Persia             

 

Persas Persia:
(600 a.c 651 d.c) Tras la conquista de Alejandro en el siglo IV a.C. y el subsiguiente desmoronamiento de su imperio en siglos posteriores, el Imperio Persa se había reunificado. Los persas llevaban luchando contra los romanos desde el siglo III d.C. El Imperio Persa se extendía desde Mesopotamia a la India y desde el Mar Caspio hasta el Golfo Pérsico, lo que abarca los actuales estados de Irak, Irán y Afganistán. Lucharon contra los romanos y más tarde contra los bizantinos por el control de los territorios de las actuales Siria, Turquía, Palestina, Israel, Egipto y Arabia. La capital del Imperio Persa era Ctsesiphon, actualmente Bagdad. Territorios muy alejados, pero históricamente vinculados al Próximo Oriente, padecen situaciones análogas en este traumático paso a la Edad del Hierro. En efecto, en los países situados al este de Mesopotamia se ha ido produciendo lentamente, desde antes del cambio de Milenio, la penetración de los indoiranios, de entre los que van a destacar dos pueblos asentados en la parte occidental del Irán: los medos y los persas, que relativamente pronto se van a organizar bajo la forma monárquica como reflejo de la realidad circundante. A finales del siglo VII el reino medo comienza a intervenir activamente en la política mesopotámica y gracias a su alianza con Babilonia consigue tomar Nínive en 612, lo que marca el principio del fin de Asiria y el auge de Media y Babilonia. Sin embargo, a mediados del siglo VI Media es absorbida por la dinastía Aqueménida, artífice del Imperio Persa, que comienza así una irresistible expansión y que culmina antes de la conclusión del siglo con la anexión de todos los territorios que forman parte del Próximo Oriente, incluido Egipto, que ya antes había experimentado la conquista asiria. Por tanto, podemos afirmar que la segunda mitad del I Milenio no va a ser más que la historia del Imperio Persa, con sus vicisitudes locales, hasta que desaparezca ante el fulminante avance del ejército macedónico capitaneado por Alejandro Magno.

Alejandro Irrupción de Alejandro:
El triunfo del macedonio aún es causa de perplejidad, pues el potencial en el que se fundaba el poderío del Gran Rey y el del dinasta eran tan abismalmente desequilibrados que no se puede achacar exclusivamente a la capacidad táctica de Alejandro o al arrojo de sus soldados el resultado de la confrontación. En realidad, Alejandro no hace más que someter a una prueba irresistible al Imperio Persa: la de la coherencia de sus estructuras. Y éstas se manifestaron tan frágiles que nuestro asombro ahora está causado por la posibilidad de haber mantenido la ficción imperial de un modo tan inconsistente.

Los romanos hicieron diversos intentos por subyugar a los persas durante los siglos III y IV, y finalmente firmaron un tratado de paz en el año 364 por el cual los persas consolidaban su hegemonía en el este y en el norte. Los persas comenzaron sus ataques contra el imperio bizantino en Siria, Palestina, Egipto y la actual Turquía. La guerra entre las dos potencias sufría continuos avances y retrocesos. Los persas sitiaron Bizancio sin éxito en el año 626. Un año después, los bizantinos invadieron Persia. Finalmente, y ya exhaustos, firmaron la paz en el año 628. Los persas no estaban preparados para los furibundos ataques islámicos del siglo VII. La dinastía Sasánida de Persia pereció en la lucha en el 636. La capital persa no tenía defensas comparables a las de Constantinopla. En el 651, toda Persia estaba en manos de los musulmanes.

Persas Estructura del imperio:
La base de la estructura económica era la tierra que, al menos teóricamente, pertenecía en su totalidad al rey. En realidad estaba dividida en tierras propiamente reales, incluyendo bienes raíces, minas y bosques y, por otra parte, señoríos, ocupados por gobernadores locales o tribus, sobre los que el rey tenía un control nominal. Las concesiones reales de tierra estaban relacionadas con las obligaciones militares de los súbditos formando, especialmente en Egipto y Asia Menor, verdaderas colonias militares. Por su parte, los señoríos constituían distritos tributarios, donde poco a poco la economía monetaria iba sustituyendo a los antiguos sistemas de recaudación en especie. En aquellos lugares, como por ejemplo Babilonia, donde los templos habían desempeñado una importante función económica siguieron teniendo el control de la recaudación tributaria, y esto, además, era más frecuente en las zonas de grandes dominios territoriales. En cambio, en otros lugares la pequeña propiedad ocupaba una posición relativamente importante, debido al propio desarrollo social y a su propia experiencia histórica. La explotación de las grandes propiedades se realizaba mediante campesinos libres y siervos, frecuentemente adscritos a la tierra. Sus condiciones de trabajo permitían el absentismo del propietario. En su lugar, los administradores ejercían el control de la explotación, lo que provocaba permanentes conflictos que contribuían al malestar y a la inestabilidad social. La industria artesanal florecía en los principales centros urbanos, cuya prosperidad era consecuencia de la ampliación numérica de los consumidores. En la producción artesanal a gran escala el trabajo no libre constituía la principal fuerza productiva. Por otra parte, el equipamiento del ejército, la construcción naval y otras actividades de importancia similar ocupaban una abundante mano de obra, costeada en gran medida por el tesoro público, que, a su vez, se nutría de las recaudaciones tributarias a las que estaban sometidos tanto las administraciones locales, como la producción o incluso los individuos particulares. Frecuentemente los particulares requerían créditos, que podían ser obtenidos en entidades públicas o privadas, encargadas además de transportar el dinero o los bienes. La garantía del préstamo se basaba en las propiedades personales. Entre los centros de crédito públicos cabe citar tanto los templos como las tesorerías reales situadas en los centros de la administración territorial. El florecimiento de la banca privada pone de manifiesto que la actividad mercantil era extraordinaria en el Imperio Persa, que la demanda de capital era abundante y que, en general, los tipos de interés eran asequibles para quienes hacían uso de estos servicios. Sin embargo, al mismo tiempo permite concluir que el Estado no se hacía cargo, con la suficiente desenvoltura, de las necesidades de crédito y efectivo que requería la población. El sistema tributario era muy complejo y puesto que el gasto público era inmenso, la presión fiscal había de ser muy acusada y la inflación incesante, lo que repercute en la desestructuración previa al desmoronamiento del imperio. Seguramente Darío estableció las bases del sistema de financiación del Estado basado en los impuestos aplicados a las administraciones provinciales, que estaban gravadas siguiendo cálculos detallados de su producción, según puede leerse en Heródoto (III, 89, ss.). Muchas actividades estaban sometidas también a la presión fiscal, como el desplazamiento de bienes a través de los portazgos o de los impuestos portuarios; el cambio de titularidad de bienes, por herencia o compraventa; e incluso la mera propiedad de bienes, el patrimonio, era gravado habiéndose de satisfacer impuestos por el ganado, los esclavos y otros tipos de bienes. En general, la carga impositiva de cualquier concepto solía oscilar en torno al veinte por ciento. Los pagos se realizaban habitualmente en especie en el centro de recaudación local. Para facilitar los pagos, Darío unificó los sistemas de pesos y medidas de todo el Imperio y creó una moneda real, a imitación de la de Lidia, el dárico, una pieza de oro de ocho gramos y medio. Pero no implantó una economía monetaria. En el Imperio Persa coexistieron, pues, distintas formas de producción, entre las que destaca la servidumbre territorial. Ahora bien, no se puede establecer una relación causal entre dominantes y dominados con su adscripción étnica, pues las antiguas oligarquías nacionales se mantuvieron, por lo general, en su privilegiada situación, mientras que en los puestos intermedios había burócratas de diversas procedencias, babilonios, judíos, egipcios e incluso griegos. En tal condición sustentaban el complejo aparato estatal, ramificado por todo el territorio y convergente en un núcleo rector centralizado. De esta manera, el Imperio Persa obligaba a una sobre intensificación de la explotación de los trabajadores dependientes, cuyas revueltas eran canalizadas por las oligarquías locales contra el poder central, como fuerzas centrífugas de carácter nacionalista. En consecuencia, la sociedad está muy articulada a partir de dos situaciones básicas: una minoría privilegiada, con notables diferencias internas, y una inmensa mayoría con diferentes estatutos jurídicos que van desde el propietario libre hasta el esclavo, pasando por libres dependientes y otras situaciones intermedias, que constituyen la base de las relaciones sociales.

Por lo que respecta al aparato del Estado, se atribuye a Darío la reforma administrativa que introduce el sistema de las satrapías, un ensayo de equilibrio entre la autonomía local y el poder central, ostentado por el Gran Rey, delegado de la divinidad, según el pensamiento próximo-oriental. Pero frente a éste, el monarca no es representante único del dios nacional, sino que mantiene una actitud tolerante, por lo general, lo que provoca una cierta frustración en el clero iranio, que alcanza su punto mas enconado en la supuesta usurpación de Gaumata. Por ello, Darío se vio obligado a emprender una política de reforma religiosa destinada a devolver el equilibrio roto durante el reinado de Cambises. Desde el punto de vista administrativo resulta sorprendente la ausencia de capital única en el Imperio Persa. La corte persa era itinerante, debido quizá a la necesidad del control efectivo de tan vasto territorio, quizá también por factores climáticos y, sin duda, por la falta de tradición de capitalidad entre los pueblos iranios, asociada al prestigio de muchas de las ciudades que habían sido incorporadas; ninguna de estas razones es satisfactoria por sí sola, pero en conjunto dan una aproximación plausible. La universalidad, como propaganda de la monarquía persa, explica la preservación de aquellas ciudades que en otro momento habían sido de algún modo capitales de imperios; ese sistema de integración era perfectamente coherente con la ideología desarrollada por la dinastía Aqueménida. Susa, Babilonia, Ecbatana, Pasargada y Persépolis se repartían las funciones de la capital, ofreciendo así una imagen de unidad entre las distintas naciones que configuraban el territorio del Estado, cuya seguridad estaba garantizada por el ejército, instrumento coercitivo básico del Gran Rey para el control efectivo del poder.

El ejército:
En sus orígenes estaba compuesto exclusivamente por guerreros persas; sin embargo, la creación del Imperio permite la incorporación de tropas procedentes de los pueblos sometidos. Cada satrapía contaba con su propio ejército, pero el corazón del Imperio estaba protegido por una tropa especial de diez mil soldados iranios, conocidos como Los Inmortales.

Religión:
Se atribuye a Darío I, en el conjunto de reformas que emprende, la introducción del zoroastrismo, complejo problema histórico, ya que no sabemos prácticamente nada de Zoroastro, el profeta de Ahura Mazda. La información más cercana procede de los gathas del "Yasna", uno de los libros que componen el Avesta, conjunto de textos de diferente origen y cronología. Recientes análisis sobre el "Avesta", ponen de manifiesto que la situación política y social del mundo de Zoroastro está fuertemente impregnada de valores guerreros, con cruentas prácticas religiosas y refleja una distribución espacial de la población fragmentada en los oasis, en los que se realiza una incipiente agricultura, pero cuya base económica es la ganadería. Esta realidad no tiene nada que ver con el Irán Aqueménida, por lo que ha de ser forzosamente anterior. Por distintas razones, la fecha más aceptable actualmente es la que lo sitúa en el tránsito del II al I Milenio, quizá en el siglo X. Por otra parte, el origen de Zoroastro también es controvertido, aunque la mayor parte de los autores acepta una procedencia del Irán Oriental, quizá de Siestán. Y en virtud de todas estas consideraciones podríamos articular la religión irania en tres fases. La primera, correspondería a un sistema politeísta, propio de los nómadas iranios, sujetos a una religión de tipo védico. Después de la consolidación de la población irania en el altiplano, se produciría una modificación en las formas de vida que requeriría una renovación en la ideología; es la que se atribuye a Zoroastro. La última fase correspondería a una recuperación parcial del politeísmo a través de procesos de sincretismo, motivados por las necesidades de la política imperial.

Este mundo complejo, inestablemente articulado, pero sumamente vital es el que fracasa en su intento de crear un Imperio Universal que integrara todos los territorios vinculados a su estructura económica. Su herencia será obra de Alejandro Magno.


Salamina:
Grecia, 480 antes de Cristo. Una tormenta de polvo y sangre avanza por el desfiladero de las Termópilas, sobre los cadáveres de Leónidas y sus legendarios 300. Navíos persas se acercan por el Egeo agitando sus tentáculos de madera. Nubes de flechas cubren el sol. Por tierra, mar y aire, el rey Jerjes despliega el ejército más grande que ha visto el mundo antiguo. Una procesión de muerte aplastará las ciudades-Estado griegas. Han osado rebelarse contra un imperio que se extiende de Egipto a la India. Ha sido un verano de Juegos Olímpicos. Pero los dioses del Olimpo, que 10 años atrás habían ayudado a los griegos a frustrar la invasión del rey Darío en la batalla de Maratón, parecen haber abandonado ahora a los suyos. Jerjes ha retomado el sueño vengativo de su padre. Y, esta vez, la suerte parece sonreír a los persas. En las Termópilas, un traidor les ha guiado secretamente hasta la retaguardia griega. Y, tras tres días de heroica resistencia, los espartanos son masacrados. Se cumple la profecía del oráculo de Delfos: morirá el rey de Esparta, descendiente de Hércules. Anticipando una muerte segura, Leónidas se había llevado solo a soldados que dejaran hijos vivos. Acorralada, Atenas es un coro trágico de voces discordantes. El cálculo frío invita a la rendición. La emoción caliente exige un combate terrestre, como en Maratón. Temístocles toma la palabra, señalando un camino intermedio, astuto y a la vez pasional. Exige un sacrificio extremo: evacuar la amada Atenas, que será destruida por los persas, y refugiarse en la isla de Salamina. Sabedor de las ansias persas por una victoria rápida, Temístocles les invita a una batalla naval en el estrecho de Salamina. Allí, los barcos persas pagarán su superioridad numérica, bloqueándose unos a otros. Y las naves griegas compensarán su inferioridad con solidaridad y patriotismo. Temístocles había creado una flota abierta a unas clases populares que, hasta entonces, habían visto pasar la historia a su lado, pues incluso en Maratón el protagonismo había sido para la aristócrata infantería. Sintiéndose héroes, los empoderados marinos griegos se lanzaron con furia contra los más numerosos barcos persas, demostrando que la fuerza colectiva puede ser más que la suma de los individuos. Su victoria salvó la incipiente democracia ateniense y cambió el curso de la historia. Salamina fue el resultado de un equilibrio de virtudes. Temístocles ajustó los valores que, gracias a pensadores posteriores, conocemos como las cuatro virtudes cardinales: el coraje, la templanza, la prudencia y la justicia. Coraje para pelear contra el más fuerte; templanza para dejar que Atenas ardiera; prudencia para buscar el combate en circunstancias favorables, y la justicia de hacer frente al opresor. Si se hubiera dejado llevar por una sola virtud, Temístocles habría fracasado. Porque seguir una sola virtud es un vicio. Temístocles se basó en la experiencia —había sido general en Maratón— pero no se dejó arrastrar por el pasado e ideó una respuesta nueva. Conocía los números, pero también el poder de la motivación para ir más allá de lo que está escrito. La victoria de Salamina no fue épica ni estratégica, sino una sinergia de ambas. Una estrategia épica. ¿Qué hubiéramos hecho nosotros? Si Atenas hubiera estado gobernada por nuestros dirigentes actuales —y asesorada por economistas y politólogos con nuestros másteres en Prudencia y sofisticados cálculos estadísticos— no habríamos combatido en Salamina. Los datos lo habrían desaconsejado. Nos hubiéramos sometido al Imperio Persa no en 480, sino ya años atrás, cuando el rey Darío había enviado a sus embajadores, a sus hombres de negro, pidiendo tributo a las ciudades-Estado griegas. No podemos frenar las fuerzas de la historia; No Hay Alternativa, declamaríamos frente al irritado populacho ateniense. Dedicaríamos nuestros sesudos intelectos a conseguir unos buenos términos de rendición para la economía del país. Y, de paso, para nosotros. Por fortuna, Temístocles y los dirigentes griegos no se dejaron llevar solo por sus analistas. De hecho, eran los persas quienes podían pagar a los mejores expertos e ingenieros, como los que construyeron el canal y el puente móvil que permitieron a las tropas de Jerjes cruzar de Asia a Europa. Y, curiosamente, el círculo de Jerjes destilaba la misma arrogancia de los expertos que la Administración de Kennedy-Johnson en Vietnam o la de Bush en Afganistán-Irak: ¿cómo es posible que los pobres atenienses no se rindan dada su manifiesta inferioridad? Los griegos tenían analistas, pero también poetas. Papeles académicos, pero también poemas homéricos. Narraciones que transmitían los códigos morales del pasado y los adaptaban a los dilemas del momento. Obras de ficción que ayudaban a entender cómo aquello que nos hace mejores, como el coraje de Aquiles, también nos puede viciar, desencadenando desgracias colectivas. El naciente teatro griego permitió a los ciudadanos empatizar con sus enemigos, poniéndose en la piel de los persas; cuestionarse a los líderes heroicos; y confiar en sus propias fuerzas. Los análisis militares, o económicos, son importantes, pero el guion moral de una sociedad lo escriben sus artistas y pensadores. El arte deposita en nuestras conciencias imágenes sobre qué es lo correcto y lo incorrecto. Imágenes que sedimentan y moldean nuestro comportamiento. Los retos de la globalización —menos sanguinaria que el ejército de Jerjes, pero percibida por muchos como una invasión— exige también una estrategia épica. Que ofrezca, y que pida, a los ciudadanos prudencia, coraje, templanza y justicia. Que combine la evidencia del pasado con la visión de un futuro no escrito. Que empodere a quienes ahora se sienten víctimas de unas fuerzas que no pueden controlar para que tomen las riendas, o los remos, de su destino. Nuestros políticos no leen poesía. Y nuestros poetas y escritores parecen más inclinados a hacer análisis políticos —algo para lo que no están preparados y donde suelen cometer errores de bulto— que a representar en carne y hueso los grandes conflictos morales que luego rumiaremos todos. Tenemos vívidas narraciones de la miseria humana, de la crisis económica y de la corrupción política. Venden bien, porque los retratos de los vicios humanos, por comparación, nos hacen sentir mejores. Pero andamos escasos de imágenes de la grandeza humana. Venden mal, porque los relatos de las virtudes humanas, por comparación, nos ponen frente al espejo de nuestras carencias. Tenemos mucha ficción oscura e individualista. Pero poca ficción esperanzadora y trascendente de la que necesitamos para recomponer una sociedad fracturada. Faltan poetas de Salamina. (Víctor Lapuente Giné, 28/08/2016)

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