Solución final             

 

El problema judío:
De todos los atentados de Hitler en contra de la Humanidad, su «solución definitiva del problema judío» ha sido el que más ha hecho estremecer al mundo civilizado. Pero tal actitud ya se encuentra claramente reseñada en Mein Kampf. En dicha obra, Hitler no sólo predijo repetidamente las medidas que iba a tomar más tarde, sino que reveló los orígenes de sus prejuicios. Cuando tenía dieciocho años, el que sería más tarde «El Führer», se trasladó a Viena para estudiar arte. «Allí a donde iba no veía más que judíos —escribió—. Y cuanto más los conocía más distintos me iban pareciendo del resto de la humanidad.» Al principio la intransigencia de Hitler era sólo personal. La simple contemplación de un judío ortodoxo, con sus barbas y su extraña indumentaria le producía una gran repulsión física. Pero cuando leyó «Los Protocolos de los Antiguos Hijos de Sión», su antisemitismo se convirtió en una obsesión, y se dijo que tenía que defender al mundo de los judíos. Este documento, creado por el Servicio Secreto Imperial Ruso en 1905, alegaba que los judíos trataban de dominar en secreto al mundo, mediante una combinación grotesca de marxismo y capitalismo. «Tenemos que suscitar en todas partes la inquietud, la lucha y la enemistad», anunciaba la declaración de un pretendido dirigente judío. «Tenemos que desatar una contienda mundial, llevando a los pueblos a tal situación, que nos ofrezca el dominio del mundo». El joven austríaco, que era ya un fanático nacionalista alemán, creyó cuanto decía el espurio documento. «En aquel período —escribió Hitler— mis ojos se abrieron ante dos amenazas en las que yo apenas había reparado hasta entonces, y cuya tremenda importancia para la existencia del pueblo alemán ciertamente yo no había llegado a comprender: el marxismo y el judaísmo.»

Hitler llamó a sus cinco años de permanencia en Viena «la más dura, pero provechosa escuela» de su vida. «Llegué a esta ciudad cuando aún era un muchacho y la dejé siendo un hombre evolucionado, sereno y grave... No sé cuál sería hoy mi actitud hacia los judíos y los demócratas sociales, o más bien hacia el marxismo en conjunto, y hacia el aspecto social, si en aquellos tempranos días las lecciones del destino —y mi propio estudio—no hubiesen forjado en mí un caudal básico de opiniones personales.» Sus repugnancias y temores se convirtieron rápidamente en una «idea fija» que era para Hitler «el mayor acicate espiritual» de su vida. «Dejé de ser un enclenque cosmopolita y me convertí en un antisemita.» Mucho del obsesivo odio de Hitler contra los judíos tenía su raíz en su fracaso como arquitecto y como artista. Le amargaba en cambio el éxito que los judíos lograban en tales actividades. «¿Hay acaso alguna forma de porquería o libertinaje, especialmente en la vida cultural, en que no se encuentre incluido al menos un judío? Si se corta, aunque sea con cautela, en tal absceso, se hallará, como una larva en un organismo corrompido, a menudo deslumbrada por la luz repentina, una inmundicia.» Pero era la amenaza del marxismo, en primer lugar, lo que encubría su antisemitismo. Evidentemente el orador de mayor magnetismo de nuestro siglo, Hitler, era capaz de contagiar su fanatismo a los demás. Una y otra vez insistía en sus discursos en que cuando el judío se hiciese con el control económico del mundo, mediante las finanzas, se adueñaría luego del control político de nuestro planeta. «Su último objetivo en este aspecto es la victoria de la «democracia», o bien lo que él entiende como tal: el Gobierno del parlamentarismo... Con infinita astucia procura ocultar la necesidad de justicia social que dormita en el fondo de todo hombre ario, convirtiéndola en odio contra aquellos que han sido más favorecidos por la fortuna, y de este modo confiere a la lucha por la eliminación del demonio social un sello filosófico muy definido. Así se establece la doctrina marxista.» Después de haber actuado en esta forma, advierte Hitler, el judío acaba con la farsa y se muestra tal como es realmente. «El democrático pueblo judío se convierte en el judío de sangre, y en el tirano de otros pueblos. En pocos años trata de eliminar a los intelectuales del país, y al desposeer a los pueblos de sus jefes culturales, los convierte en presa fácil para la esclavitud permanente. El más estremecedor de los ejemplos lo constituye Rusia, donde el judío ha asesinado o dejado morir de hambre a unos treinta millones de personas, con salvajismo fanático, en parte entre torturas inhumanas, con el fin de proporcionar a una pandilla de periodistas judíos y de bandidos corredores de bolsa la dominación sobre un gran pueblo.» Hitler se hallaba convencido de que la conjura judío-marxista llegaría a su punto culminante en Alemania. «La bolchevización de Alemania, es decir, el exterminio de la clase intelectual alemana, para poder colocar a las clases trabajadoras bajo el yugo de los financieros judíos, ha sido concebida como el paso preliminar de una extensión posterior de la tendencia judía a la conquista del mundo. Si nuestro estado y nuestro pueblo se convierten en las víctimas de esos sangrientos y avaros judíos, la tierra entera desaparecerá entre los tentáculos de semejante pulpo. Si Alemania se libra en cambio de tal abrazo, ése, que es el mayor de los peligros para las naciones, podrá considerarse desaparecido de nuestro mundo.» No hay duda alguna de que Hitler creía interiormente cada una de las inauditas palabras que pronunciaba, y en Mein Kampf puso de manifiesto hasta dónde pensaba llegar. «Si durante la Primera Guerra Mundial se hubiese sometido al gas venenoso a doce o quince mil de esos hebreos corruptores de pueblos... el sacrificio de varios millones en el frente no hubiera sido en vano. Por el contrario: doce mil de esos truhanes, eliminados de una vez, habrían salvado la vida de millones de alemanes de verdad, inestimables para el futuro.» Que el dirigente de un estado civilizado pudiera aceptar como verdaderos «Los Protocolos de los Antiguos Hijos de Sión», resultaba bastante improbable, pero que se podía utilizar el asesinato en masa para terminar con «la amenaza judía» era para él tan comprensible, que cuando se revelaron los horrores de los campos de concentración alemanes, la mayoría de los occidentales consideraron a Hitler como un loco, como el peor de los criminales, como un Anticristo. Pero Hitler y el nazismo hubieran resultado aceptables, e incluso dignos de admiración, para muchos de los profetas medievales del Milenio, aquel millar de años de felicidad, buen Gobierno y libertad que pronosticaba la Revelación XX. Más que un Anticristo, Hitler hubiera constituido la misma esencia del Cristo para un hombre como Tanchelm, el cual inició un movimiento revolucionario en Flandes, a principios del siglo XII; para John Ball, jefe de la rebelión de campesinos ingleses de 1381, e incluso para Thomas Münzer, que acaudilló la revuelta alemana de hombres del campo en 1525. Cada uno de estos seudo profetas creía en cierto modo ser un Cristo redivivo, destinado a eliminar del mundo la tiranía, proporcionando a la humanidad una vida nueva y gloriosa, y consideraba que la matanza de sus enemigos era obra de la voluntad del Señor. Münzer, por ejemplo, exhortaba a sus seguidores a que matasen sin piedad. «¡No dejéis que se enfríe vuestra espada...! ¡A ellos, a ellos, a ellos, mientras alumbre la luz del día! Dios va delante de nosotros, así que adelante, ¡seguidle siempre!» Al igual que estos fanáticos, Hitler también se complacía en tratar de renovar el mundo. Aseguraba asimismo haber sido elegido para traer el Milenio a un mundo corrompido. Ofrecía ilimitadas promesas, y a diferencia de otros políticos de nuestros días, confirió a los conflictos sociales y a las esperanzas de la nación un sentido místico de majestad e intención. Detrás de todo este misticismo se advertía un programa materialista que satisfacía las aspiraciones de todas las clases sociales, prácticamente. Hitler prometió revocar el «infame» Tratado de Versalles, devolviendo a Alemania el honor perdido; aseguró que salvaría a su país de la devastadora depresión, que extendería las fronteras de Alemania hasta Asia, y que exterminaría el bolchevismo así como a los elementos «indeseables», como los judíos. Hitler no partía del vacío; los excesos perpetrados por él eran la culminación de una serie de persecuciones implacables que se habían desarrollado durante siglos, desde el tiempo de las Cruzadas y el Primer Reich —el Sacro Imperio Romano Germánico—, en la Edad Media, hasta el Segundo Reich de Bismarck y el Kaiser Guillermo II, cuando se originó una firme creencia en la superioridad racial germánica. El era el heredero natural de los sanguinarios profetas, y como ellos, era enérgico e implacable, estaba provisto de una fantasía apocalíptica, y se hallaba convencido de su propia infalibilidad. Hitler no fumaba ni bebía, y era vegetariano. Vivía con frugalidad casi ascética, y se hallaba por encima de cualquier corrupción personal. Tenía una amante, pero ocultaba su existencia a fin de poder presentarse ante la gente como un símbolo asexual de pureza. También su meta era elevada, y bien valía el sacrificio de millones de seres humanos. Cada uno de los antiguos profetas creía haber destruido una gran fuerza corruptora. En el caso de Hitler eran los judíos —un objetivo muy antiguo—, y su eliminación era sólo una limpieza necesaria que daría al mundo su gloria final. «(El judío) sigue su maligno camino hasta el día en que otro poder se le oponga, y en ruda lucha le rechace, invasor de los cielos, hasta el reino de Lucifer.» Era esta apocalíptica visión que había heredado lo que llevó a Hitler a dar muerte a millones de judíos. El Führer carecía de escrúpulos en este sentido. «Creo que estoy actuando de acuerdo con la voluntad del Creador Todopoderoso», decía. «Defendiéndome contra el judío, estoy luchando por la obra del Señor.»

[Prisioneros en 1945:]
En el mes de marzo de 1945, el fantasma de la derrota impulsó a Hitler a acelerar su programa de aniquilación, y ordenó el asesinato de todos los judíos que quedaban en los campos de concentración, antes de que pudiesen ser liberados por los rusos y sus aliados. El masajista de Himmler, doctor Kersten, trataba de que aquél no llevase a cabo tales matanzas. —Son órdenes directas del Führer —decía Himmler—, y debo procurar que se cumplan hasta el último detalle. 1 Las opiniones varían considerablemente en cuanto al número de víctimas. Algunos alemanes consideran que la cifra obtenida en el juicio de Nuremberg, 5.700.000, resulta totalmente exagerada. Gerald Reitliger afirma que el número pudo oscilar entre 4.194.200 y 4.581.200 víctimas. Durante una semana los dos hombres discutieron acaloradamente, sosteniendo Himmler que «todos los criminales de los campos de concentración no pueden tener la satisfacción de resurgir de las ruinas como triunfantes conquistadores». Pero el infatigable Kersten no se rendía, y siguió insistiendo hasta que obligó al reichsführer a prometer por escrito que no ordenaría volar los campamentos, ni mataría más judíos. Todos los prisioneros deberían permanecer en sus respectivos campos, para ser entregados a los Aliados «de manera ordenada». Cuando hubo concluido de escribir este singular documento, Himmler lo examinó brevemente, y al fin, con su lenta y angulosa escritura, colocó la firma: «Heinrich Himmler, reichsführer SS.» Lleno de gozo, Kersten cogió la misma pluma, y llevado por un impulso firmó a su vez. «En nombre de la Humanidad, Felix Kersten.» El logro de Kersten era importante, pero después de todo se trataba de un compromiso privado, y si bien Himmler había insistido en que lo cumpliría, no había seguridad alguna de que mantuviera su palabra. Irónicamente, mientras procuraba resistir a las demandas de Kersten, Himmler estaba tratando de establecer un acuerdo secreto en Austria con el doctor Carl J. Burckhardt, presidente del Comité Internacional de la Cruz Roja, del que podía resultar una considerable mejora de las condiciones imperantes en las cárceles y los campos de concentración. Himmler a su vez esperaba, a cambio, la benevolencia del mundo. Por otra parte, el hombre que Himmler había enviado como agente era el doctor Kaltenbrunner, y enemigos tales como Walter Schellenberg hubieran juzgado imposible que éste pudiera participar en negociaciones de un cariz tan humanitario como aquélla. El doctor Burckhardt trató de convencer a Kaltenbrunner para que dejase que la Cruz Roja visitara los campos de concentración y proporcionarse algún alivio a los internados. El mismo había tratado de obtener tal concesión del predecesor de Kaltenbrunner, el conocido Reinhard Heydrich, que se había convertido en el símbolo de la brutalidad de la Gestapo. Heydrich replicó al doctor Burckhardt defendiendo la política de los nazis. Dijo que los campos de concentración estaban llenos de criminales, espías y peligrosos agentes de propaganda. —No debe usted olvidar que estamos combatiendo, que el Führer combate al enemigo universal —manifestó—. No sólo es cuestión de hacer que Alemania sea un país seguro, sino que tenemos la obligación de salvar al mundo intelectual de la corrupción moral. Eso es algo que ustedes no comprenden. Luego Heydrich hizo descender el tono de su voz, hasta convertirla en un susurro de conspirador: —Fuera de nuestro país piensan que somos los mayores brutos que hay, ¿verdad? Para el individuo en sí esto resulta algo difícil de aceptar, pero nosotros tenemos que ser duros como el granito, o la obra del Führer se hallaría en peligro. Llegará un día en que todos nos agradecerán que hayamos asumido semejantes responsabilidades. El doctor Burckhardt obtuvo algo más que palabras del sucesor de Heydrich. Por raro que parezca, Kaltenbrunner aprobó un envío de paquetes con alimentos a los prisioneros militares, e incluso accedió a que algunos observadores de la Cruz Roja viviesen en los campamentos de prisioneros de guerra hasta el fin de las hostilidades. 1 Según el doctor Kleist, Kaltenbrunner ya trataba de negociar la paz en 1943, "cuando resultaba muy peligroso considerar tales ideas. Kaltenbrunner hizo todo lo que pudo por ayudarme en las negociaciones con Gilel Storch, y lo que retrasó el asunto varios meses fue la intervención de Schellenberg". El doctor Kleist considera que Schellenberg quería impedir que negociasen Ribbentropp Y Kaltenbrunner, para su beneficio personal, "Era sencillamente lo que llamamos un characterschwein". Storch recientemente escribió: "En relación con el papel de Schellenberg... el conde Bernadotte y yo le prometimos que podría refugiarse en Suecia..." Alentado por la «razonable actitud» de Kaltenbrunner, el doctor Burckhardt trató el tema de los prisioneros civiles, y Kaltenbrunner ofreció para estos las mismas concesiones que para los presos militares. —Incluso —manifestó—, puede usted enviar observadores permanentes a los campamentos israelitas. En los días que siguieron, Himmler hizo concesiones aún más humanitarias. Kersten le convenció para que rescindiese la orden de Hitler de destruir los embalses de La Haya y de Zuyder Zee, y para que extendiese una orden prohibiendo el trato cruel contra los judíos. Llegó a volverse tan benévolo que el 17 de marzo Kersten le pidió que se entrevistase en secreto con Storch, el agente del Congreso Judío Mundial. —¡No puedo recibir a un judío! —exclamó Himmler—. ¡Si el Führer se entera me matará de un tiro en el acto! Pero ya había hecho demasiadas concesiones, y Kersten tenía una copia firmada del documento por el que se comprometía a desobedecer a Hitler. Con voz débil, Himmler dio su consentimiento a lo que le pedían.

[Ideas de destrucción total:]
Hitler se daba cuenta de que a su alrededor se estaban llevando a cabo cierto número de conjuras, algunas de las cuales él mismo había contribuido a instigar. Estaba al corriente, por ejemplo, de las negociaciones de Ribbentrop en Suecia y de las de Wolff en Italia. Incluso sabía que Himmler hacía tratos con judíos. Pero Hitler siguió permitiendo que esos hombres continuaran negociando aparentemente en su nombre. Si el trato fracasaba, se haría el desentendido, y si tenía éxito, podría sacar partido de ello. Pero resulta dudoso que estuviese enterado de que su política de «tierra arrasada» recibía la activa oposición de su ministro más capacitado, Albert Speer, hasta que éste criticó abiertamente la idea en su nota del 18 de marzo, la cual decía lo siguiente: «No hay duda de que la economía alemana se hundirá de aquí a cuatro u ocho semanas... Después de este colapso, la guerra no podrá continuar, ni siquiera en el aspecto militar... Debemos hacer todo lo posible por salvaguardar la vida de nuestro pueblo, incluso en el nivel más primitivo... No tenemos derecho, en esta etapa de la guerra, a llevar a cabo destrucciones que lleguen a afectar la misma existencia del pueblo. Si nuestros enemigos desean destruir esta nación, que ha luchado con valor ejemplar, la vergüenza de la Historia recaerá exclusivamente sobre ellos. A nosotros nos queda el deber de dejar a la nación todas las posibilidades para que pueda reconstruirse en un futuro...» Hitler admiró siempre a Speer, y este afecto personal se extendió a unos pocos más. Por ello tal vez esas palabras contribuyeron a enfurecerle tan intensamente. Si el Führer había vacilado en su decisión de arrasar Alemania, la nota de Speer le resolvió a actuar más rápidamente. Por consiguiente, mandó llamar a Speer y le dijo acaloradamente: —¡Si se pierde la guerra, el Reich también debe perecer! Eso es inevitable. No es necesario preocuparse de las necesidades elementales del pueblo para que continúe llevando una primitiva existencia. Por el contrario, será mejor que destruyamos esto nosotros mismos, porque nuestro país habrá demostrado ser el más débil, y el futuro sólo pertenecerá a la fuerte nación oriental (Rusia). Además, los que queden después de la guerra serán los inferiores, ya que los mejores habrán perecido. Despidió el Führer perentoriamente a Speer, y dictó la orden que éste había tratado de impedir. En ella se mandaba destruir todas las instalaciones militares, industriales, de transportes y comunicaciones, antes de que cayeran en manos del enemigo. Los gauleiter nazis y los jefes de la defensa deberían contribuir a la ejecución de tales medidas. «Todas las directivas opuestas a lo antedicho —concluía la orden —quedan anuladas.» Ya desde Stalingrado, Hitler había estado tomando decisiones tan brutales y arbitrarias como ésta, y desde el atentado del 20 de julio se volvió más irritable e inflexible. Sus consejeros comprobaron desalentados que tendía a hallar una solución desesperada y única para cada problema, en lugar de buscar varias alternativas, como ocurría en el pasado. Sin embargo, el Führer seguía siendo considerado y afable con su chofer Kempa y con sus secretarios y servidores, pero hasta éstos podían comprobar que se hallaba abrumado por la tensión nerviosa. —Me mienten por todas partes —dijo en cierta ocasión a uno de sus secretarios—. No puedo confiar en nadie; todos me traicionan. Esto me pone enfermo. Si no fuera por mi fiel Morell (el médico que le daba tantas píldoras) estaría totalmente deshecho. Y esos idiotas de médicos quieren librarse de él. Pero no dicen lo que sería de mí sin Morell. Si algo me pasa, Alemania quedará sin líder, pues no tengo sucesor. El primero, Hess, está loco; el segundo, Goering, ha perdido la simpatía del pueblo, y el tercero, Himmler, sería rechazado por el Partido. Se disculpó Hitler de hablar de política durante la comida, y luego añadió: —Estrújese el cerebro de nuevo y dígame quién puede ser mi sucesor. Eso es algo que me pregunto continuamente, sin hallar jamás una respuesta. Hitler puso de manifiesto las mismas dudas a otras personas con las que se entrevistó en una de sus últimas «conversaciones privadas». Después de quejarse de que se había visto obligado a llevar a cabo todo en el corto espacio de su existencia, el Führer declaró: —Ha llegado el momento en que me pregunto si entre mis inmediatos sucesores podrá hallarse un hombre destinado a levantar y seguir portando la antorcha, una vez que ésta haya caído de mis manos. También ha sido mi sino el servir a un pueblo con un pasado tan trágico, a un pueblo tan inestable y versátil como el germano, a un pueblo que va, según las circunstancias, de un extremo al opuesto. Manifestó que hubiera sido magnífico de haber dispuesto de tiempo para imbuir a la juventud alemana de la doctrina Nacional Socialista, dejando luego que las generaciones futuras emprendieran la inevitable guerra. —La tarea que me propuse, de elevar al pueblo alemán al lugar que le corresponde en el mundo —siguió diciendo—, no es por desgracia una tarea que pueda llevarse a cabo por un solo hombre, en una sola generación. Pero al menos les he abierto los ojos a la grandeza que ello entraña, y les he inspirado la idea de la unión de los alemanes en un Reich grande e indestructible. He sembrado una buena semilla. Profetizó luego que alguna vez se recogerían los frutos, y concluyó diciendo: —El pueblo alemán es un pueblo joven y fuerte; un pueblo con el futuro por delante.


Conferencia de Wannsee (20/01/1944):
Reunión de representantes civiles, policiales y militares del gobierno sobre la Solución final del problema judío. Se celebró en la villa Gross Wannsee, situada junto al lago del mismo nombre al suroeste de Berlín. La discusión se centró en el objetivo de expulsar a los judíos de todos los ámbitos de la vida del pueblo alemán, así como del espacio vital del pueblo germano. Se expusieron las medidas a tomar y se presentó el plan de la «deportación» de los judíos hacia el este. Durante dicha acción sin duda una gran parte será eliminada por causas naturales», el «remanente final tendrá que ser tratado en conformidad, porque (...), si son liberados, actuarían como la semilla de un nuevo resurgimiento judío». Se evaluó el número de judíos en Europa (11 millones) y los métodos de evacuación teniendo en cuenta la edad y el país de origen. El tratamiento de las personas con «sangre mixta» fue también discutido cuidadosamente. El doctor Josef Bühler presionó a Heydrich para iniciar sistemáticamente la Solución final en el Gobierno General (Polonia). El motivo de su preocupación era el creciente mercado negro que saboteaba la administración del Gobierno General, de esta manera quedaba erradicado el contrabando y la población judía más grande de Europa que se concentraba en Polonia. La reunión es señalada como la primera discusión de la Solución Final y también porque los protocolos y la minuta número 16 de las 30 editadas con el contenido de la reunión fueron hallados intactos por los Aliados al final de la Segunda Guerra Mundial y usados durante los juicios de Núremberg como prueba sobre el programa de exterminación. El protocolo de la reunión fue preparado por el SS Obergruppenführer Reinhard Heydrich, ayudado por el SS Obersturmbannführer Adolf Eichmann, y no menciona explícitamente el asesinato en masa. Eichmann admitió más tarde en su juicio que el lenguaje real usado durante la conferencia fue mucho más directo e incluyó términos tales como «exterminación» y «aniquilación». A mediados del año anterior el curso de la guerra se vuelve en contra de Alemania. La derrota del Kursk es decisiva en el frente oriental. La Italia de Badoglio declara la guerra a Alemania (octubre 1943). Rumania está a punto de hacer lo mismo cortando el suministro de petróleo. La marcha de la batalla del Atlántico da un giro decisivo a favor de los Aliados.


Justos entre las Naciones:
Unas 15.000 personas han sido identificadas y honradas con este título honorífico por arriesgar su libertad y sus vidas ofreciendo ayuda a perseguidos judíos. El lema de la medalla de los Justos Entre las Naciones está tomada del Talmud. Aquel que salva una vida, es como si hubiera salvado al mundo entero. Prueba que la resistencia al mal es siempre posible incluso mientras se sufren las peores condiciones. Dinamarca, y sus organizaciones clandestinas, salvó a casi toda la comunidad judía del país (unas 7.200 de un total estimado en 8.000) en una operación en octubre de 1943 en la que los trasladaron clandestinamente a través del estrecho que separa a Dinamarca de Suecia. De los seis millones de judíos asesinados, 1,5 millones eran niños. La ayuda a los judíos era considerada por las autoridades nazis como un delito capital. En Francia, más de 200.000 judíos sobrevivieron, muchos de ellos gracias a la ayuda de no judíos. Las cifras aproximadas en otros países son: Bélgica, 26.000; Países Bajos, 16.000; Italia, 35.000; Dinamarca, 7.200; Noruega, 900; Alemania y Austria, entre 5.000 y 15.000; Polonia, entre 25.000 y 45.000; Lituania, hasta 1.000; Hungría, más de 200.000, muchos de ellos gracias a los heroicos esfuerzos de Raúl Wallenberg y Carl Lutz; Grecia, entre 3.000 y 5.000; Yugoslavia, hasta 5.000; Albania, 1.800. No se dispone de cifras de Ucrania y Rusia.


Oradour-sur-Glane:
El 10 de junio de 1944, cuando hacía seis días que había comenzado el desembarco aliado de Normandía, 642 personas fueron asesinadas en Oradour-sur-Glane por miembros de la tercera compañía del regimiento de las Waffen-SS Der Führer, integrado dentro de la división Panzer llamada Das Reich. Hablo de la masacre más grande de civiles en territorio francés durante la Segunda Guerra Mundial. Las mujeres y los niños fueron encerrados en la iglesia y, a continuación, los soldados –entre los que había varios alsacianos– prendieron fuego al edificio. Los hombres del pueblo fueron ametrallados. Todos los inmuebles fueron incendiados de manera sistemática por las tropas nazis antes de partir. De la tragedia sólo pudieron escapar cinco hombres y una mujer. La orden de castigar a los habitantes de Oradour por supuesta colaboración con la resistencia la dio el general Lammerding, responsable también de ordenar la ejecución de 99 civiles en Tulle el día anterior. Terminada la guerra, en 1946, el Estado francés decidió conservar la villa destruida como símbolo y lugar de memoria, y en 1953 se inauguró la nueva localidad junto a la vieja. El general Lammerding murió en 1971 en Alemania como respetado hombre de negocios y nunca pidió perdón. El comandante Dickmann, el jefe de operaciones en Oradour, era un hombre brutal y sanguinario, según los supervivientes, y murió en el frente de Normandía. El teniente Barth, uno de los oficiales responsables de este crimen, no fue procesado hasta el 1983 y fue condenado a cadena perpetua, pero quedó en libertad en 1997 por motivos de salud y aún vivió diez años más. En los juicios de Burdeos de 1953, fueron condenados a muerte dos SS implicados en la masacre –un alemán y un alsaciano–, pero la pena fue conmutada por cadena perpetua y, finalmente, en 1959 fueron puestos en libertad. El resto de condenados a prisión o trabajos forzados en ese proceso fueron amnistiados o disfrutaron de una reducción muy rápida de pena y los excarcelaron pronto. De Gaulle pretendía que la localidad masacrada sirviera para hacer pedagogía a las nuevas generaciones pero los tribunales de la República daban un mensaje muy diferente –desconcertante– a los familiares de las víctimas y al conjunto de la sociedad. (Francesc-Marc Álvaro, 04/02/2016)


Eichman:
En 1961, Adolf Eichmann, antiguo nazi, fue localizado en Argentina por el Mosad, secuestrado, trasladado a Israel y juzgado por crímenes contra la humanidad por su participación en la llamada “solución final”. Hannah Arendt, una judía que había huido de Alemania tras la llegada de Hitler al poder, asistió a la vista como corresponsal del diario New Yorker. Filósofa, dotada de una fina inteligencia y gran profundidad de pensamiento, Arendt captó rápidamente la complejidad del aquel juicio. Comprendió que Eichmann, un personaje que en realidad carecía del fanatismo y las motivaciones necesarias para actuar como lo hizo, podría ser una pieza clave para explicar lo ocurrido y desentrañar la verdadera naturaleza de la culpa en la sociedad alemana de los años 30. Eichmann pertenecía a las SS, sí, pero no ocupaba una posición destacada en la jerarquía nazi. Era un cargo intermedio, sin autonomía para tomar grandes decisiones. A Arendt le sorprendió que fuera más bien un tipo mediocre, del montón, de ningún modo un sádico asesino. No había matado a nadie y tampoco había ordenado hacerlo directamente. Ni siquiera sentía odio hacia los judíos. Era un funcionario común, eso sí, un burócrata muy eficiente. Si se le ordenaba organizar un convoy para enviar judíos a los campos de exterminio, lo hacía diligentemente. Pero con la misma eficacia y devoción habría dispuesto un transporte de juguetes para los niños. No había violado ninguna ley vigente en esa época; al contrario, las había cumplido cabalmente. Y siempre había obedecido prontamente y de manera escrupulosa las órdenes de funcionarios superiores. Entonces, ¿por qué se le juzgaba?, ¿dónde residía exactamente su culpa? Eichmann no era ni mucho menos estúpido, tampoco malvado por naturaleza. Era culpable porque había renunciado al pensamiento crítico, al juicio para distinguir el bien del mal. Como otros muchos, optó por cumplir órdenes como un autómata, sin plantear la menor objeción, aferrándose a frases hechas, a consignas, en línea con la propaganda que difundía el nazismo. Para Arendt, la culpa de Eichmann radicaba precisamente en esa actitud acrítica, acomodada e insensible. Su delito consistía en negarse a pensar, a reflexionar sobre el carácter manifiestamente injusto, discriminatorio e ilegítimo de las órdenes y las normas que debía aplicar. Cómo él, decenas de miles de personas en Alemania, que no eran intrínsecamente malvadas, habían optado por no reflexionar, no criticar, hacer seguidismo de terribles consignas y leyes. Con su pasividad, su silencio, su nulo pensamiento contribuyeron a la banalización del mal; es decir, a la conversión del mal en mera rutina, algo a lo que la gente acabó acostumbrándose y viendo como normal. Para Arendt, la degradación del pensamiento fue lo que condujo al holocausto. Una sociedad para burócratas gobernada por burócratas El caso de Eichmann es extremo, por supuesto, pero ilustra el problema a la perfección. La Alemania nazi sirve para demostrar hasta que punto se degrada una sociedad cuando abjura del pensamiento crítico, cuando la gente se aferra a consignas, a lo políticamente correcto. Al aceptar con normalidad leyes, decisiones gubernamentales que violan derechos ciudadanos, que contravienen principios fundamentales del derecho, los individuos contribuyen a que el mal se banalice. Y la sociedad entra en una espiral que conduce a la degradación. [...] Aunque Edmund Burke ya advirtió que para que triunfe el mal, basta con que los hombres buenos no hagan nada, muchos siguen sin estar dispuestos a pagarlo. (Javier Benegas, 26/03/2016)


Táctica defensiva de Eichman:
Hannah Arendt explica la sorpresa y el desconcierto que sentimos la mayoría de nosotros cuando nos enteramos por primera vez de lo de Auschwitz y el gesto de desesperación con el que reaccionamos a la noticia atribuyéndolos a la atroz dificultad de la tarea de absorber aquella verdad y de hacerle un sitio en la imagen del mundo con la que pensamos y vivimos: una imagen basada en «el supuesto vigente en todos los sistemas legales modernos de que la intención de obrar mal es condición necesaria para la, comisión de un delito[42]». Ese supuesto estuvo sin duda presente, aunque de forma invisible, en el banquillo de los acusados a lo largo del juicio a Eichmann celebrado en Jerusalén. Con la ayuda de sus preparados abogados, Eichmann trató de convencer al tribunal de que, como el único móvil que le guió fue el del trabajo bien hecho (es decir, realizado a satisfacción de sus superiores), sus motivaciones no guardaban relación con la naturaleza y la suerte de los objetos de sus acciones, de que el hecho de que Eichmann, en cuanto persona privada, sintiera rencor o no hacia los judíos estaba fuera de lugar en aquel momento (de todos modos, tanto él como sus abogados juraron que él no tenía resentimiento alguno contra los judíos y, ni mucho menos, odio, aun cuando, según sus propios criterios, esta última circunstancia también era irrelevante), y de que él no podía soportar personalmente siquiera contemplar un asesinato, y menos aún, un asesinato en masa como aquel del que se le acusaba. Dicho de otro modo, Eichmann y sus abogados dieron a entender que la muerte de unos seis millones de seres humanos no había sido más que un efecto secundario (vienen en este punto tentaciones de emplear el «nuevo y mejorado» vocabulario actual de la era «post-Irak» y hablar, más bien, de un «daño colateral») del hecho de haber actuado motivado por la lealtad de servicio (es decir, por una virtud concienzuda y cuidadosamente inculcada en todos los funcionarios de las burocracias modernas, qué, al mismo tiempo, evoca ostensiblemente el «instinto de profesionalidad», una cualidad humana aún más antigua, venerable y sagrada, que representa la virtud misma incrustada en pleno centro de la ética del trabajo moderna). La «intención de obrar mal» estaba, pues, ausente —o eso fue lo que Eichmann y sus abogados sostuvieron—, puesto que no había nada de malo en el cumplimiento del deber con la mayor eficiencia posible, conforme a la intención de otra persona que ocupara una posición más elevada en la jerarquía. La que estaría «mal», por el contrario, sería la intención de desobedecer esas órdenes. Lo que se puede apreciar en la defensa de Eichmann (destinada a repetirse, con innumerables variaciones, en los innumerables casos de perpetradores de innumerables actos modernos de «asesinato categorial») es que el odio y el deseo de hacer que la víctima desaparezca del mundo no son condiciones necesarias del asesinato, y que si algunas personas sufren a consecuencia de que otras cumplan con su deber, a estas no se las puede acusar de inmoralidad. Hacer quedas víctimas sufran es aún menos delito desde la concepción del derecho moderno, que insiste en que, de no hallarse un móvil para el asesinato, el culpable no debe ser clasificado como un delincuente, sino como un enfermo, un psicópata o un sociópata, y tiene que ser internado en una institución para ser sometido a tratamiento psiquiátrico, en lugar de ser enviado a prisión o al patíbulo. Y cabe añadir que esa es una interpretación que aún hoy en día, muchos años después del juicio a Eichmann, continúa siendo compartida por muchas personas socializadas en los escenarios modernos. Se ve reforzada (y, dada la elevadísima frecuencia de tales refuerzos, corroborada) en los dramas policiales de Hollywood que la reproducen a diario y en las series de detectives que se proyectan en millones de pantallas de televisión de todo el mundo moderno. (Zygmunt Bauman)


90 minutos en Wannsee:
El 20 de enero de 1942, altos funcionarios del gobierno nazi de Adolf Hitler se encontraron en una mansión de campo ubicada a orillas del lago Wannsee, al oeste de Berlín. En aquel día invernal no hubo un gran banquete. Solamente se sirvieron algunos entremeses y coñac en una gran mesa en la que a la cabeza se sentó uno de los líderes nazis, Reinhard Heydrich. Estaban ahí para discutir un punto: "la solución final de la cuestión judía en Europa". Más allá de los eufemismos con los que hablaron durante el encuentro formal, lo que aquellos funcionarios nazis estaban realmente pactando fue la detención, concentración y asesinato masivo de judíos en Europa. Once millones era el número que tenían en mente. Fue el Holocausto judío lo que discutieron en un lapso de una hora y media en la que fue llamada la Conferencia de Wannsee. El hombre "de todas las cosas malas" Reinhard Heydrich era uno de los hombres más temibles de la Alemania nazi, alguien que no tenía miedo de ensuciarse las manos. En 1934 fue él quien planeó la Noche de los Cuchillos Largos, una purga interna en el partido Nacionalsocialista Obrero Alemán creado por Hitler. Y fue el quien ideó la excusa para la invasión alemana a Polonia, lo que hizo estallar la Segunda Guerra Mundial. "Así que era el malvado de todas las cosas malas que había que hacer. Y, por supuesto, el antisemitismo era un punto central de la ideología nazi. Durante mucho tiempo, buscó la oportunidad de convertirse en el único encargado de la solución final", explica a la BBC el historiador Norbert Kampe. Tras el ataque a Pearl Harbor, en diciembre de 1941, Estados Unidos declaró la guerra a las potencias del Eje, por lo que los líderes alemanes tenían varias cuestiones a discutir sobre la causa nazi. Y una de ellas fue lo que llamaron "la cuestión judía", el antisemitismo que profesaban los nazis y por el que desde meses antes ya habían detenido o asesinado a decenas de miles de personas en los territorios controlados por Hitler en Europa. La Conferencia de Wannsee fue convocada por Heydrich para crear un "protocolo", es decir, las medidas prácticas para concentrar y matar a los judíos. Pero los 15 altos jefes del nazismo participantes en la reunión no lo plantearían en esos términos, sino en otros más eufemísticos como "evacuación", para referirse a la deportación forzada, o "reducción" para hablar de asesinato masivo. "Heydrich había invitado a dos asesinos experimentados, el doctor Rudolph Lange, del área del Báltico, y el doctor Karl Eberhard Schöngarth, que ya había matado a judíos", explica Kampe. "Varios de los participantes tenían títulos de doctorado y todos eran académicos altamente capacitados, por lo que es un grupo bastante curioso de asesinos", añade el historiador. Por su planeación, Heydrich luego sería llamado el "arquitecto del Holocausto". La reunión con coñac Diversos historiadores y expertos sobre el Holocausto han insistido en que no solo se debe responsabilizar a las 15 personasreunidas en Wannsee de los crímenes de lesa humanidad ahí acordados, pues era la ideología compartida por muchos, desde Hitler hacia abajo. Pero Heydrich destaca por su frío y escalofriante razonamiento sobre la vida de millones de personas. Heydrich estaba solo por debajo de Heinrich Himmler, el jefe de las SS, como jefe de la Oficina de Seguridad del Reich. "El verdadero propósito de la conferencia era mostrar su poder y que ahora él estaba a cargo", explica Kampe. El que hubiera llevado a unos jóvenes judíos a hacer trabajos forzados de cuidado en esa casa, ayudó años después a los investigadores del Holocausto a conocer detalles de la reunión. La otra gran fuente sobre lo ocurrido ahí fueron las actas que elaboró el especialista de Heydrich en asuntos judíos, Adolf Eichmann. Solo una copia quedó preservada. En su juicio en 1961 en Israel, Eichmann aportó más detalles. "Recuerdo que uno a uno de los presentes se le dio la palabra, tal como se hace en esas ocasiones. (…) El ambiente era muy tranquilo, muy amable, muy educado. No se dijo mucho y no pasó mucho tiempo antes de que llegaran los camareros para servir coñac". Por espacio de 90 minutos acordaron qué hacer con "la cuestión de los judíos en Europa". El "Protocolo de Wansee" Heydrich abrió la reunión anunciando que el propio subalterno de Hitler, Hermann Göring, lo había puesto a cargo de los preparativos para la "solución final". "El momento anterior a la solución final significó la expulsión de los judíos del campo de influencia alemán, pero la solución final significó, después de la conferencia de ese día, la destrucción total de la vida judía en Europa", explica Kampe. A las medidas de emigración forzada que ya estaban en marcha por Europa, Heydrich dijo con su lenguaje frío y eufemístico que lo que seguiría sería la deportación de los judíos a campos de exterminio. "Con la previa aprobación del Führer, actualmente la evacuación de los judíos al este reemplaza la emigración como posible solución adicional. Sin embargo, estas operaciones deben considerarse provisionales en vista de la próxima solución final de la cuestión judía", dice el Protocolo. Kampe explica que Heydrich no era un gran orador y no era tan dominante en su apariencia física. "Pero, por supuesto, todos sabían que era un hombre peligroso", así que le prestaban atención. El Protocolo tenía un reporte detallado de cuántos judíos vivían en cada país de Europa, incluidas naciones que no estaban bajo el dominio nazi como Inglaterra y la Unión Soviética. La "solución final" consideraba a 11 millones de judíos de Europa. Después venían algunas consideraciones escalofriantes de Heydrich, como que los judíos mayores de 65 años fueran enviados a guetos para ancianos. Los adultos sanos realizarían trabajos forzados en el este. Como dice el documento, esperaban que la mayoría "muriera de desgaste natural". Y los que no lo hicieran tendrían que ser parte de un "tratamiento adecuado". "Sin duda, representan la parte más resistente y, por lo tanto, una élite natural que, si se libera, sería una semilla para una resurrección judía. Pruebas de ello da la historia", señala el texto. Luego el Protocolo abunda sobre lo que sucederá con las personas de "sangre mezclada". Entonces vino una discusión de los participantes de la mesa. "Erich Neumann, el hombre del Ministerio de Municiones, pidió no deportar a los trabajadores esclavos judíos que se utilizan en las fábricas. Y recibió la promesa de que solo serían deportados después de que los trabajadores esclavos de Europa del Este estén disponible para trabajar allí", explica Kampe. "Se habló de matar, eliminar y exterminar" En su testimonio de 1961, Eichmann dijo que, una vez finalizada la parte oficial de la reunión, hubo una discusión más informal con copas de coñac. La gente hablaba libremente y ya no se escuchaba el lenguaje formal del Protocolo. "Se habló de matar, eliminar y exterminar. De hecho, yo mismo tuve que hacer los preparativos para redactar el acta. No podía quedarme ahí parado y solo escuchar. Pero las palabras sí me llegaron", sostuvo Eichmann. Al parecer todo el mundo estaba satisfecho con las opciones de aniquilación masiva, explica Kampe. "Eichmann, en su estrategia de defensa, dijo: 'Yo era el de rango más bajo en la conferencia, y esas personas presentes para mí habían sido los papas del Tercer Reich. ¿Y por qué debería dudar de que fuera bueno o malo matar judíos cuando estaban tan satisfechos con esto?'", señala el historiador. Una semana después de la Conferencia de Wannsee, Heydrich emitió las primeras órdenes de deportación de judíos. Aunque fue herido de muerte cinco meses después en Checoslovaquia, el plan del Holocausto ya estaba en marcha y unos seis millones de judíos fueron asesinados en Europa por la Alemania nazi.

Los 15 en la Conferencia de Wannsee: Reinhard Heydrich, jefe de la Oficina de Seguridad del Reich Otto Hofmann, jefe de la Oficina Principal de Raza y Asentamiento de las SS Heinrich Müller, jefe de la sección IV de la Gestapo Rudolf Lange, comandante de la Policía de Seguridad en Letonia Karl Schöngarth, comandante de la Policía de Seguridad Wilhelm Stuckart, secretario del Ministerio del Interior del Reich Georg Leibbrandt, subsecretario del Reich para los Territorios Ocupados del Este Erich Neumann, jefe de la Oficina de Planeación de los Cuatro Años Friedrich Kritzinger, secretario de la Cancillería del Reich Gerhard Klopfer, secretario de la Cancillería del Reich Adolf Eichmann, jefe del grupo IV de la Gestapo Alfred Meyer, viceministro del Reich Josef Bühler, secretario del gobierno general de Polonia Roland Freisler, secretario del Ministerio de Justicia del Reich Martin Luther, subsecretario del Ministerio de Relaciones Exteriores (bbc enero 2022)


[ Inicio | Documentos | Guerra | HIST | SOC | ECO | FIL | Letras | CLAS | SER | ]