República 4             

 

Manual de combate:
Ángel Viñas es uno de los más importantes historiadores españoles entre los que se han dedicado a investigar la Guerra Civil, la República y el franquismo. De sus esfuerzos y su inmensa capacidad de trabajo han salido a la luz conclusiones decisivas para esos tres periodos de nuestra historia reciente. Incluso, fue uno de los impulsores de un aspecto metodológico, propuesto por Santos Juliá, que a mí me parece muy feliz, como es el de marcar que la República y la Guerra Civil son hechos diferenciados enormemente relacionados pero que no tienen una continuidad obligatoria desde el punto de vista del análisis. Esa cuestión marca a fuego uno de los motivos que más disputas han provocado entre historiadores españoles en los últimos años. Para los historiadores militantes del franquismo, la guerra no fue sino el resultado lógico de la trayectoria republicana. Para casi todos los demás, la guerra fue el resultado de un golpe fallido que no era históricamente obligatorio, sino consecuencia de la voluntad de una parte del ejército de romper el régimen republicano para refundar un Estado nacional-católico en España. Esa es la línea roja que separa al cerrilismo franquista de las muy diversas aproximaciones que se han producido en torno al asunto. Contra esta historiografía franquista —a estas alturasmuy periclitada, por no decir insignificante— se declara en guerra Ángel Viñas cuando enuncia las bases ideológicas de este volumen en que se reúnen trabajos de 34 especialistas. Y el motivo más inmediato es la publicación del tristemente famoso Diccionario biográfico español de la Real Academia de la Historia, que incluye junto a intervenciones rigurosas algunas voces panfletarias amparadas por Gonzalo Anes y Carmen Iglesias. En principio, solo con ver el plantel de firmantes de este diccionario, que se autodefine de combate, el empeño parece excesivo, algo así como matar moscas a cañonazos. Desmontar las visiones franquistas que recoge el diccionario de la RAH no necesita de esfuerzos mayores. Por eso, hay otro escalón más, que está dedicado a desarbolar, una vez más, las desvergonzadas versiones de gentes como Pío Moa o César Vidal sobre los tres periodos analizados. Algo que ya hizo, con enorme ponderación, en su momento, Enrique Moradiellos y que hicieron también algunos más cuando los best sellers reaccionarios ocuparon las estanterías de los comercios. Pero hay un tercer escalón que me parece que es el sustancial, por mucho que no figure entre las intenciones que Viñas fija en el prólogo y el mismo Viñas, acompañado por Alberto Reig Tapia, desgrana en los dos últimos capítulos del volumen. En realidad, al leer estos dos fragmentos, la intención del libro parece mayor, parece marcada por el impulso de definir las líneas rojas que no pueden ser traspasadas por nadie a riesgo de caer etiquetado en el club de los reaccionarios neofranquistas. Y aquí vienen los problemas internos de coherencia, y los externos cuando, como si de censores se tratara, avisan a todos los demás de hasta dónde se puede llegar. Reig Tapia se atreve incluso a definir a los que no sean obedientes con lo que a él le parece un ingenioso neologismo: son historietógrafos. El problema de la coherencia interna lo provoca el que la gran mayoría de los autores invitados a participar en el combate no están por la labor, sino que hacen un honroso resumen de sus trabajos anteriores, casi sin excepción a la altura de lo que se pide en un buen manual. José-Carlos Mainer, Joan Maria Thomàs, Enrique Moradiellos, Ferran Gallego, Paul Preston, Ángel Viñas y muchos otros entre esa extensa nómina de autores hacen un retrato muy pertinente del state of the art de las investigaciones que siguen sucediéndose sin pausa sobre los tres periodos. Buenos resúmenes a modo de manual y, por supuesto, dado lo limitado del espacio y la urgencia del acontecimiento, no investigaciones novedosas. Pero sí útiles y precisas casi en todos los casos. Ese trabajo no va más allá de los límites que cada uno se marca. Casi ninguno de ellos intenta señalar dónde acaba la decencia y dónde empieza la miseria. Cuentan, y bien, lo que saben, lo que han investigado durante muchos años. Pero su participación está metida dentro del envoltorio, dentro del bocadillo que forman la introducción y los capítulos finales. Yo dudo mucho de que la mayoría de los autores del libro se sientan identificados con la arrogancia insultante que destilan esos capítulos. Y me consta, desde luego, que muchos no coinciden en absoluto con las líneas rojas que se trazan para estar dentro de la corrección política que definen. Hay tres asuntos que, desde mi punto de vista, muestran la obsesión de los combatientes y que forman parte de las cuestiones que sí son muy discutibles y, por tanto, ya que vivimos en una sociedad democrática, están siendo discutidas por historiadores que no son franquistas y se tienen bien ganado el sueldo de rigurosos. El primero de ellos es el de la necesidad (no se sabe por qué) de definir a Franco como el más sanguinario de los dictadores. Pues sí, es algo que cualquiera escucha y no se conmueve. Sus cifras de asesinatos son para figurar bien destacadas en el ranking universal de la crueldad. Pero intentar convencernos de que fue más cruel que Hitler y solo menos que Stalin es difícil, y más lo es si nos atenemos al argumento de que su represión fue mayor que la que ejerció el nazi contra sus connacionales antes de la guerra. Franco mató más comunistas, socialistas y demócratas que Hitler, es cierto. Pero desligar a Hitler y su maniaca pulsión asesina por periodos es abusivo: Hitler exterminó a diez millones de eslavos y a casi otros tantos judíos. Por mucha inquina que se le tenga a nuestro canalla, hay que reconocer que no llegó a tanto. Y Franco mató en la represión durante la guerra y los seis años posteriores a mucha más gente que Mussolini y Hitler antes de la guerra por razones políticas. Las cifras comparativas son desmesuradas en contra de Franco. Lo que pasa es que también son arbitrarias en el uso, porque un “historietógrafo” cualquiera podría decir que la República que presidió Azaña fue peor que el régimen de Hitler porque también en la retaguardia republicana se mató a más opositores que en la Alemania hitleriana. Peras y manzanas. Hay que saber tratar magnitudes homogéneas. Sobre esto el acuerdo podría ser muy fácil y no exige mucho despliegue científico de cifras que se manejan a capricho: Franco fue un descomunal asesino. ¿Necesitamos las comparaciones con Hitler para convencer a nadie o nos basta con sus propias cifras? Otro de los tópicos recurrentes en esta historia de combate es el de asentar la tesis de que la represión republicana fue, casi siempre, obra de descontrolados. Paracuellos, que es el hecho paradigmático de esa represión, es, para los ideólogos de la obra, una excepción. Sin embargo, historiadores no franquistas han avanzado mucho en una incómoda evidencia: en la retaguardia republicana hubo una serie continuada de acciones que respondían a la planificación. No estaban planificadas por el Gobierno, y mucho menos, por Azaña, pero en ellas participaron grupos políticos y sindicales que defendían a la República y tenían, incluso, responsabilidades de gobierno. El ministro caballerista Ángel Galarza, el ministro anarquista Juan García Oliver, los comunistas Margarita Nelken o Santiago Carrillo no fueron ajenos a lo que sucedía en las calles de Barcelona o Madrid entre julio y diciembre de 1936. En este segundo asunto, la ira de nuestros combatientes cae sin ningún rigor y con especial inquina sobre un historiador inglés de origen español (republicano), Julius Ruiz, autor de un discutible en algunos puntos, pero magnífico y documentadísimo estudio sobre la represión en el Madrid revolucionario de 1936, aunque aparecido con el desafortunado título de Terror rojo. Ruiz se lleva la palma de los epítetos por sus incómodas tesis. Como si fuera un Moa. El tercero de los tópicos que define otra línea roja es el de que Franco quería una guerra larga para así poder matar mejor, más a gusto. Fue una idea de Dionisio Ridruejo, expandida por Juan Benet y adoptada por Paul Preston e Hilari Raguer. La idea no casa bien con el hecho de que Franco siguió matando a buen ritmo una vez acabada la guerra. Pero, sobre todo, está basada en el deseo de hacer su figura más repulsiva. La documentación que reposa en los archivos militares demuestra que no fue así, demuestra con rotundidad que el llamado caudillo tuvo que hacer una guerra larga porque enfrente tenía un ejército que le plantó cara. Además, no era un genio de la guerra, pero tenía con él buenos técnicos a los que gobernaba con su visión política. Ni qué decir tiene que está perfectamente documentado que Franco intentó tomar Madrid durante toda la guerra. No pudo o no supo. Pero querer, quería. Hay, por tanto, una triple lectura en el libro. Lo mejor es que casi todos los textos componen un buen manual. Lo que debe ser puesto en duda es que haya que aceptar ni una sola prohibición de las que arbitrariamente se marcan para pertenecer al selecto club de los combatientes, ni aceptar el reduccionismo que lleva a considerar de un plumazo como neofranquista a cualquier disidente de las normas básicas aquí marcadas. Sobre estas líneas rojas que se trazan con tanto vigor, cabe recordar los versos de Quevedo: “No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca, ya la frente, silencio avises o amenaces miedo”. (Jorge M.Reverte, 14/04/2012)


Giner de los Ríos:
Es muy difícil acostumbrarse a carecer del calor de aquella llama viva”. Así escribía José Castillejo, alma de la Junta para Ampliación de Estudios, el 20 de febrero de 1915 tras haber acompañado al cementerio civil de Madrid los restos de don Francisco Giner de los Ríos en un sudario blanco y rodeados de romero, cantueso y mejorana del Pardo, sus pequeñas amigas del monte. Una consternación profunda se apoderó de todos. De los de siempre (Azcárate, Cossio, Rubio, Jiménez Frau), pero también de los grandes del 98, como Azorín, Unamuno o Machado, y de los jóvenes europeístas del 14, como Ortega, Azaña o Fernando de los Ríos. Unas violetas de Emilia Pardo Bazán, y quizás unas flores traídas por Juan Ramón acompañaban también, junto al pesar de los poetas nuevos, a la sencilla comitiva. Todos quedaron como suspendidos en una honda sensación de orfandad. Por esperada que fuera, la muerte de Giner dejó a la cultura española sin aliento, sin calor, sin luz. Aquel hombre incomparable había sido su más importante referencia moral durante medio siglo. Y la más decisiva incitación educativa de la España contemporánea. Con un sereno gesto histórico, con pasión pero con paciencia, sin ceremonias ni grandilocuencias vacías, que tanto despreciaba, había dicho suavemente su gran verdad a todos los maestros hambrientos y desasistidos de España: que el oficio de educar era la más importante empresa nacional. Una lección que aún nos sigue repitiendo desde entonces y que tenemos que aprender de nuevo una y otra vez. En su pequeña escuela de la calle del Obelisco, la Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876, había tomado sobre sí la tarea de enseñar a los españoles a ser dueños de sí mismos. Para ello tuvo que luchar denodadamente contra la resistencia sorda y rencorosa de las viejas rutinas hispanas. Lo hizo durante toda su vida, con un sentido profundo de su deber civil y una resolución inquebrantable. Y con un gran respeto por todos. Tenía una viva conciencia de que la Institución era observada y cuestionada, y que no iba a permitírsele el más mínimo error, pero tenía también palabras de gratitud para quienes la hostigaban y perseguían porque también eso era estímulo para el cuidado y la mejora. Giner de los Ríos había nacido en Ronda en 1839 y recaló en Madrid a hacer sus estudios del doctorado en la década de los sesenta. Allí encontró a sus maestros Julián Sanz del Río y Fernando de Castro, a cuyo lado reposa todavía hoy. La filosofía krausista que estos habían introducido en la Universidad española fue el prisma por el que miró la realidad española. En ella aprendió la tolerancia religiosa, el culto a la razón y a la ciencia, la integridad moral y el liberalismo político genuino (no el meramente exterior y postizo). Pero con estos pertrechos no se encajaba bien en la Universidad de la época, vigilada hasta la asfixia por el dogmatismo intransigente de los católicos. Esa manía tan nuestra de exigir juramentos a los profesores, sobre esta o aquella constitución, le llevó dos veces a ser expulsado de su cátedra. Simplemente pensaba que no debía hacerlo y no estaba dispuesto a hacer componendas con su propia conciencia. Al no ceder, puso en pie en España junto a sus maestros la primera piedra de esa libertad de cátedra que hemos tardado cien años más en poder disfrutar. Giner experimentó una profunda decepción ante la conducta política de la juventud liberal durante el sexenio revolucionario (1868-1873). Sus palabras, que también nos hieren hoy, son el mejor comentario: “¿Qué hicieron los hombres nuevos? ¿Qué ha hecho la juventud? ¡Qué ha hecho! Respondan por nosotros el desencanto del espíritu público, el indiferente apartamiento de todas las clases, la sorda desesperación de todos los oprimidos, la hostilidad creciente de todos los instintos generosos. Ha afirmado principios en la legislación y violado esos principios en la práctica; ha proclamado la libertad y ejercido la tiranía; ha consignado la igualdad y erigido en ley universal el privilegio; ha pedido lealtad y vive en el perjurio; ha abominado de todas las vetustas iniquidades y sólo de ellas se alimenta”. Para quien sepa leer, poco hay que añadir. Desalentado, expulsado de nuevo de la Universidad por negarse a jurar nada ni aceptar textos oficiales, se perfila en su ánimo la convicción de que sólo la educación “interior” de los pueblos (como él la llama) es eficaz para promover las reformas y los cambios que la sociedad necesita, aunque nunca parece querer. Ni medidas políticas, ni pronunciamientos, ni revoluciones. Oigámosle otra vez algunos años después, tras el desastre del 98: “En los días críticos en que se acentúan el tedio, la vergüenza, el remordimiento de esta vida actual de las clases directoras, es más cómodo para muchos pedir alborotados a gritos ‘una revolución’, ‘un gobierno’, ‘un hombre’, cualquier cosa, que dar en voz baja el alma entera para contribuir a crear lo único que nos hace falta: un pueblo adulto”. Un pueblo adulto, dueño de sí mismo. Por eso entregó Giner en voz baja su alma entera. Y la expresión más cabal de esa entrega fue la Institución Libre de Enseñanza. Con ella se vino a saber entre nosotros que la implantación memorística de textos y letanías no era educar, sino a lo sumo instruir, y de mala manera. Que para aprender era necesario pensar ante las cosas mismas, activamente, tratando de descifrar su disposición y su razón de ser. Se supo también que la integridad moral no tenía nada que ver con reglamentos externos, y premios y castigos; era más bien una suerte de señorío sobre sí mismo que surgía de convicciones profundas. Que la catequesis religiosa debería desaparecer de la escuela, pues no hacía sino adelantar las diferencias que dividen a los seres humanos, ignorando la raíz común de humanidad que los une a todos. Que una creencia religiosa impuesta coactivamente traiciona la propia religión y profana las mentes vulnerables de los niños. Que las conquistas de la ciencia expresan el camino del ser humano hacia la verdad, la única verdad que hay que respetar por encima de tradiciones, prejuicios y supersticiones. Que estudiar para examinarse una y otra vez es necio y dañino, pues mina la salud sin descubrir al niño el goce del estudio y el descubrimiento. O que las niñas (estamos en 1876, no se olvide) deben educarse no sólo como los niños, sino con los niños, porque establecer una división artificial en la escuela no sólo es una discriminación errónea, sino una solemne estupidez. Y tantas otras cosas. Para Giner de los Ríos había que transmitir en la educación la idea de que la propia vida ha de ser vista como una obra de arte, como la realización libre y capaz de las ideas que cada uno se forja en el espíritu, la plasmación de un proyecto personal. En eso consistía ser dueño de uno mismo. Y a eso se entregó en la Institución Libre de Enseñanza. Desde ahí irradió a todo el país con una brillantez y una profundidad que todavía hoy nos causan asombro y apenas hemos sido capaces de asumir. Esas entre otras son las razones que hoy, cien años después, nos llevan con unas flores al cementerio civil. (Francisco J. Laporta, 18/02/2015)


Azaña y Gil Robles:
Casi exactamente a los cinco años de proclamarse la República, el 15 de abril de 1936, Azaña presentó su programa de gobierno ante las Cortes. El presidente del consejo manifestó ante los diputados elegidos el 16 de febrero su voluntad de aplicar el programa del Frente Popular tal y como había sido firmado, consciente de que la moderación del texto despertaría algunas decepciones en los sectores más radicales de la coalición. Lo que importaba a Azaña era ganar para la democracia a las masas que habían irrumpido en la política en los últimos años, ofreciéndoles el cauce que evitara una confrontación violenta. «Es conforme a nuestros sentimientos más íntimos el desear que haya llegado la hora en que los españoles dejen de fusilarse unos a otros», afirmó el líder de Izquierda Republicana. Pero, para Azaña tal cosa solo podía evitarse si emergía una nueva idea de España que diera cabida a quienes habían permanecido al margen de ese sentimiento patriótico. «Nuestra emoción cívica es española y democrática. Española, por la sangre, y democrática, porque nosotros afirmamos el valor perpetuo de fondo humanístico de la civilización española». Esa españolidad del republicanismo poco tenía que ver con determinadas campañas de la extrema izquierda marxista, alejada de cualquier vínculo con una idea de civilización como la defendida por la burguesía republicana y la que estaba ya en franca retirada en una socialdemocracia que había roto con lo mejor de su reformismo. A la intervención de Manuel Azaña respondió Gil-Robles con uno de sus discursos parlamentarios de mayor calidad retórica y más alta fuerza moral en el que le ofrecía el apoyo de los diputados de la CEDA para todas aquellas cuestiones que evitaran el desastre hacia el que España parecía encaminarse. También él se sentía frustrado por no haber podido llevar adelante su deseada política de justicia social porque en el seno de la derecha existían sectores que se atrincheraban en sus privilegios. «Para evitar injusticias sociales, para llevar a una más justa distribución de la riqueza, yo le digo que nuestros votos estarán a disposición de Su Señoría». En los bancos de la mayoría gubernamental, una voz interrumpió al dirigente católico. «No los queremos», gritó, a lo que Gil Robles respondió: «¿Qué importa que no los queráis, si los quiere mi conciencia?». En esta breve refriega parlamentaria se muestra en toda su crudeza el declive trágico de la convivencia española. Si así se respondía en las Cortes a una oferta de colaboración ¿cómo iban a ser las cosas en la calle? Lo entendió perfectamente el líder de la CEDA al interpelar a Azaña sobre las posibilidades reales de llegar a un gran acuerdo nacional, cuando buena parte de los votantes del Frente Popular no compartía la moderación del discurso del caudillo republicano . Importaba menos el programa firmado que las expectativas revolucionarias abiertas en la campaña. Del mismo modo que importaban menos las palabras sinceramente conciliadoras de Gil-Robles en la Cámara que la forma agresiva con que su partido había abordado la campaña electoral. Pocas ilusiones se hacía el líder católico de la mesura de sus propios seguidores tras la frustración de una derrota , nunca aceptada del todo. Gil-Robles tenía claro que él era el responsable de haber querido llevar a la aceptación de la República amillones de españoles que se habían sentido excluidos por su legislación. Pero le resultaba difícil mantener ese esfuerzo cuando Azaña atribuía a los conservadores españoles la financiación del desorden público y el deseo de emprender una guerra civil . La respuesta de Gil-Robles fue contundente : «Al partido que en estos momentos represento y a mí nos repugna de tal manera la violencia que la condenamos, venga de donde venga; y creemos que mucho más criminal que matar es el dar dinero para que con ese dinero se mate». Esta reafirmación de los principios fundacionales de la CEDA no encubría la tristeza con la que Gil-Robles se dirigió a los escaños gubernamentales, para recordar la persecución sufrida por las derechas bajo los gobiernos de la izquierda republicana y socialista. Y, en el último fragmento de su discurso, advirtió de la radicalización que prendía en quienes tiempo atrás habían votado a las opciones de la derecha más dispuesta a aceptar el sistema. «Desengañaos, señores diputados, una masa considerable de la opinión pública española que es, por lo menos, la mitad de la nación, no se resigna implacablemente a morir». Frente a la violencia habría de surgir la violencia, y la CEDA podía acabar teniendo que decir a sus votantes que, ya que ella no lograba defenderlos, buscaran protección en otros partidos que respondieran a la fuerza con la fuerza. El líder de la CEDA mostró comprensión ante las actitudes de venganza personal y Azaña le reprendió con amargura. La justificación de la violencia por la injusticia podía ser esgrimida por cualquier sector social de izquierdas y de derechas en España. Pero, «en el burgués conservador, señor Gil-Robles, esto tiene el sonido discordante de una blasfemia política». Y a ambos correspondía el deber de evitar que aquel tono llegara a normalizarse en la sociedad y, mucho más, en los representantes de la soberanía nacional. El esfuerzo por defender el último refugio del diálogo y la convivencia, el llamamiento al sentido cívico y patriótico, la búsqueda de una españolidad conciliadora, brotaron en los discursos de los dos dirigentes. Pero, lamentablemente, sus mismas palabras presagiaban la tragedia. Por un lado, la manifiesta debilidad del presidente del consejo ante las agresivas intervenciones de los diputados del Frente Popular; por otro, el aislamiento y progresiva neutralización de un Gil-Robles que revelaban una crecida del extremismo que ni siquiera su liderazgo lograría ya frenar. Mientras dos culturas españolas trataban de entenderse, dos Españas hostiles asomaban en los propios discursos de conciliación. Se entonaban ya las palabras finales de la democracia. (Eduardo García de Cortázar, 30/06/2015)


Azaña: Ultimos días:
No hay nada que hacer: con esas palabras terminó Vicente Rojo, general jefe del Estado Mayor Central, su análisis de la situación ante los presidentes de la República y del Gobierno, Manuel Azaña y Juan Negrín, en la reunión que mantuvieron la noche del 28 de enero de 1939 cerca de la frontera francesa. Rojo presentó pocos días después un informe al Consejo de Ministros en el que, “para terminar la guerra de una manera digna”, proponía un plan de rendición muy simple: anunciar la suspensión de hostilidades y enarbolar en todas las unidades bandera blanca a la misma hora. El Gobierno no se atrevió a tomar tal decisión, la guerra continuaba y los reunidos atravesaron el 5 y el 9 de febrero la frontera, Negrín para volver de inmediato a la zona Centro-Sur; Azaña y Rojo, con la firme decisión de no regresar. Manuel Azaña había insistido, desde que la batalla de Teruel culminó con la llegada de las tropas franquistas al Mediterráneo, en la necesidad de poner fin a la guerra por medio de una mediación internacional. Juan Negrín, sin embargo, mantuvo su política de resistir es vencer planeando en el Ebro una nueva batalla decisiva, de las que valen en teoría para cambiar el curso de una guerra. Pero la singular estrategia de resistir pasando al ataque acabó en un segundo y, ahora sí, decisivo derrumbe del frente republicano, que abrió a Franco las puertas de Cataluña sin encontrar apenas resistencia. Y en este punto, ya no había nada que hacer: la guerra había terminado en derrota para la República. Azaña no regresó, pues, a la zona Centro-Sur, y Francia y Gran Bretaña le pusieron en bandeja la ocasión de dimitir cuando reconocieron al general Franco como jefe del nuevo Estado español y procedieron al intercambio de embajadores. Al día siguiente, Azaña dimitió, provocando las iras de quienes aún mantenían la política de resistencia. En la reunión que la Diputación Permanente del Congreso celebró en París el 31 de marzo, Negrín afirmó que la decisión del presidente influyó “de manera decisiva en el proceso de descomposición y rebeldía militar” contra su Gobierno y en el reconocimiento de Franco por parte de Francia y de Inglaterra. Dolores Ibarruri, por su parte, acusó a Azaña de haber traicionado a “este pueblo que durante tres años había estado vertiendo su sangre en defensa de la República”. No hacían falta estas condenas de los suyos para que, en el bando de sus enemigos, se repitiera lo que de él se venía diciendo de tiempo atrás: que era un engendro espurio, aborto de logias, pervertido, cruel, infame, una bolsa de odios y de fracasos, que alimentaba un orgullo satánico en anónimas jornadas de burócrata oscuro, incapaz de ternura, ajeno a la emoción, dominado por el resentimiento. Un sapo, una hiena, un monstruo de vientre gelatinoso. Y para colmo, un delincuente común, un forajido, un ladrón que huyó de España llevándose un cargamento de joyas y piedras preciosas, de collares y alhajas, varios lingotes de oro y un cofre conteniendo millones de monedas extranjeras. Azaña, mientras tanto, convencido de que la guerra había aniquilado su utilidad política, echó, como él mismo dijo, por el solo camino que le habían dejado: “Un apartamiento radical, del que ha venido a ser símbolo fortuito mi reclusión en esta aldea”, Collonges-sous-Salève, a un paso de la frontera suiza. Hasta allí le llegó noticia de lo que de él decían unos y otros, y hasta allí llegó también la propuesta de firmar, junto al presidente de Cataluña y al presidente de Euskadi, un mensaje que una asociación republicana de amigos de Francia, dividida en tres secciones, española, vasca y catalana, pensaba dirigir al Gobierno francés. Azaña se negó a firmar diciendo que si catalanes y vascos querían continuar en la emigración los costosísimos dislates que habían cometido durante la guerra, allá ellos, y que si pensaban “recobrar la República y hacer la burra nuevamente, sobre la base de las nacionalidades y dels pobles iberiques están lucidos”. Por hacer la burra se refería quizá a los sucesivos memorandos que habían presentado vascos y catalanes al Foreign Office y al Quai d’Orsay en abril, junio y octubre de 1938 con planes de mediación sobre la base de una división territorial de España en cuatro zonas, presentándose ellos como una tercera fuerza, un grupo moderado, “equidistante de los dos elementos extremistas ahora en guerra”. España dividida en cuatro: Cataluña, Euskadi, y los dos Spanish parties now fighting. ¿Un dislate? Sí, y también una continuada deslealtad a la República. Lejos de la política, dedicó su tiempo a escribir sobre las causas de la guerra y de su catastrófico final: ninguna duda sobre el crimen de lesa patria cometido por los rebeldes, ni lo determinante que fue para su triunfo la ayuda de la Alemania nazi y la Italia fascista, tanto como la ciega política de no intervención de Francia e Inglaterra. Pero ninguna duda tampoco sobre el papel que en la derrota tuvieron “los desmanes, la indisciplina y los fines subalternos” del campo republicano, con la revolución sindical, las divisiones en los partidos y el “eje Bilbao-Barcelona”. El resultado no podía ser más desolador: la República había muerto y nada podría restaurar las condiciones mínimas de convivencia entre españoles “mientras vivan las generaciones actuales”. Estas fueron solo algunas de las “verdades penosas de decir, ásperas de oír”, que Azaña no ahorraba a sus lectores, convencido de que la historia de la guerra civil, de sus antecedentes y de sus resultados, “será una gigantesca mixtificación, y que las generaciones hoy vivientes nunca conocerán la verdad”, como había escrito a Lafora en plena guerra. Ahora, en el exilio, esa convicción se convirtió en amarga evidencia cuando sintió caer sobre España la mezcla de crueldad y estupidez fundidas en el nuevo régimen, cuyos “amos y rectores incluyen en el generalato a la Virgen de Covadonga y fusilan en nombre de Nuestro Señor Jesucristo”, según escribió a Blanco Amor. A él también pretendieron fusilarlo. Varios esbirros de Falange, con Pedro Urraca al frente, acecharon la ocasión de secuestrarlo con el propósito de someterlo a un consejo de guerra y llevarlo al paredón, como ya había ocurrido con Lluís Companys, y como ocurrirá con Julián Zugazagoitia, Francisco Cruz Salido y Joan Peiró. Azaña logró escapar de su residencia en Pyla-sur-Mer, con los alemanes pisándole los talones, hasta llegar a Montauban. Allí, en el Hotel de Midi, convertido en un despojo, solo aspira “a que queden unos cientos de personas en el mundo que den fe de que yo no fui un bandido”. Entre ellos quedó el eminente historiador Ramón Carande, que muchos años después decía a sus amigos: hay que leer a Azaña; ustedes, los jóvenes, tienen que leer a Azaña. También a este último Azaña, desaparecido hoy hace 75 años, falto de todo poder, pero tan lúcido como siempre en su razón y en su palabra. (Santos Juliá, 03/11/2015)


Bandera republicana:
El pasado 14 de abril, varios Ayuntamientos gobernados por las izquierdas exhibieron la bandera de la Segunda República, la tricolor roja-amarilla-morada. De inmediato, los medios conservadores les acusaron de realizar actos inconstitucionales e incluso antidemocráticos. Se cruzaron argumentos sobre las leyes acerca de los símbolos oficiales, la libertad de expresión y el significado de esa enseña. Una polémica que, dada la importancia de estos elementos en las identidades nacionales, habla de fracturas y visiones contrapuestas de la comunidad política. Porque hay, o al menos hubo, dos banderas de la nación española. Durante el siglo XIX, la combinación roja-amarilla-roja se ganó el puesto de bandera nacional. Inventada en tiempos de Carlos III para la armada, los liberales la enarbolaron en sus luchas contra el absolutismo y se convirtió, con el respaldo de la monarquía constitucional, en el mejor símbolo de España. Así se consagró en las guerras coloniales, cuando comenzó a llamarse rojigualda para resaltar su valor, pues el amarillo se asimilaba al oro. Sus principales defensores provenían del Ejército, que la erigió en un tótem sagrado. Luego, como en otros países, llegó a la escuela y a toda clase de fiestas. Allá por 1869 surgió la idea de añadir a estos colores un tercero, para componer un diseño parecido al de la Revolución Francesa, madre de las demás. Y se eligió el morado, que se asociaba con los Comuneros de Castilla, rebeldes en el siglo XVI contra el tirano Carlos V en las historias progresistas: era el color de la libertad. Pero, hasta bien entrado el siglo XX, la tricolor española solo fue signo de los grupos republicanos, cuyo modelo era Francia. Y, durante años, las dos banderas fueron compatibles, pues el republicanismo empleaba ambas. Pero el rey abrazó la dictadura de Primo de Rivera y la rojigualda, símbolo nacional casi indiscutible, quedó en emblema de la Monarquía. Cuando se proclamó la Segunda República, en medio del entusiasmo popular, la tricolor se impuso de manera casi inevitable y las expresiones monárquicas pasaron a la clandestinidad. La nueva bandera se presentó como la verdadera bandera nacional, la de la comunidad de ciudadanos que había surgido de los combates por la libertad y conectaba con el progreso mundial. En la Guerra Civil, y no sin algunas dudas iniciales, los sublevados recuperaron la vieja enseña, adornada con un escudo que enfatizaba su arraigo en la tradición. Así, la bandera republicana, junto con otros símbolos partidistas y territoriales, fue la del bando derrotado en la guerra. El franquismo se apropió de los emblemas nacionales hasta hacer que la oposición los odiara, pero, curiosamente, la tricolor apenas asomó en las manifestaciones contra la dictadura. En la transición a la democracia fueron pocos los partidos que la reivindicaron y en 1977 el Comunista aceptó la rojigualda. Carrillo declaró que con la republicana se había reprimido la insurrección de octubre de 1934, por lo que tampoco había que idolatrarla. Aunque la bicolor siguió despertando recelos, el escudo de 1981 la avaló como constitucional, reivindicada por los socialistas en su periodo de gobierno. La otra parecía olvidada. Sin embargo, la enseña republicana resurgió en las protestas contra el Partido Popular a comienzos de este siglo. La reivindicación de las víctimas del régimen franquista y la puesta en solfa de los relatos habituales sobre la Transición impulsaron ese renacimiento. La crisis de la corona, que desembocó en la retirada de Juan Carlos I, también ayudó. Pese a todo, la bicolor ha demostrado su fortaleza y ha sido asumida por la mayoría de quienes se sienten españoles como algo propio, es el símbolo banal de los triunfos de La Roja. Es una bandera democrática, la del Estado de las autonomías integrado en Europa. Resulta pues insustituible. Pero la tricolor conserva significados relevantes. Más allá del cambio en la jefatura del Estado o de proyectos radicales minoritarios, para una parte significativa del electorado representa la memoria de los vencidos, es la de Manuel Azaña o de Antonio Machado; y encarna a la vez los valores reformistas de aquella primera democracia española, ese republicanismo cívico que reivindica la igualdad junto a la libertad y la virtud. Ni la memoria —tornada reconciliación— ni el civismo son ajenos a la Constitución de 1978 y al sistema político actual. O no deberían serlo. Por eso, el pabellón republicano merece respeto y ambas enseñas tendrían que volver a ser compatibles. Las naciones, sobre todo las complejas, pueden tener varias banderas. (Javier Moreno Luzón, 06/05/2016)


José Antonio:
Quizá no hubiera vuelto a escribir en estos días sobre el Golpe de Estado militar del 18 de julio y los acontecimientos que le siguieron, sino hubiese tropezado, para mi desgracia, y la de los demás lectores del artículo, con una columna de Fernando Sánchez Dragó en El Mundo, sobre la Memoria Histórica. Esa pieza constituye el ejemplo perfecto del periodismo falsario y amarillista. Haciendo honor a su travestismo franquista, se dedica a burlarse e insultar a las personas que estamos intentando que se publique la verdad sobre los crímenes de la dictadura, hasta el punto de atreverse a afirmar que José Antonio Primo de Rivera tiene que estar en el memorial de víctimas puesto que lo fue del gobierno republicano. Como ni los represaliados, enmudecidos por el pánico, lo han contado, ni la escuela de este país hundida en la ignominia, se lo ha enseñado a las generaciones siguientes, casi nadie debe saber, y de eso se vale Sánchez, que José Antonio Primo de Rivera, fue juzgado y sentenciado a muerte por un tribunal en Alicante el 20 de noviembre de 1936, por los delitos de rebelión y conspiración militar contra el gobierno de la II República. Delitos que quedaron claramente probados. Participó en el alzamiento de Sanjurjo en 1932, y en 1933 viajó a Italia y a Alemania para entrevistarse con Mussolini y con Hitler, de los que consiguió apoyo económico y armas para el golpe militar que se estaba preparando. José Antonio Primo de Rivera creó junto a Julio Ruiz de Alda el Movimiento Español Sindicalista, embrión de la futura Falange Española, movimiento político de carácter fascista que, como tal, nació impugnando los métodos democráticos y que defendía un Nuevo Estado de carácter totalitario y corporativo (expresado en la consigna del sindicalismo vertical). Falange Española fue fundada en el Teatro de la Comedia de Madrid, el 29 de octubre de 1933. En el Manifiesto Fundacional defendía que era imprescindible legitimar el ejercicio de la violencia, «la dialéctica de los puños y las pistolas», para propiciar un Estado autoritario. Desde que se creó, la Falange se dedicó al empleo sistemático del terrorismo, que aumentó durante el segundo bienio. Desde un principio empleó un lenguaje violento que fácilmente podía llegar a la provocación y al asesinato. Payne (1997, Cap. La erupción de la violencia). Los falangistas asesinaron al ex director general de Seguridad y fundador del Comité Nacional de Acción Republicana, Manuel Andrés Casaús, uno de los impulsores de la proclamación de la República en Éibar; también al periodista santanderino Luciano Malumbres. Por parte de la derecha, el primer asesinato fue el de Juanita Rico, una costurera miembro de las Juventudes Socialistas. La Falange cometió también el atentado contra el catedrático de Derecho Jiménez de Asúa, en el que resultó muerto su escolta. A estos crímenes se les unieron ataques armados continuos a las Casas del Pueblo socialistas y a los dirigentes sindicales. Pero de no haber sido por la actividad terrorista que fue en aumento durante todo el periodo republicano, la Falange no hubiera tenido ninguna relevancia política, como se demostró en las elecciones de 1936, donde obtuvo 44.000 votos en toda España, lo que significó el 0,7% de los votos útiles. El 14 de marzo de 1936, Primo de Rivera ingresó en la cárcel Modelo de Madrid por posesión ilícita de armas y posteriormente, el 5 de junio, fue trasladado a la de Alicante. Desde la cárcel, favorecido por un relajado régimen de visitas, dirigió a la Falange tratando de llevar la iniciativa en la insurrección. A finales de abril redactó una carta dirigida a los oficiales del ejército que se distribuyó el 4 de mayo. En ella se hacía un llamamiento a la sublevación: “Ha sonado la hora en que vuestras armas tienen que entrar en juego para poner a salvo los valores fundamentales, sin los que es vano simulacro la disciplina. Y siempre ha sido así: la última partida es siempre la partida de las armas. A última hora —ha dicho Spengler—, siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización”. A partir de mayo de 1936, mantuvo correspondencia con el general Mola. En una carta que Primo de Rivera le hizo llegar a Pamplona no le prestaba su apoyo total y hablaba de condiciones, ofertándole 4000 falangistas disponibles desde el primer día del alzamiento. El 29 de junio le envió nuevas circulares, ahora sí, apoyando la insurrección. Una, destinada a la primera línea de Madrid, hacía un llamamiento al adiestramiento para estar preparados ante el instante decisivo: Y otra, destinada a La Jefaturas Territoriales, para que se pongan a disposición de los mandos militares en la sublevación. El 13 de julio mandó otra carta a Mola en la que le pedía acelerar la sublevación. «Tiene el carácter de apelación suprema. Estoy convencido de que cada minuto de inacción se traduce en una apreciable ventaja para el Gobierno». José Antonio Primo de Rivera, el 17 de julio, redactó un manifiesto en el que expresaba la participación sin reservas de la Falange en la rebelión. El juicio contra José Antonio comenzó el 3 de octubre, la vista oral se celebró el 16 y 17 de noviembre y fue condenado a muerte por conspiración y rebelión militar, que se ejecutó el 20 de noviembre. Ganada la guerra por las tropas facciosas, el nuevo régimen homenajeó a José Antonio y a sus familiares y partidarios, trasladando sus restos al Escorial primero y al Valle de los Caídos después, en el más esperpéntico y espectacular entierro que jamás se hubiera realizado en España. Su ataúd fue llevado, a pie, en hombros de falangistas, desde Alicante hasta el Escorial, en una interminable procesión, día y noche, iluminada por antorchas, que duró dos meses. Cuando se construyó el Valle de los Caídos, Franco ordenó su exhumación y traslado al nuevo monumento. La noticia de su muerte llegó pronto a la zona nacional y fue silenciada durante los dos años siguientes, llegándosele a conocer como «el ausente». La figura del mártir, ampliamente explotada en los años siguientes, resultaría quizá más útil y menos incómoda que la del líder político. “José Antonio Primo de Rivera no llegó a alcanzar una significativa influencia política mientras vivió; sólo contribuyó negativamente a acelerar y aumentar el desastre español. Su fama y apoteosis sólo llegaron de modo póstumo y probablemente no lo hubieran hecho nunca de otro modo. […] Sin embargo, muerto llegó a ser objeto del más extraordinario culto al mártir de toda Europa contemporánea, lo que, a la larga, le ha garantizado una posición, un estatus y un papel que nunca podría haber consumado en la vida real.” Payne (1997, pp. 372-373) Y a este personaje, ideólogo del franquismo, impulsor del golpe de Estado, incitador a la violencia, autor intelectual de numerosos asesinatos y atentados, defensor del Estado totalitario fascista, debemos ahora rendirle los honores, según Sánchez Dragó, que se merecen las víctimas de la dictadura. Otros propagandistas falsifican del mismo modo la triste historia española, para deshonra tanto de los que de este modo la están infamando como de quienes lo publican y lo consienten. Sería imposible que en Alemania se comparara a las víctimas del nazismo con sus verdugos, que fueron ejecutados tras el juicio de Nuremberg. (Lidia Falcón O'Neill, 06/08/2016)


Reseña de libro tendencioso:
El último libro de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa ha tenido tal extensa e intensa cobertura mediática, de clara apología desde la derecha política, que su impacto ha trascendido el ámbito estricto de los historiadores. Sus autores pretenden que ellos no quieren suscitar ningún debate y que se han limitado a explicarnos la historia que realmente sucedió, a diferencia de lo que, por lo visto, estamos haciendo el resto de los historiadores. Si no nos quieren engañar, que no se engañen a sí mismos. El debate, la polémica, está a lo largo de todo el libro, en sus insinuaciones, sugerencias, análisis y conclusiones. Por mucho que lo nieguen no es el único relato histórico que puede hacerse de las elecciones de 1936, sino un relato más, impregnado desde el primer momento por las posiciones ideológicas de los autores; además gravemente afectado por defectos metodológicos importantes, informaciones parciales y presentaciones muy sesgadas de los hechos, y una línea interpretativa que se integra en el discurso de la deslegitimización del resultado electoral del 36 y de la victoria del Frente Popular. Es inexcusable responder a su reto en el ámbito profesional pero también en los que se dirigen a la opinión pública, que puede dejarse confundir con su prolija descripción, que nos presentan avalada por el trabajo de cinco años; como si la cantidad, por sí, fuera seguro de calidad. El trabajo laborioso, la exhaustiva investigación de archivo, es condición primera del oficio de historiador, pero no garantiza resultados; las fuentes pueden estar discriminadas y el análisis de los datos acumulados equivocado, torcido incluso. En el libro de Álvarez Tardío y Villa la utilización de las fuentes primarias está discriminada, de acuerdo con las hipótesis previas de los autores e incluso con sus preferencias ideológicas; compárese el crédito que se le da al dietario de Alcalá Zamora y el uso torticero de las memorias de Azaña, utilizadas habitualmente en su contra. El uso de las fuentes de prensa está extraordinariamente desequilibrado: las de la derecha son una referencia de hechos, las de la de la izquierda las usas para confirmar el constante juicio de intenciones que están realizando sobre la izquierda republicana y la izquierda obrera y su pretensión de gobernar el país, que a diferencia de la de la derecha no debe tener justificación. Pretenden que el gran mérito de su libro es haber hecho la historia política de aquellas elecciones, y reivindican esa historia política frente a otras formas de hacer historia – la historia cultural – que, según ellos disfraza la significación real de los hechos refugiándose en el contexto. Comparto la reivindicación de la historia política pero no el desprecio de otras maneras de hacer historia y sobre todo esa maniobra para descartar de un plumazo, intelectualmente grosero, el factor del contexto en la exposición, análisis e interpretación de los hechos. El contexto es también imprescindible en la historia política y esa es una de las grandes carencias de su trabajo; la ausencia de referencias al hecho fundamental de la doble, y en ocasiones, combinada ofensiva del fascismo y el autoritarismo en la Europa de los años treinta, que buscaba sobre todo anular la reforma democrática iniciada como consecuencia de la catástrofe de la sociedad burguesa y liberal generada por la Gran Guerra. Parece como si España estuviera al margen de esa ofensiva, y de su respuesta, y que en 1936 se hubiese enfrentado al proyecto democrático y liberal – según los autores – de Gil Robles su CEDA y sus aliados, con el sectarismo antidemocrático y revolucionario – siempre según ellos – del republicanismo de centro-izquierda y de la izquierda obrera. La asepsia – por no decir otra cosa – con que tratan a Falange o a Renovación Española es escandalosa. Su historia política no es sino su versión más simplista; una historia que prescinde permanente de su dimensión social, que reduce el conflicto político al juego institucional y partidario, convirtiendo el conflicto social en una mera cuestión de orden. Álvarez Tardío y Villa parten de una tesis que es una flagrante negación del proceso histórico, del contexto que ellos desprecian porque dejaría muy malparadas sus tesis: la de que la República del 31 se configuró como un régimen excluyente. Lo hacen sin explicarnos qué tipo de sistema inclusivo era la Monarquía de la Restauración y la Dictadura de Primo de Rivera, con lo que – en efecto – la República del 31 es presentada como un artefacto de poder al servicio de una parte de la sociedad española, cuyas dimensión y razones se nos esconden. Y acompañan esa tesis con la defensa de Gil Robles y la CEDA como un proyecto de regeneración moderada del régimen republicano, ocultando la débil – en gran parte inexistente – convicción republicana de la CEDA, y del propio Gil Robles, y, sobre todo el carácter autoritario y corporativista del proyecto de reforma constitucional que era el núcleo de la propuesta de la derecha. En su inquina a la República del 31 llegan a afirmar que su sistema electoral, de base proporcional y una elevada prima a las mayorías, tiene como precedente directo el “listone” mussoliniano; asimilando, con toda impudicia a la política totalitaria del fascismo. Es un error de bulto que si lo escribiera un alumno se habría ganado un cero patatero. Esas primas no eran ninguna novedad en la Europa parlamentaria empezando por el Reino Unido: en este país, cuya naturaleza liberal-democrática no pondrán en duda, el sistema mayoritario puro dio en 1918 al Partido Conservador más de la mitad de la Cámara con solo el 45% de los votos, y en 1935 – ya con sufragio universal completo – con el 49% de los votos se alzó con dos tercios de los escaños. El sistema electoral republicano era perfectible, pero asimilarlo al fascismo italiano es de una absoluta desvergüenza, porque en su caso no puede ser ignorancia. Por otra parte, por objeciones que mereciera, tampoco lo modificó la derecha, cuando pudo hacerlo entre 1934 y 1935; porque ni en el seno de la CEDA hubo de acuerdo en cuál había de ser el nuevo sistema y, sobre todo, porque la expectativa que tenía era que en las elecciones de febrero de 1936 su victoria se iba a repetir e incluso podía ser, para la CEDA, mucho más abultada. No solo incurren en esa falta de ecuanimidad. La invocación de la ley electoral – que era la de 1907 con enmiendas relativas al reparto de escaños, a la configuración de las circunscripciones y a la resolución de la protestas – es frecuentemente incorrecta, atribuyéndole estipulaciones que no figuran tal y como los autores pretenden en su obra: por ejemplo, dando a los artículos 67 y 69 naturaleza prohibitiva – supuestamente de suspensión de elecciones en caso de manifestaciones – cuando solo son sancionadores de los actos de coacción – sin mención expresa de las manifestaciones – en términos de multa u otras sanciones más graves. Su relato presenta una secuencia clara: las izquierdas se organizaron en coalición para conseguir el poder, y refrendar con ello la caución del movimiento de octubre de 1934; después de una campaña electoral con una violencia “sin parangón” – esas son sus palabras – tras las elecciones del 16 de febrero que transcurrieron en una aceptable normalidad gracias al dispositivo de las fuerzas de orden público, desde la noche misma del 16 empezó una oleada de disturbios cuyo objetivo era presionar al gobierno del “centrista” Portela para que dimitiera y pudiera subir al poder al Frente Popular; los disturbios interfirieron en la finalización de las elecciones pendientes y finalmente en el escrutinio dando lugar a un amplio fraude, tolerado y convalidado por el gobierno de Azaña, que había sustituido al de Portela, de acuerdo con las presiones de las masas izquierdistas en las calles; el resultado de ese fraude fue la obtención de una mayoría absoluta en las Cortes, que por mor de su origen queda obviamente deslegitimada. Es un relato desequilibrado, hasta la falsedad, de pe a pa. El Frente Popular no se constituyó para vindicar la insurrección de octubre, o repetirla de hecho por la vía electoral, sino para hacer frente a la más que probable victoria de la derecha que tenía por objetivo sustituir el sistema democrático por un régimen autoritario que, en el contexto de la época, tenía muchos números de acabar en el fascismo, como ocurrió en Austria. No es cierto, como afirman, que el programa del Frente Popular fuera el mismo programa de la insurrección de octubre y como quiera que no pueden llegar a demostrar que fuera otra cosa y que no fuera un programa reformista lo acaban ninguneando, sosteniendo que de todas manera solo era papel mojado y que sus valores no eran los de la democracia sino los de la exclusión, en un nuevo juicio de intención. Como papel mojado quedaría desbordado por un gobierno de la izquierda republicana que nunca conseguiría imponer su autoridad sobre la izquierda obrera. La realidad es que no se produjo tal desbordamiento, como otros historiadores hemos explicado, también con fundamento de datos y de argumentos; lo que no quiere decir que no hubieran problemas. La campaña electoral tuvo incidencias de violencia, pero no fue “sin parangón”. Álvarez Tardío y Villa cometen errores escolares en el manejo de las estadísticas de la violencia, comparando las de las campañas de 1933 y 1936 en términos absolutos, sin reducir esos términos a la proporción que resulta de la mayor duración de la de 1936; si se hace la correlación imprescindible la tasa de muertos en ambas– un referente parcial, pero habitual por ser la manifestación extrema de la violencia – no difiere tanto: el 0,675 en 1933 y el 0,680 en 1936. Sí hay parangón. Por otra parte su estadística de actos de violencia carece de homogeneidad y mezcla incidentes políticos con incidentes socio-laborales, cuya conexión con la campaña electoral en sí es altamente discutible. El desarrollo normal de las elecciones el 16 de febrero no se debió solo al despliegue de la fuerza pública – hay en Álvarez Tardío y Villa un trato a las cuestiones de orden público más propio de un responsable de comunicación del Ministerio de la Gobernación -también lo fue a las orientaciones de las candidaturas, entre otras el Frente Popular que llamó a votar masivamente y en orden para no dar ningún pretexto contrario. Las presiones importantes sobre Portela no empezaron con las primeras manifestaciones de celebración por el triunfo del Frente Popular, que empezó a dibujarse si bien no en sus dimensiones definitivas, sino cuando en la madrugada del 17 Gil Robles sacó de la cama a Portela para exigirle una declaración general de estado de guerra en toda España y luego hizo lo propio con Franco para que presionara por su parte al Ministro de la Guerra. Álvarez Tardío y Villa, que pretenden que una declaración general del estado de guerra habría sido una medida normal y proporcionada a lo que sucedía, minimizan la presión militar hasta prácticamente hacerla desaparecer. Olvidan que en diciembre de 1935, como el propio Gil Robles confiesa en sus memorias, éste ya invitó a sus militares adictos a examinar la posibilidad de un “golpe transitorio” para evitar el nombramiento de Portela como jefe de gobierno y la convocatoria anticipada de elecciones. Desde luego, el comportamiento inadecuado de Portela, sugiriendo desde el minuto uno su abandono y haciendo dejación de autoridad, facilitó que se incrementaran los incidentes y disturbios, pero no todos tuvieron intenciones delictivas y mucho menos fueron “instrumentalizados” – como sostienen – por la izquierda obrera para “hacer caer” a Portela y sustituirlo por un gobierno de Frente Popular. La espantada de Portela tuvo causas múltiples, empezando por su carencia de autoridad real, agravada por su grave derrota electoral, y en ellas el factor militar no fue menor, sino mayor. Su supuesta broma de que un “golpe legal” es un oxímoron es un desprecio más al contexto: Mussolini, Hitler y Dollfus perpetraron sus golpes desde la legalidad. La maximización de los disturbios es un argumento repetido y exagerado en sus trascendencias reales. Se produjeron disturbios e irregularidades en el voto y en el escrutinio, sobre todo en Galicia y en algunas zonas de máxima confrontación social, de Andalucía, Extremadura y el País Valenciano. A pesar de todo Álvarez Tardío y Villa no consiguen demostrar que el fraude confeccionara la mayoría absoluta. Acabada la primera vuelta se adjudicó al Frente Popular 259 diputados, veinte por encima de esa mayoría; incluso concediendo a Alvarez Tardío y a Villa el crédito de los recuentos que aventuran – siempre sobre datos parciales e indirectos, determinadas actas o noticias de prensa, los directos (el voto) son imposibles de conocer – al Frente popular se le podría restar entre 12 y 20 diputados (la diferencia corresponde a los resultados de Cáceres, Valencia-provincia y Málaga-ciudad donde la sustanciación real del fraude es la más compleja y también su traducción en reparto de escaños). La mayoría absoluta del Frente Popular sería rascada, pero se mantendría; y se confirmaría ya, sin ningún género de dudas, en la segunda vuelta en Vizcaya, Zamora y Zaragoza, donde obtuvo 8 diputados más, con tan clara diferencia sobre sus competidores que no son en absoluto discutibles. A pesar de los pucherazos e irregularidades, que no del fraude en singular – elevado así a categoría general – el Frente Popular ganó las elecciones de 1936, con mayoría absoluta y con todas las de la ley, las suficientes, pasó a gobernar. Su triunfo fue formalmente democrático y fue el triunfo de la democracia sobre las alternativas autoritarias y las tentaciones fascistas. Una democracia problemática, sin duda, pero que, tampoco me cabe la menor duda, habría sido capaz de resolver sus conflictos de no mediar la conspiración militar y política y la sublevación que nos impuso, a todos, una guerra fratricida. (José Luis Martín Ramos, 08/05/2017)


Inacción:
El Parlamento exigirá al Gobierno que saque del Valle de los Caídos los restos mortales del dictador. Igualmente decidirá que se establezca el 11 de noviembre como día de homenaje a las víctimas del franquismo y planteará, entre otras medidas, la necesidad de que la Administración colabore en la localización y exhumación de las fosas en que yacen más de 100.000 hombres y mujeres asesinados por la dictadura. Si fuéramos vírgenes e ingenuos y no tuviéramos memoria, hoy estaríamos celebrando por todo lo alto las decisiones debatidas este martes por el Congreso de los Diputados, para reactivar la Ley de Memoria Histórica, que a pesar de las diferencias que existen entre los grupos de izquierda todo apunta que se aprobarán este jueves. Si lo fuéramos, no daríamos importancia a la fecha en que se ha producido este debate: mayo de 2017. Sí; nuestros políticos democráticos han tardado 41 años en decidir que Franco, el sátrapa genocida, no puede estar enterrado con los honores de un faraón; han tenido que pasar cuatro décadas para darse cuenta de que las víctimas merecen salir de las cunetas en que siguen enterradas como si fueran perros. Si lo fuéramos, no analizaríamos el porqué de la negativa del Partido Popular a apoyar esta iniciativa. No nos preguntaríamos las razones por las que su portavoz en el debate parlamentario buscó mil y una excusas, hasta llegar a Stalin y a Venezuela, para oponerse a la propuesta. No nos rechinarían los dientes al escuchar a Alicia Sánchez Camacho eludir la palabra dictador y preferir referirse a él como “el señor Francisco Franco”. No nos indignaría comprobar cómo la formación política que nos gobierna se niega a liberarse de sus vínculos con el franquismo. No nos avergonzaríamos de que, con su voto y su discurso, el partido con más apoyo popular en España reafirme su distancia con la derecha europea representada por Angela Merkel y se sitúe a un paso de las tesis revisionistas del Frente Nacional o de Alianza por Alemania. Apenas hay diferencias entre quienes cuestionan la existencia de las cámaras de gas y los que niegan el carácter totalitario y criminal del régimen franquista. El discurso del PP suena igual que el de historiadores condenados por su infame blanqueo del nazismo como David Irving. Si lo fuéramos, no recordaríamos que este tipo de decisiones suelen quedarse en un llamativo titular y una bonita fotografía. Por poner solo un ejemplo de esos fuegos artificiales que tanto gustan a nuestros políticos: hace ya dos años que el Congreso de los Diputados aprobó por unanimidad reconocer y homenajear a los 9.300 españoles y españolas que fueron deportados a campos de concentración nazis. 24 meses después no se ha cumplido este mandato; el Gobierno se ha declarado insumiso y la oposición no ha ejercido su papel de recordarle, diariamente, su repugnante incumplimiento. Si lo fuéramos, preferiríamos olvidar que Felipe González tuvo 15 años para desmantelar los vestigios de la dictadura y no quiso hacerlo. Tres mayorías absolutas consecutivas en las que no se atrevió a sacar al dictador de su mausoleo ni a dar un entierro digno, entre otros, a sus compañeros socialistas que habían muerto por defender la democracia republicana frente al eje Franco-Hitler-Mussolini. El gran Felipe estaba en otras cosas, sin duda importantes, y no le pareció relevante que como país, realizáramos una revisión histórica rigurosa que habría acabado, de una vez por todas, con la historiografía franquista que aún contamina los libros de texto que estudian nuestros hijos. Si lo fuéramos, ignoraríamos que Zapatero permitió a la parte más conservadora de su partido descafeinar su Ley de Memoria Histórica y olvidaríamos que tuvo siete años para llevar a cabo las iniciativas que ahora plantea desde la oposición. Si lo fuéramos, no nos vendría a la cabeza la casi lasciva satisfacción que emanaba Mariano Rajoy al explicar orgulloso que su Gobierno había asesinado y enterrado la Ley en otra cuneta, al dotarla de un presupuesto anual de cero euros. Para nuestra suerte o nuestra desgracia no somos vírgenes, ingenuos ni desmemoriados. Vemos cada día el letal fruto de la cobardía y los complejos con que los políticos demócratas han abordado este tema durante los últimos cuarenta años. Esa es la razón por la que hoy vivimos un auge del revisionismo franquista. El negacionismo de nuestro Holocausto viaja a través de Internet, contamina ondas de radio y televisión y alcanza las portadas de los periódicos de papel. Basta con que unos supuestos historiadores se quiten momentáneamente sus camisas azules y escriban un libro repleto de falsedades y medias verdades para que el producto consiga calar en la sociedad. Así ocurrió recientemente con 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular en el que Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa legitiman el golpe de Estado franquista demostrando un supuesto pucherazo electoral de la izquierda en las elecciones de febrero del 36. Sin cuestionarse mínimamente el sesgo que ya habían demostrado los autores en obras anteriores, ni contrastar sus conclusiones con otros historiadores de, estos sí, reconocido rigor y prestigio, numerosos medios dieron por buenas sus tesis y las reprodujeron como si de verdades absolutas se tratara. Dos meses después, tras analizar detalladamente la obra, el catedrático de Historia de la Universidad Autónoma de Barcelona José Luis Martín Ramos la ha desmontado punto por punto en Público. Lamentablemente, su estudio no llegará a las portadas y los espacios que, por mala fe o por pura ignorancia de los periodistas de turno, copó el sesgado relato de Villa y Tardío. No será la última vez que ocurran cosas similares. La democracia acomplejada ha permitido que varias generaciones de españoles crecieran en la ignorancia, cuando no en la tergiversación franquista, de nuestra historia reciente. Nuestros políticos socialistas, centristas y comunistas han tolerado que uno de los lugares turísticos de la capital del Reino sea la tumba de un criminal que secuestró nuestras libertades durante 40 años. Nuestro régimen de libertades no ha querido evitar que se siga equiparando a víctimas y a verdugos. El terreno está abonado, pues, para que el revisionismo franquista siga creciendo hasta el infinito y más allá. Lo hará si no arrancamos de cuajo sus raíces. Podríamos pensar que la iniciativa debatida este martes en el Congreso de los Diputados es un paso decisivo para realizar esa poda sanadora con unas tijeras de democracia, cultura y verdad. Podríamos pensarlo… si fuéramos vírgenes e ingenuos y no tuviéramos memoria. (Carlos Hernández, 09/05/2017)


Símbolos:
El conjunto-monumental de Cuelgamuros, situado en las cercanías de Madrid y denominado “El Valle de los Caídos”, ha estado de actualidad en las últimas semanas como consecuencia de la denuncia presentada por una asociación de defensa de este lugar emblemático del régimen franquista (1939-1975) y admitida a trámite por la Justicia por un presunto delito de ofensas contra el sentimiento religioso. Poco después, el Grupo Parlamentario socialista ha tramitado una Proposición No de Ley (PNL) para entregar los restos del Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera a sus familias y desalojarlos de sus tumbas en Cuelgamuros. Más allá de este procedimiento judicial y de sus posibilidades técnico-jurídicas de prosperar, y de las acciones que resulten de la PNL, que cuenta con muchas posibilidades de aprobarse dada la composición actual del Parlamento, tal vez resulte ilustrativo y pertinente reflexionar sobre la supervivencia de este espacio de memoria y exaltación del fascismo español del siglo XX, así como, por extensión, de otros símbolos del franquismo, y su repercusión ética en nuestra Democracia. El conjunto monumental se compone de una basílica excavada en la roca de la montaña, coronada por una cruz de enormes proporciones –impacto buscado deliberadamente, junto con el lugar estratégico en que está ubicado, para facilitar su visibilidad desde larga distancia– y a la que se accede por una gran explanada, adornada por una colección de figuras escultóricas. En el altar mayor de la basílica se encuentran las tumbas del General Franco y del fundador de la Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, fusilado en la prisión provincial de Alicante por adhesión a la rebelión militar al poco de comenzar la Guerra Civil (1936-1939). En torno al altar mayor se sitúa una gran cripta destinada a contener los cuerpos de combatientes de las dos Españas enfrentadas en la guerra, lo que fue logrado en tiempo récord trasladando miles de restos mortales procedentes de diversos cementerios y otros lugares en los que estaban enterrados. Al inaugurarse por el “Generalísimo”, en 1958, el bautizado como “Monumento de Reconciliación” urgía llenar la cripta con cadáveres traídos, en gran medida, forzosamente sin el consentimiento de sus deudos. Muchas de estas personas habían encontrado la muerte por su vinculación, apoyo o actitud de defensa de la II República. Se pretendía con este acarreo de cadáveres, por orden directa del autoproclamado “Caudillo de España por la Gracia de Dios”, que “el Valle de los Caídos” al tiempo que servía como exaltación de su victoria en la guerra civil y futuro panteón personal pudiera ser presentado también como símbolo de “reconciliación”(?), es decir, los verdugos vencedores ofrecían reconciliación cristiana en la paz eterna de la muerte a los derrotados, humillados y represaliados por el propio régimen militar y sedicente “Cruzada de Liberación Nacional”. Naturalmente esta maniobra era tan descarada y suponía una incongruencia de tal magnitud que nunca fue creíble para nadie. La obra de Cuelgamuros, cuyos trabajos supervisaba personalmente y con detalle el propio General Franco, fue ejecutada, como es manifiesto, por presos “rojos” que cumplían condena en régimen de trabajos forzosos. La identificación de este recinto monumental con el franquismo y la figura de Franco siempre fue indiscutible y, tras las exequias del dictador, se convirtió en un lugar de peregrinación y concentración de los nostálgicos del Movimiento y en un punto de atracción de la extrema derecha española y del movimiento neonazi internacional, especialmente en el aniversario de cada 20 de noviembre. En la actualidad el conjunto monumental se encuentra muy deteriorado, amenazado de ruina por las infiltraciones y humedades de la montaña y la baja e inadecuada calidad de los materiales con los que fue construido en las décadas de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Las conclusiones de los estudios técnicos realizados es que no sobrevivirá en el tiempo por haberse iniciado un irreversible proceso de disolución. La única alternativa posible consería que Patrimonio Nacional, actual titular del monumento, realizase una costosa intervención para parar este proceso inexorable en otro caso. Por supuesto, se trataría de una decisión difícil de justificar si fuera para mantener su concepto actual de tributo a una dictadura impuesta a la fuerza al pueblo español. El valor arquitectónico y artístico es poco apreciado por los especialistas en Historia del Arte que, en términos generales, lo consideran una muestra tardía excepcional –por inédita en Europa– de la arquitectura propagandística fascista del periodo de entreguerras. El conjunto ornamental de Juan de Ávalos, mejor considerado técnicamente por los especialistas, sufre también el avanzado proceso de deterioro con frecuentes mutilaciones de figuras, y presenta el mismo inconveniente desde el punto de vista axiológico: la exaltación de valores –la imposición de la fuerza, el valor regenerador de la guerra, los ángeles tomando partido en el combate, etc– propios de otra época y ya rechazados por nuestra sociedad. El “conjunto” español, vinculado al nacional-catolicismo impuesto a sangre y fuego durante casi cuarenta años, tiene su natural inspiración en los regímenes “hermanos” del fascismo italiano y el nazismo alemán. Ni en Italia ni en Alemania pueden encontrarse ya este tipo de productos de época puesto que fueron debidamente demolidos al tiempo que se desmantelaban los sistemas políticos que los habían levantado. No tanto por su escaso y dudoso valor estético sino por consideraciones éticas y por el evidente contrasentido que habrían supuesto para las nacientes democracias europeas de la postguerra. El llamado “Monumento de Reconciliación”, atendido por la Orden benedictina de la Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, tiene también una dimensión religiosa con un convento y la celebración de misas y otras ceremonias de la liturgia católica. En esta función religiosa, y en el hecho de ser el Valle un lugar en la ruta turística de la sierra madrileña, se ha pretendido –y aún se pretende– justificar la supervivencia aséptica y sin sectarismo de este lugar de exaltación y memoria del fascismo. En España, como a menudo nos recuerda el maestro Ángel Viñas, uno de nuestros grandes autores de referencia en el estudio crítico del franquismo, llevamos muchos años siendo singulares respeto del resto del mundo occidental en materia de investigación historiográfica de este periodo de la historia contemporánea de nuestro país. Han venido siendo proverbiales las trabas a la investigación, primero en los propios archivos y fuentes públicas, y posteriormente en fundaciones privadas que consideran su patrimonio la documentación y efectos que, en cualquier país desarrollado y normalizado, es de libre acceso y forma parte del dominio público para su puesta a disposición de la comunidad académica. Concretamente en el ámbito de la historia militar durante muchos los archivos oficiales militares quedaron como coto privado de los historiadores civiles o militares considerados “azules” con el consiguiente sesgo de las publicaciones disponibles para analizar asuntos clave, con datos fiables, como pueden ser la batalla en el aire, el desarrollo de la industria de guerra o la estrategia de combate realmente planeada por las divisiones o los cuerpos de ejército. Muchas obras han quedado rápidamente desacreditadas al poderse tener acceso a las fuentes antes negadas. La larga permanencia en el poder del franquismo, que se ve favorecido por el respaldo que recibe de los Estados Unidos al integrarse como un aliado fundamental en el dispositivo de contención del comunismo diseñado en la Guerra Fría, impidió el desmantelamiento de este régimen colaboracionista de las potencias del Eje en el mismo tiempo histórico en que se produjo en las derrotadas Alemania, Japón o Italia. El General Franco, con el espaldarazo del amigo americano, se asentó en el poder, con el paso del tiempo se integró en el sistema internacional, moderó los efectos de la represión brutal de la postguerra, alcanzó un cierto grado de desarrollo económico –obtenido sobre la tríada remesas de emigrantes, turismo y construcción– que, a partir de mediados de los años sesenta, se empezó a traducir en una mejora significativa de la calidad de vida de los españoles. Se creó así un franquismo sociológico que acabó disfrazando el origen golpista, clasista y represivo del régimen, se matizaron y enturbiaron sus orígenes ideológicos y con la colaboración de intelectuales orgánicos –algunos lo hicieron apoyados en becas de las agencias de inteligencia del gobierno de Washington e insertados en las universidades y centros de pensamiento– el régimen franquista pasó de dictadura sangrienta a simplemente un “sistema autoritario” de participación política restringida. Sólo en el final del tardofranquismo recupera su verdadera naturaleza represiva. Este devenir histórico derivó en la distinta percepción social con respecto a sus símbolos hasta dejar de asociarlos al fascismo y hacerlo a un sistema paternalista plenamente normalizado por grandes capas de la población. Por esta razón, cuesta trabajo explicar en el extranjero este tratamiento benigno excepcional a los ojos de los ciudadanos europeos, que padecieron los estragos de la guerra y el absolutismo criminal nazi-fascista, de los símbolos franquistas y el hecho de que todavía determinados sectores de la sociedad española los considere dignos de conservación y no experimenten aversión ni observen connotaciones rechazables, tal y como en mi condición de historiador he percibido en conservaciones con colegas extranjeros. La supervivencia de los símbolos franquistas, aunque reducida ya sensiblemente en su número, se mantiene a despecho de la vigente Ley de Memoria Histórica y en un contexto en el que, por el contrario, se sigue ignorando el mapa de las miles de fosas comunes repartidas por el país, de acuerdo al expediente internacional levantado por las Naciones Unidas. Al parecer es compatible el olvido de los muertos republicanos, a los que se les niega la dignidad de un entierro digno, con el recuerdo y homenaje de los victimarios. Resulta particularmente llamativo para cualquier observador extranjero que una estatua ecuestre del General Franco haya presidido la plaza de armas de la Academia General Militar (AGM) de Zaragoza hasta el año 2007 en que fue retirada, después de vencer la tentación de simplemente trasladarla de ubicación dentro del recinto del propio centro de enseñanza. Nada menos que durante treinta años las promociones de oficiales del Ejército de la Democracia recibieron sus Reales Despachos ante la presencia simbólica imponente del dictador. Y lo peor es que, ofendiendo la inteligencia de los españoles, durante muchos años se ha tratado de justificar este despropósito simplemente en que el General Franco estaba allí en su calidad de primer director de la Academia en su segunda época (1928-1932). Con una retirada de símbolos franquistas tan prolongada en el tiempo y tan esporádica, la Democracia española, tan elogiada por la transición política pacífica realizada y por la modernidad de sus grandes ciudades, cultura e infraestructuras, se ha visto y se ve seriamente desacreditada por la pervivencia incomprensible de tales reminiscencias franquistas y, en particular, por su “obra magna” del Valle de los Caídos, especialmente en su imagen ante la comunidad internacional. En las raíces de esta paradójica situación, además de las razones históricas y sociológicas apuntadas, se encuentra la fórmula reformista o de ruptura pactada adoptada en la transición política (1976-1982), que dejó intacto a los poderes fácticos de la dictadura. Las Fuerzas Armadas mantuvieron su autonomía hasta prácticamente la década de los años noventa. Se salvó con éxito la tendencia a la involución militar aunque se jugó con fuego y se corrieron muchos riesgos por falta de autoridad y coherencia democrática desde el principio. Entre tanto la cuestión de los símbolos –nombres de vías públicas, monumentos a la División Azul, placas en las iglesias por los caídos por Dios y por España, escudos no oficiales, etc– no resultaba acuciante y tenía un efecto apaciguador, pero de esa inconsecuente tolerancia procede la dificultad posterior para hacer desaparecer unos símbolos extemporáneos que representan una época negra de la Historia de España, que hieren la conciencia colectiva, dificultan una instrucción pública pedagógica sobre el pasado y se oponen radicalmente a los valores que deben prevalecer en una Democracia avanzada como a la que aspira nuestro país. (Fidel Gómez Rosa, 12/05/2017)


Cambios: Exhumación:
El Congreso aprobó este jueves una proposición no de ley (PNL) impulsada por el PSOE para llevar a cabo la exhumación de los restos de Francisco Franco del Valle de los Caídos. Y lo hizo con los votos a favor de la mayoría de los grupos parlamentarios —los socialistas, Unidos Podemos, Ciudadanos, e incluso PNV y PDeCAT votaron sí entre críticas—. Para sorpresa de muchos, el Partido Popular se abstuvo, como también Esquerra Republicana de Catalunya. En realidad, la PNL aprobada no tiene efectos reales en la práctica, porque lo que únicamente hace es instar al Gobierno de Rajoy a reanudar las políticas públicas para la recuperación de la memoria histórica y pide concretamente la exhumación de fosas e identificación de los cadáveres, incluido el traslado de los restos del dictador y José Antonio Primo de Rivera a otro lugar. El Congreso aprueba sacar los restos de Franco del Valle de los Caídos La cuestión es si el giro del no a la abstención del PP en apenas unas horas abre realmente la puerta a que en un futuro no muy lejano se produzca la exhumación ya prevista en un informe de expertos sobre el futuro del Valle de los Caídos, elaborado por el gabinete de Zapatero en 2011 y que esta semana ha vuelto a ver la luz en sede parlamentaria. La respuesta para las asociaciones expertas en la materia es clara: no. “Hasta que no lo vea, no lo creo”, insisten. Emilio Silva, portavoz de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica, enmarca la decisión de los populares en una mera “jugada táctica” ante la nueva realidad social y un arco parlamentario firme en su decisión. En efecto, Silva insiste en que si el Gobierno actual “no cumple la ley” —en referencia a la aprobada por el Gobierno socialista en 2007—, “no tiene por qué cumplir una PNL”. El portavoz asegura basar este escepticismo en hechos como “haber visto al presidente del Gobierno negando la existencia de desaparecidos en el programa ‘Salvados’, haber escuchado al portavoz del PP insultando a las víctimas del franquismo sin que nadie dijera nada o el propio ministro de Justicia, Rafael Catalá, afirmando que su departamento cumple estrictamente la ley de memoria”. El desengaño es doble, afirma el portavoz de la asociación, teniendo en cuenta que el propio PSOE —artífice de la ley— no llevó a cabo la exhumación ni la aplicó en su totalidad. Aunque finalmente los populares optaron por la abstención, la diputada Alicia Sánchez-Camacho acusó al PSOE en su exposición de “haber conseguido volver al pasado y quedarse en él” con la iniciativa presentada. La dirigente popular reprochó a los socialistas “querer parecerse a Podemos” y pidió “mirar a la España del presente y del futuro” porque, dijo, “en el Valle de los Caídos todo lo que haya que hacer necesita un amplio consenso”. Las asociaciones llevan muchos años peleando el contenido de la iniciativa que aprobó el Congreso este jueves. Pero para Emilio Silva estamos ante una “falsa discusión”, puesto que el problema lleva existiendo mucho tiempo y “nadie ha hecho nada”. El portavoz de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica afirma que “si les importara lo más mínimo esta situación, habrían hecho algo en estos años, porque gobiernan desde 2011”. Las asociaciones expertas en la materia aprecian una cierta estrategia política en la posición de los populares, “para evitar romper el consenso en el Congreso” y frente un partido “que compite con él, más moderno y que no tiene esos anclajes” —en clara alusión a Ciudadanos—. “Me encantaría ver un poco de aliento en la decisión, pero solo veo táctica”. También Javier Torres Montenegro, presidente de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica de Aranjuez, tilda de maniobra la postura mantenida por el grupo parlamentario del PP, encasillándola en el término tan común en estos tiempos de ‘postureo’. “La opinión pública lleva tiempo clamando que saquen de una vez de allí al dictador”, afirma al tiempo que desprende reproches también para la bancada socialista: “Entonces gobernaban ellos y tampoco lo hicieron”. Paquita Sauquillo, presidenta del comisionado por la memoria en el Ayuntamiento de Madrid —organismo encargado de hacer cumplir la normativa en la capital y que ya ha emitido su informe definitivo—, insiste a este diario en que lo que deben hacer es ponerse “a trabajar para que esto tenga algún efecto y las cosas salgan adelante”. Las asociaciones miran desesperanzadas la decisión tomada por el Congreso y temen que una vez más quede en papel mojado. “Miramos poco al Parlamento”, afirman. Fue en 2002 cuando la Cámara Baja condenaba por primera vez los crímenes del franquismo y lo hacía por unanimidad en la comisión Constitucional. Concretamente, un 20 de noviembre, el día en que se cumplían 27 años de la muerte de Franco, y la resolución incluía un “reconocimiento moral” a quienes “padecieron la represión de la dictadura”, prometiendo ayudas para reabrir las fosas comunes. El debate ha vuelto ahora al Congreso y está por ver la repercusión que realmente tendrá. Emilio Silva recuerda que en un año prácticamente todas las comunidades autónomas excepto las gobernadas por el PP tendrán una ley de memoria. “Ellos siguen en su bastión”, zanja. (Paloma Esteban, 12/05/2017)


Golpe de Franco: Gestación:
Lejos de la visión de una República caótica, salvada por unos militares patriotas, lo cierto es que la derecha política tuvo como objetivo, desde el primer momento, derrocar la República. Repartir responsabilidad, como hacen los “revisionistas”, es una auténtica temeridad a tenor de las nuevas investigaciones. Las interpretaciones dadas al golpe de Estado del 18 de julio de 1936 han sido de lo más variopintas desde el momento en que se produjo. Y desde ese momento se ha generado un intento de justificación de la razón por la que un grupo de militares, con apoyo de algunos elementos civiles, se sublevaron contra la República legítimamente constituida. El difícil primer bienio (1931-1933) tuvo como objetivo matar la República. El ambiente de festividad que trajo la Segunda República fue acompañado por los primeros movimientos para derrocarla. Cierto que Alfonso XIII marchó al exilio. Cierto que las fuerzas de orden público no hicieron nada para impedir la proclamación de la República. Pero figuras monárquicas, algunas de las cuales habían tenido cargos importantes durante la dictadura de Primo de Rivera, se reunieron en la misma noche del 14 de abril de 1931 en la casa del Conde de Guadalhorce. A dicha reunión, junto con el propio conde que había sido ministro de la dictadura, acudieron el Marqués de Quintanar, José Calvo Sotelo, Ramiro de Maeztu, José Antonio Primo de Rivera, Yanguas Messía y Vegas Latapié. En dicha reunión ya se juró como objetivo liquidar la República lo antes posible. Aquí se entiende la agitación que los monárquicos tuvieron en los primeros momentos de la proclamación republicana en contra del propio régimen. Gracias a las leyes de libertad de asociación republicana, esos conjurados pronto constituyeron un Círculo Monárquico, cuya sede estuvo en la calle de Alcalá. Y muchas personalidades partidarias del rey destronado le visitaron en Roma (Juan Ignacio Luca de Tena, el conde Gamazo, Gabriel Maura, etc.). Tampoco se puede decir que la Iglesia actuara para dar paz en la República. El cardenal primado de Toledo, Pedro Segura, llegó a decir que “la maldición bendita caiga sobre España si llega a consolidarse la República”. Frente a unas medidas moderadas en materia religiosa por parte del gobierno republicano, la Iglesia le plantó batalla a la República desde el primer momento a través de sus asociaciones (Acción Española) o desde sus medios de comunicación (El Debate). La laicización del Estado y la sociedad, así como de la educación, bastión de la Iglesia católica, no fue bien acogida por la mayoría del catolicismo español. Hablar de violencia anticlerical antes de la guerra es complicado, teniendo en cuenta que sólo durante la movilización en Asturias en 1934 se produjeron asesinatos de sacerdotes. En el resto del periodo no hubo víctimas en el clero. La Guerra Civil marcó un cambio en este aspecto. Tampoco extraña la virulencia con la que los cuerpos de seguridad de la República actuaron contra las movilizaciones obreras, motivadas por la lentitud de las reformas y la premura de la búsqueda de soluciones. Las fuerzas de orden público no fueron depuradas por las instituciones republicanas y en su seno actuaban elementos represores que venían de otras épocas. Aquí hay que inscribir los sucesos de Arnedo (La Rioja) o Castilblanco (Badajoz). Para remediarlo, la República promulgó la creación de la Guardia de Asalto. Pero en ese cuerpo acabaron personajes como el capitán Rojas Feijespán, elemento derechista y ejecutor de la masacre de Casas Viejas. La Sanjurjada El hecho más destacado del primer bienio fue el intento de golpe de Estado que el general Sanjurjo encabezó el 10 de agosto de 1932. En dicha conspiración participaron viejas glorias monárquicas: Barrera, Cavalcanti, Fernández Pérez, Sáinz de Lerín, etc. La conspiración fue un fracaso. Solo en Sevilla el golpe tomó visos de triunfo. Pero la movilización obrera y el fracaso del resto del plan hicieron caer las pretensiones de los militares golpistas. La República se había salvado. ¿Fue el único intento? No. Los monárquicos alfonsinos y carlistas tenían en mente golpes y conspiraciones que no llegaban a fraguar. Nombres como los de Burgos y Mazo, Víctor Pradera, Esteban Bilbao, el Conde de Rodezno, Lamamié de Clairac, etc., estaban metidos en dichas conspiraciones. Además, en ese tiempo comenzaron a emerger los grupos de carácter fascista o fascistizante que, como el Partido Nacional Español de José María Albiñana, las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalistas de Ramiro Ledesma Ramos o la Falange Española de José Antonio Primo de Rivera, tenían como objetivo prioritario matar a la República. Victoria del Frente Popular Que la República era una democracia normal lo demuestra que, cuando en noviembre de 1933 se celebraron elecciones generales, las candidaturas de derechas representadas por la CEDA y el Partido Radical obtuvieron la victoria. Y aunque la trayectoria republicana de los radicales era innegable, la lealtad republicana de la CEDA está en entredicho. El bienio de la derecha intentó derogar parte de las medidas del primer bienio. El hito represivo del momento fue la huelga general de octubre de 1934. La intervención del Ejército de África en la represión en Asturias, con el beneplácito del Gobierno, marcaba un macabro precedente. Militares que serán protagonistas en julio de 1936 ya participaron en dicha represión. Francisco Franco o López Ochoa son ejemplo de ello. La derecha, en vez de depurar responsabilidades por las barbaridades que el Ejército cometió en la represión asturiana, continuó con la tarea de presentar a la izquierda como golpista, encarcelando a sus dirigentes y militantes y presentando la huelga general y los sucesos de Asturias como el precedente del “bolchevismo en España”. A esta política represiva se unió una serie de escándalos de corrupción que acabaron con el gobierno de la derecha y la victoria del Frente Popular en febrero de 1936. Un Frente concebido como coalición electoral, pero en el que los partidos obreros no iban a tener incidencia en el gobierno. El Gobierno que salió de esas elecciones estuvo en manos de partidos republicanos como Izquierda Republicana o Unión Republicana, nada sospechosos de bolcheviques o anarquistas. Lo que sí se dio en aquel momento fue una aceleración de los procesos que, como la Reforma Agraria, eran una asignatura pendiente. Movilizaciones entendidas y manipuladas por parte de la derecha como el antecedente de una revolución comunista para predisponer a la población a la necesidad de un golpe de Estado. El caldo de cultivo No hubo que esperar a la confirmación oficial del triunfo del Frente Popular para que la derecha pintara la nueva situación con tintes apocalípticos. La CEDA había alertado de que, si triunfaba la izquierda, las consecuencias serían “armamento de la canalla, incendio de bancos y casas particulares, reparto de bienes y tierras, saqueos, reparto de vuestras mujeres”. Tras las elecciones se publicaron panfletos apócrifos con listas negras de gentes de orden a las que se aplicarían las guillotinas ocultas en las Casas del Pueblo. Hubo amenazas de cierre patronal, se detectaron fugas de capitales y retirada de fondos bancarios. El general Franco solicitó al jefe de Gobierno saliente, Portela Valladares, que no entregase el poder a los ganadores. Contrariados en sus propósitos, los militares, con Emilio Mola como “director”, activaron la maquinaria de un golpe de Estado con seguro a todo riesgo: cada uno de sus cabecillas recibió del banquero-contrabandista Juan March la promesa de un millón de pesetas depositado en una cuenta extranjera si la intentona fracasaba. El peso fundamental de la trama civil corrió a cargo de los monárquicos. Su líder, José Calvo Sotelo, no era, como se dice, el jefe de la oposición. Renovación Española solo tenía doce de los 473 diputados de las cortes republicanas, es decir, un pobre 2,5 %. Pero contaba con el apoyo de Mussolini a través del ex rey Alfonso XIII. Los falangistas, sin representación parlamentaria, crearon mediante el terrorismo contra militantes izquierdistas, magistrados y oficia­les de los cuerpos de seguridad el clima de alarma propicio para una intervención militar. Gil Robles, cuyas Juventudes de Acción Popular se estaban pasando en masa a la Falange, remitió a los conspiradores medio millón de pesetas del remanente de su presupuesto electoral. El asesinato de Calvo Sotelo, el 13 de julio, se invocó tradicionalmente como el Rubicón de los conjurados. Sin embargo, se sabe que la primera directriz de Mola para la planificación del golpe tenía fecha del 25 de mayo; que Franco había sido encargado de dirigir la conspiración en Canarias el 24 de junio; que el 1 de julio, el monárquico Pedro Sáinz Rodríguez firmó contratos con la Società Anonima Idrovolanti Alta Italia para el suministro de unos 40 aviones –cazas, bombarderos e hidroaviones– con su combustible, 12.000 bombas de dos a 50 kg, ametralladoras y munición por valor superior a 39 millones de liras, aportadas por March; y que el 9 de julio, el periodista de ABC, Luis Bolín, contrató el Dragon Rapide y los servicios de su piloto, un espía británico, para llevar a Franco desde Gran Canaria a Tetuán y liderar la sublevación en el protectorado de Marruecos. Un solo obstáculo se interponía en su camino entre Tenerife, donde Franco se encontraba alejado por el gobierno, y el norte de África. Se trataba del general Amado Balmes, gobernador militar de Las Palmas, contrario a sumarse al levantamiento. Pero el 16 de julio Balmes murió a consecuencia de un absurdo accidente durante unas rutinarias prácticas de tiro. Franco pretextó su asistencia al entierro para viajar sin levantar sospechas. Da que pensar si fue esta oportuna y sospechosa muerte la que jalonó el inicio de su marcha hacia el poder absoluto tras otras desapariciones azarosas —las de Sanjurjo y el propio Mola— y la masacre contra su propio pueblo en una guerra larga e inclemente. Mitos sin fundamento Los golpistas siempre pretextaron que la sublevación fue la respuesta al clima de violencia del periodo republicano y a un inminente levantamiento comunista. Respecto a lo primero, los estudios más recientes estiman en 2.629 las víctimas de la violencia social y política entre 1931 y el 18 de julio de 1936, una media de casi 1,5 muertes diarias. Pero no se produjeron a un ritmo constante. El periodo en que gobernaron los partidos de derecha fue el más mortífero: 1.550 víctimas no fueron causadas por las milicias marxistas o los grupos de acción ácratas, sino por las fuerzas de seguridad del Estado que, a su vez, sufrieron 455 bajas. Ello desmiente que la República fuera tolerante con la violencia política. De los 530 individuos cuya afiliación se ha identificado, dejando aparte octubre de 1934, 484 pertenecían a partidos o sindicatos de izquierda. El Estado, pues, conservó el monopolio de la violencia y lo empleó contra aquellos que pusieron en cuestión el orden establecido. Con mayor eficacia, por cierto, que contra quienes conspiraban para derribarlo. Finalmente, el 18 de julio una parte del Ejército, en complot con parte de la sociedad civil, dieron un golpe de Estado que dio inicio a la Guerra Civil y que terminó con la victoria golpista y la instauración de una dictadura que sumió a España en una larga noche. (Web Republicas, 2019)


Franquistas: Lenguaje:
La decisión del juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón de abrir 19 fosas para investigar sobre los desaparecidos en la Guerra Civil, ha levantado ampollas en la sociedad. Parece que el pasado sí va a ser removido, al menos por algunas de las personas que el auto incluye: Emilio Mola, Germán Gil y Yuste, Gonzalo Queipo de Llano o Francisco Franco son sólo un ejemplo de los 34 cargos de la dictadura que cita Garzón por la actitud virulenta con que actuaron durante la dictadura franquista. El juez de la Audiencia Nacional pide imputarles y para ello ha solicitado los certificados de defunción correspondientes y ha reclamado al Ministerio del Interior los datos que identifiquen al máximo número posible de dirigentes de Falange Española entre el 17 de julio del 1936 hasta el 31 diciembre de 1951 para que una vez identificados acuerde "lo necesario sobre la imputación y extinción en caso de fallecimiento de su responsabilidad penal". Las 'caras' del auto de Garzón El auto recoge diversas denuncias por presuntos delitos de detención ilegal basadas en los hechos que citan las mismas. Todas esas denuncias tienen un denominador común: recogen que a partir de 1936, durante la Guerra Civil y los años de posguerra, desde el Gobierno se llevó a cabo "un plan sistemático y preconcebido de eliminación de oponentes políticos a través de múltiples muertes, torturas, exilio y desapariciones forzadas". Pero, ¿cuáles son las declaraciones que recoge el escrito de los protagonistas? Francisco Franco El auto recoge unas declaraciones efectuadas por el General Francisco Franco en Tánger el 27 de Julio de 1936 al periodista Jay Allen, del Chicago Daily Tribune donde señala que: "Nosotros luchamos por España. Ellos luchan contra España. Estamos resueltos a seguir adelante a cualquier precio". El periodista hace hincapié en que para ese fin dentrá que "matar a media España" a lo que Franco responde: "He dicho que al precio que sea". El auto de Garzón se hace eco también de otra de las declaraciones del Generalísimo donde señala que el adversario político era el enemigo a aniquilar: "Con los enemigos de la verdad no se trafica, se les destruye". Emilio Mola El vocal de la Junta Gereral de la Brigada, Emilio Mola, también queda recogido en el auto de Garzón. De él se recogen las siguientes palabras: "Tan pronto tenga éxito el movimiento nacional, se constituirá un Directorio, que lo integrarán un Presidente y cuatro vocales militares. El Directorio ejercerá el poder con toda amplitud, tendrá la iniciativa de los decretos leyes que se dicten, los cuales serán refrendados por todos sus miembros." Además también señala como palabras de Mola que que "los primeros decretos leyes que se dicten serán los siguientes: A) Suspensión de la Constitución de 1931. B) Cese del Presidente de la República y miembros del Gobierno. C) Atribuirse todos los poderes del Estado, salvo el judicial, que actuará con arreglo a las leyes y reglamentos preestablecidos que no sean derogados o modificados por otras disposiciones. D) Defensa de la Dictadura Republicana. Las sanciones de carácter dictatorial serán aplicadas por el Directorio sin intervención de los Tribunales de Justicia". Gonzalo Queipo de Llano Gonzalo Queipo de Llano ocupó el cargo al frente de la Defensa Nacional General de la División. Según se señala en el documento, A mediados de 1936 el General señaló en los micrófonos de Radio Sevilla: "Yo os autorizo a matar, como a un perro, a cualquiera que se atreva a ejercer coacción ante vosotros: Que si lo hiciereis así, quedaréis exentos de toda responsabilidad". Además Queipo de LLano aclaró en el mismo medio lo que haría en caso de enfrentarse con el bando republicano. "¿Qué haré?. Pues imponer un durísimo castigo para callar a esos idiotas congéneres de Azaña. Por ello faculto a todos los ciudadanos a que, cuando se tropiecen a uno de esos sujetos, lo callen de un tiro. O me lo traigan a mi, que yo se lo pegaré". (Paula Tena, 2008)

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