Integración:
Y no hay una política económica del euro —solo una política financiera que dirige el Banco Central Europeo— porque —otro vacío— la eurozona no posee el instrumento que sería imprescindible para llevarla a cabo: un Presupuesto propio, que disponga de un Tesoro que reciba ingresos fiscales por impuestos europeos, y que pueda emitir bonos o empréstitos, mutualizados, para apoyar sus políticas. Entre ellas una política tributaria que armonice los impuestos de sociedades, una política de inversiones productivas y una política social que haga de cemento de la ciudadanía europea (salario mínimo europeo, subsidio de desempleo, pensiones, niveles mínimos de atención y derechos sociales). Aquí el vacío es tan grande como los agujeros negros del universo, y una de las mayores damnificadas por ello es la izquierda europea, sin el espacio imprescindible sobre el que construir una alternativa.
Y, en fin, no hay instrumentos económicos eficaces porque no existe el sujeto político común con poder para dirigirlos legítimamente. No se orienta la maquinaria europea hacia un objetivo claro. Falta un rumbo político compartido. Por eso no hay elecciones verdaderamente europeas; no habría una política ni un poder real sobre los que pronunciarse, ante la debilidad de la Comisión y el Parlamento Europeo frente a los Gobiernos nacionales, algo que, en el caso de Grecia, ha quedado patente.
La crisis de Grecia nos ha desvelado con más claridad lo que le falta a la Unión en el siglo XXI para que lleguemos a la ansiada y necesaria —que no utópica— Europa federal. El euro es una realidad tan poderosa que no puede vivir mucho más tiempo sin un Gobierno con autoridad política. A falta de éste, en la eurozona —sobre la cual ha de edificarse el núcleo central de la futura Europa— las últimas decisiones se adoptarán por el país más fuerte, y a las cinco de la madrugada, con la sensación de que se ha estado al borde del abismo.
Lo que ha demostrado la crisis de Grecia es que la Unión Monetaria no basta para impulsar a Europa y que se requiere el complemento indispensable de la Unión Económica y la Unión Política, sin las cuales la política monetaria se convierte demasiadas veces en una argolla para los países más débiles. Urge una propuesta coherente y ambiciosa, jurídica y políticamente articulada, por los partidos europeos, y por las instituciones, para cerrar los vacíos de la Unión —tan vulnerables al auge de los populismos nacionalistas y antieuropeístas de derecha e izquierda— y mirar hacia el futuro sin el lastre permanente de la ausencia de densidad política y de liderazgo común. Los vacíos siempre se cubren, pero, hasta ahora se ha hecho, según la coyuntura, por los mercados, o por EE UU, por Draghi, por Merkel, etcétera… No se puede seguir así por más tiempo.
Diego López Garrido es Presidente del Consejo de Asuntos Europeos de la Fundación Alternativas. Firman también este artículo: Nicolás Sartorius, Carlos Carnero, Vicente Palacio, Jose Manuel Albares, Jesús Ruiz-Huerta, Francisco Aldecoa, Enrique Ayala y José Candela.
(Diego López Garrido, 04/08/2015)
Integración:
Integración 2:
Pero la verdadera lección la ha extraído Mario Draghi: la unión monetaria es “imperfecta —ha dicho—, y al ser imperfecta es frágil”. Por lo tanto, hay que consolidarla. Las propuestas de François Hollande para la instauración de un “gobierno económico” de la eurozona van en el sentido adecuado.
La segunda lección, palmaria y tan poco explotada por los partidos tradicionales, es el callejón sin salida de los populismos. Hemos podido comprobar con nuestros propios ojos, y en tiempo real, que cuando el populismo llega al poder conduce al pueblo a un callejón sin salida. O, si hay salida, se paga a un precio mucho más elevado que si el país hubiera sido objeto de una gestión equilibrada. ¿Hay que recordar que en apenas unos meses el Gobierno de Tsipras ha conseguido dejar la economía griega en punto muerto? Sus falsas y vanas promesas han destruido de forma duradera no solo la confianza de sus socios, sino también la de los propios griegos. Unas promesas hechas en nombre de la reconquista de la “soberanía”: no hay argumento más falaz, pues el obstáculo a toda soberanía es el peso de la deuda. Y Grecia recuperará su parte de soberanía gracias a Europa.
Colas delante de los bancos y una economía estancada: eso es en cualquier caso lo que hay al final del camino de las políticas populistas. Pero Syriza no ha surgido de la nada. Se aglutinó en torno a una protesta contra una cura demasiado severa, demasiado brutal, que los más débiles han pagado al precio más alto, mientras que las verdaderas potencias económicas griegas han sido preservadas. Efectivamente, los europeos tienen su parte de responsabilidad, pues en los primeros momentos razonaron como matemáticos, sin tener en cuenta las leyes de la física. El grado de aceptación de los esfuerzos necesarios: este es el problema permanente de las democracias.
Tercera lección: sería conveniente evitar la exageración, el énfasis y, para terminar, los contrasentidos que presentan como un error o como una vergüenza una solución de rescate in extremis. Lo más desastroso es la noción de “humillación”, tema alrededor del cual se han construido los extremismos y todos los totalitarismos. En este caso, se trata de una “humillación” de más de 80.000 millones de euros en ayudas a un país en dificultades procedentes de los otros europeos. Más de 30.000 de ellos previstos para inversiones destinadas a impulsar y estructurar una reactivación duradera de la economía griega. La verdadera humillación es la situación en la que los griegos se han colocado a sí mismos. Pero ahora nos dicen que negarse a aliviar su deuda sería “humillarlos”. Sin embargo, lo que preocupa a los europeos es precisamente aliviar la carga presupuestaria de la deuda, que solo será exigible, y parcialmente, a partir de 2020… Como ha señalado François Hollande, la “humillación” habría sido el Grexit:“No sois dignos de nosotros, ¡fuera!”.
La cuarta y, por ahora, última lección es sin duda la más importante. Alemania ha dado sin duda su primer paso en falso diplomático de gravedad. Mientras que, una vez más, nos la presentan como segura de sí misma y dominadora, debido a su actitud rígida en intransigente en sus principios, ha provocado una crítica inédita por parte de una de las grandes figuras europeas, Jürgen Habermas, que asegura que “en una noche, Alemania ha dilapidado un capital de confianza acumulado durante medio siglo”. Aunque la canciller cuenta con el apoyo de su opinión pública, una parte de la prensa alemana la acusa de haber colocado a Alemania en una situación en la que, por primera vez en 50 años, pide menos Europa en vez de más Europa.
Al margen de los aspectos partidistas de la posición alemana (los posicionamientos respectivos de Angela Merkel y su rival, Wolfgang Schäuble, no obstante un europeísta convencido), hay que tener en cuenta lo irracional. Y, por tanto, la legítima exasperación que ha provocado entre los dirigentes alemanes la carretada de injurias proferidas por Alexis Tsipras y sus aliados, que no han dudado en comparar, de forma grotesca, la Alemania de hoy con la Alemania nazi. Pero la preparación de un Grexit temporal por parte del Ministerio de Finanzas alemán ha sido un error diplomático capital. Al final, la canciller suscribió el compromiso. Pero el debate abierto en Alemania, que consiste en lamentar que el caso griego haya conducido al país a reaccionar de una forma más alemana que europea, es y será útil y central.
(Jean-Marie Colombani, 13/08/2015)
Integración: Monti:
Proyectos para el futuro próximo:
Adenauer:
Defensa:
Libro blanco:
Medidas valientes:
Por un renacimiento europeo:
Crisis de identidad:
El drama griego ha desgarrado muchas cosas en la por tantas razones admirable construcción europea. La Unión —aun desprovista de los atributos soberanos de los Estados— es una realidad ya netamente política. Sin embargo, tiene carencias profundas que la convierten en impredecible y desprotegida ante graves perturbaciones. Grecia ha puesto de manifiesto la fragilidad política de la Unión. La insoportable tensión sufrida, y por sufrir, es un estruendoso síntoma de que algo está fallando en la Unión que la bloquea, que la eterniza en las soluciones “urgentes”.
A nuestro juicio, hay tres vacíos en el complejo entramado de la eurozona, cuya importancia “sistémica” impide el progreso que se exige para no caer en una fase de decadencia y de autodestrucción.
El primero es el de una política económica propia de una zona monetaria de gran potencia. La eurozona no tiene política económica autónoma y, por eso, lo que la sustituye es la dialéctica más atávica, que se ha impuesto en todos los rescates: la de acreedores contra deudores. Los países acreedores del norte se han comportado como meros banqueros prestamistas de los países deudores del sur. Con insuficientes dosis de confianza, de solidaridad y de convergencia. Este es el trasfondo de la fracasada política de austeridad, impotente para levantar el vuelo si esa es su única guía y criterio.
Aun si el proceso de integración sigue adelante, las estructuras supranacionales que van surgiendo se apartan cada vez más de ser democráticas
Hasta bien entrado el siglo XX la mayor influencia en el desarrollo de la personalidad, después de la familia y la clase social, provenía del Estado. Yo soy yo y mi circunstancia nacional. Se comprende que en este contexto el nacionalismo echara raíces profundas. Hoy, en cambio, Europa constituye el nuevo marco de referencia. De alguna forma intuimos que lo que ocurra en la Unión va a determinar en buena parte la calidad de nuestras vidas. España es el problema y Europa la solución.
Esta creencia ha suavizado no pocas tensiones internas, al encontrar los nacionalismos periféricos y el español un punto de equilibrio en el afán compartido de converger hacia Europa. Una vez que se ha evaporado de nuestro horizonte un destino común para los pueblos de España, cuando nos preguntamos por el futuro colectivo, en realidad estamos inquiriendo por el de Europa. Una aseveración a estas alturas bastante trivial, pero que conviene hacer explícita.
Los españoles hemos sido europeos de refilón y de forma harto conflictiva. No cabe ni siquiera enumerar las etapas de nuestra problemática relación con Europa; baste con subrayar que por vez primera —lo cual de ningún modo quiere decir que definitivamente— la fracción proeuropea ha triunfado en la Península Ibérica. Por lo menos en los últimos decenios los españoles nos habíamos distinguido por nuestro fervor europeísta. Algunos socios maldicientes del norte afirman que por las ayudas recibidas.
La crisis ha atemperado este fervor, pero si lo pusiéramos en cuarentena, nos quedaríamos a la intemperie. Por eso nos cuesta tanto barajar la hipótesis de una posible congelación del proceso europeo, pero desde que optamos por la ampliación en detrimento de la profundización, la integración política se desvanece en el horizonte y tan solo queda operativo el impulso de seguir ampliando el mercado sin límites geográficos precisos. Incluso, cuando la crisis del euro ha puesto de manifiesto que la moneda común solo se salva con la integración política, ello no supone que se consiga.
Si la Unión Europea se disolviera el futuro de la democracia sería probablemente mucho más negro, pero esta sospecha no suprime el hecho, duro de roer, de que una organización democrática no fue uno de los pilares de la primera Comunidad Económica. Se quiso remediar con un Parlamento elegido a partir de 1979, pero que, pese a los avances conseguidos, sigue careciendo de la función principal de un parlamento, el derecho a presentar y votar leyes. Tanto en la participación ciudadana, como en el control democrático de las instituciones comunitarias la Unión deja mucho que desear. A menudo oimos la broma de que un país con las estructuras políticas de la Unión sería rechazado como socio.
La ironía se sostiene en el error de trasladar los componentes propios del Estado a las nuevas organizaciones supraestatales. La Unión no pretende, pero tampoco podría aunque quisiera, convertirse en un nuevo Estado federal a la manera de Estados Unidos de América. Para ello le falta una población que se sienta y se defina europea. Por mucho que aumenten sus competencias, el Parlamento no puede representar a una población europea que en el mejor de los casos todavía no existe.
El problema se agrava con la estructura económico-social que impone la Unión. Se inició con el objetivo de lograr una Europa librecambista, y ha llegado a crear un “mercado único”; pero no estaba, ni está dispuesta a encarar los muchos problemas —los más graves, un paro que permanece relativamente alto y una desigualdad social creciente— que conlleva el mercado sin controles suficientes.
La política social está ausente del Tratado de Roma (1957), y los Tratados posteriores no han cubierto este vacío; todo lo más, en los preámbulos se mencionan “el progreso social” y “un nivel alto de empleo”, como fines generales de la Unión. La política social de la que nos sentimos tan orgullosos los europeos se constriñe a la que los Estados puedan llevar adelante.
Desde un liberalismo radical, y muy significativamente bajo la categoría de “solidaridad”, a la que los conservadores apelaron para sustituir a la de “justicia social” que manejaba el movimiento obrero, en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea se alude a la dimensión social de los derechos básicos. Se discute si los derechos sociales que incluye la Carta expresan fines políticos, o son derechos cuyo cumplimiento el ciudadano podría exigir por vía judicial. Resulta obvio que el derecho a un puesto de trabajo, o a una vivienda digna, como a la mayor parte de los otros derechos sociales, no pueden ser más que fines políticos que en el orden socio-económico establecido los Estados ni las instituciones comunitarias están en condiciones de conceder. Hasta qué punto es marginal la política social para la Unión queda de manifiesto en lo fácil que es desprenderse incluso de reconocer los principios más elementales de lo social, acogiéndose a la claúsula de opting-out, como han hecho, y no solo, los británicos.
Desde el momento mismo de su tardía asociación, está muy arraigada en el Reino Unido una fuerte desconfianza ante la Europa comunitaria, que a menudo llega a una clara hostilidad. Uno de los motivos es que a su ingreso los británicos se encontraron con una Europa ya acoplada a los intereses agrarios de Francia y los industriales de Alemania. Pero fueron los británicos los que no quisieron entrar cuando habrían sido recibidos con los brazos abiertos y hubieran podido ajustar las instituciones comunitarias a sus necesidades. Tardaron demasiado en convencerse de que contarse entre los vencedores de la Segunda Guerra Mundial no impediría perder el Imperio ni ser desalojados del pedestal de gran potencia.
Una encuesta de 2009 muestra que solo el 30 % de británicos aprueba la pertenencia a la Unión y el 32 % es contraria. La crisis y la xenofobia han radicalizado entretanto a la derecha que manifiesta un euroescepticismo rabioso. Aunque más europeísta que en el pasado, el partido laborista se halla paralizado, temeroso de que en este ambiente excederse en europeísmo pudiera costarle muchos votos.
Según avanza, la integración económica merma la capacidad de llevar adelante una política social propia, que la crisis tiende incluso a reducir a mínimos. La Unión Europea no solo carece de instituciones democráticas serias sino que al no haber logrado apenas superar el status de una asociación interestatal de cooperación económica, en su liberalismo radical se ha revelado un factor coadyuvante en el desmontaje del Estado social, que una vez más queda de manifiesto en la política de austeridad que trata de imponer para salir de la crisis.
Cabe establecer una correlación entre una mayor integración económica en la UE y menos Estado social en sus miembros. No hay que descartar, por tanto, que la tendencia antisocial que la Unión lleva en su entraña termine por atraer la ira de los pueblos. Por lo pronto, ya se percibe un resentimiento antieuropeo, y no solo en el Reino Unido, ni únicamente en los extremos del arco político.
Pero aun desde el supuesto de que el proceso de integración siguiera adelante, las estructuras supranacionales que van surgiendo se apartan cada vez más de ser democráticas ¿Qué tipo de democracia habrá que inventarse para estructuras políticas supraestatales? Es una cuestión fundamental para la que todavía no tenemos respuesta.
[¿Por quién doblan las campanas?:]
Recordando al nonagenario Canciller alemán Helmut Schmidt, -uno de los políticos alemanes más sólidamente convencidos de la necesidad de profundizar y consolidar en el eterno proyecto de la Europa-estado- “la Unión Europea constituye una empresa única. Si por un lado, nosotros los europeos, estamos firmemente decididos a conservar la respectiva lengua de nuestro país, nuestra peculiar herencia cultural y nuestra identidad nacional, ello no impide que nos unamos, -y no porque lo quiera un dictador o un conquistador- sino porque estamos convencidos de que la mejor forma de defender nuestros intereses nacionales es a través de la Unión Europea, por mucho que se altere en el siglo que viene el orden mundial.”
”España es el problema; Europa la solución”
Tan solo una autentica Constitución europea (y no un Tratado Constitucional como tenemos ahora) que nazca de la soberanía de los pueblos y sea ratificada por todos ellos permitirá la existencia de un poder europeo independiente de la legitimidad que le transmiten los ejecutivos nacionales, procedente de sus constituciones nacionales. En tanto en cuanto la legitimidad última de la Unión esté condicionada por los corsés de las constituciones nacionales será difícil evitar que las decisiones que en ella hayan de adoptarse descansen en el acuerdo de los órganos en los que están representados los poderes constituidos nacionales. Tenemos pues un déficit constitucional y no parece probable que, -en aras del interés general de la Unión y de su propia supervivencia- las burocracias y los dirigentes políticos nacionales renuncien a su parcela de poder para cederlo a un nuevo ente independiente de ellos y al que estarían sometidos.
Si Ortega escribió: “España es el problema; Europa la solución”, hoy debemos aceptar que Europa es la solución para España, pero también, para todos y cada uno de los estados del viejo continente; es el destino común de todos los pueblos europeos, su tabla de salvación. Estamos ante la última oportunidad, sino la aprovechamos se agudizará la decadencia de occidente y Europa se convertirá en un simple parque temático.
¿Sigue siendo la Nación Europea una utopía? Si lo es, estamos muertos, si no lo es, tendremos que convenir:
1) Que necesitamos un poder europeo autónomo de los Estados. Fuerte y capaz de tomar medidas políticas y económicas con rapidez, con capacidad para moldear el mercado y el juego de los poderes económicos y financieros. El dólar es la divisa de un Estado y la moneda reserva global, y el euro es una moneda sin Estado, con todas las debilidades que esto implica. Europa no tiene, -en su más hondo significado- un presupuesto federal. La vulnerabilidad del euro se ve permanentemente acrecentada por la exposición de las políticas presupuestarias y fiscales de los diferentes estados que componen la Unión. Tenemos una moneda única pero su credibilidad y solvencia están condicionadas a la calificación realizada por determinadas agencias, -de más que dudosa independencia- que abstrayéndose del proyecto común infringen severos castigos a la economía de cada país con perversos instrumentos financieros como la “prima de riesgo”, que puede llegar a inviabilizar la necesaria financiación de los diferentes estados de la Unión. Las actuales agencias de rating son todas americanas, constituyen un verdadero oligopolio y no son expertas en valorar las deudas de los Estados. Puede que lo sean para las empresas, pero su independencia es cuestionable desde el momento en que quien les paga es la misma empresa a la que valoran. ¿Puede Europa permitirse ser prisionera de estas Agencias?
2) El liderazgo actual de la Unión Europea no admite enfermos de déficit. Es más, los estigmatiza despectivamente. Esto es muy duro para los países que están corriendo una larga y difícil carrera de obstáculos con el fin de ajustar sus desequilibrios macroeconómicos a determinados parámetros que les vienen impuestos por quienes, asumiendo hoy esa responsabilidad y liderazgo, están anteponiendo sus miedos ancestrales a la necesidad de una inevitable conciliación entre disciplina fiscal y crecimiento económico. Nadie cuestiona la imperiosa necesidad que tenemos los europeos de mantener una severa disciplina fiscal. Hemos de ser conscientes de que es, -real y objetivamente- la única garantía de una Europa fuerte y cohesionada. Controlar y reducir el déficit presupuestario significará, también, contener la inflación, crear empleo y, en última instancia, riqueza, asegurando por tanto un marco de crecimiento sostenible. Recordemos de nuevo a Helmut Schmidt cuando con meritorio valor reconocía que los “superávit de Alemania son los déficits de otros estados”.
Una economía sana, lo mismo para los estados que para las empresas, las familias o los individuos, necesita ajustarse al viejo principio de no gastar más de lo que se ingresa. Por ello, es necesario que no sólo desde la iniciativa pública, sino también desde la privada y la propia de cada individuo, se asuman los postulados del equilibrio y se colabore con políticas de ahorro y rigor. No hay que sacralizar las políticas de ajustes pero tampoco podemos seguir conduciéndonos por los caminos del despilfarro y el descontrol. Hay que actuar desde el propio convencimiento de la irreversibilidad de la situación y la urgencia por tapar las graves vías de agua que tienen la mayoría de nuestras economías. Con prudencia, pero también con determinación. Bajo una supervisión única, porque la reducción muy rápida del déficit público, llevada a cabo de forma simultánea en todos los países puede, a corto plazo, agravar la situación en vez de coadyuvar a resolverla. Nos debe preocupar el déficit público, pero más todavía el crecimiento económico, sin él no se podrá hacer frente a los compromisos y deudas ya contraídas. No bajemos la guardia frente a otras formas de “burbuja especulativa”, que terminan trasladando el impago de las deudas al contribuyente de a pie mientras se mantienen -encubiertos- determinados modelos de enriquecimiento injustificado a la par que las sociedades y los paises, en general, se enfrentan a una grave crisis.
3) Precisamos de un Banco Central Europeo con un alto grado de centralización y, sobre todo, con total independencia y capacidad de reacción. Enmarcado en un modelo europeo federal, con unos sólidos y eficientes Órganos de Gobierno: Parlamento y Comisión.
Es perentorio contar con un emisor de deuda único para la Eurozona. Los eurobonos, -como instrumento de comunitarización de las deudas- son una muy buena solución aunque supongan transferencias de soberanía o miedos irreprimibles a la solidarización de los efectos financieros de la actual crisis que padece la Eurozona.
4) Es necesario, cuanto antes, la plena integración fiscal de los países de la Unión Europea. Hay que avanzar decididamente en el ámbito de la armonización tributaria, -la Agencia Tributaria Única- y la aprobación de un código de conducta que evite la competencia fiscal desleal entre Estados.
5) Es indispensable que fluya el crédito hacia la economía real e, igualmente necesario, la inaplazable adopción de medidas encaminadas a fortalecer el mercado laboral haciéndolo menos vulnerable a la destrucción de empleo, estableciendo políticas incentivadoras del trabajo, al mismo tiempo que se actúa sobre el exceso de rigideces y regulaciones. Toda persona tiene derecho a un puesto de trabajo digno, y este principio debe estar por encima de cualquier condicionamiento político y económico. Por desgracia las desigualdades se han acentuado por los extremos con una elite bien pagada -no siempre fácilmente justificable- y la gran masa de trabajadores, cualificados y no cualificados, empobrecidos, rayando en niveles de elemental supervivencia.
6) La Nueva Europa, -la Europa deseada- debe ser competitiva. La autocomplacencia, la relativización del esfuerzo y el recurso a políticas económicas cortoplacistas deben quedarse en el pasado. El contexto actual requiere que los precios y los mercados reflejen, -con exactitud y transparencia- la verdadera dimensión de la oferta y la demanda; que el sector público funcione con eficacia, que los recursos laborales se adapten a las situaciones reales, que las empresas generen más valor y que los mercados, sectores y agentes sociales interioricen el nuevo escenario en el que nos encontramos, -distinto al de la “década prodigiosa”- con nuevas oportunidades y también con otras exigencias. Sería necio no aprender de los errores y fracasos del pasado. Hemos de no olvidar a donde conducen los inescrutables caminos de la incontrolada liberalización y la desregulación de los mercados financieros porque ya difícilmente podremos justificar rasgarnos las vestiduras al ver su comportamiento y sus resultados.
Nueva escala de valores
En esta nueva Europa no cabe la corrupción, el interés personal sobre el bien común, la ambición de poder, el caciquismo, las curias, la ineficiencia, la exaltación del poder económico, la falta de confianza en la justicia, la pobreza, la amoralidad, la cultura del gasto y del apalancamiento, el individualismo, el afán de soberanía y tantas otras cosas que socaban las débiles estructuras de la Europa que languidece. En definitiva, es exigible una nueva escala de valores de acuerdo con el Derecho Natural, el Bien Común y la prevalencia de la Sociedad Civil. Si creemos en ello, podremos conseguirlo. Desde la complicidad y la acción común. Desde la solidaridad y la convicción de que entre todos podemos. Sin aislarnos del necesario protagonismo de la Sociedad Civil que es quien reclama y exige la solución de los problemas que aquejan al “viejo, agonizante, continente”. Como decía Groucho Marx: “la jerarquía es como un estante… ¡A mas altura menos sirve…!
Europa y sus líderes llevan muchos meses definiendo estrategias y diseñando acciones orientadas a la salida de la crisis más profunda a la que se enfrenta desde los tiempos de su propia concepción. Muchas son indudablemente necesarias pero todas son urgentes. Se nos acaba el tiempo. Es necesario diferenciar entre aquellas que contribuirán a consolidar, a medio y largo plazo, la realidad de la verdadera Europa-estado, de otras, inaplazables por más tiempo, cuyo retraso en su implantación impedirá que lleguemos, siquiera, a tener la oportunidad de permitirnos conocer esa idea, quizá sólo asentada en el voluntarismo de unos pocos. No hay duda que todas estas medidas e iniciativas precisan un tiempo. Pero no se puede esperar más. Europa como concepto ha funcionado bien en la etapa de la consolidación de su integración y en tanto en cuanto el crecimiento de los grandes ha posibilitado el desarrollo de las naciones más pequeñas que se han ido incorporando a ella. Se ha demostrado que con crecimiento es posible la solidaridad entre sus estados miembros. Sin embargo la profunda crisis que todos atravesamos ha sacado a la superficie los más viejos y rancios temores a la pérdida del protagonismo identitario de cada uno; a la dificultad para hacer nuestros los problemas de todos. Nos resistimos, Europa se resiste a ponderar la urgencia en la salida de la crisis. El ciudadano común tiene, en esta situación, la percepción de la Europa que controla, interviene, amedrenta y sanciona. ¿Se ha querido castigar antes que ayudar?. ¿Se ha hecho todo lo necesario, ¿Y a tiempo? O se ha reaccionado tarde y contemporizado con las causas de los males que padecemos, y, en ese caso, ¿quiénes son los responsables de las consecuencias de esa dejación? ¿Realmente está Europa al borde del abismo? ¿Son fundados los temores de los ciudadanos en relación con el futuro de sus ahorros? Mientras esto sucede, desayunamos todos los días atemorizados por la presión de los “mercados”, la escalada de la omnipresente “prima de riesgo”, extendiéndose como una mancha de aceite la especulación, la irresponsabilidad y la incertidumbre. Si hay que pecar pequemos por acción y no por omisión. Pasemos de las musas al teatro, reforcemos la solidaridad europea, avancemos en su gobierno económico y en su federalismo fiscal y para ello pensemos como sería, -para cada uno de nuestros países- un mundo sin una Nación Europea en paz, prospera y solidaria.
Hoy, más que nunca, hemos de reclamar la capacidad de acción conjunta. Será ello lo que nos sacará de la crisis y no el individualismo y el aislamiento.
¿Estamos a tiempo? Entiendo, -sin ambages- que sí, porque siempre, al final, nos agarramos a que la esperanza es lo último que se pierde.
Permítanme, -y discúlpenme por hacerlo- terminar mi reflexión con unas premonitorias palabras de de John Donne, escritas en 1624:
“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”
(Vicente Benedito, 29/05/2012)
Unión Europea:
Integración 2:
Entre el ultimátum del FMI conminando a la reestructuración de la deuda y los embarazosos desmentidos de Alexis Tsipras asegurando que no ordenó preparar un plan secreto para volver al dracma, está claro que el culebrón griego no ha terminado. Sin embargo, el acuerdo sobre el nuevo plan de ayuda por parte de Europa merece que nos detengamos en él para desmentir algunos clichés.
Primera lección: Europa funciona. Aunque, pase lo que pase, la tendencia mayoritaria de los medios de comunicación sea explicarnos que la Unión Europea se va a pique, esta ha demostrado una vez más su formidable resistencia. Sean cuales sean los obstáculos, los vence y sigue adelante. Todos los avances europeos, todos los debates que han marcado su jovencísima historia, jalonada de crisis de lo más variopintas, han tenido el mismo inevitable desenlace: unas veces entre 19 (la eurozona), otras entre 28 (el conjunto de la UE), los obstáculos se han superado llegando a compromisos; sin duda laboriosos, a menudo a costa de grandes esfuerzos, pero siempre portadores de soluciones.
Y, durante la elaboración de estos compromisos, siempre se ha dado el necesario acuerdo franco-alemán. El Banco Central, única institución federal, no solo funciona, sino que acaba de demostrar una vez más su capacidad para hacer que prevalezca el interés general europeo. La presidencia del Consejo (Donald Tusk) desempeña su papel, e incluso obligó a Angela Merkel y a Alexis Tsipras a proseguir las negociaciones el 13 de julio. La Comisión, en el marco que le conceden los Gobiernos, aporta su contribución, y los jefes de Estado y de Gobierno se comprometen a buscar compromisos. Finalmente, los Parlamentos nacionales son consultados: ya va siendo hora de dejar de repetir que Europa no es “democrática”, cuando unos Gobiernos elegidos democráticamente deciden, bajo el control de sus Parlamentos, y los tratados europeos han sido objeto, desde los orígenes, de no menos de 53 referéndums.
Pocos hay que conozcan la Unión Europea como Etienne Davignon y menos aún que hayan ayudado a construirla tanto como él. Es un voluntarista-optimista, al estilo de Jean Monnet, quien, ante las dificultades iniciales de la construcción europea decía: “Las verdaderas derrotas son sólo las que aceptan sin reaccionar”. Por lo tanto, si Davignon lanza una alarma como esta, debe ser tomado muy en serio.
Yo también me temo que puede producirse pronto una desintegración de la UE. Creo que Grecia permanecerá en la eurozona y creo incluso que Gran Bretaña seguirá perteneciendo a la UE. No se trata, por lo tanto, de una desintegración por separación eso que me preocupa, sino de algo más grave aún: una desintegración causada por el rechazo a la integración por parte de muchos ciudadanos en muchos Estados miembros.
Pero si son los ciudadanos quienes desean el fin de la Unión Europea, podría argumentarse, ¿qué problema se plantea? Un problema enorme y doble, en mi opinión. Podemos identificarlo en las causas de este proceso y, por desgracia, es fácil imaginar sus consecuencias.
Las causas. Los ciudadanos ven que la UE no funciona. A menudo carece de capacidad de decisión. Y cuando decide, a veces no logra poner en práctica lo que ha decidido. Los ciudadanos se sienten decepcionados, y dan la espalda a la UE. Sin embargo, lo que provoca que la UE no funcione es, en gran parte, el hecho de que los Gobiernos de los Estados miembros, desde hace años, han dejado de ver en la UE una inversión, una gran obra de construcción para edificar una casa común, en interés de todos los países miembros. Hoy en día ven en la UE un mero “bien de consumo”. Cuando van a Bruselas para participar en el Consejo, ya no llevan su propio ladrillo; muy al contrario, tratan de hacerse con algún ladrillo de la casa a medio construir, de triturarlo y de transformar el polvo (sí, el polvo de Europa) en consenso para ellos mismos, para sus propios partidos, para parte de la opinión pública nacional.
Muchos políticos nacionales, que a menudo se profesan europeos —¡y tal vez crean incluso serlo!— se han convertido en maestros albañiles de la deconstrucción europea. En esta refinada “ingeniería inversa”, aspiran a arañar décimas de popularidad doméstica de esos ladrillos sea mediante la acción (es decir, a través de las decisiones que toman en esa mesa de 28, decisiones que atribuyen a la UE, pero que en realidad no son a menudo más que la cacofonía resultante de 28 intereses políticos particulares, generalmente disfrazados como “intereses nacionales”), sea por medio de las palabras (la forma, a menudo caricaturesca o engañosa, con la que describen la UE a sus conciudadanos).
Desde hace varios años asistimos en muchos países europeos —aunque también en otros lugares, por ejemplo en los Estados Unidos— a una transformación de los sistemas políticos nacionales, aplastados cada vez más por la perspectiva del corto y cortísimo plazo, en el que los políticos se ven tentados de perseguir el consenso no sólo en las elecciones, sino ante cualquier encuesta. Estudiosos competentes hablan ya de una degeneración de las políticas nacionales en tres direcciones:
Los políticos se ven tentados hoy de perseguir el consenso no solo en las elecciones, sino ante cualquier encuesta
1. La prevalencia del cortoplacismo respecto a la preocupación por el largo plazo;
2. La disolución del liderazgo político en aras del seguidismo político, según el cual perseguir el consenso, no guiar el país, es el imperativo categórico;
3. La narración prevalece sobre la realidad, la narración de historias sobre la Historia.
En conclusión, me parece imposible encontrar la manera de “salvar” la integración europea alcanzada hasta este momento, de hacerla más eficaz, de impulsarla en los cruciales terrenos de la política exterior, de la seguridad interior y exterior, pero también en los más tradicionales de los mercados, de la moneda y del crecimiento, si no nos planteamos la verdadera cuestión: con estas políticas nacionales, que a través del Consejo de Europa tienen un papel decisivo en el éxito o el fracaso de la UE, ¿es aún posible la integración europea? ¿Sigue siendo realmente eso lo que se pretende?
Las consecuencias. Al igual que Etienne Davignon, creo que el fin de la integración europea (poco importa si en forma de desintegración efectiva o de interrupción del reforzamiento de la construcción actual, porque tampoco en este último caso resistirá la UE mucho tiempo ante la doble tormenta que se le echaría encima: una globalización sin gobierno y el desapego de sus ciudadanos, en gran parte alimentado por los 28 jefes de Gobierno que se sientan en la cumbre de la UE) tendrá consecuencias muy graves para los ciudadanos de todos nuestros países.
No voy a repetir lo que ya se ha puesto de relieve Davignon. Me gustaría ir un poco más allá. En enero de 1995, hablando ante el Parlamento Europeo, el presidente François Mitterrand dijo: “Le nationalisme c’est la guerre”. Desde entonces, los nacionalismos se han convertido en muchos países europeos en realidades tangibles y poderosas. Hoy se muestran compatibles entre sí o incluso sinérgicos, ya que tienen un objetivo común, arrebatar espacio a la UE y dárselo a la soberanía nacional. Pero en una Europa sin la Unión Europea, los nacionalismos tenderían a chocar entre sí. En una fase histórica en la que, por desgracia, las guerras, incluso en el interior del continente europeo y más aún fuera de sus fronteras, han vuelto de nuevo a ser reales y frecuentes, ¿podemos creer realmente que, sin un vigoroso marco de convivencia organizada en la Unión, los nacionalismos de nuestro países no acabarán por recurrir a las armas, ensangrentando de nuevo el territorio de la actual UE, como lo han hecho tantas veces a lo largo de la historia?
Los nacionalismos se han convertido en muchos países europeos en realidades tangibles y poderosas
Pero, junto a este riesgo terrible, habría otras consecuencias, pesadamente irónicas, para aquellos que aspiran a recuperar la mayor parte o la totalidad de las competencias conferidas hasta ahora por los Estados miembros a la UE. En concreto, estoy pensando, por ejemplo, en los movimientos antieuropeos y nacionalistas que están creciendo en Italia, que exigen más soberanía nacional, una Alemania menos dominante, un menor peso de la política y de la burocracia sobre los ciudadanos y las empresas.
Soberanía nacional. Algunos poderes hoy ejercidos en común y con determinadas reglas de la UE volverían a los Estados. Pero cuidado: por lo general, esos poderes fueron transferidos en su momento a la esfera comunitaria, precisamente porque los Estados constataban con preocupación que no podían ejercerlos, porque la globalización estaba transfiriendo de hecho esos poderes nacionales a los mercados, a las corporaciones multinacionales, a las grandes potencias extraeuropeas. Más vale, si acaso, afanarse por mejorar la forma en la que la Comisión, el BCE y las demás instituciones europeas ejercen esos poderes, tratar de tener más voz en capítulo, porque esa transferencia de vuelta a la esfera nacional daría lugar, en un mundo que hoy está aún más globalizado, a un mero momento de breve excitación seguido por una impotencia permanente.
Alemania. No voy a entrar aquí en la cuestión de cuál es hoy el peso de Alemania en las decisiones de las políticas de la UE, de cuánto dependen estas de la fuerza y de la capacidad alemana en las mesas de discusión europeas o más bien de la debilidad o incapacidad de los demás para hacer valer sus puntos de vista. Pero quienes crean que, en ausencia de la UE o con una UE dotada de menos poderes, Alemania tendría menos peso que hoy en los asuntos económicos, monetarios y europeos están muy confundidos. Si la UE se disuelve, cada país se vería desnudo, con sus propias fuerzas y debilidades, en una nueva Europa muy parecida a una selva. ¿Cree de verdad Marine Le Pen que Francia sería más fuerte, las empresas y los ciudadanos franceses más fuertes, si Francia regresar al franco y Alemania al marco? ¿Piensan realmente Matteo Salvini y los líderes del Movimiento 5 Estrellas que las empresas italianas hallarían más espacio en los mercados italianos e internacionales si no hubiera ya en Bruselas una autoridad de la competencia que reprimiera los cárteles y los abusos de poder en los mercados por parte de empresas alemanas también, al igual que de multinacionales estadounidenses, que prohibiese a la rica Alemania subsidiar a sus empresas para desplazar a las italianas?
La globalización ha transferido poderes nacionales a los mercados o a las corporaciones multinacionales
Peso de las “castas” políticas y burocráticas. La lucha contra el excesivo peso y coste de la política y de la burocracia es sacrosanta. Resulta obligado mantener el mayor grado de presión sobre Bruselas así como sobre las capitales nacionales. Pero quizás algunos líderes políticos jóvenes no recuerden que, sobre todo en Italia, el inicio de cierto (si bien insuficiente) adelgazamiento de las engrosadas e ineficientes estructuras estatales, de las paraestatales, de la industria de propiedad del Estado tuvo lugar como efecto de una mayor apertura hacia Europa, impulsado por el mercado único y la moneda única. Esta apertura conllevó, por ejemplo, la libertad de los inversores italianos para invertir sus ahorros en el extranjero, y no sólo en Italia. A esta mayor libertad privada tuvo que corresponder el Estado con un freno a su déficit, que antes podría ser ingente y sin embargo ser financiado sin problemas con el repliegue, forzoso de hecho, de los ahorros particulares en bonos del Gobierno italiano. O bien, el hecho de que la disciplina respecto a las ayudas estatales, también aportada por la UE, ha impedido que las empresas públicas compitan deslealmente con las privadas o que los partidos políticos sean alimentados por los protegidos que situaban a dedo en cargos directivos de las empresas públicas .
Consciente de la necesidad de una sacudida política y ética, Etienne Davignon pide que se proceda a una especie de “Juramento del Juego de Pelota”, como el que el 20 de junio de 1789 pronunciaron en París los representantes del tercer estado, la nobleza y el clero, reunidos en el Jeu de Paume, prometiendo no disolverse antes de haber redactado una Constitución. Más modestamente, yo quisiera que hubiera al menos un “Juramento de Justus Lipsius”, por el nombre del edificio en el que se reúnen en Bruselas los jefes de Estado y de Gobierno. Al comienzo de cada reunión del Consejo Europeo, cada uno de ellos debería jurar, no digo yo olvidarse de los intereses de su país, pero sí que, al participar en las decisiones del Consejo, no hará nada que sea contrario al interés común europeo.
(Mario Monti, 04/02/2016)
Sea cual sea el resultado del referéndum británico, los europeos necesitan ya un nuevo aliento. Es mucho lo que está en juego: evitar la marginación de Europa, no solo desde el punto de vista económico y político, sino también moral y cultural. Nuestro desafío común es reconectar cuanto antes con unos ciudadanos desorientados para volver a crear una Europa influyente, que tenga un proyecto de futuro y de esperanza para todos; en caso contrario, moriremos. Si no damos este nuevo impulso político a nuestros conciudadanos, los demonios populistas que ya casi nos han destruido vencerán. La Historia varía en sus formas, pero el resultado volvería a ser desastroso.
Para lograr una nueva dinámica debemos valorar nuestros éxitos: la Unión Europea es la entidad política, económica y social más solidaria, menos injusta, más democrática, más pacífica y más variada que ha conocido la humanidad, “uno de los mayores triunfos políticos y económicos de la época moderna”, según el presidente Obama. Hacer respetar sus valores y convertirla en un motor de progreso para todos exige adoptar una estrategia de envergadura.
Necesitamos ya, sin falta, una hoja de ruta precisa. Que se pongan manos a la obra las instituciones europeas y todos los Estados miembros, o, por lo menos, un grupo de países dirigido por Francia y Alemania. Para restablecer la confianza y dar nuevo impulso a la dinámica europea proponemos seis iniciativas estratégicas:
1. Es primordial fortalecer la democracia europea. ¿Cómo considerarse europeo sin una cultura ciudadana compartida? Los Estados deben poner en marcha una educación cívica común y comprometerse a que el futuro presidente de la Comisión se elija en función del resultado de las urnas. Además, es necesario aclarar las normas para que los referendos sobre la pertenencia a la UE no se conviertan en mercadeos. Una Europa a la carta no es una opción.
2. Es indispensable una iniciativa estratégica de seguridad y defensa de los ciudadanos de la UE. Los Estados deben cumplir sus compromisos en materia de seguridad interior —intensificar los intercambios policiales (Europol), judiciales (Eurojust) y de información— y, en el plano exterior, poner en práctica una política de fronteras moderna, basada en un cuerpo europeo de policía de fronteras e infraestructuras de control y acogida que respeten nuestros valores. Al mismo tiempo, la Unión debe emprender una política de estabilización de las regiones vecinas en todos los ámbitos: económico, cultural, diplomático y militar.
3. La tercera iniciativa está relacionada con los refugiados. El acuerdo con Turquía no es una solución a largo plazo. El país está desbordado y el tráfico de personas prospera utilizando otras rutas. Europa debe escoger otra vía: acoger, integrar, formar y preparar las condiciones para un regreso de los refugiados a sus países. No se trata de recibir a todos, sino a los que estén dispuestos a integrarse y aceptar nuestros valores. Y los ciudadanos europeos solo aceptarán una política así si se mejora su vida cotidiana.
4. Ese es el reto de la segunda fase del plan Juncker para reimpulsar el crecimiento: invertir en los sectores con más futuro, capaces de promover la creación de empleos de proximidad, modernizar de forma duradera nuestra economía y consolidar nuestra ventaja competitiva. Todo ello, dentro de una política industrial común de ataque que permita recuperar nuestra autonomía. Por ejemplo, un plan de desarrollo y restauración del hábitat, con la utilización de nuevos materiales y tecnologías digitales, transformaría la vida de nuestros conciudadanos y nos otorgaría el liderazgo mundial en el sector. Asimismo, proponemos otros tres planes centrados en el transporte, las energías renovables y las competencias digitales del futuro.
5. En cuanto a la zona euro, hay que reforzar su potencial de crecimiento y su capacidad de hacer frente a choques asimétricos y favorecer la convergencia económica y social. Para ello es necesario asignar nuevas prerrogativas al Mecanismo Europeo de Estabilidad. En concreto, proponemos una competencia presupuestaria para la eurozona y la rápida culminación de la unión bancaria, al mismo tiempo que se corrigen sus defectos.
6. La sexta iniciativa es un Erasmus para alumnos de secundaria. El objetivo es sencillo: democratizar Erasmus y ampliar el horizonte cultural de todos los jóvenes europeos, con el fin de fomentar la igualdad de oportunidades y el sentimiento de pertenencia a un proyecto común.
Estas iniciativas pretenden volver a situar al ciudadano en el centro del proyecto y estimular el crecimiento, el empleo y la innovación. Es posible ponerlas en marcha, si existe la voluntad política necesaria, en los próximos dos años y medio. Roosevelt lo hizo en 1933 con el New Deal. Nuestras economías avanzadas tienen esa capacidad, gracias a los márgenes no utilizados del presupuesto europeo y al empleo de nuevos recursos. Entre las soluciones que hay que contemplar están la disponibilidad de recursos propios y la solicitud de un préstamo al BEI.
A medio plazo, la movilización y la reflexión colectiva de los ciudadanos europeos deben ser las premisas de una nueva conferencia intergubernamental o de un nuevo convenio europeo, para convertir a Europa en una gran potencia democrática, cultural y económica que garantice en su interior la solidaridad y los derechos fundamentales, hoy en peligro, una potencia que se dote de los medios para ejercer su soberanía. El nuevo tratado que pudiera salir de ese debate no se aplicaría más que a los Estados que desearan una mayor integración y estuvieran convencidos de que el interés general europeo no se limita a la suma de los intereses nacionales.
Todo esto solo será posible si las docenas de millones de europeos que creen que nuestro futuro lo escribimos unidos empiezan a movilizarse ya. Únanse a nosotros.
(Guillaume Klossa, 09/05/2016)
[...] Konrad Adenauer fue alcalde de Colonia desde 1917 hasta que Hitler subió al poder en 1933, y canciller de la República Federal desde 1949 a 1963.
Cuenta Willy Brandt en sus memorias que Francia atraía a Adenauer porque en él dominaba el sentimiento renano y la tradición carolingia, y porque calculaba sobriamente que en Europa occidental sólo podría ir bien lo que llevaran a hombros alemanes y franceses. Está bien documentada su aversión a Prusia, que se manifestaba de forma pintoresca cuando viajaba en tren de Colonia a Berlín. Al cruzar el río Elba bajaba la cortina y se mantenía en vela si el viaje era nocturno. Tenía también un distanciamiento con Gran Bretaña, que compartía con Charles de Gaulle, que guardaba rencor a los ingleses por haberle subestimado durante su exilio de guerra en Londres y porque también desconfiaba de la relación especial entre Estados Unidos y Gran Bretaña.
Estos hombres tenían un proyecto y lo pusieron en marcha. La generación posterior de líderes europeos facilitó la entrada de Gran Bretaña en Europa que llamó dos veces a la puerta. Adenauer y De Gaulle, nacidos en el siglo XIX, ya ancianos y en el poder, compartían también la visión de que una Europa con Inglaterra dentro sería más bien una fuente de divisiones que de concordia.
El caso es que Willy Brandt como canciller federal y Georges Pompidou como presidente de Francia impulsaron el acceso británico que se produjo en 1973. Gran Bretaña no tuvo más alternativa que sumarse a un proyecto que ha sido un gran éxito hasta ahora con una unidad que no se veía en Europa desde el sacro imperio romano, una Europa unida, plena y libre, capaz de resolver sus diferencias a través de negociaciones y mecanismos pacíficos.
(Lluís Foix, 06/07/2016)
La nueva Estrategia Global de Política Exterior y de Seguridad de la Unión Europea, que se ha hecho esperar más de una década, ha visto por fin la luz y se erige en piedra de toque del proyecto europeo. La fecha de su anuncio –inmediatamente después del voto del Reino Unido a favor de salir de la UE– podría simbolizar su irrelevancia o, por el contrario, marcar el renacer del proyecto europeo.
La estrategia, elaborada por la Alta Representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Federica Mogherini, marca unas líneas directrices coherentes, está dotada de la flexibilidad necesaria para la adopción de políticas concretas, y establece un equilibrio adecuado entre realismo y ambición, al reconocer las limitaciones de la UE y poner de relieve las mejoras pendientes.
El planteamiento de la estrategia queda patente desde la primera frase: “Necesitamos una Europa más fuerte”. Supone un viraje con respecto a la filosofía de la estrategia anterior, publicada en 2003 y conocida por su muy criticada frase de apertura: “Europa no ha sido nunca tan próspera, tan segura ni tan libre”.
Concretamente, la estrategia pone de manifiesto la importancia del inagotable soft power de la UE –sin rehuir posibles futuras ampliaciones–, al tiempo que reconoce que el poder blando por sí solo no basta para garantizar la seguridad. Además, implícitamente establece la hoja de ruta acertada sobre el enfoque de la UE hacia el mundo. Formula una visión mucho más precisa para la resolución de los desafíos regionales que para los retos globales. El mensaje es cristalino: antes de desempeñar un papel de calado global, la UE debe aunar fuerzas y actuar unida hacia sus vecinos.
Se trata así de un marco intelectual ambicioso y realista, pero que carece de virtualidad propia. Para asegurar que la estrategia alcanza todo su potencial es preciso que los líderes europeos, en palabras de Mogherini, se “concierten”. Y, por el momento, las señales no son halagüeñas.
“Brexit”, que provoca turbulencias en los mercados globales y plantea serias dudas sobre el futuro de la Unión, ha eclipsado la presentación de la estrategia de seguridad, que apenas merece una mención en las conclusiones del Consejo Europeo del pasado 28 de junio. Es más, en lugar de inspirar la enérgica respuesta tan necesaria hoy entre los dirigentes de los 27 Estados Miembro (excluido el Reino Unido), el referéndum británico ha actuado de catalizador de intereses políticos nacionales, cuando no de puras ambiciones personales.
Esta estrechez de miras, al acentuar la sensación de impotencia e ineptitud de la UE, debilita su imagen en el mundo, e incluso ante los Estados miembro. Si no cambia esta percepción, Brexit podría suponer, como los pesimistas auguran, el declive definitivo de la UE. Si, por el contrario, los líderes de la UE se crecen ante el desafío que la salida del RU supone y unen fuerzas para aguantar el temporal y llevar a la práctica el plan esbozado en la Estrategia Global, la UE podría resurgir fortalecida de este episodio convulso.
En tiempos de incertidumbre, Europa debe decidir cómo enfrentarse a los retos existenciales que la asolan. Lo razonable pasa por apostar por las fortalezas colectivas y paliar las debilidades. Lo opuesto –la desbandada que los británicos podrían simbolizar– sería una temeridad. Pero el enfoque más peligroso –aquél que conllevaría un mayor grado de conflictividad e inseguridad– consistiría en seguir fingiendo que existe una unión mientras cada cual va a lo suyo.
Los dirigentes de la UE han dejado escapar una oportunidad excepcional. Así, el último Consejo Europeo podría haber iniciado la reflexión necesaria sobre qué futuro queremos para la UE. Que la nueva estrategia de seguridad simbolice el comienzo de un nuevo capítulo para Europa o, por el contrario, el testamento de un proyecto en su lecho de muerte, dependerá de si los dirigentes europeos son capaces de superar su estrechez de miras y concertarse en el diseño de un futuro común. Las primeras reacciones no son prometedoras.
(Ana Palacio, 10/08/2016)
El pasado 1 de marzo la Comisión presentó lo que ha titulado “El libro blanco sobre el futuro de Europa” que, como afirma el propio Juncker en el prólogo, pretende ser la contribución de la Comisión a la Cumbre de Roma del próximo 25 de marzo, en la que se rememorará la firma del Tratado que dio lugar al Mercado Común hace sesenta años. Se establecía así el intercambio libre de productos entre seis países, Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo, que ya habían constituido en 1951 la Comunidad del Carbón y del Acero (CECA). En realidad, lo que se creaba era exclusivamente una unión aduanera. Se acordó un periodo transitorio de doce años para el total desarme arancelario entre los países miembros, al tiempo que se implantaba un arancel común frente a terceros países. No se puede decir que los firmantes del Tratado adoptasen el libre cambio porque, si bien lo introducían dentro de las fronteras comunitarias, no lo establecían en sus relaciones con los restantes países.
El Tratado de Roma significó el triunfo de las tesis funcionalistas cuyo máximo representante fue Jean Monnet. El fracaso en 1954 de la Comunidad Europea de Defensa (CED) propuesta por Francia hizo patentes ya las dificultades y la casi inviabilidad de cualquier avance en la unidad política. Ante esta imposibilidad se adoptó la estrategia de desarrollar la unión económica en el supuesto de que más tarde y poco a poco se lograría la unión política. Se trataba, en definitiva, de iniciar un proceso en el que la paulatina integración económica fuera allanando el camino hacia el objetivo final de lograr la unión política, meta que se fijaba a largo plazo.
La historia ha demostrado que este gradualismo tenía un pecado original, el de ser asimétrico, avanzar solo en los aspectos comerciales, financieros y monetarios sin que apenas se diesen pasos ni en la integración política ni tampoco en las esferas social, laboral, fiscal o presupuestaria.
Los que desde posturas socialdemócratas apostaron por este gradualismo no fueron conscientes, o no quisieron serlo, de que tal asimetría conducía al imperio del neoliberalismo económico, ya que, mientras los mercados se integraban y se hacían europeos, los poderes democráticos, que debían servir de contrapeso y corregir sus errores y la injusta distribución de la renta, quedaban en manos de los gobiernos nacionales. Es más, no comprendieron que si bien las fuerzas económicas y las fuerzas políticas que las apoyaban tenían sumo interés en avanzar en los aspectos comerciales, monetarios y financieros, logrados estos no sentirían ningún aliciente, más bien todo lo contrario, para dar pasos en los aspectos políticos. Para las fuerzas económicas, la situación ideal es la integración de los mercados y la segmentación del poder político de manera que, recluido en los Estados nacionales, sea impotente para poner límites a los mercados y al capital.
El documento que ahora pomposamente se presenta como “Libro blanco sobre el futuro de Europa” participa del mismo vicio. Afirman que supone la contribución de la Comisión a tan egregio acontecimiento. Pobre contribución y triste futuro si es el que se dibuja en los cinco escenarios propuestos. Se suele decir que para dejar estancado un tema no hay como crear una comisión. En Europa podíamos hacer extensible el dicho a: cuando no se sabe qué hacer se escribe un libro blanco.
En 1986, la Comisión encargó un estudio encaminado a determinar el coste que significaba para Europa no haber adoptado todavía la plena movilidad de mercancías, servicios, capitales y mano de obra. El estudio, encargado a Paolo Cecchini y publicado bajo el título “Europa: 1992, una apuesta de futuro”, pretendía cuantificar el coste de la no-Europa o, lo que es lo mismo, los beneficios que se seguirían de la integración. Bien, desde la óptica actual el contenido del libro parece ciencia ficción o más bien o un panfleto de propaganda. Es la misma propaganda a la que ahora se aferra la Comisión para predicar todo el desarrollo social, económico y tecnológico que se ha producido en Europa en estos sesenta años de la existencia y permanencia en la UE. Lo cierto es que ese desarrollo, o aun mayor, lo han experimentado también aquellos países que no pertenecen a la UE.
La Comisión se jacta en el libro blanco de unos de los mayores hándicaps que en la actualidad se ciernen sobre la UE, estar integrada por 28 miembros con características muy dispares. El Mercado Común se configuró inicialmente con seis países de características económicas muy similares. En los últimos veinte años a la UE se le abría una disyuntiva: crecer en extensión o en intensidad. Resulta evidente que escogió el primer camino, ampliando sustancialmente el número de países miembros, tal vez porque nunca estuvo en su proyecto tender hacia la Unión Política.
Por eso, los cinco escenarios que plantea el Libro blanco son más de lo mismo. A pesar de que solo a uno lo titulan “Seguir igual”, lo cierto es que las cinco alternativas con pequeñas variaciones se mantienen en la ambigüedad actual, en el nivel de inestabilidad en el que ahora se debate la UE y que no puede perdurar. La concepción que el Libro blanco presenta de la UE es la de uno de esos juegos de construcción en los que las piezas se pueden combinar de distinta manera para construir diferentes formas. Así se elaboran en el documento los distintos escenarios, juntando a su antojo los múltiples aspectos como si se pudiesen separar unos de otros y como si la integración de unas áreas no exigiese la unión de otras.
Tal como se afirma en el mismo Libro blanco, la UE se ha planteado siempre en términos de menos Europa o más Europa. Pero la opción de más Europa siempre ha seguido la misma línea, la de los aspectos comerciales, financieros y monetarios, pero sin avanzar apenas en la unidad política ni en materia fiscal ni presupuestaria. En los escenarios trazados en el informe, la opción maximalista “Hacer más conjuntamente” se encuentra lejísimos de una verdadera federación o confederación entre Estados, condición necesaria para que la UE pueda permanecer, pero al mismo tiempo un sueño imposible de alcanzar porque los países ricos nunca lo permitirán.
El escenario situado en el otro extremo, en el de menos Europa, titulado “Solo el mercado único”, participa del mismo grado de inestabilidad porque mantiene la libre circulación de capitales sin la necesaria armonización en materia fiscal, laboral y social. De todas formas, tiene el valor de que por primera vez desde las autoridades europeas se considera como alternativa la marcha atrás en el proceso europeo.
“Los que desean hacer más hacen más”. Así titula el Libro blanco el escenario que pretende materializar la Europa de las dos velocidades, puesta ahora de plena actualidad por la Cumbre celebrada el lunes pasado en Versalles por los cuatro grandes países de la Eurozona. No es la primera vez que se quiere ver en la Europa a la carta la solución a las contradicciones existentes. Vano intento. El problema no es de velocidad, sino de trayectoria, y el camino de la integración fiscal, presupuestaria y política están cegados y es la propia Alemania la que no está dispuesta a dar un paso en esa dirección. No se aceptan los avances más moderados, tales como algún tipo de mutualización de la deuda o la constitución de un fondo de garantía de depósitos europeo.
En cualquier caso, los cinco escenarios están construidos al igual que la UE actual sobre el puro voluntarismo político prescindiendo de las exigencias económicas y sociales, en la creencia de que las sociedades pueden ser moldeadas al antojo de una minoría y de que las leyes económicas se pueden violar sin consecuencias. Finalmente, la realidad siempre se impone. El engaño ha durado mucho tiempo pero al final las contradicciones surgen cada vez de manera más pronunciada. La publicación de libros como este indica bien a las claras que las autoridades europeas -y en gran medida, también las nacionales, continúan sin enterarse de nada.
(Juan Francisco Martín Seco, 11/03/2017)
La Unión Europea está atrapada en una crisis existencial. Todo lo que podía salir mal en los últimos diez años, ha salido mal. ¿Cómo es posible que un proyecto político que sostuvo la paz y la prosperidad de Europa durante la posguerra haya llegado a este punto?
Cuando yo era joven, una pequeña banda de visionarios liderados por Jean Monnet transformó la Comunidad Europea del Carbón y el Acero, para convertirla primero en el Mercado Común Europeo y después en la UE. La gente de mi generación apoyó con entusiasmo el proceso.
Personalmente consideré que la UE era la encarnación de la idea de sociedad abierta. Una asociación voluntaria de Estados iguales que se congregaron y sacrificaron una parte de su soberanía en aras del bien común. Esa idea de Europa como sociedad abierta sigue inspirándome.
Pero desde la crisis financiera de 2008, parece que la UE hubiera perdido el rumbo. Adoptó un programa de ajuste fiscal que condujo a la crisis del euro y convirtió la eurozona en una relación entre acreedores y deudores. Los primeros impusieron a los segundos condiciones de cumplimiento obligatorio (pero imposible). Esto creó una relación que no era ni voluntaria ni igualitaria: todo lo opuesto al credo en el que se basó la UE.
Por eso, hoy muchos jóvenes ven la UE como un enemigo que los dejó sin empleo y sin un futuro seguro y promisorio; y los políticos populistas han explotado este resentimiento y creado partidos y movimientos antieuropeos.
Entonces se produjo el ingreso masivo de refugiados de 2015. Al principio, la mayoría de los europeos se compadecieron del sufrimiento de esas personas obligadas a huir de la represión política o la guerra civil, pero no querían que su vida normal fuera alterada por un colapso de los servicios sociales. Y pronto, la incapacidad de las autoridades para hacer frente a la crisis les decepcionó.
En Alemania eso llevó a un veloz fortalecimiento de la ultraderechista Alternative für Deutschland (AfD), que ahora es el principal partido de oposición del país. Italia sufrió hace poco una experiencia similar, y las repercusiones políticas han sido todavía más desastrosas: el Movimiento Cinco Estrellas y la Liga, ambos antieuropeos, estuvieron a punto de formar Gobierno. Italia se enfrenta ahora a elecciones en medio del caos político.
De hecho, la crisis de los refugiados ha alterado toda Europa. Los líderes sin escrúpulos la han explotado, también en países donde no llegaron casi refugiados. En Hungría, el primer ministro Viktor Orbán basó su campaña para la reelección en acusarme falsamente de tener un plan para inundar con refugiados musulmanes toda Europa (incluida Hungría).
Orbán ahora se presenta como defensor de su propia versión de una Europa cristiana, que cuestiona los valores fundacionales de la UE. Está intentando asumir el liderazgo de los partidos democristianos que forman la mayoría en el Parlamento Europeo.
Estados Unidos, por su parte, empeoró los problemas de la UE. Con la retirada unilateral del acuerdo de 2015 sobre el programa nuclear iraní, el presidente Donald Trump destruyó en la práctica la alianza transatlántica y generó más presión sobre una Europa que ya tiene suficientes problemas. Decir que Europa corre peligro existencial dejó de ser una figura retórica: ahora es la cruda realidad.
¿Qué puede hacerse?
La UE enfrenta tres problemas: la crisis de refugiados; la política de austeridad que puso trabas al desarrollo económico de Europa; y la desintegración territorial, representada por el Brexit. Tal vez el mejor punto de partida sea poner bajo control la crisis de los refugiados.
Siempre defendí que la distribución de refugiados dentro de Europa fuera enteramente voluntaria. No hay que obligar a los Estados miembros a aceptar refugiados que no quieren, ni obligar a los refugiados a asentarse en países a los que no quieren ir.
Este principio fundamental debe guiar la política migratoria de Europa. También es urgente que Europa reforme o derogue la Convención de Dublín, que generó una carga inequitativa sobre Italia y otros países del Mediterráneo, con consecuencias políticas desastrosas.
La UE debe proteger sus fronteras externas, pero mantenerlas abiertas a las migraciones legales. Los Estados miembros, por su parte, no deben cerrar las fronteras internas. La idea de una Europa fortificada, cerrada al ingreso de refugiados políticos y migrantes económicos, no sólo viola el derecho europeo e internacional, sino que además, está totalmente reñida con la realidad.
Europa quiere ofrecer asistencia sustancial a regímenes de orientación democrática en África y otras partes del mundo en desarrollo. Es una estrategia acertada, ya que permitiría a esos gobiernos dar educación y empleo a sus ciudadanos, que entonces tendrán menos motivos para iniciar el viaje, a menudo peligroso, hacia Europa.
Al fortalecer los regímenes democráticos de los países en desarrollo, un Plan Marshall para África dirigido por la UE también ayudaría a reducir la cantidad de refugiados políticos. Europa podrá entonces aceptar migrantes venidos de estos y otros países, y satisfacer sus necesidades económicas a través de un proceso ordenado. Así, las migraciones serán voluntarias tanto para los migrantes cuanto para los Estados receptores.
Pero la realidad actual está muy lejos de ese ideal. Primero y principal, la UE todavía no tiene una política migratoria unificada. Cada Estado miembro tiene una política propia, a menudo incompatible con los intereses de otros Estados.
El segundo problema es que el objetivo principal de la mayoría de los países europeos no es fomentar el desarrollo democrático en África y otras partes, sino cortar el flujo de migrantes. Esto implica el desvío de una gran parte de los fondos disponibles hacia sucios acuerdos con dictadores, a quienes se soborna para que no dejen pasar migrantes por el territorio de sus países o para que empleen métodos represivos contra los ciudadanos que quieran emigrar. A largo plazo, esto sólo puede generar más refugiados políticos.
En tercer lugar, hay una escasez tremenda de recursos financieros. Para funcionar, un Plan Marshall para África necesita al menos 30.000 millones de euros (35.400 millones de dólares) al año, durante varios años. Los Estados miembros de la UE sólo pueden contribuir una pequeña fracción de esta cifra. ¿De dónde saldrá el resto del dinero?
Es importante entender que la crisis de refugiados es un problema europeo que demanda una solución europea. La UE tiene muy buena calificación crediticia, y la mayor parte de su capacidad de endeudamiento está sin utilizar. ¿Qué mejor momento para usarla que en una crisis existencial? Históricamente, los países siempre se han endeudado en tiempos de guerra. Es verdad que aumentar las deudas nacionales va contramano de la ortodoxia imperante que promueve la austeridad; pero la austeridad es en sí misma un factor que contribuye a la crisis en la que se encuentra Europa.
Hasta hace poco podía argumentarse que la austeridad funciona, que lentamente la economía europea está mejorando y sólo es necesario perseverar. Pero ahora Europa se enfrenta al fracaso del acuerdo sobre el programa nuclear iraní y a la destrucción de la alianza transatlántica, y eso tendrá necesariamente un efecto negativo sobre la economía europea, además de provocar otras alteraciones.
El fortalecimiento del dólar ya comenzó a generar una huida de capitales de los mercados emergentes; es posible que vayamos rumbo a otra crisis financiera importante. Un Plan Marshall para África y otras partes del mundo en desarrollo puede proveer un estímulo económico en el momento justo, y tengo una propuesta inmediatamente aplicable para su financiación.
Sin entrar en detalles, quiero señalar que mi propuesta contiene un mecanismo ingenioso (un instrumento especial) que permitiría a la UE aprovechar la financiación de los mercados a tasas muy ventajosas, sin incurrir en obligaciones directas para sí misma o para sus Estados miembros; además, ofrece importantes beneficios contables. Aunque es una idea innovadora, ya se usó con éxito en otros contextos: en concreto, los bonos municipales garantizados con ingresos en Estados Unidos y las intervenciones de provisión masiva de fondos (“surge funding”) al combate de enfermedades infecciosas.
Pero la cuestión principal que deseo recalcar es que para sobrevivir a esta crisis existencial, Europa tiene que hacer algo drástico. En síntesis, la UE debe reinventarse.
Tiene que ser una iniciativa surgida realmente de las bases. La transformación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero en la Unión Europea fue una iniciativa dirigida desde arriba (y generó resultados espectaculares). Pero corren otros tiempos. La gente de a pie se siente excluida e ignorada. Ahora se necesita un esfuerzo colaborativo que combine la estrategia de las instituciones europeas con las iniciativas de base necesarias para involucrar al electorado.
De los tres problemas acuciantes ya me referí a dos. Me falta hablar de la desintegración territorial, representada por el Brexit. Es un proceso inmensamente nocivo que perjudica a ambas partes. Pero es posible convertir esta situación mutuamente dañina en otra mutuamente ventajosa.
El divorcio será un largo proceso, que probablemente llevará más de cinco años; eso parece una eternidad en política, especialmente en tiempos revolucionarios como el presente. En última instancia, la decisión depende del pueblo británico, pero sería mejor si llegara a ella más temprano que tarde. Tal es el objetivo de una iniciativa que apoyo, llamada Best for Britain [Lo mejor para Gran Bretaña]. Esta iniciativa promovió y ayudó a conseguir que el parlamento británico vote una medida que incluye la opción de cancelar el Brexit antes de que se concrete.
Reino Unido haría un gran servicio a Europa rescindiendo el Brexit, y evitando así que su salida de la UE genere en el presupuesto europeo un faltante difícil de cubrir. Pero los ciudadanos británicos deben expresar su apoyo a esta idea por un margen suficientemente convincente para que Europa los tome en serio, y Best for Britain está tratando de movilizar al electorado en pos de ese objetivo.
Los argumentos económicos para permanecer en la UE son contundentes, pero sólo se han hecho evidentes en los últimos meses, y tardarán un tiempo en arraigarse. Mientras tanto, para reforzar los argumentos políticos, es necesario que la UE se transforme en una organización a la que países como Reino Unido quieran unirse.
La nueva Europa tendría dos diferencias fundamentales respecto del sistema actual. En primer lugar, habría una distinción clara entre la UE y la eurozona. En segundo lugar, se reconocería que todavía hay muchos problemas sin resolver en relación con el euro, y que es preciso impedir que destruyan el proyecto europeo.
La eurozona se rige por tratados obsoletos que prevén que todos los Estados miembros de la UE adoptarán el euro cuando estén listos para eso. Esto creó una situación absurda en la que países como Suecia, Polonia y la República Checa, que han expresado claramente que no tienen intención de adoptar la moneda común, siguen siendo descritos y tratados como “pre-ins” (candidatos a ingresar a la eurozona).
El efecto no es meramente cosmético. El marco actual convirtió la UE en una organización centrada en la eurozona, donde los otros Estados miembros quedan relegados a una posición inferior. El supuesto implícito en esto es que aunque los diversos Estados miembros pueden ir a diferentes velocidades, todos se dirigen al mismo lugar. Esto implica ignorar la realidad de que varios Estados miembros de la UE han rechazado explícitamente el objetivo de una “unión cada vez más estrecha”.
Es necesario abandonar ese objetivo. En vez de una Europa de varias velocidades, hay que apuntar a una “Europa de varios carriles”, que ofrezca a los Estados miembros una variedad más amplia de opciones. Esto traería amplios beneficios. En la actualidad, hay una actitud negativa hacia la idea de cooperación: los Estados miembros quieren reafirmar su soberanía, no entregar una cuota mayor de ella. Pero si la cooperación produjera resultados positivos, tal vez eso cambiaría, y se lograría participación universal en algunas cuestiones (por ejemplo, la defensa) que ahora están a cargo de coaliciones voluntarias.
Es posible que la realidad obligue a los Estados miembros a dejar de lado sus intereses nacionales en aras de preservar la UE. Es lo que el presidente francés Emmanuel Macron enfatizó en el discurso que pronunció en Aquisgrán al recibir el Premio Carlomagno; y su propuesta obtuvo un cauto aval de la canciller alemana Angela Merkel (que conoce muy bien la oposición que enfrenta en su país). Si a pesar de todos los obstáculos, Macron y Merkel tuvieran éxito, serían los continuadores de Monnet y su pequeña banda de visionarios. Pero en vez de ese reducido grupo de promotores, se necesita una oleada de iniciativas proeuropeas surgidas de las bases. Quien escribe y la red de instituciones de la Open Society Foundations haremos todo lo que sea posible para colaborar con esas iniciativas.
Felizmente, Macron (al menos) es muy consciente de la necesidad de ampliar el apoyo popular a la reforma europea y la participación en ella, como deja bien sentado su propuesta de “consultas ciudadanas”. Entre el 31 de mayo y el 3 de junio tendrá lugar el Festival Económico de Trento, una gran reunión que organizaron agrupaciones civiles cuando Italia todavía no tenía Gobierno. Espero que sea un éxito y siente un buen ejemplo para otras iniciativas similares de la sociedad civil.
(George Soros, 29/05/2018)
Ciudadanos de Europa, si me he tomado la libertad de dirigirme a ustedes directamente, no es solo en nombre de la historia y de los valores que nos unen, sino también porque hay urgencia. Dentro de unas semanas, las elecciones europeas serán decisivas para el futuro de nuestro continente.
Nunca antes, desde la II Guerra Mundial, Europa ha sido tan necesaria. Y, sin embargo, nunca ha estado tan en peligro.
El Brexit es ejemplo de todo esto. Ejemplo de la crisis de una Europa que no ha sabido satisfacer las necesidades de protección de los pueblos frente a los grandes cambios del mundo contemporáneo. Ejemplo, también, de la trampa europea. La trampa no es pertenecer a la Unión Europea, sino la mentira y la irresponsabilidad que pueden destruirla. ¿Quién les ha contado a los británicos la verdad sobre su futuro tras el Brexit? ¿Quién les ha hablado de perder el acceso al mercado europeo? ¿Quién ha advertido de los peligros para la paz en Irlanda si se vuelve a la frontera del pasado? El repliegue nacionalista no tiene propuestas; es un “no” sin proyecto. Y esta trampa amenaza a toda Europa: los que explotan la rabia, ayudados por noticias falsas, prometen una cosa y la contraria.
Frente a estas manipulaciones, debemos mantenernos firmes. Orgullosos y lúcidos. Recordemos primero qué es Europa. Es un éxito histórico: la reconciliación de un continente devastado, plasmada en un proyecto inédito de paz, prosperidad y libertad. No lo olvidemos nunca. Hoy día, este proyecto nos sigue protegiendo. ¿Qué país puede actuar solo frente a las estrategias agresivas de las grandes potencias? ¿Quién puede pretender ser soberano, solo, frente a los gigantes digitales? ¿Cómo resistiríamos a las crisis del capitalismo financiero sin el euro, que es una baza para toda la Unión? Europa es también esos miles de proyectos cotidianos que han cambiado la faz de nuestros territorios: una escuela renovada aquí, una carretera asfaltada allá, un acceso rápido a Internet que está llegando al fin… Esta lucha es un compromiso diario, porque Europa, como la paz, no viene dada. En nombre de Francia, abandero esta lucha sin descanso para hacer avanzar a Europa y defender su modelo. Hemos demostrado que lo que nos dijeron que era inalcanzable —la creación de una defensa europea o la protección de los derechos sociales— finalmente era posible.
Con todo, hay que hacer más y más rápido. Porque hay otra trampa: la del statu quo y la resignación. Frente a las grandes crisis mundiales, los ciudadanos nos dicen a menudo: “¿dónde está Europa?, ¿qué está haciendo Europa?”. Para ellos, se ha convertido en un mercado sin alma. Pero sabemos que no es solo un mercado, que es también un proyecto. El mercado es útil, pero no debe hacernos olvidar lo necesario de las fronteras que nos protegen y de los valores que nos unen. Los nacionalistas se equivocan cuando pretenden defender nuestra identidad apelando a la salida de Europa, porque es la civilización europea la que nos une, nos libera y nos protege. Pero los que no querrían cambiar nada también se equivocan, porque niegan los temores que atraviesan nuestros pueblos, las dudas que socavan nuestras democracias. Estamos en un momento decisivo para nuestro continente. Un momento en el que, colectivamente, debemos reinventar, política y culturalmente, las formas de nuestra civilización en un mundo cambiante. Es el momento para el renacimiento europeo. Así pues, resistiendo a las tentaciones del repliegue y la división, quiero proponer que, juntos, construyamos ese Renacimiento en torno a tres aspiraciones: la libertad, la protección y el progreso.
Defender nuestra libertad
El modelo europeo se basa en la libertad individual y la diversidad de opiniones y de creación. Nuestra libertad primera es la libertad democrática, la de elegir a nuestros gobernantes allí donde, en cada cita electoral, hay potencias extranjeras que intentan influir en nuestros votos. Propongo que se cree una Agencia Europea de Protección de las Democracias que aporte expertos europeos a cada Estado miembro para proteger sus procesos electorales de ciberataques y manipulaciones. En este espíritu de independencia, también debemos prohibir la financiación de partidos políticos europeos por parte de potencias extranjeras. Asimismo, a través de reglas europeas, debemos desterrar de Internet el discurso del odio y la violencia, porque el respeto al individuo es la base de nuestra civilización de la dignidad humana.
Proteger nuestro continente
Fundada en la reconciliación interna, la Unión Europea se ha olvidado de mirar a otras realidades en el mundo. Ahora bien, ninguna comunidad genera un sentimiento de pertenencia si no tiene límites que proteger. La frontera es la libertad en seguridad. En este sentido, debemos revisar el espacio Schengen: todos los que quieran participar en él deberán cumplir una serie de obligaciones de responsabilidad (control riguroso de fronteras) y solidaridad (una misma política de asilo con las mismas reglas de acogida y denegación). Una policía de fronteras común y una Oficina Europea de Asilo, estrictas obligaciones de control y una solidaridad europea a la que contribuyan todos los países bajo la autoridad de un Consejo Europeo de Seguridad Interior. Frente a las migraciones, creo en una Europa que protege a la vez sus valores y sus fronteras.
Estas mismas exigencias deben aplicarse a la defensa. Pese a que en los dos últimos años se han registrado avances significativos, debemos establecer un rumbo claro. Así, un tratado de defensa y seguridad deberá definir nuestras obligaciones ineludibles, en colaboración con la OTAN y nuestros aliados europeos: aumento del gasto militar, activación de la cláusula de defensa mutua y creación de un Consejo de Seguridad Europeo que incluya al Reino Unido para preparar nuestras decisiones colectivas.
Nuestras fronteras también deben garantizar una competencia leal. ¿Qué potencia acepta mantener sus intercambios con aquellos que no respetan ninguna de sus reglas? No podemos someternos sin decir nada. Tenemos que reformar nuestra política de competencia, refundar nuestra política comercial: sancionar o prohibir en Europa aquellas empresas que vulneren nuestros intereses estratégicos y valores fundamentales –como las normas medioambientales, la protección de datos o el pago justo de impuestos– y adoptar una preferencia europea en las industrias estratégicas y en nuestros mercados de contratación pública, al igual que nuestros competidores estadounidenses o chinos.
Recuperar el espíritu de progreso
Europa no es una potencia de segunda clase. Toda Europa está a la vanguardia: siempre ha sabido definir las normas del progreso y en esta línea debe ofrecer un proyecto de convergencia, más que de competencia. Europa, que creó la seguridad social, debe establecer para cada trabajador, de este a oeste y de norte a sur, un escudo social que le garantice la misma remuneración en el mismo lugar de trabajo, y un salario mínimo europeo adaptado a cada país y revisado anualmente de forma colectiva.
Retomar el hilo del progreso es también liderar la lucha contra el cambio climático. ¿Podremos mirar a nuestros hijos a los ojos si no logramos reducir nuestra deuda con el clima? La Unión Europea debe fijar sus ambiciones –cero carbono en 2050, reducción a la mitad de los pesticidas en 2025– y adaptar sus políticas a esta exigencia: Banco Europeo del Clima para financiar la transición ecológica, dispositivo sanitario europeo para reforzar el control de nuestros alimentos, y, frente a la amenaza de los lobbies, evaluación científica independiente de sustancias peligrosas para el medio ambiente y la salud, etc. Este imperativo debe guiar todas nuestras acciones. Del Banco Central Europeo a la Comisión Europea, pasando por el presupuesto europeo o el Plan de Inversiones para Europa, todas nuestras instituciones deben tener al clima como prioridad.
Progreso y libertad es poder vivir del trabajo y, para crear empleo, Europa debe ser previsora. Para ello, no solo debe regular a los gigantes del sector digital, creando una supervisión europea de grandes plataformas (sanciones aceleradas para las infracciones de las normas de la competencia, transparencia de algoritmos, etc.), sino también financiar la innovación asignando al nuevo Consejo Europeo de Innovación un presupuesto comparable al de Estados Unidos para liderar las nuevas rupturas tecnológicas como la inteligencia artificial.
Una Europa que se proyecta hacia el resto del mundo debe mirar a África, con quien debemos sellar un pacto de futuro, asumiendo un destino común y apoyando su desarrollo de forma ambiciosa y no defensiva con inversión, colaboración universitaria, educación y formación de las niñas, etc.
Libertad, protección, progreso. Sobre estos pilares debemos construir el Renacimiento Europeo. No podemos dejar que los nacionalistas sin propuestas exploten la rabia de los pueblos. No podemos ser los sonámbulos de una Europa lánguida. No podemos estancarnos en la rutina y el encantamiento. El humanismo europeo exige acción y por todas partes los ciudadanos están pidiendo participar en el cambio. Así pues, antes de finales de año, organicemos una Conferencia para Europa, junto a los representantes de las instituciones europeas y los Estados, con el fin de proponer todos los cambios necesarios para nuestro proyecto político, sin tabúes, ni siquiera revisar los tratados. Dicha conferencia deberá incluir a paneles de ciudadanos y dar voz a universitarios, interlocutores sociales y representantes religiosos y espirituales. En ella se definirá una hoja de ruta para la Unión Europea que traduzca estas grandes prioridades en acciones concretas. Tendremos discrepancias, pero ¿qué es mejor, una Europa estancada o una Europa que avanza a veces a ritmos diferentes, manteniéndose abierta al exterior?
En esta Europa, los pueblos habrán recuperado realmente el control de su destino. En esta Europa, estoy seguro de que el Reino Unido encontrará su lugar.
Ciudadanos de Europa: el impasse del Brexit nos sirve de lección a todos. Salgamos de esta trampa y démosle un sentido a las próximas elecciones y a nuestro proyecto. Ustedes deciden si Europa y los valores de progreso que representa deben ser algo más que un paréntesis en la historia. Esta es la propuesta que les hago para trazar juntos el camino del Renacimiento Europeo.
(Emmanuel Macron, 04/03/2019)
os socios de la UE parecen haber abandonado su lema de construir más Europa. El sacrosanto principio que confiaron los padres de la Unión a sus herederos para avanzar en los procesos de integración política y económica a partir de valores de solidaridad mutua. Es como si el reloj de la unificación institucional, de la armonización financiera, social, laboral y fiscal, del dinamismo sostenible y de la vanguardia tecnológica y la revolución digital se hubiese parado súbitamente. Aunque su segundero ya certificara un retraso cronológico desde la histórica cita de Maastricht en la que los líderes europeos pusieron en hora la entrada al nuevo milenio con la doble decisión de incorporar a socios del Este continental y de poner en marcha el euro.
Europa deambula como un zombi. Acosada, como está, por las tres grandes potencias nucleares. EEUU ha dejado por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial a su tradicional aliado geoestratégico a su libre albedrío. Y disfruta con su pérdida de identidad. La Administración Trump se siente más cómoda con el perfil autocrático del primer ministro húngaro, Viktor Orban, y con sus homólogos del llamado Grupo de Visegrado -que completan Polonia, Eslovaquia y República Checa- que con el engreído eje franco-alemán, que se atreve a escenificar la crisis transatlántica en foro como el G-20 o el G-8. Incluso con el joven halcón conservador austriaco que preside un gabinete con representantes de la extrema derecha de su país. Con el que Trump compartió la semana pasada cuchicheos durante la visita oficial de Sebastian Kurz a Washington. "Estaba interesado en mi visión sobre las elecciones europeas, Francia, Alemania y el brexit", se jactó el mandatario austriaco, para quien "el objetivo" de su peaje en EEUU era perfeccionar las sensaciones del presidente" americano sobre cuestiones "altamente preocupantes" para él.
"Basta ya de quejarse de Trump; hay que trabajar con él", enfatiza Mark Rutte, el liberal premier holandés, pretendiente, entre bambalinas, a la jefatura del Ejecutivo comunitario y, para no pocos observadores, el nuevo depositario de las esencias británicas en el seno de la UE. Es decir, el político dispuesto a asumir la excepcionalidad del Reino Unido cuando salga de la Unión. O lo que es o mismo: a entorpecer cualquier intento de armonización política y económica.
Trump se siente más cómodo con jóvenes políticos liberales y conservadores como el austriaco o el holandés y con líderes autocráticos como Orban que con el núcleo duro del euro o el eje franco-alemán
Una estrategia, la del divide y vencerás, que también comparte, en su finalidad, aunque no tanto en los medios para lograrlo, el Kremlin. Es un secreto a voces que Vladimir Putin desea una crisis institucional de Europa que mermaría su capacidad de influencia y su poder global. La haría más débil. Como Washington, pero desde hace un par de lustros más, ha encendido la mecha desde los territorios orientales. Sintoniza con Orban y su cuadrilla de Visegrado. Mientras abre la espita geoestratégica en las antiguas repúblicas soviéticas bálticas, donde ha puesto en más de un serio aprieto a los mandos militares de la OTAN, y Ucrania, crisis a la que Europa se ha acostumbrado a llegar tarde a cualquier iniciativa contra el Maidan nacionalista y europeísta que Moscú se ha encargado de emprender desde el estallido de las protestas sociales, en noviembre de 2013. En pleno debate sobre el aumento de cuotas europeas a las arcas de la Alianza Atlántica por expresa exigencia de Washington. Usando, para ello, cualquier arsenal. Desde el diplomático, mediante la utilización de la energía como arma exterior o amenazando con los peligros geoestratégicos de la escalada armamentística -y nuclear- iniciada por la Casa Blanca y el Kremlin, hasta las redes sociales, desde las que propaga fake news capaces de, por ejemplo, interceder en el resultado del referéndum sobre el Brexit, en el triunfo electoral de Trump o en la irrupción en el escenario político de partidos ultranacionalistas en Europa o de movimientos secesionistas que, como el catalán, ponen en riesgo la estabilidad de determinados socios de la UE.
El tercer elemento distorsionador es China. Sin duda, el que menor toxicidad emite porque, entre otras cuestiones, comparte con Europa la visión multilateralista, los objetivos de París de lucha contra el cambio climático, y ciertos intentos, demasiado vanos aún, de inculcar una cierta gobernanza a la globalización como antídoto para frenar el nuevo orden instaurado por Trump. Pero que, como sus dos rivales nucleares, practica una diplomacia de doble filo. Porque al mismo tiempo que airea discrepancias con EEUU como las tensiones por el negocio 5-G y la crisis de Huawei, negocia un acuerdo comercial que ponga fin a la escalada arancelaria y ha puesto punto y final al histórico aislacionismo con Rusia, con la que realiza maniobras militares conjuntas en latitudes tan conflictivas como el Báltico o el Mar del Sur de China, puntos de interés estratégico para ambas potencias, que siguen un criterio común de oposición geopolítica a Trump en varios asuntos de relevancia global. Mientras permite el acceso de Moscú, con su implicación apoyada desde Pekín en la Nueva Ruta de la Seda al juego de intereses cruzados en Asia Central, espacio que le fue vedado por China durante las décadas de la Guerra Fría.
Rusia y China profundizan la brecha transatlántica abierta entre EEUU y Europa y, sobre todo el Kremlin, trata de dividir a la UE en bloques irreconciliables que generen división institucional y debiliten a la Unión
La encrucijada europea se agudiza por los nubarrones que se ciernen sobre su economía. Pero no sólo por ello. También hay otros factores que revelan la debilidad política de la Unión.
1.- El enfermo económico mundial. El ciclo de negocios posterior al credit-crunch toca a su fin. O, al menos, se manifiesta con una alarmante debilidad. La austeridad con estímulos monetarios ha finiquitado el ritmo de actividad que había devuelto un relativo bienio de esplendor -desde el ecuador de 2016 hasta el verano de 2018- tras el largo lustro de rescates y de crisis de la deuda entre socios del euro. "La salud económica europea está en seria amenaza", dice Willem Buiter, analista de Citigroup. Con el PIB alemán en encefalograma plano y el de Italia en recesión técnica las previsiones del mercado y las oficiales de la Comisión coinciden en augurar un crecimiento de la zona del euro en el entorno del 1% para este año y el siguiente. "La preocupación actual es Europa, precisa Salman Ahmed, estratega jefe de inversiones en Lombard Odier, porque, en su opinión, "mientras China saldrá de la ralentización con fuertes canales de estímulo, en Europa la caída libre de la actividad se presenciará a gran velocidad". Y sin reformas. Sin un presupuesto común, ni avances en medidas de corrección de las desigualdades sociales como la prestación europea por desempleo, ni la culminación que desea Mario Draghi para la unión bancaria, o la mutualización de la deuda y de los bonos soberanos.
El euro vuelve a estar en entredicho por parte de inversores y economistas de todo el planeta. Porque a la probable cercanía de una nueva crisis, en 2020, se añade una merma del arsenal monetario del BCE para restaurar la compra de activos tóxicos de empresas y países que, por otro lado, desea enterrar definitivamente Berlín, y el aterrizaje, de momento no muy brusco, de la economía china y el agujero presupuestario de EEUU de 310.000 millones de dólares en los cuatro primeros meses del año fiscal 2019 -desde octubre a enero- un calibre un 77% más ancho respecto del ejercicio anterior, y el primer vestigio de que la doble y agresiva rebaja fiscal a las rentas personales y los beneficios empresariales ha deteriorado el cuadro financiero de EEUU que, además, mantiene una deuda billonaria, de más de 21,2 billones de dólares, superior a su propio PIB. Al que hay que sumar otro déficit, en este caso el comercial, que alcanzó a finales de año los 621.036 millones de dólares. Vestigio de que las batallas comerciales desatadas por la Casa Blanca no han cumplido su objetivo ni parece que se justifiquen por criterios de seguridad nacional. Europa se apresta a reducir sus flujos de mercancías, servicios e inversiones a sus dos principales destinos y con su sector exterior en estado menguante. De hecho, el BCE ve ahora, por primera vez en los últimos meses, el mantenimiento de los tipos próximos a cero para todo este año. Al menos. Con el propósito de reanimar la actividad. Y sopesa más ayudas a la banca.
2.- Asuntos internos de gran voltaje. A la creciente falta de sintonía entre Angela Merkel y Emmanuel Macron, se une la rebeldía del gabinete populista italiano que, al cumplirse el primer aniversario de su compleja constitución, no sólo ha conducido a la economía a los números rojos, sino que ha hecho sonar todas las alarmas. El tercer PIB del euro batalla con Bruselas por ganar margen presupuestario para costear las promesas electorales de los dos partidos hegemónicos, la Liga Norte y el Movimiento Cinco Estrellas que, a los ojos de la Comisión, "implican riesgos transfronterizos entre los socios monetarios".
Con niveles de endeudamiento históricos, nunca vistos desde la época de Mussolini, aproximándose al 140% del PIB y un peligro de "contagio" al resto de la zona del euro de su contracción económica, con repunte del desempleo en ciernes. "No subestimemos el impacto de la recesión italiana", admite el ministro de Finanzas francés, Bruno La Maire. Pero lo que más preocupa a los inversores es la montaña de deuda trasalpina y sus necesidades de financiación, estimadas en 1,5 billones de euros, para sanear y recapitalizar su sistema financiero del que han adquirido bonos las principales entidades bancarias alemanas, francesas y españolas, sobre todo. Por un montante de 425.000 millones de euros, según datos de la Autoridad Bancaria Europea.
Sin embargo, el económico-financiero no es el único frente abierto por Italia, que también se ha visto involucrada en un affaire diplomático con Francia, a la que acusa de arrogancia por varios asuntos tan surrealistas como la reclamación de la Mona Lisa de Leonardo da Vinci -ahora en las instalaciones del Louvre- pero que han recibido la exaltación nacional-populista en Italia y, sobre todo, han propiciado una doble llamada a consulta de sus respectivos embajadores. Con cruce de acusaciones. De empresarios italianos a Macron, en una cena privada en Milán, admitiendo que su máxima preocupación es la deriva económica y política de la coalición de su país y que se esconde tras una retórica euroescéptica y anti-inmigración o con tweets de ánimo de Luigi Di Maio, el líder de los Cinco Estrellas, a los chalecos amarillos para que continúen con sus protestas contra el presidente galo.
El frente del sur, con Italia, se une al del Este. Con la Hungría de Orban incitando constantemente a la UE a amenazar con el artículo 7 del Tratado de la Unión, el mecanismo de expulsión de un socio comunitario por no seguir los valores fundacionales de libertad, democracia e imperio de la ley y que el eje franco-alemán se niega a invocar antes de las elecciones europeas del próximo mes de mayo para no levantar una oleada ultranacionalista de mayor dimensión de la que ya se ha extendido por el espacio de Visegrado, el centro y el norte europeo y que ha llegado a España con Vox tras enraizarse durante años en Francia o Italia. Orban pregona el final de la democracia liberal y la instauración de un estado anti-liberal con escasos controles y supervisión al poder. La Eurocámara ha instado al Consejo Europeo a activar la expulsión, pero los líderes de la Unión sólo han amenazado, hasta ahora, con retirar a Hungría y Polonia los fondos estructurales y sus poderes de voto y de veto. Es decir, han eludido imponer medidas ejemplarizantes a socios que se desmarcan de los principios comunitarios.
3.- Cerco del triunvirato: EEUU, Rusia y China. La Casa Blanca ha enterrado el protocolo político que ha imperado en las relaciones transatlánticas. Inicialmente, por las tensiones comerciales entre ambas orillas del océano. Apenas dos años después de que, bajo el segundo mandato de Barack Obama, ambas potencias estuvieran a punto de firmar una pasarela de intercambios con aranceles cero de mercancías, servicios e inversiones. Al inicio de este año, Washington rebajó el estatus diplomático de la delegación de la UE en la capital estadounidense. Trump acaba de señalar a Europa como "muy, muy resistente" con la entrada de automóviles y de productos alimenticios made in US en el mercado interior y culpa a Europa de debilitar la balanza comercial de EEUU. Algo que, hasta el inicio de negociaciones, ha ido dirigiendo desde el inicio de la guerra comercial, primero a Canadá y México y, con posterioridad, a China. Pero Trump también se ha distanciado de Europa en materia de seguridad. Así quedó patente en la posición americana en la reciente cumbre de Múnich. "Tenemos un problema real" con EEUU, admitió el ex embajador alemán en EEUU, Wolfgang Ischinger.
"En la ciudad germana se constató las diferencias tanto de intereses militares, como en estrategias de defensa y, sobre todo, en disputas económicas entre las dos orillas del Atlántico. Con intentos de división. Como la permanente presión a Alemania, Francia y Reino Unido para que abandonen la postura común y se sumen a las sanciones contra Irán tras la retirada unilateral de EEUU del acuerdo nuclear suscrito por Obama. El respaldo de Polonia y Hungría al escudo antimisiles americano bajo protección de la OTAN, mientras atacan a las instituciones europeas que les concede el multimillonario cheque de fondos de cohesión y estructurales, el grado de encarecimiento de las facturas presupuestarias europeas de la Alianza Atlántica, o la persistencia de Reino Unido a tener un papel activo en el futuro Ejército europeo, con independencia del resultado del Brexit. El secretario de Estado, Mike Pompeo, sintetizó a la perfección el interés de EEUU en Europa Central durante su reciente visita a Hungría y Polonia: "A menudo, en el pasado reciente, hemos estado ausentes de esta zona de Europa. Inaceptable. Nuestros rivales se han aprovechado de ello". Dicen los expertos que no sólo se refería a Rusia. También a la UE.
Respecto a China, Europa observa con atención sus programas de estímulo económico. Porque le interesa que sirvan no sólo para espolear su PIB, que crecerá este año un 6,5%, un ritmo que no se veía desde 1990, en plena crisis de Tiananmen, que supuso sanciones económicas globales hacia Pekín, sino también para impulsar un consumo que resulta vital para las exportaciones de la UE. Mientras trata de persuadir a Italia para que tenga un papel activo -y específico- en la Ruta de la Seda. Frente a las dudas que genera en el resto de socios de la UE y, sobre todo, en EEUU y Japón. O se alía con Rusia para percutir en la brecha transatlántica. En Múnich, el miembro del politburó, Yang Jiechi, no tuvo reparos en señalar, delante de Merkel y el vicepresidente Mike Pence, las discrepancias entre EEUU y Europa sobre multilateralismo e inversiones tecnológicas o en criticar a la Casa Blanca por el conflicto de Huawei, su proteccionismo o su propensión al uso de su poder hegemónico. Discurso que gustó a los socios europeos, pero no tanto a EEUU.
4.- Francia y Alemania, rivales energéticos. Por obra y gracia de Putin. Al que el eje europeísta le señala como instigador de las fake news que se propagan por toda Europa y que amenazan con perturbar el debate electoral a la Eurocámara. Amén de otras convocatorias de comicios en procesos democráticos nacionales en los próximos meses. Bajo el argumento de que el jefe del Estado ruso busca que los europeos pierdan la confianza en sus instituciones y en las libertades cívicas con sus ejércitos de bots y granjas de trolls que deslizan esta propaganda divisoria con el beneplácito de los servicios de espionaje; de la ex KGB. Como ya hizo aislando a Reino Unido con el Brexit. Pero si en las redes sociales ha demostrado su habilidad, es en el terreno de la energía donde Putin borda su estrategia exterior. El gaseoducto ruso Nord Stream 2 que no sólo enfrenta a Alemania, deseosa de construir conjuntamente con Moscú una infraestructura de unos 11.000 millones de dólares que garantice el abastecimiento del país, con EEUU, que ve en este proyecto una maniobra geopolítica del Kremlin para influir en Berlín. Sino también entre el propio eje, ya que París, hasta ahora, era reacia a cambiar la directiva europea que exige la aplicación de sus reglas a conductos energéticos con origen en terceros países, como es el caso.
La triple interferencia internacional –de las tres grandes potencias nucleares– está consiguiendo su desafío de dividir Europa. Por mucho que Macron desee unificar los servicios de espionaje y restablecer la cooperación, en la UE se ha instalado un clima de desconfianza mutua. Al que han contribuido también los tibios pasos integradores de las cuatro legislaturas de Merkel y el error del Brexit, si no se convoca otro referéndum, el mejor callejón de salida. O por mucho que el eje franco-alemán se obceque en reforzar, como hicieron Macron y Merkel a finales de enero en Aachen su alianza con un pacto contra el egocentrismo nacionalista y la cruzada euroescéptica
(DIEGO HERRANZ, 09/03/2019)