Jueces             

 

Democracia judicial:
Cien personas de las que concurren a las elecciones el próximo 22-M están imputadas judicialmente, entre ellas buena parte de los que aparecen en la trama Gürtel. Se abre el juicio a Garzón por prevaricación en el caso de las presuntas escuchas ilegales. El Tribunal Constitucional está pendiente de emitir su sentencia sobre la legalización de Sortu después de haberse pronunciado al respecto la Sala Especial del Tribunal Supremo. Previamente le compitió también al Tribunal Constitucional pronunciarse sobre el Estatuto de Cataluña en una de sus sentencias más controvertidas. Podríamos seguir así mencionando una buena ristra de casos de los últimos meses, y la impresión que de forma más o menos consciente se va abriendo paso es que son los jueces y magistrados los que acaban resolviendo nuestros principales conflictos políticos. Desde la organización territorial del Estado, pasando por la memoria histórica, hasta los más intrincados vericuetos de la corrupción. Se dirá que esto es lo que ocurre en un Estado de derecho y que ahí reside su grandeza. Los jueces actúan en él como guardianes de la legalidad, y no tienen más remedio que intervenir cuando se les reclama o cuando aprecian de oficio algún delito. Pero el hecho es que este juicio complaciente se desvanece cuando observamos que el ya casi inevitable protagonismo político de la judicatura acaba provocando una deslegitimación del sistema como un todo. La “judicialización de la política”, como bien sabemos, tiene como corolario lógico la “politización de la justicia”. Su protagonismo en la solución de casos políticos disputados ha acabado por imputar a nuestros guardianes de la legalidad prácticas que casan mal con su supuesta función. Sus sentencias suelen ser leídas al final más por adscripciones ideológicas que por su estricta congruencia jurídica. Lejos, pues, de resolver las disputas políticas desde la racionalidad del Estado de derecho, muchas veces solo contribuyen a aumentar el encono. Ya no hay jueces sin más, sin adjetivos, sino “jueces progresistas”, “jueces conservadores”, etc. El caso Garzón, con su plétora de dimensiones en cada una de sus causas, sería el ejemplo más claro de este síndrome. Es obvio que la politización funciona en las dos direcciones. Los jueces son también cada vez más conscientes de su papel político; no siempre se quedan en la mera aplicación de la ley, y muchas veces gozan de una creatividad interpretativa que trasciende dicha función. Y las presiones sobre ellos, como bien observara Rafael del Águila, no son más que el reconocimiento explícito de su poder político efectivo. Pero resulta que este es un poder que en gran medida les ha sido trasladado por la propia clase política. Porque, no nos engañemos, en gran cantidad de casos, su intervención no es más que el resultado de una dejación que aquella hace de funciones que en rigor le deberían corresponder. En una democracia adversativa como la nuestra, caracterizada por la alergia a los grandes pactos, la tentación de delegar las disputas políticas en decisiones judiciales es constante. En las grandes cuestiones apelando a los recursos ante el Tribunal Constitucional, como viene haciendo el PP cada vez que pierde alguna votación sobre asuntos que considera fundamentales. O esperando a que las acusaciones por corrupción se resuelvan judicialmente en vez de actuar el propio partido apartando a los imputados. Esto último no solo contribuiría a aliviar la presencia pública de la actividad judicial; también trasladaría a la ciudadanía la imagen de que el interés del partido está por debajo de ciertos requerimientos de ética pública y que no cabe una “absolución democrática” de las imputaciones judiciales, como tantas veces se ha intentado. Con todo, esta politización de la justicia tiene el gran inconveniente de cuestionar la “verdad judicial”, esa forma convencional de resolver a efectos prácticos el insoluble pluralismo de las “opiniones”. Como se vio con la sentencia sobre el 11-M u otras de gran relevancia política, parece que ya no hay sentencias firmes, con capacidad para pronunciarse de forma definitiva sobre una determinada realidad. Toda sentencia carga sobre sí el sambenito del interés político partidista. La función de establecer hechos y responsabilidades, aunque vinculante, sigue sin ser definitivamente dilucidada. No hay forma de zanjar lo que es real por la vía judicial. Siempre sigue siendo cuestionado. Y la algarabía de las opiniones reina libre sin encontrar un punto de reposo. Como ocurre en el espacio mediático, donde la realidad es filtrada (casi) siempre desde alguna perspectiva de parte, la constante traslación de conflictos políticos al espacio judicial ha acabado ya (casi) por hacer indistinguibles las fronteras entre política y derecho. (Fernando Vallespín, 15/04/2011)


Política y sentencias:
[El particular voto del juez De Prada]. [Sobre el auto de la Audiencia Nacional a propósito de la investigación del caso Faisán] Ha de ser el juez prudente en los juicios y hasta huir de su propia voz. Escribirá siempre con la máxima corrección posible y con respeto al destinatario de sus resoluciones. Las sentencias, autos y providencias son para explicar la justicia que se imparte y en ellas sobran los malos modales, las divagaciones o los malabarismos. Si las palabras se tiñen y destiñen a capricho o voluntad, el autor debe saber que, tarde o temprano, sus torpes garabatos lo dejarán en cueros, lo cual sucede también cuando la pluma o el teclado del ordenador se utilizan para aligerar intestinos, vaciar venenos u otras miasmas no menos insanas. Lo que antecede queda expuesto a propósito del voto particular que el magistrado Ricardo de Prada Solaesa emitió el pasado 5 de abril para expresar su «más absoluto desacuerdo» -así comienza el escrito en cuestión- con el auto pronunciado un día antes por la Sección Segunda de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional que rechaza el recurso del ex director general de la Policía contra la decisión del juez Central de Instrucción número 5 de incoar sumario por el denominado caso Faisán y seguir investigando posibles delitos de revelación de secretos y colaboración con banda armada y, en consecuencia, denegar el archivo de la causa solicitado por Víctor García Hidalgo, que así se llama el imputado recurrente. He analizado con detenimiento el voto del juez De Prada y me parece erróneo, de cabo a rabo. En la forma y en el fondo. Aparte del desarreglo que guarda respecto a alguna norma de la sintaxis, circunstancia que, ya de por sí, le hace imperfecto, el voto no puede leerse con gusto ni comprenderse sin hacer considerable esfuerzo. Mas quede claro y anticipo que tampoco se trata de pedir el talento de la elocuencia, esa virtud que, a decir de Platón, es para el espíritu lo que la medicina es para el cuerpo. En cuanto al fondo del asunto, me quedo con la tesis de los magistrados de la mayoría, aunque, por mejor razonada, estoy más próximo a la del juez instructor, señor Ruz. Si el objeto del sumario es investigar «(…) una presunta delación policial consistente en la filtración y aviso al dueño del bar Faisán, con la finalidad de evitar la inminente detención de (…) un presunto miembro de ETA que tenía previsto acudir (…) para reunirse con él (…) a fin de materializarse la entrega de una supuesta cantidad de dinero procedente del cobro del impuesto revolucionario consiguiéndose del mismo modo (…) evitar la detención de otras personas (…)» -la literalidad de la imputación es necesaria-, los hechos, indiciariamente, presentan caracteres de los delitos de los que el auto habla. Distinto es lo que resulte del juicio oral al que el señor García Hidalgo, solo o acompañado, acudirá ni vencido ni desarmado, a no ser que antes del plenario, pero siempre una vez que el sumario esté concluso, proceda el sobreseimiento en cualquiera de sus modalidades. El auto de mayoría acierta también cuando afirma, de un lado, que en el delito de colaboración con banda armada no es necesario que los autores compartan «las finalidades de la organización» y, de otro, que el «perfil profesional» de los sospechosos no les exime de la posible comisión del delito. Como decía Arcadi Espada en EL MUNDO del 07/04/2011, «no creo que haya dudas sobre el hecho de que avisar a un delincuente de su próxima detención, e impedirla, no sea colaborar con él». En el particular voto del juez De Prada hay dos cosas que resultan tan sorprendentes como inaceptables. Una, las puyas que el autor lanza a los magistrados García Nicolás y de Diego López y que por incorrectas e inconvenientes han de rechazarse. Frases como que el auto «cita cierta jurisprudencia (…) de forma fragmentaria y sesgada (…)» o que «hace un análisis sumamente simplista del conjunto de los hechos, hasta el punto de convertirlos en una mera caricatura (…)», o la reprimenda que echa a sus colegas por la «actitud claudicante» que «favorece la instrumentalización política», aunque no encierran un insulto, sí que resultan objetivamente desconsideradas. A mí me recuerdan aquellas manifestaciones que los clásicos denominaban ex abrupto visceribus causae, cuya virtud no es otra que enmascarar la pobreza argumental. Ahora bien, lo más inaudito del voto del juez De Prada es que, según él, los hechos tienen «plena justificación» por enmarcarse en «un proceso de paz» y que el trasfondo político del procedimiento judicial impone que la ley deba quedar en suspenso y los jueces mirar hacia otro lado. Se trata de «(…) un asunto fuertemente politizado, en el que de una manera manifiesta se está tratando por ciertos sectores de cuestionar políticamente un proceso de paz de fallido, pero que se pretende además introducirlo forzadamente en un cauce jurídico, en un proceso penal (…)». Esto es lo que textualmente dice el juez De Prada. En este punto, el particular voto es un pésimo voto y no por discrepar del criterio mayoritario del tribunal, sino por el hecho de que tiene todo el tufo de no ser una desavenencia en términos racionales y jurídicos. Digan lo que digan sus ocho fundamentos de Derecho, en el voto sólo hay una apariencia de juridicidad, pero nada más. El tono suena a uso alternativo del Derecho, esa naufragada corriente que nacida en la década de los 70, sostiene que el juez, como persona comprometida, e incluso beligerante, debe interpretar la ley no de manera técnica sino ideológica, en definitiva, política. Lo he dicho muchas veces. Querer hacer política con la justicia no es menester de jueces, sino de mercaderes de la justicia que alteran su pureza, envenenándola. También que la ideología política nunca está de más en un juez, aunque aquí el magistrado De Prada se prodiga con generosa manga. El voto particular contiene tanta carga ideológica y carece de tan mínima prudencia que, en el fondo, es una confesión de parcialidad. El juez no tiene por qué carecer de convicciones políticas, pero en el mundo del Derecho, más que de sombras se habla de apariencias y el juez ha de evitar las sospechas de ausencia de neutralidad. La elección del oficio de juzgar lleva consigo la renuncia a cualquier tentación de espiritismo. Todo el interés se encuentra en aplicar la ley y detrás de esto no hay nada, salvo el fin. El juez De Prada termina su particular voto lamentando que los compañeros de Sala «no hayan visto» el asunto como él y porque «no hayan hecho el esfuerzo de deslindar lo político de lo jurídico o no hayan sabido hacerlo». Este último párrafo me hace pensar si acaso el hombre no es sino el reflejo de unas determinadas circunstancias que moldean su talento, a no ser que, como se afirma en un estudio publicado en el último número de la revista científica Proceedings of the Nacional Academy of Science y que personalmente pongo en cuarentena, el juez de Prada redactara su particular voto en ayunas o en un episodio de agotamiento mental. Lo que sí creo es que cuando se acusan unas características tan intensas como para desbordar las posibilidades que el estatuto judicial ofrece, entonces en torno al juez se forma un enorme vacío y su trabajo, coreado por algunos leguleyos, termina cayendo en la más absoluta indiferencia. Al magistrado De Prada, con los debidos respetos y siempre que me lo permita, le recomendaría que en lo sucesivo se guarde sus razonamientos volando como teas ardiendo, que no es ese el camino que los ciudadanos quieren para nuestra justicia. Porque, la verdad sea dicha, no es frecuente ver tanto truco jurídico en una resolución, como tampoco lo es asistir a un número de circo judicial en el que un juez vota y bota, dando piruetas y saltos mortales sin red. Las palabras del sabio nos enseñan que en justicia todo el interés se encuentra en aplicar la ley y que detrás de esto no hay nada. Tengo para mí que el responsable de tan extravagante resolución se ha dejado embaucar por dos de los peores enemigos del juez: la palabrería, que es incendio difícil de apagar y la ideología política, que es el lazarillo que guía hasta el borde mismo de la insensatez. En justicia deben prevalecer las palabras mesuradas sobre las palabras insurrectas. El señor De Prada debería saber que el papel de oficio tiene mucha memoria y que en cualquier momento puede ejercer súbita venganza. Otrosí digo: Me preguntan qué pienso del auto de apertura de juicio oral dictado por el señor instructor del Tribunal Supremo contra Baltasar Garzón por haber intervenido ilegalmente las comunicaciones de los imputados del caso Gürtel con sus abogados. Aunque la decisión y la situación procesal del juez bien merecen una tribuna especial, a modo de prólogo afirmo que en la conciencia de un juez ha de ser nítida la linde de lo que se debe y lo que se puede hacer. En pura ley moral, el fin no justifica los medios. El juez que crea lo contrario ha de confesar su preferencia por el todo vale, ese lema siempre despreciable por lo que tiene de bárbaro y ruinoso ataque a la seguridad jurídica. Segundo otrosí digo: Lo expuesto líneas más arriba vale para el juez Miguel Torres, que fue el instructor del denominado caso Ballena blanca. Por cierto, qué manía de rotular los asuntos judiciales. Anunciada en su día a bombo y platillo como la mayor operación en España contra el blanqueo de dinero, recientemente la Audiencia Provincial de Málaga ha dictado sentencia con 14 absoluciones y 5 condenas menores. En uno de sus sólidos razonamientos, el Tribunal censura muy seriamente la instrucción realizada por su señoría, al que reprueba «dejarse dominar por la iniciativa policial». Cierto que los señores magistrados de la Sala han puesto las cosas en su sitio, pero recordemos el espectáculo montado hasta llegar ahí, con redada de notarios incluida y que pudo resultar entretenido para cierta concurrencia. Lo triste es ver al acróbata precipitado en el vacío de la incompetencia, esa situación que cabalga a la grupa de la estafa, de la iniquidad y del ridículo. - Y ahora qué, señor juez. ¿Conserva usted la carta que le envié el 21 de noviembre de 2009 con la esquela de una de sus víctimas procesales? (Gómez de Liaño)


Sentencias: Maltratadores:
María Salmerón entrará en prisión el próximo 20 de julio para cumplir una sentencia de cuatro meses de reclusión. María Salmerón está condenada por un delito grave: haberse negado a permitir que su hija cumpla el régimen de visitas de su padre, impuesto por orden judicial. El marido de María es un maltratador condenado por sentencia firme, que no cumplió ni un día de cárcel y que según reiterada jurisprudencia, amparada por la permisividad de la ley, puede seguir teniendo relación con su hija. Una hija ya de 12 años que se niega reiteradamente a convivir con su padre. Como en la cultura islámica, en la que se castiga a la violada en vez de a los violadores por haber demostrado falta de pudor, en España se pena a las madres que protegen a sus hijas e hijos de padres maltratadores, abusadores sexuales y tantas veces asesinos. Exactamente eso es lo que sucedió a Ángela González. El Comité de Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) ha condenado a España por no proteger a una mujer víctima de violencia de género y a su hija, de siete años, a la que el maltratador asesinó en 2003 en una de las visitas pautadas en el régimen de separación. La mujer, Ángela González, había denunciado a su exmarido en 30 ocasiones por amenazas y agresiones y se había opuesto a que viera sin supervisión a la niña. Pese a ello, el hombre mató a la pequeña Andrea y después se suicidó. El CEDAW, que se ocupa del cumplimiento del tratado que prohíbe la discriminación de la mujer —que España ha firmado y ratificado—, ha emitido un dictamen vinculante en el que indica que la Administración española debe indemnizar “de manera proporcional” a Ángela y expone que el Estado español actuó de manera negligente: no las protegió ni a ella ni a su hija; tampoco la indemnizaron por el daño irreparable sufrido. Es la primera vez que un organismo internacional falla contra España por un caso de violencia de género. Y el dictamen ha sido unánime: los 36 miembros del comité han estado de acuerdo. “La condena es contundente. El CEDAW dice claramente que las negligencias de la Administración de Justicia llevaron a la muerte de Andrea; también que la Administración maltrató a Ángela al no reconocer la negligencia cometida”, apunta Viviana Waisman, directora de Women’s Link Worldwide, la organización que ha llevado el caso hasta la ONU. Ángela González había huido de su casa en 1999 con su hija de tres años. Llevaba sufriendo malos tratos desde que se quedó embarazada, cuando denunció por primera vez a su marido. Pese a irse, las agresiones siguieron. En el proceso de divorcio, el juez concedió al padre un régimen de visitas tutelado. Pero dos años después, sin atender la recomendación del equipo de servicios sociales que supervisaba esos encuentros, el juez aceptó un recurso del hombre y permitió que viera a la niña a solas. Una docena de visitas más tarde, el hombre la mató de tres disparos en Arroyomolinos (Madrid). Tras lo ocurrido, Ángela denunció que la Administración, a la que había alertado, no había protegido a su hija. Perdió en todas las instancias. Entonces, ella y sus abogadas decidieron acudir al CEDAW. Con la conformidad habitual, y en defensa de una ley, la de Violencia de Género completamente ineficaz, la directora del Instituto de la Mujer, Carmen Plaza, admitió que “no se dio la protección que hubiese podido prevenir esta muerte”, pero que desde entonces España “ha evolucionado mucho”, sobre todo gracias a la Ley contra la Violencia de Género de 2004. Pues bien, ni con la Ley ni con la evolución que con tanta satisfacción invoca la directora del Instituto de la Mujer, se han prevenido los asesinatos de niños entregados a la custodia o visita del padre. Y desde que se dictó esa sentencia por la CEDAW la Administración de Justicia española no ha abierto procedimiento alguno sobre el caso como le reclama la ONU ni ha difundido el dictamen “a todos los públicos relevantes” como le reclama el fallo ni Ángela ha sido indemnizada. La resolución, además, recomienda a España que todos los jueces y personal judicial sigan cursos para evitar los estereotipos de género. Estos, indica Waisman, más la idea de que para los niños siempre es mejor conservar la relación con el padre, aunque sea un maltratador, provocan situaciones como la de Ángela. Esa indicación, en la que se le dice a España que debe proporcionar formación especializada a todo el personal especializado (jueces, trabajadores sociales, abogados de oficio…), es uno de los puntos fundamentales del dictamen del CEDAW. Según el Consejo General del Poder Judicial, los jueces solo dictaminan la suspensión del régimen de visitas en el 3% de los casos de violencia de género. “Esto demuestra que en la práctica persisten los estereotipos y la misma falta de credibilidad en la madre que propiciaron aquel crimen. Hay que derribar la idea de que un maltratador no es obligatoriamente un mal padre: lo es desde el momento que hace daño a la madre. Y acabar también con la idea de que las madres utilizan las denuncias por violencia para sacar beneficios en los divorcios o quitar la custodia a los padres”, subraya Miguel Lorente, ex delegado del Gobierno para la Violencia de Género. Desde el caso de Ángela, varias decenas de menores han sido asesinados por un padre maltratador, cuyos antecedentes de violencia le constaban claramente a la justicia. Los asesinos machistas han matado a 44 hijos e hijas en la última década. Niños y niñas desde los cuatro meses de edad hasta los 16 años, ahogados, acuchillados, tiroteados… Todos murieron a manos de su padre, pero más de la mitad, 26, estaba a solas con él durante la visita o la custodia compartida o fue el objetivo de la agresión física aun con la madre presente. A pesar de la Ley de Violencia de Género y de la evolución del país. Este terrible peligro es el que lleva a María Salmerón a negarse a entregarle su hija al padre. Este supuesto y el mucho más cierto de que la hija va a sufrir el maltrato de tener que convivir los fines de semana con un hombre que ha maltratado a su madre. María, como madre coraje lleva varios años resistiéndose a cumplir la sentencia que la obliga a ello, y en consecuencia debe purgar ser valiente, no ser sumisa y ser buena madre. Varios cientos de madres más, conocemos también el caso de Susana Guerrero, se encuentran en el riesgo de ser multadas y encarceladas por defender a sus hijos e hijas, mientras los maltratadores no cumplen las condenas. Si el juzgado no suspende el ingreso en prisión de María hasta que se resuelva el indulto que ha solicitado su abogado, sólo nos queda acompañarla el día 20 de julio. A las 10,30 de la mañana, allí, en la puerta de los juzgados de Sevilla, para dar testimonio de nuestra solidaridad y de nuestra indignación ante la arbitrariedad de una justicia que se practica en un país que se cree civilizado. (Lidia Falcón O'Neill, 16/07/2016)


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