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Cuatro filósofos españoles. Extractos de F.Umbral:
José Luis Aranguren:
Iniciado en el grupo cuarentañista de los laínes, pronto se distancia de ellos intelectualmente para filiarse a un existencialismo cristiano que, por otra parte, tampoco tiene mucho que ver con el pacífico Gabriel Marcel. Hoy ha llegado a una suerte de acracia crística donde lo único que cuenta es una especie de moral única y final, que resume su larga vida de hombre libre, exiliado, errante, enamorado y casi feliz. A veces coincidimos merendando en Lhardy y nos tomamos el whisky de la casualidad, del encuentro. Es un filósofo sin jerga (lo cual se agradece mucho) y un señor cabal que hasta ha depuesto por mí ante los tribunales. Aranguren es hoy la conciencia pensante de España, cuando la intelectualidad en general (varias generaciones) sólo debate sobre el Premio Cervantes, que hasta de Cervantes, el pobre Cervantes, han hecho un premio. Aranguren no quiere premios ni academias; es decir, que es un «profesor de energía», aunque él no sea muy nietzscheano, mejor. Plurales mocedades, varias generaciones le debemos mucho por su prosa y su conducta. No quisiera uno utilizar aquí a Aranguren como arma arrojadiza contra la confortabilidad de los laínes y los marías, porque imagino que eso a él no le gusta, pero ahí está, ácrata y viejo, maestro y solo, y sigue teniendo con él a toda la juventud. Cuando me lleva a mi casa, bebido, ceguerón y raudo, temo por su vida más que por la mía. El pequeño burgués soy yo.

Fernando Savater:
Si la gran revelación poética de la transición cultural española (transición que principia en los sesenta) fue Pere Gimferrer, la revelación equivalente en el ensayo y el pensamiento es Fernando Savater, que viene a coincidir un poco más, aunque también anticipándose, con la transición política. Savater viene quizá de un nietzscheanismo pasado por la Escuela de Frankfurt, y luego se decanta hacia Cioran, el gran teórico del suicidio, pero con un talante más hedonista que el rumano, llegando consigo mismo a una especie de compromiso existencial —¿existencialista?— que podríamos resumir en la fórmula «desesperación tranquila». Y hasta lúdica. Savater es el escritor que nace en el momento justo y en el sitio preciso. Le pone filosofía y rango a la utopía cuatrocaminera del PSOE; en el 82 encuentra en seguida su periódico y su editorial, y hasta una escritura que conjuga un pensamiento personal, atrevido, con una prosa que pasa del periódico al ensayo con naturalidad y fluidez, como en el caso de Ortega (perdón, pero era inevitable citarlo). El magisterio juvenil de Savater ha sido muy beneficioso y ensálmico no sólo para los lectores en general, sino mayormente para el pensamiento español, que andaba disperso entre un marxismo tardío, repensado, y un zubirismo que nunca va a calar en la sociedad española como acaba calando el gran filósofo en la Historia, para bien o para mal, de Sócrates a Nietzsche y de Hegel a Unamuno. Escribo hoy de Fernando Savater, en tiempos de crisis, y no sé si mis juicios, los buenos y los menos buenos (malos me parece que no hay), siguen siendo válidos. En cualquier caso, FS, como Gimferrer, nos ha sido necesario no sólo por su aportación personal a un pensamiento que no había, sino por el poder generador de nuevos ensayistas, filósofos o aficionados que hoy tupen las mocedades españolas. Claro que en este fenómeno, en esta pasión repentina por la filosofía, con abandono de la lírica y la novela, ha influido no poco el mimetismo de lo francés, como antaño, con su generación/escuela/invento de «nuevos filósofos», todos jóvenes y vestidos más de Rimbaud que de pensador (el pensamiento también tiene su sastrería). Sádaba, Subirats (a quien me parece que FS desprecia), Albiac y tantos otros. Yo he llegado a escribir que un país que tiene trescientos filósofos es que no tiene ninguno. Antaño sólo teníamos a Ortega y parece que nos íbamos arreglando. Pero lo cierto es que se convoca en cualquier provincia un congreso de filosofía y los filósofos acuden por autocares. De donde uno deduce que seguimos teniendo un solo filósofo por generación, como siempre (y un solo poeta), y que éste es Fernando Savater, el hombre que cumple el trámite actual y urgente de filosofar desde la calle y hasta desde otros géneros literarios, como la novela o el teatro. También lo hizo su amado Voltaire. Nuestro Voltaire/Savataire, al margen de amistades peligrosas, en lo político, y de tratados hedonistas muy legítimos, sabe centrar las cuestiones claves de este país y este momento, siempre es ecléctico y parcial al mismo tiempo, siempre tiene encanto y seducción, y me parece que para el filósofo —Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger— es más importante seducir que adoctrinar. Explicado el fenómeno de que nuestras mocedades se hayan puesto a filosofar abandonando el soneto (en cualquier caso, se trabajan el pensamiento débil, que es menos cruento) como un fenómeno social, mimético (mimético de Savater y de los franceses), uno de los pocos españoles que nos brindan hoy el puro «placer del texto» es FS, hasta el punto de que, como no sea muy crucial el tema, casi da igual lo que diga. Esto (y lo lamento otra vez) también le pasaba a Ortega. Savater sabe muy bien que, a fin de cuentas, ésa es la gloria real del pensador y de todo el que escribe.

Xavier Zubiri:
Nace en San Sebastián en 1898. Estudió Filosofía en las universidades de Madrid, Lovaina, Friburgo, Berlín, Munich y París. Posteriormente fue profesor de Historia de la Filosofía en las de Madrid (1926-1936) y Barcelona (1940-1941). En 1941 se retiró de la enseñanza oficial y llevó una vida alejada y dedicada al estudio, que sólo abandonó de forma esporádica para impartir cursos privados. Muy influido por la tradición escolástica, así como por su conocimiento de las aportaciones de la lógica y de la filosofía de las ciencias contemporáneas, desarrolló una amplia obra, en la que destacan sus investigaciones ontológicas. En sus primeras obras trató temas históricos, analizó ciertos aspectos de la física contemporánea y planteó algunos rasgos de la que sería su filosofía de madurez, centrada en el estudio de la esencia. En 1989 se constituye la Fundación Xavier Zubiri, para la difusión de su obra, de influencia notable en la filosofía española contemporánea.

La filosofía española, tan enjuta, aparte el deslumbramiento de Ortega y Eugenio d’Ors (Unamuno es otra cosa), nos da, después de la guerra y mediado el siglo XX, la figura mística y singular de Zubiri. Sacerdote, alejado luego del sacerdocio, contrae matrimonio blanco con la hija de Américo Castro y publica sus principales libros: Sobre la esencia y Naturaleza, historia, Dios. Ya el hecho de dedicarle un formidable tomo a la esencia, tras las conclusiones heideggerianas sobre la esencia y la existencia, supone un retardo notable, muy propio de la España franquista, autárquico también en el pensamiento, respecto de la última ideación europea de aquel momento, divulgada por Sartre con lucidez y pluma prodigiosa. Zubiri escribe deliberada y culpablemente oscuro, edificando un lenguaje personal que Adorno no hubiera dudado en calificar de «jerga». La esencia de Zubiri, a fin de cuentas, no es sino una estilización de las teologías tomistas y tomasianas. Pero este libro lo leyeron hasta las marquesas y los conserjes de las revistas donde yo trabajaba, como argumentando un nuevo Ortega, claro a fuerza de lucidez, lúcido a fuerza de claridad. Zubiri no tenía el encanto mondain de Ortega (tan denunciado por Fernández de la Mora y Vicente Marrero), pero en cambio salvaba el alma, cosa que con Ortega siempre estaba en peligro. Naturaleza, historia, Dios. Esta sencilla progresión del mono a la divinidad a través de la Historia no es sino un mimetismo de Hegel y el tan citado Ortega, sólo que los anteriores se quedan en límites razonables y Zubiri empalma desvergonzadamente con santo Tomás. En su vida público/privada, entre los cincuenta/sesenta, hasta su muerte, Zubiri ensaya una estética de la desaparición no concediendo jamás fotos ni entrevistas. Muchos de sus lectores no sabían cómo tenía la cara. Todo esto, toda esta escenografía inversa del filósofo, no es sino un mimetismo de Heidegger, filósofo que gravita intelectual e incluso personalmente sobre todos los pensadores del siglo, último metafísico y pensador lírico del ser y el tiempo. ¿Qué filósofo contemporáneo no ha querido inventarse en torno una Selva Negra que le prestigiase y aislase como a Heidegger? La Selva Negra de Zubiri fue Carmen Castro, el hermetismo comunicacional y otras tonterías que él alternaba con el coqueteo social, ese ridículo coqueteo de hombre, en las fiestas adonde le llevaba su mujer. Zubiri se instala en el eterno suponiendo que eso le asegura la perennidad, escribe desde el Absoluto, pero la verdad es que no ha incidido para nada en Foucault, Althusser, Baudrillard, Derrida y otros maestros de la posmodernidad. El pensamiento español contemporáneo en general, aparte quizá Fernando Savater, no incide para nada en el pensamiento europeo posmilenarista. Ni los laínes ni los marías ni los zubiri han llegado mucho más allá de los clubs de té femeninos de Buenos Aires. La enumeración Naturaleza, Historia, Dios es tan obvia que supone un programa de trabajo donde el enunciado final ya se nos da resuelto. El filósofo debe lanzarse a bucear oscuridades. Si nos da la solución de antemano, como Zubiri, es como un novelista policíaco que nos diera resuelto el crimen en el título de la novela. El filósofo que se aventura a la búsqueda de la verdad sabiendo ya que al final va a encontrar a Dios, no es filósofo y sólo merece nuestro desprecio. Zubiri, en algunas de sus escasas entrevistas, confiesa que no le interesa el arte ni lo entiende. Nietzsche aconseja partir del cuerpo para filosofar, es decir, de los cinco sentidos. Zubiri, obturándose a las percepciones sensoriales de la subjetividad, se aísla en un Todo, en un Absoluto irrespirable adonde no llegan jamás las «palpitaciones de los tiempos», tan caras al entrañable y superlativo Eugenio d’Ors. Zubiri, fabricante de una neometafísica puesta al día, se refugió en absolutos y hermetismo (su jerga es una defensa), pero el pensamiento elástico, dinámico, deportivo, arriesgado, peligroso y vital, ocasional, del fin de siglo, le ha dejado muy atrás.

Javier Sádaba:
Muy en «nuevo filósofo», dotado del don de la ecuanimidad, que no es obviedad, y fiel a un discurso de izquierda tranquila, actual, concienciada y planetaria, muy en los problemas globales del XXI, como toda su generación.

    Nace en Portugalete en 1940. Realizó estudios de Teología en Roma antes de optar por la filosofía, que le llevó a las universidades de Tubinga (Alemania), Columbia (NY) y Oxford. En la década de 1970 sus artículos suscitaron un gran interés por su carácter lúcido y antiautoritario, tanto contra la dictadura franquista como, más tarde, al plantear una intensa crítica del régimen democrático. Primero profesor de Ética y más tarde catedrático de Filosofía de la Religión en la Universidad Autónoma de Madrid, ha publicado numerosos ensayos y su firma aparece con frecuencia en diversos medios de comunicación. La controversia que mantuvo a finales de la década de 1980 con el filósofo y escritor Fernando Savater en torno al independentismo y la violencia en Euskadi le proporcionó celebridad como polemista. Entre sus obras destaca Lenguaje religioso y filosofía analítica (1977), Qué es un sistema de creencias (1978), Filosofía, lógica y religión (1979), Lecciones de filosofía de la religión (1989), Diccionario de ética (1997) y Filosofía contada con sencillez (2002), además de sus estudios dedicados a profundizar en el pensamiento de Ludwig Wittgenstein: Conocer a Wittgenstein (1980), Lenguaje, magia, metafísica. El otro Wittgenstein (1984) o La filosofía analítica actual: de Wittgenstein a Tugendhat (1989). Otros títulos han dado cuenta de sus preocupaciones sociales, aunque siempre remitiendo a una inquietud que se traduce en una mirada filosófica sobre lo cotidiano, como Saber vivir (1984), Las causas perdidas (1987), El amor contra la moral (1988), Saber morir (1991), Dios y sus máscaras (1993), texto este último de carácter autobiográfico, La vida en nuestras manos (2001) y Amor diario (1997).

(Francisco Umbral)

 

 

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