Canarias  |  Náutica  |  Arquitectura  |  Historia  |  Clásicos  |  Ciencia  |  Infantil

 

 

     
 


Seamus Heaney:
Acta de unión: I Esta noche, un primer movimiento, un pulso, como si la lluvia se acumulase en el pantano hasta romper y desbordarse: una presa que estalla, un tajo abriendo la cama de helechos. Tu espalda es una firme línea de costa del este y brazos y piernas se prolongan más allá de tus colinas graduales. Acaricio la palpitante provincia donde creció nuestro pasado. Soy el reino elevado por encima de tus hombros al que no halagarías ni puedes ignorar. La conquista es mentira. Envejezco tolerando tu orilla semi-independiente dentro de cuyos límites ahora mi legado culmina inexorable. II Imperialmente soy varón todavía, dejando para ti todo el dolor, el proceso de rendición en la colonia, el ariete, la barrera que explota desde dentro. El acta germinó en una obstinada quinta columna cuya postura crece de forma unilateral. Su corazón bajo tu corazón es un tambor de guerra que llama a filas a la fuerza. Sus parasitarios e ignorantes puños pequeños ya golpearon tus fronteras y sé que apuntan hacia mí por encima del agua. No veo ningún tratado que ponga a salvo por completo tu cuerpo hollado y estirado, el gran dolor que, como campo abierto, te deja en carne viva, una vez más. (De Norte, 1975) Casa de verano: I ¿Era el viento de los vertederos o algo en el calor que nos seguía los pasos, con el verano agriándose, y un nido pestilente incubando en algún lugar? ¿De quién era la culpa?, me preguntaba, inquisidor del aire poseído. Para de pronto descubrir, al levantar la estera que había larvas, moviéndose- e hirviendo, hirviendo, hirviendo. II Mientras arreglo la puerta, con mis brazos repletos de cereza silvestre y rododendro, a través de la entrada escucho su perdido gimotear, que, carraspeando, tintinea mi nombre, una y otra vez. Oh amor, he aquí la culpa. Las flores sueltas entre nosotros se reúnen, componen una especie de altar del mes de mayo. Estos capullos francos y caídos se tiñen pronto del color de un dulce bálsamo. Asiste. Unge la herida. III Oh atendimos nuestras heridas con corrección bajo la dulzura hogareña y yacemos como si la superficie fría de una hoja nos hubiese dejado sin aliento. Postulo más y más curas gruesas, como ahora cuando te doblas en la ducha el agua vive cayendo por la pila bautismal de tus pechos. IV Con un definitivo impulso nada musical largos granos empiezan a abrirse y se separan hacia adelante y de nuevo agotamos el blanco, pateado camino al corazón. V Mis hijos lloran la calurosa noche extranjera. Caminamos por el suelo, mi boca podrida se desahoga contigo y yacemos rígidos hasta que el alba acude a la almohada, y al maíz, y la viña que sostiene su plena carga hacia la luz. Las rocas de ayer cantaban cuando las golpeábamos estalactitas en las viejas cuevas, goteando oscuridad - nuestras llamadas de amor pequeñas como un diapasón. (De Invernando, 1972) Conduciendo de noche: Los olores cotidianos eran nuevos en el viaje nocturno a través de Francia: lluvia y heno y bosques en el aire creaban cálidas corrientes de aire en el coche abierto. Los postes blanqueaban sin cesar. Montreuil, Abbeville, Beauvais se prometían, prometían, llegaban y se iban, garantizando cada lugar el cumplimiento de su nombre. Una tardía trilladora gruñía por el sendero sangrando semillas a través de su luz. Un incendio forestal se extinguía. Uno a uno cerraban los pequeños cafés. Pensé en ti de forma continua unas mil millas al sur donde Italia apoya su lomo en Francia en la esfera oscurecida. Tu cotidianeidad se renovó allí. (De Puerta a la oscuridad, 1969) Día de boda:
Tengo miedo. El sonido se ha parado en el día y las imágenes se repiten sin cesar. ¿Por qué esas lágrimas, el pesar salvaje en su rostro fuera del taxi? Crece el jugo del lamento en nuestros invitados que saludan. Tras la gran tarta estás cantando como una novia abandonada que persiste, demente, y que atraviesa el ritual. Cuando fui a los lavabos había un corazón con una flecha y palabras de amor. Deja que duerma recostado en tu pecho, camino al aeropuerto. (De Invernando, 1972) El metro: Ahí estábamos corriendo por los túneles abovedados, tú deprisa delante, con tu abrigo de estreno y yo, yo entonces como un dios velocísimo ganándote terreno antes de que te convirtieras en un junco o alguna nueva flor blanca salpicada de rojo mientras el abrigo batía salvajemente y botón tras botón saltaban y caían, dejando un rastro entre el metro y el Albert Hall. De luna de miel, luneando, ya tarde para el Baile de Promoción, nuestros ecos mueren en ese corredor y ahora vengo como lo hizo Hansel sobre las piedras iluminadas por la luna recorriendo el sendero de nuevo, recogiendo botones para acabar en una estación con corrientes de aire y luz de lámparas cuando los trenes ya se han ido, las vías húmedas desnudas y tensas como yo, todo atención por si tus pasos me siguen, pero antes muerto que mirar atrás. (De Station Island, 1984) Versión de Vicente Forés y Jenaro Talens El recado: «¡Va, vete ya! Hijo, corre como el diablo y dile a tu madre que intente encontrarme una burbuja para el nivel del espíritu y un nuevo nudo para esta corbata». Pero aún así estaba contento, lo sé, cuando planté cara, responsabilizándolo a él con una sonrisa que superaba su sonrisa y su encargo de bufón, esperando el siguiente movimiento en el huego. (De El nivel del espíritu, 1995) La dificultad de Inglaterra: Me movía como un agente doble entre los conceptos. La palabra «enemigo» tenía la eficacia dental de un cortacésped. Era un ruido mecánico y distante más allá de esa opaca seguridad, esa ignorancia autónoma. «Cuando los alemanes bombardearon Belfast eran las partes orangistas más amargas las que peor fueron golpeadas». Me encontraba subido a los hombros de alguien, llevado a través del patio iluminado por estrellas para ver cómo el cielo ardía sobre Anahorish. Los mayores bajaban sus voces y se reacomodaban en la cocina como si estuvieran cansados después de una excursión. Pasado el apagón, Alemania convocaba en cocinas iluminadas por lámparas a través de bayetas desgastadas, baterías secas, baterías húmedas, cables capilares, válvulas condenadas que chirriaban y burbujeaban mientras el sintonizador absolvía a Stuttgart y Leipzig. «Es un artista, este Haw Haw. Puede tranquilamente dejarlo dentro». Me hospedaba con los «enemigos del Ulster» , los pinches extramuros. Un adepto al estraperlo, cruzaba las líneas con palabras de paso cuidadosamente enunciadas, hacía funcionar cada discurso en los controles y no informaba a nadie. (De Estaciones, 1975) Las estaciones del oeste: En mi primera noche en la Gaeltacht la anciana me habló en inglés: «Estarás bien». Me senté al borde de un lecho iluminado por el crepúsculo, escuchando a través de la pared un irlandés fluido, con la nostalgia de un discurso que tuve que extirpar. Había venido al oeste para inhalar el tiempo absoluto. Los visionarios me soplaban en la cara un olor a cocina de caridad, mezclaban el polvo de las tumbas de cosechadores con la saliva de ayuno de nuestro credo y ungieron mis labios. Ephete, urgían. Me sonrojaba pero sólo controlaba unas pocas palabras. Tampoco descendió ningún don de lenguas en mis días en aquella habitación superior cuando todos a mi alrededor parecían profetizar. Pero aún así recordaría las estaciones del oeste, arena blanca, rocas duras, luz ascendiendo como su definición sobre Rannafast y Errigal, Annaghry y Kincasslagh: nombres portátiles como piedras de altar, elementos sin levadura. (De Estaciones, 1975) Muerte de un naturalista: Durante todo el año el dique de lino supuraba en el corazón del pueblo; verde y de cabeza pesada el lino se pudría allí, aplastado por enormes terruños. A diario chorreaba bajo un sol de justicia. Burbujas gorgojeaban con delicadeza, moscardones tejían una fuerte gasa de sonido en tomo al olor. Había también libélulas, mariposas con lunares, pero lo mejor de todo era esa baba caliente y espesa de huevos de rana que, a la sombra de las orillas, crecía como agua coagulada. Aquí, cada primavera yo llenaría los tarros de mermelada con gelatinosas motas para poner en fila en el alféizar de la casa, y en el colegio, sobre estantes, y esperaría y miraría hasta que los puntos engordasen estallando en ágiles renacuajos nadadores. La Señora Walls nos contaría cómo a la rana padre se le llamaba rana toro y cómo croaba y cómo la mamá rana depositaba centenares de pequeños huevos y eso eran babas de rana. También se podía predecir el tiempo por las ranas pues eran amarillas al sol y marrones bajo la lluvia. Entonces, un caluroso día cuando los campos apestaban a boñiga de vaca sobre la hierba, las airadas ranas invadieron el dique de lino; yo atravesaba los marjales agachado y al son de un áspero croar que no había oído antes. El aire se espesó con un coro de bajos. Justo al pie del dique ranas de gordas barrigas sé mantenían alertas sobre terruños; sus nucas sueltas latían como velas. Algunas saltaban: el slap y plop eran amenazas obscenas. Algunas se sentaron dispuestas como granadas de barro, con sus calvas cabezas pedorreando. Me sentí enfermo, di la vuelta y corrí. Los grandes reyes babosos se reunían allí para vengarse y supe que si metía mi mano las babas la agarrarían. (De Muerte de un naturalista, 1966) Sibila: Mi lengua se movía, una relajante bisagra ondulante. Le dije a ella, «¿qué será de nosotros?» Y como agua olvidada en un pozo puede agitarse tras una explosión bajo la mañana o una fractura recorre un tejado, empezó a hablar. «Pienso que nuestra forma misma deberá cambiar. Perros en un asedio. Recaídas de saurios. Hormigas. A menos que el perdón encuentre voz y nervio, a menos que los árboles sangrantes y con casco puedan ser verdes y dar brotes como el puño de un niño y el pútrido magma incube ninfas brillantes... Mi gente piensa en el dinero pero habla del tiempo. Los pozos petróleo calman su futuro como simples temas de adquisición. El silencio se vuelve bajío con el sonar de ecos que lanzan las traineras. La tierra a la que aplicábamos nuestro oído durante tanto tiempo está despellejada o muy callosa, y sus entrañas tentadas por un augurio impío. Nuestra isla está llena de ruidos nada confortantes. (De Trabajo de campo, 1979) Un sueño de celos: Caminando contigo y otra dama por un parque boscoso, la susurrante hierba corría sus dedos a través de nuestro silencio sospechoso y los árboles se abrían hacia un sombreado claro e inesperado donde nos sentamos. Creo que el candor de la luz nos desalentó. Hablamos sobre deseo y ser celoso, nuestra conversación una simple bata suelta o un mantel de pic-nic blanco desplegado como un libro de modales en el desierto. «Muéstrame,» dije a nuestra compañera, «lo que tanto he deseado, tu estrella malva del pecho.» Y ella consintió. Oh ni estos versos ni mi prudencia, amor, pueden curar la herida de tus ojos. (De Trabajo de campo, 1979) Una llamada: «Espera,» dijo ella, «saldré simplemente e iré a por él. El tiempo aquí es tan bueno, que aprovecha para escardar Un poco.» De modo que lo vi apoyado sobre las manos y rodillas al lado del rastrillo, tocando, inspeccionando, separando un tallo del otro, estirando con suavidad cada cosa no estrechada, frágil y sin hojas, complacido de sentir cómo se abría cada raíz de malas hierbas, pero también arrepentido... Luego me encontré escuchando al amplio y grave tic de los relojes de la entrada donde el teléfono estaba desatendido en una calma de espejo y péndulos iluminados por el sol... y me encontré entonces pensando: si fuera hoy, así es como la Muerte convocaría a Cualquiera. A continuación él habló y casi le dije que le amaba. (De El nivel del espíritu, 1995)

 

 

[ Inicio   |   Canarias   |   Infantil   |   Náutica   |   Historia   |   Arquitectura   |   Poesía   |   Clásicos ]