Transición             

 

Transición:
NI REFORMA, NI RUPTURA: SÓLO UNA TRANSICIÓN DE DICTADURA A DEMOCRACIA: Santos Juliá Al comienzo, en los meses que siguieron a la muerte de Franco, no fue transición, sino proyectos de reforma para garantizar la continuidad; tampoco hubo negociación ni, menos aún, algún pacto del gobierno con la oposición democrática, sino un intento de control desde arriba de un proceso de incierto recorrido pero que, en todo caso, pretendía mantener las instituciones de la dictadura, convenientemente reformadas con el propósito de ampliar el juego político a quienes se avinieran a aceptar el marco y las normas establecidas desde el poder. Fue el fracaso de este proyecto de reforma lo que abrió, a partir del cambio de gobierno de los primeros días de julio de 1976, un proceso de transición apenas velado por una retórica, no de reforma, sino para la reforma. En esta primera fase de transición propiamente dicha, que duró otro medio año, el gobierno todavía no procedió a negociar con la oposición ni a pactar con ella, sino que empleó sus recursos en neutralizar los obstáculos que al nuevo proyecto de convocar elecciones a Cortes por sufragio universal pudieran surgirle desde las instituciones políticas del mismo régimen: el Consejo Nacional del Movimiento, las Cortes orgánicas, el alto mando militar. Sólo cuando esos obstáculos, realmente existentes, fueron superados tras una votación en las Cortes y un referéndum, el gobierno se encontró legitimado y con fuerza suficiente para iniciar una nueva fase desmantelando las instituciones políticas del régimen y abriendo negociaciones formales con representantes de la oposición democrática con la vista puesta en la convocatoria de elecciones generales que habrían de celebrarse antes del 30 de junio de 1977.


En las primeras semanas de esta segunda fase del proceso de transición, que son también las del nuevo año de 1977, comenzaron las negociaciones entre gobierno y oposición a la vez que se multiplicaba la creciente actividad de grupos terroristas de derecha e izquierda que, sin embargo, no impidieron, sino más bien aceleraron la disolución del Movimiento Nacional y la legalización de los partidos políticos, incluido el comunista, de manera que las elecciones pudieran celebrarse con la más amplia participación posible en un clima de libertad. El resultado de las elecciones de 15 de junio de 1977, sin que ninguno de los partidos hubiera alcanzado la mayoría absoluta, abrió la tercera y última fase del proceso de transición en la que, definitivamente abandonada la retórica reformista, un nuevo poder constituyente y una política de pactos entre gobierno y oposición culminaron con la promulgación de la nueva Constitución Española en diciembre de 1978. Son las distintas etapas de este proceso que en tres años condujeron a la instauración de la democracia en España lo que veremos con más detalle en las páginas que siguen.


Fracaso de la reforma:
A la muerte de Franco se abrió un tiempo de incertidumbre condensada en la célebre pregunta formulada años antes por Santiago Carrillo, que resumía todas las inquietudes pero también todas las expectativas de aquellos momentos: Después de Franco ¿qué? Ese “¿qué?” no inquietaba únicamente a una masa a la que se supone despolitizada por años de dictadura y desarrollo económico, sino a embajadas extranjeras, muy prolíficas en su elaboración de informes acerca del “después de Franco”; a sociólogos y científicos políticos que proponían posibles modelos de transición llevando su mirada a Italia, Alemania o Francia del fin de la Segunda Guerra y asignaban a una posible democracia cristiana y al Partido Comunista (PCE) un papel determinante en la salida a la italiana de la dictadura o predecían un retorno al caos; a funcionarios y colegios profesionales de las más diversas ocupaciones, a jueces, abogados, profesores, sanitarios; a clérigos de base y a miembros de la Conferencia episcopal; a movimientos vecinales y feministas; a sindicatos clandestinos y a partidos y grupos de oposición a la dictadura, comunistas, socialistas, nacionalistas; y, finalmente, inquietaba a las “familias políticas” que habían sostenido hasta última hora al régimen y que desde la crisis de gobierno de 1969 aparecían divididas en grupos en torno a personalidades, especies de embriones de partidos, disimulados bajo la etiqueta de asociaciones o de sociedades de estudios. Pero incertidumbre no equivalía a miedo ni a pasividad. Tanto si se mira la movilización social como los encuentros de las elites políticas, la de 1976 era una sociedad en movimiento, caracterizada por la presencia de cientos de actores a la búsqueda de un espacio propio en el que se cruzaban, enfrentaban o coligaban gentes de varias generaciones, con muy diversas biografías políticas, cargadas de experiencias de poder y de oposición, sobre un fondo de crisis política agudizada por el evidente fin del ciclo de desarrollo económico que vino a coincidir con la subida del precio del petróleo y el inicio de una galopante inflación. Y como la prensa de los últimos años de dictadura no era ya lo que fue en sus primeros, a sus páginas asomaba todo el bullicio procedente de una actividad política atomizada, por una parte, en convocatorias de personalidades, grupos, cenas, reuniones y conciliábulos, pero visible también en una progresiva ocupación de las calles y espacios públicos por mítines y asambleas, manifestaciones pro amnistía, obreros en huelga, protestas de universitarios, acciones vecinales, juicios ante el Tribunal de Orden Público, manifiestos de funcionarios, atentados terroristas, cargas de policía. No fue una masa despolitizada, dejando que a sus espaldas unas elites desaprensivas pactaran el futuro, lo que imprimió el carácter a aquellos meses de ebullición e incertidumbre. Algo tenía que cambiar, en eso todos estaban de acuerdo. Y los primeros que sintieron la necesidad de ir tomando posiciones fueron los mismos hombres –apenas se contaban mujeres entre ellos- del régimen. Las elites franquistas de poder partían de la convicción de que el régimen de Franco, institucionalmente sostenido en una serie de Leyes Fundamentales, gozaba de una amplia legitimación en la sociedad española debido al proceso de transformación social, acelerado con los planes de desarrollo económico, que dio origen a una numerosa clase media y de obreros de cuello azul asentados en ciudades y propietarios de un piso y de bienes de consumo de larga duración. Confiadas en el futuro comportamiento de ese bloque social conocido como franquismo sociológico, y en la seguridad de controlar los recursos de un Estado que en los quince años anteriores se había dotado de una amplia y más eficaz administración, su proyecto pretendía mantener en vida ese mismo Estado, aunque su continuidad, una vez desaparecido el fundador, exigiera reformar sus Leyes Fundamentales con el propósito de ampliar y regular desde el gobierno el nuevo campo político que inevitablemente se abriría a la muerte del dictador. Los sujetos que defendían estas posiciones eran personalidades y grupos del régimen, que en alguna ocasión habían sido sus ministros y dignatarios, que seguían siéndolo o que esperaban serlo de nuevo. Pesaban sobre sus espaldas las luchas por el poder que se venían arrastrando desde la llegada al gobierno en 1957 de varios miembros del Opus Dei –conocidos como tecnócratas-, agravadas en sucesivas remodelaciones ministeriales y abiertamente declaradas a partir de la crisis de 1969, con la formación del llamado gobierno monocolor. En los años sesenta, dos proyectos de reforma para la continuidad habían enfrentado a esta nueva elite de poder, organizada en torno al vicepresidente del gobierno, Luis Carrero Blanco, con los burócratas del Movimiento Nacional, liderados por José Solís, desde la Secretaría General del Movimiento y Manuel Fraga, desde el Ministerio de Información. Materias del enfrentamiento fueron los proyectos de Ley Orgánica del Estado, propugnado desde Presidencia, y de nuevas leyes Sindical y de Asociaciones, propugnadas por la Secretaría General. Ganó Presidencia, con la promulgación el 10 de enero de 1967 de la Ley Orgánica del Estado que abrió paso a la proclamación, dos años después, de Juan Carlos de Borbón como sucesor de Franco a título de rey. Pero la tensión entre Presidencia/tecnocracia y Movimiento, nunca resuelta, sufrió un vuelco espectacular con el asesinato en diciembre de 1973 del almirante Carrero, aupado por Franco a la presidencia del gobierno en la crisis de junio de ese mismo año, y el nombramiento de Carlos Arias como nuevo presidente de un gobierno del que desaparecieron los tecnócratas. De manera que, cuando en noviembre de 1975 se produzca la muerte de Franco, las elites políticas del régimen se encontraban profundamente divididas y atomizadas como resultado de sus diversas procedencias y de sus recientes batallas. En un primer círculo se situaban quienes, bajo la presidencia de Carlos Arias, propugnaban lo que desde 1974 se conoció como apertura, fallido intento de abrir cauces a la participación política dentro de asociaciones del Movimiento; más atrás, a la espera, los que separados del gobierno en las últimas crisis diseñaban diferentes vías de reforma en torno a destacadas personalidades como Manuel Fraga y José María de Areilza; más excéntricos, pero dispuestos a presentar batalla, los que oponían una tenaz resistencia a cualquier atisbo de apertura o de reforma: fueron conocidos como inmovilistas, encerrados en su “bunker” al mando del falangista José Antonio Girón, con fuertes vínculos con altos mandos militares y policiales y con burócratas de la Organización Nacional de Sindicatos. Una nota común caracterizaba a estos grupos: todos los que defendían la apertura, la reforma o el inmovilismo habían desempeñado antes altos cargos en las instituciones del régimen o los desempeñaban en ese momento. Así estaban las cosas entre la clase política del régimen cuando Juan Carlos de Borbón, investido rey dos días después de la muerte de Franco, confirmó a Carlos Arias en la presidencia del gobierno, a la par que situaba a una personalidad del Movimiento y de probada lealtad a su persona, Torcuato Fernández Miranda, en la presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino. Lo importante, con todo, fue que la crema del reformismo ocupó, por impulso regio, los ministerios de más relieve en el nuevo gobierno formado el 11 de diciembre de 1975: Manuel Fraga asumió la cartera de la Gobernación y la vicepresidencia segunda, mientras dos monárquicos liberales que habían prestado al régimen altos servicios diplomáticos, José María de Areilza y Antonio Garrigues, se encargaban de Asuntos Exteriores y de Justicia. Se incorporaron también al gobierno miembros de las nuevas generaciones del Movimiento y de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas llamados a desempeñar un principal papel en el futuro, Adolfo Suárez y Alfonso Osorio. En su primera declaración programática, el nuevo gobierno presidido por Carlos Arias afirmó su compromiso de proceder a un “perfeccionamiento constante del sistema institucional” y de perseverar en “la construcción de una democracia española que no pueda ser dañada por ninguna amenaza totalitaria”. El problema consistía en marcar el ritmo de aquel perfeccionamiento y en determinar el contenido de esa singular democracia a la española. Y aquí fue donde comenzaron a surgir dudas y disputas, promesas y decepciones. Muy madrugador, Manuel Fraga presentó en los primeros días de enero a sus compañeros de gobierno un texto titulado “La reforma constitucional: justificación y líneas generales”, con el que pretendía tomar la iniciativa política a la par que se presentaba como el único político de la situación con una fórmula reformista pensada para evitar a toda costa la ruptura. Su texto contenía el primer borrador de una cámara elegida por sufragio universal y un Senado corporativo en el que encontrarían acomodo los miembros del Consejo Nacional del Movimiento. Y por lo que se refería al calendario, Fraga pensaba que antes del final de año, los españoles participarían en un referéndum sobre “las reformas constitucionales”, dejando para la primavera de 1977 la convocatoria de elecciones a las nuevas cámaras. La propuesta de un Congreso elegido por sufragio universal requería abrir el espacio político a asociaciones situadas al margen del Movimiento Nacional, sin provocar una reacción del sector inmovilista, que hubiera paralizado todo el proceso. En unas declaraciones al suplemento “Europa” de Le Monde, Die Welt, La Stampa y The Times, Fraga afirmó que no serían tolerados los grupos que preconizaban la violencia, los que fundaban sus programas sobre el separatismo, ni el Partido Comunista, por su esencia totalitaria. A terroristas y a separatistas los condenaba a estar fuera de la ley a título definitivo; con los comunistas se mostró más condescendiente: podrían participar en el juego en un periodo posterior, pero en la primera fase de su reforma, y “porque son totalitarios, antidemocráticos y maquiavélicos y porque se benefician de la ayuda extranjera”, no constituirían ninguna ayuda para España y quedarían al margen2. Fraga pensaba que, en un primer momento, o sea, hasta la celebración de elecciones a las dos cámaras, los límites del campo de juego político quedarían marcados, por la derecha, con las asociaciones del Movimiento Nacional y, por la izquierda, con el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), del que esperaba un comportamiento responsable, o sea, que acudiera a participar en el juego aunque el PCE quedara excluido, como había ocurrido en Alemania al término de la Guerra Mundial y como recomendaba el secretario de Estado de Estados Unidos, Henry Kissinger. Con el terreno de juego así acotado, Fraga anunció, para ser sometidos a las Cortes del régimen, a las que previamente se había prolongado en un año su vida3, dos clases de reforma: primera, la de las leyes de Reunión y manifestación y de Asociación política, con la derogación de los artículos del Código Penal que tipificaban como delito la pertenencia a partidos políticos; y segunda, la de tres Leyes fundamentales: de Cortes, de Sucesión y Orgánica del Estado, manteniendo por el momento al resto sin cambios, entre ellas la de Principios del Movimiento. Una nueva Ley Sindical y una reforma del sistema tributario, además del proyecto de un “régimen especial para las cuatro provincias catalanas” completaban el programa de reformas, que se implantaría ordenada y progresivamente hasta verse coronado por la convocatoria de un referéndum. Fraga expuso su programa poco después de que Arias 2 Declaraciones recogidas en ABC, 4 de mayo de 1976. 3 Decreto 111/1976, de 27 de enero, por el que se prorroga la actual legislatura de las Cortes Españoles, Boletín Oficial del Estado (en adelante BOE) 29 de enero de 1976. se dirigiera a la nación en un decepcionante discurso que insistía más en la continuidad del régimen que en su evolución, y se plantó en primera fila apareciendo como impetuoso adalid de una reforma política que sería ratificada por las instituciones del mismo régimen, el Consejo Nacional y la Cortes orgánicas. Para conservar hay que reformar, y únicamente se reforma aquello en lo que se cree, decía Fraga, y él, por su parte, creía en el régimen, en el carácter flexible de su sedicente Constitución, y pretendía conservarlo, sin contar con que no todos los creyentes compartían las implicaciones de su fe. La primera parte del plan, la relativa a los derechos de reunión y de asociación política, atravesó la comisión mixta Gobierno-Consejo Nacional creada al efecto y llegó a las Cortes, que en el pleno de 29 de mayo aprobaron la nueva regulación del derecho de reunión, defendida por Manuel Fraga, y el 14 de junio, tras su presentación y defensa por Adolfo Suárez, aprobaron la nueva ley que permitía por vez primera constituir asociaciones políticas al margen del Movimiento Nacional, aunque con previa comunicación al Ministerio de la Gobernación, que debía acompañarse de acta notarial de la Comisión promotora de la asociación, declaración programática, estatutos y declaración de acatamiento “al ordenamiento constitucional”, o sea, a las Leyes fundamentales4. Pero como esa nueva ley de Asociación, por aceptar, aunque sin nombrarlos por su nombre, la existencia de partidos políticos, exigía una reforma del Código Penal, las Cortes, dominadas por la facción del Movimiento hostil a la reforma, se plantaron y el gobierno retiró el proyecto de reforma de los artículos del Código relativos al derecho de asociación en una jornada muy tensa, bajo la impresión causada por el asesinato del industrial vasco Ángel Berazadi, secuestrado días antes por ETA. Este revés inesperado, además de demorar la despenalización de la afiliación a partidos, retrasaba la presentación a las Cortes de la reforma de las tres Leyes Fundamentales, con su propuesta de una cámara política y otra de intereses, elegidas respectivamente por sufragio universal y corporativo. Mientras la reforma encallaba en las instituciones del mismo régimen que pretendían reformar, el Rey reafirmaba ante el Congreso y el Senado de Estados Unidos el compromiso de la Corona con la democracia. Las tensiones aumentaron no sólo por la movilización de la clase obrera, del movimiento ciudadano, las gestoras 4 Ley 17/1976, de 29 de mayo, reguladora del derecho de reunión, BOE, 130, de 31 de mayo, y Ley 21/1976, de 14 de junio, sobre el derecho de asociación política, BOE, 144, de 16 de junio pro-amnistía, o los estudiantes universitarios, sino por el enfrentamiento a cara de perro entre las facciones del régimen y por las iniciativas de otros ministros reformistas, como Areilza y Garrigues, que a la vista de la parálisis propusieron planes alternativos, como un pacto nacional entre gobierno y oposición, en el primer caso, o un referéndum directamente impulsado por el rey en el segundo. De modo que cuando la reforma del Código Penal –clave de bóveda del proyecto reformista, porque de ella dependía la ampliación de los participantes en el juego político- quedó bloqueada, los ministros reformistas aparecían divididos mientras Arias se encontró perdido y presentó la dimisión que el rey le pedía el 1 de julio de 1976: la reforma de las leyes fundamentales para alumbrar una “democracia española” había concluido en un estrepitoso fracaso.


Metamorfosis de la ruptura:
Naturalmente, si la facción reformista de la clase política del régimen había sentido la urgencia de incluir en la vida política legal a nuevos actores, era porque esos nuevos actores ya habían hecho acto de presencia, de manera ilegal o alegal, en la vida política sin esperar que su situación se legalizara. Porque si algo define los siete meses que duró el gobierno de Arias, fue el incremento sustancial de las convocatorias de mítines y manifestaciones, de huelgas y movilizaciones experimentado desde la primeras semanas de 1976. En Madrid, el 6 de enero paró el Metro y en los días siguientes una huelga casi general se extendió por el sector del metal; dejaban el trabajo unos 60.000 obreros de la construcción y se producían paros masivos en teléfonos y correos, mientras en la Universidad un destacado dirigente del PCE, que había sufrido años de cárcel y torturas, Simón Sánchez Montero, aparecía al lado de un ex ministro católico, Joaquín Ruiz-Giménez, en un mitin ante cientos de estudiantes. En Bilbao, Burgos, Zaragoza y otras capitales se sucedieron las manifestaciones pro-amnistía que llegaron a su momento culminante el 1 de febrero, cuando salieron a la calle en Barcelona, por la amnistía y la autonomía, más de 75.000 personas. A principios de marzo, las huelgas alcanzaban unos niveles insoportables para la economía: en el primer trimestre de 1976 se produjeron cerca de 18.000 huelgas, casi seis veces más que en todo el año anterior. El gobierno respondió a huelgas y manifestaciones con sus habituales medidas de represión: el 24 de febrero moría en Elda, por disparos de la policía, un trabajador y, en respuesta, se producía la paralización total de la ciudad y de su comarca. Poco después, la larga huelga de Forjas Alavesas culminaba en Vitoria con las fuerzas antidisturbios disparando sobre obreros que habían convocado una asamblea en una iglesia, provocando la muerte de cinco de ellos y más de cien heridos. En Pamplona, una huelga general fue seguida por 300.000 trabajadores con nuevos enfrentamiento y una víctima más en Basauri. El nivel de movilización y enfrentamiento en la calle, aparte de arruinar la pretensión de un proceso de reforma evolutivo y ordenado, controlado desde el poder, aceleró las conversaciones entre las diferentes fuerzas de oposición para crear una plataforma común capaz de oponer un plan concertado de ruptura democrática a las reformas constitucionales anunciadas por el gobierno. En los últimos años de la dictadura, esas fuerzas, que comprendían partidos políticos procedentes de la oposición y grupos de disidentes del régimen, habían tendido a proliferar, dividiendo los grandes troncos comunes en pequeños grupos marcados tanto por las personalidades de sus dirigentes como por diferencias ideológicas y territoriales. Los comunistas presenciaron la aparición por su izquierda de los llamados grupúsculos, que también se decían comunistas aunque no excluían el uso de secuestros y asesinatos como instrumentos de acción política; los socialistas aparecían escindidos entre exilio e interior o por diferencias de liderazgo; los democratacristianos tampoco lograron mantener la unidad, divididos por la vinculación a diferentes líderes históricos. Pero, a diferencia de lo ocurrido con los reformistas, estas tendencias a la división coexistían de antiguo con una permanente búsqueda de coaliciones. Una característica común definía a estos partidos y grupos políticos: estaban dispuestos a negociar con el poder, pero nunca contemplaron la posibilidad de que el marco institucional del régimen fuera reformable. La dictadura, resultado de una guerra civil, tenía que desaparecer y en su lugar había que construir un nuevo Estado de derecho, democrático, homologable a los de Europa occidental. Para conseguirlo, lo primero que se postulaba cada vez que se celebraba un encuentro entre fuerzas de la disidencia y de la oposición era la aprobación de una amplia amnistía como punto de partida de un proceso constituyente. A partir de ahí se preveía un periodo más o menos largo de transición, con elementos variables según las distintas fuerzas políticas. El PCE propugnaba la formación de un gobierno provisional que englobara a disidentes y opositores en torno a una regencia apoyada en un sector significativo de las Fuerzas Armadas, que accedería al poder como resultado de una huelga nacional pacífica5. Los socialistas, por su parte, estuvieron siempre más interesados en el punto de llegada del proceso –unas elecciones generales con carácter constituyente- que en el organismo encargado de dirigirlo y se mostraron reacios a la formación de un gobierno provisional y a la apelación a don Juan de Borbón, padre de Juan Carlos, con la intención de nombrarle regente. En cualquier caso, todos estaban de acuerdo en que, tras la amnistía, el retorno de los exiliados y la recuperación de las libertades democráticas y los derechos de reunión, manifestación y asociación, el proceso de transición culminaría en la convocatoria de una asamblea constituyente de la que saldría la nueva estructura del Estado democrático y el reconocimiento de la autonomía para sus nacionalidades y regiones o, como se decía en un manifiesto de la Junta Democrática de 1 de abril de 1975: la restauración de los Estatutos de autonomía de Cataluña, Euskadi y Galicia y la instauración democrática del Poder regional dentro del Estado español6. Este proyecto básico, elaborado en múltiples contactos entre partidos de oposición del exilio y del interior, socialistas, comunistas y nacionalistas vascos y catalanes, y grupos de la disidencia, como monárquicos liberales, demócratacristianos y socialdemócratas, llegó al fin de la dictadura con una larga historia de intentos de coaliciones a sus espaldas, resultado de una doble convicción: la debilidad de cada uno de ellos para emprender por sí solo la transición a la democracia y el propósito de abrir un proceso constituyente que condujera a un Estado democrático sostenido en una amplia base social y política. Los pactos entre los disidentes, que en algún momento habían formado parte del bando de vencedores en la guerra civil, y los opositores que procedían del lado de los vencidos, no esperaron a la muerte del dictador: de 1948 es el pacto entre la Confederación de Fuerzas Monárquicas y el Partido Socialista; de 1962 es el coloquio de Munich, primer encuentro de una amplia representación del exilio con la naciente oposición del interior; de 1969 es la Comissió de Forces Politiques de Catalunya y de 1971 la Assemblea de Catalunya, que integraba desde comunistas a nacionalistas; de 1974 es la Junta Democrática, constituida en París en torno al PCE y al sindicato Comisiones Obreras e integrada además por el Partido Socialista Popular, el Partido del Trabajo, 5 Santiago Carrillo hizo saber a don Juan de Borbón que los comunistas estaban “dispuestos a sostener su regencia durante un periodo transitorio”, Memorias, Barcelona, 1993, p. 580. 6 Junta Democrática de España, Manifiesto de la reconciliación, 1 de abril de 1975. el Partido Carlista y algunas personalidades independientes; en fin, de julio de 1975 es la Plataforma de Convergencia Democrática, creada por el PSOE, y en la que se integraron Izquierda Democrática, Unió Democràtica de Catalunya, Partido Nacionalista Vasco, Unión Social-Demócrata Española, Organización Revolucionaria de Trabajadores, Movimiento Comunista, el sindicato Unión General de Trabajadores, y algunos otros grupos. Pocas semanas antes de la muerte del dictador, Junta Democrática y Plataforma de Convergencia dirigieron “A los pueblos de España” una declaración común en la que aparecieron fundidos por vez primera sus respectivos proyectos de transición bajo la genérica denominación de ruptura democrática. Los dos organismos reafirmaron el carácter pacífico del proceso, rechazaron la continuidad del régimen y de todas las instituciones que habían hecho imposibles las libertades y confirmaron el compromiso de construir un sistema democrático pluralista basado en la soberanía popular. Añadía también el manifiesto la voluntad de emprender conjuntamente las acciones políticas adecuadas para conseguir la inmediata liberación de presos políticos y sindicales y el retorno de exiliados; el eficaz y pleno ejercicio de los derechos humanos y las libertades políticas y el pleno ejercicio de los derechos y libertades de las distintas nacionalidades y regiones del Estado español. A esa recuperación tendría que seguir la “realización de la ruptura democrática mediante la apertura de un periodo constituyente, que conduzca, a través de una consulta popular, basada en el sufragio universal, a una decisión sobre la forma de Estado y de gobierno”. Esta era la Alternativa Democrática en la que coincidían todos los grupos de la oposición a finales de 1975 y ese era el contenido de la ruptura: la apertura de un periodo constituyente que culminaría en un referéndum. Es digno de notarse que en esta declaración no se mencionara la exigencia de un gobierno provisional como agente conductor del proceso7. Dirigentes y militantes de organizaciones todavía ilegales comenzaron a actuar y moverse a la luz del día, conquistando un nivel de libertad meses antes inimaginable. En los primeros meses de 1976, las numerosas convocatorias de mítines políticos con participación de democratacristianos, socialistas y, con riesgo de detención, comunistas, mostraban que algo cambiaba en la política española independientemente de la reforma de la legalidad. Las noticias sobre actividades de los partidos, 7 Llamamiento publicado por Mundo Obrero, 4 de noviembre de 1975. denominándolos con su nombre, llenaban páginas de los periódicos y se multiplicaban las iniciativas editoriales que sacaban a la calle folletos dedicados a presentar la historia, la ideología y los programas de las diferentes fuerzas políticas. Esta presencia pública empujó a un mayor acercamiento entre socialistas y comunistas hasta el punto de acordar la disolución de Junta Democrática y de Plataforma de Convergencia y la incorporación de todos sus componentes a Coordinación Democrática, en un encuentro celebrado el 26 de marzo de 1976. En un manifiesto titulado de nuevo “A los pueblos de España”, el nuevo organismo ratificaba la declaración conjunta de noviembre del año anterior y denunciaba como perturbador para la convivencia la política reformista del gobierno; confirmaba su propósito de “ofrecer a la sociedad española una real alternativa de poder capaz de transformar, por la vía pacífica, el Estado actual en un Estado democrático”, exigía una inmediata amnistía, plena libertad sindical y –repitiendo lo reclamado entonces- una "ruptura o alternativa democrática mediante la apertura de un periodo constituyente que conduzca, a través de una consulta popular, basada en el sufragio universal, a una decisión sobre la forma de Estado y de Gobierno". Dos meses después, el 21 de mayo, representantes de Coordinación Democrática se encontraban en Barcelona con miembros del Consell de Forces Politiques de Catalunya y de la Assemblea para mostrar su acuerdo con los “planeamiento y reivindicaciones de la nacionalidad catalana” y más concretamente con el restablecimiento del Estatuto de 1932 y el gobierno provisional de la Generalitat8. Manuel Fraga respondió a la corriente unitaria acusando a los socialistas de resucitar la política de Frente Popular y encarcelando a destacados miembros del PCE, mientras José María de Areilza llamaba al embajador de Alemania para protestar por el incumplimiento por parte del PSOE de su compromiso de no pactar con los comunistas que, según el ministro, había comunicado al Partido Socialdemócrata alemán. De modo que a la vez que se estrellaba contra las barreras levantadas por los inmovilistas, el gobierno acabó por perder cualquier atisbo de apoyo o complicidad de los socialistas: Felipe González no se avenía a desempeñar el papel de Sagasta ante un Fraga disfrazado de Cánovas. Más adelante, sin embargo, el PSOE respondió a la propuesta de “un pacto nacional” entre gobierno y oposición, 8 Declaración de Coordinación Democrática, “A los pueblos de España”, 26 de marzo de 1976, El Socialista, 10 de abril de 1976. presentada por Areilza con harto disgusto del presidente del gobierno, con la fórmula de “ruptura negociada”, una variante de la “ruptura pactada” que Santiago Carrillo había acuñado en Roma y que el PSOE hacía también suya en su respuesta a Areilza. Ruptura negociada que desde la primavera de 1976 significará “apertura de un proceso constituyente con la conquista previa de las libertades políticas”9.

Ni reforma ni ruptura:
De manera que los caminos recorridos por gobierno y oposición en el primer semestre de 1976 habían modificado ya sensiblemente los términos de la pugna entre reforma y ruptura cuando se produjo la forzada dimisión de Carlos Arias el 1 de julio. El nuevo gobierno, presidido por Adolfo Suárez, con Alfonso Osorio en la vicepresidencia segunda, estaba formado por un bloque de ministros procedentes de la camaleónica Asociación Católica Nacional de Propagandistas –los Tácitos- y, en medida menor, del Movimiento Nacional, que compartían cierta afinidad generacional: rondaban los 40 años de edad, carecían de memoria personal de la guerra, habían desempeñado altos cargos en la Administración del Estado o en la burocracia del Movimiento y habían sido cercanos testigos de los obstáculos experimentados por la fórmula reformista en su intento de avanzar evolutivamente a partir de un despliegue de las potencialidades del sistema jurídico-institucional vigente: conocían de cerca el terreno que pisaban y cada una de las trampas en las que podían naufragar. Presumían de reformistas y hasta de demócratas, pero no habían elaborado ningún plan concreto de transición a la democracia; como gobierno, en el momento de su formación, carecían de un proyecto propio, aunque sabían muy bien lo que querían: mantener el control de la transición, cualquiera que fuese el fin que con esta palabra se significara. El gobierno fue recibido con despecho por los reformistas dimisionarios, por Areilza y Fraga principalmente, que rechazaron la posibilidad de incorporarse a él antes de que nadie les hubiera llamado, ofreciendo así a su presidente el mejor regalo imaginable: los caminos de la apertura y de la reforma estaban obturados y empeñarse en desatascarlos sería una pérdida de tiempo. Era menester probar una nueva vía, enunciada en la declaración programática de 16 de julio de 1976 cuando un gobierno 9 Para el pacto nacional propuesto por Areilza en un almuerzo en el Club Siglo XXI, El País, 11 de mayo de 1976 y José María de Areilza, Diario de un ministro de la Monarquía, Barcelona, 1977, pp. 172-173. Respuesta del PSOE: "Pacto nacional y ruptura democrática", El Socialista, 25 mayo 1976 salido en línea directa de la dictadura reconoció por vez primera que la soberanía residía en el pueblo, se comprometió a convocar elecciones generales antes del 30 de junio del año siguiente, proclamó su propósito de “trabajar colegiadamente en la instauración de un sistema político democrático” y habló de lograr una auténtica “reconciliación nacional”, anunciando la promulgación de una amnistía “aplicable a delitos y faltas de motivación política o de opinión tipificados en el Código Penal” que en ningún caso se extendería a quienes hubieran lesionado o puesto en peligro la vida y la integridad física de las personas10. Era, desde luego, otro lenguaje, inmediatamente apreciado por los dirigentes de los diversos grupos de la oposición que el 2 de julio habían firmado un escrito, preparado por el profesor Carlos Ollero, en el que recordaban que desde antes de la muerte del general Franco se había iniciado ya en España un “incontenible proceso de democratización […] Colegios profesionales, asociaciones de vecinos, intelectuales, organizaciones de trabajadores, grupos políticos de todo tipo e incluso jerarquías eclesiásticas no habían dejado de insistir en la necesidad de una nueva forma de convivencia para los españoles basada en los principios democráticos”, un recordatorio en el que los 32 firmantes del escrito se apoyaban para denunciar y rechazar la “reforma constitucional” seguida de referéndum, proyectada por el gobierno dimisionario. Veinte días después, un nuevo escrito apoyado ahora por 46 firmantes, reclamaba que el programa recién presentado por el nuevo gobierno se desarrollara en todos sus aspectos por medio de una negociación del Poder con la fuerzas democráticas, planteando como requisitos previos a la negociación el reconocimiento y la garantía de los derechos y libertades, la absoluta igualdad de oportunidades en el acceso a los medios de comunicación, la posibilidad de que “las fuerzas del mundo del trabajo puedan organizar su sindicalismo libremente”, el reconocimiento de la personalidad de los pueblos que integran el Estado español y, en fin, el compromiso de que el proceso electoral se realizara con la participación de todas las fuerzas políticas a fin de garantizar unas elecciones generales libres y competitivas que permitieran “el tránsito pacífico a la democracia a través de un 10 Texto íntegro de esta “Declaración programática del Gobierno”, ABC, 17 de mayo de 1976. proceso constituyente, conducido por un gobierno ampliamente representativo constituido a este fin. Estos 32, y luego 46, firmantes pertenecían a la oposición de izquierda a la dictadura, encabezada por el PCE y el PSOE, pero también a la muy fragmentada oposición moderada, que incluía una amplísima diversidad partidos y grupos liberales, democratacristianos y socialdemócratas, amén –como decía la nota de prensa- de personalidades independientes; en resumen, no se limitaba a los partidos y grupos integrantes de Coordinación Democrática sino que pretendía abarcar a todo lo que se moviera al margen del poder. De acuerdo en las exigencias previas a cualquier convocatoria electoral, este abigarrado y atomizado universo de la oposición en el que la firma de una “personalidad” contaba tanto como la del representante de un grupo de amigos o la de un partido, lo estaba sobre todo en la convicción de que había llegado el momento de iniciar negociaciones formales con el gobierno para avanzar en el proceso de “tránsito pacífico a la democracia”. Dicho de otro modo: desde julio de 1976, la oposición, crecida en número de grupos y ampliada en sus significaciones políticas, creía llegado el momento de proceder a la ruptura negociada sin plantear como exigencia previa la formación de un gobierno provisional que, convertido ahora en “gobierno ampliamente representativo de la comunidad nacional”, hubiera de conducir el proceso constituyente. A pesar de este generoso ofrecimiento de los 46, las intenciones del gobierno no pasaban por negociar de manera formal con la oposición. Adolfo Suárez habló mucho con todo el mundo, pero no se comprometió a nada con nadie, aunque comenzó a dar pasos en la dirección exigida por la oposición. En efecto, y como primera muestra de su voluntad de ampliar el campo político, recuperó el proyecto de ley de reforma de los artículos del Código penal relativos a los derechos de reunión y asociación, aprobado finalmente por las Cortes el 19 de julio. Aunque entre las causas de ilicitud se incluyera –en clara referencia al PCE- a aquellas asociaciones que “sometidas a un disciplina internacional, se propongan implantar un sistema totalitario”, la reforma del Código permitió al gobierno aprobar por decreto una amplia amnistía, por la que hasta el día antes se habían convocado grandes mítines como el que reunió en la noche del 29 de julio a más de doce mil personas en el Palau 11 Para el “Escrito de los 32”, El País, 3 de julio de 1976. El texto íntegro del “Escrito de los 46” apareció también en El País, 27 de julio 1976. dels Sports, en Barcelona, donde pudo oírse un coro unánime por la libertad, la amnistía y el estatuto de autonomía, sobre canciones de Raimon, Lluch y Montllor difundidas por los altavoces12. “El pueblo empuja, el gobierno no puede soportar más la presión popular y arroja la toalla”, escribirán los autores del Libro blanco sobre las cárceles franquistas: la oposición unida había conseguido un triunfo y dado un paso adelante en la lucha por la democracia. Sólo un paso, pues la amnistía por fin decretada el 30 de julio de 1976, siendo la mejor de las posibles, no era la más amplia de las deseables, como escribió El País. Pacata con los militares demócratas, dejó fuera además los actos que hubieran “puesto en peligro o lesionado la vida o la integridad de las personas”13. De modo que vuelta a empezar, sobre todo en Euskadi, donde se iniciaron huelgas de hambre y encierros en iglesias cuando pasó el 30 de diciembre y la amnistía total, la que iba a cubrir también los crímenes de ETA, se quedó sobre la mesa de un Consejo de Ministros abrumado ante el secuestro por los GRAPO del presidente del Consejo de Estado, Antonio María Oriol. Tan importante como la amnistía que abría un nuevo campo a la oposición fue la retirada de los proyectos de reforma de las tres Leyes fundamentales en las que Fraga se había empeñado con nulo éxito. En su lugar y sobre un borrador preparado por Torcuato Fernández Miranda, el gobierno elaboró un proyecto de ley que, de hecho, no reformaba, ni se lo proponía, ninguna Ley fundamental: un detalle que no escapó a los consejeros nacionales, que solicitaron la inclusión en el proyecto de una disposición derogatoria que determinara con claridad “los preceptos de las Leyes fundamentales vigentes que quedan afectados, derogados o modificados”, por la nueva Ley. Lo que se proponía el gobierno, que hizo oídos sordos a esa recomendación, era atribuir la “reforma constitucional” a unas nuevas Cortes, formadas por un Congreso de diputados y un Senado, elegidos ambos por sufragio universal, excepto un número de senadores de nominación real que no podía exceder la quinta parte del total. El gobierno puso especial empeño en negar que las Cortes así diseñadas fueran constituyentes y en insistir que su cometido no pasaba de un reforma constitucional. En resumen, lo que el proyecto de ley para la reforma reconocía era la imposibilidad de acometer una reforma constitucional cuya discusión y aprobación 12 Patricia Garbancho, “Mitin en el Palau dels Sports. Todos por la amnistía sin exclusiones”, Destino, 5-11 agosto 1976. 13 Real Decreto-ley 10/1976, de 30 de julio, sobre amnistía, BOE, 186, 4 de agosto. recayera sobre las actuales Cortes; si lo que realmente se pretendía era reformar la “Constitución” del régimen había que disolver aquellas Cortes y convocar elecciones, aunque ahora por sufragio universal, es decir, por un sistema que violaba lo establecido en las Leyes fundamentales. De lo que se trataba, como señaló Carlos Ollero en un nuevo escrito era “de implantar un orden político-constitucional que contradice el vigente”. Para eso se requería que la aprobación, a propuesta del gobierno, de un proyecto de ley, no de reforma de la seudoconstitución sino para su reforma, proyecto que una vez pasado el trámite del Consejo Nacional y promulgado por las Cortes, sería ratificado en referéndum: esta fue la sustancia del invento. De manera que los tres elementos del proyecto de reforma política a lo Fraga: iniciativa del gobierno, reforma de tres leyes fundamentales por las Cortes y referéndum, se mantuvo el primero, el referido al agente, y el último, el referéndum, pero se subvirtió el segundo: las Cortes del régimen no reformarían ni esas tres ni cualquiera otra Ley fundamental sino que se limitarían a aprobar una nueva ley que en síntesis consistía en convocar elecciones a otras Cortes para elegir 350 diputados y 204 senadores por sufragio universal, secreto y directo, que procederían, bajo control del gobierno, a la dichosa reforma constitucional. Para asegurar el control del proceso y ofrecer a los procuradores en Cortes y a los consejeros nacionales del Movimiento garantías de que serían recolocados en las nuevas Cámaras, la disposición transitoria primera del Proyecto de ley para la reforma política confería al gobierno el encargo de regular las primeras elecciones que, para el Congreso, se inspirarían en criterios de representación proporcional y, para el Senado, en criterios de escrutinio mayoritario. Como resultado de negociaciones a dos bandas, con la derecha formada en torno a Alianza Popular y la izquierda representada por la Comisión de los Nueve, el proyecto finalmente aprobado establecía mecanismos correctores de la proporcionalidad y porcentajes mínimos por distrito para acceder al Congreso que garantizaban –o eso creían- a los convocantes una holgada mayoría. Un número mínimo de diputados por cada circunscripción provincial se dirigía también a asegurar en las provincias con menos habitantes y más proclives al voto conservador una mayor representación. Una vez elegidas las Cortes, “la iniciativa de reforma constitucional” correspondería, en primer lugar, al gobierno, y luego al Congreso de diputados. Ese era el proyecto para la reforma tal como quedó plasmado en los textos emanados del gobierno que llegaron al pleno de las Cortes sin sufrir más cambios que los “dispositivos correctores” de la proporcionalidad14. La oposición, por su parte, acudió a las invitaciones que el nuevo presidente le dirigía para conversar sobre el futuro. Con Raúl Morodo, del PSP, y con Felipe González, primer secretario del PSOE, pudo el nuevo presidente celebrar en las primeras semanas de su mandato sendas entrevistas de las que quedó, al menos, un grato recuerdo y una fácil comunicación, si no el “enamoramiento mutuo” al que se ha referido en sus memorias –no carentes de segundas intenciones- Alfonso Guerra. Suárez recibía además, por personas interpuestas, alentadoras noticias de Santiago Carrillo, secretario general del PCE, que residía clandestinamente en Madrid desde principios de 1976 y que en junio de ese año había proclamado, junto a Berlinguer y Thorez, en la conferencia paneuropea de partidos comunistas, celebrada en Berlín Este, la independencia política de Moscú y abandonado en la declaración final cualquier referencia al marxismo-leninismo y la dictadura del proletariado. El nuevo terreno de acción política que se abrió con la modificación de los artículos del Código Penal y el decreto de amnistía, fue rápidamente aprovechado por el PSOE para celebrar en diciembre de 1976 su primer Congreso en España, tras largos años de exilio, con asistencia de destacados dirigentes de partidos socialistas europeos. En septiembre, las manifestaciones convocadas por los resurgentes nacionalismos reunieron a cerca de cien mil personas en Sant Boi de Llobregat en la primera celebración autorizada de la Diada catalana y volvieron a producirse graves enfrentamientos con la policía en el País Vasco, en manifestaciones por la amnistía y con motivo del primer aniversario de los fusilamientos del 27 de septiembre de 1975. ETA, mientras tanto, había ampliado a autoridades civiles el blanco de sus atentados: el presidente de la diputación de Guipúzcoa, Juan María Araluce, fue asesinado el 4 de octubre como ya lo había sido el alcalde de Oyarzun en noviembre del año anterior. Sin embargo, en este segundo semestre de 1976, los obstáculos que pudieran venir de la oposición inquietaban menos al gobierno que los que podían surgir de los sectores inmovilistas del régimen, responsables últimos de la caída de Arias. Dos días antes de presentar el proyecto de ley para la reforma en un discurso televisado, Adolfo 14 El Proyecto de Ley para la reforma política fue publicado en el Boletín Oficial de las Cortes de 21 de octubre de 1976. Como Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política apareció en el BOE, 4, de 5 de enero. Suárez explicó el 8 de septiembre sus principales contenidos en una reunión a la que asistieron la totalidad de tenientes generales, almirantes jefes de capitanías regionales, jefes de Estado Mayor, director general de la Guardia Civil y presidente del Consejo de Justicia Militar. En aquella reunión despejó los recelos de los militares asegurando que el proceso electoral quedaría bajo control del gobierno y dando a entender, o afirmando claramente, que el PCE no sería legalizado y no podría concurrir a las elecciones. Poco después, Suárez mostró al ejército que estaba en condiciones de controlar el proceso cesando y enviando a la reserva al vicepresidente del gobierno, el general Fernando de Santiago -hostil al reconocimiento de la libertad de sindicación con la consiguiente disolución de la Organización Nacional de Sindicatos, de inspiración fascista- y al ex director general de la guardia civil, Carlos Iniesta, que se había solidarizado públicamente con él. El general Manuel Gutiérrez Mellado asumió desde ese momento la vicepresidencia para asuntos de Defensa. Mientras Suárez dirigía sus esfuerzos a convencer, con una mezcla de promesas y amenazas, a los procuradores en Cortes de la bondad de sus planes y de la venturosa carrera política que les esperaba si votaban a favor de su proyecto de ley, Coordinación Democrática pactaba el 23 de octubre con Assemblea de Catalunya y con varios organismos unitarios de Valencia, Galicia, Baleares y Canarias, además de otros grupos menores de tendencia liberal y socialdemócrata, la constitución de un único organismo de oposición que pasó a denominarse Plataforma de Organismos Democráticos. En su primera declaración, la nueva Plataforma reiteraba la disposición a negociar con el gobierno siempre que en el previsto referéndum se preguntara sobre la convocatoria a Cortes Constituyentes y se legalizaran previamente todos los partidos políticos, se decretara una nueva y más amplia amnistía, se repusieran los estatutos de autonomía y se disolvieran las instituciones de la dictadura. La Plataforma desechó la idea de un gobierno provisional aunque reiteró la demanda de un gobierno de amplio consenso democrático. Al mismo tiempo, la oposición convocó una huelga general para el 12 de noviembre, en la que participó un millón de trabajadores, insuficiente para derrocar al gobierno. Cuatro días después de la huelga, comenzaba en las Cortes la discusión del proyecto de Ley para la Reforma Política. El gobierno confirmó su primera propuesta de elección proporcional y de distritos provinciales con un mínimo de diputados para el Congreso y, para el Senado, un número igual de escaños por provincia, lo que alentaba la expectativa de un amplio triunfo para la derecha en las anunciadas elecciones generales. Con la promesa de futuros escaños y no pocas amenazas, el gobierno obtuvo en las Cortes un éxito clamoroso: de los 531 procuradores, 425 votaron a favor de un proyecto de ley que implicaba la desaparición de las Cortes orgánicas y, por tanto, no la reforma sino la derogación pura y simple de la Ley de Cortes; sólo 59 votaron en contra, 13 se abstuvieron y otros 34 no se presentaron a la votación. Fue un resultado que permitió al gobierno romper la estrategia de la oposición, sin pactar con ella, al asumir como tarea propia el objetivo que la misma oposición asignaba al llamado gobierno de amplio consenso democrático: de una sola tacada, el camino había quedado completamente despejado para convocar elecciones generales. Con la seguridad del triunfo, el gobierno pudo presidir sin sobresaltos el referéndum de 15 de diciembre para ratificar la Ley para la Reforma Política. Los inmovilistas irredentos hicieron propaganda en contra con el eslogan de que Franco habría votado "no". En la Plataforma de Organismos Democráticos no hubo acuerdo: mientras la izquierda pregonaba la abstención sin levantar demasiado la voz, los democratacristianos, liberales y socialdemócratas se inclinaban por dejar libertad de voto a sus simpatizantes. Al final, sólo se abstuvo el 22,3% del censo electoral, el sí alcanzó el 94,2% de los votos y hacia el no se inclinó el 2,6%. Sólo la baja participación de votantes en el País Vasco, 54%, anunciaba posibles dificultades para el futuro, pero por lo demás el referéndum constituyó un claro respaldo popular a la política seguida por el segundo gobierno de la monarquía, presidido por Adolfo Suárez.

Camino de las urnas:
Este singular triunfo reforzó su posición y aceleró sus planes de demolición de las instituciones del régimen. La Organización Sindical ya había sido disuelta y sus funcionarios se habían visto el 8 de octubre de 1976 reabsorbidos en una llamada Administración Institucional de Servicios Socio-Profesionales, nombre imposible para un organismo efímero. El primer consejo de ministros de 1977 decretó la supresión de la Jurisdicción de Orden Público y el ominoso Tribunal de mismo nombre. Tres meses después, el 1 de abril –tradicional fiesta de la Victoria- el gobierno se autoconcedió por medio de un decreto ley la facultad de proceder a la supresión de los organismos del Movimiento que tuvieran atribuidas funciones o actividades de carácter político: su burocracia, cercana a 30.000 efectivos entre funcionarios sindicales y burócratas del Movimiento, quedaría repartida por distintas dependencias de la Administración del Estado. Mientras tanto, el gobierno abría, por vez primera, conversaciones formales con las fuerzas de la oposición, reunidas en la Plataforma de Organismos Democráticos y representadas por una Comisión Negociadora formada por nueve miembros -a los que se sumaba en ocasiones una representación sindical, convirtiéndola en Comisión de los Diez- que designó a cuatro de ellos, Anton Canyellas, Felipe González, Julio Jáuregui y Joaquín Satrústegui para mantener conversaciones con el presidente, por vez primera de forma oficial el 11 de enero de 1977, sobre legalización de partidos, estatutos de autonomía y normas electorales, entre otros asuntos pendientes. Adolfo Suárez culminaba así la primera fase de una transición legal –si legal es lo que se realiza por medios legales, aun en el caso de que su uso esté dirigido a destruir esa legalidad- de la dictadura a la democracia, con la neutralización de la capacidad de bloqueo de sus adversarios, el desplazamiento de legitimidad hacia la Corona y el gobierno, la derogación de hecho de las Leyes Fundamentales, la disolución de las instituciones políticas y judiciales de la dictadura y la paulatina incorporación de la oposición a un proceso negociador. El momento político al comenzar 1977 se caracterizaba, pues, por un claro retroceso de los sectores inmovilistas, el abandono de la reforma, la consolidación del gobierno y un avance de la oposición que, tras una momentánea detención de Santiago Carrillo, actuaba ya a cara descubierta y pasaba de la presión en la calle a la mesa de negociación. Sin embargo, las reglas que regirían el nuevo sistema político estaban todavía en discusión: como observó Santiago Carrillo, la diferencia entre lo legal y lo ilegal no estaba nada clara. Las fuerzas de orden público seguían actuando con su característica brutalidad y los tribunales militares seguían instruyendo sumarios relacionados con alteraciones del orden público. En estas circunstancias, los grupos de la extrema derecha que se quedaban fuera del sistema en gestación decidieron golpear con objeto de extender un clima de pánico que bloqueara todo el proceso. La provocación comenzó en Madrid, en la Gran Vía, con el asesinato -un tiro en la espalda- de un joven en una manifestación pro-amnistía. Los autores estaban vinculados a una de las organizaciones con más arraigo en la extrema derecha, Fuerza Nueva, matriz de diversos grupos terroristas y, especialmente, de los Guerrilleros de Cristo Rey. Al día siguiente, en una manifestación de protesta por ese asesinato, un bote de humo lanzado por la policía acabó con la vida de una joven estudiante. Poco después, terroristas con la misma adscripción y relacionados con la extinta Organización Sindical reprodujeron la brutal imagen de la guerra civil llevando contra la pared a ocho abogados y un conserje de un despacho laboralista vinculado a Comisiones Obreras y al Partido Comunista. Cinco de ellos murieron a consecuencia del fusilamiento y otros cuatro quedaron gravísimamente heridos. El atentado levantó una oleada de solidaridad con el Partido Comunista que dio, por su parte, pruebas de disciplina y contención al encauzar pacífica y ordenadamente a la multitud congregada en la calle para asistir al entierro de los abogados asesinados. Era la primera manifestación multitudinaria presidida por banderas rojas y saludada con puños en alto, pero acompañada en silencio y en un clima de profunda tristeza. Decenas de miles de personas salieron aquella tarde a la calle, poniendo de manifiesto la voluntad no ya de seguir adelante con el proceso de transición sino de acelerarlo legitimando a todos los que en él participaban. La opinión pública sufrió un vuelco espectacular: si en octubre de 1976, sólo se declaraban a favor de la legalización del PCE un 25% de españoles, mientras el 35% se manifestaba en contra, en abril de 1977 el 55% se declaraba a favor quedando solo un 12% que lo hiciera en contra. Además de legitimar al PC y abrirle la puerta de la legalidad, aquel crimen acabó por paralizar a quienes se pretendía provocar: el ejército no se movió y el gobierno no decretó el estado de excepción. Esta consecuencia del atentado la debieron de comprender los Grupos Revolucionarios Antifascistas Primero de Octubre, los GRAPO, que, como los Guerrilleros, eran grupos armados procedentes de formaciones políticas, en este caso de un llamado Partido Comunista de España (Reconstituido). Como los Guerrilleros, también ellos pretendían paralizar el proceso y, como ellos, no veían otro modo de conseguir su objetivo que provocar a las fuerzas armadas: si lograban que el ejército interviniera y revelaban la naturaleza represora del régimen, tal vez el pueblo se levantaría. Aparte del odio que sentían hacia la policía y la guardia civil por los brutales métodos represivos utilizados en zonas que atravesaban profundas crisis industriales, como Cádiz, Vigo y Bilbao, de donde procedían muchos de ellos, la elaboración ideológica que les condujo al atentado indiscriminado, con la elección de víctimas al azar, era un amasijo de leninismo, maoismo y tercermundismo, útil para justificar como paso adelante en la revolución el asesinato de cualquier policía que tropezaran en su camino. Pero de la misma manera que la matanza de la calle de Atocha empujó al gobierno por el camino de la negociación y de la aceptación de la legitimidad de todos sus interlocutores, el secuestro del presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar y los asesinatos de los policías que cerraron aquella semana de terror impulsaron a los partidos de izquierda a un rápido acuerdo con el gobierno sobre las cuestiones pendientes ante la consulta electoral. Fue la reacción popular a los asesinatos de esa semana de enero, la decisión tomada por miles de personas de no ceder al miedo y salir a la calle para acompañar a los muertos, la ratificación del compromiso democrático por los medios de comunicación, la conducta seguida por los dirigentes del Partido Comunista, las llamadas a impedir una provocación que se saldara con un golpe de fuerza, como advertía el Secretariado de Comisiones Obreras, la calma y autocontrol del gobierno -que de todas formas acabó por suspender la inviolabilidad de domicilio y el habeas corpus para casos de terrorismo- lo que impidió que esa confluencia de terroristas de extrema derecha y de extrema izquierda alcanzara su objetivo: no volvió a militarizarse el orden público ni la oposición democrática retornó a sus cuarteles de invierno. Por el contrario, el gobierno revisó por decreto de 8 de febrero la Ley sobre derecho de Asociación Política en los términos pedidos por la oposición, especialmente por el PSOE, que se negaba a tomar parte en las elecciones si la Ley no era reformada en el sentido de que para legalizar un partido fuera suficiente con presentar la solicitud de inscripción15. El 14 de marzo, y manteniendo todavía su negativa a la concesión de una amnistía total, el gobierno aprobaba otros dos decretos destinados a facilitar la participación en las elecciones, uno de medidas de gracia que ampliaba los supuestos de amnistía suprimiendo el inciso “puesto en peligro” que figuraba en el decreto de 30 de julio, y otro de indulto general16. El 18 de marzo se publicaba el decreto-ley sobre normas electorales y el 9 de abril Suárez tomó la audaz decisión de legalizar al PCE que, por su parte, ya había organizado en los primeros días de marzo una cumbre de dirigentes eurocomunistas en Madrid y había rechazado la sugerencia del gobierno en el sentido de presentarse a las elecciones bajo otro nombre. En fin, el 13 de abril, España ratificó el Pacto 15 Real Decreto-ley 125/1977 de 8 de febrero, sobre el derecho de Asociación política, BOE, 34, de 10 de febrero. 16 Real Decreto-ley 19/1977, de 14 de marzo, sobre medidas de gracia, y Real Decreto-ley 388/1977, de 14 de marzo, sobre indulto general, BOE, 65, de 17 de marzo, y 66, de 18 de marzo. Internacional de Derechos Civiles y Políticos que había firmado en Nueva York el 28 de septiembre del año anterior. La reacciones a la legalización del PCE no se hicieron esperar: impulsivo y fuera de control, Manuel Fraga la calificó de golpe de Estado, juicio que enseguida hubo de rectificar; más fríamente, el almirante Pita da Veiga, ministro de Marina, dimitió sin que fuera posible sustituirle por ningún otro de su mismo rango en activo; tras momentos de vacilación, el Consejo Superior del Ejército expresó su acatamiento "en consideración de los intereses nacionales de orden superior", aunque no se guardó de manifestar su opinión contraria. La legalización del PCE fue la primera decisión política de envergadura tomada en España desde la guerra civil contra el parecer el Ejército. Fue, por eso, una decisión crítica, un punto de inflexión en la legitimación de todo el proceso: a partir de ese momento, decenas de partidos se dispusieron también a presentar sus ofertas electorales. El localismo más extremo y las más nimias diferencias ideológicas o personales eran suficientes para que de cada corriente política surgiera un buen número de organizaciones formadas en torno a líderes cuyo ámbito de influencia no pasaba de familiares y amigos. Desde la extrema izquierda a la extrema derecha, se contaban decenas de grupos: hasta mayo de 1977 habían solicitado su inscripción en el registro 111 partidos, de los que 78 quedaron legalizados, con la torpe y ridícula exclusión de los que se denominaran republicanos. La ola siguió creciendo hasta marzo de 1979, cuando pudieron contabilizarse más de 300. Como, al mismo tiempo, la gente no mostró ninguna prisa por engrosar las filas de los partidos, el número de afiliados no llegaba a 200 en la mayoría de los casos. No habrían de pasar más de unas cuantas semanas para que todos los temores expresados por analistas, que a la vista de esta “sopa de letras” predecían un caos en el sistema de partidos, quedaran barridos por el resultado de las elecciones. Celebradas el 15 de junio de 1977, con una participación cercana al 79% del censo electoral, la coalición electoral de grupos y partidos bautizada como Unión de Centro Democrático, formada por iniciativa y bajo el control del gobierno, quedó, con su 34,0% de votantes y sus 165 escaños lejos de la mayoría absoluta. El PSOE, que había integrado en sus filas a varios grupos socialistas regionales, obtuvo 118 escaños y se erigió en principal partido de la izquierda y de la oposición, mientras Alianza Popular, que reunía a la vieja clase política del franquismo, no consiguió más que 16 diputados, cuatro menos que el PCE, que había realizado una campaña recalcando su nueva identidad eurocomunista. El PNV y el Pacte Democrátic per Catalunya (una coalición de Convergència Democràtica y Partit Socialista-Reagrupement) aportaban 8 y 11 diputados respectivamente mientras la gran mayoría de pequeños partidos y grupos políticos desaparecía para siempre del horizonte. En total, 12 partidos o coaliciones políticas obtuvieron alguno de los 350 escaños en disputa: 283 fueron para los dos partidos principales de ámbito estatal y 25 se repartieron los partidos de ámbito no estatal, con un abrumador predominio de la zona central en la distribución de voto según la escala ideológica izquierda/derecha.

Hora de pactar:
Al formar su primer gobierno tras las elecciones, Suárez buscó un equilibrio entre los diversos grupos que formaban la coalición centrista, desde los Tácitos a los procedentes del Movimiento pasando por liberales y socialdemócratas. Una cosa estaba clara desde el principio: la ausencia de una mayoría absoluta impedía, si alguna vez se lo había propuesto, emprender aquella ilusoria “reforma constitucional” cuya iniciativa la Ley para la Reforma Política atribuía al gobierno y al Congreso que salieran de las elecciones. El nuevo equipo se veía obligado a gobernar buscando acuerdos con los grupos de oposición, que para nada pensaban en reformar unas Leyes fundamentales, derogadas en la práctica tras el referéndum de diciembre de 1976 y arrojadas al basurero de la historia tras las elecciones generales de junio de 1977. Nadie discutió que, como resultado de las elecciones, se abría por fin un proceso constituyente, o sea, el elemento clave de lo que se había llamado ruptura democrática. Los líderes de las diferentes minorías parlamentarías tuvieron ocasión de exponer sus programas y objetivos en el primer debate celebrado a finales de julio de 1977, en el que salieron a relucir todas las cuestiones pendientes, las relativas al pasado como las planteadas para el futuro. Ampliar la amnistía, superar los residuos de la guerra civil, hacer frente a la crisis económica, elaborar una Constitución con la participación de todos los grupos de la Cámara, reconocer la personalidad de las regiones y nacionalidades, restablecer los derechos históricos de Euskadi, fueron algunos de los propósitos enunciados por Felipe González, Santiago Carrillo, Jordi Pujol y Xavier Arzalluz cuando, en nombre de sus respectivos grupos tomaron la palabra en las sesiones inaugurales de lo que en un primer momento se llamó primera legislatura de la Monarquía, y luego, definitivamente, legislatura constituyente. De esos propósitos, el inmediatamente debatido fue un proyecto de Ley de Amnistía presentado por los grupos centrista, socialista, comunista, minorías vasca y catalana, mixto y socialistas de Cataluña. Vieja reivindicación de la oposición, la de amnistía había adquirido desde principios de 1977 un nuevo significado. Hasta entonces, al exigir la libertad de los presos políticos y el retorno de los exiliados nadie planteaba, como contrapartida, una medida similar para quienes, como funcionarios de la dictadura, hubieran participado en la violenta represión de los “delitos” de asociación o de reunión. Camino ya de las primeras elecciones generales, amnistía total comenzó a identificarse con fin de la guerra civil y de la dictadura. Y, en consecuencia, adquirió un nuevo contenido: había que amnistiar el pasado de todos para construir –como dirá Arzalluz- “un nuevo país en el que todos podamos vivir”. Así se planteó por primera vez en la reunión que mantuvo Suárez con los delegados de la Comisión de los Nueve el 11 de enero de 1977. El gobierno, que hubiera aceptado de buen grado “un gran acto solemne que perdonara y olvidara todos los crímenes y barbaridades cometidos por los dos bandos de la guerra civil, antes de ella, en ella y después de ella hasta nuestros días”, como propuso en esa reunión el representante del PNV, Julio Jáuregui, no se sintió con fuerzas para decretarla17. Prefirió tomar el camino de las medidas de gracia y recurrir a la anacrónica figura del extrañamiento para sacar de la cárcel a un buen puñado de presos de ETA, entre otros a los condenados en el consejo de guerra de Burgos, mientras la amnistía total quedaba pendiente para después de las elecciones. Y así fue. El primer día que entraron en el Congreso, los diputados del PNV presentaron una proposición de ley de “amnistía general aplicable a todos los delitos de intencionalidad política, sea cual fuere su naturaleza, cometidos con anterioridad al día 15 de junio de 1977”. ETA había puesto a prueba al gobierno, asesinando a Javier de Ybarra, secuestrado días antes de las elecciones. A pesar de ello, la propuesta del PNV fue apoyada por el resto de los grupos de oposición, a los que se sumó UCD, de modo que el proyecto de ley, además de cubrir los delitos de intencionalidad política, cualquiera que hubiese sido su resultado, es decir, aunque su resultado hubiera sido lesiones o muertes, incluyó también a las autoridades, funcionarios y agentes de orden público que hubieran cometido delitos contra el ejercicio de los derechos de las personas18. 17 Julio de Jáuregui, “La amnistía y la violencia”, El País, 18 de mayo de 1977. 18 Ley 46/1977, de 15 de octubre de 1977, de Amnistía, BOE, 248, 17 de octubre. Hubo más, pero lo fundamental, en el ánimo de los proponentes y del gobierno, consistió en simbolizar el comienzo de una nueva era de concordia dejando las cárceles vacías de presos por actos de intencionalidad política, aunque su resultado hubiera sido de muerte. Para legitimar esta primera ley de las nuevas Cortes se habló de la guerra civil, de la dictadura, de las torturas y sufrimientos padecidos, se trajo el pasado al presente, pero con la intención de darlo por clausurado y cerrar una larga etapa de la historia: "¿cómo podíamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?", se preguntó el líder de Comisiones Obreras, Marcelino Camacho. Y Xavier Arzalluz resaltó el papel del pueblo vasco en la lucha por la amnistía y recordó, aunque fuera “por última vez” que en aquel hemiciclo se reunían “personas que hemos militado en campos diferentes, que hasta nos hemos odiado y hemos luchado unos contra otros”. Pero si lo recalcaba era para afirmar a continuación que no cabía “aducir hechos de sangre, porque hechos de sangre ha habido por ambas partes, también por el poder. No cabe hablar de terrorismo porque terrorismo ha habido por ambas partes, puesto que si terrorismo es imposición de una política por el terror, lo ha habido también por el poder. Olvidemos, pues, todo”19. Después de recordarlo, había que echar todo ese pasado al olvido para posibilitar la reconciliación sobre la que se comenzaba a construir un nuevo Estado: tal fue la sustancia de aquel debate que culminó con la Ley de Amnistía, que no equiparó a quienes habían luchado, sin recurrir a la violencia, desde las oposición contra la dictadura con quienes les había perseguido y torturado; si algo equiparó fue a los presos, procesados o condenados por delitos contra la integridad y la vida de las personas –es decir, por delitos de terrorismo- con los funcionarios públicos culpables de delitos contra el ejercicio de los derechos de las personas; presos de ETA y de varios grupos terroristas con funcionarios de policía. En ese nuevo clima político y moral resultó relativamente fácil inaugurar una original etapa de acuerdos entre los partidos sobre las cuestiones pendientes. Lo primero, pues no admitía demora, fue negociar un pacto social para salir de la crisis económica. Desde 1976 las horas de trabajo perdidas por huelgas pasaban de cien millones, la inflación no dejaba de crecer ni el paro de subir hasta alcanzar magnitudes de dos dígitos. El gobierno estaba demasiado inmerso en los problemas 19 Debate sobre la proposición de Ley de Amnistía, Diario de Sesiones del Congreso de Diputados, 14 de octubre de 1977, pp. 960-961 para la intervención de Marcelino Camacho y 978-980 para la de Xavier Arzalluz. políticos como para conceder prioridad a los económicos: siguió una política de concesiones y contemporización cuyo resultado fue el empeoramiento de la situación en términos de inflación, paro, déficit de la balanza de pagos y nivel de reservas, sin que por ello descendiera el número de conflictos. Fue en esos momentos cuando el vicepresidente para Asuntos Económicos, Enrique Fuentes, propuso un amplio pacto social cuya sustancia consistía en controlar los aumentos salariales en niveles inferiores a la inflación prevista. A cambio, el gobierno se comprometía a impulsar medidas de carácter redistributivo, como una reforma fiscal y mejoras sociales. Aceptados por la oposición y firmados en septiembre, los pactos de la Moncloa no pusieron término y ni siquiera iniciaron el declive de la movilización obrera en alza desde los primeros meses de 1976. Mas bien sucedió lo contrario, y no porque los sindicatos combatieran unos pactos suscritos por los partidos, sino porque a pesar de aceptarlos y de ser conscientes de la importancia de la democracia, carecían de recursos para oponerse al movimiento de huelgas y no podían aparecer, cuando reclamaban por primera vez el voto para elegir representantes, como meras correas de transmisión de las consignas de los partidos. El hecho fue que las huelgas no alcanzaron su punto culminante hasta 1979, cuando llegaron a sumar más de 5,7 millones de huelguistas y 171 millones de horas de trabajo, y que sólo a partir de entonces comenzaron a descender gracias a la nueva política de concertación iniciada con el Acuerdo Marco Interconfederal firmado en julio de 1979 por UGT y la recién creada CEOE. Más laborioso que el pacto social resultó encontrar un cauce por donde pudieran discurrir las reivindicaciones a una plena autonomía que, además de formar parte de los programas nacionalistas, había sido reclamada por el PSOE y el PCE con resoluciones en las que se reconocía el "inalienable derecho de los pueblos a decidir libremente su destino". La lógica inherente a estas declaraciones era la de constituir un estado federal, expresamente afirmado en el Manifiesto-Programa del PCE de septiembre de 1975 y en el congreso del PSOE de diciembre de 1976. De acuerdo con esos supuestos, la Plataforma de Organismos Democráticos había incluido el derecho a la autonomía y la exigencia de restaurar las instituciones autonómicas en las demandas presentadas al gobierno durante el periodo preelectoral. Las manifestaciones por la autonomía habían sido particularmente masivas en Cataluña, donde la Assemblea de Catalunya y el Consell de Forces Politiques de Catalunya habían aglutinado a la oposición nacionalista y de izquierda. El gobierno encaró la cuestión por medio de negociaciones directas con los titulares de las instituciones autonómicas alumbradas en los años treinta, los presidentes de la Generalitat y del gobierno vasco, Josep Tarradellas y José M. Leizaola, ambos en el exilio. Después de las elecciones, Tarradellas rechazó cualquier compromiso que no entrañara el reconocimiento expreso de la legitimidad de la institución que presidía y su restablecimiento, aunque fuera provisional y no reflejara el resultado de las elecciones. El 29 de septiembre de 1977, por decreto ley, quedó provisionalmente restablecida la Generalitat, sin atribuciones específicas y con órganos de gobierno cuya composición quedaba a la decisión del presidente que, a su vez, era nombrado por real decreto a propuesta del presidente del gobierno. Tarradellas pudo volver a Barcelona y recibir la aclamación de los catalanes por la restauración de una autonomía que no pocos parlamentarios consideraron una traición a los objetivos fijados desde principios de 1976. Adolfo Suárez pretendió reproducir en Euskadi esta política de negociación y mutuas concesiones, pero Leizaola prefirió que la asamblea de parlamentarios vascos negociara el restablecimiento de la autonomía con el ministro para las Regiones, Manuel Clavero, partidario de una rápida generalización de los acuerdos preautonómicos. Los puntos más difíciles de la negociación fueron la aspiración a la inmediata constitución de las juntas generales, con anterioridad a las elecciones locales; el restablecimiento de los conciertos económicos para Guipúzcoa y Navarra y la incorporación de Navarra al País Vasco. El acuerdo final consistió en el compromiso de incorporar los conciertos económicos al Estatuto, después de elaborada la Constitución, esperar a las elecciones municipales para formar las juntas y crear un mecanismo que permitiera, si lo deseaba, la futura incorporación de Navarra al País Vasco. En diciembre de 1977 culminó la operación con el establecimiento de un Consejo General Vasco bajo la presidencia del socialista Ramón Rubial. El restablecimiento de la Generalitat y del Consejo Vasco despertó en otras regiones movimientos en favor de la autonomía que el gobierno intentó canalizar procediendo a la constitución de órganos preautonómicos. De marzo a septiembre de 1978 se publicaron varios reales decretos-leyes que establecían para Galicia, Aragón, País Valenciano, Canarias, Andalucía, Extremadura, Castilla y León y Castilla-La Mancha, Juntas o Consejos Generales que habrían de dirigir el proceso hasta la consecución de sus respectivas autonomías. Al no existir un plan de organización final del Estado, se produjeron notables vacilaciones a la hora de definir los límites territoriales de algunas de estas autonomías y la relación que con ellas pudieran establecer territorios uniprovinciales, como Cantabria, Navarra, Murcia o La Rioja. La forma puramente pragmática de atender las demandas autonómicas de todas las regiones dejó pendiente para después de la Constitución un cúmulo de problemas que acabarían por empañar el éxito obtenido por el gobierno en sus tratos con los nacionalismos históricos. Pues lo que estaba en discusión con estos procesos era si la constitución final del Estado quedaría bajo la lógica federal o si las autonomías catalana y vasca -y tal vez gallega- recibirían un tratamiento especial. Mientras se desarrollaba este proceso preautonómico, una comisión del Congreso elaboraba un proyecto de Constitución. El gobierno había pretendido presentar en poco tiempo y bajo su exclusiva responsabilidad e iniciativa un proyecto breve, elaborado por expertos de UCD y del ministerio de Justicia o por una comisión de expertos en derecho constitucional. La rotunda negativa de las oposiciones socialista y comunista, que deseaban constitucionalizar el mayor número posible de derechos y libertades, obligó al gobierno a renunciar a su primera intención y acceder a la propuesta de que fuera la misma Cámara la encargada de elaborar el proyecto: una vez constituidas las Cortes, y antes de haberse dotado de reglamento, se creó una Comisión de Asuntos Constitucionales, formada por 36 miembros -17 representantes de UCD, 13 del PSOE, dos del PCE y de AP y uno de CDC y PNV-, de la que se nombró una ponencia de siete miembros sobre los que recayó la tarea de elaborar un anteproyecto de Constitución En el texto finalmente aprobado, basado en los principios de igualdad, libertad y pluralismo político, el Estado se define como democrático y social de derecho, se organiza como monarquía parlamentaria y "reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones" dentro de "la indivisible unidad de la patria". La Constitución no reconoce religión oficial alguna, pero menciona expresamente a la Iglesia Católica; la primera referencia a las fuerzas armadas, a las que se asigna la misión de "garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional", se encuentra en el Título Preliminar que, en contrapartida, constitucionaliza también la existencia de partidos políticos, sindicatos y agrupaciones patronales. En la larga relación de derechos y deberes que ocupa el Título Primero se abre la vía al divorcio y se constitucionaliza el derecho de huelga, aunque no el de objeción de conciencia. El Estado debe promover el bienestar en un orden de economía mixta y reconocimiento de la propiedad privada y del mercado libre, aunque con un sector público y con la intervención por medio de la planificación económica y hasta de la incautación de la propiedad en caso necesario. En fin, la Constitución limita los poderes de la Corona, consagra el bicameralismo con criterios de representación proporcional para el Congreso, mientras opta para el Senado por el sistema mayoritario y por una representación igual por provincia y, en su título VIII, pone en marcha un proceso abierto, quizá demasiado abierto, de transformación del Estado unitario y centralizado en un nuevo Estado de autonomías. El texto constitucional, con sus cuestiones abiertas y sus ambigüedades, obtuvo una amplísima mayoría en la votación de las Cortes y un generalizado consenso social -del que se excluyó el PNV por no ver expresamente reconocidos los “derechos históricos” de Euskadi-, en el referéndum celebrado el 6 de diciembre de 1978. En todo caso, disolución de las instituciones de la dictadura, recuperación de las libertades democráticas, formación de un nuevo sistema de partidos, pactos de La Moncloa, Ley de Amnistía, Constitución y, muy pronto, Ayuntamientos democráticos y Estatutos de Autonomía, constituyen la parte sustancial del legado de aquellos años de transición de dictadura a democracia. No fueron años de silencio ni de olvido, de pasividad ni de dejación; fueron por el contrario años de movilización en la calle y de negociación en los despachos; años de recordar el pasado con la vista puesta en el futuro; años que no fueron de reforma ni de ruptura, sino de transición de una dictadura a una democracia por medio de la lucha, el aprendizaje y el pacto. Como siempre ocurre, el futuro de lo entonces construido habría de depender de la administración que se hiciera de tal herencia. Pero esa es ya otra historia. (Santos Juliá)


Equidistancia:
Fue un caso particularmente inicuo de perversión del lenguaje. Ocurrió en noviembre de 1978. ETA había subido dos meses antes varios peldaños en la escalada de terror iniciada tras la promulgación de la Ley de amnistía por el primer Parlamento elegido tras 40 años de dictadura. El horror que provocó aquella serie de asesinatos a mansalva movió a los obispos titular y auxiliar de San Sebastián, Jacinto Argaya y José María Setién, junto al administrador apostólico de Bilbao, Juan María Uriarte, con la colaboración del consejo de vicarios de la diócesis de Vizcaya, a publicar una carta pastoral en la que, tras una defensa genérica de “la vida del hombre”, contemplaban al pueblo vasco luchando, entre la esperanza y la frustración, por conseguir las fórmulas jurídico constitucionales que le permitieran “sobrevivir como tal pueblo”. No podía faltar la manifestación de un “profundo dolor por la sangre que se está derramando”, pero lo que golpea a cualquier lector de la pastoral es que, tras tanto dolor, mostraran los obispos su “sincero amor cristiano a los que matan y a los que son muertos”. Fue inicua, pero no insólita, esta equiparación de asesinos y asesinados en la igualdad del amor. Ellos, los que matan, eran ETA, una voz que será imposible encontrar en ninguno de los documentos emanados de la Conferencia episcopal española, o de cualquiera de sus portavoces, durante todos estos años de plomo hasta que aparezca mecionada por vez primera al término de la asamblea plenaria celebrada en abril de 1994, cuando ETA había acumulado ya varios centenares de muertos en su estrategia de terror. Pero esta golondrina no hizo verano: la conferencia episcopal se dio maña para condenar la “pérdida de la vida” de Francisco Tomás y Valiente (febrero de 1996), Miguel Ángel Blanco (julio de 1997) o Alberto Jiménez Becerril y su esposa Ascensión García Ortiz (enero de 1998), reiterando siempre su exquisito cuidado de no mencionar a ETA, una costumbre solo abandonada desde el año 2000 y que el prologuista de La Iglesia frente al terrorismo de ETA justifica con el farisaico argumento de que la Iglesia “no es nominalista en sus formulaciones” y sus condenas no responden al “efectivismo (sic) de un nombre”. Risible, si no fuera trágico. No fue solo la conferencia episcopal la que rechazó señalar por su nombre a los asesinos. Parecida autocensura atenazó también a intelectuales, periodistas, artistas y demás personajes públicos cuando hablaban de violencia donde correspondía decir terror. Lo que importaba a los creadores de opinión durante los años de la transición a la democracia era entender, como pedía José Luis Aranguren en su comentario crítico a la amnistía decretada por el gobierno de Suárez en julio de 1976, “qué es lo que ha pasado con estos jóvenes; qué pasa, qué pasaba con estos muchachos”. Y lo que pasaba era que “estos chicos han estado, están aún en guerra abierta con el régimen”. Y en la guerra, como todo el mundo sabe, “se mata a cualquiera del bando contrario”. ¿La medicina para que esto dejara de ocurrir?: una amnistía total que, al coincidir con el ingreso real en la democracia, equivaldría a “una declaración de paz”. Los chicos mataban, pues, para obligar al Estado a pagar una deuda histórica que solo se saldaría con la amnistía total. Fue tan elevado el clamor, salió tanta gente a la calle, se pusieron en marcha tantas campañas, “Volved, volved, muchachos a casa”, que cuando pasó el día de año nuevo de 1977 y la amnistía total quedó en el cajón de la mesa del presidente, las manifestaciones arreciaron hasta que el primer Parlamento de la democracia promulgó, el 15 de octubre, la tan ansiada amnistía general. Hoy denigrada, aquella amnistía fue promulgada no porque ETA hubiera dejado de matar –el más reciente asesinato fue cometido el día 8 del mismo mes-, sino porque todos, desde el PNV a UCD, pasando por el PCE y el PSOE, estaban convencidos de que la amnistía “de todos para todos”, como dijo Arzalluz, era el fin de una guerra y los muchachos podrían, como hijos pródigos, retornar a la casa paterna. La amnistía se promulgó pero los muchachos, en lugar de volver a casa, marcharon a Francia, celebrados como héroes que habían ofrecido sus vidas en la guerra contra el Estado español infligiéndole una primera y gran derrota: la amnistía total, que se convirtió de inmediato en acicate para desencadenar el asalto final. Si en 1977, año de la amnistía, ETA asesinó a 11 personas, en 1978 la cuenta de asesinados subió a 68, que fueron 80 en 1979, año del Estatuto, y alcanzaron la cima de 98 en 1980 (Vidas Rotas, p. 1210). Los muchachos seguían matando y los historiadores, sociólogos, politólogos y ensayistas convocados por el Consejo General Vasco en enero de 1979 publicaron una “Declaración sobre la violencia” en la que se emplearon a fondo para dilucidar las raíces históricas de este fenómeno, atribuyéndolo, entre otra razones de similar índole, a la crisis de identidad cultural que sufría el pueblo vasco y a la adopción por la juventud vasca de planteamientos tercermundistas. A ninguno se le ocurrió mencionar a ETA en la declaración ni señalar como verdadera y determinante “raíz” de esta escalada de terror, eufemísticamente llamada “violencia”, la decisión libremente adoptada por los jefes de una organización con nombre propio de recurrir al asesinato como instrumento para la consecución de fines políticos. Otegi conoce bien toda esta historia: de ella procede el lenguaje perverso con el que se abordó, durante el primer gobierno de Zapatero, el llamado “proceso de paz” en el que él mismo desempeñó un papel destacado. Sin duda, Otegi habría deseado que “el conflicto” se hubiera cerrado con una solemne declaración de paz por la que dos campos en guerra reconocieran públicamente la parte de razón y legitimidad que correspondía al enemigo. Las cosas no sucedieron así, pero tal vez rebobinando la historia hasta el momento de la voladura del aparcamiento de la terminal 4 de Barajas, se podrá construir un “relato” que mueva a la izquierda abertzale a “superar la etapa de confrontación armada e instalarse en una etapa de confrontación política”. El terror quedará reducido, gracias al famoso relato, a la violencia propia de una etapa del largo proceso que, felizmente cumplida, sitúa hoy a esa izquierda en condiciones de adentrarse por la vía catalana a la independencia, ante el arrobo de unos anfitriones que, en los parlamentos europeo o catalán, reciben con aplauso a este antiguo dirigente de una organización terrorista transmutado en un “hombre de paz”. ¿Y qué pasa con las víctimas del terror diseminado durante décadas bajo la figura de “socialización del dolor” a base de asesinatos, secuestros, silencios, extorsiones, exilios? Nada, no pasa nada, excepto seguir mostrando, ya que no el amor cristiano, sí una pulcra equidistancia entre los que mataron y los que fueron muertos. (Santos Juliá, 05/06/2016)


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