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Historias de la Biblia en la literatura:
Unan los siguientes puntos: huerto, serpiente, pestes, diluvio, separar las aguas, panes, peces, cuarenta días, traición, negación, esclavitud y éxodo, becerros engordados, leche y miel. ¿Han leído algún libro que contuviera todo eso? ¿Saben una cosa? Los escritores también. Poetas. Dramaturgos. Guionistas de cine. En Pulp Fiction, el personaje de Samuel L. Jackson, en medio de todas las palabrotas que dice (o de esa palabrota que repite continuamente), es un Vesubio de lenguaje bíblico, una erupción constante de retórica e imágenes apocalípticas. Su manera de hablar indica que en algún momento Quentin Tarantino, el guionista y director, estuvo en contacto con el libro de los libros, pese al lenguaje callejero. ¿Por qué se llama la película de James Dean Al este del Edén? Porque el autor de la novela en que se basa la película, John Steinbeck, conocía el Génesis. Hallarse al este del edén, como veremos, quiere decir estar en un mundo caído, el único mundo que conocemos y el único que, por cierto, que puede figurar en una película de James Dean. O en una novela de Steinbeck. El diablo, según el dicho, sabe citar las escrituras. También los escritores. Incluso aquellos que no son religiosos o no viven dentro de la tradición judeocristiana a veces incluyen material de Job o Mateo o los Salmos. Y eso explicaría la abundancia de huertos, serpientes, lenguas de fuego y torbellinos parlantes.

    En el mito babilónico que narra la creación del mundo, los cielos estaban sin nombrar y en la tierra nada estaba nombrado. En Bereshit (Génesis) se habla del universo como de un compuesto de caos y vacío que el Dios creador ordena para que cobre forma. La figura de Abraham es compartida por las emparentadas religiones del Libro. Partió de Ur atendiendo a la llamada de Dios para trasladarse al lugar destinado. Se reconoce también la tradición espiritual identificada con Abraham en el bahaísmo, los samaritanos, los mandeos y los drusos. Las religiones abrahámicas comparten un concepto lineal de la historia, a veces llamado escatología, comenzando con la creación y el concepto de que Dios trabaja a través de la historia y termina con la resurrección de los muertos y el Juicio Final. Comparten también una devoción espiritual a las tradiciones de Abraham, aunque no es así en el caso de Moisés para el cristianismo y el islam. El Corán comparte narrativas paralelas como las historias de Adán, Noé, Abraham y Moisés. Los seres humanos expulsados debieron establecerse al este del Edén. Caín dio inicio a lo que sería una larga serie de crímenes levantando la mano contra su hermano por envidia. El infierno fue descrito de diversas formas por literatos como Dante, Borges o Bioy Casares. Según Sartre el infierno son los otros. Frente a las descripciones de Dios que han dejado los autores según Maimónides la imagen que podemos hacernos queda reducida a las limitaciones del pensamiento humano y por ello es apenas un primer velo lo que logramos comprender. Al menos podemos ver y regocijarnos en tus manifestaciones.

Joyce:
James Joyce, un católico irlandés, utiliza con bastante frecuencia paralelismos bíblicos. A menudo enseño su cuento «Arabia» (1914), una pequeña joya sobre la pérdida de la inocencia. Otra manera de decir «pérdida de la inocencia» es, desde luego, «caída». Adán y Eva, el paraíso, la serpiente, el fruto prohibido. Todas las historias sobre la pérdida de la inocencia tratan en realidad de la reconstrucción individual que alguien hace de la caída del estado de gracia, pues no la experimentamos de manera colectiva, sino individual y subjetiva. He aquí el planteamiento: un jovencito —de unos doce o trece años—, que hasta entonces ha llevado una vida resguardada y poco complicada, restringida a ir al colegio y a jugar a indios y vaqueros con sus amigos en las calles de Dublín, descubre las chicas. O, en particular, a una chica, la hermana de su amigo Mangan. Ni la hermana ni nuestro héroe tienen nombres, de manera que la situación es un poco genérica, y eso viene bien. Dado que se halla al comienzo de la adolescencia, el narrador no tiene manera de lidiar con el objeto de su deseo, ni siquiera de identificar sus sentimientos como deseo.

A fin de cuentas, la cultura a la que pertenece hace todo lo posible por mantener separados y puros a niños y niñas, y sus lecturas han descrito las relaciones entre sexos sólo de manera sumamente casta y general. El chico le promete a la chica tratar de comprarle algo del bazar, la Arabia del título, al que ella no puede ir (significativamente, debido a un retiro espiritual que le imponen en su escuela religiosa). Tras muchas demoras y frustraciones, el chico llega al bazar justo a la hora del cierre. Casi todas las tiendas están cerradas, pero al final da con una en la que ve a una dependienta y a dos jóvenes tonteando de una manera que a nuestro joven pretendiente no le atrae, y la muchacha apenas se molesta en preguntarle qué quiere. Intimidado, dice que no quiere nada y se da media vuelta, con los ojos cegados por las lágrimas de frustración y humillación. De repente comprende que sus sentimientos no son más elevados que los de ellos, que ha sido un tonto, que le ha hecho un recado a una chica cualquiera que, con toda probabilidad, nunca se ha interesado en él. Vamos a ver. Inocencia, quizá. Pero, ¿caída? Claro. Inocencia, luego caída. ¿Qué más hace falta? Algo bíblico. Una serpiente, una manzana, al menos un huerto. Lo siento: ni huerto, ni manzanas. El bazar se encuentra en el interior. Pero junto al puesto hay dos grandes jarrones que Joyce compara con guardianes orientales. Y esos guardianes son lo más bíblico que hay: «Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto del Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados para guardar el camino del árbol de la vida». A los interesados les diré que ese pasaje es Génesis 3:24. Como bien se sabe, nada como una espada encendida para alejarte de la inocencia perdida, ya sea en el edén o en la infancia. Lo bueno de las historias sobre la pérdida de la inocencia, la razón por la que surten tanto efecto, es que son definitivas. No se puede volver atrás. Por eso al chico le pican los ojos al derramar lágrimas de frustración: la espada encendida.

Nombres y títulos:
Puede que un escritor no busque motivos, personajes, temas o tramas enriquecedores, sino que sólo precise un título. La Biblia está llena de posibles títulos. Mencioné antes Al este del Edén. Tim Parks tiene una novela llamada Tongues of Flame (Lenguas de fuego). Faulkner tiene ¡Absalón, Absalón! y Desciende, Moisés. De acuerdo, este último procede de una canción espiritual, pero es de base bíblica. Ahora, supongamos que quieres escribir una novela sobre la desesperanza y la infertilidad y la sensación de que el futuro ya no existe. A lo mejor recurres a un pasaje del Eclesiastés que nos recuerda que el sol sale y el sol se pone, que la que la existencia es un ciclo interminable de vida, muerte y renovación, en el que una generación va y otra generación viene, hasta el fin de los tiempos. A lo mejor consideras esa idea con cierta ironía y tomas una frase para expresarla: resulta que, tras cuatro años en que la civilización occidental ha procurado, con cierto éxito, destruirse a sí misma, la certeza de que la tierra y la humanidad se renovarán, la misma certeza que los humanos han dado por supuesta desde, siempre se encuentra hecha trizas. Tal vez lo veas de ese modo si eres un escritor modernista y acabas de pasar por el horror de la Gran Guerra. Al menos eso hizo Hemingway, que tomó prestado un título del pasaje bíblico mencionado: También sale el sol (en español, Fiesta). Un libro magnífico, un título perfecto.

Citas:
Más comunes que los títulos son las situaciones y las citas. La poesía rebosa de escrituras sagradas. En muchos casos, por razones obvias. John Milton tomó la mayoría de sus temas y buena parte del material de sus grandes obras del libro consabido: El paraíso perdido, El paraíso recobrado, Sansón agonista. Más aún, la temprana literatura en lengua inglesa casi siempre trata de religión, o está permeada de ella. Los caballeros que emprenden búsquedas en Sir Gawain y el caballero verde y en La reina de las hadas buscan algo en nombre de su religión, lo sepan o no (y en general lo saben). Beowulf trata en buena parte del advenimiento de la cristiandad en medio del antiguo paganismo de la sociedad germánica septentrional, además de versar sobre un héroe que derrota a un villano. Cuenta que Grendel, el monstruo, desciende de Caín. ¿No es el caso de todos los villanos? En Los cuentos de Canterbury (1384), de Geoffrey Chaucer, los viajeros están haciendo un peregrinaje de pascua hacia la catedral de Canterbury, y gran parte de sus conversaciones remiten a la Biblia y a las enseñanzas religiosas, aunque ni ellos ni sus relatos son invariablemente sagrados. John Donne fue un pastor anglicano, Jonathan Swift el deán de la catedral de Saint Patrick de Dublín, Edward Taylor y Anne Breadstreet puritanos estadounidense (Taylor fue pastor). Por un tiempo, Ralph Waldo Emerson fue pastor unitario, mientras que Gerlad Manley Hopkins fue sacerdote católico. Apenas se puede leer a Donne o a Malory o a Hawthorne o a Rossetti sin cruzarse con citas, motivos, personajes o historias enteras tomados de la Biblia. Digamos que todo escritor anterior a la mitad del siglo XX más o menos contaba con una sólida educación religiosa. Incluso hoy día muchos grandes escritores están bastante familiarizados con la fe de sus ancestros.

T.S.Eliot:
En el siglo pasado hubo poetas como T. S. Eliot, Geoffrey Hill, Adrienne Rich y Allen Ginsberg, cuyas obras están trufadas de lenguaje e imaginería bíblica. El bombardero en picado que aparece en Cuatro cuartetos (1942) de Eliot se parece mucho a una paloma, que brinda la salvación de la deflagración a través de la redención de las hogueras de Pentecostés. Eliot toma la figura del Cristo que se une a sus discípulos en el camino de Emaús en La tierra baldía (1922), emplea la historia de navidad en «El viaje de los Reyes Magos» (1927), ofrece una particular visión de la cuaresma en «Miércoles de ceniza» (1930).

Hill ha lidiado toda su carrera con las cuestiones espirituales del mundo moderno caído, de manera que no es de extrañar que haya temas e imágenes bíblicos en obras como «El castillo de Pentecostés» o Canaan (1996). Por su parte, Rich le habla al poeta antiguo Robinson Jeffers en «Yom Kippur, 1984», en el que Rich examina aquello que comporta el día del Perdón, y las cuestiones relativas al judaísmo aparecen en su poesía con cierta frecuencia. Ginsberg, que nunca se topó con una religión que no le gustara (a veces se describía como «judío budista»), emplea material del judaísmo, el cristianismo, el budismo, el hinduismo, el islam y prácticamente todas las creencias del mundo. Por supuesto, no todos los usos de la religión son directos. Muchos textos modernos y posmodernos son esencialmente irónicos, y en ellos las alusiones a fuentes bíblicas se utilizan, no para subrayar continuidades entre una tradición religiosa y el momento contemporáneo, sino para ilustrar una disparidad o una disrupción. Desde luego, dichos usos de la ironía pueden traer problemas. Cuando Salman Rushdie escribió Los versos satánicos (1988), hizo que sus personajes parodiaran (a fin de mostrar su maldad, entre otras cosas) ciertos hechos y figuras del Corán y de la vida del Profeta. Sabía que no todo el mundo comprendería su versión irónica del texto sagrado; lo que no imaginó fue que su novela sería tan incomprendida que provocaría una fatwa, una sentencia de muerte, en su contra. En la literatura moderna, muchas figuras crísticas (de las que hablaré más en detalle en el capítulo XIV) se parecen muy poco a Cristo, una disparidad que no agrada mucho a los religiosos conservadores. A menudo, sin embargo, los paralelismos irónicos son más ligeros, más cómicos en sus resultados y menos dados a ofender a nadie.

    Hijo pródigo:
    En el magistral cuento de Eudora Welty «Why I Live at the P. O.» (1941; Por qué vivo en la oficina de correos), la narradora inicia una rivalidad con su hermana menor, que acaba de regresar a casa después de marcharse en circunstancias equívocas, si no completamente vergonzosas. La narradora, Sister, se indigna por tener que cocinar dos pollos para alimentar a cinco personas y un niño pequeño sólo porque su «malcriada» hermana ha vuelto. Lo que Sister no puede ver, pero nosotros sí, es que esas dos aves de corral son en realidad un becerro engordado. Podrá no ser un gran festín de acuerdo con las pautas tradicionales, pero se trata de un festín, como el que suscita el regreso del hijo pródigo, por más que el hijo sea en este caso una hija. Como en la parábola de los hermanos, Sister siente enfado y envidia al ver que quien se marchó, y en apariencia gastó su parte de la buena voluntad familiar, sea de inmediato bienvenida y se le olviden sus pecados.

Después están todos los nombres bíblicos, los Jacobo y Jonás y Rebeca y José y María y Esteban y al menos una Agar. Bautizar a un personaje es un asunto serio en una novela o en una obra de teatro. El nombre tiene que parecer adecuado para el personaje —Oil Can Harry, Jay Gatsby, Beetle Bailey—, pero también ha de transmitir cualquier mensaje que el escritor quiera dar sobre el personaje o la historia.

    Nombres descriptivos:
    En La canción de Salomón (1977), de Toni Morrison, la familia protagonista elige los nombres abriendo la Biblia al azar y señalando el texto sin mirar; el sustantivo más cercano al sitio adonde apunta el dedo es el nombre. Así es como se bautiza a la niña de una generación Pilatos y a la de la siguiente Primeros Corintios. Morrison utiliza esta práctica para identificar rasgos de la familia y la comunidad. ¿Qué otro libro se podría usar, un atlas? ¿Existe alguna ciudad o aldea o río en el mundo que nos transmita lo que nos dice «Pilatos»? En este caso, no se nos muestra nada sobre el personaje mismo, porque nadie podría ser menos parecido a Poncio Pilatos que la sabia, generosa y abnegada Pilatos Muerta. Antes bien, la manera de nombrarla dice mucho sobre una sociedad en la que un hombre, el padre de Pilatos, tiene una fe ciega en un libro que no puede leer, hasta el punto que se deja guiar por el principio de la elección a ciegas.

De acuerdo, la Biblia aparece de muchas maneras. Pero ¿no es eso un problema para quien no sea, digamos…? ¿Un erudito en temas bíblicos? Bueno, yo no lo soy. Pero hasta yo reconozco a veces una alusión bíblica. Lo hago con una técnica que llamo «el test de la resonancia». Si en determinado texto oigo algo que parece estar más allá del alcance del cuento o el poema en cuestión, si este resuena hacia fuera, me pongo a buscar alusiones a textos anteriores y más importantes. (Thomas C. Foster)

 

 

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