Islam 2             

 

Islam:
Burka:
Mientras la opinión pública sigue con un interés morboso, y sin escandalizarse, la relación entre el rey Juan Carlos con una alemana, me pregunto cómo hubiera reaccionado si fuera la reina Sofía quien tuviera un “amigo entrañable”. Aunque, las leyes otorgan la igualdad entre los géneros, la persistente cultura patriarcal sigue sin reconocerla. Incluso puede que fuese ella misma, quien a pesar de su poder, renunciase por su educación tradicional y religiosa a ejercer este derecho. ¿En qué lugar queda su “libre elección”? “La voluntad propia de llevar el burka” y la libertad religiosa son los argumentos ofrecidos por el Tribunal Supremo para anular la Ordenanza del Ayuntamiento de Lleida que prohibía el uso del velo integral en edificios públicos. Que las religiones hayan instalado en los cerebros de sus adeptos “un gran hermano” armado con el fuego del infierno, lo cual hace innecesaria la presencia de un varón carabinero para que les coaccione, no justifica el profundo desconocimiento del Tribunal respecto al velo integral —que no es religiosa ni cultural— y los motivos de su uso, que es absolutamente político: es la marca de la corriente wahabita fabricada en Arabia Saudi. Por otro lado, de qué “libertad” se habla cuando se sabe que las mujeres emburkadas carecen del elemento fundamental que da sentido al ejercicio de la liberad: tener acceso a la información. Mujeres a las que se les prohíbe entrar en comunicación con otras personas, debatir ideas, viajar, ir al cine, escuchar música, amar, elegir al hombre con el que vivirán el resto de sus vidas, ni qué decir de participar en la vida social, ¿cómo pueden desarrollar libremente (dentro de las condicionantes convencionales) su personalidad, si el “plan” justamente es impedir que sean autónomas y libres? Además, no es lo mismo llevar niqab en occidente que en Arabia, donde los hombres, al no sentirse amenazados por rivales, les permiten trabajar y asomarse a la vida social. En Europa, ellas no son ni el segundo sexo. ¿Qué hay de “libre elección” en una niña de 9-10 años, que carece de idea sobre la religión, para cubrirse con esta prenda? Deben ser atendidas por psicólogos aquellas adolecentes con las hormonas a flor de piel, en España, en Dubái o en China, afirman que les gusta esconder su rostro para huir de las miradas de los chicos. El trastorno de personalidad que sufrirá una menor, adoctrinada en valores como obediencia, sumisión y represión de los instintos básicos y más humanos, asustada por el pecado que supone bailar, cantar, soltar una carcajada, tocar, vestirse de colores o hablar con un compañero, es intratable. Ni qué decir del secuestro de sus sueños y perspectivas. Vive permanentemente en un estado de terror: a la familia o a Dios. Para quienes dirigen este “feminicidio blando”, una niña es considerada adulta en sus obligaciones (las mismas que se le asignó hace unos siglos), y una adulta siempre es menor en cuanto a sus derechos, para cuyo ejercicio necesitará la autorización del varón. El velo tampoco protege a las mujeres de la agresión sexual, como suelen insistir. El índice de violaciones en los países musulmanes es mayor que en un país europeo, ya que al sistema patriarcal y la supremacía masculina que comparten, se añaden las prohibiciones sexuales; ni impide que ellas se conviertan en mujer-objeto, todo lo contrario, ya que aquella prenda oculta el nivel de la inteligencia, las virtudes, los pensamientos de su portadora, para transmitir el único valor que posee: ser una persona de sexo femenino, que desde la fidelidad será la propiedad exclusiva de un solo hombre. En un mundo lleno de incertidumbres y carencias —un valor seguro— tranquiliza a determinados varones. El Tribunal, que confunde el oscurantismo promovido por unos movimientos políticos con la cultura de millones de personas, en sus argumentos huye de la responsabilidad de vigilar los derechos de ciudadanía de estas mujeres que ya son o serán españolas y cuyo número crece paralelo al avance de la extrema derecha ultraconservadora. Las autoridades carecen de políticas de integración que impida la formación de guetos, donde el rechazo mutuo entre estas familias y los demás vecinos creará conflicto social, explotado por hombres de ambos lados que esperan su momento de gloria y poder. El velo y la religión En el Corán no existe ningún versículo que obligue o aconseje a las mujeres cubrirse la cabeza, el pelo y ni mucho menos el rostro. Para el libro sagrado la ropa es “como un adorno. Pero la ropa de rectitud es mejor” (7:26), y se diferencia del Génesis (3.7, 21) en el que los primeros humanos se cubrieron “sus vergüenzas”, por pudor. La libertad absoluta de vestimenta no existe en ningún país, de lo contrario uno podría ir en bañador a una reunión o andar por las calles con el uniforme Nazi. Suena a chantaje y manipulación afirmar que al prohibir el velo integral ellas serán las perjudicadas, se les impedirá salir a la calle, como si esto no fuera un delito: retención ilegal. Aunque en realidad, las emburkadas de las familias trabajadoras deben seguir realizando sus tareas domésticas: ir a comprar alimentos y llevar a los hijos al colegio; lo harán con un pañuelo y una túnica larga, lo cual sería un paso adelante. La occidentofobia y la modernofobia es la otra cara de la islamofobia. Impedir que las mujeres tengan relaciones con un entorno ominado por Koffar (no creyentes) es una forma impedir que se empapen de reivindicaciones, que desmoronaría su carcomido sistema. Es un acto de provocación hacer caricaturas de Mahoma y también lo es convertir esta prenda en la bandera del totalitarismo misógino, cuya doctrina, muy estructurada, otorga el estatus de “subhumano” a las mujeres: seres creados para servir al hombre y obedecerle hasta que la muerte de ella les separe. La segregación es una política al servicio de “divide y gobierna”. El relativismo religioso-cultural, que protege el esfuerzo de una “comunidad de mantener su seña de identidad”, impide la crítica hacia las costumbres humillantes o atroces, mitifica el atraso y el subdesarrollo (que no es el decrecimiento alternativo al consumismo deshumanizado), por no decir que oculta la pérdida de valores de una izquierda que hace unos años eran firmes e innegociables: empieza por “respetar” el velo, y termina por justificar la ablación, la poligamia y silenciar la violencia de género. La otra cara de la falsa defensa del laicismo es la de los políticos occidentales que financian y arman a los peores integristas en Afganistán, Irak, Libia, Siria y Mali para sus macabros y deshonestos fines. Autorizar el regreso del oscurantismo petrificado por los taliban europeos echa por la borda las conquistas sociales de aquí, y dificulta aun más la lucha de millones de personas allá por parar los pies a los que en nombre de Dios, siguen avanzando y dejando tierras quemadas detrás de sí. Sin rostro, no hay sociedad Las mujeres pashtunes de Pakistán y Afganistán llevan la prenda llamada burka (adulteración de la palabra purda, “cortina”) como signo de identidad étnica y no religiosa; por su parte el niqab, propio de las mujeres de la Península arábiga, y parecido a lo que llevan los hombres del desierto, es un invento para protegerse de las inclemencias del clima. Asignarle simbolismo de distinción étnica, social o religiosa, es posterior. Martha Zein, la analista de imagen, señala cómo el Occidente cristiano ha basado la individuación del ser humano en la existencia de un rostro —esa sede de los órganos de los sentidos—, y que fue Platón quien buscaba la “verdad” en la cara humana. Con el Renacimiento el rostro encarnó al individualismo moderno, que luego en el Pop-Art, y hoy en el Facebook, alcanza su máxima. Si el rostro es el espejo del alma, los gestos faciales y corporales juegan un papel importante en el desarrollo de la comunicación, el lenguaje, y la inteligencia. Aun así, el rostro, esa identidad individual e irrepetible de la persona, es más que eso. Una mujer a la que se le impide ver, oler, oír, sentir, tocar, es un cuerpo de mujer, existe de cara a su familia, no un ser social, carece de identidad. Las prohibiciones —como la ley contra la violencia de género—, son necesarias y deben ir paralelas a la concienciación social. En una sociedad avanzada la igualdad entre los sexos es un valor indiscutible e irrenunciable que debe ser cumplido. (Nazanín Armanian, 03/03/2013)


Fundamentalistas violentos:
Con el machete ensangrentado en las manos, el creyente que acaba de asesinar a un soldado en Londres se dirige con toda tranquilidad a la cámara más próxima y empieza a recitar su memorial de agravios: “Tenemos que atacarles como nos atacan a nosotros: ojo por ojo y diente por diente. Les pido disculpas a las mujeres que han tenido que verlo, pero en nuestro país las mujeres tienen que ver lo mismo…” No oculta su rostro con un pasamontañas ni escapa antes de que llegue la policía, como solían hacer, después del tiro en la nuca, los creyentes en la Euskal Herria Una, Grande y Libre. No tiene, por supuesto, la menor duda, pues defiende la Verdad Absoluta, como hacían los tribunales de la Santa Inquisición y los jueces al servicio del Padrecito Stalin. De hecho, si la Iglesia Católica y el Partido Comunista llegaron en sus buenos tiempos a tener el poder que tuvieron fue gracias a la firmeza con que compartían la fe en sus Pastores los respectivos rebaños. Dos bombas en el maratón de Boston. Un islamista acuchilla a un soldado francés siguiendo el ejemplo londinense. Un joven creyente de izquierdas muerto de un golpe en la cabeza por un joven creyente de ultraderecha en París. El Ejército egipcio, junto a la parte del país que quiere entrar en el siglo XXI, se levanta contra los creyentes musulmanes que quieren volver a la Edad Media y empiezan los choques sangrientos. Más atrás, los hutus y los tutsis, los católicos y protestantes en Irlanda del Norte, Ordine Nero y las Brigadas Rojas en Italia. Antes el Holocausto y el Gulag… No todos los creyentes son asesinos ni todos los asesinos son creyentes. Hay personas muy nobles que contribuyen a mejorar el mundo siguiendo sus creencias. Y hay incrédulos que matan para obtener un beneficio económico o acabar con un conflicto personal. Pero, como decía Solzhenitsyn, los crímenes particulares pueden llegar a causar unas docenas de muertos; para matar a miles de personas hace falta una ideología. Y cuando una ideología se blinda contra la argumentación racional, se impregna de emocionalidad y se convierte en el núcleo de la identidad grupal, es cuando propiamente se puede denominar “sistema de creencias”. Pero el creyente que, ante el cuerpo ensangrentado de su víctima, se dirige tranquilamente a una cámara para acusar al Ejército británico de asesinar musulmanes, muestra con ello (de forma especialmente diáfana) una característica habitual en los agresores creenciales: la convicción de la propia inocencia. No hay terrorista que no se considere víctima (real o potencial) del enemigo que amenaza a su pueblo (o a su religión, o a su clase, o a su tribu…). Todo criminal creyente se considera justo por definición. Aunque también es cierto que la mayor parte de los criminales de otros tipos (los que producen víctimas a menor escala cuantitativa, aunque no siempre con menor brutalidad) también suelen tener justificaciones que consideran irrefutables: el psicópata culpa de la barbaridad que ha hecho a su padre (o a los curas del colegio, o al jefe que lo explotó); el violador acusa a las mujeres de provocarle (o de humillarle, o de despreciarle); el delirante es un auténtico maestro en el arte de inventarse el más temible perseguidor… Hay tres características de las creencias (en el sentido estricto del término, no en el genérico) que las hace particularmente peligrosas. La primera es de tipo cognitivo, pues no hay forma de comprobar si lo que afirman es verdadero o falso (cuando la hay ya no son creencias, sino conocimientos científicos o ideas lógicas, unos y otras discutibles y modificables). La segunda es la carga emocional que el creyente deposita en ellas y que las hace adorables u odiosas, pero nunca afectivamente neutras. La tercera es que tienden a constituir el núcleo espiritual del grupo que las comparte y con ello se diferencia radicalmente de las comunidades vecinas de “infieles”, “extraños” o “bárbaros”. Esas tres notas juntas son las que explican la peligrosa tendencia de las creencias a transformarse primero en dogmas, después en fanatismo y por último (en el peor de los casos) en masacres. Ellas hacen que solo sea un verdadero creyente el que está dispuesto a morir (y sobre todo a matar) por la Causa. Al abrir cada día el periódico tiene uno la impresión de que le va a salpicar la sangre derramada por algún verdadero creyente, aunque nunca se pueda pronosticar antes de abrirlo si el matarife de turno es de derechas o de izquierdas, místico o materialista, de los hunos o de los hotros (como escribía Unamuno). Por eso sería bueno darse cuenta de que la más importante reforma educativa que deberíamos plantearnos no pasa, desde luego, por reforzar la enseñanza de la Religión Única y Verdadera (ni la de Rouco, ni la de Maduro, ni la de Ahmadineyad, ni la de Kim Jong-un), sino todo por lo contrario: por estimular el pensamiento crítico, el sano escepticismo, la discusión razonable y la ilustración laica, que son las únicas vacunas capaces de protegernos contra las sanguinarias seguridades de los auténticos creyentes. (José Lázaro, 28/07/2013)


Islam y ética:
Del islam, como de Santa Bárbara, nos acordamos cuando truena. Y ese es mal momento para comprender. La tragedia de París ha venido a completar una serie de noticias inquietantes. El islam se ha convertido en amenaza. Sin embargo, me parece necesario reflexionar sobre este asunto desde la educación, porque tal como la entiendo es la ciencia del futuro deseable. En este momento, se habla de una guerra del islam contra Occidente, cuando habría que hablar de un enfrentamiento interno dentro del mismo islam. Muchos imanes han rechazado los actos terroristas y la violencia en general. Y muchos musulmanes moderados ven un gran peligro en el “estado islámico”. Como ha denunciado Gilles Kepel, en su libro Fitna. Guerre au coeur de l’islam, hay una guerra interna –fitna– emprendida por los militantes yihadistas para dominar las mentes de sus correligionarios, a fin de instaurar el “estado islámico”. Los representantes del islamismo más moderado, más espiritual, insisten en que su religión es pacífica y caritativa, por lo que consideran que el islamismo político la pervierte. Sin embargo, no parece que los espirituales estén defendiendo su postura con la suficiente claridad y energía, en parte porque dependen política y económicamente de regímenes que mantienen una postura ambigua con los integrismos. Recordemos que unas creencias pacifistas pueden ser compatibles con unas acciones violentas. La intolerancia ha acompañado frecuentemente a las religiones monoteístas. La mansedumbre cristiana coexistió con las cruzadas. Precisamente porque Europa cometió muchos errores, podemos colaborar para que no se repitan. Para conseguirlo, el mundo islámico en su conjunto –también los moderados y espirituales– necesita –como necesitó el mundo cristiano– tres acciones conectadas entre sí: una defensa decidida de la democracia, el cultivo de un pensamiento crítico y la sumisión a una ética laica universal. Necesita el revulsivo que supuso para Occidente la Ilustración, que no fue un movimiento antirreligioso, sino que sirvió para que la religión se liberara de algunos de sus excesos. 1. Defensa decidida de la democracia Fátima Mernissi, profesora en la Universidad de Rabat, educada en un harén y en una escuela coránica, afirma que no es la religión, sino el despotismo de sus dirigentes, lo que produjo la “amputación de la modernidad” que ha empobrecido intelectualmente al islam. ¿Por qué el islam teme a la democracia?, se pregunta. “Porque afecta al corazón mismo de lo que constituye la tradición: la posibilidad de adornar la violencia con el manto de lo sagrado”. En el año 2000, el citado Kepel, en su gran libro Jihad. Expansion et déclin de l’islamisme, auguraba una democratización del islamismo, pero en estos años la esperanza no se ha realizado. En el libro de Michel Houellebecq Sumission, cuya aparición ha coincidido con los trágicos sucesos de estos días, se echa más leña al fuego, fabulando una islamización de la República francesa, una invasión suave. En muchos países se ha establecido una peligrosa alianza entre la religión islámica y regímenes no democráticos, que impiden el diálogo. Todo lo que sea favorecer la democracia ayudará a resolver los actuales enfrentamientos. Nunca ha habido guerra entre naciones democráticas. 2. La protección del pensamiento crítico En sus comienzos, la religión musulmana era teológicamente liberal. Por eso no constituyó una Iglesia institucionalizada. Pero dos acontecimientos cambaron su rumbo: el aplastamiento de los mu’tazilíes, y el final de la iytihad. Los mu’tazilíes defendían una interpretación racional del Corán. Pensaban, como pensó nuestro Averroes siglos más tarde, que “si hay una contradicción entre el resultado de una demostración racional y el sentido aparente del texto sagrado, este debe ser interpretado para que no haya contradicción”. Averroes fue condenado –no sólo por sus correligionarios, sino también por las autoridades católicas–, de la misma manera que en el año 846 lo habían sido los mu’tazilíes. El segundo acontecimiento sucedió a mediados del siglo XIII, cuando los ulemas decidieron que se cerraba “la puerta de la iytihad”, el esfuerzo por la reflexión. A partir de ese momento, los teólogos y filósofos musulmanes debían limitarse a repetir lo ya dicho. Algo muy parecido sucedió en el mundo cristiano, pero ni sus teólogos ni sus filósofos soportaron la prohibición. Eso es lo que reprocho a los musulmanes no islamistas: rechazan con toda razón la violencia, pero no rechazan con la misma contundencia otros aspectos relacionados con su marco conceptual. El ejercicio del pensamiento crítico es la gran defensa contra el fanatismo. 3. El respeto de los derechos humanos El tercer elemento que facilitaría la convivencia es la sumisión de la moral religiosa a la ética de los derechos humanos. Esto también le costó reconocerlo al cristianismo, pero acabó comprendiendo que esa ética era su gran protección. El derecho a la libertad de conciencia, o a la libertad religiosa, no ha sido nunca un precepto religioso, sino laico. Los derechos humanos son la mejor protección de la religión que ha habido a lo largo de la historia. Los islamistas, por supuesto, no respetan los derechos humanos, pero los musulmanes moderados, espirituales, tienen una concepción de ellos que conviene aclarar. Las naciones islámicas han firmado muchos de los Pactos Internacionales sobre derechos del hombre, pero en 1990 la Conferencia Islámica adoptó la Declaración de El Cairo sobre los derechos del hombre en el islam. Se presentó como una declaración complementaria, pero pertenece a un mundo conceptual distinto a la declaración universal, porque afirma que esos derechos son reconocidos en el marco de la sharia, código jurídico de origen religioso, deben ejercerse según los métodos de la sharia, y su validez depende de Alá. Debemos utilizar ejemplarmente esos tres antídotos contra la intolerancia religiosa y el fanatismo –la democracia, el pensamiento crítico y la ética de los derechos humanos–, sólo así demostrarán su fortaleza. Y necesitamos fomentarlos en las escuelas. Por supuesto, también en las escuelas con alumnos de otras religiones. Todos los niños y los adolescentes tienen que conocer la transcendencia de esos factores, conocer cuál es su alcance, su fundamentación, aprender de la historia lo que sucede cuando no se respetan, fomentar su ejercicio. Siendo estos conocimientos tan necesarios, resulta incomprensible que la nueva ley de educación permita elegir entre educación religiosa y educación ética. Y también que las autoridades eclesiásticas no comprendan que la ética laica –que, por supuesto, ha aprovechado una parte importante de las grandes tradiciones religiosas– no es un enemigo a batir, sino una gran protección. Las persecuciones que sufren los cristianos en algunos países –encabezadas por fanáticos religiosos– no se arreglan con más religión, sino con más ética, es decir, con mayor respeto a la dignidad de todos los seres humanos. Además, teólogos, filósofos, educadores de todas las culturas deberían volver a justificar la posibilidad, la conveniencia, la necesidad de alcanzar consensos estables sobre los derechos humanos, porque, tenemos la clara evidencia de que cuando se transgreden inevitablemente surge el HORROR. Basta con leer el periódico para comprobarlo. (José Antonio Marina, 13/01/2015)


Escritos:
Como musulmanes, nuestra primera y lógica reacción ante las atrocidades cometidas en nombre de nuestra región es de incredulidad, indignación y un impulso natural de distanciarnos de sus autores. “Estos actos salvajes”, “ese John el yihadista” —el tristemente famoso verdugo de los rehenes del Estado Islámico (EI), identificado recientemente como el londinense Mohamed Emwazi— “no tienen nada que ver con el islam”, exclamamos. Aunque esta actitud es comprensible, resulta sospechosa desde el punto de vista intelectual y es completamente irresponsable. ¿Estaría alguien de acuerdo si se dijera que las Cruzadas no tuvieron “nada que ver” con el cristianismo? La verdad, hay demasiados entre nosotros que parecen indignarse más por unas caricaturas de un periódico que, en definitiva, carecen de importancia, que por la abominable caricatura que pintan de nuestra religión grupos como el EI y Boko Haram. Y, si bien es posible que los problemas sociales y económicos o las humillaciones a manos de los cuerpos de seguridad sean factores que contribuyen a la radicalización de nuestros jóvenes —como parece haber sucedido en el caso de Emwazi—, no sirven para explicarla en toda su dimensión. Por suerte, cada vez son más los musulmanes que dicen: “Medina, El Cairo, tenemos un problema”. Cada vez son más los que exigen reformas. ¿Pero qué quiere decir esa palabra? Por supuesto, son absolutamente necesarios la renovación del pensamiento islámico y un nuevo impulso a la relectura de los textos (ijtihâd). Hasta que no se emprenda un esfuerzo serio en este sentido, los musulmanes continuarán en manos de las interpretaciones literales y obsoletas de nuestras escrituras sagradas. La libertad, la igualdad de derechos para todos los ciudadanos, el Estado de derecho, el sufragio universal, la responsabilidad y la separación de poderes (entre Estado y religión) son nuestros principios como musulmanes del siglo XXI. Con ellos en mente, recordemos las palabras del estudioso paquistaní, reconocido mundialmente, Muhammad Khalid Masud: “En el pasado, los juristas musulmanes eran muy conscientes de la necesidad constante de resolver las contradicciones entre las normas sociales y las normas legales. Adaptaban sin cesar las leyes a las costumbres y los criterios de la gente. La base normativa de las instituciones y conceptos como familia, propiedad, derechos, responsabilidad, criminalidad, obediencia civil, orden social, religiosidad, relaciones internacionales, guerra, paz y ciudadanía han cambiado de manera considerable durante los dos últimos siglos”. Así que pongámonos manos a la obra. Pero no basta con la interpretación. Debemos examinar con detalle, espíritu crítico y honestidad los textos que constituyen el núcleo de las enseñanzas en los centros educativos más prestigiosos de nuestra fe. Debemos contraponer la frase mencionada más arriba de que los actos violentos de terrorismo no tienen “nada que ver con el islam” con la veneración que algunos de nuestros más distinguidos y respetados eruditos muestran por libros como Min Haj el Talibin, del prestigioso jurista Araf el dine el Nawawi, que recomienda lapidar a los adúlteros, o Es sarim el maslul ala chatim el rasul, de Ibn Taymiyya, o la obra de Taqi al-Din al-Subki’s Es seyf el maslul ala men sabba al rasul, dos títulos que pueden traducirse más o menos como “Desenvainamos la espada contra aquel que habla mal del profeta”. Las detalladas recetas que contienen sobre cómo castigar la blasfemia, la apostasía y el adulterio sirven de base no solo para que el EI y Boko Haram puedan asegurar que su corriente del islam es absolutamente rigurosa, sino para muchos Estados musulmanes conservadores. No cabe duda de que, durante siglos, se persiguió, esclavizó o asesinó a muchos pueblos en nombre de Cristo. Bartolomé de las Casas, en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, narraba las atrocidades cometidas por los españoles contra la población indígena en los primeros decenios de colonización de las Indias occidentales, y protestaba alegando que los nativos eran humanos y, por consiguiente, no había que matarlos ni esclavizarlos… al contrario que los africanos. Ahora bien, con posterioridad, sin prisa pero sin pausa, la reforma religiosa y los valores de la Ilustración permitieron que los cristianos se deshicieran de esas prácticas. A comienzos del siglo XX, muchos conservadores europeos pensaban que la obra del “intelectual” francés Joseph de Gobineau Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas era un libro de “ciencia”. Desde entonces ha pasado a las secciones de “historia” o “antropología” en las bibliotecas. Ya es hora de que varios elementos importantes de las enseñanzas clásicas del islamismo sigan el mismo camino. Tenemos que estudiar cómo es posible que algunos sectores de nuestras comunidades, como la organización británica de defensa de los musulmanes CAGE, que tuvo muchos tratos con Emwazi, estén alentando a nuestros jóvenes a considerarse víctimas y diciéndoles que la brutalidad policial, los judíos, Estados Unidos, Israel, la pobreza o incluso la “sociedad” tradicional son los culpables de que el joven se transformara en John el yihadista. En lugar de prestar atención a los ideales originales y universales de nuestra religión —la misericordia, la libertad y la justicia—, nos hemos aficionado al victimismo y las teorías de la conspiración y nos hemos enfrascado en discusiones sobre los medios (y el atuendo) apropiados para alcanzar esos ideales. Nuestra decadencia se debe precisamente a esta confusión que muchos de nosotros tienen entre los fines y los medios del islam, a nuestra incapacidad colectiva de mantener la convergencia inicial entre la fe y la moral, que constituye la base genuina de una conciencia saludable: la espiritualidad. La religión, sin ese espíritu ético y moral, no significa nada. Y si no significa nada, no tiene sentido. ¿No ha llegado el momento de que entablemos un debate sincero sobre dónde está el límite entre religión y cultura? Las dos están entrelazadas, desde luego, pero, si un musulmán marroquí no es inferior a otro saudí, ni superior a un belga, ¿no debemos suponer que la religión consiste en los elementos que tienen en común entre ellos en su interpretación y práctica del islam, mientras que todo el resto (vestimenta, relación con sus respectivos reyes, etcétera) es cultura? Gran parte del conservadurismo que hoy se asocia con el islam se remonta en realidad a las costumbres preislámicas de los beduinos, que nuestro profeta, un auténtico innovador, se esforzó en abolir. Muchos tópicos y muchas teorías de la conspiración populares entre nuestros jóvenes proceden directamente de la concepción del mundo, tergiversada y antioccidental, de numerosos Gobiernos en el mundo árabe. Vivimos en una época en la que tres de cada cuatro musulmanes no son árabes; solo dos de los 22 países pertenecientes a la Liga Árabe pueden presumir de ser verdaderas democracias; se traducen cuatro veces más libros al griego (alrededor de 10 millones de hablantes) que al árabe (aproximadamente 350 millones de hablantes). ¿No deberíamos reconocer que el arabocentrismo histórico de nuestra religión se ha convertido en un lastre y que los musulmanes que no son árabes son tan legítimos y respetables como los que lo son? Aquellos de entre nosotros que desean convencer al mundo de que ciertas costumbres falocráticas como el sistema de tutela masculina, la prohibición de que las mujeres conduzcan o la imposición del niqab son ontológicamente “islámicas” necesitan que otros musulmanes les digamos, antes que nadie: no es así. (Adnan Ibrahim, Felix Marquardt y Mohamed Bajrafil ,09/03/2015)


Carta:
Querido hermano criminal: Siento necesidad de llamarte de esas dos maneras. Porque, si creo en un Dios que es Padre de todos, no dejas de ser mi hermano, aunque te considere criminal. Desde esa fraternidad comenzaré por una confesión. Mi Iglesia, hace cosa de ochos siglos, montó “cruzadas” absurdas y mató musulmanes “para rescatar el sepulcro de Cristo”, aunque nuestra fe profesa que más importante que esa tumba es el Cristo vivo en todos los hombres. Pertenezco a una Europa cuyo progreso se debe en parte a la esclavitud de africanos en el siglo XVIII y al reparto de África por potencias europeas en el XIX. Occidente, que se considera avanzadilla de la democracia, sostiene dictaduras cuando tienen petróleo. Nunca leí Charlie Hebdo y no sé si insultaba, pero nosotros confundimos a veces el derecho a la libertad de expresión con el falso derecho a insultar y faltar al respecto. Alardeando de civilizados ponemos esa libertad de expresión (que nada nos exige) por delante de derechos elementales de otros (derecho a una alimentación y vivienda dignas fruto del trabajo) y toleramos que derechos tan primarios sean pisoteados, mientras exigimos libertad para faltar al respeto. Por todo eso debo pedirte perdón. No me considero inocente. Pero duele más tener hermanos asesinos que hermanos asesinados: el mal destroza más al que lo comete que al que lo padece. Por eso te digo que vuestra inhumanidad y vuestra criminalidad son injustificables: las víctimas son sagradas por ser víctimas, no porque sean inocentes. Los crímenes del pasado enero en Francia y otros actos terroristas son abominables: sobre todo por atacar a personas concretas sin más pecado que pertenecer a un país donde hay culpables. Si tan valientes sois ¿por qué en vez de asesinar a ciudadanos inocentes, no intentáis eliminar a los responsables más altos? Además ofendéis al Dios al que pretendéis defender: el grito de Alahu Akbar proferido tras matar a un ser humano sólo puede significar dos cosas: o “Dios es criminal”, o “yo soy un ególatra que me encumbro amparándome en Dios”. Dos blasfemias. Con el agravante de que el islam no tiene una voz oficial última (algo como un Papa o un consejo mundial de iglesias) que pueda excluiros y proclamar oficialmente que no sois el verdadero islam. En el islam cabe tanto vuestra barbarie como la bondad del policía musulmán que murió defendiendo a vuestras víctimas. Me pregunto si sois realmente criminales o simplemente incultos. Pero puedo decirte algo muy elemental: toda fe religiosa es necesariamente dinámica: crece y cambia conforme crecemos nosotros. En el caso de mi fe cristiana, reconocemos que muchos textos del Primer Testamento están hoy superados: transmiten algo válido (vg. que Dios es justo y ama la justicia) pero lo transmiten de forma hoy inservible, propia de tiempos más oscuros en que la guerra era una profesión más. Si efectivamente los hombres somos historia y progreso ¿por qué no habría de ser posible una lectura semejante del Corán? Dicho desde mi horizonte personal: nosotros hemos hablado mucho de “razón y fe”; y sostenemos que no pueden contradecirse porque ambas proceden del mismo Creador, aunque una supera a la otra. Rechazamos por eso los fundamentalismos que afirman una fe sin razón o contra la razón. Es verdad que proclamamos muchas veces una razón falsificada, que no podrá entenderse con la fe porque es una razón al servicio del dinero; y así falsificamos esa laicidad de la que alardeamos: pues la laicidad es aconfesional y nosotros adoramos al Dinero Todopoderoso. En una auténtica laicidad no cabe más sacralidad que el respeto a todo ser humano. Y vosotros, cuando venís aquí, experimentáis (a veces en carne propia) la falta de respeto con que nosotros tratamos a los pobres, mientras doblamos nuestras rodillas ante los millonarios. Te pondré un ejemplo de esa razón corrompida. Imagínate que al día siguiente de las impresionantes manifestaciones del 13 de enero, algún diario de Argelia o Egipto o Túnez publica un dibujo de aquellas marchas y (como en ellas se cantó La marsellesa) incrusta una viñeta que dice “marchons, marchons, avec cuillons, enfants de la merde” (o algo de este jaez). ¿Sonreiría Francia ante esa parodia hortera, como homenaje a la libertad de expresión? Y sin embargo, hubo en aquellos días cosas humanamente admirables: como la portada perdonadora del Charlie Hebdo del 14 de enero (aunque vosotros consideráis prohibidos los dibujos de Mahoma, debéis aceptar que eso sólo obliga a los musulmanes). Cosas tan admirables que me hicieron recordar la frase de Camus (“en el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”). En resumen: puedo concederte que no protestáis contra los “valores de Europa” (como algunos dijeron) sino contra la corrupción que hemos hecho de esos valores. Pero deberás reconocerme que el asesinato desautoriza toda protesta, por sagrada que parezca. Quizá nos encontraríamos más si, por ejemplo, vosotros leyerais a Camus y a Simone Weil (que propuso una “Declaración de los deberes del hombre”), y nosotros leyéramos a Ibn Arabí o a Rumí (con sus profesiones de una religión del amor). (José Ignacio Gonzalez Faus, 15/02/2015)


Viaje:
Sucedió durante la inauguración de una planta potabilizadora de agua, en el barrio de Yarmouk de Bagdad. Una multitud de niños asediaba a un grupo de soldados estadounidenses que repartía caramelos, cuando un coche giró bruscamente y se dirigió hacia ellos a gran velocidad. Inmediatamente después se produjo la primera explosión. Aún flotaban en el aire los ecos del estampido cuando otro vehículo siguió el mismo camino, y una segunda explosión, aún más violenta que la anterior, sacudió las casas adyacentes como si fueran de papel. Cuando el humo se disipó, los niños habían desaparecido. En su lugar un número indeterminado de diminutos zapatos, sandalias y restos humanos aparecieron esparcidos por el suelo en un radio de varias decenas de metros. A dos calles de distancia fue encontrada la cabeza de uno de los terroristas, sorprendentemente intacta. Pertenecía al hijo de una acomodada familia saudí. El desencadenante Fue a partir del otoño de 2004 cuando los terroristas empezaron a llegar en masa a Irak. Lo hacían desde Siria, siguiendo el serpenteante curso del río Éufrates hasta Faluya, al oeste de Bagdad. Una ruta que los norteamericanos bautizaron como la Línea de las ratas. El procedimiento para entrar en Irak era sencillo. Bastaba con viajar a Siria y, una vez allí, declarar como destino final Turquía. Así se obtenía el visado de tránsito. Luego solo había que tomar un autobús hasta la frontera y vestir y comportarse como un occidental para entrar en el país. En cuestión de pocas semanas, la situación empeoró drásticamente para las tropas estadounidenses y, sobre todo, para la población civil iraquí, la cual, en su inmensa mayoría no se había dejado seducir por las incendiarias soflamas de las diversas facciones insurgentes. Muy al contrario, los iraquíes habían confiado en que, desaparecido Saddam Hussein y reducido el partido Baath a la mínima expresión, la prometida reconstrucción del país, regada generosamente con dólares americanos, traería consigo la prosperidad y, sobre todo, la paz. A fin de cuentas, lo que los habitantes de Irak anhelaban, como los de cualquier otra parte del mundo, era seguridad y un horizonte de futuro. Dentro de este esquema, la democracia era algo secundario; una palabra extraña cuyo significado casi nadie alcanzaba a entender. Pero Irak era un Estado arrasado, donde las infraestructuras y los organismos oficiales se habían volatilizado tras los intensos bombardeos previos a la invasión. Y lo poco que había quedado en pie, incluidos los registros civiles, los censos y los historiales médicos, había sucumbido a los saqueos posteriores ante la inexplicable pasividad y desidia de las tropas invasoras. Nada funcionaba. En la inmensa mayoría del país no había electricidad ni agua corriente. El Ejército y la policía habían sido disueltos y cualquier signo de autoridad o presencia del Estado había desaparecido. En definitiva, el caos era absoluto. Un error sobre otro Para terminar de complicar las cosas, en Irak los grandes núcleos urbanos son escasos. Y los municipios menores, de unas pocas decenas de miles de habitantes, están dispersos y rodeados por infinidad de pequeñas aldeas que era imposible controlar, lo cual hacía que garantizar la seguridad y los suministros se convirtiera en un problema logístico sin solución. Así, mientras en el interior de poblaciones medias como Balad, de mayoría chiíta, asegurar la paz era relativamente sencillo, bastaba con alejarse unos centenares de metros más allá de sus límites para experimentar en carne propia la violencia de la insurgencia sunita, de Al Qaeda o de cualquier partida de saqueadores. Fue en ese terreno de nadie donde proliferó la insurgencia, haciendo que las escasas vías de comunicación se volvieran cada vez más peligrosas e intransitables. El abastecimiento y el movimiento de tropas se complicó extraordinariamente, los pequeños municipios poco a poco dejaron de ser seguros y los cuerpos de seguridad locales, creados a la carrera por los estadounidenses, comenzaron a disolverse. Finalmente, los insurgentes se infiltraron en las poblaciones y se adueñaron poco a poco de sus calles, propagando el terror. El país entero se sumió en la violencia, y todos los que tenían la piel sospechosamente pálida empezaron a sentir el aliento de la muerte en su nuca. Los políticos, diplomáticos, agregados comerciales, contratistas, analistas, periodistas y hasta los espías tuvieron que recluirse en la llamada Zona verde (Green Zone), un complejo laberinto de muros y fortificaciones que rodeaba algunos edificios oficiales en las afueras de Bagdad. Más allá de ese lugar Irak se había convertido en un territorio hostil donde la seguridad era una abstracción. En consecuencia, quienes debían administrar la reconstrucción del país y negociar la transición, perdieron todo contacto con la realidad. Dejando al margen los controvertidos motivos que dieron lugar a la invasión de Irak en 2003, a los innumerables errores de cometidos por los políticos de Washington se sumó la tenaz oposición de los diferentes actores con intereses en la zona y sus sucursales violentas, cada cual con su propia hoja de ruta, pero con un común denominador: el odio a todo lo occidental. Pero aún faltaba la guinda del pastel. Y a los errores de la invasión de Irak y la ausencia de un plan de reconstrucción y viabilidad del Estado iraquí perpetrados por la administración Bush, Barak Obama sumó un tercero que a la postre ha sido el decisivo: la retirada de las tropas norteamericanas, consumada el 18 de diciembre de 2012. Un vació que tuvo que llenar el nuevo ejército iraquí, que resultó ser, tal y como recientemente se ha podido comprobar, el paradigma de la incompetencia y la corrupción. Hoy, el terrorismo yihadista se extiende con fuerza por Oriente Próximo y golpea en Oriente Medio, Asia, África y Europa de manera regular. Quién lo hubiera imaginado hace tan solo un par de décadas, cuando la caída del régimen soviético pareció vaticinar un mundo occidentalizado y mucho más seguro que el del turbulento siglo XX. El espejismo de la occidentalización En efecto, hasta hace pocos años el triunfo de Occidente parecía una obviedad; su cultura y economía se propagaban por todo el mundo, llegando a florecer incluso en aquellos lugares más refractarios a las sociedades abiertas. ¿Cómo resistirse a esa visión del mundo en la que, además de que el individuo tenía reconocido el derecho a prosperar económicamente, el Estado le proporcionaba seguridad y servicios básicos inimaginables en la mayoría de países? En apenas dos décadas, el influjo de Occidente llegó a todas partes. Desde Afganistán, pasando por la nueva y titubeante Federación Rusa, hasta llegar a la China del partido único comunista. Su música, su literatura, sus productos, su forma de vestir y, en general, su estilo de vida se propagaban sin apenas resistencia. Las grandes transnacionales occidentales se enseñoreaban de Moscú, reproduciendo sus atractivas logomarcas en los lugares más emblemáticos, Mozart fluía a través del hilo musical de los centros comerciales de Pekín, incluso los habitantes de las aldeas remotas de la provincia de Kunar, en el inhóspito Afganistán, compraban televisores que conectaban a grupos electrógenos para ver los partidos del mundial de fútbol. Sin embargo, aquel inicial optimismo fue dando paso a la progresiva pérdida de influencia de Occidente y a una creciente inquietud, hasta que en 2008 la crisis financiera global marcó un punto de inflexión. Hasta entonces no se le había dado excesiva importancia, pero lo cierto es que cada país había adaptado de forma peculiar la influencia occidental. Ahí está, por ejemplo, el paradigma de China, donde el espectacular desarrollo económico y social se ha producido en ausencia de una democracia formal, pues el gobierno y las instituciones, pretendidamente neutrales, están controlados por burócratas que no son elegidos democráticamente. Todo un órdago a la idea de que el progreso y la prosperidad dependen en buena medida no solo de la libertad económica sino también de la libertad política. Otro caso significativo es el de la Federación Rusa, donde el crecimiento económico no ha seguido la senda triunfal de China, y si bien, y al contrario que ésta, acometió reformas democratizadoras, más parece un régimen personalista que una democracia formal. También es obligado referirse a los países emergentes, como Brasil, la India o México, donde el auge económico ha sido formidable, pero que hoy o bien están abocados a una profunda recesión, o bien sus sistemas institucionales están seriamente comprometidos por la corrupción. El siglo XXI ya tiene su utopía totalitaria: la nación-Estado suní Pero de todas las regiones del mundo, es en Oriente Medio donde la influencia occidental ha sido más controvertida. Las élites de la región siempre han considerado lo occidental una amenaza a su poder secular. Por lo tanto, solo han adquirido de Occidente el gusto por el exceso y el lujo. Ni siquiera, como sí ha sucedido en China, han facilitado a sus súbditos el acceso a la economía. Ejemplos de esta resistencia a la apertura económica hay muchos, pero resulta especialmente ilustratvo lo sucedido en el Valle de Korangal 2009, cuando la construcción de una carretera y el pretendido establecimiento de una línea regular de autobuses desencadenó violentos combates entre talibanes y tropas norteamericanas. La razón de aquel repunte de la hostilidades poco tuvo que ver con con argumentos religiosos, ni siquiera soberanos. La realidad es que si aquel proyecto se llevaba a cabo los jóvenes de Korengal podrían ir y venir libremente y encontrar trabajo fuera de sus aldeas, liberándose así de la explotación a la que eran sometidos por los miembros de las shuras. Esta lógica es lo que ha convertido al Islam en un recurso. Hoy el fundamentalismo religioso ha mutado hasta convertirse en una ideología. De hecho, tal y como sostiene Loretta Napoleoni (Roma, 1955), lo que hace que musulmanes de toda condición y procedencia –también los nacidos y educados en Occidente– se incorporen al Estado Islámico es la utopía musulmana de la creación de la primera nación-Estado suní, utopía que es sobre todo y por encima de todo política. Lo que convierte al yihadismo del siglo XXI en algo mucho más peligroso que el simple terrorismo. En conclusión, un cuarto de siglo después de la caída del Muro de Berlín la creencia de que la era de la utopías totalitarias había llegado a su fin se desvanece. Lamentablemente, parece que Occidente solo ha conseguido inocular en el resto del mundo un estilo de vida que cada sociedad asimila a su manera, de forma facultativa. Y tal vez la civilización occidental lejos de haber ganado la partida está a punto de perderla. (Javier Benegas, 30/06/2015)


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