Dominio y decadencia de Esparta             

 

Grecia: Lucha entre soldados

La dominación de Esparta:
Atenas después de Egospótamos:
Esparta ejerció entonces la supremacía de Grecia y la mantuvo durante una generación. Este período es llamado el de la hegemonía espartana, palabra griega que significa «liderazgo». Durante un tiempo, Lisandro, a su vez, ejerció la supremacía en Esparta y fue el hombre más poderoso de toda Grecia. Instaló oligarquías en todas partes. La oligarquía más cruel, y al mismo tiempo la más débil, fue la de la misma Atenas. Esta fue dominada por treinta hombres (llamados «los Treinta Tiranos»), dirigidos por Critias. Critias era casi como otro Alcibíades talentoso, inteligente y enérgico. Se había visto envuelto, junto con Alcibíades, en la sospecha de haber mutilado las estatuas religiosas, y a causa de ello estuvo en prisión durante un tiempo (véase pág. 157). Se había esforzado en Samos para que se llamase de vuelta a Alcibíades, pero fue desterrado en 407 a. C. Durante su destierro vivió en Tesalia y trató de establecer democracias allí. Pero cuando volvió a Atenas, después de Egospótamos, había desesperado de la democracia. Habiéndose convertido en un oligarca, pronto se percató de que no podía volver atrás y se vio obligado a llevar a cabo una acción cada vez más violenta. Se adueñó del poder e inició un reinado del terror, expulsando de Atenas a algunos demócratas importantes y haciendo matar a otros. Hizo matar hasta a aquellos de su propio partido a quienes juzgaba demasiado blandos. En pocos meses demostró a los atenienses lo que significaba realmente la libertad, al despojarlos totalmente de ella. Entre los que marcharon al exilio se contaba Trasíbulo, el líder de la flota democrática en Samos siete años antes. Ahora prestó un nuevo servicio a la democracia: reunió a algunos exiliados y, en una audaz incursión por el Atica, se apoderó de File, una fortaleza situada a unos 18 kilómetros al norte de Atenas. Dos veces los oligarcas trataron de desalojar de File a los demócratas y, en la segunda batalla, Critias fue muerto. Trasíbulo se apoderó de El Pireo, donde los demócratas siempre fueron más fuertes que en la misma Atenas. Los restantes oligarcas, entonces, apelaron a Esparta, y Lisandro se dispuso a marchar contra Trasíbulo. Lo que salvó a los demócratas fue la política interna espartana. Lisandro no era popular entre los reyes y los éforos espartanos. Había tenido demasiados éxitos v se había vuelto arrogante. El rey espartano Pausanias, con el acuerdo de los éforos, reemplazó a Lisandro y (para injuriar a Lisandro) no salvó a los oligarcas, sino que permitió la restauración de la democracia ateniense, en septiembre de 403 a. C., desempeñando así el mismo papel que Cleómenes I un siglo antes (véase pág. 85). La oligarquía había sido una experiencia sangrienta y horrorosa; y aunque se declaró una amnistía entre los dos partidos la democracia restaurada sentía encono hacia quienes consideraba antidemócratas. Esto fue lo que incitó a la democracia ateniense a tomar una medida particularmente desdichada: la ejecución de Sócrates. Sócrates, nacido en 469 a.C., era un hombre sencillo, pobre en sus últimos años, que ejerció influencia sobre muchos atenienses, no por su riqueza ni por su belleza, sino por su virtud y su sabiduría. Era un valiente soldado y había combatido en la Calcídica. En la batalla de Delion le salvó la vida a Alcibíades. Sócrates fue primero un científico. Hasta se dice que estudió con Anaxágoras (véase pág. 139). Pero el estallido de la guerra del Peloponeso, con sus locuras y desastres, parece haberle convencido de que el enemigo del hombre no es el Universo, sino el hombre, y que era mucho más importante estudiar al hombre que estudiar el Universo. Durante el resto de su vida, reflexionó sobre las creencias y el modo de vida del hombre. Discutió el significado de la virtud y de la justicia; meditó sobre dónde reside la verdadera sabiduría, etc. Reunió a su alrededor discípulos que le admiraban y, en lugar de explicar, interrogaba. Pedía a aquellos con quienes discutía que definieran los términos que empleaban y explicasen qué creían ellos que es la justicia, la virtud o la sabiduría. Luego hacía nuevas preguntas y ponía de relieve que las cosas no eran tan simples, que lo que se daba por sentado no era tan seguro como se suponía y que hasta las opiniones más aceptadas merecían un examen detallado y sumamente crítico. («Una vida no examinada –decía- no vale la pena de ser vivida».) Para Sócrates, como para Zenón, lo esencial era la dialéctica. La argumentación estaba dirigida a descubrir la verdad, y no, como en muchos sofistas, un recurso al servicio de intereses personales. Sócrates desarmaba a sus adversarios arguyendo ignorancia y pidiendo que se le instruyera; luego, a medida que realizaban su exposición, los hacía caer en profundas contradicciones. Se dice que el oráculo délfico proclamó a Sócrates el más sabio de los hombres, y Sócrates respondió que sí él era más sabio que otros hombres era porque sólo él sabía, entre todos los hombres, que no sabía nada. Esta pretensión de ignorancia es llamada la «ironía socrática». El más famoso discípulo de Sócrates fue Aristocles, comúnmente conocido por su apodo de Platón. Sócrates nunca puso por escrito su filosofía, pero Platón escribió una encantadora serie de descripciones de las discusiones que Sócrates mantenía con otros. Son los Diálogos de Platón. Algunos de ellos reciben el nombre de las personas con quienes Sócrates discute. Por ejemplo, «Gorgias», en el que Sócrates conversa con el sofista Gorgias, de Leontini. En esta discusión, Sócrates exalta la moralidad en el gobierno y describe a Arístides el justo como al único gran dirigente político de la democracia ateniense. En el «Protágoras», Sócrates y el sofista Protágoras polemizan sobre la naturaleza de la virtud y discuten si puede ser enseñada. Uno de los diálogos más famosos describe una discusíón general en una reunión en la que se bebe. Es el «Simposio» («bebiendo juntos») y la discusión general trata de la naturaleza del amor. En ella se elogia la forma de amor más elevada, la que tiene como objeto una persona virtuosa y sabia, y no la que inspira meramente la belleza física. (Aún hablamos de «amor platónico».) Las opiniones de Sócrates no agradaban a todos los atenienses. En primer lugar, perturbaba a las personas, estimulándolas en un principio para luego enredarlas en sus propias palabras. Asimismo, parecía poner en tela de juicio la vieja religión, por lo que muchos conservadores atenienses pensaban que era impío y corrompía a los jóvenes atenienses. Aristófanes, el satírico conservador (véase pág. 138) escribió una obra titulada Las Nubes, en 423 a. C., en la que se burlaba acremente de Sócrates. Podría pensarse que si Sócrates era tan impopular entre los conservadores, sería muy popular entre los demócratas. Por desgracia, también les dio motivos de recelo, pues parecía ser proespartano. Así, el diálogo más largo de Platón, «La República», trata del intento de Sócrates de examinar la cuestión « ¿qué es la justicia?». En el curso de la discusión, Sócrates describe su imagen de la ciudad ideal y en muchos aspectos ésta se parecía mucho a Esparta y muy poco a una democracia. Además, entre sus discípulos se contaron varias personas que hicieron mucho daño a Atenas. Estaba Alcibíades, por ejemplo, que es uno de los personajes importantes del «Simposio». Otro de sus discípulos fue Critias, el líder de los odiados Treinta Tiranos. Uno de los diálogos de Platón se llama, precisamente, «Critias», y en él, como en otro, se describe a Critias hablando de una isla que habría existido hacía mucho tiempo en el Océano Atlántico. Había tenido una elevada civilización, pero fue destruida por un terremoto y se hundió bajo el mar. Platón llamó a la isla la «Atlántida». Es indudable que el relato de Platón sólo era una obra de ficción de la cual podía extraer algunas moralejas sobre las ciudades ideales. Sin embargo, desde entonces ha habido personas que han creído en la existencia de la Atlántida y elaborado todo género de teorías más o menos absurdas sobre ella. Finalmente, Sócrates fue llevado a juicio ante un jurado de unos quinientos hombres, en 399 a. C., y fue acusado de impiedad y de corromper a la juventud, aunque su crimen real era el de ser, o aparentar ser, antidemocrático. Probablemente Sócrates habría sido absuelto si no hubiera insistido en usar su método socrático con el jurado hasta enfadarlo y hacer que lo considerase culpable por una estrecha mayoría de 281 contra 220. Por entonces, las ejecuciones se llevaban a efecto haciendo beber a la persona juzgada culpable cicuta, extracto venenoso de una planta que mata sin dolor. Por razones religiosas debían transcurrir treinta días antes de que Sócrates tuviese que beber la cicuta. En ese intervalo podía haber escapado fácilmente; sus amigos lo tenían todo arreglado y hasta los demócratas de buena gana habrían hecho la vista gorda. Pero Sócrates tenía setenta años y estaba preparado para morir, de modo que prefirió cumplir con los principios del ciclo vital y de adhesión a la ley, aunque ésta pareciese injusta. Después de la muerte de Sócrates, Platón, lleno de pena y dolor, abandonó Atenas y se estableció primero en Megara y luego en Sicilia. Probablemente pensó que se iba de Atenas para siempre, pero si fue así, pronto descubrió que el mundo es duro y los hombres son insensatos en todas las ciudades. Por ello, volvió en 387 a. C. y fundó una escuela en tierras de las afueras de Atenas. Según la tradición esas tierras habían pertenecido a un hombre llamado Academo, por lo que ellas y la escuela fueron llamadas (en nuestra versión) la «Academia». «Los Diez Mil» El fin de la guerra del Peloponeso llegó oportunamente para el príncipe persa Ciro el Joven. No había ayudado a los espartanos solamente por un desinteresado amor a Lisandro y a Esparta, sino también porque tenía sus planes. Y para ellos iba a necesitar buenos soldados griegos. Su padre, Darío II, murió en 404 a. C., el año de la rendición de Atenas, y el hermano mayor de Ciro le había sucedido con el nombre de Artajerjes II. Pero Ciro no consideraba esta situación como definitiva. Comenzó a reunir soldados para atacar a su hermano y conquistar el trono. Si podía reunir suficientes hoplitas, estaba seguro de poder derrotar a cualquier ejército de asiáticos que le opusiera su hermano. Ciro no tuvo ninguna dificultad en reclutar su ejército. Esparta había tenido provechosas relaciones con él y pensaba que sería conveniente que hubiese un príncipe proespartano en el trono de Persía. Por ello no hizo nada para impedir que Ciro llevara adelante sus planes. Además, Grecia había estado llena de soldados durante toda una generación, y ahora, con el advenimiento de la paz, muchos de ellos no deseaban volver a la vida civil, a la que no estaban acostumbrados, o a una ciudad arruinada. Estaban deseosos de servir como soldados a quienquiera que les pagase. Ciro reunió más de diez mil soldados griegos (popularmente llamados luego «Los Diez Mil») bajo el mando de un general espartano, Clearco. Uno de los soldados de fila era un ateniense llamado Jenofonte, que había sido un devoto discípulo de Sócrates. En la primavera de 401 a. C. los Diez Mil se pusieron en marcha, abriéndose camino a través de Asia Menor hasta el golfo de Isos, que es el extremo noreste del mar Mediterráneo. Ciro no había hablado a ninguno de sus griegos (excepto a Clearco) de sus intenciones, por temor de que no quisieran seguirlo. Pero en Isos hasta el más tonto de los soldados griegos se dio cuenta de que dejaban atrás el mundo griego y se internaban en las profundidades de Persia. Sólo mediante amenazas, halagos y la promesa de una paga mayor se les podía persuadir a que siguieran avanzando. Finalmente se lo logró. Llegaron al Eufrates y marcharon hacia el Sudeste a lo largo de más de 800 kilómetros de sus orillas, hasta llegar a la ciudad de Cuxana, a unos 140 kilómetros al noroeste de Babilonia, en el verano de 401 a. C. Allí estaban apostadas las fuerzas persas leales, bajo el mando de Artajerjes II. Ciro tenía un objetivo: matar a su hermano. Sabía que si éste moría, las tropas reales huirían o lo aceptarían como rey. Trató de convencer a Clearco de que dispusiese las tropas de tal modo que los soldados griegos avanzasen directamente sobre Artajerjes por el medio de la formación persa. Clearco se negó. Era el típico espartano, valiente pero estúpido, e insistió en librar la batalla de acuerdo con el método ortodoxo, con las fuerzas más potentes en el extremo derecho. Los ejércitos entraron en combate y los griegos se abrieron paso a través de sus adversarios. Ciro vio la batalla prácticamente ganada, pero allí estaba su hermano, aún vivo y bien protegido por una guardia de corps. Al verlo, se enloqueció, pues la victoria no le servía de nada si su hermano vivía para reunir otro ejército. Sin reflexionar, cargó directamente contra su hermano, pero fue frenado y muerto por la guardia de corps. Los griegos habían vencido, pero no había nadie que les pagara ni por quien luchar. Tanto ellos como los persas estaban en una situación peculiar. Los griegos estaban a 1.700 kilómetros de su patria y rodeados por un ejército persa hostil. Los persas, por su parte, contemplaban inquietos un contingente de más de 10.000 griegos a quienes no osaban atacar, pero tampoco podían permitir que quedase en total libertad. El sátrapa Tisafernes había tomado partido por Artajerjes contra Ciro el joven, pero ahora se acercó a Clearco, alegando ser el mismo amigo de Esparta que había sido en los últimos años de la guerra del Peloponeso. Persuadió al general espartano a que fuera a su tienda de campaña junto con otros cuatro generales griegos, para discutir (decía Tisafernes) los términos de un armisticio. El pobre Clearco creyó la palabra del persa. El y los otros generales acudieron a la tienda y allí el persa ordenó fríamente que los mataran. Tisafernes estaba seguro de que los griegos, sin líderes, o bien se rendirían y tal vez se uniesen al ejército persa, o bien degenerarían en bandas dispersas que podrían ser barridas fácilmente. No ocurrió ninguna de esas alternativas, porque el ateniense Jenofonte tomó el mando de los Diez Mil. No retornaron a lo largo del Éufrates, por la ruta que habían tomado desde el Egeo, porque el camino se hallaba bloqueado por los persas. En cambio, marcharon hacia el Norte, a lo largo del Tigris, defendiéndose hábilmente de los ataques persas y las incursiones de tribus primitivas. Pasaron los montículos, que eran todo lo que quedaba de Nínive, antaño orgullosa capital del que fuera otrora el poderoso Imperio Asirio. Sólo hacía dos siglos que Asiria había sido destruida (véase pág. 94), pero la tarea de destrucción había sido tan completa que su recuerdo parecía haber desaparecido de la mente de los hombres, y los Diez Mil tuvieron que preguntar qué ruinas eran ésas que se elevaban tan tristemente junto a su ruta. Marcharon durante cinco meses, resistiendo a los persas y las tribus. Por último, en febrero del 400 a. C., los Diez Mil, al subir una colina, contemplaron la ciudad griega de Trapezonte. Más allá de ella estaba el mar Negro. Para los griegos, acostumbrados al mar y para quienes los miles de kilómetros de tierra firme ininterrumpida dentro del Imperio Persa habían sido una terrible pesadilla la visión de las aguas oceánicas les proporcionó una incontrolable alegría. Corrieron a la costa gritando «¡Thálassa! íThálassa!» (¡El mar! ¡El mar!). Terminada la aventura, Jenofonte retornó a Atenas, pero no permaneció en ella por mucho tiempo. La ejecución de su viejo maestro Sócrates colmó su odio hacia la democracia ateniense. Como Platón, abandonó Atenas, pero a diferencia de Platón nunca retornó. Se convirtió en un espartano en todo menos en el nombre. Vivió entre espartanos y luchó con ellos, hasta contra Atenas. Escribió la historia de los Diez Mil y llamó a su libro la Anábasis, o «marcha hacia el interior», con referencia a la marcha del ejército griego desde el mar hacia las profundidades de Asia. Ha sido siempre un clásico de la historia militar. Jenofonte también escribió una continuación de la historia de la guerra del Peloponeso desde el punto en que Tucídides la había dejado interrumpida a causa de su muerte. Jenofonte no era un escritor de la talla de Tucídides ni tenía su imparcialidad. Sin embargo, su obra es valiosa porque no hay ninguna otra buena descripción contemporánea de los hechos. Esparta y Persia La aventura de los Diez Mil fue más que una mera aventura, pues su resultado fue que Ciro el joven demostró ser el Alcibíades de Persia. Por ambición personal, había revelado a los griegos la fatal debilidad de Persia. No se trataba solamente de que los griegos hubiesen derrotado a los persas en Cunaxa; ya antes los griegos habían derrotado a los persas. Se trataba de que un pequeño contingente de griegos, aislado a 1.600 kilómetros en el interior de Persia, se había desplazado prácticamente a voluntad por sus dominios y había salido de ellos sano y salvo. Todos los griegos reflexivos cayeron en la cuenta de que Persia era terriblemente débil, pese a su aparente fortaleza. Un ejército griego decidido con un buen general a su frente podría realizar casi ilimitadas hazañas. Hasta los lentos espartanos comprendieron esto y empezaron a soñar con osadas expediciones orientales. Así, cuando Tisafernes volvió a Asia Menor y atacó a las ciudades griegas como represalia por la ayuda griega a Ciro el joven, Esparta no vaciló en enviar un ejército contra él, al que se incorporaron muchos de los Diez Mil. Los persas decidieron que era mejor atacar por mar. Tenían un almirante a su disposición. El ateniense Conon, después de escapar de Egospótamos a Chipre (véase pág. 166), estaba dispuesto a vengarse de los espartanos por cualquier medio. Fue puesto al mando de una flota de 300 barcos persas y fenicios y salió a la caza de espartanos. Mientras tanto, un nuevo rey había subido al trono en Esparta. Agis II, el vencedor de la batalla de Mantinea (véase pág. 155), murió en 399 a. C. Comúnmente hubiera sido reemplazado por su hijo, pero había dudas de que el joven fuese realmente hijo suyo. Había nacido por la época en que Alcibíades estaba en Esparta, y Agis abrigaba fuertes sospechas de que el padre verdadero era Alcibíades. Agis también tenía un hermano menor, Agesilao, quien se presentó como el legítimo heredero del trono, pero halló alguna oposición. Agesilao era cojo de nacimiento y, además, muy pequeño. Había una antigua profecía que preveía a Esparta «contra un reinado cojeante». Sin duda, si el rey era cojo, el suyo habría sido un reinado cojeante. En modo alguno, respondía Agesilao. Un rey que no fuese el heredero legítimo daría un reinado cojeante. La disputa fue dirimida por Lisandro. Había permanecido inactivo, después de tomarle gusto al poder al final de la guerra del Peloponeso, y quería retornar a él. Pensó que Agesilao, el pequeño príncipe cojo, de apariencia tan poco espartana, sería fácil de manejar. Así, éste, con su ayuda, se convirtió en Agesilao II de Esparta. Pero Lisandro lo había juzgado mal. Agesilao, pese a su pequeño tamaño y a su cojera, era un verdadero espartano, y no existía hombre que pudiese manejarlo. Lisandro siguió alejado del poder. Agesilao estaba sediento de gloria militar y aprendió bien la lección de los Diez Mil. En 396 a. C. se dispuso a cruzar el mar en dirección a Asia Menor. Se sentía un nuevo Agamenón (el rey peloponense que había invadido Asia 800 años antes). Agesilao decidió imitar fielmente a Agamenón y realizar un sacrificio en Aulis, ciudad costera de Beocia, antes de partir, como había hecho Agamenón. El único inconveniente era que los tebanos, gente muy poco romántica, no querían saber nada del asunto. Ningún rey espartano iba a realizar sacrificios en su territorio. Llegaron galopando y le expulsaron. Agesilao sintió que había hecho el ridículo y que el sacrificio frustrado podía arruinar toda su expedición; por ello, cobró un odio implacable hacia Tebas, odio que iba a influir de modo importante en sus acciones futuras. En Asia, Agesilao comprobó que la lección que había enseñado Jenofonte era correcta. Recorrió de un lado a otro Asia Menor, derrotando repetidamente a los sátrapas Tisafernes y Fernabazo. En particular, derrotó a Tisafernes en Sardes en 395 a. C., y como a menudo el fracaso es considerado un crimen, Tisafernes fue ejecutado poco después. Sin embargo, aunque los persas no podian derrotar a Agesilao, en la batalla, habían descubierto un recurso mejor. Diez años antes habían pagado a Estados griegos para que hiciesen la guerra a Atenas, y ahora enviaron emisarios cargados de oro con el cual comprar enemigos de Esparta. Sin duda, las ciudades griegas nunca necesitaban mucho estímulo para luchar unas contra otras y lo habrían hecho aún sin el dinero persa, pero éste ayudó. Corinto y Tebas estaban irritadas porque, aunque habían sido aliadas de Esparta durante toda la guerra del Peloponeso, Esparta se había llevado todos los beneficios de la victoria. Esparta, instruida de la creciente animosidad contra ella, decidió prevenir los problemas antes de que empezaran y envió un contingente contra Tebas, a la que consideraba (a causa del incidente de Aulis) como el centro de los sentimientos antiespartanos. El otro rey de Esparta, Pausanias (Agesilao estaba en Asia), avanzó desde el Sur, mientras Lisandro condujo un contingente desde el Norte. Lisandro volvía a la acción, finalmente, pero pronto fue muerto en una escaramuza y Pausanias se vio obligado a retirarse. Atenas ya se había aliado con Tebas, y pronto Argos y Corinto se incorporaron también a la alianza. Esparta contempló con horror esta repentina coalición contra ella y ordenó a Agesilao que volviera de Asia. ¿De qué servían las victorias distantes, cuando la propia casa estaba en llamas? Agesilao no deseaba marcharse, pero la disciplina espartana lo exigía. Reunió a sus hombres, junto a aquellos de los Diez Mil que quedaban, entre ellos el mismo Jenofonte, y en 394 a. C. volvió por el Helesponto, Tracia y Tesalia, la vieja ruta de Jerjes de un siglo antes. En camino, le llegaron malas noticias. Al parecer, la flota persa conducida por Conon había atrapado a los espartanos frente a Cnido, una de las ciudades dóricas de la costa sudoccidental de Asia Menor. La flota espartana fue destruida y el poder naval espartano desapareció después de sólo diez años de existencia. Esparta sólo fue una potencia naval durante esos diez años. Agesilao comprendió que, sin poder naval no podía abrigar esperanzas de continuar con sus planes de conquistas orientales. Pero soportó la frustración con espartana impasibilidad y la ocultó a sus hombres. Siguió marchando hacia el Sur y, en Coronea (donde cincuenta años antes los beocios habían derrotado a Atenas, véase pág. 143), Agesilao encontró las fuerzas antiespartanas unidas, con Tebas a la cabeza. Agesilao no necesitaba estímulos para luchar contra los tebanos, a los que odiaba, y aunque éstos combatieron bien, Agesilao los derrotó. Pero la victoria fue por un margen demasiado estrecho para sentirse seguro en Beocia, de modo que volvió a Esparta. Esparta recibió una serie de duros golpes. Sus guarniciones de Asia Menor no podían ser reforzadas o aprovisionadas sin una flota y tuvieron que abandonarlas a Farnabazo y sus persas. El dinero persa envió a Conon de vuelta a Atenas, y allí, en 393 a. C., fueron reconstruidos los Largos Muros, once años después de haber sido arrasados. Además, en 392 a. C., Corinto y Argos se unieron para formar una sola ciudad-Estado, obviamente en contra de Esparta. Esparta sólo veía ante sí un continuo batallar con ciudad tras ciudad, y no lo deseaba. Ya tenía la supremacía en Grecia y tenía poco que ganar de una lucha continua. En verdad, era muy probable que tuviese mucho que perder. En 390 a. C., por ejemplo, unos 600 espartanos pasaron cerca de la hostil Corinto. Se sintieron seguros, pues, por lo común, ningún contingente era tan insensato como para atacar a tantos hoplitas espartanos juntos. Pero dentro de Corinto había un general ateniense, Ifícrates, que comandaba un contingente formado por un nuevo tipo de combatíentes. Tenían armas ligeras y eran llamados peltastas, por el escudo ligero, pelta, que llevaban. Si hubiesen luchado con los hoplitas en un combate a pie firme, indudablemente habrían sido aplastados, como habían sido aplastados los persas una y otra vez con su ligero armamento. Pero Ifícrates utilizó las virtudes de la armadura ligera, no sus defectos. La armadura ligera permitía a los peltastas moverse rápidamente e Ifícrates los había entrenado y ejercitado cuidadosamente para que realizasen ágiles maniobras. Los peltastas salieron en enjambre de Corinto. Los sorprendidos espartanos se volvieron para enfrentarlos y lucharon con su habitual valentía. Pero su pesada armadura los lastraba y fatigaba, mientras que los ligeros peltastas atacaban ya por un lado, ya por otro, eludiendo los torpes contragolpes de los hoplitas. Finalmente, el grupo espartano fue prácticamente destruido. Toda Grecia quedó estupefacta. Los espartanos podían ser arrollados por fuerzas superiores, como en las Termópilas, u obligados a rendirse por hambre, como en Esfacteria, pero allí, en Corinto, habían sido derrotados en una lucha pareja. Por primera vez los griegos (y hasta los espartanos) cayeron en la cuenta de que era posible derrotar a los espartanos por una estrategia superior, si no por superior fuerza y bravura. Esparta comprendió que debía a toda costa establecer una paz que congelara la situación tal como estaba en ese momento, mientras aún tenía la supremacía y para poder conservarla. Una paz semejante sólo podía imponerse por influencia de los barcos y el dinero persa. Por ello, Esparta entró en negociaciones con Persia y en 387 a. C. concluyó la Paz de Antálcidas, por el nombre del general espartano que había sido el principal representante de la ciudad en las negociaciones. Esparta tuvo que acceder a devolver a Persia todas las ciudades griegas de Asia Menor. Así, se anuló parcialmente la victoria sobre Jerjes de un siglo antes, y en una época en que Persia era mucho más débil que en tiempos de Jerjes. Pero Persia había aprendido la lección y usó de mano blanda. Las ciudades conservaron en gran medida su autonomía, en lo concerniente a su gobierno interno. Mediante la paz, Persia garantizaba la libertad de todas las ciudades griegas. En lo que a los espartanos concernía, esto significaba que debían deshacerse todas las uniones entre ciudades griegas (aunque fuesen voluntarias), pues cada ciudad separada debía ser «libre». Así, Corinto y Argos tuvieron que romper su unión, y la ciudad de Mantinea en Arcadia se vio obligada a disolverse en cinco aldeas. De este modo, Esparta se aseguraba de que el resto de Grecia sería débil, mientras que ella, por supuesto, ni por un momento pensó en dar libertad a ninguna de las ciudades de Laconia o Mesenia. El principal objetivo de Agesilao era Tebas, que lo había humillado en Aulis. Era la cabeza de la Confederación Beocia, y Agesilao exigió que ésta se disolviese, para que sus diversas ciudades quedasen libres. Tebas se negó, pero algunos oligarcas tebanos, de simpatías muy proespartanas, se apoderaron de la Cadmea (de Cadmo, fundador legendario de la ciudad). Esta era la fortaleza central de la ciudad, como la Acrópolis era el fuerte central de Atenas. Los oligarcas entregaron la Cadmea a Esparta, que la ocupó en 382 a. C. Mientras las tropas estuvieron allí, Tebas fue territorio ocupado y tan humillada como Agesilao deseaba. Por el momento, Esparta tenía la supremacía y, al menos en Grecia, estaba en la cúspide de su poder.

La caída de Esparta:
Pero el odio de Agesilao le había llevado demasiado lejos. Una Tebas libre podía haber sido partidaria de Esparta, pero con tropas espartanas en la Cadmea, Tebas fue permanentemente hostil y sólo esperaba el día en que pudiera expulsar a las tropas espartanas. Durante cuatro años, Tebas sufrió bajo el yugo espartano, hasta que entró en acción el tebano Pelópidas. Había estado exiliado en Atenas desde la ocupación de la Cadmea, pero ahora volvió para dirigir una conspiración. En 378 a. C., él y un pequeño grupo de hombres, disfrazados de mujeres, se unieron a un festín que daban los comandantes espartanos. A último momento, un traidor tebano envió un mensaje al general espartano para delatar la conjura. Cuando se le dijo al general espartano que la nota se refería a un asunto urgente, respondió: «Los asuntos, para mañana», e hizo a un lado la nota sin leerla. Para él, no hubo mañana. Las «mujeres» sacaron sus cuchillos e hicieron una matanza con los espartanos. En la confusión que siguió, los tebanos atacaron la Cadmea, y los espartanos, desconcertados por el repentino asesinato, la entregaron. (Probablemente podían no haberlo hecho, y los comandantes espartanos que se rindieron fueron ejecutados al volver a Esparta, pero no por eso se recuperó la Cadmea.) Tebas se alió una vez más con Atenas contra Esparta. Fue una formidable alianza, pues Atenas estaba recuperando gradualmente las islas del Egeo y las ciudades de la costa egea septentrional, de modo que se estaba reconstituyendo la vieja confederación, después de treinta años. Pero esta vez Atenas aprendió la lección, pues no trató de dominar a sus aliadas como había hecho bajo Pericles. Esparta no podía permitir que Tebas y Atenas se unieran contra ella; la guerra comenzó nuevamente. Pero Tebas estaba ahora en buenas manos. En la historia pasada, los tebanos no se habían destacado por su capacidad, su encanto o su inteligencia. En verdad, los ágiles atenienses usaban la palabra «beocio» como un adjetivo que significaba «estúpido». Pero ahora no uno, sino dos hombres notables aparecieron a la cabeza de los tebanos. Uno de ellos era Pelópidas, que había encabezado la conspiración y liberado la ciudad. El otro era el mejor amigo de Pelópidas y un hombre aún más notable, Epaminondas. Organizó un grupo especial de soldados tebanos, comprometidos a combatir hasta la muerte. Estos constituían la «Hueste Sagrada». Con ellos al frente del ejército tebano, Epaminondas pudo mantener a raya a los espartanos. Entre tanto, los atenienses lograban victorias en el mar. Los espartanos equiparon barcos destinados a interceptar los navíos que llevaban cereal a Atenas. De este modo esperaban cortar el cordón umbilical ateniense. Pero en 376 a. C., la flota espartana fue a su vez interceptada en Naxos por una flota ateniense y casi completamente destruida. Después de esto, los barcos espartanos desaparecieron para siempre del mar. Pero en los años siguientes la suerte cambió. Siracusa devolvió la ayuda que había recibido de Esparta en los días de la invasión ateniense enviando barcos en socorro de Esparta. Una vez más, la situación llegó al habitual punto muerto y, en 371 a. C., estaban creadas todas las condiciones para la paz. Pero, nuevamente, el odio de Agesilao por Tebas intervino y condujo a Esparta a la ruina, esta vez para siempre. Agesilao insistió en que cada ciudad de Beocia firmase separadamente y afirmó que no haría la paz si Tebas se empeñaba en firmar por todas. Por consiguiente, la paz sólo se firmó entre Esparta y Atenas; Esparta y Tebas siguieron en guerra. Ahora Agesilao había logrado lo que ansiaba desde hacía tiempo: Tebas aislada y superada numéricamente, de modo que podía ser aplastada. En 371 a. C., el ejército espartano conducido por Cleómbroto, el rey que había sucedido a Pausanias al morir éste en 380 a. C., marchó hacia el Norte. Nadie dudaba en Grecia de que Tebas estaba perdida. Pero Epaminondas estaba elaborando sus propios planes. Comúnmente, cuando los griegos libraban una batalla, disponían a sus hombres en un amplio despliegue de escasa profundidad, de sólo ocho filas a lo sumo, de modo que aun los hombres de la retaguardia podían luchar contra el enemigo. En una batalla semejante era prácticamente seguro que los espartanos ganarían, ya que, soldado por soldado, los espartanos eran mejores. Y en este caso parecía doblemente seguro, pues los espartanos superaban en número a los tebanos. Pero Epaminondas dividió su ejército en tres partes. Dispuso el centro y la derecha según la formación habitual, pero ordenó la parte izquierda (que enfrentaría a la principal fuerza de combate espartana) en una columna de cincuenta filas de profundidad. Los hombres de la retaguardia de la columna no tendrian que combatir. Estaban allí solamente como peso. Esta profunda columna, al cargar sobre las líneas espartanas, esperaba Epaminondas, penetraría en ellas al igual que un tronco usado como ariete. El centro y la derecha permanecerían en reserva y sólo atacarían otras partes de las filas espartanas después de que la derecha enemiga quedase reducida a la confusión. La columna de Epaminondas fue llamada la «falange tebana», de una palabra griega que significa «leño». Los dos ejércitos se encontraron en la aldea de Leuctra, a 15 kilómetros al sudoeste de Tebas. Los espartanos estudiaron la extraña formación tebana y profundizaron sus propias líneas hasta formar doce filas, pero esto no fue suficiente. La falange tebana cargó y todo ocurrió exactamente como lo había planeado Epaminondas. Las líneas espartanas se quebraron y el ejército fue presa de la confusión. Murieron mil espartanos, incluido Cleómbroto, el primer rey espartano muerto en acción desde Leónidas en las Termópilas, un siglo antes. Tebas obtuvo una victoria completa y la hegemonía espartana terminó para siempre. Había ocurrido durante el «reinado cojeante» de Agesilao, como había predicho el oráculo. Esparta nunca volvió a dominar Grecia. En adelante, apenas pudo proteger su propio territorio. Los aliados peloponenses de Esparta la abandonaron de inmediato. Las ciudades de Arcadia se unieron en una Liga Antiespartana y, como ciudad capital de la Liga, fundaron (a sugerencia de Epaminondas) Megalópolis, que significa «gran ciudad», en 370 a. C. Estaba situada casi exactamente en el centro del Peloponeso, inmediatarnente al norte de los dominios espartanos. Agesilao condujo un ejército hacia Arcadia, pero los arcadios enseguida apelaron a Tebas, Ahora, por vez primera, no fue un ejército espartano el que marchó hacia el Norte para castigar a una u otra ciudad, sino un ejército tebano el que marchó hacia el Sur para castigar a Esparta. Y Esparta, horrorizada, descubrió que apenas podía resistir. Durante muchos años, su modo de vida había estado sufriendo una continua decadencia y fueron cada vez menos los ciudadanos que caminaban por sus calles. Sin saberlo, cada vez más había llegado a depender de su reputación y de sus aliados. Al esfumarse su reputación en Leuctra y al desertar sus aliados, no le quedaba más que un pequeño ejército, casi inútil. Epaminondas arrancó a Mesenia de Esparta, anulando las grandes victorias de tres siglos antes que habían puesto los cimientos de la grandeza espartana. Mesenía fue hecha independiente y, alrededor de la vieja fortaleza del monte Itome, donde un siglo antes habían estado asediados los ilotas, se fundó en 369 a. C. la ciudad de Mesene. Esparta fue reducida solamente a Laconia y quedó rodeada totalmente por mortales enemigos. Pero desde fuera del Peloponeso llegó la ayuda que impidió la total destrucción de Esparta. Atenas, inquieta ante el creciente poder de Tebas, se puso del lado de Esparta. También Siracusa envió soldados. Con esta ayuda, Esparta, bajo la tenaz e intrépida conducción de Agesilao, logró salvar Laconia, pese a otras dos invasiones de Tebas. (En ese momento, como veremos más adelante, Tebas estaba dedicando grandes esfuerzos a realizar expediciones militares al Norte, y sólo parcialmente podía utilizar su potencia contra Esparta.) En 362 a. C., Tebas se decidió a hacer un esfuerzo supremo para resolver la cuestión del Peloponeso de una vez para siempre. Al frente de las fuerzas tebanas, Epaminondas invadió el Peloponeso por cuarta vez. Era intención de Epaminondas tomar Esparta, pero el viejo Agesilao (tenía ya ochenta años de edad) era aún suficientemente espartano como para enfrentarse a los tebanos dispuesto a morir luchando por la ciudad. Epaminondas decidió no poner a los espartanos entre la espada y la pared. En cambio, mediante maniobras posteriores, provocó una batalla cerca de la ciudad de Mantinea. Esta vez Tebas combatía contra las fuerzas aliadas de Esparta y Atenas, y una vez más Epaminondas apeló a su falange tebana. Los espartanos no habían aprendido cómo contrarrestarla. Nuevamente, la columna móvil penetró en las líneas enemigas y las desbarató; y, nuevamente, Tebas logró una victoria total. Sin embargo, la victoria fue desastrosa para Tebas, pues en el momento en que el enemigo estaba en huida, una jabalina lanzada al azar alcanzó a Epaminondas y lo mató. Sin Epaminondas (y sin Pelópidas, que también había muerto en el Norte), Tebas no podía sino descender del primer rango. Se dirimieron las cuestiones manteniendo el status quo en el Peloponeso y continuó el punto muerto. Agesilao, siempre combatiendo por Esparta con todos los medios a su alcance, finalmente se vio obligado a contratarse como mercenario a fin de reunir el dinero que permitiera a Esparta entrar en escena al viejo estilo. Egipto se rebeló una vez más contra Persia. Agesilao le ofreció sus servicios y desembarcó en Egipto con un contingente, Pero ni siquiera Agesilao podía luchar eternamente contra la vejez y en 360 a. C. murió. En su juventud, había presenciado el apogeo de Atenas bajo Pericles. Había visto a Esparta derrotar a Atenas y alcanzar ella la cúspide del poder. Había visto cómo la derribaban de esa cúspide en una sola batalla y había luchado durante diez años para impedir su total destrucción. Y ahora moría en tierra extranjera, en un vano esfuerzo por recuperar lo que ya nunca se podría recuperar. (Asimov)


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