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Cánticos de la lejana Tierra (1988). La muerte del planeta:

Preparativos para un fin anunciado:
Novela de ciencia-ficción de Arthur C. Clarke (1917-2008). No se trata de una serie de escenas apocalípticas sino de una búsqueda de alternativas y una firme apuesta por los descubrimientos científicos. Tras descubrir que al sol le quedan unos mil años de vida en un estado seguro para la vida en la Tierra, se suceden importantes cambios. Para preservar la especie se desarrollan métodos de síntesis de seres vivos, naves ultrarrápidas y programas de exploración de entornos aptos para la vida humana. En los momentos finales la tasa de nacimientos se acercó a cero. La próxima desaparición de multitud de formas de vida condujo a un cambio en la visión del universo. Todas las formas de vida merecían respeto y se extendió el principio y propósito de reverenciar la vida. La muerte concentra la mente en las cosas que realmente importan: ¿por qué estamos aquí? ¿Qué deberíamos hacer? Ante la posibilidad de encontrar mundos con criaturas poco evolucionadas se debatía sobre si la supervivencia del Homo Sapiens tenía prioridad sobre todas las demás consideraciones. En una de las fases de la terraformación bacterias especialmente desarrolladas libran la atmósfera de óxido de nitrógeno y gases perjudiciales. En los últimos momentos de seres sin futuro y sin nada que perder proliferaron inusuales movimientos políticos y religiosos y algunos otros se entregaron al crimen.

Recuerdos de un superviviente:
Había sido testigo de escenas que nadie podría nunca olvidar y que atormentarían a la Humanidad hasta sus últimos días. A través de los telescopios de la nave había observado la muerte del Sistema Solar. Con sus propios ojos había visto los volcanes de Marte en erupción por primera vez en mil millones de años; a Venus prácticamente desnudo, cuando su atmósfera se precipitó en el espacio antes de desintegrarse por completo. Vio explotar gigantescas masas de gases que luego se convirtieron en bolas de fuego incandescentes. Sin embargo, estos espectáculos eran insignificantes y vacíos en comparación con la tragedia de la Tierra. Había visto los últimos momentos a través de los objetivos de unas cámaras que habían sobrevivido algunos minutos más a los abnegados hombres que habían sacrificado los últimos momentos de su vida para montarlos. Había visto… … la Gran Pirámide encenderse antes de hundirse en un charco de piedra fundida… … el fondo del Atlántico, roca calcinada endurecida en segundos antes de ser sumergida de nuevo por la lava que brotaba de los volcanes de la falla central oceánica… … la luna levantarse sobre la selva brasileña en llamas, brillando ahora casi tanto como el sol en su última puesta, sólo unos minutos antes de… … el continente antártico emerger brevemente, después de su largo entierro, debido a la fusión de sus kilómetros de viejos hielos… … al poderoso tramo central de Puente de Gibraltar fundirse cuando se desplomaba en medio de un aire abrasador…

En el último siglo, la Tierra se había visto acosada por fantasmas, pero no de los muertos, sino de aquellos que ya no podían nacer. Durante quinientos años, la tasa de natalidad se había mantenido a un nivel que reduciría la población humana a pocos millones cuando llegara el Fin. Se abandonaron ciudades enteras, e incluso países, pues la Humanidad quiso estar unida para presenciar el último acto de su Historia. Fueron unos tiempos de extrañas paradojas, de aparatosas oscilaciones entre la desesperación y el regocijo frenético. Muchos, desde luego, buscaron el olvido mediante las vías tradicionales de las drogas, el sexo y los deportes peligrosos, incluyendo lo que en la práctica eran en realidad guerras en miniatura cuidadosamente controladas, y en las que se luchaba con armas acordadas de antemano. Fue también popular el enorme abanico de catarsis electrónica, formado por innumerables videojuegos, representaciones interactivas y estimulación directa de los centros de placer del cerebro. Al no haber ya razón para pensar en el futuro de este planeta, los recursos de la Tierra y las riquezas acumuladas a lo largo de todos los tiempos podían derrocharse con la conciencia tranquila. Por lo que se refiere a los bienes materiales, todos los hombres eran millonarios, más ricos de lo que podían haber soñado jamás sus antepasados, de cuyo trabajo habían heredado el fruto. Se llamaban a sí mismos, con ironía, aunque no sin cierto orgullo, los señores de los Días Finales. No obstante, a pesar de que muchos perseguían el olvido, eran incluso más los que obtenían satisfacciones trabajando para alcanzar unos objetivos que trascendieran a sus propias vidas. La investigación científica avanzó considerablemente, al utilizar los inmensos recursos que ahora eran gratuitos. Si un físico necesitaba cien toneladas de oro para un experimento, ello sólo constituía un pequeño problema de logística, no de presupuestos. Había tres problemas que les preocupaban. El primero era el seguimiento continuo del Sol, no porque quedara alguna duda, sino para pronosticar el año, el día y la hora exacta de detonación… El segundo era la búsqueda de inteligencia extraterrestre que se reanudaba ahora con desesperada urgencia, olvidada tras siglos de fracaso. E incluso al final, el resultado parecía no tener mayor éxito que en las ocasiones anteriores. El Universo seguía dando vagas respuestas a las preguntas del hombre. El tercero era, por supuesto, la siembra de la raza humana en las estrellas cercanas, con la esperanza de que la Humanidad no se extinguiera al morir el Sol.

Las expediciones que se enviaban a distintos sistemas solares formaban parte de distintos estadios tecnológicos. Las naves finales eran muy superiores en velocidad a las construidas en los primeros proyectos. La replicación de las especies para repoblar entornos lejanos no necesitaba el traslado físico de individuos, embriones, tejidos ni células. Bastaba con la información para replicar el ADN con ayuda de la maquinaria adecuada. Una nave de última generación, tras un viaje de 50 años luz, se encuentra inesperadamente con una colonia humana cuya cultura ha seguido su propia evolución durante unos siglos. Entre los recién llegados surgen deseos de cambiar de planes, evitar riesgos adicionales y permanecer en el planeta no previsto pero viable. Otros sienten la obligación de darle a la raza humana mayores posibilidades de supervivencia abarcando además el planeta inicialmente designado en la misión.

Purga de obras literarias:
Hacía mil años que hombres geniales y de buena voluntad habían reescrito la historia y habían revisado las bibliotecas de la Tierra decidiendo qué debía salvarse y qué debía ser abandonado a las llamas. El criterio de selección fue sencillo aunque, a menudo, muy difícil de aplicar. Una obra de literatura, una muestra del pasado, era almacenada en la memoria de las naves sembradoras solamente si contribuía a la supervivencia y a la estabilidad de los nuevos mundos. La tarea era, desde luego, imposible y descorazonadora. Con lágrimas en los ojos, los paneles de selección habían descartado los Veda, la Biblia, el Tripitaka, el Qur’an y toda la inmensa colección de literatura novelesca y de ensayo, que se basaba en ellos. A pesar de lo ricas que eran estas obras en belleza y sabiduría, no podía permitirse que volvieran a infectar planetas vírgenes, con los antiguos venenos de odio religioso, la creencia en lo sobrenatural y el piadoso galimatías con el que, en otro tiempo, incontables miles de millones de hombres y mujeres se habían confortado, a costa de corromper sus mentes. También se perdieron en la gran purga prácticamente todas las obras de los más grandes novelistas, poetas y dramaturgos, que en cualquier caso, habrían carecido de sentido sin su contexto filosófico y cultural. Homero, Shakespeare, Milton, Tolstoy, Melville, Proust (el último gran escritor de novelas antes de que la revolución electrónica venciera a la página impresa)… Todo lo que quedó fue unos pocos cientos de miles de pasajes cuidadosamente seleccionados. Fue excluido todo lo referente a guerras, crímenes, violencia y pasiones destructivas. Si los sucesores recién diseñados, y se esperaba que mejorados, del Homo sapiens redescubrían todo eso, crearían, sin duda, su propia literatura como respuesta. No era necesario darles un estímulo prematuro.

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