UE: Brexit             

 

Integración europea: Brexit
La votación a favor del Brexit fue una triple protesta: contra la oleada migratoria, contra los banqueros de la City londinense y contra las instituciones de la Unión Europea, en ese orden. Y tendrá importantes consecuencias. La campaña de Donald Trump por la presidencia de los Estados Unidos recibirá un enorme impulso, lo mismo que otros políticos populistas anti-inmigrantes. Además, la salida de la UE dañará la economía británica, y puede ser que empuje a Escocia a abandonar el Reino Unido (y ni hablar de las ramificaciones del Brexit para el futuro de la integración europea). De modo que el Brexit es un punto de inflexión que señala la necesidad de una nueva clase de globalización muy superior al statu quo rechazado en las urnas británicas. El Brexit refleja en esencia un fenómeno muy difundido en los países de altos ingresos: el creciente apoyo a partidos populistas que promueven restricciones a la inmigración. Alrededor de la mitad de la población de Europa y Estados Unidos, generalmente votantes de clase trabajadora, cree que la inmigración está descontrolada y que plantea una amenaza al orden público y las normas culturales.

En medio de la campaña por el Brexit, en mayo, se conoció que en 2015 la inmigración neta al RU había sido de 333.000 personas, más del triple de la meta de 100.000 previamente anunciada por el Gobierno. La noticia se sumó a la crisis de refugiados sirios, a los atentados terroristas cometidos por emigrantes sirios y jóvenes de ascendencia extranjera desvinculados de su país, y a las muy publicitadas historias de agresiones sexuales a mujeres y niñas por parte de emigrantes en Alemania y otros lugares. Alrededor de la mitad de la población de Europa y Estados Unidos, generalmente votantes de clase trabajadora, cree que la inmigración está descontrolada En EE UU, los simpatizantes de Trump también hacen campaña contra los 11 millones de inmigrantes indocumentados que, se calcula, viven en el país, en su mayoría hispanos que llevan vidas pacíficas y productivas, pero no cuentan con visas o permisos de trabajo adecuados. Para muchos simpatizantes de Trump, el quid del reciente ataque en Orlando se reduce a que el perpetrador era hijo de inmigrantes musulmanes afganos y actuó en nombre del sentimiento antiestadounidense (aunque desatar una masacre con armas automáticas sea por desgracia tan típicamente estadounidense). Las advertencias en el sentido de que el Brexit reduciría los niveles de ingresos fueron totalmente desestimadas en la errónea creencia de que eran meras amenazas, o superadas por un interés en el control de fronteras. Pero hubo otro factor importante: una lucha de clases implícita. Los votantes pro-Brexit de clase trabajadora pensaron que en todo caso la mayor parte de la pérdida de ingresos sería para los ricos, y especialmente para los despreciados banqueros de la City londinense. Los estadounidenses ven a Wall Street y su conducta codiciosa y a menudo criminal con no menos desdén que el que la clase trabajadora británica reserva para la City. Esto también indica una ventaja de campaña para Trump sobre su oponente en noviembre, Hillary Clinton, cuya candidatura cuenta con amplia financiación de Wall Street (Clinton debería tomar nota y distanciarse). En el RU, a estas dos poderosas corrientes políticas (el rechazo a la inmigración y la lucha de clases) se les sumó un difundido sentimiento de que las instituciones de la UE son disfuncionales. Y sin duda lo son. Basta mencionar los últimos seis años de mala gestión de la crisis griega por políticos europeos miopes e interesados. Es comprensible que el desorden continuo en la eurozona haya ahuyentado a millones de votantes británicos. Las consecuencias inmediatas del Brexit ya son claras: la libra se hundió a un mínimo en 31 años. En el corto plazo, la City londinense se enfrentará a grandes incertidumbres, pérdida de empleos y caída de las bonificaciones. Las propiedades inmobiliarias en Londres se desvalorizarán. Los efectos secundarios que pueden afectar a Europa a más largo plazo (entre ellos una probable independencia escocesa; la posible independencia de Cataluña; la interrupción del libre movimiento de personas dentro de la UE; y el ascenso de la política anti-inmigratoria, con la posible elección de Trump, y de Marine Le Pen en Francia) son enormes. Otros países tal vez celebren sus propios referendos y algunos tal vez elijan irse de la UE. En Europa, ya se oyen llamados a castigar a Reino Unido para dar el ejemplo (advertir a otros países que estén pensando lo mismo). Es la política europea en el colmo de la estupidez (algo que también se ve claramente en relación con Grecia). En vez de eso, lo que queda de la UE debería reflexionar sobre sus propios errores y corregirlos. Castigar a Reino Unido (por ejemplo, negándole acceso al mercado común europeo) solo logrará profundizar la desintegración de la UE. ¿Qué debe hacerse entonces? Yo sugeriría diversas medidas, tanto para reducir los riesgos de que se formen ciclos de retroalimentación catastróficos en el corto plazo como para maximizar los beneficios de las reformas a largo plazo. En primer lugar, poner fin de inmediato a la guerra en Siria, para detener la oleada de inmigrantes. Esto puede lograrse cortando el pacto CIA-Arabia Saudí para derrocar a Bachar el Asad, lo que permitiría a este último (con apoyo ruso e iraní) derrotar a Estado Islámico y estabilizar Siria (más una estrategia similar en el vecino Irak). La adicción estadounidense a los cambios de régimen (en Afganistán, Irak, Libia y Siria) es la causa profunda de la crisis de refugiados en Europa. Córtese la adicción, y los refugiados recientes podrán volver a sus hogares. En segundo lugar, detener la expansión de la OTAN a Ucrania y Georgia. La nueva Guerra Fría con Rusia es otro error garrafal obra de EE.UU., con un montón de ingenuidad europea adicional. Cerrar la puerta a la expansión de la OTAN permitiría aliviar tensiones y normalizar las relaciones con Rusia, estabilizar Ucrania y volver a concentrar la atención en la economía y el proyecto europeos. En tercer lugar, no castigar a Reino Unido. En vez de eso, vigilar las fronteras nacionales y de la UE para detener a los inmigrantes ilegales. No es xenofobia, racismo o fanatismo: es sentido común. Países con la provisión de bienestar social más generosa del mundo (los de Europa occidental) deben poner límites a millones (de hecho, cientos de millones) de potenciales inmigrantes. Lo mismo vale para Estados Unidos. En cuarto lugar, restaurar un sentido de justicia y oportunidad para la clase trabajadora desencantada y para aquellos a quienes las crisis financieras y la reubicación de empleos perjudicaron económicamente. Esto implica guiarse por el ethos socialdemócrata de implementar amplios programas de gasto social en salud, educación, capacitación, esquemas de pasantías y apoyo familiar, financiados mediante impuestos a los ricos y el cierre de paraísos fiscales, que menoscaban el ingreso público y agravan la injusticia económica. También implica darle a Grecia un muy esperado alivio de deuda, lo que pondría fin a la larga crisis de la eurozona. En quinto lugar, concentrar recursos, incluidas ayudas adicionales, en el desarrollo económico de los países de bajos ingresos, en vez de la guerra. La migración descontrolada desde las regiones pobres y afectadas por conflictos se volverá inmanejable (con cualquier política migratoria) si el cambio climático, la pobreza extrema y la falta de capacidades y educación debilitan el potencial de desarrollo de África, América central y el Caribe, Próximo Oriente y Asia central. Todo esto subraya la necesidad de cambiar de una estrategia de guerra a una de desarrollo sostenible, especialmente por parte de EE.UU. y Europa. Muros y vallas no detendrán a millones de emigrantes que huyen de violencia, pobreza extrema, hambre, enfermedades, sequías, inundaciones y otros males. Solo la cooperación internacional puede hacerlo. (Jeffrey D. Sachs, 27/06/2016)


Brexit:
La presunción implícita del nacionalismo ultra inglés estribaba en que de un soplo se pueden deshacer 40 largos años de historia británica, los de su europeidad. Y que eso restauraba el orden anterior. Y se volvía al punto de partida. Craso error, triste falacia que a tantos —muchos británicos de buena fe, indignados o desorientados— ha empezado ya a empobrecer, desde el mismo Viernes Negro. Ocurre que el mundo ya no es el mismo que antes de 1973. Que se han sucedido dos crisis del petróleo; que se ha creado la OMC; que el proteccionismo ha retrocedido, las fronteras financieras se han desplomado y estamos en la era de la globalización (imperfecta); que los Seis son ya Veintisete; que el gran invento de Londres para rivalizar con el Mercado Común, la EFTA, hace años que está sepultado; que cayó el Muro de Berlín y desaparecieron el Comecon y el Pacto de Varsovia, y la OTAN busca una nueva identidad. Ocurre que el Reino Unido tampoco es el mismo. Que bastante antes de 1973 desapareció el Imperio; que las colonias se emanciparon; que la India, la joya de la Corona, se independizó en 1947; que el Mandato Británico de Palestina capotó en 1948; que la libra ya no es moneda mundial desde 1914; que la Commonwealth es solo una verbena naftalinada; que la Rolls Royce acabó como filial del Grupo Volkswagen. O sea que el Estado-nación británico posimperial es ya imposible como entonces. Y quizá resulte fallido, si los escoceses (y otros) huyen, despavoridos ante la quiebra de lo que se les prometió para retenerlos, pertenecer a un Estado compuesto potente… e influyente en su querida Europa. El ensayista irlandés Benedict Anderson, definió así la nación: “una comunidad política imaginada como soberana” (Comunidades imaginadas, FCE, 1993). Pronto comprobarán los nacionalistas cuántos minutos dura la soberanía imaginada en la era de la globalización. El gran historiador británico Eric Hobsbawm concluyó que toda nación es una tradición inventada para aparentar “invariabilidad”: eternidad, esa legitimidad de las piedras (La invención de la tradición, Crítica, 2012,). Y ahora los fachas británicos rizan el rizo, reinventan el falso invento. El soberanismo-único es una patraña. Mejor que a su mal le llamen nostalgia —dolor de lo conocido, ahora de lo imaginado—, sean honestos, si pueden. (Xavier Vidal-Folch, 27/06/2016)


Mentiras durante la campaña:
La sesión del lunes tenía el aire del dramatismo de las grandes ocasiones. Muchos diputados de pie en la Cámara de los Comunes, donde no hay asiento para todos los diputados. David Cameron daba cuenta del Brexit con la amargura del perdedor por haber arriesgado sin necesidad la celebración de un referéndum. Un Parlamento mayoritariamente partidario de seguir en Europa recibía el mandato popular para abandonar la Unión Europea. El sistema parlamentario por excelencia recibía un mandato que no había sido discutido en las sesiones de Westminster, sino que le venía impuesto desde la calle, los platós de televisión y programas de radio de gran audiencia, desde discursos de personajes que ni siquiera eran miembros del Parlamento. Se barajaron mentiras, falsedades, miedos no justificados. El populismo de los partidarios del Brexit lo ha reconocido el propio Nigel Farage al afirmar que había sido un error el dar por cierta la cifra de 350 millones de libras semanales que se entregaban a Bruselas y no volvían a Gran Bretaña. Era una mentira, dijo, camuflándola en un error. La demagogia y el populismo ya no se practican en las calles o en los estadios de fútbol. Se perpetran desde las repúblicas de tertulianos o de la voz de oradores brillantes que convencen a las masas que no tienen por qué saber si lo que se les dice es cierto o falso. El populismo no tiene preferencias. Puede ser de derechas pero también de izquierdas. Depende de la intención de las elites que se proponen cambiar sustancialmente el rumbo de las instituciones. En la campaña se mostró un desprecio a los refugiados e inmigrantes y se exhibió un cierto sentido de superioridad de lo que todavía se piensa que es la In­glaterra imperial sobre el resto de los pueblos y naciones europeas. Se trataba de una de las decisiones más relevantes de la historia británica de los últimos cincuenta años. Cameron la trasladaba a los Comunes con la exigencia que supone el veredicto de las urnas expresadas en un referéndum que arrastraría a su principal impulsor al abandono de su cargo. El estupor en las intervenciones retransmitidas en directo por la BBC era mayor. El primer ministro se presentó con su cabeza política servida en bandeja para el mes de septiembre. El momento no podía ser más paradójico. La mitad del gobierno hizo campaña por el Brexit; el líder laborista, Jeremy Corbyn, fue acusado por los suyos por no haber defendido con más convicción la permanencia en la UE. Veinte miembros del llamado gobierno en la sombra han presentado la dimisión. Los efectos del referéndum han sido caóticos y afectan a la estabilidad monetaria, a la confianza en las instituciones financieras de la City y al papel de Inglaterra en Europa y en el mundo. La bolsa y la libra descienden en proporciones históricas. Durante unos días o semanas la inestabilidad y la inseguridad marcarán la política británica, que ahora se mueve en un cierto caos institucional. El país está dividido y las heridas provocadas por personajes como Nigel Farage o el exalcalde Boris Johnson tardarán tiempo en res­tañarse. Cameron no tuvo más opción que aceptar los resultados y anunciar que será su sucesor quien invoque el artículo 50 y ponga en marcha la desconexión con la UE. No hay prisas. Los ingleses son maestros en jugar con el tiempo para satisfacer sus intereses. Merkel, Hollande y Renzi se reunieron el lunes para no crear alarmas innecesarias y para comprometerse a las reformas urgentes que la UE tiene que acometer con objeto de que la distancia entre las elites y los ciudadanos ordinarios no sea tan gigantesca. El próximo primer ministro querrá aplazar la decisión. Pero Europa no puede administrar una salida a la carta para los británicos que han decidido pronunciarse a favor del Brexit. Sería favorecer que otros países decidieran acomodar la Unión Europea a sus propias necesidades y no al revés. El Brexit es muy perjudicial para todos. Pero quizá es mejor que si los británicos quieren irse que se vayan y se establezca un marco de relaciones civilizado entre Londres y Bruselas sin que la UE resulte lastimada por los caprichos de un primer ministro británico que para acallar el ala más euroescéptica y conservadora de su partido convocó un referéndum que perdió. Es sintomático que las universidades, los empresarios, los sindicatos y la mayoría de los diputados fueran partidarios de permanecer en la UE. Pero no convencieron a la mayoría, que se dejó encandilar por dos personajes mentirosos, erráticos y populistas que creen en la falsa superioridad del pueblo británico. Xenófobos. Lo más lamentable del Brexit ha sido la manipulación grotesca de la opinión pública. (Lluís Foix, 29/06/2016)


Espacio Económico Europeo:
No es la primera vez que lo hacemos. En septiembre de 1931, cuando supieron que les iban a pagar un 25% menos debido a los planes de austeridad del gobierno, la Marina Real Británica se amotinó en el puerto escocés de Invergordon. Los marineros de la embarcación HMS Rodney se negaron a realizar sus tareas, arrastraron un piano hasta la cubierta y entonaron canciones de taberna. Otros barcos decidieron seguir su ejemplo. No fue exactamente como el acorazado Potemkin pero consiguieron destruir el orden económico mundial. Empezó a circular la libra y el Reino Unido se convirtió en el primer país que abandonó el patrón-oro. Uno tras otro, los países dejaron el patrón-oro y apostaron por el nacionalismo económico. Esto tuvo un efecto favorable sobre el Reino Unido: bajaron los tipos de interés, disminuyeron las medidas de austeridad y, una vez devaluaron la libra, se recuperaron las exportaciones. Sin embargo, el abandono del oro supuso el fin del sistema económico mundial. En estos momentos, vivimos unos acontecimientos igual de trascendentales; pero contados con las mentiras de la prensa sensacionalista y los memes de Internet, y con unas perspectivas económicas más deprimentes. El Brexit será recordado como el gran logro del neoliberalismo; el sistema de la economía de libre mercado y del comercio mundial que empezó en la década de los noventa. En último término, se desencadenó porque un porcentaje suficiente de ciudadanos asociaron sus problemas económicos y sus escasas perspectivas con un tratado que coordina las políticas económicas de distintos países. El impacto ha sido inmediato. Aunque prácticamente ha pasado desapercibido en medio de la histeria post-Brexit, lo cierto es que el presidente francés François Hollande ha anunciado su intención de vetar el tratado de libre comercio entre la UE y Estados Unidos. Para entendernos; esto supone la muerte de este tratado. El peligro es que la colaboración transnacional retroceda. Cuando los gobernantes estudian el periodo comprendido entre Invergordon y la victoria electoral de Hitler en 1933, aprenden la siguiente lección: en los años treinta los primeros en abandonar el sistema global fueron también los primeros en recuperarse. El gráfico más deprimente de la historia económica es el relativo al desempleo en Alemania tras la toma de posesión de Hitler. Pasaron de 5,5 millones de desempleados en 1932 a tener solo medio millón seis años más tarde. Esto demuestra que la derecha nacionalista tiene soluciones que, a corto plazo, a menudo funcionan mejor que las propuestas por los demócratas y los partidarios de la globalización. Si quieren entender el motivo por el cual los progresistas del Reino Unido partidarios de la globalización están histéricos, deben entender que se han percatado de que no solo hemos cortado nuestra relación con Europa sino que además hemos dado un paso al vacío. La derecha más conservadora, a diferencia de Stanley Baldwin y Ramsay MacDonald en la década de los treinta, no tiene un John Maynard Keynes al que acudir. Solo tiene la promesa que se hizo a sí misma: que muchos países en el mundo van a querer cerrar acuerdos bilaterales con el Reino Unido y que, de algún modo, el Reino Unido terminará siendo más global y que tendrá más amplitud de miras que cuando tenía un mercado potencial de 500 millones de personas. Esto es un espejismo. No pasará. Y si se sinceran con ellos mismos, muchos de los que votaron a favor de la salida de la UE saben que no pasará. Hablen con ellos: quieren mercados menos libres, menos inmigración y menos libre comercio. Y, a diferencia de lo que pasaba en los años treinta, tienen periódicos y radios que difunden su mensaje. Así que la auténtica pesadilla no es el Brexit sino lo que va a pasar, social y económicamente, cuando el Brexit fracase. ¿Qué pasará cuando los bancos de inversión se muden a Frankfurt, la industria del automóvil a Hungría, los genios de los paraísos fiscales a Dublín, y las compañías tecnológicas a la nueva Escocia independiente? ¿Qué va a pasar cuando ya no sean los polacos sino los ingleses los que recojan las fresas de Kent para intermediarios mafiosos que luchan contra los derechos sindicales? No podemos extrapolar lo que ha pasado en los últimos días a los próximos tres años; pero lo cierto es que el patrón produce escalofríos: pedidos cancelados, contratos cancelados, y la posible exclusión de las universidades británicas de los proyectos de salud y ciencia europeos que cuentan con un presupuesto multimillonario. Nos tenemos que cargar el neoliberalismo Desde el colapso de Lehman Brothers es evidente que si queremos salvar la globalización nos tenemos que cargar el neoliberalismo. Tenemos que encontrar un modelo económico alternativo que promueva el crecimiento, el bienestar, el aumento de salarios y la movilidad social para las personas del mundo desarrollado. La pregunta que todo político partidario de la globalización debe hacerse, incluidos los tories y Mark Carney, el presidente del Consejo de Estabilidad Financiera del G20, tiene que ver con cuanta globalización podremos salvar durante el proceso de desconexión con la UE. Esta semana, la política del Reino Unido parece fluir, ya que todas las fuerzas se están alineando hacia dos proyectos completamente opuestos: aquellos que quieren reforzar la desarticulación económica y los que quieren minimizarla. Yo estoy a favor de minimizarla a través de un instrumento concreto: el EEE; el Espacio Económico Europeo en el que también participan Noruega e Islandia. En la batalla para la sucesión de Cameron, la primera pregunta que debe formularse al Partido Conservador (y también al Laborista) es: El Espacio Económico Europeo, ¿Sí o no? Permanecer en el EEE debería ser la piedra de toque de todos aquellos que quieren que el Reino Unido salve la globalización cuando se cargue el neoliberalismo. Nos permite seguir en un mercado único, nos obliga a definir nuestra nueva política migratoria en el marco del principio de libertad de movimiento de la UE. Podríamos pedir, e incluso obtener, cierta flexibilidad en relación a qué reglas del mercado debemos seguir y optar por una libertad de movimiento con limitaciones. También podemos fracasar pero vale la pena intentarlo. La otra posibilidad es la estrategia de "golpear y esperar" propuesta por Michael Gove y el UKIP. No funcionará y les diré por qué. En los años treinta la apuesta por el nacionalismo económico produjo perdedores pero también ganadores ya que unos y otros podían competir ya que había crecimiento. En la actualidad, nos encontramos en medio de una crisis bastante más profunda. Los bancos mundiales temen que se produzca una situación de estancamiento mundial. En 1931, el Banco de Inglaterra pudo elevar los tipos de interés, que pasaron del 4,5% al 6%. Esta semana, en el supuesto de que haga algún movimiento, el Banco tendrá que rebajarlos directamente a cero. Esta es la diferencia entre tener municiones o una sola bala. En la década de los treinta, el nacionalismo económico permitía arrebatarle riqueza a un país rival, incluso a un imperio, por medio de medidas intervencionistas agresivas y de la rivalidad comercial. Ahora no tenemos un modelo o un caso de estudio a seguir si un país apuesta por el nacionalismo económico pero se produce una situación de estancamiento del todo el sistema. En este caso, el juego terminará en cifras negativas. Así que olvídense del espectáculo ideológico. Resulta aburrido si lo comparamos con los discursos nacionalistas y racistas que se pueden oír en las tabernas y en los baños públicos. La única pregunta que los líderes de los partidos deben responder ahora es la siguiente: ¿Van a luchar por mantener el Reino Unido en el EEE? (Paul Mason, 01/07/2016)


Políticos contra gobernados:
La victoria del Brexit ha sacudido los cimientos de la Unión Europea. El rechazo inglés (que no británico) a la Unión se veía venir. Los datos apuntan desde hace tiempo al incremento del sentimiento anti-Unión Europea en Inglaterra y en muchos países, incluida Francia. En Escandinavia, Noruega rechazó su pertenencia mediante referéndum; los Verdaderos Finlandeses, actualmente en el Gobierno, están contra la Unión Europea, así como los daneses del mayoritario Partido Popular. En Holanda, el PVV de Geert Wilders, favorito para el 2017, quiere salir el euro, así como el Partido de la Libertad en Austria… Y en Europa del Este se extiende el poder de los nacionalistas opuestos a la política de inmigración europea. En Alemania, Alternativa, partidaria de abandonar la Unión, es fuerte en varios parlamentos regionales y supera el 10% en intención de voto a escala federal. Pero la clave del futuro de Europa está en Francia, que tiene su elección presidencial en el año 2017. El socialista François Hollande, denostado por su política antisocial, no pasará a la segunda vuelta, que será entre Marine Le Pen (Frente Nacional) y un candidato de Los Republicanos. Le Pen propone un referéndum sobre el Frexit. Y de los cuatro candidatos de derecha, Sarkozy, Fillon y Le Maire proponen un nuevo tratado sometido a referéndum. Alain Juppé rechaza un referéndum ahora pero lo propone en el futuro para ratificar un nuevo proyecto europeo. Y es que con la gente mayoritariamente en contra de seguir así, si no hay algún tipo de consulta popular, Marine Le Pen ganará con esa promesa. Fue así como ocurrió en el Reino Unido. Para frenar la influencia del antieuropeo Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP), David Cameron incorporó la promesa de referéndum en el programa conservador. No fue un irresponsable como ahora le acusan, sino que intentó salvar los muebles integrando la negociación sobre Europa en el proyecto de su partido. Así ganó la elección y por eso tuvo que cumplir. ¿Cuáles son las causas de esa rebelión de millones de ciudadanos contra la Unión Europea? En el Brexit, cuya campaña seguí desde Cambridge, el tema central fue el miedo a perder el control del país. “Take control” fue el lema. Ejemplificado por el control de la inmigración de ciudadanos europeos, en particular de Europa Oriental, que han llegado al ritmo de 200.000 por año con derechos de trabajo y residencia. En contraste con las acusaciones de racismo, la crítica no fue contra personas del tercer mundo, porque estos necesitan visado, sino contra los que, sin control, compiten legalmente por trabajo, sanidad y educación gratuitas, vivienda pública y seguro de paro. Aunque esto no es demasiado problema en el Gran Londres, metrópolis global en pleno auge, sí lo es en las viejas regiones industriales ahora deprimidas del norte y del este del país. Y mientras los jóvenes profesionales universitarios aspiran a un futuro brillante como ciudadanos del mundo, los mayores de 50 años y sobre todo de 65 se aferran a las leyes de su Estado, no dispuestos a compartir el fruto de su trabajo a cambio de las promesas de los beneficios de la globalización. No es un nacionalismo étnico, sino un movimiento de resistencia a la globalización. O al menos a esta globalización que, reforzada por las políticas de austeridad impuestas por la Comisión Europea, mejora la vida de los londinenses y de los profesionales, mientras la mayoría de los trabajadores de antiguas industrias sufre la crisis del empleo y los recortes del Estado de bienestar. Lo que se llama populismo es en realidad una defensa de la vida que les queda. Y como además los jóvenes de 18 a 24 años, que en un 75% quieren ser europeos, se olvidaron de votar porque no lo tomaron en serio, se impuso la resistencia de los pobres sobre la arrogancia de los ricos. Fue un voto de clase, de edad y de región, mientras que el voto nacionalista de verdad (Escocia, Irlanda del Norte) fue proeuropeo para independizarse de Inglaterra. Los datos muestran que las raíces antieuropeas en Francia y otros países (y, por cierto, también con Donald Trump) provienen de la misma desigualdad social ante una globalización injusta que, en Europa, se identifica con los miembros de la Comisión Europea y la impopular burocracia de Bruselas que impone unas reglas sin que nadie los haya elegido. Y es que el llamado déficit democrático que existe en Europa es el pecado original de la construcción europea, un proyecto de élites económicas y políticas que fue impuesto sin más a la mayoría de los ciudadanos una vez la adhesión de los países se produjo. Sin entrar en los beneficios o perjuicios de la Unión Europea (tema a debate), decisiones fundamentales, como el euro, no fueron refrendadas por la gente. Ha sido un proyecto de despotismo ilustrado: todo para el pueblo pero sin el pueblo. Cada vez que se ha sometido a votación, el edificio se tambalea. El proyecto de Constitución europea en el año 2005, tras una aprobación fácil en España, se rechazó por referéndum en Holanda (61% no) y en Francia (55% no). Y a partir de ahí se anularon los referéndums previstos en otros países y se sustituyeron por la aprobación del tratado de Lisboa en parlamentos controlados por la clase política, para evitar sorpresas, excepto en el caso de Irlanda, que dijo no. Todo iba bien mientras no hubo crisis. Pero la crisis financiera que estalló en el año 2008, los conflictos en Ucrania y la actual crisis de refugiados mostraron la falta de solidaridad europea y la falta de legitimidad de las instituciones de la Unión Europea. Por eso el Brexit es el principio del fin de una cierta Europa. Porque una Europa estable en el futuro tiene que proteger a todos sus ciudadanos y no solo a las élites. Si se rechaza la soberanía nacional como populismo, el populismo se impondrá en la política. (Manuel Castells, 02/07/2016)


Diseño económico inviable:
“Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo. Contra este espectro se han conjurado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el Zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes”. Así comienza el Manifiesto Comunista. Pero fueron otros dos fantasmas, surgidos con posterioridad, el fascismo y el nazismo, los que casi destruyen Europa. La historia nunca se repite, pero resulta evidente que un nuevo espectro recorre en la actualidad la Unión Europea: el descontento social y político que en los distintos países se ha configurado de manera diversa y estructurado en organizaciones aparentemente muy alejadas ideológicamente, pero que las nuevas potencias ahora dominantes han englobado bajo el nombre genérico de populismo. Todas esas organizaciones, aunque dispares, tienen ciertamente un denominador común: la crítica más radical al statu quo y el propósito de modificarlo sustancialmente. El euroescepticismo, desde ángulos muy distintos, se ha ido adueñado con mayor o menor intensidad de casi todos los países y ha sembrado la intranquilidad en los poderes dominantes, que han reaccionado con la coacción, el discurso del miedo y el catastrofismo, cuando no les servía ya ese mensaje pietista y azul pastel sobre los grandes ideales en los que se funda la Unión Europea.

Referéndums:
Lo cierto es que esta ha sido obra exclusivamente de las elites económicas y políticas, dejando al margen a los pueblos. Se eludieron las consultas siempre que fue posible, y en las escasas ocasiones en que se celebraron referéndums estos iban precedidos invariablemente de una campaña de intoxicación y, si así y todo el resultado era negativo, se estaba siempre presto a burlarlo repitiendo la consulta tantas veces como fuesen necesarias para conseguir la aquiescencia. El caso más evidente lo configura la non nata Constitución Europea. El resultado negativo de Francia y Holanda (dos de los seis miembros fundadores), el desistimiento de algunos países de someterla a consulta popular ante el miedo de que pudiese triunfar el no y la enorme abstención en aquellos Estados que tuvieron un resultado positivo, condujeron a su abandono y a que las instituciones y los gobiernos tirasen por la calle de en medio y trasladasen a un Tratado todo lo esencial de la Constitución, burlando así la exigencia de someterlo al veredicto de las urnas. La ampliación al Este y la Unión Monetaria han complicado gravemente la situación. Las sociedades empezaron a comprobar que la prosperidad y los beneficios prometidos no llegaban -por lo menos a la mayoría de la población-, sino que más bien los derechos y conquistas del pasado se diluían por decisiones tomadas más allá de las respectivas fronteras. Poco a poco, el malestar se ha ido extendido por toda Europa y eran muchos los avisos que desde las distintas sociedades se enviaban a las elites políticas y económicas: huelgas generales y protestas multitudinarias; elecciones tras elecciones, los partidos gobernantes fuesen del signo que fuesen iban perdiendo el poder, al tiempo que surgían y adquirían cada vez más fuerza movimientos y partidos políticos en otros tiempos marginales, y que no se conformaban a lo políticamente correcto. Su gran heterogeneidad ideológica no debe llevar a engaño en cuanto a la coincidencia en la causa que los genera y a la identidad de las capas de población que los apoya.

Es este escenario en el que hay que situar lo ocurrido el pasado jueves, en el que, contra la mayoría de los pronósticos, los británicos se mostraron a favor de abandonar la Unión Europea. El hecho en sí no debería haber causado mayor estupor ni tampoco ser objeto de especial preocupación. Por una parte, se conocía desde siempre la fuerte reticencia de la sociedad inglesa a la Unión Europea; su permanencia ha estado siempre llena de excepciones y vetos y no pertenecía a la Eurozona en la que toda escisión puede ser más problemática. Por otra parte, dos años es tiempo más que suficiente para que la desconexión se realice de una manera suave y progresiva que evite todo traumatismo, tanto más cuanto que parece totalmente probable que los futuros acuerdos de tipo comercial y financiero sustituyan en buena medida la integración actual, sin que el tránsito tenga que representar ningún revés grave ni para Gran Bretaña ni para el resto de los países europeos. ¿De dónde proviene entonces la alarma y el carácter catastrófico con los que se ha revestido el acontecimiento? Es sabido que los mercados sobreactúan y, ante cualquier incertidumbre, sufren movimientos espasmódicos desproporcionados que ellos mismos terminan corrigiendo a medio y a largo plazo, pero en esta ocasión el temor de los mercados y la tragicomedia representada por gobiernos e instituciones europeas iba mucho más allá que el acontecimiento concreto del referéndum votado por el Reino Unido. Lo que realmente preocupaba era el contagio, que el Brexit se terminase convirtiendo en el principio del fin. A pesar de sus proclamas, todos son conscientes, o deberían serlo al menos, de que la Unión Europea (y especialmente dentro de ella, la Unión Monetaria) es un gigante con los pies de barro. Es más, sus cimientos son contradictorios y se encuentra en un equilibrio altamente inestable. El movimiento de cualquiera de sus piezas puede hacer que el edificio se venga abajo. Las reacciones de las instituciones europeas y de los principales mandatarios nacionales, entre la sorpresa, el miedo y la indignación, obedece al intento de atajar cualquier posibilidad de contagio. De ahí la premura que quieren imprimir a la desconexión y también la dureza con la que han reaccionado frente a Gran Bretaña, prescindiendo de cualquier lenguaje diplomático. Por un lado, pretenden cerrar cuanto antes la herida, y por otro dar un escarmiento a los ingleses haciéndoles pagar su osadía, como aviso a navegantes para todos aquellos que ambicionen emprender el mismo camino. Es la misma táctica que aplicaron con Grecia ante la rebelión de Syriza. Pero Gran Bretaña no es Grecia, ni cometió la locura de entrar en la Unión Monetaria, por lo que no se encuentra en las manos del Banco Central Europeo. Lo más probable es que los futuros acuerdos y tratados dejen a Gran Bretaña en una situación igual o mejor que la que ya tenía, a no ser por el daño colateral que se puede producir a causa de su desmembración territorial. Los mandatarios europeos han adaptado su discurso a la nueva situación, afirmando que la Unión Europa debe sacar bien del mal, extraer conclusiones, corregir sus defectos y reformarse para que un acontecimiento similar no vuelva a ocurrir. Palabras que suenan muy bien en teoría, pero que son totalmente inaplicables en la práctica ya que las necesidades y los intereses de los distintos países son opuestos y contradictorios entre sí. Han sido muchas las voces que se han pronunciado por la obligación de avanzar hacia más Europa, reforzando los lazos de unión y tendentes a una entidad federal. Puro ensueño. Ha faltado tiempo para que apareciese en escena el ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, para rebatir la tesis, argumentando que tal camino lo único que produciría sería acelerar las fuerzas centrífugas que abogan por abandonar la Unión. El problema se plantea especialmente en la Eurozona, donde los intereses son muy contradictorios entre los países del Norte y del Sur, como contradictorio es constituir una unión monetaria sin integrar al mismo tiempo las haciendas públicas, integración a la que se opondrán radicalmente países como Alemania, Austria, Holanda o Finlandia. Es más, todo nuevo paso que se dé en esta dirección, por pequeño que sea, sus sociedades lo entenderán como pérdida de soberanía y un expolio orientado a beneficiar a los países del Sur, sin ser conscientes de que la unión comercial y monetaria crea un flujo de recursos en sentido contrario. El problema no tiene solución y antes o después el edificio se desmoronará y lo mejor que podrían hacer los gobiernos sería prepararse para ello, creando las condiciones para que cuando se produzca sea lo menos penoso posible. Si bien el fenómeno aparece con toda su crudeza en la Unión Europea, no queda recluido en sus fronteras. La fulgurante ascensión de Donald Trump en EE. UU. es un buen ejemplo de ello. En primer lugar, porque las contradicciones europeas se transmiten al resto del mundo. Ese ocho por ciento de superávit continuo en la balanza corriente de Alemania es un problema para la economía internacional. Y, en segundo lugar, porque si bien es verdad que la Unión Europea ha querido llevar la integración económica supranacional a su máxima expresión, liberándola de los Estados-nación y de la soberanía popular, no es menos cierto que la globalización económica y la libre circulación de capitales hacen participar a todos los países de esta aberración. Los gobiernos mienten cuando reniegan del proteccionismo porque a pesar de que han eliminado la mayoría de las trabas en el orden comercial y todas ellas para la libre circulación de capitales, intentan por todos los medios proteger sus economías mediante lo que denominan deflación competitiva, es decir, reduciendo los salarios y los gastos sociales y laborales. Es ahí donde se refugia el nuevo proteccionismo. El poder económico se encuentra satisfecho en el nuevo orden. No se da cuenta de que resulta insostenible en el medio plazo. Económicamente, porque la economía de mercado se fundamenta en la identidad entre oferta y demanda, y no es verdad que se cumpla la ley de Say de que la oferta crea su propia demanda. Machacar la demanda siempre termina dañando con fuerza el crecimiento. Políticamente, porque deprimir a partir de cierto límite las condiciones sociales y laborales solo es posible en las dictaduras. (Juan Francisco Martín Seco, 02/07/2016)


Campaña fallida:
Los partidarios de quedarse padecieron cinco inconvenientes: los mensajeros, el mensaje, las migraciones, los medios y la maquinaria de la campaña. La campaña de marcharse la dirigieron los mejores vendedores. Michael Gove y Boris Johnson fueron unos mensajeros elocuentes y persuasivos. Los sondeos demostraron de forma sistemática que eran más fiables a propósito de la UE que los principales líderes de quedarse, David Cameron y George Osborne, su canciller. Pese a haber ganado unas elecciones generales un año antes, la credibilidad de Cameron estaba erosionada por los contradictorios mensajes que estuvo lanzando, durante y después de su renegociación. Lo que significó que sus desesperadas advertencias sobre las consecuencias del Brexit parecieron poco convincentes a sus votantes. También se vio perjudicado por su manejo del escándalo de los papeles de Panamá, como anteriormente lo había sido el canciller por su desastroso presupuesto. Tampoco sonó convincente la tardía y tibia conversión a quedarse del laborista Jeremy Corbyn, tras su inveterada oposición a la Unión Europea. En muchos de sus discursos había tanta crítica a la UE como elogio. No era precisamente el apasionado defensor que necesitaba la campaña de quedarse para los tradicionales votantes laboristas del norte y los Midlands. Algunos de los más elocuentes portavoces de quedarse resultaron ser políticos regionales, como Nicola Sturgeon, la primera ministra escocesa; Ruth Davidson, la líder conservadora de Escocia, y Sadiq Khan, el flamante alcalde de Londres. Pero ningún líder de quedarse igualó el poder de convocatoria o el carisma de Johnson. Quedarse también tuvo problemas con el mensaje. Su tarea era intrínsecamente más difícil que la de marcharse: los argumentos para permanecer en la Unión Europea son complicados, numéricos, difíciles de explicar y a menudo aburridos, mientras que los argumentos para abandonarla son sencillos y emotivos. Quedarse se centró en gran medida en la economía, y fue bueno que lo hiciera, ya que en sus sondeos se veía que los votantes estaban preocupados por las consecuencias económicas del Brexit. Lamentablemente, sin embargo, los ministros y los portavoces se pasaron de la raya en su manera de presentar los datos económicos sobre el Brexit. Además, su mensaje fue casi exclusivamente negativo. Un mes antes del referéndum, marcharse, que estaba perdiendo la argumentación económica, empezó a centrarse en la inmigración. La agresividad de sus mensajes no fue contrarrestada por los confiados argumentos de la otra parte. Cameron luchaba en entrevistas y debates televisados, ya que su insensato manifiesto prometía situar la migración por debajo de 100.000 personas al año (la inmigración neta en 2015 fue de 335.000), algo que no podría cumplirse incluso si en la UE cesara toda migración. Los políticos laboristas y escoceses cantaron las bondades de la inmigración, pero el mensaje laborista quedó debilitado por discrepancias en su liderazgo: Corbyn, Gordon Brown e Hilary Benn no querían controles en la migración legal de la UE, mientras que Yvette Cooper, Ed Balls y Tom Watson dijeron que las normas de la UE sobre la libre circulación debían ser revisadas. Así que el asunto se convirtió en “disensión laborista sobre la migración” en lugar de “el laborismo respalda a la UE”. La cobertura de los medios fue un problema adicional. Antes y durante la campaña, los periódicos euroescépticos difundieron el potente mensaje de que los migrantes de la UE eran un gran problema para Reino Unido. Ocuparon portada tras portada con alarmantes historias sobre cómo migrantes y refugiados estaban intentado llegar al país, a menudo entremezclando a ambos grupos. Muchos de esos artículos eran objetivamente incorrectos. La prensa escrita hizo un gran trabajo al reforzar el mensaje de marcharse diciendo que miles de extranjeros —ya fueran sirios, terroristas, turcos, demandantes de asilo o rumanos— estaban resueltos a entrar en el país. La actuación de la BBC durante la campaña del referéndum fue lamentable. Naturalmente, hizo lo correcto al conceder protagonismo y tiempo a las dos partes por igual. Pero no cumplió con su obligación legal de informar y educar. A menudo, cuando veteranos periodistas entrevistaban a partidarios de marcharse que decían mentiras, esos comentarios no fueron cuestionados. Ello se debió en parte a una general carencia de conocimientos sobre la UE por parte de muchos y conocidos presentadores y entrevistadores de la BBC. Tampoco ayudó mucho que, como institución, la BBC estaba aterrada de que se pudiera pensar que estaba a favor de la UE. Hizo lo imposible por no conducirse de un modo que pudiera interpretarse en tal sentido. Finalmente, hubo un problema con las campañas. La que abogaba por marcharse fue dirigida por dos activistas políticos sumamente experimentados, Dominic Cummings y Matthew Elliott, responsables de la exitosa campaña no al voto alternativo en el referéndum de hace cinco años sobre el sistema electoral. Condujeron una campaña concentrada pero implacable, diciendo e imprimiendo a sabiendas cosas que no eran ciertas: mitos tales como el pago de 350 millones de libras semanales de Reino Unido a Bruselas, o el inminente acceso de Turquía a la UE. Abusaron del hecho de que en la publicidad política, a diferencia de la comercial, no hay sanciones por falsedad. Mientras tanto, la campaña Gran Bretaña fuerte en Europa tuvo un director, lord Rose, cuyas primeras intervenciones fueron tan embarazosas que después se le mantuvo fuera de antena. En su equipo había gente digna que hizo un trabajo excelente en las redes sociales. Pero era una lucha por rebatir la propaganda puesta en circulación por sus oponentes. En última instancia, los de marcharse consiguieron que la campaña se viera como una batalla de la gente contra las élites. De algún modo, a nadie pareció importarle que Johnson se educó en Eton y en Oxford, Gove en Oxford y Farage en Dulwich College. Los de quedarse probablemente no tuvieron otra opción que citar a los muchos expertos que dijeron que Reino Unido estaría mejor dentro. Sin embargo, cada vez que lo hacían, se reforzaba el argumento de los partidarios de marcharse sobre su condescendencia con la gente corriente. La hostilidad hacia las élites se ha convertido en una fuerza poderosa no solo en Europa sino también en EE UU. Ello representa un problema a largo plazo para la Unión Europea, ya que, sean cuales sean sus fortalezas y sus debilidades, la Unión siempre será vista como una institución íntimamente ligada a la clase dirigente. Recientemente, me dijeron en Holanda que nunca habrá un nuevo tratado europeo, porque, independientemente de su contenido, la gente rechazaría ese tratado en un referéndum. A menos que encuentre un modo de revitalizar esa anticuada idea de democracia representativa, puede que la UE no tenga mucho futuro. (Charles Grant, 04/07/2016)


Mentiras:
Tanta mentira acaba en la ruina. Lo ha comprobado el chisgarabís de Boris Johnson, quien había contratado el apoyo del ministro de Justicia Michael Gove —un traidor a David Cameron— para ayudarle a encaramarse al poder, y Gove se postuló al cabo a sí mismo. ¿Gove? Sí, ese genio que defiende una alianza comercial con países tipo Albania como alternativa a la pertenencia a la UE del Reino (aún) Unido. Graciosos, estos populistas. Pero eso es nada comparado con la gran mentira de la campaña. En 1979, Margarita Thatcher logró un “cheque británico” al grito de “Devuélvanme mi dinero” (I want my money back). Una especie de ensayo de “La UE nos roba”, ustedes me entienden, la cosa de los saldos netos, del déficit fiscal, pillo menos de lo que aporto. Lo logró y no le bastó. Sus peores cachorros ideológicos, el Boris, el Gove, el racista Nigel Farage, machacaron al votante jurando cada día igual mentira, ese imperativo de Goebbels: que la burrocracia de Bruselas cuesta a Londres 400 millones de libras semanales. Falso, es el saldo bruto inicial, había que restarle los 100 millones del cheque de Margarita, y otros 140 retornados a la isla en forma de varios subsidios europeos (pesca, agricultura, fondos estructurales). Tras la votación, Farage reconoció que su cifra era “errónea”. ¿Quién indemniza al votante? Cameron logró la permanencia de los escoceses (con ayuda de Gordon Brown) prometiéndoles influencia en Europa: cero patatero. Aseguró que el referéndum era el colmo de la democracia y del interés nacional, pero su exsocio liberal, Nick Clegg, ha certificado que era “una votación dirigida a solucionar una disputa [interna] del partido conservador”. El primer ministro más gafe de la historia del Reino culpó de su fracaso —tras su primera cumbre con un pie fuera— a que la UE no supo resolver el problema de la inmigración. Cuando en febrero prometía que la exención lograda por él en Bruselas a ciertos beneficios sociales para los inmigrados era muy satisfactoria. Y cuando su país recibe más inmigrantes de terceros países que europeos. Y aseguró a Jean-Claude Juncker que si el Brexit triunfaba, desencadenaría al instante el proceso de divorcio: lo aplaza. Tanta mentira condena a nuestros queridos (aún) conciudadanos británicos a la ruina. Les engañan con alevosía. (Xavier Vidal-Folch, 04/07/2016)


Símbolos británicos:
De todas formas, no todos mis compatriotas se sienten desdichados. Geert Wilders, holandés, anti-Unión Europea, antimusulmán y demagogo tuiteó: “¡Hurra por los británicos!, ahora nos toca a nosotros”. Este tipo de sentimiento es más alarmante y ominoso que las implicaciones del Brexit para el futuro de la economía británica. El impulso destructivo puede ser contagioso. La imagen del Reino Unido ha cambiado, literalmente, de la noche a la mañana. Durante más de 200 años, Gran Bretaña representó un cierto ideal de libertad y tolerancia. Los anglófilos admiraban a Gran Bretaña por muchos motivos, incluida su relativa apertura a los refugiados provenientes de regímenes continentales intransigentes. Era un lugar donde un hombre de origen judío serfardí, Benjamin Disraeli, pudo llegar a primer ministro. Y se enfrentó a Hitler virtualmente solo en 1940. El escritor Arthur Koestler, un excomunista nacido en Hungría que sabía todo sobre las catástrofes políticas europeas, y casi fue ejecutado por los fascistas españoles, escapó a Gran Bretaña en 1940. Llamó a su país adoptivo el “Davos para los veteranos con magullones internos de la era totalitaria”. Mi generación, nacida no mucho después de la guerra, creció con mitos basados en la verdad y fomentados en libros de historietas y películas de Hollywood: mitos de Spitfire luchando contra Messerschmitt sobre sus condados, de los gruñidos desafiantes de Winston Churchill, y de gaiteros escoceses en las playas de Normandía. La imagen de Gran Bretaña como un país de libertad fue impulsada aún más por la cultura joven de la década de 1960. Los pilotos de los Spitfire dejaron de ser vigorosos símbolos de la libertad para ser reemplazados por los Beatles, los Rolling Stones y los Kinks, cuya música se extendió por toda Europa y EE.UU. como una bocanada de aire fresco. Para mí, a pesar de su decadencia industrial, su menor influencia mundial y un fútbol cada vez más inepto, algo de Gran Bretaña siempre siguió siendo lo mejor. Hubo, por supuesto, muchos motivos por los cuales el 52% de quienes votaron respaldaron la opción de abandonar la UE. Hay razones entendibles por las cuales las víctimas de la decadencia industrial pueden sentirse heridas. Ni la izquierda ni la derecha protegieron los derechos de la antigua clase trabajadora en pueblos mineros en bancarrota, puertos oxidados y ciudades de chimeneas deterioradas. Cuando quienes fueron dejados atrás por la globalización y el big bang de Londres se quejaron porque los inmigrantes hacían aún más difícil encontrar un empleo, fueron desestimados demasiado fácilmente como racistas. Pero esto no es excusa para que una desagradable versión del nacionalismo inglés, fomentada por el UKIP de Nigel Farage y cínicamente explotada por los miembros del Partido Conservador partidarios del Brexit, liderados por el exalcalde de Londres Boris Johnson y Michael Gove, ministro de Justicia del Gabinete del primer ministro Cameron. La xenofobia inglesa ha crecido con fuerza en zonas donde rara vez se ve a extranjeros. Londres, donde vive la mayoría de los extranjeros, votó por quedarse en la UE por amplio margen. La ironía más asqueante para un europeo de mi edad y temperamento reside en la forma en que un nacionalismo intolerante y desalentador se expresa tan a menudo. La intolerancia contra los inmigrantes está envuelta en los propios símbolos de libertad que crecimos admirando, incluidas las filmaciones de los Spitfire y las referencias a Churchill. Los partidarios más salvajes del Brexit –con cabezas rapadas y tatuajes de la bandera nacional– se parecen a los barras bravas del fútbol que infestan los estadios europeos con su particular violencia. Pero los refinados hombres y mujeres de los condados rurales de la Pequeña Inglaterra, que aclaman las mentiras de Farage y Johnson con el éxtasis que alguna vez estuvo reservado a las estrellas británicas de rock en el extranjero, no son menos inquietantes. Muchos partidarios del Brexit dirán que no hay contradicción alguna. Los símbolos de los tiempos de guerra no se aplicaron equivocadamente en absoluto. Para ellos, el argumento de dejar la UE no tiene menos que ver con la libertad que la Segunda Guerra Mundial. Bruselas, después de todo, es una dictadura, dicen, y los británicos –los ingleses, en realidad– están defendiendo la democracia. Millones de europeos, nos dicen, están de acuerdo con ellos. Es realmente cierto que los europeos aceptan esta perspectiva. Pero la mayoría son partidarios de Le Pen, Wilders y otros agitadores populistas que promueven plebiscitos para socavar a los gobiernos electos y abusar de los temores y resentimientos populares para abrir su propio camino al poder. La UE no es una democracia, ni pretende serlo. Pero las decisiones europeas aún son tomadas por gobiernos nacionales soberanos –y, más importante aún, elegidos– después de deliberaciones interminables. Este proceso a menudo es opaco y deja mucho que desear, pero las libertades de los europeos no se verán más beneficiadas destruyendo las instituciones cuidadosamente construidas sobre las ruinas de la última y desastrosa guerra europea. Si el Brexit dispara una revuelta en toda Europa contra las élites liberales, será la primera vez en la historia que Gran Bretaña dirigirá una oleada de intolerancia en Europa. Sería una gran tragedia (para Gran Bretaña, para Europa y para un mundo donde la mayoría de las grandes potencias ya se están volcando hacia políticas cada vez más intransigentes). La ironía final es que la última esperanza para revertir esta tendencia probablemente resida hoy en Alemania, el país que mi generación creció odiando como símbolo de una sangrienta tiranía. Pero, hasta ahora, los alemanes parecen haber aprendido las lecciones de la historia mejor que una alarmante cantidad de británicos. (Ian Buruma, 11/07/2016)


Lento proceso:
La decisión británica de abandonar la Unión Europea (UE) nos coloca ante una situación inédita que rompe el mito de la irreversibilidad del proceso de integración y siembra dudas sobre nuestro futuro, al tiempo que su puesta en práctica está siendo bastante confusa. Aquí se plantean tres cuestiones que tienen respuestas complicadas: cómo sale un país de la UE; qué consecuencias tiene el Brexit para Europa y para el Reino Unido, y a qué modelo de UE queremos aspirar tras la espantada británica. En relación con la primera, la pelota está en el campo británico, porque el Tratado de la UE establece en su artículo 50 que Londres debe activar el proceso mediante una carta que la PM Theresa May quiere enviar en marzo próximo, algo que le ha complicado el Tribunal Supremo, exigiendo que el Parlamento de Westminster lo debata y autorice antes. Como el 70% de sus miembros votaron en contra del Brexit, cabe la posibilidad de que impongan condiciones que lo suavicen, pues la primera ministra se muestra muy dura y partidaria de recuperar el control de sus fronteras, aunque eso signifique la salida del mercado único, algo que muchos británicos piensan que seria muy malo, porque de Europa les llega el 50% de su comercio e inversión totales. Sus exportaciones a la UE suman el 44,6% del total (12% de su PIB), mientras que las nuestras al Reino Unido suponen solo el 10% (3% de nuestro PIB), y no hay que olvidar tampoco el lugar central que ocupa la plaza financiera de Londres. Además, el Brexit obligará al Reino Unido a trasponer a su legislación interna millares de normas comunitarias, un trabajo descomunal para el que también necesitará la colaboración del Parlamento de Westminster. Nadie dijo que sería fácil. De hecho, las negociaciones serán muy complicadas, porque los británicos van a querer un resultado que reúna todas las ventajas y ninguno de los inconvenientes, y eso es imposible. En teoría, cabe pensar en tres escenarios de relación futura: el modelo suizo (libre circulación de bienes, pero no de personas ni de servicios); el modelo noruego (libre circulación de bienes, personas y servicios, pero pagando a las arcas comunitarias y sin participar en el diseño del mercado único), y el modelo Organización Mundial de Comercio, que trataría al Reino Unido como a cualquier otro país tercero y que obligaría a negociar eventualmente un acuerdo preferencial. May parece decantarse por esta opción, pero estas negociaciones duran años y el ambiente no es hoy favorable, como muestran los casos del TPP (Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica) y del TTIP (Tratado Trasatlántico de Comercio e Inversiones). Parece claro que la libre circulación de personas y el acceso al mercado único europeo van a constituir el meollo de la futura negociación y aquí las posturas parecen muy alejadas, pues ni Londres quiere renunciar a controlar sus fronteras ni el TEU permite alegrías con el mercado único que, según su articulo 26, “implicará un espacio sin fronteras interiores en el que la libre circulación de mercancías, personas, servicios y capitales estará garantizada”. Más claro, agua: sin libre circulación de personas, no hay mercado único. Y no hay que darle más vueltas. Todo esto ocurre en un momento de desaceleración de la economía mundial, que el Brexit complica, aunque por ahora no se hayan cumplido los negros presagios que anunciaban catástrofes, y eso por dos razones: porque todavía no sabemos cómo se estructurará nuestra relación futura, y porque el Banco de Inglaterra ha bajado los tipos de interés y ha lanzado un importante paquete de estímulos para animar el crédito y el consumo, que están funcionando a corto plazo. Aun así, la cotización de la libra esterlina se ha pegado un buen batacazo. Pero no hay que engañarse, pues un estudio reciente muestra que a medio plazo las perspectivas son bastante peores, porque se ralentizará el crecimiento y disminuirán las inversiones con un duro efecto sobre los ingresos fiscales, lo que se traducirá en una factura para las arcas británicas de 100.000 millones de libras en los próximos cinco años. También se producirá una huida de empresas hacia el continente, algo que (si nos despabilamos y adoptamos las medidas oportunas) podríamos aprovechar en España. Pero las consecuencias de la salida británica de la UE no son solo económicas sino también políticas, y han provocado ya dimisiones y crisis en los partidos representados en el Parlamento de Westminster, además de afectar profundamente a Escocia y a Irlanda del Norte, que votaron mayoritariamente en contra del abandono de la UE. Belfast se verá obligada a restablecer su frontera con la República de Irlanda y perderá financiación comunitaria por valor de 2.500 millones de euros en los próximos años, mientras Edimburgo prefiere esperar a ver qué pasa antes de decidir si convoca otro referéndum sobre su futuro dentro o fuera del Reino Unido. El Brexit es producto del miedo. Lo han votado gentes que se sienten perjudicadas por la globalización y que ven a la UE como fuente de una inmigración que pone en peligro sus puestos de trabajo y con la que hay que compartir los menguantes presupuestos de sanidad y educación. El país ha quedado roto por líneas de edad (un joven resumió el resultado del referéndum diciendo que los viejos habían privado a su generación de “vivir y trabajar en 28 países”), educación (al parecer, solo un 16% de los partidarios del Brexit tiene título universitario, frente al 45% de los que votaron en contra), renta e identidad nacional. Pero no hay vuelta atrás, y así lo han recordado unos y otros a ambos lados del Canal de La Mancha. De momento, las señales que envía Londres son confusas a pesar de algunas declaraciones altisonantes, pues allí luchan dos sensibilidades: la de quienes quieren dar un portazo a Europa y la de los que prefieren dejar abierta la puerta del mercado único (sin contar con los que quieren seguir en la UE). Mientras, Theresa May ha tratado de calmar los temores de los residentes europeos en el Reino Unido (a la vez que parece pensar en ellos como moneda de cambio) diciendo que “protegeremos los derechos de los ciudadanos europeos aquí, en la medida en la que los británicos reciban el mismo tratamiento en Europa”. Y al mismo tiempo, ha anunciado medidas para favorecer la contratación de británicos frente a extranjeros, para censar a los colegiales europeos y para limitar la entrada de nuestros estudiantes en las universidades del Reino Unido. Sus decisiones muestran una estrategia nacionalista, poco definida y que ponen de relieve el populismo que rodea el tema al otro lado del Canal. Por su parte, los dirigentes europeos han recordado por activa y por pasiva que no habrá negociaciones con el Reino Unido, ni siquiera informales, hasta que Londres no active el dichoso artículo 50, aunque también haya diferencias entre los partidarios de acabar cuanto antes con la incertidumbre (Hollande) o dar más tiempo a Londres (Merkel). El Brexit también crea muchos problemas a la Unión Europea y, de nuevo, no solo económicos, pues afecta al equilibrio de poderes interno entre los socios, ya que Europa se hará más alemana y eso no es necesariamente una buena noticia, menos aún para los países periféricos. Además, da ánimos a las fuerzas centrífugas que existen entre nosotros y que han sido reavivadas por el descontento de quienes se refugian en la nación frente a una globalización que entienden que les margina, y de hecho ya se está produciendo una cierta fragmentación, con la excusa de encontrar foros que defiendan los intereses propios mejor de lo que perciben que lo hace Bruselas, buscando respuestas nacionales y/o regionales a problemas que son continentales. Así se discute la creación de una Unión del Mar de Norte entre Alemania, Reino Unido, Francia, Países Bajos, Bélgica y Dinamarca, y también el Grupo de Visegrado (Polonia, Hungría, Eslovaquia y Chequia) se coordina en contra de la política migratoria que propugna Bruselas. Hoy Europa se rompe entre el norte y el sur por razones económicas (el proceso de convergencia se ha detenido) y se tensa entre el este y el oeste por problemas de valores y de derechos humanos. No son buenas noticias, como no lo es tampoco la entrada en el congelador del TTIP, que con la salida del Reino Unido ha perdido a su principal valedor en la UE. Además, nos abandona un país que es potencia nuclear, tiene un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU y posee el mejor ejército de Europa. De hecho, lo único interesante que se acordó en la reciente Cumbre Europea de Bratislava fue la resurrección de la idea de una Europa de la Defensa, a la que el Reino Unido se había opuesto siempre por no querer una defensa europea autónoma de la OTAN. Curiosamente, esta podría ser la primera consecuencia del Brexit, antes incluso de que se produzca, y a ella ayudan sin duda también las peregrinas ideas que sobre la OTAN parece albergar el presidente electo de los EEUU. Pero si los británicos no tienen aún ni ideas claras ni estrategia definida sobre hasta dónde ir y cómo llegar hasta allí, también nosotros nos hemos quedado tocados con dudas existenciales sobre lo que somos y lo que queremos ser. Hoy por hoy, el ambiente no favorece una mayor integración, la ilusión se ha perdido y muchos ya no ven a Europa como la solución de los problemas sino como fuente adicional de dificultades. Pero los problemas no se irán solos ni tampoco los combatiremos mejor por separado. Y no hay que perder la esperanza, porque una encuesta del año pasado muestra que el 75% de los europeos son favorables a que nos dotemos de una política exterior y de seguridad común, y porque a pesar de nuestra “crisis existencial”, como la ha llamado Juncker, hay cinco países llamando a la puerta de Europa y deseando ser admitidos (Montenegro, Serbia, Turquía, ARYM y Albania) y otros aún más alejados (Georgia, Moldova, Bosnia-Herzegovina, Ucrania…) pero también con esa voluntad. Algo tendremos cuando somos objeto de deseo. Por eso, creo que la crisis hay que combatirla con más Europa y no con menos, pero, eso sí, con una Europa más cercana a los verdaderos intereses de los ciudadanos (economía, empleo, seguridad, terrorismo…), que se meta menos con el tamaño de los pepinos y nos dote de políticas comunes en defensa o energía, que recupere el apoyo popular, que rinda cuentas a los ciudadanos y sea más ágil en las decisiones, y todo eso seguramente exigirá niveles y ritmos de integración diferentes y geometrías variables basadas tanto en voluntades como en capacidades. Y para eso, porque el entorno es hostil, hacen falta políticos que dirijan y no funcionen a golpe de encuesta, visionarios y poetas que nos devuelvan la ilusión para que la espantada británica no sea un precedente sino una excepción, y para que una Europa fuerte y unida tenga un lugar en el nuevo orden mundial que se avecina y que puede precipitarse con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. (Jorge Dezcallar, 01/12/2016)


Gibraltar:
La Unión Europea ha incluido en sus documentos previos a la negociación de la salida de Gran Bretaña de la UE que España tendrá derecho de veto sobre el caso de Gibraltar que según los europeos deberá ser negociado entre España y el Reino Unido. A ello la primera ministra británica Teresa May ha añadido que Londres no cederá a España la soberanía de Gibraltar sin el previo consentimiento de los habitantes del Peñón. Es decir que el gobierno de Londres mantiene sus posiciones de siempre aunque esta vez no controla la situación porque si el Reino Unido consuma su salida de la UE está claro que Gibraltar también saldrá del ámbito de la Unión. Máxime cuando cualquier decisión al respecto deberá contar con la aprobación de España que considera esta situación propicia para lograr un acuerdo con Londres de soberanía compartida, siempre y cuándo también lo acepte el pueblo gibraltareño como lo advierte May. Dos son las cuestiones de fondo y de peso en el caso de Gibraltar: por un lado está la base naval británica y su centro de comunicaciones estratégicas en la Roca; y por otro están las cuestiones comerciales y jurídicas que en los últimos 44 años -y con el Reino Unido en la UE- dieron a Gibraltar un estatus de peculiar paraíso fiscal lo que permitía a muchas miles de empresas y de sociedades tener su sede en Gibraltar. Y ello era la primera y la verdadera fuente de negocio de Gibraltar, muy por encima del turismo y del pequeño comercio que en los últimos años ha decaído mucho en la colonia inglesa. Y puede que la opinión de los jefes de los grandes despachos societarios internacionales (en uno de ellos trabajó Fabián Picardo antes de ser elegido Ministro Principal) sea decisiva en este caso, porque esos despachos van a poder seguir operando con el Reino Unido y países ajenos a la UE pero no podrán hacerlo con la Unión Europea cuando Gran Bretaña se Vals de la Unión. De ahí que esos despachos deberán evaluar el riesgo económico que van a sufrir y a partir de ahí tomar una decisión o posicionarse porque saben que tienen muchos intereses y mucho dinero en juego. Y la influencia de esos despachos en Londres, el gobierno gibraltareño y ante sus ciudadanos es y puede ser determinante. En cuanto a la base naval e instalaciones militares de Gran Bretaña en Gibraltar habrá que esperar a como se desarrolla el Brexit y a ver qué pasa en la OTAN porque el chantaje de May, que intentó vincular la seguridad y defensa con las negociaciones comerciales y financieras con la UE no va a prosperar. Finalmente están otras cuestiones relativas a la libre circulación de personas (pero a partir del Brexit no de mercancías ni de otras operaciones del ámbito financiero) por la frontera hispano-gibraltareña donde nunca se debe volver al ‘cierre de la verja’ del tiempo de la dictadura. Y las laborales, sociales y de asistencia sanitaria que afectan a los habitantes y a los trabajadores de la zona (hay unos 14.000 trabajadores españoles) y donde deben encontrarse acuerdos con facilidad. Ahora bien, lo que no puede pretender Gran Bretaña es salir de la UE y dejar dentro a Gibraltar. Y eso lo saben muy bien las autoridades del Peñón, no en vano si Gran Bretaña se va de Europa es por su propia voluntad propia. Y si Gibraltar desea continuar en la UE entonces serán Londres y Madrid los que tienen que pactar. Con el apoyo de los gibraltareños dice May, pero teniendo España la última palabra como es lógico y natural y como las instituciones de la UE lo acaban de subrayar. (Pablo Sebastián, 03/04/2017)


Cuotas de repatriación:
La dimisión de la ministra de Interior, Amber Rudd, y el proceso de Brexit son dos caras de la misma moneda. Y ambos revelan que el Gobierno británico de Theresa May está atrapado en una espiral política desde la cual no hay salida a la vista. Rudd ha tirado la toalla después de intentar defender una política de inmigración vergonzosa. Ningún Gobierno, en Reino Unido, ni en ningún otro lugar, ha tenido una política de puertas abiertas para todos. Pero después de 2010, el Gobierno conservador se propuso crear lo que ellos mismos llamaron un "ambiente hostil" para los inmigrantes. Fue una respuesta muy populista a un problema altamente complejo. Cuando la economía británica se estancó después de la crisis económica de 2008, hubo un estancamiento del salario medio. La derecha populista no quería culpar a los banqueros, sino a la inmigración. Se decía: los inmigrantes ‘nos roban’ ya que estaban dispuestos a trabajar por un sueldo cada vez más bajo. No quisieron explicar que debido a la demografía, al igual que en otros países, la sociedad británica es cada vez más envejecida, y que necesita inmigrantes jóvenes. Se negaron también a aumentar el salario mínimo, mejorar la seguridad de los trabajadores en el mercado laboral o fortalecer el papel de los sindicatos. Eso no encaja con la ideología neoliberal de los Tories. Era mucho más fácil culpar a los inmigrantes y las medidas para reducir la inmigración ilegal dieron lugar a una caza de brujas. Mucha gente perdió sus derechos, incluso las personas que habían llegado de niños a Reino Unido en los años cincuenta y sesenta —la generación Windrush—, con consecuencias angustiosas. Este ambiente xenófobo ha contribuido también de manera importante a la votación a favor del Brexit. Y, al igual que la política que arrastró la generación Windrush, la del Brexit está fuera de control. Los euroescépticos ya están presionando por un Brexit duro: no al mercado único, no a la unión aduanera y, por supuesto, no al movimiento libre. Es una estrategia sin sentido y el resultado de un referéndum que fue una tormenta de informaciones falsas, a menudo de tono racista. Quizá May prefiera cerrar los ojos y no ver las consecuencias pero mi hija no. Nacida en Madrid cumplirá 18 años esta semana y me pidió como regalo el dinero necesario para sacar la nacionalidad española. Dice que en el futuro, ni ella ni sus amigos con padres ingleses quieren correr el riesgo de que los dejen tirados como la 'Generación Windrush' y convertirse en ciudadanos británicos sin derechos. Me da rabia y tristeza que hayamos llegado hasta aquí , pero ¿qué puedo decirle? La historia de Windrush no es de buen augurio para el futuro del Brexit. (David Mathieson, 30/04/2018)


Inconvenientes para Theresa May:
El proceso de salida de Reino Unido de la Unión Europea se está volviendo cada vez más tortuoso para la primera ministra británica. Theresa May ha salvado esta semana in extremislo que hubiera sido una gravísima derrota en Westminster a cambio de conceder al Parlamento un voto significativo sobre el acuerdo que este otoño deben alcanzar Londres y Bruselas. La alternativa era aún peor para los intereses de la mandataria, porque los parlamentarios pretendían tomar las riendas de las negociaciones del Brexit en caso de que rechazaran el acuerdo final. May ha tenido que ceder y prometer además que no se abandonará necesariamente la UE sin un acuerdo. Todas estas tensiones entre el Parlamento y el Ejecutivo conservador —que no tiene mayoría absoluta— evidencian los numerosos e importantes frentes internos abiertos que tiene Reino Unido en el complicado proceso. Ni siquiera hay unidad en el mismo Gobierno. May se ha encontrado con la dimisión de su secretario de Estado de Justicia, Philip Lee, quien ha calificado su estrategia en el Brexit de “irresponsable”. Mientras el calendario avanza, los principales escollos siguen sin ser superados. En los dos principales, la frontera entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda y qué sucede finalmente con la unión aduanera, lo máximo que se ha conseguido son vagos compromisos que no hacen sino posponer las soluciones, si es que estas llegan. Por contraste —y en contra de lo que auguraban los promotores del Brexit—, la Unión Europea ha dado una imagen de unidad y tranquilidad ante lo que es un duro golpe a su proyecto integrador. Como asegura hoy Leo Varadkar, primer ministro de Irlanda, en una entrevista con EL PAÍS, Europa ha lanzado el mensaje de que ser miembro de la UE importa y que en este envite no juega de farol. May ya está comprobando la veracidad de esta afirmación. (Editorial El País, 16/06/2018)


Patriotismo:
En Ricardo II, el personaje de Juan de Gante describe Inglaterra así: "Esta fortaleza que la Naturaleza ha construido para defenderse contra la infección y la mano de la guerra [...] esta piedra preciosa engastada en el mar de plata, que le sirve de muro, o de foso de defensa alrededor de un castillo, contra la envidia de naciones menos venturosas". Se trata de uno de los parlamentos más conocidos de la obra de Shakespeare, y también de una de las referencias clásicas del patriotismo inglés. Porque no sólo glosa las excelencias de Inglaterra, sino que también capta uno de los temores esenciales de sus habitantes a lo largo de la Historia: el temor a una invasión extranjera. Juan de Gante lo deja claro: al otro lado del mar no hay nada más que guerra y gentes extrañas que envidian nuestra felicidad. Y que nos la arrebatarían si pudieran. El mar nos protege, pero ellos están ahí. Acechando. En principio, una obra de teatro de 1597 tiene poco que ver con la salida de Reino Unido de la UE en 2019. Los análisis sobre lo que hemos convenido en llamar el Brexit suelen centrarse en cuestiones fundamentalmente contemporáneas. Se ha destacado, por ejemplo, la importancia de las herramientas informáticas utilizadas por los euroescépticos en la campaña del referéndum de 2016. También se ha analizado el papel de las redes sociales a la hora de difundir noticias falsas e interpretaciones sesgadas. Se ha señalado, además, el engarce del antieuropeísmo con la ansiedad provocada por la globalización, el cambio tecnológico o la crisis económica que comenzó en 2008. Finalmente, se ha destacado la irresponsabilidad de unas élites que frivolizaron con un tema muy serio por motivos electorales. Y todo ello es cierto. Estos factores tuvieron un papel innegable a la hora de facilitar el Brexit. Sin embargo, conviene que nos planteemos también lo siguiente: ¿qué habría sucedido si el referéndum se hubiera celebrado en 2006 en lugar de en 2016; es decir, en un Reino Unido pre-crisis y pre-Facebook? Solemos dar por hecho que la opción del Brexit habría sido derrotada clamorosamente, pero hay motivos para dudar de ello. Porque minusvaloramos la capacidad que tuvieron Boris Johnson, Nigel Farage y el resto de euroescépticos para apelar a algunas de las vetas más profundas de la cultura británica, a cuestiones axiales en la forma de concebir su Historia y su identidad. Esto nos devuelve a la fantasía de la invasión. El columnista Fintan O'Toole llamaba la atención hace unos meses sobre la popularidad que tienen en Reino Unido las novelas y series que imaginan un mundo en el que la Alemania nazi habría ganado la guerra y ocupado ese país. Dado que las ficciones distópicas suelen expresar miedos heredados, O'Toole concluía que parte de la cultura inglesa jamás se ha sobrepuesto al trauma de aquella guerra. Un trauma que, curiosamente, no se fija en la pérdida masiva de vidas británicas en los campos de batalla europeos, africanos y asiáticos, sino en los bombardeos alemanes sobre Londres y la angustia ante una invasión inminente. Una experiencia que retrotraía, además, a otros episodios fundamentales de la construcción nacional británica: las guerras napoleónicas, la Armada Invencible, la invasión normanda. Esa herencia cultural explica la paranoia que siempre ha despertado el proyecto europeo en Reino Unido. Desde los años 60, cada nuevo paso en la integración europea ha resucitado en algunos sectores (sobre todo los cercanos al partido conservador) la dialéctica de la invasión y la resistencia. Esos europeos nunca traman nada bueno; deben de estar preparando una nueva manera de robarnos nuestra libertad. No se trata de una actitud marginal: en 1990, un ministro de Thatcher declaró que la UE era "una triquiñuela diseñada por los alemanes para sojuzgar a toda Europa... viene a ser como si hubiéramos cedido nuestra soberanía a Hitler". Y durante la campaña del referéndum, Boris Johnson dijo: "Napoleón, Hitler... ya se ha intentado unificar Europa, y siempre acaba en tragedia. La UE es otra forma de lograr lo mismo, solo que con métodos distintos". El Brexit ha sido, en gran medida, el triunfo de esa paranoia heredada. Una paranoia que estaba tan presente -o, cuanto menos, tan latente- en los años 80 como en 2016. El rechazo de parte de los conservadores a la Unión Europea ya destrozó el gobierno de John Major a mediados de los 90. Y el eslogan de la campaña del Brexit, Recupera el control, tenía un subtexto claro: recuperemos el control de nuestra isla de las manos de los europeos. Del mismo modo que el conocido cartel del UKIP de 2014, que superponía unas escaleras mecánicas a los acantilados de Dover, no apelaba sólo a la xenofobia. El objetivo era denunciar la llegada de inmigrantes de otros países de la UE, pero la elección del sitio no era casual. Esos acantilados son uno de los símbolos de la resistencia británica a los europeos que querrían conquistarla. La asociación era clara: lo que las naciones menos venturosas no lograron por las armas lo quieren conseguir ahora con la inmigración. El aspecto cultural explica otro elemento de esta historia: la confianza de los euroescépticos en que, una vez ganado el referéndum, podrían dictar los términos de su nueva relación con Europa. Muchos diputados conservadores siguen afirmando a día de hoy que, si rechazan el acuerdo negociado por Theresa May con la Unión Europea, serán capaces de obtener otro más ventajoso. También lo ha dicho varias veces Boris Johnson: la primera ministra debe ir a Bruselas y obligar a los europeos a darle lo que Reino Unido quiere y merece. Y los tabloides lo recuerdan con frecuencia: desde los tiempos de Napoleón hasta los de Hitler, los británicos, gracias a su valentía e ingenio, han vencido a todo matón extranjero que intentó doblegarlos. Negarse a hacer lo mismo con Juncker sería poco menos que un crimen de leso patriotismo. Desde luego, esta actitud se estudiará en los libros de Historia como un delirante ejemplo de hibris: el futuro del país se hipoteca a la asombrosa creencia de que el mundo está deseando honrar las excelencias británicas con un trato de favor. Pero precisamente porque es un delirio bastante extendido, en un país que dispone de excelentes mecanismos de formación y selección de élites, conviene comprender bien sus causas. Se trata de una actitud determinada por la Historia, o, para ser exactos, por cómo se ha destilado ésta en ciertas ideas acerca de la identidad colectiva. Todo está en el verso triunfal de Rule Britannia, himno alternativo y popular del país: "Los británicos nunca serán esclavos". Señalar estas cuestiones no significa caer en un determinismo cultural. El resultado del referéndum fue ajustado, y el desastre de las negociaciones con la UE ha curado a muchos de su entusiasmo por el Brexit. Es evidente que hay decenas de millones de británicos que no ven a Europa como una amenaza existencial. Y es posible que, con una campaña distinta, el resultado hubiera sido diferente. Pero es clave acertar en el diagnóstico: no todo fueron fake news y perdedores de la globalización. Los partidarios del Brexit fueron capaces de apelar a aspectos esenciales de la cultura británica; de ahí extrajeron gran parte de su fuerza y su atractivo. Sobre todo, porque ni Cameron ni sus aliados quisieron hacer pedagogía contra aquellas lecturas de la historia nacional y de la naturaleza del proyecto europeo. El discurso de Juan de Gante en Ricardo II concluye con otra sentencia famosa: "Esta Inglaterra que acostumbraba a conquistar a otros ha realizado una vergonzosa conquista de sí misma". Sería tranquilizador deducir de lo que he venido señalando que esto solo podía sucederles a los británicos. Pero el Brexit también contiene lecciones ominosas para quienes no compartimos su herencia cultural. Porque todo país tiene sus propias obsesiones nacionales y traumas heredados, su haz de historias sobre el pasado colectivo. Recursos que anidan en rincones muy profundos de la cultura que compartimos, y que ofrecen un verdadero filón para aquellos oportunistas que sepan identificarlos. La advertencia de Juan de Gante es universal: ningún país está a salvo de conquistarse a sí mismo. (David Jiménez Torres, 23/03/2019)


Reticencias de entrada:
Michael Gove, ministro euroescéptico británico de Medio Ambiente que deslumbra al Parlamento con su oratoria de fuegos artificiales y su agilidad en las respuestas, tiene una obsesión personal: recuperar el tradicional currículum escolar, “para que los niños vuelvan a tener la posibilidad de escuchar la historia de nuestra isla”. Porque Gran Bretaña -el nombre oficial del Reino Unido no existe en el lenguaje coloquial de sus habitantes- es una isla. “La isla coronada, el semi-paraíso, la fortaleza que la Naturaleza construyó para sí misma”, que dice el Ricardo II de Shakespeare. Conviene no olvidar este dato geográfico cuando se revisa la historia de su relación de amor y odio con el continente europeo. Europa, decía Winston Churchill, “es ese lugar de donde viene el buen o el mal tiempo”. Europa ha sido para el Reino Unido, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la oportunidad para levantar cabeza de sus propias crisis internas, el escenario donde reafirmar el carácter de potencia global con que todavía se contemplan a sí mismos muchos británicos o el chivo expiatorio al que culpar de todos los males. El sueño europeo, en esta isla, ha sido siempre un instrumento, nunca un fin o un ideal en sí mismo. Solo desde esa perspectiva pueden considerarse proeuropeos a cuatro figuras clave de las últimas décadas: Winston Churchill, Edward Heath, Margaret Thatcher y Tony Blair. Tres conservadores y un laborista moderado. “Existe un remedio que logrará que Europa vuelva a ser libre y feliz”, proclamó Churchill en 1946 en la Universidad de Zurich, con los rescoldos de la guerra aún humeantes. “Se trata de recrear la familia europea, en la medida en que podamos, y dotarla de una estructura bajo la que pueda prosperar en paz, en seguridad y en libertad. Debemos construir algo parecido a los Estados Unidos de Europa”. En su versión más idealista, era el propósito de acabar con la enfermedad del nacionalismo guerrero que había asolado al continente. El propósito nada camuflado era controlar el crecimiento de Alemania y frenar la expansión soviética bajo una alianza militar que tuviera el amparo de Estados Unidos -con quien Gran Bretaña siempre mantendría su “relación especial”- . “Mantener a los americanos dentro, a los soviéticos fuera, y a los alemanes abajo”, lo resumió Hastings Ismay, el primer secretario general británico de la OTAN. Receloso de su soberanía, el Reino Unido nunca participó de los sueños de unidad política que pudieran albergarse en el resto de Europa. Y se mantuvo al margen durante largo tiempo del mercado común primigenio, para no alienar a todas aquellas naciones surgidas de su antiguo imperio, la Commonwealth, que a finales de la década de los cincuenta seguían recibiendo el 40% de las exportaciones británicas. Pronto cambiaron las tornas. Europa Occidental crecía económicamente y el Reino Unido se iba quedando atrás. El mercado común era cada vez más atractivo, sobre todo para los conservadores, que durante muchos años fueron los campeones del sueño europeo. Doce años tardó el Reino Unido en poder ingresar en el club. El veto a su entrada del presidente de la República de Francia, Charles de Gaulle, temeroso de la creciente influencia de Washington y de que los británicos fueran su mascarón de proa, hundió psicológicamente a la clase política del Reino Unido. “Somos parte de Europa: por geografía, tradición, historia, cultura y civilización”, reivindicó el jefe de la delegación negociadora, Edward Heath, apodado ya entonces por la prensa de su país “Mr. Europa”. Resulta difícil escuchar hoy tal entusiasmo en Westminster. En 1973, la Comunidad Económica Europea admitió finalmente al Reino Unido. Heath, para entonces primer ministro, perdió estrepitosamente las elecciones. Los laboristas, bajo el mandato de Harold Wilson, convocaron un referéndum nacional de ratificación del ingreso en 1974 que dividió al país, a los partidos y a las propias familias británicas. El propio Wilson -la historia se repite, al comprobar la desgana del actual líder del Partido Laborista, Jeremy Corbyn, en combatir al Brexit- defendió el ingreso con poco entusiasmo. El empeño de todos los departamentos del Gobierno británico y la inestimable ayuda de la BBC consiguieron que triunfara el sí. Los años de la Dama de Hierro, Margaret Thatcher, la primera ministra conservadora que accedió a Downing Street en 1979, fueron un viaje de ida y vuelta al continente. Firme defensora en sus inicios del mercado único, por su ferviente convicción liberalista, y entusiasta del Acta Única Europea de 1985, que en pleno clímax de la Guerra Fría veía como un gran instrumento para hacer frente común a la amenaza soviética, dos motivos le llevaron a combatir fieramente la unidad europea al final de su mandato. La vertiente social y federalista del carismático Jaques Delors, presidente de la Comisión Europea, y el poderoso resurgir de la fortaleza alemana. Thatcher era un producto de la posguerra y había heredado aquellos miedos. “No hemos hecho retroceder con éxito los tentáculos de la intervención estatal en Gran Bretaña para ver cómo se vuelven a imponer a nivel europeo, con un súper Estado Europeo que ejerza su poder desde Bruselas”, proclamó en su histórico discurso en el Colegio Europeo de Brujas. Su sucesor, John Major, más pragmático que ella, logró retener el vínculo con Europa a través de las procelosas aguas del Tratado de Maastricht. Se mantuvo firme y obtuvo la recompensa de aislar al Reino Unido de proyectos como la moneda única o el espacio común de Schengen. Pero vio crecer en el seno del Partido Conservador la semilla del euroescepticismo y a duras penas sobrevivió los embates internos. Llegó finalmente el carismático líder laborista, Tony Blair, que abrazó el proyecto de la Unión Europea, pero como plataforma para su propia visión gloriosa de Gran Bretaña. “El hecho es que Europa es hoy la única vía a través de la que podemos ejercer poder e influencia”, dijo ya en su primera campaña electoral. Aceptó la Carta Social de Derechos a la que los conservadores se habían resistido con uñas y dientes, pero embarcó al continente en aventuras bélicas e intervencionistas que provocaron un profundo desgarro. Europa nunca ha tenido más que unos pocos idealistas que la defiendan en esta isla. La historia de Gran Bretaña está íntimamente relacionada, social, militar y económicamente, con el continente, pero los británicos nunca han perdido de vista el dicho de que “buena valla logra buenos vecinos”. Mucho más cuando esa valla son más de 80 kilómetros de mar. (Rafa de Miguel, 30/03/2019)


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