El fracaso de la República Española             

 

Largo Caballero El fracaso de la República Española:
No hay, quizá, tesis más obstinada y recurrente en la producción de memorias, ensayos y estudios históricos sobre nuestro más reciente pasado que la del fracaso de la República. Convertida, a fuerza de repetición, en axioma, esta tesis ha venido a ser la base sobre la que se edifican los más diversos paradigmas explicativos de la guerra civil. Pues, por una parte, ese fracaso, que se supone inevitable, alimenta la conciencia culpable de los protagonistas; proporciona materiales para construir el mito de los orígenes de la nación española como ineluctable choque frontal de dos Españas; oculta decisiones políticas tomadas positivamente por alguien; sirve, en fin, para argumentar con pretensiones científicas la razón final de lo que se piensa trágico destino. Como es obvio, tantos y tan diversos servicios, más allá de la voluntad subjetiva de sus usuarios, se imbrican en mutua dependencia, desde los propios orígenes de la tesis hasta su reciente utilización por el último hispanista. Pues, en efecto, la tesis es en su origen la forma que adopta la conciencia culpable de los principales protagonistas, testigos asombrados del despertar a la vida pública de grandes masas de población hasta entonces preteridas o simplemente ignoradas. Dirigentes luego -o así lo creyeron- de los profundos movimientos que en aquel despertar se originaron, acabarían siendo al fin impotentes figuras representativas de una legalidad que ahora ya sólo sostenía su innato sentido de la dignidad y del pudor. Cuando de aquella legalidad republicana no quedó más que un montón de ruinas, buscaron en sí mismos y, sobre todo, en sus más cercanos compañeros de los fastos de abril, en sus limitaciones e impotencias, en sus pequeñas rencillas y rivalidades personales, la culpa y, por tanto, la razón de su histórico fracaso.

Con una dosificación y énfasis diferentes según el cronista de la historia, ahí están las razones del fracaso. Todo pertenece al mundo de la culpa, del comportamiento pecaminoso. Finalmente, y por parecer magnánimos, esa culpa acabará por adquirir una amplitud universal. De alguna manera, que nadie especifica, «todos fuimos culpables».

No puede pensarse una culpa universal que no sea, a la vez, inexorable. De la conciencia culpable se pasó así, por ese movimiento de ampliación, a identificar su efecto como trágico destino: la culpabilidad por el fracaso se convirtió en la plena convicción de su inevitabilidad y en su atribución a un sujeto trascendénte. La «sangre iracunda», alguna «terrible propensión del pueblo español» no fueron sólo la última razón del fracaso, sino que se convirtieron en causa necesaria de eso que se ha llamado «tragedia española». La magnitud de la culpa y lo inexorable de la tragedia, simbolizadas en esa sangre que se derrama en lucha fratricida, comportan inmediatamente la penitencia que se arrastra en años de interminable humillación y oprobio. Penitencia que no es otra cosa que la internalización del propio castigo en que se resuelve la culpa vivida como inevitable y universal tragedia: tal resultado no es sólo inevitable sino merecido. El tipo de dominación autoritaria que se ejerce durante largos años como consecuencia ejemplar de aquel fracaso es el que los españoles se merecen.

Hay que aclararlo inmediatamente: todo eso es una mera construcción ideológica de quienes pretenden justificar y legitimar su asalto a la República y las formas de dominación que sobre sus ruinas impusieron. Como era, de esperar, se han sumado a ella ensombreciendo con negros colores aquella conciencia culpable y arrojándole nuevos agravios suplementarios. Su más original añadido consistió en representar ,la culpa con los símbolos que en sus fantasías tomaron las diversas formas del mal absoluto: el judío, el masón, el marxista, el separatista. Quienes se rebelaron contra la legalidad republicana, y quienes legitimaron con sus ritos y sermones sagrados aquella rebelión, acopiaron desde el primer momento, y como está en el recuerdo vivo de todos, abundante material para denunciar esas formas perversas de traición, esos, pecados supremos contra el solar patrio. El fundamento de ese discurso venía dado ya en la universal concil:mcia de culpa por el destino trágico de lo que Azaña llamó «la patria eterna». No es momento ahora de analizar los elementos de ese discurso de legitimación. Sólo se quería resaltar con este recuerdo que la afirmación culpable del fracaso ha cumplido un papel insustituible en su eficacia. Y no fue eso todo, pues la mezcla así lograda pasó luego a engrosar una serie de explicaciones con pretensión científica, que han sido obra no sólo de amanuenses y propagandistas, y cuya esencia consiste en retrotraer el fracaso de la República a un momento histórico de improbable existencia. Al momento aquel en que los españoles decidieron resolver por las armas sus diferencias ideológicas y el «espectro» de la guerra hizo así entre ellos su aparición. Así, las alegorías de tragedia cósmica y la mítica afirmación de la inevitable colisión entre un par de opuestos no son exclusivo patrimonio de quienes oyeron el creciente murmullo de la calle atrincherados tras las celosías que reflejaron sus reuniones conspirativas, tan sugestivamente narradas por Pedro Sainz Rodríguez, entre otros. Ahí está además ese conjunto de libros estimables e incluso imprescindibles en los que no escasea la afirmación de lo fatal del trágico destino. El paradigma explicativo de una importante corriente historio gráfica se levanta sobre un axioma, en el análisis de cuya solidez y presupuestos metodológicos pocos se detienen: el fracaso de la República y su inevitable resultado en guerra civil. Cada cual repite a su manera la vieja historia mítica de las dos Españas como explicación última del fracaso de la República española. Y bien, no. Pase que los protagonistas sientan su conciencia desventurada y hurguen en la culpa durante el resto de sus días para cumplir alguna ejemplar penitencia. Pase que los vencedores aprovechen ciertos materiales de los vencidos para adornar con ellos su sagrado discurso de dominación. Pero que tal paradigma se traslade en algunas de sus más hondas implicaciones a quienes pretenden el ejercicio de la razón, y no del cilicio, es demasiado.

El golpe militar fracasado:
Ese ejercicio impide, ante todo, vincular con razón de causa dos fenómenos cuyo lazo interno es, en principio, meramente cronológico. Cierto, la República fue seguida de guerra civil; cierto, tal secuencia cronológica indica bien que la República no fue capaz de ahogar la guerra y, por tanto, confirma en este sentido su fra<;:aso.Pero incluso a quienes no estén habituados al uso de la lógica parecerá excesivo deducir de la mera secuencia en el tiempo una razón causal. La guerra civil, hasta donde pueden afirmarse hechos o fenómenos comprobables, fue resultado de un fallido golpe de Estado militar. Es preciso, pues, formular una doble pregunta: por qué se produjo un golpe militar y por qué tal golpe resultó fallido. Ahora bien, la misma probabilidad de formular esta pregunta requiere el urgente abandono de la tesis del abstracto fracaso de la República, pues, en efecto, la nueva pregunta abre otra problemática: la guerra civil no se origina en ese presunto fracaso de la República, sino en el fracaso de un golpe de Estado cuya fipalidad consistía en hacer fracasar algunas de las vías abiertas por la República para construir UFl, nuevo marco de relaciones sociales y políticas en España. A pesar de su aparente banalidad, es absolutamente necesario afirmar y repetir esta temática, porque las implicaciones de una u otra forma de considerar los hechos son diametralmente opuestas e incluso contradictorias. Si fuera posible -y sólo por un momento- barbarizar, habría que decir: la República no fracasó; fue, sencillamente, fracasada. Vistas así las cosas, la conexión entre República y golpe militar es exactamente la contraria de la que postula el paradigma del fracaso. No se trata ya de que la República desemboca, enciende o provoca un golpe y, en consecuencia, una guerra; ni que desbordados los gobiernos republicanos, no quedó otro remedio a la burocracia militar que constituirse en salvador cemento de la patria; ni que la República se disolvió en inadmisible desorden ni, en fin, que escindida en dos la patria hispana, su parte sana no dudó en derramar generosamente su sangre para salvada de la enferma. Si estas situaciones, u otras semejantes; fueran la causa eficaz y necesaria de los golpes militares, todos los que en España han sido hasta julio de 1936 tendrían que haber estado precedidos de coyunturas similares. Si no es así -y no lo es-, lo único que podrá afirmarse es que la República, como la Monarquía de Alfonso XIII o la misma Dictadura de Primo de Rivera, podía pasar por situaciones que favorecían las conspiraciones y golpes militares, pero que la ejecución de tales golpes y sus causas profundas superan cualquier consideración meramente coyuntural o episódica y hunden sus raíces en la propia estructura de la sóciedad y el Estado de la nación española. Es un grave error de salida confundir la razón legitimadora de una acción política -y especialmente esa inexorabilidad del choque, dada la polarización política y social de dos presuntas Españas- con sus causas. Antes que en la propia República, hay que indagar, pues, en la naturaleza del ejército español y en el lugar que ocupaba dentro de la sociedad y el Estado para comprender esa tradición golpista que le caracterizaba y lo definía y que ejercerá una vez más -dos veces más- durante el período republicano. Y su primera característica es que tal ejército no ha intervenido en ninguna, guerra no colonial, siendo la segunda que en las guerras coloniales en las que ha intervenido no cosechó otra cosa que estrepitosos y humillantes fracasos. En proceso que caracteriza también a la otra gran burocracia en la que se asentaba la nación española -la Iglesia-, el ejército español quedó al margen de las contiendas y corrientes europeas. Para la -Iglesia, su marginación, celosamente custodiada por el Santo Oficio de la Inquisición, le impidió oler los vientos de la Reforma y de la Ilustración. En el ejército, la marginación produjo su burocrático crecimiento hacia adentro, acelerado y multiplicado por las guerras interiores y coloniales. El consuelo a los graves quebrantos -a los «desastres», como fueron llamados- fue la hinchazón de la oficialidad respecto a la tropa y, en consecuencia, la creación de una inmensa burocracia de Estado. Tal ejército, caracterizado tanto por su ineficiencia ~ya que no hubo de medirse con sus homónimos francés, inglés ó alemáncomo por su tendencia a acumular frustraciones coloniales en leyendas de heroísmo patrio y en prebendas funcionariales, con una estructura colonial pero con un desierto por toda colonia, acumuló en la sociedad española una burocracia sin límites, parasitaria e ineficiente. Esa burocracia fue, con la eclesiástica, la única fuerza social centralizada de ámbito nacional y, por tanto, entre ambas edificaron, ya que no la nación -pues se trata de burocracias premodernas-- sí al menos la idea de la nación española. No la nación, pues España se caracterizaba, a la llegada de la República, por la profunda fragmentación de la sociedad civil, recorrida por múltiples líneas de fractura. El origen de esa fragmentación es la misma carencia de una clase nacional, que se refleja finalmente en la falta de un poder civil central y moderno, ejercido por partidos y burocracias civiles en función de los intereses de clases nacionales. Esa carencia histórica dio lugar a una fragilidad estructural -esto es, situada más allá de la incompetencia, la pereza o la incuria de'los funcionarios- de la administración pública. España llega así a los años treinta de este siglo sin un buen sistema de comunicaciones, sin servicios públicos eficientes, sin escuela pública, con un rudimentario sistema fiscal y sin un personal gobernante que nO sea personal subalterno de otros poderes. En el sentido moderno del término, no hay todavía nación, ni hay Estado de la nación, cuando la República llega. Y al no haberlos, la República hereda un gobierno del Estado que es tradicionalmente fruto de pactos parciales entre grupos de intereses muy localizados a quienes únicamente interesa del Estado que compre -que invierta en bienes de capital social fijo- y que mantenga disciplinados a los descontentos. y así, la sociedad española, con centros de poder local a los que un poder central de carácter oligárquico no podía. disciplinar si no era por medio de la corrupción y el favoritismo, abocada por tanto al caos administrativo y al más estrecho localismo clientelista, vio crecer dos grandes burocracias centrales y nacionales, en las que residía un verdadero y auténtico poder social: la militar y laeelesiástica. El llamado destino histórico de España -en realidad, sus dos últimos siglos de historia- no se entiende si no se tiene en cuenta que el poder civil no es nunca nacional, que se disuelve finalmente en clientelas locales que no llegan a formar una clase social de dimensiones nacionales. Lo que da su apariencia de continuidad al·territorio de la nación es la presencia, hasta el último de sus rincones y juhto al más olvidado de sus santos, de un guardia civil -que es militar, y no por casualidad- y un sacerdote. Cuando se dice, pues, que en las fuerzas militares residía el decisivo arbitraje político y que tal arbitraje entró -por última vez a partir de julio de 1936- en el espacio sagrado bajo el gran palio episcopal, no se habla, en absoluto, de tentaciones de militares abUrridos u ociosos ni de ansias de dominación de sacerdotes que hubieran abdicado de su sagrado oficio para convertirse en dominadores profanos. Aquí no se trata de las tentaciones del desierto, sino de política, y eran ellos los depositarios de la última razón política -la nación- sencillamente porque ellos garantizaban la presencia de sus efectivos centralizados en un territorio discontinuo. Hasta la llegada de la República, nadie había logrado ni pretendido en España tamaña heroicidad. El propio «advenimiento» como entonces se decía de la República prueba bien la debilidad e irrelevancia del poder civil, pues al advenir se da ya por supuesto que nadie ,la trajo, lo que en esta ocasión está cargado de sentido ya que, como bien se sabe, alguien intentó traerla y proclamarla. Naturalmente, eran grupos militares que, para la ocasión, habían conspirado con republicanos y socialistas con objeto de que su pronunciamiento quedara abrigado por el calor de la huelga general. Los dirigentes socialistas pasaron aquella mañana de diciembre de 1930 oteando el cielo de Madrid por ver si aparecía la señal luminosa que serviría para indicarles que, levantados los militares, podían ir tranquilos a la huelga los obreros. No hubo señal; quienes tenían que encenderla -uno de ellos, por cierto, bombardearía años después con su avión, hasta perderse, ciudades republicanas-- no encontraron los apoyos necesarios. Hubo tiempo, sin embargo, para que algunos románticos impacientes salieran de sus cuarteles, allá por los Pirineos, con ánimo de mostrar que el espíritu de Riego no había muerto. Socialistas y republicanos, anarquistas y comunistas, habrían de celebrarlo después, sacando en procesión sus rostros hermosos, como «héroes de Jaca», sin percibir quizá que una nación moderna no puede celebrar como héroes más que a los soldados que marchan a combatir hacia la frontera. El centro es -tendría que seren la nación moderna la representación simbólica de la soberanía de su pueblo. Quienes marchan contra él no son héroes, son rebeldes. No es, por tanto, una casualidad que la República fuera precedida, y adviniera, de la misma forma en que se fue: entre chocar de sables. «¿Qué hace Sanjurjo?», fue la temerosa pregunta que muchas gentes se hicieron en las jornadas de abril de 1931, sin atreverse a pensar que negaría su apoyo al Rey. «¿Qué hace Sanjurjo?», exclamaron otras muchas gentes -entre indignadas, divertidas y amoscadas- en agosto de un año después. «¿Qué hace Sanjurjo?», no acabarán de preguntarse otras gentes, con las esperanzas ahora cambiadas, en la primavera de 1936.Y es que un ejército que era columna burocrática de la nación, crisol de su idea y que poseía, a la vez, dimensiones coloniales y carecía de colonias, era un ejército en potencial rebeldía. No fue casualidad que quienes proyectaran y dirigieran el golpe que hizo fracasar a la República fueran los «africanos». y no es casual tampoco -antes al contrario, resulta esclarecedor- que hicieran la única guerra que sabían hacer, una guerra de desierto, predadora. En el desierto, el vencido no es un productor en potencia y no vale nada como esclavo. Es un estorbo, Si hay tiempo, y queda un resto de piedad, se le echa tres metros de arena encima; si hay prisas y no queda tiempo para ritos, se le deja achicharrar al sol. En cualquier caso, su muerte no se discute. Entre las muchas cosas que se dice que se dijeron durante esa guerra que algunos llaman nuestra, cuenta alguien que cierto terrateniente andaluz llegó a pedir clemencia para sus jornaleros con un argumento que, al parecer, escapaba a la comprensión de aquellos hombres de guerra predadora: nadie iba a quedar que cultivara los campos. Los «curanderos actuales» de aquel pueblo que Azaña veía enfermo no sabían «otra receta que fusilarles». «¿Fusilará usted a media España?», preguntó cierto periodista extranjero a uno de aquellos guerreros. «Venceré a cualquier precio», fue la respuesta.

República Poder civil y fragmentación social:
Es preciso recuperar el hilo de esta argumentación. La guerra no fue resultado de un abstracto fracaso de la República, sino de un concreto golpe de Estado. Esta era la primera afirmación. La segunda es que, obviamente, no hubiera ocurrido aquella «monstruosidad» si el golpe hubiera triunfado. La guerra es, pues, resultado de un golpe fallido. Y si las razones del golpe hay que buscarlas finalmente en la fuerza de las burocracias de la nación y en la debilidad y fragmentación de su poder civil, que el golpe sea fallido no hay que achacarlo en esta ocasión y únicamente a la actuación del propio ejército. En el fracaso del golpe de 1936 intervino, como factor decisivo, la movilización popular que, especialmente en las grandes ciudades, aisló a los rebeldes en su espacio cuartelario y les impidió la salida a la calle y la entrada a las iglesias. La guerra civil es, por tanto, producto de un golpe militar y de la resistencia que encuentra. En este sentido, y sólo en este sentido, la razón de la guerra es la República. Porque, efectivamente, la República, que fue la expresión del agotamiento de aquel sistema de poder civil mezquinamente marcado por el clientelismo y el más estrecho localismo y cruzado por el poder de las burocracias militar y eclesiástica, abrió la posibilidad de que se construyera un nuevo marco para las relaciones sociales y que se estableciera en la nación un nuevo tipo de poder civil. Al abrir esa posibilidad, la República abrió todos los riesgos posibles. Unos provenían de otro tiempo histórico, de los obstáculos desbrozados ya por los países europeos que se habían constituido en nación:

  • profesionalización de la burocracia militar y subordinación al poder civil
  • separación de la Iglesia y el Estado y sustitución de la burocracia eclesiástica por funcionarios en aquellos campos que ningún Estado moderno abandona a manos ajenas como, sobre todo, la enseñanza y el matrimonio
  • reforma agraria y cambios en las relaciones de clase en el ámbito rural
  • apertura de cauces organizativos a la manifestación de las reivindicaciones económicas y sociales en las ciudades, con la inevitable ruptura del marco de relaciones cuasigremiales.

Todo esto se hizo en las naciones europeas durante los siglos XVIII y XIX entre graves tensiones, disturbios y, en general, todo eso que las gentes de orden entienden como desorden y que, mirado con alguna perspectiva, no es más que sustitución de un orden por otro. A esas tensiones, que adquirieron en el ámbito rural un alto grado de violencia dada la inmediatez física de las relaciones de poder, se añadieron las propias del tiempo histórico, simbolizadas en los cantos a la revolución y a la contrarrevolución. No hubo en 1936 más huelgas que en Francia, e incluso hubo muchas menos y más pacíficás o, si se prefiere, menos radicales. No hubo mayor polarización política: no hubo aquí un partido fascista digno de este nombre, como tampoco hubo ningún otro marxista revolucionario. Lo que especifica al caso español es que esas profundas y superpuestas tensiones acaecen cuando el poder civil no ha superado la múltiple fragmentación que históricamente le caracteriza y, sin embargo, se han puesto ya en movimiento reivindicaciones de todo signo -regionales, económicas, sociales, ideológicas- por toda clase de gente -campesinos, obreros, pequeños propietarios rurales, patronos de las ciudades- y de una amplitud inusitada. Esa movilización no explica el golpe y, naturalmente, no lo justifica. Lo único que explica es que el golpe no acabara, como en tantas otras ocasiones, en mero pronunciamiento. El coste fue, sin embargo, pavoroso: la nación volvió a constituirse sobre sus burocracias tradicionales -a las que se añadió una administración civil fascista del mando militar- y el viejo y sagrado discurso de dominación sonó ahora entre el fragor de los tambores de combate. La República puso en marcha reivindicaciones históricas sin asegurar al mismo tiempo los recursos políticos -de poder- necesarios para llevadas a algún puerto. El que habían soñado algunos de sus dirigentes -aquellos republicanos a quienes sólo las circunstancias hicieron pasar por gentes de izquierda, siendo como eran de centro y aun conservadores, como Azaña- era quizá el que más convenía o, al menos, el más factible. Calcularon mal, sin ,embargo, la fuerza de los obstáculos que habrían de oponerse a los cauces por ellos abiertos. El poder civil republicano, con una débil base social, sin representar los intereses de clases nacionales, no sólo no encontró en las grandes burocracias de la nación un aliado para imponer disciplina a aquellos movimientos y encauzados en un proyecto común de constitución de un nuevo Estado, sino que encontró en ellos la peor barrera y n.ada pudo o supo hacer para derruida o neutralizada. Ese fue su fracaso. y del mismo modo que antes no se aceptaba la lectura culpabilizada de su inexorabilidad en forma de tragedia, ni la lectura mítica de un choque cósmico entre dos Españas, ni la lectura propagandística de los malos absolutos contra la absoluta bondad, tampoco se aceptará la lectura académica de ese mito en forma de «polarización» primero, «disolución» después, del orden político republicano como causa del fracaso y, en consecuencia, de la guerra civil.

Pues la tesis de la (bi)polarización se basa en el doble y lamentable error de confundir una fragmentaria coalición de partidos políticos motivada por la cercanía de unas elecciones con el propio sistema de partidos y creer, además, que un sistema de partidos o su coalición electoral es el exacto reflejo de una sociedad civil. Es preciso deshacer ese equívoco lastimoso. No puede pasar por más tiempo como descripción de una coyuntura social lo que no es otra cosa que propaganda política con vistas a unas elecciones. Uno de esos supuestos polos -el de izquierda- se presenta a las elecciones de febrero en coalición que abarca, de una u otra forma, desde los anarquistas hasta los republicanos de centro, pasando por los anarcosindicalistas, los sindicalistas a secas, los comunistas de varias tendencias, los socialistas divididos entre sí, y los republicanos de izquierda, y bajo un programa electoral que fue redactado por un cualificado representante de grupos burgueses madrileños, desenganchado a última hora de aqueléarro porque su pequeño partido no le siguió en el empeño. Esto no se parece en nada no ya a un «polo» de la sociedad, pero ni siquiera a un «polo» de un sistema político, pues nada, o muy pocas cosas, salvo la intención de derrotar a la coalición de derechas, les unía. El axioma de la polarización impide, por otra parte, entender las grandes tensiones políticas de la II República:

  • la hostilidad sindical, que llega al mutuo asesinato, entre la CNT y la UGT
  • la cuestión toda de las relaciones entre el poder central y las autonomías
  • las insuperables dificultades para crear una derecha unida y homogénea
  • la crisis y reconstrucción de la coalición republicano-socialista
  • la parálisis del fascismo y el comunismo
  • la disparidad de la agitación campesina.

Incluso algunas de las cosas principales que ocurren en la primavera llamada trágica, cuando todas las tensiones se acumulan, sólo caben en el esquema de la polarización si se pasan por alto o se silencian. Por ejemplo, la recuperación en el nivel de contratación de la bolsa madrileña durante todo el gobierno de Azaña; la rapidez de la banca en cubrir las emisiones de deuda pública que efectúa el gobierno republicano; las notas conciliatorias y moderadas de los industriales catalanes y madrileños. Los ciudadanos de una sociedad en pie de guerra no abarrotan los cines a todas horas para aplaudir las andanzas de «Morena Clara»; no organizan trenes y autobuses especiales para realzar el esplendor de las procesiones de la Semana Santa de Sevilla, a la que acuden no sólo más forasteros que en años anteriores, sino incluso un presidente interino de la República, cuya calidad de masón y el hecho de haber ido a. Sevilla en visita privada no impide que el cardenal Ilundain acuda a la Plaza de Armas a despedirle; no envían a la familia de vacaciones y, si son financieros, no se dejan sorprender por un golpe militar del que, sin embargo, todo el mundo hablaba. No voy a repetir, naturalmente, el idílico cuadro de Bowers. Lo único que se quiere decir es que la afamada polarización no explica estos hechos como tampoco explica que los obreros de la UGT y la CNT se mataran entre sí en las calles de Madrid y Málaga. Si tal axioma es insuficiente para dar cuenta de la coyuntura política y social, es por completo falso cuando quiere reflejar la estructura de la sociedad. Algunos autores, estudiando la estructura social, han hablado de «las ocho Españas». No es cuestión de entrar en una guerra de números, pero es seguro en todo caso que no son las dos Españas. Poco tienen que ver los jornaleros andaluces con los «propietarios muy pobres» de Castilla, los rabassaires de Cataluña, los foreros gallegos o los huertanos de Levante. Difícil es que puedan pasar por un «polo» de la sociedad lós burgueses medios de Madrid, los industriales de Barcelona, los patronos de las pequeñas industrias de las ciudades, los financieros que controlan la electricidad y el metal. Y no se hable ya de esa amplia zona de la sociedad que va desde el pequeño comerciante -o desde el pequeñísimo y mísero vendedor ambulante o de portal- al profesional liberal pasando por la multitud de empleados y funcionarios que charlaban de revolución o reacción en todos los cafés y peñas de sus ciudades. Por la práctica política, por el sistema de partidos y, sobre todo, por su composición social, España, más que polarizada, ofrece a quien quiere verla con las lentes limpias de propaganda política, la impresión de un mosaico. Lo que, naturalmente, da pie al otro axioma, perfectamente contradictorio con el de la polarización aunque sostenido en ocasiones por los mismos autores y casi en la misma emisión de aliento, el de la disolución. Pero un sistema político fragmentario no es idéntico a un sistema ya disuelto o en trance de disolución. El sistema político republicano es, desde el principio, un sistema afectado de múltiple fragmentación. No podía ser de otra forma, supuestas sus bases sociales y la propia quiebra de la tradiciorial representación política de intereses de clase que la proclamación de la República provoca. Lo que se dice menos es que tal sistema había reducido en un espacio relativamente corto de tiempo sus fragmentos y aparecían ya fuerzas políticas con mayor poder y densidad social. Reconstruir un sistema de representación política exige tiempo. La República no dispuso de él porque el juego civil necesario para que cada parte encontrara su lugar en el todo fue bruscamente interrumpido. La guerra es así la interrupción de un proceso· más que su estallido final. La República había hecho posible precisamente ese juego civil para encauzar la constitución de un nuevo Estado de la nación. Las tensiones que tal juego había de producir Inevitablemente fueron aprovechadas en su favor. por quienes tenían resuelta de antemano la constitución del Estado: sus conspiraciones comenzaron antes de que nadie hablara de polarización y disolución. Al adoptar su resolución la forma de guerra, la sociedad quedó dividida en dos y el espanto que siguió a tal escisión dio vuelos a la imaginación de memorialistas, propagandistas y académicos para buscar sus raíces en una lejana historia mítica y sus causas en la propia República. Para los combatientes no hay, en efecto, más que enemigos. La República, sin embargo, no se define por la polarización o disolución -aunque haya naturalmente tendencias en este sentido-, sino por la apertura de vías a la movilización de grupos en una sociedad múltiplemente fragmentada, sin poder civil nacional y que ha quebrado la tradicional representación de los intereses de clase sin sustituirla aún por un sistema consolidado. Esa múltiple fragmentación, con todos los cauces abiertos para la movilización de todos los grupos sociales, no es lo que provoca el golpe -el golpe lo provoca un grupo de militares-, pero no impide que se produzca, aunque crea las condiciones de resistir a él y hacerlo fallido. Ese es precisamente el conjunto de factores que está en el origen inmediato no ya del fracaso de la República sino de la guerra civil. Los procesos históricos no son, por lo general, inevitables en sus concretos desarrollos. El mítico fracaso de la República, sea quien fuere el recitante, oculta no sólo que la República pudo no haber fracasado, sino que pudo haberlo hecho de otra forma. Lo grave, con todo, es que la tesis del fracaso y su supuesto en la polarización -sea entre derecha e izquierda, judeo/masones y cristianos oligarquía financiero/terrateniente y pueblo, o entre socialistas y cedistas, que de todo se ha dicho- impide penetrar tras esas deslumbrantes apariencias y señalar con el dedo a las concretas fuerzas de la sociedad, y sus soportes estructurales, que estaban interesadas en conseguir que la República fracasara de aquella terrible forma en que lo hizo. (Santos Juliá, Revista de Occidente)


Posturas extremas:
A lo largo de los tiempos, el radicalismo político siempre se ha nutrido de los discursos de odio, las retóricas intransigentes y el simplismo conceptual. No hace falta remontarse muy atrás para comprobarlo, incluido el negro pasado previo de este remanso de convivencia, de bienestar y de paz que ha sido Europa occidental desde el final de la II Guerra Mundial, con las conocidas excepciones de Portugal, Grecia y España hasta mediados los años setenta. Con la irrupción de las fuerzas enemigas de la democracia parlamentaria —el bolchevismo, el fascismo, el militarismo reaccionario—, el período de entreguerras asistió a una floración extraordinaria de actitudes intolerantes y lenguajes bélicos. Lenguajes en los que el recurso al insulto, el maniqueísmo, la descalificación y la demagogia arroparon la deshumanización del adversario, todo ello como paso previo, en los casos más extremos y cuando las circunstancias lo propiciaron, a su pura y simple eliminación física. Por encima de sus diferencias, los dirigentes políticos que se esmeraron en minar los cimientos de la democracia en el ágora pública compartieron las mismas destrezas oratorias, su visceral desdén por las formas propias del parlamentarismo, su gusto por la movilización de la militancia en la calle y su constantes llamamientos al uso de la violencia como instrumento legítimo para dirimir las luchas de poder y los conflictos políticos. Lenin fue un consumado maestro en despellejar con la palabra a sus enemigos, como también lo fueron Benito Mussolini o Adolf Hitler en sus inflamados discursos ante grandes multitudes concentradas en espacios abiertos. Cuando se les presentó la oportunidad, una vez aupados al poder, a ninguno de ellos les tembló la mano al pasar sin solución de continuidad de la destrucción simbólica del adversario a su encarcelamiento o aniquilación. A ninguno de los tres tampoco les faltaron imitadores por todos los rincones del continente. Por desgracia, la España de los años treinta no supo sustraerse al influjo de tan nefastas influencias, por más que la intransigencia nacional bebiera también en las fuentes de la cultura política patria, con sus particulares adaptaciones, respectivamente, del mito de la revolución social, el jacobinismo sectario, la devoción a la santa tradición, el militarismo o el nacionalismo totalitario. El triste final de aquella experiencia democratizadora que fue la Segunda República nunca estuvo preestablecido de antemano, aunque las tensiones, desencuentros y violencias se prodigaran al hilo de los ambiciosos proyectos de cambio que flanquearon su puesta en escena. En último término, la Guerra Civil fue consecuencia directa del golpe de Estado alentado por los que se levantaron contra la legalidad vigente. Pero los golpistas del 18 de julio de 1936 no actuaron sobre el vacío. Las retóricas de intransigencia, la vulneración de los usos parlamentarios, el incumplimiento de las reglas del juego establecidas y los impulsos insurreccionales jaleados por los enemigos de aquella democracia desde flancos diversos, todo ello se concitó para allanar el camino a los militares facciosos. Cuando el general José Sanjurjo se levantó el 10 de agosto de 1932 nadie le siguió, más allá de unos cuantos allegados incondicionales. Cuando cuatro años después sus homólogos del extremismo castrense hicieron lo propio, el viento sopló más fuerte a su favor, aunque eso no deba hacernos olvidar que una parte considerable de la oficialidad militar se mantuvo dentro de la ley, fiel a su honor y a la palabra dada. Que cientos de miles de españoles se mostraran dispuestos a coger las armas para apoyar a los militares insurrectos o, por el contrario, para neutralizar su golpe de fuerza no fue ajeno a los enfrentamientos experimentados con anterioridad. Tales choques (mensurables en el mínimo de 2.600 muertos causados por la violencia política en los cinco años que duró la experiencia republicana), se vieron acompañados por una intensa radicalidad verbal vertida por variopintos emisores, que, aun así, no cabe confundir con toda la clase política del momento. Sin duda fueron más los que se mantuvieron dentro de la moderación, pero los audaces de la intransigencia y el desafuero verbal acabaron ganándoles la partida. Los más fanáticos del anarquismo hispano gustaron de practicar la “gimnasia revolucionaria” (tres insurrecciones armadas entre 1932 y 1933) bajo la consideración de que todos los situados a su derecha eran “fascistas”. Los comunistas, pocos todavía, llegaron crecidos al Parlamento en la primavera de 1936. Fue entonces cuando José Díaz le dijo a José María Gil Robles aquello de que habría de morir “con los zapatos puestos”. Una invectiva brutal contra el líder de la CEDA justificada con la atribución de ser uno de los “verdugos” de la represión posterior a la insurrección de octubre de 1934. Por su parte, los socialistas —mayoritariamente moderados y críticos con la violencia hasta el verano de 1933 como fuerza de gobierno que eran— no supieron sustraerse a los cantos de sirena del infantilismo izquierdista del caballerismo, con el consiguiente y desastroso alejamiento del régimen republicano, ahora estigmatizado como democracia burguesa. Los jabalíes del republicanismo, aunque minoritarios en ese ámbito, no les fueron a la zaga desde mucho antes. Como tampoco el heterogéneo y no menos nutrido universo derechista, donde las estridencias del carlismo se combinaron con las ambigüedades y la falta de lealtad de sectores amplios de la derecha católica, también proclives al catastrofismo retórico y a los diagnósticos apocalípticos, sobre todo en los períodos electorales. Ello por no hablar de los monárquicos alfonsinos, echados al monte y a la conspiración desde el primer momento, o los muy singulares fascistas autóctonos, a los que les faltó tiempo para aplicar la “dialéctica de los puños y las pistolas” enunciada al poco de nacer. Por fortuna, la España de hoy se encuentra a años luz de los años treinta y todo paralelismo al respecto resultaría exagerado. Con todo, cuando algunos líderes incurren en la demagogia y la descalificación hiriente del adversario, vulnerando la cortesía parlamentaria más elemental, inevitablemente nos recuerdan el estrépito de aquella época. Por eso, y salvando las distancias, convendría no obviar que demandar la conquista del cielo “por asalto” siempre podría animar a otros a sentirse legitimados para cortarles las alas a los postulantes de tal fórmula por un procedimiento similar. Como tantas veces en nuestra accidentada historia, los ciudadanos españoles —pacíficos, pluralistas y demócratas en su mayoría— acabarían pagando los platos rotos por esos políticos irresponsables. (Fernando del Rey Reguillo, 08/11/2016)

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