Irak             

 

Irak:
Cuestionario de Il Manifesto a Susan Sontag (2001):
1.¿Podría describir el impacto de su regreso a Nueva York? ¿Qué sintió usted al ver las consecuencias? Por supuesto, yo habría preferido estar en Nueva York el 11 de septiembre. Porque estaba en Berlín, a donde había ido por diez días, mi reacción inicial a lo que estaba ocurriendo en Estados Unidos fue, literalmente, mediada. Yo planeaba pasar toda esa tarde del martes escribiendo en mi cuarto silencioso en un suburbio de Berlín, cuando de modo abrupto fui avisada de lo que ocurría a la mitad de la mañana en Nueva York y Washington por las llamadas telefónicas de dos amigos, uno en Nueva York, el otro en Bari, y corrí a prender la televisión y me pasé frente a la pantalla casi todas las cuarenta y ocho horas siguientes, viendo sobre todo CNN, antes de regresar a mi laptop a bosquejar una diatriba contra la demagogia inane y engañosa que yo había oído diseminada por el gobierno estadounidense y las figuras de los medios. (Este breve texto, que se publicó primero en The New Yorker -y en Nexos 286, octubre 2001-, y que fue ferozmente criticado aquí en los Estados Unidos, era, por supuesto, sólo una impresión inicial, pero por desgracia muy certera.)

La aflicción real se dio en estados no del todo coherentes, como siempre ocurre cuando a uno lo apartan de, y por tanto lo privan de un contacto total con, la realidad de la pérdida. A mi regreso a Nueva York tarde y por la noche a la siguiente semana, me fui directamente del aeropuerto Kennedy hasta lo más cerca que pudiera llegar en coche al sitio del ataque, y me pasé una hora dando vueltas a pie alrededor de lo que hoy es un cementerio masivo -unas seis hectáreas de extensión- con vapores, montañoso y maloliente en la parte sur de Manhattan. En esos primeros días luego de mi regreso a Nueva York, la realidad de la devastación, y la inmensidad de la pérdida de vidas, hizo que mi enfoque inicial sobre la retórica que rodeaba al evento me pareciera menos relevante. Mi consumo de la realidad vía la televisión había caído a su nivel habitual: cero. Me he obstinado en no tener un aparato de televisión en Estados Unidos aunque, sobra decirlo, sí veo televisión cuando estoy fuera. Cuando estoy en casa, mis principales fuentes de noticias diarias son el New York Times y unos cuantos periódicos europeos que leo en línea. Y el Times, días tras día, ha publicado páginas de desgarradoras biografías breves con fotos de los muchos miles de personas que perdieron sus vidas en los aviones secuestrados y en el World Trade Center, incluyendo a los más de trescientos bomberos que subían por las escaleras mientras bajaban los trabajadores de las oficinas. Entre los muertos no había sólo la gente ambiciosa y bien pagada que trabajaba en las industrias financieras localizadas aquí, sino muchos que hacían trabajos de sirvientes en los edificios como porteros y mozos de oficina. Y cocineros: más de setenta de ellos, en su mayoría negros e hispánicos, en el Windows on the World, el restaurant que estaba en la punta de una de las torres. Tantas historias; tantas lágrimas. Omitir el duelo sería un acto de barbarie, y lo mismo sería pensar que estas muertes de algún modo son distintas en su tipo a otras atroces pérdidas de vida, de Srebénica a Ruanda. Pero no basta con quedarse en el duelo. Y es entonces cuando uno regresa a los discursos que rodearon el evento, y a la realidad de lo que ha cambiado en Estados Unidos desde el 11 de septiembre. 2. ¿Cuál es su reacción a la retórica de Bush? No hay motivo para enfocarse en la simplista retórica de cowboy de Bush, la que, en los primeros días después del 11 de septiembre, osciló entre el cretinismo y lo siniestro; luego de lo cual sus consejeros y sus redactores de discursos al parecer lo refrenaron. Por más repulsivos que hayan sido su lenguaje y su conducta, Bush no debería monopolizar nuestra atención. A mi parecer todas las figuras principales del gobierno norteamericano se encuentran en una pérdida lingüística, mientras buscan imágenes para abarcar este revés sin precedentes para el poder y la capacidad estadounidenses. Se han propuesto dos modelos para entender la catástrofe del 11 de septiembre. El primero es que esta es una guerra, a la que dio inicio un "ataque taimado" comparable al bombardeo japonés sobre la base naval estadounidense en Pearl Harbor, Hawaii, el 7 de diciembre de 1941, que lanzó a los estadounidenses a la Segunda Guerra mundial. El segundo modelo, que ha ganado adeptos tanto en los Estados Unidos como en la Europa occidental, es que esta es una lucha entre dos civilizaciones rivales, una productiva, libre, tolerante y secular (o cristiana), y la otra retrógrada, fanática y vengativa. Es claro que yo me opongo a ambos modelos, y ambos vulgares y peligrosos, para entender lo que ocurrió el 11 de septiembre. Y no la menor de mis razones para rechazar tanto el modelo de "ya estamos en guerra" como al modelo "nuestra civilización es superior a la de ellos", está en que estas ópticas son exactamente las ópticas de aquellos que perpetraron este ataque criminal, y son también las ópticas del movimiento fundamentalista wahhabi en el Islam. Si el gobierno estadounidense insiste en describir esto como una guerra, y satisface la avidez del público por una campaña de bombardeos a gran escala que la retórica de Bush prometió al parecer (por lo menos al principio), es probable que el peligro aumente. No son los terroristas los que sufrirán con una respuesta de "guerra" total de parte de Estados Unidos y sus aliados, sino más civiles inocentes -esta vez en Afganistán, Irak y otras partes- y estas muertes sólo pueden inflamar el odio de los Estados Unidos (y, más generalizadamente, del secularismo occidental) diseminado por el fundamentalismo radical islámico. Sólo la violencia muy estrechamente enfocada tiene una oportunidad de reducir la amenaza planteada por el movimiento del cual -¿hace falta decirlo?- Osama bin Laden no es sino uno entre muchos líderes. La situación me parece complicada al extremo. Por una parte, el terrorismo activista que se apuntó un éxito tal el 11 de septiembre es, claramente, un movimiento global. No debe identificársele con un estado en particular, y ciertamente no es identificable sólo con el maltrecho Afganistán, como Pearl Harbor pudo identificarse con Japón. Como la economía de hoy, como la cultura de masas, como las enfermedades pandémicas (pensemos en el sida), el terrorismo se burla de las fronteras. Por otra parte, hay estados que sí figuran en el centro de la historia. Arabia Saudita ha provisto por todo el mundo el apoyo principal al movimiento wahhabi (no es accidental que Bin Laden sea, por así decirlo, un príncipe saudita), al tiempo que durante el mismo periodo la monarquía saudita ha sido el aliado más importante de Estados Unidos en el mundo árabe. Hay muchos, entre los miembros más jóvenes de la élite saudita además de Bin Laden, que ven la cooperación de la monarquía saudita con los Estados Unidos como una gran traición "civilizacional". Una guerra a gran escala dirigida por los Estados Unidos contra el movimiento terrorista identificado con Bin Laden, corre el riesgo de echar abajo a la monarquía "reaccionaria" y lograr que los "radicales" lleguen al poder en Arabia Saudita. Y este es sólo uno de los muchos dilemas que enfrentan los hacedores de política estadounidenses. 3. Usted ha apuntado que cualquier comparación con Pearl Harbor es inapropiada. Como usted sabe, Gore Vidal en su último libro The Golden Age sostiene la tesis de que Roosevelt provocó el ataque japonés a Pearl Harbor para permitirle a Estados Unidos entrar en la guerra junto con Gran Bretaña y Francia. La opinión pública y el congreso estadounidenses estaban en contra de entrar en la guerra; sólo en caso de ataque podía Estados Unidos haber declarado la guerra. Algunos otros intelectuales estadounidenses se han unido a Vidal para sostener que Estados Unidos ha estado provocando al mundo islámico durante años y que, en consecuencia, el cuestionamiento de la política estadounidense es inevitable. ¿Cuál es su opinión? Como ya lo he sugerido, creo que la comparación del 11 de septiembre con Pearl Harbor no sólo es inapropiada sino engañosa. Sugiere que tenemos otro país contra el cual pelear. La realidad es que las fuerzas que buscan humillar al poder estadounidense son, más bien, subnacionales y transnacionales. Osama bin Laden es, cuando mucho, el ejecutivo en jefe de un vasto conglomerado de grupos terroristas. Gente informada cree que él es incluso un poco una figura de adorno, valorado más por su dinero y su carisma que por su talento operativo. Visto así, es un núcleo de militantes egipcios el que realmente está proporcionando la inteligencia para un programa en marcha de operaciones del cual puede esperarse que tenga lugar en muchos países. He sido una crítica ferviente de mi país casi por tanto tiempo como Gore Vidal, aunque espero que con más tino, y doy por hecho que el cuestionamiento de la política exterior estadounidense es siempre tan deseable como inevitable. Una vez dicho esto, no creo que Roosevelt provocó el ataque japonés sobre Pearl Harbor. El gobierno japonés realmente se había atado a la locura de empezar una guerra con los Estados Unidos. Tampoco creo que Estados Unidos haya estado provocando durante años al mundo islámico. Estados Unidos se ha comportado de una manera brutal, imperial, en muchos países, pero no está metido en una operación abarcadora contra algo que puede llamarse "el mundo islámico". Y con todo lo que deploro la política exterior estadounidense -y la arrogancia y la presunción imperial estadounidenses- lo primero que hay que tener en mente es que lo que ocurrió el 11 de septiembre fue un crimen espantoso. Como alguien que durante décadas ha estado en primera fila entre aquellos que han gritado contra los entuertos estadounidenses, me he llamado particularmente a ultraje, por ejemplo, con el embargo que ha traído tanto sufrimiento al empobrecido, oprimido pueblo de Irak. Pero la óptica que detecto entre algunos intelectuales estadounidenses y muchos intelectuales bien-pensant en Europa; la óptica de que Estados Unidos ha traído ese horror sobre sí mismo, de que Estados Unidos es, en parte, culpable por las muertes de estos miles ocurridas en su propio territorio: esta no es, repito: no es, una óptica que yo comparta. Cualquier intento de perdonar o condonar esta atrocidad culpando a Estados Unidos -y aunque haya mucho de qué culpar a la conducta estadounidense en el extranjero- es moralmente obsceno. Terrorismo es el asesinato de gente inocente. Esta vez, fue un asesinato masivo. Más aún, creo que es un error pensar en el terrorismo -este terrorismo- como la búsqueda de demandas legítimas por medios ilegítimos. Permítame ser muy específica. Si mañana hubiera una retirada unilateral de Israel de la Orilla Occidental y de Gaza seguida, un día después, por la declaración de un estado palestino acompañado por plenas garantías de ayuda y cooperación israelíes, creo que ninguno de estos eventos deseables retractaría en algo en los proyectos terroristas que ya están en curso. Los terroristas se escudan a sí mismos en agravios legítimos, como ha señalado Salman Rushdie. Su propósito no es la corrección de estos entuertos: sólo su pretexto desvergonzado. Lo que buscaban lograr aquellos que perpetraron la masacre del 11 de septiembre no era corregir los males hechos al pueblo palestino, o aliviar el sufrimiento del pueblo en la mayor parte del mundo musulmán. El ataque es real. Es un ataque contra la modernidad (la única cultura que hace posible la emancipación de las mujeres) y, sí, contra el capitalismo. El mundo moderno, nuestro mundo, se ha dejado ver como algo seriamente vulnerable. Una respuesta armada -en la forma de un conjunto de complejas operaciones antiterroristas cuidadosamente enfocadas; no en la forma de una guerra- es necesaria. Y justificada.


Entrevista a Der Speigel: Oposición a la invasión (2003):
Detrás de la ya irrefrenable determinación del equipo de George W. Bush de llevar adelante sus planes de ataque a Irak se encuentra la vocación de dominio mundial de una nación caótica y violenta, que favorece la pena de muerte y la posesión de armas en los hogares mientras practica gran variedad de religiones y se empeña en moralizar a otros, señala la escritora estadounidense Susan Sonntag en entrevista concedida al periódico alemán Der Spiegel. El 11 de septiembre, subraya, no hizo sino dar el pretexto para un proyecto cuyo objetivo es reconfigurar Medio Oriente. -El gobierno de Bush al parecer está totalmente resuelto a librar una guerra contra Saddam Hussein. ¿Usted cree que se pueda impedir el ataque? -Creo que no hay posibilidad alguna de impedir esta guerra. Incluso aunque se deponga, asesine o exilie a Saddam Hussein, los estadounidenses pretenden ocupar Irak. Están decididos a configurar Medio Oriente de nuevo. -Hay mucha resistencia en Europa, como han probado las manifestaciones, y sentimientos encontrados en Estados Unidos, como señalan las encuestas. -Pero véase la retórica del gobierno de Bush. Ese "nosotros" que Bush, Cheney, Rumsfeld y Powell emplean es un "nosotros" mayestático: no es el "nosotros" de la Constitución, el "nosotros el pueblo". Aunque se le pudiera demostrar a Bush y sus asesores que las mayorías rechazan la guerra, su respuesta sería: "Es nuestro cometido ejercer el mando". La política exterior no está sujeta al sistema democrático. Han adoptado una política que es, por decir lo menos, muy peligrosa. -¿Está sugiriendo que el presidente Bush utilizó el 11 de septiembre como pretexto para ejecutar lo que ya tenían previsto hacer, es decir, invadir Irak? -Sí. El periodista Bob Woodward refiere en su reciente libro, Bush en guerra, que ya el 12 de septiembre Rumsfeld y su equipo estaban debatiendo la opción de atacar a Irak primero y luego Afganistán. Los sucesos del 11 de septiembre fueron el portal. El personal de asuntos exteriores de Bush advirtió de inmediato que a partir de aquel momento todo era posible: una nueva política exterior, radical, en la que la expansión militar estadounidense podía justificarse como mera defensa propia. -Ya queda poca de aquella inicial adhesión europea a Estados Unidos por haber sido víctima de atentados terroristas. De hecho, hay en la actualidad una creciente reprobación a la beligerancia estadounidense. ¿Se está abriendo un abismo entre Europa y Estados Unidos? -Sí, hoy día, cuando Estados Unidos obra con arreglo a esos principios que lo distinguen, que lo han distinguido siempre de las sociedades de Europa occidental, la distancia parece más amplia. La cuestión bélica es sólo la punta del iceberg. Pues si bien Estados Unidos ha cambiado, también Europa ha cambiado en el último medio siglo. Cambiado de manera espectacular. Véase, por ejemplo, la cuestión de la pena capital. La amplia mayoría de los estadounidenses no puede entender siquiera las razones que se oponen a su aplicación. Para ellos, no estar dispuesto a aplicar la pena de muerte implica que no se está dispuesto a castigar a quienes cometen crímenes. Si un ciudadano de un país europeo le responde, "Sí castigamos a los criminales, pero no los matamos", les parecerá una respuesta incomprensible. Otra diferencia es que los gobiernos europeos y sus poblaciones han comprendido la necesidad y sensatez de renunciar a su soberanía en algunos aspectos... -...como abandonar su moneda. -Sí. En Estados Unidos el proyecto de ceder parte de la soberanía a un organismo internacional es literalmente inconcebible. Otra diferencia es que Europa es secular, profundamente secular, en cambio la inmensa mayoría de los estadounidenses cree o dice que cree en Dios, y habitualmente asiste a alguna especie de servicio religioso. Estados Unidos es un país anárquico en diversos sentidos y tolera una violencia extraordinaria en su seno. Me viene a mientes el muy preciado derecho a poseer armas y a emplearlas cuando se sospecha una amenaza. Es asimismo un país al que le gusta moralizar. El lenguaje extremado de Bush -nosotros contra ellos, la civilización contra la barbarie, América la buena contra el eje del mal- es muy bien recibido en las provincias de Estados Unidos. -La resistencia de Estados Unidos a ceder soberanía ¿es la razón de fondo de su talante unilateral, de su rechazo a firmar los acuerdos de Kyoto o a brindar su apoyo al Tribunal Penal Internacional? -Sí, el grupo de Bush es consecuente. Por qué habrían de integrarse a tratado alguno si eso implica que un día se les impedirá hacer algo que consideran de interés para Estados Unidos. Por principio este gobierno no tiene deseos de firmar tratado o acuerdo alguno. -Entonces ¿cómo explica el hecho de que Estados Unidos se haya dirigido a la ONU para obtener el respaldo a la guerra contra Irak? -Sabían que no podían comenzar la guerra al menos hasta marzo. Fue un modo de ocupar los meses necesarios para trasladar las tropas y pertrechos y preparar la invasión. Es evidente que el gobierno de Estados Unidos preferiría contar con la resolución del Consejo de Seguridad para respaldar su invasión, y es muy probable que al final la consigan. Pero la política oficial es que Estados Unidos no se detendrá si no puede obtener dicha resolución. La ausencia de una resolución sólo demostrará, en palabras de Bush, que la ONU es "irrelevante". -¿Cuál es su postura personal frente a la guerra? ¿Se considera pacifista? -Como casi todas las personas que conozco, participé en la enorme manifestación en Nueva York. Sin embargo, no soy pacifista. Estoy en contra de esta guerra en particular. Pero no pienso que recurrir a la fuerza armada sea injustificable siempre y en toda circunstancia. -En Bosnia y en Kosovo, por ejemplo, ¿la guerra era lícita? -Sí, me parece que la intervención de la OTAN -para impedir la agresión a Bosnia- estaba justificada. El propósito era poner fin a una matanza terrible, y en efecto cumplió con ese propósito. Lo lamentable es que esa mínima aplicación de fuerza habría podido terminar con aquella guerra dos años antes. Pues cuando las bombas cayeron finalmente, en agosto de 1995, no murió ni una sola persona que no combatiera. Pero ello no detuvo a Milosevic, que entonces se dirigió a Kosovo. Por desgracia muchos ciudadanos de Kosovo murieron durante los bombardeos de la OTAN. -¿Dónde comienza su desacuerdo con la guerra contra Saddam Hussein? -Comienza reconociendo la complejidad de la posición contraria a la guerra. Saddam Hussein es un dictador de una perversidad sin límites que ha causado la muerte de cientos de miles de personas en su país. La invasión a la que me opongo acaso la reciba con beneplácito buena parte, si no es que casi todo, el pueblo iraquí. -Entonces ¿por qué se opone a esta guerra ? -Porque hay muchas otras opciones. Siempre hay otras opciones frente al bombardeo de las ciudades. Por ejemplo, los estadounidenses -por diversas razones evidentes- no van a bombardear Pyongyang, aunque Corea del Norte sea mucho más provocador que Irak en lo que se refiere a la posesión de "armas de destrucción masiva". Los estadounidenses no tienen que bombardear Bagdad o ninguna otra ciudad. Habrá una guerra porque se proponen invadir Irak. Sin duda no tienen intención de ocupar Corea del Norte. -Desde la guerra de Vietnam los estadounidenses han estado obsesionados con el trauma de combatir en una guerra injusta o impopular. ¿Por qué no sigue obsesionándoles su fracaso en Vietnam? -Por la carencia de una oposición política viable. En efecto, ya no hay dos partidos políticos en Estados Unidos. Sólo nos queda uno, el Republicano, una de cuyas ramas se denomina a sí misma Partido Demócrata. Hay suficientes opositores entre diversos sectores del electorado, pero esa gente no está representada en el sistema político. En los años 60 y 70 aún tenía lugar un debate abierto y vivo sobre las cuestiones fundamentales de la política nacional y extranjera entre quienes eran elegidos a los cargos públicos. Hoy día hay un acuerdo en lo esencial. -Justo después del 11 de septiembre usted publicó un comentario que indignó a muchos estadounidenses. Se le amenazó de muerte y fue vilipendiada en la prensa. Se le llamó Osama Bin Sontag, se hicieron llamados para que se le despojara de su ciudadanía y se le deportase, entre otros. ¿Cómo explica esta reacción? -Bien, después del 11 de septiembre el lema fue "Unidos resistimos". Por lo que a mí se refiere aquel lema significaba: No pienses, sé un buen patriota y haz lo que te ordenemos. -La casualidad quiso que usted estuviera el 11 de septiembre en Berlín, donde tenía prevista una visita de unas semanas, y no en Nueva York, donde reside habitualmente. ¿Ese hecho cambió las cosas? -Sí, lo que escribí. Escribir desde Berlín implicaba que, como casi todo el mundo, estaba viendo las imágenes transmitidas por televisión, y no desde el techo del edificio de apartamentos donde vivo, desde el que se podía ver el World Trade Center. El resultado -un buen resultado, me parece- fue que me concentré en cómo se estaba difundiendo el atentado y cómo se le integraba a una ideología de la superioridad y la presunta inmunidad de Estados Unidos, en lugar del patetismo y el horror propios del suceso. Si hubiese estado en casa, en Nueva York, no habría buscado que la televisión me suministrara idea alguna sobre las implicaciones del atentado. -¿Qué aspecto de lo que escribió perturbó a algunas personas? -Lo que parece haber perturbado casi a todos fue la afirmación de que si bien el atentado era sin duda un crimen terrible y absolutamente reprensible, no era verdad -como después se afirmó a menudo justo- que los terroristas habían sido unos cobardes. La gente infirió que yo estaba elogiando o al menos condonando a los terroristas. Eso es absurdo, claro está. La afirmación de que un criminal puede ser valiente no equivale a afirmar que sus acciones son válidas en el terreno moral. Coincido con Aristóteles en que la valentía, si bien es una virtud, no es una virtud moral. También censuré la descripción según la cual el atentado terrorista había sido contra la civilización misma. -¿Qué piensa acerca de la opinión, frecuentemente expresada, de que el 11-S se inscribe en el choque de culturas o civilizaciones? -Seré cautelosa en un empleo tan beato de la palabra civilización. Pero sí, sin duda hay un choque de valores que se centra en el proyecto de la modernidad. Una parte esencial de ese proyecto consiste en la emancipación de la mitad de la humanidad a la que por casualidad pertenezco: las mujeres. El radicalismo islámico atrasa el reloj para las mujeres. Vivo en la parte del mundo en la que se sostiene que éstas deberían tener idénticas oportunidades y responsabilidades que los hombres. Claro, todos los fundamentalismos religiosos son perniciosos para las mujeres en alguna medida. Pero su represión y sometimiento es mucho más grave en el fundamentalismo islámico: una corriente radical que irriga todo el Islam, afecta cada vez a más personas y se sustenta en los sentimientos encontrados respecto de la modernidad. Los hombres musulmanes están siendo movilizados en todo el mundo para protestar contra la injusticia, el fracaso económico, la ineptitud política y la corrupción de sus propios países, a fin de convertirlos en soldados en una guerra religiosa cuyo frente más importante no es el imperialismo de Estados Unidos, sino la guerra contra las mujeres. -¿No es ése también un motivo razonable para que el gobierno de Bush reestructure Medio Oriente para hacerla una región más democrática? -Pero ¿será acaso más democrática? Claro, muchos iraquíes no quieren otra cosa que el derrocamiento de ese dictador execrable, y espero en verdad que Saddam Hussein sea depuesto y se le dé muerte. Pero no mediante una invasión estadounidense a Irak, la cual supone la muerte de muchas personas que no combaten. Los iraquíes ya han sufrido bastante. -¿Qué consecuencias de la invasión le preocupan más? -Una consecuencia que podría darse por hecho, si los estadounidenses prosiguen con su guerra, es que habrá más terrorismo en el extranjero. Otra es que las fuerzas seculares se debilitarán aún más. Aunque Hussein es en verdad el monstruo que todos dicen, tal vez lo único ventajoso sea que es un monstruo secular. Su remoción del poder de este modo podría conducir a un régimen fundamentalista. El radicalismo islámico como fuerza política tiene eco a lo largo y ancho del mundo. Claro, no puede "derrotar" a Estados Unidos en el sentido militar. Pero puede poner en peligro las libertades democráticas por doquier, y producir una nueva suerte de guarnición o sociedad militarizada en la que cada cual se acostumbre a vivir bajo la amenaza de lo que ahora denominamos "terror".


Muertos ajenos:
Nadie ha colgado en su Facebook la bandera de Irak, no se han cruzado por las redes millones de tuits lamentando la última masacre en una nación destruida y castigada por todas las guerras y todos los enemigos. Solo algún medio nacional lleva la matanza a sus portadas. Y es que lo que ocurre lejos de nuestra geografía sentimental no ocurre en realidad: solo en las 1.080 líneas efectivas de nuestra televisión de plasma, o en las ondas, entre la información sobre el tipo que insulta a un extranjero comunitario en el metro de Londres y la muerte de ese director de cine que nos abrió las puertas del cielo y el espíritu del cazador. Sin embargo, a pesar del patético olvido de todos esos muertos tan muertos como los otros, tan cercanos para los suyos, tan reales, las cuentas sí resultan concluyentes: solo cinco de cada cien asesinados en acciones terroristas ocurridas en todo el planeta desde que el 11-S inició la nueva era de la guerra lo han sido en las viejas metrópolis. Recordamos los nombres de nuestras capitales más próximas sacudidas por las nuevas formas de esta guerra de ejércitos secretos: Madrid, Londres, París, Bruselas, Orlando, quizá incluso Estambul o Casablanca. Recordamos los lugares comunes, visitados o conocidos por el cine, la televisión, las charlas con amigos viajeros. Forman parte de nuestro propio patio, y en ellos una explosión que no sea un accidente de una bombona en mal estado parece irreal, ajena, imposible. En Bagdad un atentado es solo otra muesca en la historia de la derrota que persigue al territorio del Tigris y el Éufrates, el lugar donde empezamos a ser de verdad humanos modernos, a conocer la agricultura, la escritura, los impuestos, el estado. ¿Pero a quién le importa eso? Nadie sufre por los muertos lejanos, ni por la destrucción de esas sociedades imperfectas, pero funcionales, ni por la desaparición de todo vestigio de culturas milenarias en las que la Humanidad que hoy conocemos dio sus primeros pasos. Nadie sufre por eso ni en la Europa en crisis, abotargada por sus propios problemas, histérica ante la avalancha migratoria, ni en esos EEUU cada día más cerrados sobre sí mismos, decididos a levantar inútiles muros. Nadie hace cuentas por la destrucción de miles, decenas de miles, centenares de miles de vidas en el próximo Oriente. Vidas arrasadas por la lógica de aquella guerra de venganza del segundo Bush, una guerra por el petróleo y el orgullo, una guerra solo de destrucción y saqueo, que desestabilizó para décadas la región y legitimó a los hijos del odio, el rencor y la yihad. Porque lo que hoy tenemos, este paisaje de geografías desoladas pero distintas, donde todos los demás son sospechosos, donde a veces mueren los nuestros y siempre mueren los otros, es fruto de aquel mal cálculo guerrero de los halcones de Bush y sus informes trucados. Fue un mal negocio, aquel cálculo de soldados muertos por galón de fuel, un descargue de violencia que hizo ricos a algunos, pero arruinó a Estados Unidos y provocó esta crisis. Y esta nueva guerra donde nunca mueren militares. Y este retroceso enorme de un tercer mundo con el que Occidente no quiere tener nada que ver, mientras les vendemos desde lejos una cultura irreal basada en la abundancia y el lujo, en la avaricia y el despendole. Geografías distintas, muertos distintos, una Humanidad partida. (Francisco Pomares, 05/07/2016)


Informe Chilcot:
¿Sirve de algo pedir perdón ahora? El informe elaborado por John Chilcot refleja tras siete largos años de investigación que Tony Blair abordó la participación de Reino Unido en la invasión de Irak en 2003 “antes de agotar todas las opciones pacíficas” basándose en una “inteligencia defectuosa” y que la certeza con que se presentó “no estaba justificada”. El ex jefe de Gobierno británico pide disculpas hoy. Atrás quedan los 250.000 muertos, entre ellos nuestros ocho agentes del CNI, el reportero José Couso, el corresponsal Julio Anguita Parrado… tantos otros. Y el país destrozado. Pero lo peor es la herencia. Una herencia maldita: la terrible situación que atenaza al mundo, el terrorismo yihadista, el miedo, el odio, la venganza, la locura. No era necesario. El 27 de enero de 2003 firmé un artículo en este periódico titulado El ataque de los clones. Afirmaba: “Frente a una absurda dinámica de prisas y carreras, cual si estuviéramos en periodo de instrucción militar con un sargento de rostro terrible martilleándonos a gritos al marcar el paso, lo desconocemos absolutamente todo, aunque parece que ya poseyéramos todo el conocimiento por los miles y miles de párrafos escritos y hablados. Sin embargo, sólo el socio privilegiado de Washington, Tony Blair, la otrora esperanza blanca de la izquierda europea y su tercera vía ahora convertido en mero comparsa militarista del dios americano, parece saber algo. Y, ello suministrado por unos servicios secretos cuya efectividad deja mucho que desear, con licencia para matar, y, por tanto para mentir; faltaría más”. Y preguntaba: “¿Dónde está el derecho de defensa del pueblo de Iraq?” Recuerdo después el 15 de febrero en Madrid, con mi familia, en la manifestación en que millares de ciudadanos reclamamos la paz. No queríamos esa guerra, ni aquí ni en país alguno. Nosotros no éramos ajenos. Allí estaba el Partido Popular con José María Aznar al frente. A él me dirigí, el 4 de marzo de 2003, en otro artículo: “Señor presidente, ¿cómo puede usted hablar en referencia a la decisión iraquí de destruir los misiles Al Samud 2 como ‘juego muy cruel con el deseo de paz de millones de personas en el mundo?’ No se ha dado cuenta de que estos millones que usted cita están a favor de que no se intervenga en Irak, es decir, en contra de su postura, la del señor Blair y la del señor Bush.” Le recordaba que hasta donde yo conocía “no existe al día de hoy ni un solo indicio de que la implicación de Sadam Huseim con Al Qaeda existe. Quien acusa tiene la carga de la prueba y no puede desplazar esta obligación a otros, y ustedes no han aportado esa prueba”. Ese artículo tuvo un efecto inmediato. La apertura de diligencias informativas contra mí en el Consejo General del Poder Judicial. Hablo del mismo Aznar que en el año 2007 aseguró en una conferencia impartida en Pozuelo de Alarcón que su Gobierno “tomó la decisión que tomó porque creía que era lo más conveniente para los intereses nacionales” y aseguró estar convencido de que “a pesar de las dificultades”, el tiempo le “daría la razón”. Nunca se la dio. Se demostró que el eje del mal que señalaba Bush y las armas de destrucción masiva que según decía lo sustentaba, no eran más que fantasías, argumentos espurios para llevar adelante una acción que causó sufrimiento, dolor y rencor. Ni más ni menos. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Ahora qué hacemos con los muertos, con la destrucción, con la rabia, con la malversación de tantos millones invertidos en tanto coste humano? “Nos equivocamos. ¡Qué pena! Lo sentimos”. Ya está. Pues no. No se puede permitir que los autores de tal desaguisado salgan incólumes y escuchar afirmaciones como la que con toda desfachatez ha proferido el entonces ministro de Defensa, Federico Trillo, aseverando que España no estuvo en la guerra de Irak. Esta nueva mentira del hoy embajador en Londres tendría que suponer su cese inmediato, solo por la dignidad de las víctimas que parece despreciar. Necesitamos conocer el alcance de la responsabilidad en que nos sumió nuestro jefe de Gobierno tan ufano tras aquel retrato en las Azores. Su vanidad le salió muy cara a España. Habrá que ver quién paga ahora los desperfectos desde la óptica penal y la económica. Aquí en casa una colección de políticos miraban con soberbia y malos modos a quienes estábamos en desacuerdo. Todos tienen que responder tras habernos embarcado en una aventura de sospechosos intereses y muy cruentos resultados. Empezando por el entonces vicepresidente Mariano Rajoy quien opina que ya han pasado 13 años. Olvida su vehemente alocución a favor en el debate en que el Parlamento con los votos del PP, dio vía libre a la intervención de España para gloria personal de su jefe Aznar. Dijo que los socialistas actuaban de modo “burdo, ridículo y mezquino” y que en contra de lo que la oposición defendía, intervenir podía ser un método de presión eficaz para “lograr el desarme pacífico de Irak”. Sin más opciones. Sufrimos hoy los lodos procedentes de aquellos barros. Eludir el instrumento que supone la justicia sustituyéndola por la fuerza bruta y la violencia, solo sirve para ocultar intereses inconfesables y destruir la vida de generaciones de seres humanos condenándoles a la desesperanza. Si algo hay que aprender es que las armas no son la respuesta para todo. Reflexionemos: ¿Qué adultos hemos creado de aquellos niños que vivieron una invasión cruel y sin sentido y vieron morir a sus familias y a sus amigos? ¿Qué seres humanos se forjan en esos pequeños obligados a huir de sus hogares, acogiéndose a un inexistente refugio, sintiéndose rechazados y maltratados por una Europa supuestamente defensora de los Derechos Humanos? Siento vergüenza, preocupación y una necesidad imperiosa de que hagamos algo sabiendo que el tiempo corre y la desazón es cada vez mayor. Recuperemos la verdad para no errar de nuevo. Urge elaborar ya nuestro propio informe Chilcot. (Baltasar Garzón, 09/07/2016)


Chilcot: Impunidad:
Los hechos establecidos por John Chilcot durante los siete años que ha durado la investigación son abrumadores. Es un auténtico acta de acusación que clama por algún tipo de satisfacción penal por las responsabilidades personales de Tony Blair. Fue una guerra ilegal e injusta, en la que se enmascaró un cambio de régimen bajo el disfraz de una guerra preventiva, ante la falsa amenaza de un ataque con unas armas de destrucción masiva inexistentes que podía producirse en 45 minutos. El número de delitos probablemente sería largo, porque a las mentiras de la preparación de la guerra se añade la irresponsabilidad de quienes organizaron una caótica posguerra todavía más catastrófica. Si la invasión de Irak y el derrocamiento de Sadam Husein fueron ilegales y organizados con mentiras y manipulaciones, nada se hizo después que diera algo de legitimidad a la invasión y a la desaparición del déspota, como ha ocurrido tantas veces en la historia, en forma de beneficios para los iraquíes y de estabilidad en la región. Al contrario, la destrucción de sus fuerzas armadas y de la estructura entera del Estado abrió las puertas al infierno de una guerra civil entre chiíes y suníes que en propiedad todavía no ha terminado y se ha convertido en el monstruo del Estado Islámico. Difícilmente sirve en este caso la doctrina del mal menor para defender los desastres ocasionados por esta guerra ante el mal mayor que todavía hoy Blair y Bush pretenden blandir con el espantajo de Sadam Husein. Hay un delito que cuadraría perfectamente con lo que hicieron ambos en la guerra de Irak, con la ayuda diplomática y la complicidad política de Aznar. Es el crimen de agresión, surgido como figura jurídica en los juicios de Nuremberg contra el nazismo y reivindicado en el tratado de creación de la Corte Penal Internacional, el llamado Estatuto de Roma de 1998, como figura delictiva a incluir en el futuro a través de las enmiendas a dicho tratado, como así se hizo en la revisión de 2010. El problema es la no retroactividad de las leyes: cuando se cometió presuntamente el crimen, en 2003, todavía no estaba incluido en el Estatuto de Roma. Para colmo, los procedimientos de ratificación y de entrada en vigor solo convertirán en perseguible el crimen de agresión a partir de 2018. La fiscalía de la Corte Penal Internacional (CPI) no ha ocultado su incomodidad con el contraste entre la impunidad de los dirigentes occidentales cuando vulneran la Carta de Naciones Unidas y la exclusiva inculpación de ciudadanos africanos con los actuales instrumentos legales del tribunal. Los 39 inculpados hasta ahora son todos africanos. También son africanos los únicos jefes de Estado objeto de investigación o persecución legal, como el difunto líder libio Muamar el Gadafi o el actual presidente de Sudán del Norte, Omar Al-Bashir. Otro jefe de Estado africano, Hissène Habré, presidente de Chad entre 1982 y 1990, ha sido condenado a cadena perpetua por crímenes contra la humanidad, violación, esclavitud forzada y múltiples homicidios y asesinatos, por una corte especial creada por Senegal por encargo de la Unión Africana, en un caso ejemplar que ha hecho prescindible en esta ocasión la actuación de la CPI. No es el único contraste. Ha habido al menos dos investigaciones y centenares de denuncias por crímenes de guerra por la muerte de detenidos iraquíes bajo custodia británica, algunas ante tribunales británicos y otros ante la CPI, aunque solo el cabo Donald Payne ha sido condenado a un año de prisión. Sería una cruel ironía que el Informe Chilcot sirviera para perseguir soldados y jefes militares británicos y no diera lugar en cambio a indagación alguna sobre Tony Blair. De ahí que la fiscalía de la CPI haya aclarado muy sutilmente en una nota que “sugerir que la CPI haya descartado la investigación sobre el ex primer ministro por crímenes de guerra pero pueda perseguir a los soldados es una deformación de los hechos”. Ni un solo jurista ha expresado hasta ahora su confianza en que Tony Blair, al igual que George Bush, se sienten algún día en el banquillo, ya sea de sus respectivos tribunales nacionales ya sea de la CPI, a pesar de que lo han pedido parlamentarios británicos como Jeremy Corbyn o Alex Salmond y el obispo sudafricano y premio Nobel de la Paz, Desmond Tutu. En el caso del expresidente de Estados Unidos, porque el Senado de su país ni siquiera ha ratificado el tratado internacional que lo crea, a pesar de que su antecesor Bill Clinton lo firmó en Roma. George W. Bush boicoteó todo lo que pudo a la CPI y aprobó, incluso, un paquete legislativo para impedir que sus soldados y ciudadanos pudieran ser inculpados o perseguidos bajo la jurisdicción universal. El Informe Chilcot tendrá una lectura fácil y demagógica: demuestra la impunidad del hombre blanco, del máximo responsable político frente a los soldaditos que obedecen órdenes, de los honorables mandatarios occidentales frente a los déspotas africanos y árabes. En el momento populista que atravesamos, las opiniones públicas exigen gestos ejemplarizantes y cabezas que rueden. Se da por descontado, en cambio algo que no lo está en absoluto en la gran mayoría de los países, como es que una comisión de investigación, por encargo del Gobierno, realice un ejercicio de transparencia de tanta trascendencia y llegue tan lejos en la documentación y determinación de responsabilidades políticas como ha hecho John Chilcot. Una nueva paradoja del caso es que esto sucede en pleno Brexit, el movimiento soberanista que no solo pone en cuestión la dependencia de Reino Unido de la legislación y los tribunales de la UE sino incluso de la legislación internacional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo. No es extraño ni anecdótico que Alex Salmond haya planteado la posibilidad de que Tony Blair sea juzgado algún día por crimen de agresión en los tribunales de esa Escocia que busca tras el Brexit su independencia y la adhesión a la Unión Europea. Para el Parlamento británico el Informe Chilcot no es tan solo un ejercicio ejemplar de transparencia que demuestra el vigor de la democracia británica, sino también un estímulo para ratificar las enmiendas que introducen el crimen de agresión en el Estatuto de Roma y dificultar así que en el futuro alguien pueda repetir una actuación como la de Blair desde el número 10 de Downing Street. Aunque el caso Blair no llegue nunca a La Haya, donde tiene su sede la CPI, parece haber pocas dudas de la contribución a la justicia universal que ha hecho Reino Unido con la comisión Chilcot y su informe. (Lluís Bassets, 10/07/2016)


Criminal de guerra:
A estas alturas de la película a nadie le cabe la menor duda de que la ­sociedad española es tan cómplice ante el delito económico que ocupará un puesto elevado en la lista de países corruptos, con una buena mayoría de ciudadanos indiferentes. Usted puede robar, si es posible al Estado, que es un ente que desde hace siglos nadie acaba de entender a quién pertenece, y salir de rositas, con felicitaciones, si no de los juzgados, que a lo más que llegan es a cierta complicidad visual, pero con las ovaciones del público elector. “¡Qué tío, dos cojones, desvalijó la comunidad autónoma y ahí le tienes, fresco como una lechuga y arrogante como un chispero! ¡La gente lo adora!”. El ladrón de Estado en España conserva cierta fama de jugador de fortuna. Posi­blemente haya algo de envidia, porque ­somos una sociedad formada a golpe de ­braguetazo con tronío. ¿Pero qué ocurre con los criminales de guerra? Después del Generalísimo no recuerdo ninguno salvo aquella mercadería ligada a las guerras africanas que se interesaban por la sisa en la intendencia, cortar alguna oreja mora de recuerdo macarra, y volver a casa con medallas de pago –para el personal no avezado, las condecoraciones se dividen entre las de “compensación económica” y las que sirven para decorar la pared del ­recibidor–. Una conmoción ética se ha producido. El informe del veterano lord John Chilcot –nueve años de trabajo y doce volúmenes de resultado– es una de esas singularidades que se producen en Gran Bretaña, junto a los sombreros de la Reina y la vestimenta más cursi que cualquier paleto pudiera imaginar. El documento encargado por el Parlamento sobre la alucinante invasión de Iraq, el derrocamiento de Sadam y el incremento del conflicto en la zona ha dado sus ­resultados. Los tres organizadores de la matanza moderna más cruel y de mayores consecuencias para nuestro futuro son tres irresponsables, según el equilibrio lingüístico británico, y tres asesinos en masa, conocidos en el lenguaje posterior a Nuremberg 1945 como criminales de guerra. Un idiota (un idiota de catálogo), cuyo acto más significativo fue dejar de beber para desgracia de la humanidad y dudoso beneficio familiar. El muñidor Tony Blair, un buscador de fortuna, cuya capacidad de desvergüenza verbal y física me supera –se convirtió al catolicismo apenas terminado su periodo criminal–; daría hasta lo que no tengo por saber qué le pusieron de penitencia, 487 padrenuestros. Tantos como los muertos que provocó. Y por último, el atleta político de los 180 abdominales, digno heredero del más cínico periodista que hubo en España, Manuel Aznar Zubigaray, donde eran tan habituales como las chinches. El retoño, de pronto, asumió el papel de estadista circense, con una locución nasal que provocaba más risas que Harpo, el mudo de los hermanos Marx. En el 2012, los que se creen los reyes del universo, Bush y Blair, acompañadores de un señorito mesetario, que dudo sepa situar Palmira, se lanzan a la operación militar más importante desde la Segunda Guerra Mundial. Nada menos que trasladar el conflicto de la Europa de 1945 al indescifrable mundo musulmán: invaden Iraq, derriban a Sadam Husein e inmediatamente se dan cuenta de que la desaparición del dictador significa el vacío absoluto. Envían a un gringo de granja con botas de anuncio y aquello es el caos. Un Estado no es una mezcla de tribus, sino un sistema aferrado a un dictador que equilibra los poderes. Así era antes de los ingleses y después de los ingleses; siempre y cuando el petróleo quedara garantizado. Aquellos tres arrebatados occidentales abren la guerra política más compleja del siglo XXI, y con una irresponsabilidad a prueba de carro de combate alimentan militar y socialmente a las milicias islamistas. Su inminente enemigo. Es significativo que nadie quiera contar que los fugitivos de Siria vivieron en situación de seminormalidad desde el 2012 y que empezaron a huir en el 2016. ¿Qué pasó entre medio? ¿Eran el poder? ¿Conservaban su estatus y colaboraban con las milicias islámicas que dominaban el territorio, armadas por Arabia Saudí y Estados Unidos? Si la guerra empezó en el 2012, ¿cómo es que aparecen en el 2016 emigrantes afganos, sirios, iraquíes… Tomando como modelo la guerra civil española sería incomprensible. Pero ahí cuentan las religiones, los apoyos externos, el intento norteamericano de derribar a El Asad de Siria, que se saldó con la mayor vergüenza militar que uno pueda imaginar. Es como si antes de salir corriendo de Vietnam los norteamericanos les hubieran pedido ayuda a los chinos para sobrevivir en aquel berenjenal en el que voluntariamente se habían metido. En este caso, a los rusos. Si siempre se ha dicho que el intento de ocupar Egipto durante el conflicto del Nilo (1956) fue la última gran operación colonial de Occidente, ahora podríamos añadir, a falta de muchos datos, que la aventura afgano-sirio-iraquí –no digamos libia– que se inició en 2012 es una parodia de aquellas grandezas imperiales que relata Aznar con su acento nasal de empleado de los señores que hablan un inglés suelto. Pero ese criminal de guerra ha pasado por las arenas del desierto, asesinando niños, mujeres y ancianas –eso que repiten tanto para conmovernos cuando se trata del malvado adversario–. Seríamos unos frívolos irresponsables si no exigiéramos responsabilidades por el más de medio millón de muertos que ha costado la machada, y si no dejáramos de admitir que ese chulillo de chiscón siguiera dando lecciones de cosas de las que no sólo no tiene ni idea sino de las que ha sido responsable. ¿O sea que Sadam tenía armas de destrucción masiva? “Bueno, la verdad es que estábamos equivocados”. Una panda de cínicos. Ni un servicio de información occidental hubiera apostado un penique; conocían Bagdad y Sadam, porque le daban de comer ellos. ¡Pero tú, José María Aznar, fuiste el más animoso en llevar una guerra, en la que nada te iba más que la fatuidad de mediocre con ambiciones, que costó medio millón de muertos! ¿Y nadie de esos partidos arrogantes y revolucionarios, entre comedero y comedero para su colocación en el negocio gubernamental, se atreverá a algo tan político y tan radical como poner en el banco de madera oscura de un juzgado a un tipo simple, malévolo, arrogante y sobre todo desdeñoso del ser humano, sea de Valladolid o de Tikrit, para plantearle que los últimos criminales de guerra no son los militares, que organizan la batalla, sino los gobernantes que ordenan la matanza? Como si los muertos fueran siempre anónimos y volviéramos a las colonias. ¿Aznar, criminal de guerra? Pues sí señor, como Bush o el Blair recién confesado. Porque toda esta oscura historia está repleta de sangre y basura, como los refugiados. Carne de cañón, que durante años estaban desaparecidos. Ni se tuvo noticia de refugiado alguno, y ahora las potencias europas, empezando por la presión de Estados Unidos, no hay día que no nos recuerden que ¡es nuestro problema!, que echan sobre la pobre Grecia. La guerra civil española, su final, es un espejo en el que se refleja la desvergüenza de los promotores. Aznar debe saberlo muy bien, porque su abuelo, antes de ser director de este periódico, fue un ejemplo decisivo en las grandes operaciones de desplazados de todos los derrotados de la segunda Gran Guerra, especialmente los españoles. La izquierda, si se ha distinguido en algo en la historia española, es por reivindicar causas evidentes, aunque fracasara. Hay un banco en el juzgado, aquí o en La Haya, que le corresponde a José María Aznar, por criminal de guerra. ¿Eso no forma parte de la ruptura entre la casta política y la clase política? (Gregorio Morán, 16/07/2016)


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