación de un daño inconmensurable. La seguridad jurídica vuelve a mencionarse a propósito de las resoluciones de los tribunales de excepción. En la sentencia que denegó la revisión del caso Grimau, fusilado en 1963, la Sala Militar dijo que “había que garantizar la seguridad jurídica que la sociedad requiere” y concluyó que “la Autoridad militar judicial, legítima a todos los efectos, la aprobó (la sentencia de muerte) por considerarla ajustada a la ley, quedando firme”. Firme sigue y sin reparar el crimen. Valga recordar que la pretensión de mantenimiento de las sentencias del terror es antijurídica, no sólo porque ahora lo diga la ley, sino porque no hay interés que tutelar salvo el honor de las instituciones de la dictadura, un Estado ilegal según el derecho internacional. Nada pinta la seguridad para analizar dicha cuestión, que es de estricta (in)justicia. Con todo, hay que advertir que si la sentencia sólo perdió la vigencia, es porque mantiene el estatuto de acto del derecho. El problema de fondo es el de una cultura jurídico política que sigue creyendo que la Transición se hizo de la ley a la ley, como alegó el Tribunal Supremo para no tramitar la recusación contra los magistrados que juraron lealtad a la dictadura; una cultura que se resiste a admitir que la instauración de un Estado de derecho ha de representar necesariamente un corte profundo con el orden precedente del Estado policial, como reclama una verdadera cultura de la legalidad democrática. Habrá de esperarse al pronunciamiento del Tribunal Constitucional o del Tribunal Europeo de Derechos Humanos; si no se estimaran las pretensiones de las víctimas, la decencia pública requerirá de una ley, como en Alemania respecto a los tribunales nazis, que anule las sentencias del horror. El daño causado por la condena a muerte del poeta Miguel Hernández sigue sin reconocimiento ni reparación. La presencia de aquellas sentencias infames compromete nuestro presente. Porque no son sentencias, sino crímenes de Estado. (Ramón Sáez, 23/03/11)

Julián Grimau (1911-1963):
Exiliado en Latinoamérica, en 1954 fue elegido miembro del comité central de PCE. Entró en España clandestinamente y en 1959 se hizo cargo de la dirección del partido en el interior. Fue fusilado por sentencia de un Consejo de guerra de crímenes cometidos en la retaguardia durante la Guerra Civil Española en su condición de miembro de los servicios policiales y como jefe de la Brigada de Investigación Criminal. La oposición al régimen, tanto en el interior como en el exterior, cuestionó la validez de las pruebas presentadas en el juicio y denunció las torturas a las que fue sometido durante su detención. Fue acusado de cometer torturas, saqueos domiciliarios y asesinatos como jefe de la checa (1938) establecida en la Plaza Berenguer el Grande de Barcelona. Sin fuentes que confirmaran los hechos, excepto publicaciones afectas al régimen, entre ellas el libro Los papeles reservados de Emilio Romero, las acusaciones fueron ampliamente cuestionadas y Madrid recibió 800.000 telegramas solicitando la paralización del juicio.


La Causa General (1940):
[...] El franquismo organizó la llamada Causa General Instruida por el Ministerio Fiscal sobre la dominación roja en España, conocida abreviadamente como la Causa General (CG), que fue la venganza interminable contra los republicanos iniciada por el ministro de Justicia franquista, Eduardo Aunós, tras la Guerra Civil, mediante Decreto del 26 de abril de 1940, con el objeto, según su preámbulo, de instruir «los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la dominación roja». En la Exposición de Motivos se leía: “La Causa General […] atribuye al Ministerio Fiscal, subordinado al Ministerio de Justicia, la honrosa y delicada misión de fijar, mediante un proceso informativo fiel y veraz para conocimiento de los Poderes públicos y en interés de la Historia, el sentido, alcance y manifestaciones más destacadas de la actividad criminal de las fuerzas subversivas que en 1936 atentaron abiertamente contra la existencia y los valores esenciales de la Patria, salvada en último extremo, y providencialmente, por el Movimiento Liberador…” La Causa General, con la excusa de recopilar información sobre las circunstancias y detalles “no solamente de abusos y crímenes contra personas y bienes cometidos durante la contienda en la zona republicana sino todo tipo de acciones emprendidas por las autoridades, fuerzas armadas y de seguridad y partidarios de los gobiernos republicanos y de izquierdas desde la instauración de la Segunda República en 1931”, se atrevió a perseguir a diputados y representantes legítimamente elegidos por el pueblo. Se incorporaron a la Causa General, cuya instrucción duró prácticamente hasta los años sesenta, toda clase de testimonios falsos, calumnias y denuncias inspiradas por la venganza y el deseo de apropiarse de los bienes de los denunciados, ya que las condenas que se producían en el cien por cien de los procesos implicaban la expropiación de los bienes del sentenciado. Durante los treinta años en que se incoaron miles de procesos judiciales en contra de todo aquel que era considerado no afecto al régimen, y por supuesto los que habían sido republicanos como alcaldes, concejales, diputados, miembros de las Casas del Pueblo, hasta los bibliotecarios, y desde luego contra aquellos que poseyeran tierras o inmuebles y no fueran fascistas, se encarceló, se torturó y se fusiló a unas 250.000 personas. Las pruebas eran inexistentes o falsas. Las declaraciones de unos vecinos, la denuncia del cura párroco, las afirmaciones de los falangistas del pueblo, bastaban para llevar al paredón al que había sido alcalde republicano, afiliado a los sindicatos o maestro de la escuela. La persecución basada en la Causa General –aparte de la represión de los hechos contemporáneos – duró hasta la promulgación por el gobierno de Franco en 1969 del Decreto-Ley 10/1969, por el que prescribían todos los delitos cometidos antes del 1 de abril de 1939, (es decir, el final de la Guerra Civil). Dicho Decreto-Ley fue dictado a los treinta años de acabada la Guerra Civil. Y como se puede ver no prescribían los “delitos” cometidos entre el 39 y 69, que podían seguir siendo perseguidos. El proceso de la Causa General fue empleado tanto como instrumento para la represión de un gran número de opositores, como para los fines propagandísticos del régimen de legitimar la sublevación en contra del Gobierno de la República y explicar la necesidad de la Guerra Civil. (Lidia Falcón O'Neill, 2015)


Sentencias:
Transcurridos más de 70 años, los daños de la Guerra Civil española no han sido reparados en su totalidad. En algunos casos por falta de voluntad política o de sensibilidad de los jueces, especialmente los integrantes de la mayoría de la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo. En este sentido destaca el fracaso de los intentos de anular o revisar las sentencias dictadas por los tribunales franquistas durante la guerra y la primera postguerra, muchas de ellas de muerte, entre las que se encuentra la pronunciada contra Lluís Companys. Sobre esta cuestión no se ha hecho, en grado suficiente, justicia con los vencidos. La actuación del franquismo ha quedado intocada y no juzgada jurídicamente. Las diversas vías utilizadas, tanto legislativas como judiciales, para lograr la revisión/nulidad no han tenido éxito. Ese fracaso debe atribuirse al neofranquismo del PP, a la tibieza de CiU y del PSOE y a la postura institucional de la Iglesia católica, preocupada por sus mártires y reticente ante las otras víctimas. El Gobierno de Rodríguez Zapatero fue el que mostró mayor interés en solucionar este problema. Consiguió que las Cortes aprobaran la conocida como ley de la memoria histórica, es decir, la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, que reconoció el carácter ilegítimo y radicalmente injusto de todas las condenas dictadas por razones políticas, ideológicas o de creencia religiosa durante el período franquista. Hubo quien —especialmente ERC— argumentó que esa declaración era equivalente a la nulidad de pleno derecho. Igual tesis se mantuvo en el decreto de la Fiscalía General del Estado de 4 de abril de 2010, que le sirvió como excusa para no presentar el recurso de revisión pedido por el Govern de Cataluña en octubre de 2009. Lo ocurrido después ha demostrado que esa postura de la Fiscalía era una operación de ingeniería jurídica destinada a evitarle problemas. En todo caso, esa equiparación no ha sido compartida por la Sentencia del Tribunal de Derechos Humanos europeo (TDHE) de 4 de noviembre de 2014. Los procesos ante el Tribunal Supremo para alcanzar la nulidad de las sentencias por el artículo 954.4 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal —al considerar a la ley de la memoria histórica como nuevo hecho o elemento de prueba— tampoco han prosperado. Había sobrados motivos para mantener lo contrario pero el mal fario de los vencidos continúa. Ese reconocimiento no ha de resultar difícil si se recuerda que aquellos condenados lo fueron en procesos ilegales, no equitativos, sin garantías La situación estaba encallada y de repente, sorpresa y esperanza: las leyes 41/2015, de 5 de octubre de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y procesal militar, abren un camino, no exento de dificultades, pero que permite la nulidad de aquellas sentencias a través de una modificación del recurso de revisión. En síntesis, la reforma consiste en lo siguiente: los condenados por resolución judicial firme —como el president Companys— por sí mismos, sus familiares o a través del fiscal general del Estado, podrán solicitar la nulidad de esas resoluciones si previamente hubieran obtenido del TDHE el reconocimiento de que fueron dictadas con violación de algunos de los derechos humanos y libertades fundamentales, siempre que esa violación, por su naturaleza y gravedad, entrañe efectos que todavía persistan y no puedan cesar de ningún otro modo que no sea esta revisión. Ese reconocimiento no ha de resultar difícil si se recuerda que aquellos condenados lo fueron en procesos ilegales, no equitativos, sin garantías y por delitos, como el de rebelión, que en todo caso habían cometido los sublevados el 18 de julio, después convertidos en jueces de los que se mantuvieron fieles a la República, depositaria de la legalidad. Ahora se trata que los propios condenados (en el excepcional caso de que vivan), sus familiares o el fiscal general del Estado, previo acuerdo del Govern de la Generalitat o de otras instituciones, intenten el inicio del proceso ante el TDHE. El nuevo sistema, pese a abrir una senda novedosa y mínimamente favorable, merece un juicio negativo, especialmente en un punto: el de obligar a los afectados a acudir al TDHE para obtener una declaración de que las sentencias de los tribunales franquistas fueron dictadas con violación de los derechos humanos y derechos fundamentales, cuando ese reconocimiento, por su evidencia, está al alcance de cualquier juez español recién ingresado en la carrera judicial. Lo que debe hacerse de una vez, como se hizo en Alemania (Ley de 25 de agosto de 1998) es anular, por contrarias a derecho, mediante una ley todas aquellas sentencias. Otra cosa es marear la perdiz y demostrar poca voluntad reparadora (Ángel García Fontanet, 28/11/2015)


Letraheridos:
El mejor amigo de Federico García Lorca en su época de estudiante de Derecho en Granada se llamaba Lorenzo Martínez Fuset. En la cincuentena de cartas de él que se conservan, las expresiones de afecto son constantes: “amado hermano”, “tu siempre amigo que te quiere mucho”, “tu hermano de corazón”. Son cartas de un letraherido que se interesa por los proyectos literarios de su amigo y le mantiene al corriente de los propios. En algunas de ellas aparece mencionado Antonio Machado, con el que Martínez Fuset entabló amistad durante su época de profesor en Baeza y que manifestaba una viva curio­sidad por los escarceos de los poetas jó­venes. García Lorca perseveró en sus tratos con las musas y no mucho después se convirtió en uno de los grandes poetas de su generación. Martínez Fuset, en cambio, abandonó la escritura para ingresar en el Cuerpo Jurídico del Ejército. Las tra­yectorias de uno y otro, que tan cerca habían llegado a estar, se separarían defini­tivamente. Todo el mundo conoce la trágica suerte que el destino tenía reservada a García Lorca. En cambio, poca gente sabe que quien había sido su mejor amigo acabaría obteniendo una plaza en las islas Canarias, donde se convirtió en uno de los hombres de confianza de Franco. Más adelante, durante la Guerra Civil, cuando Franco quiso dar apariencia de legalidad a un sistema judicial cuyo verdadero objetivo era la aniquilación de los adversarios políticos, recurriría a su amigo Martínez Fuset. Se dice que este estuvo a su lado las decenas de miles de veces que el Caudillo escribió la E de “enterado” en una condena a muerte a un republicano. ¿Quién habría imaginado unos años antes que los “hermanos de corazón” acabarían de ese modo, convertido uno en la víctima más célebre de la guerra y el otro en uno de los ángeles exterminadores del nuevo régimen? En la convulsa España de entonces abundaron las historias como esa. Juan Antonio Ríos Carratalá, uno de nuestros mejores historiadores culturales, acaba de publicar el libro ¡Nos vemos en Chicote!, en el que sigue el rastro del juez que condenó a muerte a Miguel Hernández. Se llamaba Manuel Martínez Gargallo y fue el juez al que el franquismo instaló en el madrileño palacio de la Prensa para que desde allí llevara a cabo una implacable depuración en el gremio de los periodistas. El Juzgado Especial de Prensa era (junto a las consignas de publicación obligatoria, el registro oficial de periodistas y el nombramiento de los directores de periódicos desde el palacio de El Pardo) una de las herramientas de las que se valió el régimen para poner el periodismo a su servicio: no ha habido una sola dictadura que no haya declarado la guerra a la libertad de prensa. La exquisita diligencia del juez Martínez Gargallo habría podido llevar a Hannah Arendt a conclusiones muy parecidas a las que el genocida Adolf Eichmann le inspiraría años después. Su eficacia funcionarial, su celo burocrático, su obediencia ciega, la total ausencia de reflexión sobre la bondad o maldad de sus actos encajan perfectamente en esa categoría de la “banalidad del mal” que Arendt acuñó. Pero había algo más. El libro de Ríos Carratalá revela que, antes de acceder a la judicatura, Martínez Gargallo había sido un fecundo escritor humorístico de la escuela de Enrique Jardiel Poncela. Oculto tras los más variados seudónimos, había colaborado en muchas de las revistas de la época. Luego la guerra le colocó donde le colocó, y él se dedicó a perseguir con saña sin igual a sus antiguos colegas, incluyendo a directores de publicaciones que habían admitido sus originales y a dibujantes que habían ilustrado sus textos. La mayoría de esos antiguos colegas habían manifestado en alguna ocasión sus simpatías por la República. Cuando el juez se encontraba con alguno por la calle, lo mandaba detener y lo condenaba por un delito de rebelión contra el Glorioso Movimiento Nacional. El honorable juez había decidido borrar de su biografía los rastros de su juventud frívola y ligera, una tarea que seguiría incompleta mientras quedaran testigos cuya simple existencia pudiera recordarle ese pasado. En aquella España, gracias precisamente a la apariencia de legalidad que había contribuido a construir el “hermano de corazón” de García Lorca, nada resultaba más fácil para alguien como él: los juicios se celebraban sin ningún tipo de garantías y una denuncia motivada por quién sabe qué viejas rencillas personales podía enviar a alguien al paredón. Como el protagonista de Estrella distante, de Roberto Bolaño, que aprovecha el golpe de Pinochet ­para consagrarse a la sistemática eliminación de sus excompañeros de taller literario, Martínez Gargallo aprovechó la legislación franquista para eliminar a sus excompañeros de las revistas humorísticas. A diferencia de Eichmann, una persona corriente que se puso al servicio de un sistema depravado, Martínez Gar­gallo era un psicópata que puso la depravación del sistema al servicio de su mortífera obsesión. (Ignacio Martínez de Pisón, 29/01/2016)


Sin juicio: Presiones políticas:
La desatención, cuando no ocultación, de los crímenes realizados por el régimen dictatorial fascista que gobernó España durante casi cuarenta años (1939-1978) constituye un escándalo internacional desconocido, y también ocultado, por los grandes medios de información, que se han hecho cómplices de esta desvergüenza e ignominia. Aquel régimen asesinó a más de 400.000 personas civiles. Y todavía hoy hay más de 2.000 fosas comunes sin exhumar, y más de 88.000 personas asesinadas desaparecidas, sin que el Estado se haya responsabilizado de exhumar y encontrar a tales desaparecidos, convirtiendo a España en el país del mundo, después de Camboya, donde hay un mayor porcentaje de personas desaparecidas por motivos políticos y cuyos cuerpos no se han encontrado. No hay ningún otro país en el mundo donde no haya habido un enjuiciamiento contra responsables de tanta represión al terminar la dictadura. Esta situación ha sido denunciada sistemáticamente por el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que ha exigido que se derogue la Ley de Amnistía del año 1977 y que se lleve a los tribunales a los responsables de tantos asesinatos y crímenes contra la humanidad, crímenes cuya dimensión es tal que varios historiadores extranjeros lo han definido como genocidio. Y para oprobio y vergüenza nacional, los responsables de tanto dolor, el dictador General Franco y el fundador del partido fascista, el señor José Antonio Primo de Rivera, tienen, todavía hoy, uno de los mayores mausoleos al fascismo que existe hoy en Europa, el Valle de los Caídos, construido por prisioneros políticos antifascistas, donde hay enterrados 33.847 cadáveres de personas, que incluyeron aquellas que lucharon frente a tal régimen sangriento, y cuyos cuerpos fueron desplazados a dicho mausoleo construido para honrar al dictador, sin el permiso de sus familiares. Y todos los aparatos del Estado, desde la monarquía hasta las ramas ejecutivas y legislativas, así como la judicial, son cómplices de este ocultamiento e insensibilidad hacia los derechos humanos de tantas y tantas víctimas españolas. En realidad, el aparato judicial inhabilitó al único juez, el señor Baltasar Garzón, que intentó abrir un sumario para investigar y depurar tantos crímenes en contra de la humanidad. La hipocresía, pomposidad, arrogancia y cinismo de tales aparatos del Estado, en su proclama de defensores de los derechos humanos y protectores de las víctimas, carece de credibilidad. Y la comunidad internacional es consciente de ello.

La querella argentina:
Tal olvido y complicidad es uno de los muchos indicadores de lo inmodélica que fue la Transición de la dictadura a la democracia en España, transición que se hizo bajo el tutelaje y supervisión de las fuerzas conservadoras que controlaban el Estado fascista, tutelaje y supervisión que dejaron su imprimátur en el producto de aquella transición, es decir, una democracia enormemente limitada y de bajísima calidad. El Partido Popular, heredero de aquellas fuerzas (fundado por ministros de la dictadura), ha sido el máximo agente (junto con el Ejército y la Iglesia –ambos herederos del Ejército y de la Iglesia que existieron durante aquel régimen-, y el mundo empresarial) en esta ocultación y protección de los responsables de aquel régimen. Un caso claro de ello son las enormes dificultades que ha puesto para que se enjuicie a aquellos responsables. El día 14 de abril del año 2010 –el mismo día que se proclamó la II República Española hacía 79 años- se presentó en Buenos Aires lo que ha pasado a conocerse como la querella argentina por parte del Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, de Darío Rivas e Inés García Holgado –dos personas con familiares asesinados por el régimen fascista-, y más de veinte organizaciones en defensa de los derechos humanos. Familiares de otros desaparecidos se han sumado a la querella y más tarde también lo ha hecho el partido político catalán ERC, que ha exigido el enjuiciamiento a los responsables del asesinato del President de la Generalitat de Catalunya, el señor Lluís Companys. La jueza argentina, María Servini de Cubría, lleva el caso y, como parte del proceso, se ha desplazado a España para interrogar a las personas a las que se acusa de tales crímenes, lo cual no ha podido realizar debido a la oposición de la judicatura española y del gobierno Rajoy. Como consecuencia de la investigación realizada bajo la dirección de tal juez, 19 personas han sido imputadas por la justicia argentina. Tales personajes incluyen varios exministros de aquel régimen, tales como Rodolfo Martín Villa, Antonio Carro, Licinio de la Fuente (ya fallecido), Antonio Barrera de Irimo (también fallecido), Alfonso Osorio, José Utrera Molina y Fernando Suárez. Todos ellos están protegidos por el Estado español, pero no fuera de España. En realidad, todos ellos pueden ser detenidos en el extranjero a petición de la justicia argentina, tal como le ocurrió al General Pinochet en el Reino Unido. Las fuerzas democráticas deben gratitud a la jueza argentina, que está haciendo lo que la mal llamada “justicia” española debería haber hecho. Y otros partidos, además de ERC, deberían añadirse a esta querella, y muy en especial aquellos partidos como el PSOE y el PCE, que tuvieron gran número de miembros asesinados por aquel régimen fascista. Es más, se ha constituido una coordinadora española para apoyar tal querella (CEAQUA). Pero también debería haber una movilización a lo largo del territorio español, exigiendo que se haga justicia con las víctimas del terrorismo fascista, pasando resoluciones a nivel municipal y autonómico para exigir el enjuiciamiento de los responsables de las víctimas de tal terrorismo existentes en cada municipio y comunidad autónoma. Es de aplaudir, en este sentido, la aprobación por parte del plenario del Ayuntamiento de Tarragona, en el pasado mes de marzo, de que establecerá una querella inicial para aclarar el asesinato de 62 personas con residencia en la ciudad -algunas asesinadas en la cárcel de Pilats (ver el excelente artículo La querella argentina en El Triangle del 25.05.16)-. La recuperación de la memoria histórica no es ni más ni menos que la corrección de la versión sesgada de la historia de España que, en su versión oficial, ha querido olvidar esta historia a fin de ocultar a los victimizadores de las víctimas silenciadas. Así de claro. (Vicenç Navarro, 31/05/2016)


Impunes:
Con las cosas de morir no hay que jugar. Siempre hubo golpes de estado, desde la antigua Roma hasta la actual Turquía, aunque a veces ignoremos cual es el golpe real, si se tienen en cuenta el centenar de muertes y las redadas masivas entre el ejército, la justicia y la sociedad civil que está propiciando Recept Tayipp Erdogan, el martillo de los kurdos, desde que le ganó el pulso a los golpistas con la ayuda de la población y del Skype. Tampoco falta quien polemice sobre la naturaleza de los asesinos: sabemos que Mohamed Lahouaiej-Bouhlel, el diablo sobre ruedas que masacró la Niza del 14 de julio, no era Dennis Weaver ni lo dirigía el misacantano Steven Spielberg, pero ignoramos si era un simple psicópata, un fanático religioso o gozaba de ambas identidades; un carnicero en cualquier caso, desde los mandos de su camión zigzagueante, matando marcianitos de verdad en la Nintendo del paseo de los ingleses. Es bueno que todo esté sometido a duda. Pero hay sucesos indudables con los que, sin embargo, intentan marearnos la perdiz. El 18 de julio de 2016 se cumplen ocho décadas de una guerra de nunca acabar, que comenzó con un golpe de Estado y derrapó como un camión loco asesinando a destajo a lo largo de cuarenta años y un día. Desde la recuperación de las libertades públicas y en el proceso de construcción de la democracia, se nos ha intentado sin embargo enmascarar la realidad hasta convertir las víctimas en verdugos y viceversa. Lo peor no ha sido que toda una generación –la mía–, primero por miedo y luego por desidia, no haya logrado sentar en el banquillo al totalitarismo español y a sus cómplices, ese reguero de casullas, gorras con borlones, charnaques con entorchados, camisas azules, ternos tecnócratas, delatores, chaqueteros y verdugos que no eran de Berlanga. Tampoco sigue siendo lo peor el hecho de que cunetas y cementerios estén llenos de fosas comunes, de cuerpos sin identificar y de poetas perdidos en un proceso de excavación tan insufriblemente lento como el de la aplicación de la ley de memoria histórica que sigue tolerando que nombres de asesinos identifiquen todavía calles, avenidas, plazas o lugares públicos. Lo peor es que persiste un fascismo de baja intensidad que ya no necesita sacar a los tanques o a los regulares a la calle. El que mantiene y acrecienta los privilegios del Vaticano, cuyos obispos y cardenales madrugaron a la hora de alzar el brazo del saludo romano en la España nacional-católica: el Papa Francisco haría bien en pedir disculpas por aquella bendición del fratricidio. El que sella la impunidad de esa oligarquía que no sólo se beneficia de las amnistías fiscales sino de una legislación laboral que amordaza a los sindicatos, engrilla los convenios y somete a los trabajadores como si hubiéramos retornado al siglo XIX, esa centuria que Juan Rosell, presidente de la CEOE, relaciona con el trabajo fijo y seguro. Si la España de hoy traga, incluso por la vía de las urnas, con leyes mordaza y, en vez de Sección Femenina, dinamitan el ministerio de Igualdad, ¿a qué meternos en cintura con los leones de Rota, la Legión Cóndor y los requetés con sus campechanos curas trabucaires? En vez de alocuciones radiofónicas de Queipo de Llano, al día de hoy, contamos con una división mediática que, en el mejor de los casos, ha deparado una cierta equidistancia entre los horrores de uno y de otro bando, como si fuera posible equiparar los excesos crueles de una guerra con la represión en la retaguardia o a lo largo de la posguerra: numerosas provincias españolas fueron tomadas por los rebeldes durante los primeros días de la sublevación y conocieron ejecuciones sumarísimas hasta 1942, como demuestra fehacientemente el caso de Cádiz, que no es precisamente el único. Por no hablar de las humillaciones, los desahucios, el exilio como única forma de supervivencia, los viacrucis carcelarios, la tisis en nuestras hernandianas prisiones, el certificado de adhesión al régimen, el aceite de ricino, las mujeres trasquiladas, el tráfico de niños, la censura, la tortura o el tiro de gracia. En el peor de los casos, personajes como Pío Moa o César Vidal se encargaron de perfilar un revisionismo histórico con respecto a la contienda civil español bajo similares parámetros a la prohibición que pesó en media Europa en torno al revisionismo nazi del holocausto. Buena parte de la derecha española –y no hablemos de la extrema derecha—pasa de puntillas por el alzamiento del 18 de julio, como si fuera tan sólo el santo de bertas y federicos o el de la antigua paga extraordinaria del verano. Y llega a situar el origen del millón de muertos en la revolución de octubre de 1934, que fue abortada por el gobierno de la República y que no fue precisamente penalizada por las urnas en febrero de 1936. Sería como si la izquierda fijara la culpa de todo lo ocurrido en la Sanjurjada del 10 de agosto de 1923 contra la legitimidad republicana. Ya no será posible, presumiblemente, enjuiciar a los instigadores y a los responsables directos de aquella matanza cainita: en su mayoría pasaron a mejor vida o están a punto de morir por sus ideas por muerte natural. Hubo ocasión de hacerlo y no pudimos o no quisimos: el juez Baltasar Garzón, casualmente, fue expulsado de la carrera judicial poco después de intentarlo. Ahora, la querella contra la dictadura franquista instruida desde Argentina por la jueza María Servini, al menos nos está sacando los colores de la vergüenza, al enjuiciar desde el otro lado del Atlántico las responsabilidades políticas y criminales en torno a la ejecución de Salvador Puig Antich el 2 de marzo de 1974, los cinco últimos fusilamientos franquistas -a tres militantes del FRAP y dos de ETA- perpetrados el 27 de septiembre de 1975–, y el asesinato de cinco trabajadores en Gasteiz el 3 de marzo de 1976, durante los llamados sucesos de Vitoria, cuando Manuel Fraga Iribarne, como ministro de Gobernación, pretendía que la calle fuera suya. La magistrada, hace un año, ordenó como un brindis al sol la detención preventiva de Rodolfo Martín Villa, José Utrera -suegro de Alberto Ruiz Gallardón-, y de otros cargos franquistas. Tan escaso éxito tuvo dicha petición como el exorto de esta primavera por el que la jueza porteña solicitaba a nuestra Audiencia Nacional la toma de declaraciones a todos ellos, así como a Antonio Carro Martínez, Alfonso Osorio García, José María Sánchez-Ventura Pascual, Fernando Suárez, el abogado Carlos Rey González, el exfiscal del Tribunal Supremo Antonio Troncoso y el exjuez Jesús Cejas Mohedano, junto con diversos miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado como el Guardia Civil Jesús Muñecas Aguilar y el excomisario Ricardo Algar Barrón, los expolicías Antonio González Pacheco más conocido por el mote de ‘Billy el Niño’, Félix Criado Sanz, Benjamín Solsona Cortés, Jesús González Reglero, Jesús Martínez Torres y Jesús Quintana Saracibar, así como el médico Abelardo García Belaguer. Fuego de San Telmo, probablemente. Pero menos es nada. Aquí nos resignamos a interpretar la Ley de Amnistía de 1977 como una ley de punto final. El ruido de sables, el consenso, todo aquello que trenzó la transición democrática, propició ese silencio que, ochenta años después del siniestro vuelo del Dragón Rapide, sigamos asumiendo que, como en la magnífica serie de Almudena Grandes, seguimos viviendo los episodios de una guerra de nunca acabar. Durante estos días, diversas organizaciones claman por que se archiven en los desvanes del paisaje los restos de la simbología franquista que sigue presente en nuestro entorno. Qué menos. Qué poco. Al menos, una minoría de este país sigue en resistencia contra el olvido. El resto ha pasado página y le resta importancia a la necesidad de juzgar y condenar de una vez por todas a quienes secuestraron las urnas, deportaron a nuestros mejores cerebros y asesinaron a la heterodoxia sobre el paredón de su fanatismo. Quizá por ello resulta tan fácil acabar hoy con los derechos adquiridos durante siglos, sin necesidad de que el Convoy de la Victoria cruce nuevamente el Estrecho. Algo es algo, se conforman aquellos que aceptan, como en la canción de Raimon, que a veces la paz no sea más que miedo. No queremos la guerra quienes invocamos justicia. Tan sólo deseamos que los intereses de unos cuantos no se impongan sobre los de la mayoría. Sin embargo, de nuevo nos están venciendo. A menudo, incluso, sin disparar un tiro. Sus tropas económicas están, por si no os habéis dado cuenta, alcanzado sus últimos objetivos. (Juan José Téllez, 17/07/2016)


Imagen del alzamiento:
El 23 de septiembre de 1939, el dictador Francisco Franco dictó una ley que consideraba “no delictivos determinados hechos de actuación político social cometidos desde el catorce de abril de 1931 hasta el dieciocho de julio de 1936”. En el artículo primero se dice: “Se considerarán no delictivos los hechos que hubieran sido objeto de procedimiento criminal por haber sido calificados como constitutivos de cualesquiera los delitos contra la constitución, contra el orden público, infracción de las Leyes de tenencia de armas y explosivos, homicidios, lesiones, daños, amenazas y coacciones y de cuantos con los mismos guarden conexión, ejecutados desde el catorce de abril de mil novecientos treinta y uno hasta el dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, por personas respecto de las que conste de modo cierto su ideología coincidente con el Movimiento Nacional y siempre que aquellos hechos que por su motivación político-social pudieran estimarse como protesta contra las organizaciones y el gobierno que con su conducta justificaron el Alzamiento”. En esa ley esta condensada la vulneración de la legalidad, considerando lícito el terrorismo de extrema derecha que llevó a cabo una incesante actividad para socavar la legitimidad de la Segunda República mediante la inestabilización. Reconocía como beneficiosas las actuaciones contra la Constitución de 1931, la primera en el mundo que recogía como propio el derecho humanitario elaborado por la sociedad internacional hasta la época. Aquel hubiera sido el inicio de una cultura de los derechos humanos que después de cuarenta años de dictadura y cuarenta de democracia sigue siendo una de nuestras enormes carencias. Cuando se cumplen 80 años del golpe de Estado de un grupo de generales fascistas, acaudillados por el dictador Francisco Franco, es difícil entender que el pleno del Congreso de los Diputados no haya condenado todavía la dictadura franquista. Muchos de quienes claman hoy por el consenso y la generosidad de la Transición, de cara a la elaboración de un nuevo Gobierno, no han sido capaces de dejar en el Boletín de las Cortes plasmado su rechazo hacia quienes promovieron una guerra para acceder al poder por mediante el uso de la violencia y secuestraron las libertades y la dignidad de todo un país durante cuarenta años. Parte de la explicación de esa tolerancia hacia el pasado tiene que ver con nuestra estructura social; la élite que ha gestionado nuestro país tras la muerte del dictador, la que pilotó la Transición y organizó el olvido, está compuesta fundamentalmente por descendientes de adeptos al régimen franquista. Ellos accedían casi exclusivamente a las universidades en la década de los cincuenta y sesenta y han constituido la élite económica, política, cultural y académica que en estos años ha coexistido sin conflictos con la impunidad del franquismo. Durante décadas, la sociedad española se mantuvo en silencio con respecto a las violaciones de derechos humanos de la dictadura. El dolor social causado por la represión ha seguido y sigue activo en nuestra cultura política, de forma más o menos consciente. La fragilidad de nuestra independencia de poderes, las vulneraciones de la legalidad que llevan a cabo representantes políticos que no asumen responsabilidades o el excesivo partitocentrismo de nuestra agenda pública público están directamente relacionadas con ese espíritu del 18 de julio. Cuando en el año 2000 los nietos de los represaliados comenzaron la apertura de fosas comunes y la búsqueda de personas desaparecidas forzaron un debate sobre la patológica relación con el pasado que mantenía nuestra sociedad la reacción fue inmediata. En las primeras exhumaciones de fosas diversos columnistas de prensa impresa analizaban el hecho airadamente, asegurando que ahora venían los nietos a vengarse. La transición a la democracia, edificada sobre una falta reconciliación, abandonó a su suerte a miles de familias que habían sido terriblemente castigadas por no haberse sumado al golpe de Estado franquista. La impunidad, disfrazada de renuncias “de los dos bandos” hizo vigente la amnistía franquista y permitió blanquear su biografía a miles de franquistas. De la noche a la mañana desaparecieron los miles de chivatos del régimen y los que querían conservar su situación de poder con el advenimiento de la democracia inventaron un relato en el que aparecían como silenciosos disidentes que habitaban los despachos del régimen esperando el regreso de las urnas. Sobre ese relato se ha edificado la visión de los dos demonios que significa fundamentalmente la demonización de la Segunda República, con ese mito en el que parecía que lo que se enfrentaba en la guerra causada por Franco eran dos golpes de Estado, escondiendo así que tras la salida de Alfonso XIII se celebraron en nuestro país las primeras elecciones libres con sufragio universal masculino y femenino. La posibilidad de participar en la vida pública declarándose demócrata y sin condenar la dictadura franquista es síntoma de nuestra frágil cultura política. Mientras han muerto en silencio miles de hombres y mujeres que se enfrentaron a la falta de libertades, las élites han despedido a franquistas que cambiaron la chaqueta para conservar privilegios como padres de nuestras libertades. El problema no está en la guerra, que es a donde recurren sectores conservadores haciendo una elipsis de la dictadura. El deterioro que generó sigue siendo un lastre para nuestra vida colectiva. Reparar a las víctimas y educar a la ciudadanía en el rechazo al franquismo son las medidas más importantes que se pueden tomar con respecto a ese pasado traumático. Es la mejor forma de agradecer el esfuerzo y el sufrimiento de quienes se enfrentaron al franquismo y de vacunar nuestro futuro para que no pueda haber un 18 de julio nunca más. (Emilio Silva, 17/07/2016)


Mensaje navideño:
La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica se ha quejado a la Defensora del Pueblo por un fragmento del mensaje navideño del Rey en el que alentaba “a profundizar en una España de brazos abiertos y manos tendidas, donde nadie agite viejos rencores o abra heridas cerradas”. Es difícil saber si la frase iba dirigida a las familias que siguen buscando a los 114.226 desaparecidos, un censo que el entonces juez Baltasar Garzón incluyó en la causa por crímenes contra la humanidad con la que pretendía encausar al franquismo por su plan de exterminio sistemático de sus oponentes políticos. Es lo de menos. La queja hubiera debido tener carácter anual y justamente por todo lo contrario. Ni una sola de las 41 alocuciones con las que los dos jefes de estado de la Restauración nos han amenizado los langostinos ha incluido una referencia directa al sufrimiento de estos españoles, cuyo derecho a recuperar a sus personas queridas de las cunetas o de las tapias de los cementerios donde expiraron ha sido tradicionalmente pisoteado mientras se les instaba a mirar al futuro como quien señala un punto en el mapa. El cuento chino de no agitar viejos rencores ha durado demasiado, aunque a medida que pasaban los años era evidente que las únicas heridas abiertas eran las de quienes no han podido enterrar dignamente a sus muertos. Con los familiares de las víctimas se ha consumado una colosal estafa perpetuada en el tiempo, que tuvo como colofón una Ley de Memoria que se limitó a declarar ilegítimos a los tribunales franquistas y sus resoluciones pero se abstuvo de anular las condenas, de tal manera que miles de represaliados siguen figurando hoy en los archivos oficiales como criminales y delincuentes mientras sus torturadores y verdugos se mantienen en el anonimato. Todo ello en nombre de una pretendida seguridad jurídica del Estado, que lo único que mostraba, para sonrojo general, era que la democracia actual debía considerarse heredera directa de la dictadura. Más allá de las indemnizaciones recogidas en la ley, se evitaron las compensaciones económicas por los bienes arrebatados a los asesinados. A diferencia de partidos y sindicatos, que se han beneficiado de hasta dos repartos, los particulares no han visto un céntimo, pese a que el expolio al que fueron sometidos está perfectamente acreditado. Si por algo se distinguió el franquismo fue por su manera meticulosa de dejar constancia de sus latrocinios. El Estado, considerado continuación necesaria del régimen del dictador bajito, se ha encogido de hombros ante sus crímenes y ha trasladado además su responsabilidad en la localización de las víctimas a las familias o a asociaciones como la que ahora se queja a la defensora del Pueblo. Esta dejación permite que un Gobierno como el del PP se niegue a dar fondos para la localización y exhumación de los restos, o como decía Rajoy antes de ser presidente, a “dar dinero público para recuperar el pasado”. “¿No tiene derecho una familia a recuperar los restos del abuelo que están en una cuenta?”, le preguntaba un servidor en aquella entrevista: “Si sabe dónde…”. De nada han servido las condenas de distintos organismos internaciones, desde la ONU al Consejo de Europa, y sus reprimendas al Estado español por el incumplimiento de sus obligaciones. A la indignidad de ser el segundo país del mundo tras Camboya en número de desaparecidos se une una actitud consciente de sepultar el pasado con grandes paladas de olvido. De hecho, salvo el censo de Garzón, no existe una cifra oficial de las víctimas de la guerra civil y la dictadura. Estas son las auténticas heridas, que lejos de estar cerradas, como pudo sugerir nuestro olvidadizo jefe del Estado, permanecen abiertas y sangrantes. (Juan Carlos Escudier, 28/12/2016)


Felipe VI:
[...]otro indicador del carácter profundamente conservador que la Monarquía transmite a la población en general –reproduciendo y promoviendo las ideas y narrativa de las derechas victoriosas del golpe militar–. En su discurso de fin de año el Monarca repitió, una vez más, la desaprobación de la recuperación de la memoria histórica, refiriéndose al tema de “la importancia de no abrir de nuevo las heridas”, que es el eslogan utilizado precisamente por las fuerzas conservadoras frente a recuperar la memoria histórica ocultada a la población asumiendo que el silencio –fruto de la represión- se traducirá en olvido. Detrás de la enorme resistencia a recuperar la memoria histórica existe el intento de no recuperar la historia real del país, tergiversada por las fuerzas conservadoras, pues tal recuperación es esencial para establecer una auténtica democracia, cuyas raíces deben basarse en la cultura republicana que significó un gran avance en el desarrollo de la democracia en España. En realidad las heridas nunca se cerraron, y el rechazo a la memoria histórica es precisamente el miedo a que se conozca la historia del país, todavía desconocida y, lo que es peor, ignorada en las escuelas de este país. Hoy todavía 130.000 personas están desaparecidas, siendo tal número la mayor cifra (en términos proporcionales) de desaparecidos en el mundo, después de Camboya. Sus restos están repartidos indignamente en fosas y cunetas a lo largo del territorio del país, gozando los perpetradores de tanta brutalidad de plena inmunidad por todos los daños y crueldades, silenciados, cuando no homenajeados, en el país. La petición del Rey de no abrir heridas se basa en su esperanza de que el silencio lleve al olvido, tal como siempre han querido las fuerzas conservadoras del país. (Vicenç Navarro, 06/01/2017)


Hernando:
Le he visto a usted, señor Hernando, en la televisión, en un ejercicio de falsedad e hipocresía solo digno del Hurias Heep dickensiano de David Cooperfield, manifestando su sorpresa porque los que reclaman la exhumación del Valle de los Caídos de sus deudos asesinados por los franquistas, a los que enterraron junto a sus asesinos, estén siempre “con los muertos a vueltas” cuando usted desea que “los muertos descansen en paz”, y hasta se atrevió a añadir que “alguien debe de entretenerse con ello”. Como yo tengo unas familiares muy cercanas que hace 80 años que se están entreteniendo buscando los restos de su padre, le voy a contestar a tales manifestaciones contándole su historia. El 17 de julio de 1936, Virgilio Leret, capitán de aviación del Ejército Republicano, al que había jurado fidelidad muy gustosamente, ya que pertenecía al Partido Socialista y había estado implicado en la conjura de Galán y García Hernández, era el jefe de la base de Hidros de Mar Chica en el Ataloyón de Melilla. Ese infausto día, el ejército faccioso sublevado a las órdenes del general Francisco Franco, asaltó la base. Después de una heroica resistencia que duró sólo unas horas, ya que no tenían ni municiones ni hidros, que se encontraban desguazados para limpiarlos, Leret y sus tropas se rindieron al ejército rebelde. Y, despreciando las leyes de la guerra, los facciosos fusilaron inmediatamente al capitán y a los trece oficiales que comandaban la tropa y que se habían batido valerosamente contra los fascistas, en defensa del legítimo régimen de la II República. Nunca se encontraron sus cuerpos. Virgilio Leret era el marido de mi tía, Carlota O’Neill, la hermana de mi madre, Enriqueta O’Neill, que pasó seis años de prisión por ser la esposa del capitán, y padre de mis primas María Gabriela y Carlota Leret O’Neill. Ellas, mis primas, todavía están buscando los restos de su padre para poder honrarle en una sepultura digna. En similares condiciones, se encuentran 150.000 desaparecidos, asesinados por falangistas, franquistas y otros de igual laya, en todas las cunetas, caminos y campos de España. Como ya se ha repetido, España es el país que tiene más desaparecidos después de Camboya. España es también el país donde después de una cruenta guerra civil, la única en Europa contra el fascismo, y de una dictadura interminable, no se han creado tribunales que aclararan los crímenes de los dirigentes del régimen, no se ha constituido una Comisión de la Verdad como en Sudáfrica, no se han anulado los innumerables infames Consejos de Guerra en los que se condenaba a muerte a republicanos, anarquistas, sindicalistas, socialistas, comunistas, masones, demócratas y simple gente del pueblo que había votado la República. En Alemania, Francia, Portugal, Grecia, Argentina, Chile, Uruguay, Guatemala, se han celebrado juicios contra los dictadores y sus sicarios torturadores, algunos incluso en España -¡macabra paradoja!- y condenado a decenas de años de prisión a los culpables, por los mismos delitos que en España cometieron sus conmilitones fascistas que nos oprimieron y explotaron durante cuatro largas décadas. En España, no. En España se tardó 32 años en aprobar la Ley de Memoria Histórica después de morir el dictador. Una Ley que no anula los juicios fascistas, que no provee de medios para buscar las fosas comunes, desenterrar los restos y darles sepultura digna y que no indemniza a las víctimas. Y en cuanto el Partido Popular se hizo con el gobierno anuló todas las ayudas económicas –¡tan miserables!- que se habían concedido para llevar a cabo esa justa misión. Ese Partido Popular que tiene como honroso representante a Rafael Hernando, que habla en nombre de su partido en los términos que acaba de hacerlo, y que no ha accedido a condenar el golpe de Estado de 1936, impuso sus condiciones para aprobar la Ley de Memoria Histórica en 2007. Hace diez años, cuando se estaba debatiendo en el Parlamento, con interminables discusiones y estéril retórica escribí: “En definitiva, ser demócrata en España es diferente de serlo en Alemania o en Argentina. Hoy, ni siquiera a las víctimas sobrevivientes de la Guerra Civil y la dictadura se les otorga la satisfacción de ver a sus verdugos avergonzados. Porque nunca nos pidieron perdón”. Pero no sólo no nos han pedido perdón sino que el portavoz del PP, partido que gobierna nuestro país, se permite burlarse de las víctimas. En otra célebre comparecencia ante los medios de comunicación Rafael Hernando afirmó que “algunos se han acordado de su padre cuando había subvenciones”. Por eso, para que los olvidemos definitivamente y dejemos de “entretenernos moviendo a los muertos” el Partido Popular ya no concede subvenciones para la búsqueda de las fosas comunes. Pero quiero decirle, señor Hernando, que mis primas Gabriela y Carlota Leret O’Neill, no han recibido nunca subvenciones para buscar los restos de su padre. Han trabajado en la búsqueda de datos, en viajes desde Venezuela donde residen, en las entrevistas con los todavía supervivientes de aquella época, en procedimientos múltiples, administrativos y judiciales, de los que no han obtenido respuesta, costeándoselo de su propio peculio. Y de la misma manera, la hija de Julián Grimau, fusilado en abril de 1963, y las hermanas de Salvador Puig Antich, asesinado a garrote vil el 2 de marzo de 1974, y los amigos y parientes de los últimos ejecutados por el franquismo el 27 de septiembre de 1975 –porque el dictador murió matando-, y las hijas y nietos de los miles de desaparecidos durante los exterminadores años de la dictadura, nunca han recibido ayuda económica alguna para su labor de perseguir la justicia. Ciertamente, señor Hernando, usted no debe sentir vergüenza por sus declaraciones, ya que es muy proclive a divulgarlas. En diciembre de 2014 fue condenado a pagar 20.000 euros, con el portavoz adjunto Rafael Merino, al partido político UPyD por vulnerar el honor del mismo y acusarle de financiarse ilegalmente. En diciembre de 2012 negó el cambio climático aduciendo que esos “postulados” responden a “eco comunismo que profetiza lo mismo que eso de que el próximo 21 de diciembre se va a acabar el mundo“. En octubre de 2012 llamó al juez Santiago Pedraz “pijo ácrata”, comentario del que tuvo que disculparse poco después. Usted no tiene vergüenza de pronunciar tales expresiones públicamente porque no tiene ningún familiar asesinado, torturado ni exiliado por los franquistas. Su pariente más conocido es Rafael Pérez Escolar, abogado y político, dentro de la antigua Alianza Popular –luego Partido Popular-, que fue representante del Consejo de Administración de Banesto en la etapa de Mario Conde, por lo que fue procesado. Su biografía corresponde exactamente al arquetipo de la derecha española: dirigente de un partido fundado por Manuel Fraga Iribarne, ministro y embajador de Franco durante décadas; firmante de penas de muerte; ministro del Interior que afirmaba que “la calle era suya” y ordenaba a la policía matar a tiros a los trabajadores en las manifestaciones; autor de las leyes de represión de la libertad de prensa, de opinión, de manifestación, de partidos políticos. Un partido que protege al capital y oprime a los trabajadores, que le niega a las mujeres el derecho a disponer de su capacidad reproductora, que persigue la libertad de expresión y de manifestación, y que vota en contra de todo intento, por tímido que sea, de restaurar la memoria y la justicia en nuestro país. Para completar el retrato del señor Hernando, es amante de las corridas de toros y procesiona cada Viernes Santo con las cofradías del Santo Sepulcro y la Virgen de los Dolores de Almería. Y por supuesto, “no se entretiene moviendo a sus muertos” de las fosas comunes ni del Valle de los Caídos, porque no tiene ninguno. (Lidia Falcón O'Neill, 19/03/2017)


Memoria: Obstáculos:
Decía Adorno que “dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”, pero hay verdades que al Partido Popular, simplemente, no le suscitan ni el más mínimo interés. En los Presupuestos Generales del Estado, el Gobierno ha vuelto a invisibilizar a las víctimas silenciadas de la guerra civil y el franquismo, a imponer la acostumbrada amnesia social, y a evitar que se desmonte la mentira institucionalizada en la que llevamos décadas instalados, gracias, entre otras cosas, a políticas como las suyas. El PP le dedica a la Ley de Memoria Histórica la ingente cantidad de 0 euros, un dinero que debía utilizarse para financiar exhumaciones en las 2.000 fosas que se calcula que existen en España. Ya en 2012, Rajoy eliminó la Oficina de Víctimas de la Guerra Civil y la Dictadura, y redujo la dotación presupuestaria para Memoria Histórica de 6,2 millones, a dos millones y medio. Y en el año 2013, el Gobierno eliminó esta dotación sin más, dejando en las cunetas, por enésima vez, a las víctimas del franquismo, que siguen costeando las exhumaciones con sus propios medios, porque, mal que le pese a Rafael Hernando, se acuerdan de sus padres y familiares haya o no haya subvención. Ahí siguen, impenitentes, andando “con los muertos para arriba y para abajo” para contrarrestar el ostracismo y las vejaciones del Gobierno del Partido Popular y de personas que, como él, no creen ofender ni humillar a nadie, porque no son nadie las 100.000 o 150.000 que aún esperan verdad, memoria, justicia y reparación. “¿Por qué voy a pedir perdón?”, se preguntaba perplejo Hernando, en un ejercicio retórico de cinismo. No hay duda de que hay quienes han descontado ya el costo humano y social de sus privilegios, en la idea tan atroz, como poco contrastada, de que no existe “progreso” sin olvido. Y aunque también hay quienes prefieren avanzar retrocediendo, como diría Paul Valéry; avanzar sin aplastar “flores inocentes en el camino”, sin generar víctimas y sin olvidarlas, hoy, lamentablemente, está claro que los que gobiernan son los primeros. Por eso el desarrollo de la Ley de Memoria Histórica ha sido esquelético, y por eso ha acabado instaurando una discriminación en el trato, los derechos y las prestaciones que reciben unas víctimas frente a las otras, sin que exista ninguna razón que lo justifique, más allá de la desmemoria selectiva que en este país se ha practicado sin descanso. Poco importan aquí los acuerdos internacionales sobre estas materias ratificados por España, entre los que cabe destacar la convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, o la convención internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas. Poco importa la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y, en particular, la jurisprudencia destinada a la protección del derecho a la vida y a la integridad de las personas. Tampoco importa mucho, según parece, la Directiva 2012/29/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 25 de octubre de 2012, que, desarrollada por la Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de la Víctima del Delito, favorece un catálogo de prestaciones y derechos a toda víctima, sin perjuicio de que quepan regulaciones particulares en atención a unos u otros colectivos. Poco importa, por supuesto, el informe del relator de Naciones Unidas en el que se señalaba que es la ignominia y el olvido lo que se ha incorporado a la normalidad democrática de España. En fin, esta negativa a investigar la suerte de miles de personas desaparecidas a raíz de la estrategia implementada por el Estado franquista, contraviene, entre otras cosas, el derecho internacional que es jurídicamente vinculante y de obligado cumplimiento en nuestro país. Porque no solo es que el Gobierno se niega a cumplir su obligación de actuar de oficio, sino que tampoco pone todos los medios necesarios para que otros agentes puedan llevar a cabo las investigaciones que las autoridades se niegan a hacer, y ello, sin que haya ninguna norma o principio jurídico que impida a un Estado investigar su pasado. El PP contradice aquí, incluso, a la normativa que se ha desarrollado en el plano autonómico, y que se ha promulgado, o está por promulgarse, en el País Vasco, Andalucía, Navarra, Aragón, Valencia y Baleares, territorios que han conocido directamente los horrores de la guerra civil, la represión de la dictadura y la violencia política posterior, y en los que están domiciliadas un importante número de sus víctimas. Y lo más sorprendente es que algunas de estas normas han salido adelante con la abstención del mismísimo y esquizofrénico Partido Popular. Reivindicar el derecho y el deber de memoria no es solo poner en el centro un hecho del pasado, sino resignificarlo y asumir las responsabilidades que se derivan del mismo, articular un consenso sobre lo intolerable, y delimitar claramente lo que, de ningún modo, puede volver a suceder. Y en la medida en que esto no se hace, no puede garantizarse nada. La responsabilidad tiene una dimensión temporal que no se agota en el presente; mira hacia al pasado, como ha de mirar hacia el futuro, y trata a todas las víctimas de la misma manera, aunque distinga las diferentes violencias de las que cada una ha sido objeto. Quienes defendemos una política de la memoria para todas las víctimas, sin exclusión, estamos convencidos de que el examen detenido del pasado es un arma que permite combatir el “revisionismo” y el “negacionismo” con los que se justifican y se niegan todos los días las atrocidades que hemos vivido, y de las que muchas personas tienen todavía recuerdos terriblemente vivos. Y sabemos, además, que lo que las sociedades eligen recordar y olvidar, y el modo en que lo hacen, condiciona totalmente sus opciones de futuro, de manera que sin memoria no puede haber una auténtica cultura democrática, ni puede hablarse, en puridad, de un sistema político legítimo. Dice la Comisión de Derechos Humanos de UN en sus Principios para la protección de los derechos humanos mediante la lucha contra la impunidad, que “el conocimiento por un pueblo de la historia de su opresión pertenece a su patrimonio y, como tal, debe ser preservado con medidas apropiadas en el nombre del deber a la memoria que incumbe al Estado”. Pues bien, es este el deber que el Gobierno no cumple y este es el rico patrimonio que nos usurpa descaradamente cada vez que privatiza el uso de nuestra memoria y nos impide recordar. (María Eugenia R. Palop, 07/04/2017)


Apartheid:
Esconder a las víctimas de la dictadura y maltratarlas desde el Estado, mientras a otras se les garantizan todos los derechos es un acto inhumano de discriminación, que muestra las costuras de una democracia débil Primero lo secuestraron y lo detuvieron ilegalmente. Sus captores lo torturaron porque era parte del castigo que pretendían infringirle. Lo habían elegido por su militancia política y no iban a tener ni la más mínima contemplación con él ni con su familia. Las armas todavía calientes, acostumbradas a las distancias cortas, a no dudar al apuntar, a mirar a los ojos a la persona a la que estaban a punto de arrebatarle la vida. Después de mantenerle retenido, lo sacaron con los ojos vendados y no era por protección de los verdugos, porque no sobreviviría para delatarles. Era una forma más de aumentar su sufrimiento. Finalmente, junto a unos árboles, le dispararon dos tiros en la cabeza y allí dejaron su cuerpo agonizante. Hasta aquí este podría ser el relato del asesinato de Miguel Ángel Blanco pero es el de Emilio Silva Faba, mi abuelo, militante de Izquierda Republicana en Villafranca del Bierzo, donde dedicó su vida política a reclamar la construcción de un grupo escolar público y laico. Los asesinos, pistoleros de la Falange, no habían terminado su trabajo. Hicieron enterrar su cadáver a unos aterrorizados vecinos, y quedó abandonado en aquella cuneta, lejos de su casa, de los lugares por los que su familia buscó su cuerpo, para multiplicar el castigo a quienes iban a sufrir su pérdida. La desaparición forzada es el peor delito contra la sociedad que se puede cometer a través de una persona. Se le detiene ilegalmente, se le tortura, se le quita la vida después de haberlo aterrorizado, y se hace desaparecer su cadáver para destrozar emocionalmente a su familia, a sus amigos, a sus compañeros de militancia. De ese modo fueron asesinadas y arrojadas a fosas comunes en cunetas, caminos o fuera de las tapias de los cementerios 114.226 personas, civiles que no se encontraban en un escenario de guerra, entre dos trincheras, formando parte o en medio de dos ejércitos. Los asesinos formaban parte de lo que el diario cordobés La Voz tituló la primera vez que fue tomado y editado por los pistoleros de la Falange, el 21 de agosto de 1936: “Las valerosas fuerzas que luchan por España limpian de marxistas los pueblos”. Aquel era el proyecto político y genocida de los golpistas del 18 de julio de 1936. Sembrar terror ejemplarizante entre los hombres y mujeres que habían osado construir una democracia en la que ganaron elecciones diferentes ideologías, que separó la Iglesia católica del Estado y que estableció nuevos derechos para las clases sociales que en España siempre habían estado sometidas a los grandes latifundistas y las grandes fortunas con la ayuda de la Iglesia y el Ejército. 24 de diciembre de 2016. Felipe VI, en un despacho del Palacio de la Zarzuela, lee su discurso de navidad. En medio de su argumentación, una frase destinada a las víctimas de la dictadura, a los descendientes de aquellos hombres y mujeres que están en las cunetas: “Son tiempos para profundizar en una España de brazos abiertos y manos tendidas, donde nadie agite viejos rencores o abra heridas cerradas”. 28 de junio de 2017. La presidenta del Congreso de los Diputados, Ana Pastor, lee su discurso en la celebración del aniversario de las elecciones del 15 de junio de 1977. Entre sus afirmaciones, como cabeza representativa de una institución que debe acoger las ideas de todos los españoles, una alusión al inolvidable papel de las víctimas del terrorismo y, en un acto de negacionismo, ninguna mención a las víctimas de la dictadura franquista y a los hombres y mujeres que se enfrentaron y lucharon contra la dictadura para que un día ella fuera presidenta del Parlamento español gracias a unas elecciones democráticas. 12 de julio de 2017, la hermana de Miguel Ángel Banco le exige a la alcaldesa de Madrid que cuelgue una pancarta con el rostro de su hermano en la fachada del Ayuntamiento. Marimar Blanco, diputada del Partido Popular, el mismo que no tuvo complejos en que sus tramas de corrupción utilizaran los espacios destinados al apoyo a las víctimas del terrorismo. Ella, que no soporta que se relaciones a las víctimas del terrorismo con las del franquismo, intenta imponer el relato del PP y la actitud que debe tener alguien para mostrar su rechazo a la violencia. Mientras ella realiza esas manifestaciones, con todo el respaldo de las instituciones y las líneas editoriales de los grandes medios de comunicación, Chon Vargas Mendieta, nieta de Timoteo Mendieta, y un representante de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica denuncian públicamente que el Ayuntamiento de Guadalajara, gobernado por el Partido Popular, pretende cobrarles 2.057 euros de tasas, más bien una multa, por haber osado rescatar los cuerpos de 27 personas asesinadas en los tiempo de la paz franquista, por haber pertenecido a sindicatos de izquierdas. Las élites españolas, que lo fueron durante la dictadura franquista, beneficiarias directas o indirectas de la violencia, el saqueo y la corrupción política del régimen, hicieron grandes esfuerzos para convertir la transición en una puerta giratoria, en la que entraron franquistas y salieron demócratas. Fue precisamente el recién condecorado Rodolfo Martín Villa el encargado de quemar millones de documentos para blanquear cientos de miles de currículums de adeptos, dirigentes y colaboracionistas. Una vez borrados los documentos, lo más incómodo para ellos era la memoria de las víctimas, de los luchadores antifranquistas, de quienes los habían conocido antes y después. Y por eso era preciso quitarles la voz a los supervivientes, enmudecerlos, mantenerlos a raya, y la construcción de ese gran silencio fue otro de los grandes objetivos políticos de las élites. El aprendizaje de la experiencia de las víctimas del terrorismo de ETA fue descubierto por esas élites como una buena herramienta para ocultar su pasado y así, poco a poco, fueron poniéndolas en el centro de la política, utilizándolas para esconder a otras y convirtiéndolas en un valor absoluto de la democracia. Así se consolidó en esos años el uso y abuso del Partido Popular de las víctimas del terrorismo de ETA, la cooptación de algunas de ellas mediante buenos sueldos en fundaciones, espacios mediáticos e incluso puestos en listas electorales. En el inicio del año 2000, los nietos de los desaparecidos de la dictadura comenzaron un movimiento social para buscar y reivindicar a sus abuelos y abuelas. La ignorancia y el silencio impuesto comenzaba a resquebrajarse y la élite que había vivido en una sociedad desmemoriada comenzó a articular sus argumentos en contra. Así, de las reivindicaciones de las víctimas del franquismo se ha dicho que: reabren heridas, dividen a los españoles o se acuerdan de sus padres por dinero. Desde el Partido Popular, pasando por la Conferencia Episcopal y llegando a la jefatura del Estado se ha repetido como un mantra que quienes sufrieron el delito más grave que se puede cometer contra un ser humano están mejor calladas; y, por supuesto, se les ha negado cualquier apoyo desde las instituciones, utilizando los recursos públicos para criminalizarlas y acusarlas de poner en peligro la democracia. Todas las víctimas de la violencia denuncian y reclaman justicia para hechos cometidos en el pasado. Todas tienen derecho a que las instituciones democráticas las protejan y les garanticen su derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación. Todas sienten dolor y todas tienen derecho a tener una ideología y un pasado sin que ello suponga que el Estado pueda seleccionar a quién ayuda y a quién desprecia. Mientras los desaparecidos de la dictadura franquista tienen que esperar la ayuda de un sindicato noruego de electricistas o de un grupo de forenses llegados de cualquier parte del mundo, hay otras víctimas que reciben todos los derechos por parte del Estado. Las personas asesinadas por la violencia tienen una vida política y todos y todas tienen derecho a participar de ella en igualdad de condiciones. Escuchar a Mariano Rajoy presumir de que su Gobierno dedica cero euros a ayudar a personas como Ascensión Mendieta no sólo abochorna a cualquier persona con un mínimo de humanidad, sino que forma parte de un cultura política proveniente del franquismo en la que unos españoles tienen todos los derechos, y otros ninguno. Los recursos públicos y la atención a víctimas de la violencia tienen que ser una política de derechos humanos que no puede depender del capricho de quienes gobiernen. Igual que en las urgencias de un hospital no se pide un carnet político para ver quién es atendido y quien no, las políticas públicas asistenciales a víctimas de delitos violentos tienen que ser universales y responder a las necesidades materiales y emocionales de quienes se hayan visto afectados directa o indirectamente por el terrible dolor de una pérdida violenta. Esconder a las víctimas de la dictadura y maltratarlas desde el Estado, mientras a otras se les garantizan todos los derechos es un acto inhumano de discriminación, que muestra las costuras de una democracia débil, al servicio de intereses de un grupo y no de toda la sociedad. Cuando acabemos con ese apartheid y terminemos con esa discriminación habremos dado como sociedad un salto democrático y terminaremos de maltratar a quienes los mayores enemigos de la democracia, que son los dictadores violentos como Francisco Franco, decidieron convertir en sus enemigos, a quienes están en las cunetas, por no participar en la destrucción de las libertades, ni legitimar el uso de la violencia para asaltar el poder. Cuando todos los Timoteo Medita estén enterrados con la misma dignidad que los Miguel Ángel Blanco, seremos una sociedad mucho más digna. (Emilio Silva, 14/07/2017)


Remover - B.Garzón:
¿Para qué ponerse ahora a remover el pasado?». «No entiendo por qué hay que reabrir heridas». «Ya es demasiado tarde para entrar en este tema». En las líneas de este libro se encuentra la contestación más rotunda a estos tópicos que tan a menudo hemos teni­do que escuchar. El excelente trabajo de Natalia Junquera nos concede el privilegio de conocer de primera mano no sólo la realidad que vivieron las víctimas de la Guerra Civil y la posguerra y sus familiares en su día, sino la que aún viven hoy. Escalo­friantes y emotivos testimonios del sufrimiento por el que pasaron muchas familias. Testimonios de la impotencia que sintieron ante la injusticia que se estaba cometiendo y la fortaleza que tuvieron que sacar para seguir adelante. Pero el relato de Junquera ha querido reflejar también la actua­lidad del problema de los crímenes cometidos durante la Guerra Civil y la dictadura franquista. Por desgracia, los testimonios que recoge el libro ponen de manifiesto que el sufrimiento de muchas familias y la ausencia de reparación de las víctimas de aquella locura criminal no es parte del pasado, sino una realidad muy presente que se confunde con los graves déficits que en la actualidad sufre la sociedad es­pañola por una serie de decisiones que han roto la confian­za y que, de alguna forma, anclan sus raíces en los olvidos, las omisiones y los silencios que han acompañado durante décadas la historia de España. Todos los relatos parecen coincidir en que la angustia que provoca el hecho de no conocer el paradero de un fami­liar o las condiciones de su muerte es la que eterniza el dolor de sus familiares. El alivio que reflejan en sus testimonios aquellos que sí han sido capaces de saber la verdad de lo que ocurrió con sus seres queridos apoya tal tesis. Es evidente, por tanto, que, a pesar de lo que puedan decir muchos desde la indiferencia más cobarde, la investigación de lo ocurrido durante esos años no abre heridas, sino que precisamente contribuye a cerrarlas. Las heridas siempre han estado abier­tas y quienes las infirieron nunca han deseado que se cierren y siempre han negado toda posibilidad de una reparación auténtica e integral desde el Estado; y a tal inaceptable situa­ción han contribuido resoluciones judiciales como las de la sala segunda del Tribunal Supremo por las que se prohíbe toda posibilidad de investigación judicial de los crímenes franquistas. Que tras el horror de la guerra que sufrió Espa­ña por la acción ilegal encabezada por el general Franco y la impunidad más rampante durante toda la dictadura se im­pusiera el olvido oficial en la Transición y en la democracia, con la sola atenuante de la ley llamada de memoria históri­ca de 2007 (iniciativa absolutamente insuficiente), que no se haya permitido hacer justicia a las aproximadamente 150.000 víctimas, ajenas al conflicto armado, no tiene justi­ficación de ningún tipo. Los tecnicismos legales totalmente rebatibles en los que se ha refugiado el Tribunal Supremo desvelan la falta de voluntad del poder judicial, al menos en su más alta cúpula, de contribuir a la auténtica y verdadera reconciliación en España. Si lo que se pretendía con la impu­nidad de los autores de los crímenes de la Guerra Civil y del franquismo y el tabú creado alrededor de éstos era dar forma a esa reconciliación del país y no precisamente a la misma impunidad, el resultado no ha sido en absoluto el buscado. Los relatos recogidos en el libro ponen de manifiesto que treinta y cuatro años después de la Transición las heridas no están cerradas y las víctimas siguen demandando justicia. No sólo el ejemplo de la experiencia de otros países sino el propio sentido común indica que la reconciliación de un país tras acontecimientos como los que vivió España no pue­de estar basada en el olvido. Cada vez que se ha intentado hacer la experiencia ha sido negativa. Se tiene que impartir justicia y establecer la verdad de lo que ocurrió, ya no sólo por la obligación que se tiene con respecto a las víctimas, sino por la propia memoria histórica del país. Es importan­te que las futuras generaciones de españoles reciban una educación cuya ausencia lastró a toda una generación. Nin­gún programa educativo a nivel estatal ha abordado este tema en democracia. Ningún esfuerzo se ha hecho por cons­truir una memoria de las víctimas. Ningún Gobierno se ha preocupado de recopilar los documentos, ni siquiera de con­tabilizar a las víctimas. Ningún monumento existe a la me­moria de las víctimas, mientras que tenemos que seguir sufriendo el escarnio del Valle de los Caídos. Ningún pro­grama ha buscado la creación de una Comisión de la Verdad. Sólo el esfuerzo de las víctimas sigue siendo visible para vergüenza de unas instituciones que, a día de hoy, y salvo en algunas comunidades autónomas y municipios, no han sa­bido dar una respuesta integral y a nivel general a aquéllas, ni desde la legalidad ni desde la moral que deben vertebrar ese mismo Estado. Durante el juicio del que fui objeto en enero-febrero de 2012 por haber abierto la investigación por presuntos de­litos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura franquista tuve ocasión de experimentar múltiples sensacio­nes ante el hecho incomprensible de que la animadversión de cierto sector judicial pudiera haber degenerado en la ce­lebración de un juicio contra el juez por la interpretación de unas normas jurídicas que comparte medio mundo jurídico internacional y nacional. De todas ellas, y poniendo por de­lante que mi actuación procesal no sólo fue perfectamen­te legal, sino necesaria frente a la clara impunidad sobre aquellos crímenes, me queda la satisfacción íntima de haber oído los testimonios de las víctimas que, gracias a la petición de mi defensa, toda la sociedad pudo escuchar para vergüen­za de una justicia silente en la sede del Tribunal Supremo. Algunos se retorcieron ante la contundencia del dolor de quienes no han sido reparados, otros estaban indignados ante tamaño desafío a las esencias franquistas, pero los mi­llones de personas de buena fe, entre las que me cuento, llora­mos internamente porque, a muy pequeña escala, contribui­mos a que por lo menos en ese momento no existiera ni olvido ni impunidad. La dureza de los testimonios y la fuer­za de las voces inquebrantables pero serenas de las víctimas llenaron y continuarán llenando por siempre las paredes de un Tribunal que no ha sabido protegerlas. BALTASAR GARZÓN Bogotá, 28 de enero de 2013


Posts míos:
Hay que pasar página después de que se cierren las atrocidades siguiendo el procedimiento que indica la comisión especial de la ONU aplicable a todo el planeta. No es posible firmar todos los acuerdos internacionales sobre el tema para quedar como democracia avanzada, para después incumplir la parte de cómo se cierran estos líos sin hacer burla a la Justicia. Las fosas comunes pasan a un registro de hechos, las alabanzas a fascistas se suprimen de la vía pública y los sentenciados injustamente quedan rehabilitados por orden de la más alta instancia. No es hacer Justicia, es conceder lo mínimo a las víctimas. Señalar a los sujetos centrales de la cuestión con la expresión 'personas fallecidas' es de lo más apaciguador. La prioridad es poner los hechos en su sitio, no sosegar y aquietar a los que se vayan a sentir molestos porque se quiten velos a la dura realidad. Cometidos por particulares, en la legislación española prescribe el asesinato, el robo de bebés, la trata de seres humanos y las torturas. Las sentencias de los Consejos de Guerra y tribunales de excepción fueron puestas por el Legislador democrático en un limbo intocable/no-anulable/no-revisable. La reparación de las víctimas no alude a reparación económica. Las ejecuciones extrajudiciales no son responsabilidad de los Gobiernos del Estado.

En 1995 el estado de Misisipi ratifica la Decimotercera Enmienda, promulgada en 1865. Contiene declaraciones de principio sobre la ilicitud e inmoralidad de la esclavitud. Implica que sus antepasados precipitaron una guerra defendiendo algo inmoral y apelando a derechos que no eran tales. Supone reconocer que sus loados héroes no eran tan héroes. Empecinarse y enrocarse frente la marcha del mundo les supuso añadir oprobio al oprobio. Las generaciones futuras verán el comportamiento mendaz como una vergüenza añadida. Cuando se busque un ejemplo extremo de actitud reaccionaria se pensará en los habitantes de Misisipi. El marco jurídico internacional dice que la ejecución sistemática de civiles no prescribe, que debe tratarse como un crimen de lesa humanidad y el Estado heredero no puede hacer, enturbiar y amnistiar a su antojo. Ante los organismos más elevados la Ley de Amnistía (1977) es ilegal y debe derogarse como se interpreta de los tratados comunes que firmamos. Las comunicaciones de entidades superiores llegan a España con gran regularidad denunciando la incompatibilidad jurídica que nos empeñamos en mantener. Aparecemos repetidamente en los listados junto a Camboya por saltarnos el protocolo sobre fosas comunes. Ninguna democracia de nuestro entorno se ha atrevido a hacer algo parecido.

Los delitos contra la vida tras subdividir una población discriminando por motivos concretos (por ejemplo una lista de afiliados a un sindicato o apellido judío), es un aspecto determinante de crimen de lesa humanidad. Cierto que el ruido de las redes y medios de segunda gana en presencia y formación de actitudes. Pero yo soy más optimista y no coloco el sesgo interesado en planos compartidos. La Historia, como actividad científica de la comunidad académica, no la manchan los discursos tergiversadores con fines políticos. Ni siquiera la obra de pseudo-historiadores- revisionistas-afamados representa un obstáculo serio a su avance. Lo ponen en duda los que pintan los hechos con brocha gorda, mezclan los hechos en una nube opaca, meten lo heterogéneo en el mismo saco, usan figuras retóricas para referirse a hechos comprobados, no reconocen lo que dictaminan las organizaciones supranacionales y tratados (prescripción, amnistías, formas de cerrar conflictos, procedimientos a aplicar a fosas comunes, anulación de sentencias, alegalidad de tribunales especiales, supresión de limbos jurídicos). España se unió a las democracias avanzadas firmando tratados internacionales que llevan aparejadas obligaciones a las que damos de lado. La comisión especial de la ONU define qué es un crimen de lesa humanidad y determina qué prescribe y qué partes de las legislaciones nacionales son incompatibles y deben ser modificadas. Las organizaciones internacionales más reconocidas nos envían constantemente recordatorios de incompatibilidad e incumplimiento de plazos. Aparecemos en listas internacionales junto a Camboya sobre número de fosas comunes silenciadas. Ninguna democracia de nuestro entorno se atreve a hacer lo que España. Nadie en la comunidad internacional pretende ser una isla jurídica como España en un solo capítulo del siglo XX. Cierto que ese momento en que tocamos fondo tuvo unas peculiaridades que lo hace algo sui generis, pero tu comentario parece justificar que las responsabilidades queden en un estado borroso. No se puede construir un Estado digno si olvidamos que tenemos como uno de los valores fundamentales que la Justicia no sea burlada. Hemos acordado con la comunidad internacional una noción común aplicable al planeta (sin límite temporal) de cómo se hace Justicia y cuándo se da por cerrada la vista de un delito. Si incumplimos lo que proclamamos estamos fuera de la ley. Somos unos hipócritas a la vista del mundo. Y si tardamos un siglo como Misisipi en ratificar la Decimotercera Enmienda, el mundo nos pondrá como ejemplo extremo de sociedad reaccionaria.

La Laguna: Aprovecho para protestar porque nunca he tenido claro casi ningún detalle. Lo que he podido leer siempre ha sido 1) prensa sumisa (a pesar de que usan 'asesinato' en el titular), 2) soflamas independentistas (explotando lo de cipayos represores de la metrópoli) y 3) paripés de instituciones. El discreto ámbito de poder otorgado por la democracia a la Justicia Militar se sigue empleado en mantener limbos y opacidades. Se recurre a una institución que debería mantener limpia su imagen y se la utiliza para un fin opuesto a lo que conviene a la ciudadanía. Yo no le atribuyo una responsabilidad decisiva. Representar específicamente al Gobierno de España entraña una alta dosis de obediencia debida. En teoría contribuir a hacer cumplir la ley entraba en las obligaciones de un Gobernador civil. ¿Quién se beneficia en el siglo XXI de un pacto de silencio? ¿Tiene un gobernante como fidelidad prioritaria la de proteger intereses corporativos? Años duros y mucho en juego. Es de suponer que el Rodolfo Martín Villa de los sucesos de Vitoria (marzo 1976) ataba en corto a todo subordinado. Sobre esas directrices policiales y órdenes directas, también pacto de silencio. Años duros y mucho en juego. Es de suponer que el Rodolfo Martín Villa de los sucesos de Vitoria (marzo 1976) ataba en corto a todo subordinado. Sobre esas directrices policiales y órdenes directas, también pacto de silencio. En las películas cuando coaccionan a un mandado diciéndole 'son órdenes de arriba' tampoco está claro qué parte del poder ejecutivo está intentando que su culo quede a salvo. Expresión que deja una parte del asunto clara, pero ambigua en la parte de quién es responsable. Una ambiguëdad prioritaria. El tranquilo retiro de Martín Villa sirve para augurar. Todo se cerrará con componendas. Ni el peso de la Ley caerá sobre nadie, ni se llegará al debido esclarecimiento. Y dentro de MUCHO tiempo nuestro Poder Judicial evolucionará para parecerse a los demás.


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