El Caballo de Troya             

 

Acrópolis: Partenón El Caballo de Troya:
El relato más célebre del mundo occidental, prototipo de todos los cuentos de conflicto humano, epopeya que pertenece a todos los pueblos y a todos los tiempos desde que empezó la literatura —y en realidad, desde antes—, contiene la leyenda, con o sin algún vestigio de fundamento histórico, del Caballo de Troya. La Guerra de Troya ha aportado temas a toda literatura y pintura posteriores, desde la desgarradora tragedia de Las troyanas, de Eurípides, hasta Eugene O'Neill, Jean Giraudoux y los escritores de nuestro tiempo. Por medio de Eneas, en la secuela de Virgilio, nos dio al legendario fundador y la epopeya nacional de Roma. Tema preferido de los romanceros medievales, dio a William Caxton el material del primer libro impreso en inglés, y a Chaucer (y después a Shakespeare) el ambiente, si no el relato, de Troilo y Cresida. Racine y Goethe trataron de analizar el miserable sacrificio de Ifigenia. El inquieto Ulises inspiró a escritores tan distintos como Tennyson y James Joyce. Casandra y la vengadora Electra han sido protagonistas de teatro y ópera alemanes. Unos treinta y cinco poetas y estudiosos han hecho traducciones al inglés, desde que George Chapman, en tiempos isabelinos, descubrió esta veta de oro. Incontables pintores han encontrado irresistible la escena del Juicio de Paris, y otros tantos poetas han caído bajo el hechizo de la belleza de Helena. Toda la experiencia humana se encuentra en el relato de Troya, o Ilión, al que Homero, antes que nadie, dio forma épica, cerca de 850-800 a.C. Aunque los dioses son los motivadores, lo que nos revelan acerca de la humanidad es básico, aun cuando —o, tal vez debamos decir porque— las circunstancias son antiguas y primitivas. Ha permanecido en nuestras mentes y nuestras memorias durante 28 siglos porque nos habla de nosotros mismos, incluso cuando somos menos racionales. En opinión de otro narrador, John Cowper Powys, refleja “lo que ocurrió, lo que está ocurriendo y lo que nos ocurrirá a todos, desde el principio mismo hasta el fin de la vida humana sobre la Tierra”.

Troya cae, al fin, tras diez años de lucha vana, indecisa, noble, infame, llena de triquiñuelas, enconada, celosa y sólo ocasionalmente heroica. Como instrumento culminante de la caída, el relato presenta el Caballo de Madera. El episodio del Caballo ejemplifica una política seguida en contra del propio interés, ante advertencias y una opción viable. Al aparecer en esta antiquísima crónica del hombre occidental, sugiere que la prosecución de esa política es un hábito antiguo e inherente al hombre. El relato aparece por primera vez, no en la Ilíada, que termina antes del clímax de la guerra, sino en la Odisea, por boca del bardo ciego Demodoco, que, a petición de Odiseo, narra las hazañas al grupo reunido en el palacio de Alcinoo. Pese a que Odiseo alaba los talentos narrativos del bardo, el relato es muy escuetamente narrado, como si los hechos principales ya fuesen conocidos. En el poema, el propio Odiseo le añade ciertos detalles y, en lo que parece un increíble vuelo de la fantasía, también se los añaden otros dos participantes: Helena y Menelao.

Añadidos posteriores a Homero:
Rescatado por Homero de las nieblas y los recuerdos más vagos, el Caballo de Madera instantáneamente captó la imaginación de sus sucesores en los dos o tres siglos siguientes, inspirándolos a elaborar el episodio, sobre todo, y de manera importante, por la adición de Laocoonte en uno de los incidentes más notables de toda la epopeya. Aparece por primera vez en la Destrucción de Troya, por Artino de Mileto, pero compuesto probablemente cerca de un siglo después de Homero. El papel dramático de Laocoonte, que personifica la Voz de la Prudencia, ocupa el lugar central en el episodio del Caballo en todas las versiones siguientes. El relato completo, tal como lo conocemos, del truco que finalmente logró la caída de Troya, surgió en la Eneida de Virgilio, completada en el año 20 a.C. Para entonces, el relato incluía las versiones acumuladas durante más de mil años. Surgidas en distritos geográficamente separados del mundo griego, las varías versiones están llenas de discrepancias e incongruencias. La leyenda griega es insuperablemente contradictoria. Los incidentes no necesariamente se atienen a la lógica narrativa; motivos y comportamientos a menudo son irreconciliables. Debemos tomar la historia del Caballo de Troya como se presenta, como Eneas la contó a la arrobada Dido, y como pasó, con nuevas revisiones y retoques de sus sucesores latinos, a la Edad Medía y, de los romanceros medievales, hasta nosotros. Es el noveno año de la indecisa batalla en la llanura de Troya, donde los griegos están sitiando la ciudad del rey Príamo.

Intervención de los dioses en ayuda de sus favoritos:
Los dioses tienen intereses di rectos en los beligerantes, como resultado de unos celos generados diez años antes cuando París, príncipe de Troya, ofendió a Hera y Atenea al dar la manzana de oro como trofeo de belleza a Afrodita, diosa del amor. Ella, haciendo trampa (como los Olímpicos, creados a imagen de los hombres; solían hacerlo), le había prometido que, si le otorgaba el premio, le cedería como novia a la mujer más bella del mundo. Esto condujo, como todo el mundo lo sabe, a que París raptara a Helena, esposa de Menelao, rey de Es parta, y a que se formara una federación encabezada por su hermano, el rey de Grecia, Agamenón, para exigir la vuelta de Helena. Cuando Troya se negó, sobrevino la guerra. Los dioses, tomando partido y apoyando sus favoritos, poderosos pero inconstantes, hacen surgir imágenes engañosas, modifican el desarrollo de las batallas a conveniencia de sus deseos, murmuran, falsifican, hacen trampas y hasta inducen a los griegos, mediante engaño, a continuar el sitio cuando ya estaban dispuestos a remediar las cosas y retornar; así los dioses mantienen ocupados a los combatientes, mientras los héroes mueren y las tierras sufren. Poseidón, dios del mar, de quien se decía que, con Apolo, había edificado Troya y sus murallas38, se ha vuelto contra los troyanos porque su primer rey no le pagó su trabajo y, además, porque ellos lapidaron a un sacerdote de su culto por no haber ofrecido los sacrificios necesarios para embravecer las olas contra los invasores griegos. Apolo, en cambio, aún favorece a Troya como su protector tradicional, tanto más cuanto que Agamenón lo ha enfurecido al apoderarse de la hija de un sacerdote de Apolo, para llevarla a su lecho. Atenea, la más ajetreada e influyente de todos, es implacable enemiga de los troyanos y partidaria de los griegos, por causa de la ofensa original de Paris. Zeus, señor del Olimpo, no toma parte muy decididamente, y cuando uno u otro miembro de su extensa familia lo llama, es capaz de ejercer su influencia en favor de cualquier bando.

Odiseo urde el engaño:
Furiosos y desesperados, los troyanos lloran la muerte de Héctor, muerto por Aquiles, quien brutalmente arrastra su cadáver, atado de los talones, tres veces en torno de las murallas, entre el polvo de las ruedas de su carro. Los griegos no están mejor. El airado Aquiles, su más grande guerrero, muere cuando Paris dispara una flecha envenenada contra su talón vulnerable. Su armadura, que debe entregarse al más meritorio de los griegos, es entregada a Odíseo, el más sabio, y no a Áyax, el más valeroso, por lo que Ayax, enloquecido por el insulto a su orgullo, se da muerte. La moral de sus compañeros decae y muchos de los griegos aconsejan la partida, pero Atenea los contiene. Por consejo suyo, Odiseo propone un último esfuerzo para tomar Troya por medio de una estratagema: construir un gran caballo de madera, de tamaño suficiente para contener 20 o 50 hombres armados (o, en algunas versiones, hasta 300) ocultos en el interior. Según su plan, el resto del ejército simulará embarcarse de regreso a la patria mientras, que, de hecho, ocultarán sus naves, frente a las costas, tras la isla de Ténedos. El Caballo de Madera tendrá una inscripción que lo consagre a Atenea, como ofrenda de los griegos, para que ella los ayude a volver sanos y salvos a su patria. La figura deberá causar la veneración de los troyanos, para quienes el caballo es un animal sagrado y quienes bien podrán llevarlo a su propio templo de Atenea dentro de la ciudad. De ser así, el velo sagrado que, según decíase, rodeaba y protegía la ciudad, quedará desgarrado, los griegos ocultos saldrán, abrirán las puertas a sus compañeros, llamados por una señal, y así aprovecharán su última oportunidad. Obedeciendo a Atenea, que se aparece en un sueño a un tal Epeyo, ordenándole construir el Caballo, el “engaño” se completa en tres días, ayudado por el. “divino arte” de la diosa. Odiseo persuade a los jefes, un tanto renuentes, y a los soldados más valerosos a entrar, mediante cuerdas, por la noche, y ocupar sus lugares “a medio camino entre la victoria y la muerte”. Al amanecer, unos exploradores troyanos descubren que el enemigo ha levantado el sitio y se ha ido, dejando tan sólo, a sus puertas, una figura extraña y aterradora. Príamo y su consejo salen a examinarlo y entablan una angustiada discusión, las opiniones se dividen. Creyendo en la inscripción, Timetes, uno de los ancianos, recomienda llevar el caballo al templo de Atenea, dentro de la ciudadela. “Más sagaz”, Capis, otro de los ancianos, se opone, diciendo que Atenea ha favorecido durante demasiado tiempo a los griegos, y Troya haría mejor en quemar la supuesta ofrenda, allí mismo, o abrirla con hachas encendidas para ver lo que contiene su interior. Esta era la opción factible. Vacilante, pero temeroso de profanar algo que es propiedad de Atenea, Príamo se decide por llevar el Caballo dentro de la ciudad, aunque haya que hacer una brecha en las murallas o, según otra versión, haya que quitar el dintel de las Puertas Esceas, para que pueda entrar. Éste es el primer presagio, pues ya se había profetizado que si se quitaba el dintel de las Puertas Esceas, caería Troya. Del gentío que va formándose, parten voces excitadas: “¡Quemadlo! ¡Arrojadlo al mar, sobre las rocas! ¡Abridlo!”.

La advertencia y muerte de Lacoonte:
Los que son de opinión contraria, gritan igualmente, en favor de conservar lo que consideran como imagen sagrada. Ocurre entonces una dramática intervención. Laocoonte, sacerdote del templo de Apolo, corre desde la ciudadela, gritando alarmado:

Con esta advertencia, cuyo eco nos llega desde el fondo de las edades, arroja con todas sus fuerzas su lanza contra el Caballo, en cuyo flanco queda vibrando, y arranca un quejido a los atemorizados guerreros que hay en su interior. El golpe está a punto de partir la madera, dejando penetrar luz en el interior, pero el destino o los dioses no lo quisieron así; de otro modo, como más adelante dirá Eneas, Troya aún estaría en pie. En el momento en que Laocoonte ha convencido a la mayoría, unos guardias llevan a rastras a Sinón, griego, evidentemente aterrorizado, quien afirma que lo dejaron atrás, por el odio que le tiene Odiseo, pero que en realidad, quedó allí como parte del plan de éste. Cuando Príamo le pide que diga la verdad acerca del Caballo de Madera, Sinón jura que es una auténtica ofrenda a Atenea, que los griegos hicieron deliberadamente tan enorme para que los troyanos no la introdujeran en la ciudad, porque ello significaría una última victoria para Troya. Si los troyanos lo destruyen, se condenarán, pero si lo introducen quedará así segura su ciudad. Los troyanos, convencidos por el relato de Sinón, vacilan entre la advertencia y la falsa persuasión cuando un terrible portento los convence de que Laocoonte estaba en el error. En el momento en que éste advierte que el relato de Sinón no es más que otra trampa, puesta en su boca por Odiseo, dos horribles serpientes se elevan en gigantescas espirales negras, saliendo de las ondas, y avanzan a través de las arenas, Los ojos ardientes, inyectados de sangre y de fuego, Y lamiendo con sus vibrátiles lenguas las silbantes bocas. Mientras la multitud las observa, paralizada de terror, se dirigen directamente a Laocoonte y a sus dos hijos, jóvenes, “desgarran a mordiscos los infortunados miembros”, después enróscanse en torno de la cintura, el cuello y los brazos del padre, y mientras él profiere gritos inhumanos, lo destrozan hasta matarlo. Los espectadores, aterrados, se ven, casi todos ellos, convencidos de que el terrible hecho es justo castigo a Laocoonte por sacrilegio, por haber atacado la que, sin duda, era ofrenda sagrada. Estas serpientes, que causaron dificultad hasta a los poetas antiguos, han desafiado toda explicación; también el mito tiene sus misterios, que no siempre se resuelven. Algunos narradores dicen que fueron enviadas por Poseidón, a petición de Atenea, para demostrar que su odio a los troyanos era igual al de ella. Otros dicen que fueron enviadas por Apolo para advertir a los troyanos de que su fin se acercaba (aunque, puesto que el efecto resultó opuesto, ésta parece una falla de lógica). La explicación que da Virgilio es que la propia Atenea fue responsable, para convencer a los troyanos del relato de Sinón, sellando así su destino, y, como confirmación, hace que las serpientes se refugien en su templo, después del hecho. El problema de las serpientes fue tan difícil que algunos colaboradores de su época sugirieron que el destino de Laocoonte no tenía nada que ver con el Caballo de Troya, sino que se debía al pecado, totalmente ajeno, de haber profanado el templo de Apolo, durmiendo allí con su mujer frente a la imagen del dios. El bardo ciego de la Odisea, que no sabe nada de Laocoonte, simplemente afirma que el argumento en favor de introducir el Caballo tenía que prevalecer, pues estaba ordenado que Troya pereciera; o, como podríamos interpretarlo nosotros, que la humanidad, en la forma de los ciudadanos de Troya, suele seguir una política contraria a sus propios intereses. La intervención de las serpientes no es un hecho de la historia que haya que explicar, sino una obra de imaginación, de las más terribles jamás descritas. Produjo, en mármol retorcido y doliente, tan vívida que casi nos parece oír los gritos de las víctimas, una gran obra maestra de la escultura clásica. Viéndola en el palacio del emperador Tito, en Roma, Plinio el Viejo consideró que era una, obra que “debía preferirse a todo lo que han producido las artes de la cultura y la pintura”48. Y, sin embargo, la estatua no nos revela causa ni significado. Sófocles escribió una tragedia sobre el tema de Laocoonte, pero el texto desapareció, y sus pensamientos se han perdido. La existencia de la leyenda sólo puede decirnos una cosa: que Laocoonte fue fatalmente castigado por percibir la verdad, y advertir de ella.

Apertura de Troya para dar paso al Caballo:
Mientras por órdenes de Príamo se preparan cuerdas y ruedas para introducir el Caballo en la ciudad, otras fuerzas, no nombradas, tratan aún de advertir a Troya. Cuatro veces, ante las puertas de la ciudad, el Caballo se detiene, y cuatro veces, de su interior, suena un chocar de armas, y, sin embargo, aunque esas paradas sean un augurio, los troyanos siguen adelante, “sin atender, ciegos de frenesí”. Tiran las murallas y la puerta, sin preocuparles ya desgarrar el velo sagrado, creyendo que ya no necesitan su protección. En las versiones posteriores a la Eneida, sobrevienen otros portentos: surge un humo manchado de sangre, las estatuas de los dioses lloran, las torres parecen quejarse, doloridas, las estrellas se envuelven en niebla, lobos y chacales aúllan, los laureles se secan en el templo de Apolo, pero los troyanos no se alarman. El destino ha expulsado de sus mentes al temor “para que puedan cumplir mejor su destino, y ser destruidos”. Aquella noche, los troyanos celebran, comen y beben con corazón alegre. Se les ofrece una última oportunidad, una última advertencia. Casandra, la hija de Príamo, posee el don de la profecía, conferido por Apolo que, enamorado de ella, se lo dio a cambio de su promesa de yacer con él. Cuando Casandra, consagrada a la virginidad, violó su promesa, el dios ofendido le echó una maldición, para que sus profecías nunca fuesen atendidas50. Diez años antes, cuando Paris se hizo a la vela rumbo a Esparta, Casandra había previsto ya que su viaje causaría la ruina de su casa, pero Príamo no le prestó atención. “Oh, pueblo miserable”, grita, “pobres insensatos, no comprendéis vuestro negro destino”. Están actuando sin tino, les dice, hacia aquello “que lleva en sí vuestra destrucción”. Ebrios, riendo, los troyanos le dicen que habla demasiado, “exceso de sin sentido”. En la furia del vidente desdeñado, Casandra toma un hacha y una tea ardiente y se precipita contra el Caballo de Madera, pero la detienen antes de llegar a él. Amodorrados por el vino, los troyanos duermen. Sinón sale subrepticia mente de la sala y abre el escotillón del Caballo, para que salgan Odiseo y sus compañeros, algunos de los cuales, envueltos en las tinieblas, han estado llorando bajo la tensión y “temblando sobre sus piernas”. Se separan por toda la ciudad, para abrir las otras puertas, mientras Sinón hace señas a los barcos, con una antorcha.

Matanza de troyanos:
En feroz alegría del triunfo, cuando las fuerzas se unen, los griegos caen sobre sus enemigos dormidos, matando a diestra y siniestra, incendiando las casas, saqueando tesoros, violando a las mujeres. También mueren griegos, cuando los troyanos desenvainan sus espadas, pero los invasores han obtenido la ventaja. Por doquier, corre la sangre negra, cuerpos mutilados cubren la tierra, el murmullo de las llamas se eleva sobre los gritos y los ayes de los heridos y los lamentos de las mujeres. La tragedia es total; no hay heroísmo ni piedad que la mitigue. Pirro (también llamado Neoptolemo) hijo de Aquiles, “enloquecido por su sed de asesinato”, persigue al herido Polites, hijo menor de Príamo, por un corredor del palacio y, “ávido del último golpe”, le corta la cabeza, a la vista de su padre. Cuando el venerable Príamo, resbalando sobre la sangre de su hijo, le arroja débilmente una lanza, Pirro lo mata también a él. Las esposas y madres de los vencidos son indignamente arrastradas, para repartirlas entre los jefes enemigos, junto con el botín. La reina Hécuba corresponde a Odiseo; Andrómaca, esposa de Héctor, al asesino Pirro. Casandra, violada, por otro Ayax en el templo de Atenea, es arrastrada con la cabellera al aíre y las manos atadas, para entregarla a Agamenón y, a la postre, a la muerte por su propia mano, dispuesta a no ceder a su lujuria. Peor aún es el destino de Polixena, otra hija de Príamo, en un tiempo deseada por Aquiles y ahora exigida por su sombra, que es sacrificada sobre la tumba de Aquiles por los vencedores. La mayor tragedia es reservada al niño Astianax, hijo de Héctor y Andrómaca, quien, por órdenes de Odiseo, de que no sobreviva ningún héroe para buscar venganza, es lanzado desde las murallas a la muerte. Troya, saqueada y en llamas, queda en ruinas. El monte Ida gime, y el río Janto llora.

Accidentado regreso de los aqueos:
Entonando cánticos por su victoria, porque al fin ha terminado la larga guerra, los griegos abordan sus naves, ofreciendo a Zeus plegarias, por volver a salvo a su patria. Pocos lo logran, pues el destino, equilibrando las cosas, hace que sufran un desastre paralelo al de sus víctimas. Atenea, enfurecida porque el violador profanó su templo, o porque los griegos, ebrios de triunfo, no le ofrecieron las plegarias debidas, pide a Zeus el derecho de castigarlos y, con el rayo y el trueno, provoca una tormenta en el mar. Los navíos se hunden o se estrellan contra las rocas, las costas de las islas quedan llenas de restos, y el mar, de cadáveres flotantes. Uno de los que parecen ahogados es el segundo Áyax; Odiseo, desviado de su curso, es impulsado por la tormenta y naufraga, quedando perdido durante veinte años; llegando a su hogar, Agamenón es muerto por su infiel esposa y el amante de ésta. El sanguinario Pirro es muerto por Orestes en Delfos. Curiosamente, Helena, la causante de todo, sobrevive intacta, con su belleza perfecta, y será perdonada, por Menelao, para recuperar a su marido real, su hogar y su prosperidad. También Eneas escapa. Por su devoción filial, llevando a su anciano padre a cuestas después de la batalla, Agamenón le permite embarcarse con sus amigos y seguir el destino que le guiará hasta Roma. Con la justicia circular que el hombre gusta de imponer a la historia, un sobreviviente de Troya funda la ciudad Estado que conquistará a los conquistadores de Troya.

¿Hasta qué punto está basada en los hechos la epopeya troyana? Los arqueólogos, como lo sabemos, han descubierto nueve niveles de un antiguo asentamiento en la costa asiática del Helesponto, o los Dardanelos, frente a Gallípoli. Su ubicación, en los cruces de las rutas comerciales de la Edad de Bronce, provocaría ataques y saqueo, lo que pueden explicar las pruebas, a diferentes niveles, de frecuentes demoliciones y reconstrucciones. El Nivel VIIA, que contenía fragmentos de oro y otros artefactos de una ciudad real y mostraba señales de haber sido violentamente destruida por manos humanas, fue identificada con la Troya de Príamo, y su caída fue fechada cerca del fin de la Edad de Bronce, hacía 1200 a.C. Es muy posible que las ambiciones comerciales y marítimas de Grecia entraran en conflicto con Troya y que la predominante entre las varias comunidades de la península griega reuniese aliados para un ataque concertado contra la ciudad, del otro lado de los estrechos. El rapto de Helena, como lo sugiere Robert Graves, pudo ser verdadero, en represalia por algún anterior ataque griego. Éstos fueron los tiempos micénicos en Grecia, cuando Agamenón, hijo de Atreo, era rey de Micenas en la ciudadela que tiene la Puerta del León. Sus oscuros restos aún se hallan sobre una colina al sur de Corinto, donde las amapolas son de un rojo tan profundo que parecen empapadas, para siempre, en sangre de los Atrídas. Alguna causa violenta, por la misma época de la caída de Troya, pero probablemente sobre un periodo más intenso, puso fin a la supremacía de Micenas y de Cnosos, en Creta, con la que estaba vinculada. La cultura micénica conocía las letras, como lo sabemos hoy, desde que la escritura llamada Lineal B, descubierta en las ruinas de Cnosos, fue identificada como forma temprana del griego. El periodo que siguió al desplome de Micenas constituye un negro vacío, de unos dos siglos, llamado la Edad de las Tinieblas Griegas, cuya única comunicación con nosotros es por medio de artefactos y fragmentos. Por alguna razón no explicada aún, las lenguas escritas parecen haberse desvanecido por completo, aunque la recitación de las hazañas de los antepasados de una edad heroica claramente se transmitían, por vía oral, de generación en generación. La recuperación, estimulada por la llegada del pueblo dorio, del norte, se inició en torno del siglo X a.C., y de esa recuperación surgió el inmortal celebrador cuya epopeya, formada por cuentos y leyendas de su pueblo, inició la corriente de la literatura occidental. Por lo general, se presenta a Homero recitando sus poemas acompañado por una lira, pero los 16 000 versos de la Ilíada y los 12 000 de la Odisea, ciertamente fueron escritos, por él o dictados por el mismo a un escriba. Sin duda había textos a disposición de los diversos bardos de los dos o tres siglos siguientes que, en complementarios relatos de Troya, introdujeron material de tradiciones orales para llenar los huecos que dejara Homero. El sacrificio de Ifigenia, el talón vulnerable de Aquiles, la aparición de Pentesilea, reina de las amazonas, como aliada de Troya y muchos de los episodios más memorables proceden de estos poemas del ciclo poshomérico que han llegado a nosotros por medio de resúmenes hechos en el siglo II d.C., de textos hoy perdidos. La Chipria, llamada así por Chipre, patria de su supuesto autor, es la más completa y primera de estas obras, y fue seguida, entre otras, por la Destrucción de Troya, de Artino, y la Pequeña Ilíada, obra de un bardo de Lesbos. Después de ellos, poetas líricos y los tres grandes trágicos abordaron temas troyanos, y los historiadores griegos discutieron sobre sus testimonios. Luego, autores latinos siguieron elaborando el relato antes y —especialmente— después de Virgilio, añadiendo ojos de joyas al Caballo de Madera y otras fábulas deslumbrantes. La distinción entre historia y fábula se desvaneció cuando los héroes de Troya y sus aventuras ocuparon los tapetes y las crónicas de la Edad Media. Héctor se convierte en uno de los Nueve Hombres Dignos al mismo nivel que Julio César y Carlomagno.

Especulaciones sobre hechos alternativos:
La pregunta de sí existió una base histórica para el Caballo de Madera, fue planteada por Pausanias, viajero y geógrafo latino, con curiosidad de verdadero historiador, quien escribió una Descripción de Grecia, en el siglo II d.C. Llegó a la conclusión de que el Caballo debía representar alguna especie de “máquina de guerra” o arma de sitio porque, según arguye, tomar la leyenda literalmente sería imputar “verdadera locura” a los troyanos53. La pregunta sigue provocando especulaciones en el siglo XX. Sí la máquina de sitio era un ariete, ¿por qué no lo emplearon como tal los griegos? Si era el tipo de aparato por el cual los atacantes podían subir a lo alto de las murallas, sin duda fue locura aún mayor de los troyanos meterlo, sin abrirlo antes. De este modo, podemos seguir interminablemente por los senderos de lo hipotético. El hecho es que, aunque tempranos monumentos asirios muestran un aparato similar, no hay pruebas de que en la tierra griega en los tiempos micénicos y homéricos se utilizara esa clase de máquina de guerra al sitiar una ciudad. Tal anacronismo no habría preocupado a Pausanias, porque en su tiempo —y especialmente mucho después— era normal dar al pasado los atributos y máquinas del presente. En realidad, se aplicaba todo tipo de estratagemas al poner sitio a lugares murallados, o fortificados, en las tierras bíblicas, en la guerra del segundo milenio a.C. (2000-1000), que cubre el siglo generalmente atribuido a la Guerra de Troya. El ejército atacante, si no lograba penetrar por la fuerza, trataría de entrar por la astucia, valiéndose de una treta para ganarse la confianza de los defensores, y un historiador militar ha dicho que “la existencia misma de leyendas sobre la conquista de ciudades por estratagemas atestigua que hay un núcleo de verdad”54. Aunque no menciona el Caballo de Madera, Herodoto, en el siglo V a.C., deseó atribuir a los troyanos una conducta más inteligente de la que les atribuía Homero. Sobre la base de lo que unos sacerdotes de Egipto le contaron en el curso de sus investigaciones, Herodoto afirma que Helena nunca estuvo en Troya durante la guerra sino que permaneció en Egipto donde había recalado con París cuando su nave fue desviada de su curso, después de ser raptada ella de Esparta. El rey del lugar, disgustado por el innoble comporta miento de Paris al seducir a la esposa de un huésped, le ordenó partir. A Troya sólo llegó con París el fantasma de Helena. Si hubiese sido real, arguye Herodoto, sin duda Príamo y Héctor la habrían entregado a los griegos, antes que sufrir tantas muertes y calamidades. No pudieron estar tan “obsesionados” que soportaran tantas calamidades por ella, o por Paris, que no era precisa mente muy admirado por su familia. Habla allí la razón. Como Padre de la Historia, Herodoto pudo saber que en las vidas de sus súbditos, el sentido común rara vez es un determinante. Arguye, además, que los troyanos aseguraron a los enviados griegos que Helena no estaba en Troya pero que no les creyeron porque los dioses deseaban la guerra y destrucción de Troya para mostrar que grandes males causan grandes castigos.

Responsabilidad humana y destino:
Sondeando el significado de la leyenda, tal vez aquí es donde Herodoto llegue más cerca de él. En la busca de significado no debemos olvidar que los dioses (o Dios, para el caso) son un concepto de la mente humana; son criaturas del hombre, y no al revés. Se les necesita y se les inventa para dar significado y propósito al enigma que es la vida en la Tierra, para explicar extraños e irregulares fenómenos de la naturaleza, hechos azarosos y, ante todo, una conducta humana irracional. Existen para soportar la carga de todo lo que no podemos comprender salvo por intervención o designio sobrenatural. Esto puede decirse en especial del panteón griego, cuyos miembros están diaria e íntimamente relacionados con los seres humanos y son susceptibles a todas las emociones de los mortales, si no a sus limitaciones. Lo que hace que los dioses sean tan caprichosos y faltos de principios es que en la concepción griega están desprovistos de valores morales y éticos... como un hombre al que le faltara una sombra. Por consiguiente, no tienen escrúpulo en engañar, a sabiendas; a los mortales, o hacer que violen juramentos y cometan otros actos desleales y vergonzosos. La magia de Afrodita hizo que Helena huyera con París, Atenea mediante engaños logró que Héctor luchara contra Aquiles. Lo que es vergonzoso o insensato en los mortales lo atribuyen a la influencia de los dioses. “A los dioses debo esta calamitosa guerra”, se lamenta Príamo, olvidando que habría podido suprimir la causa enviando a Helena de vuelta en cualquier momento (suponiendo que estuviera allí, como lo estaba, y muy activamente, en el ciclo homérico), o entregándola cuando Menelao y Odiseo llegaron por ella. La intervención de los dioses no salva a los hombres de la acusación de insensatez; antes bien, es el recurso del hombre para rechazar esa responsabilidad. Homero comprendió esto cuando hizo que Zeus se quejara, en la primera sección de la Odisea, de lo lamentable que era que los hombres achacaran a los dioses la fuente de sus males, “cuando es por la ceguera de sus propios corazones” (o, específicamente, por su “codicia e insensatez”, en otra traducción) por lo que caen sobre ellos sufrimientos “más allá de lo que está ordenado”. Ésta es una afirmación notable pues, si los resultados son de hecho, peores de lo que el destino les reservaba, significa que actuaban la elección y el libre albedrío, y no alguna implacable predestinación. Como ejemplo, Zeus cita el caso de Egisto, quien sedujo a la mujer de Agamenón y asesinó al rey a su regreso, “aunque sabia la ruina que esto entrañaría ya que nosotros mismos enviamos a Hermes a advertirle que no asesinara al hombre ni amara a su mujer, pues Orestes, al crecer, tenía que vengar a su padre y desear su patrimonio”. En pocas palabras, aunque Egisto sabía bien los males que resultarían de su conducta, procedió, no obstante ello, y pagó el precio.

La funesta diosa Até:
La “irreflexión”, como lo sugirió Herodoto, es lo que quita al hombre la razón. Los antiguos lo sabían, y los griegos tuvieron una diosa para ella. Llamada Até, fue la hija —y, significativamente, en algunas analogías, la hija mayor— de Zeus. Su madre fue Eris, o la Discordia, diosa de la Lucha (que en algunas versiones es otra identidad de Até). La hija es la diosa, junto a ella, o separado, de la Irreflexión, el Mal, el Engaño y la Ciega Insensatez, que hacen a sus víctimas, “incapaces de elección racional” y ciegas ante las distinciones de la moral y la conveniencia. Dada su herencia combinada, Até tenía una poderosa capacidad de dañar y fue, de hecho, la causa original, antes del Juicio de Paris, de la Guerra de Troya, la primera lucha del mundo antiguo. El relato de Até, tomado de las primeras versiones —la Ilíada, la Teogonía de Hesíodo, casi contemporáneo de Homero y principal autoridad en genealogía olímpica, y la Chipria—, atribuye su acto inicial al despecho, al no haber sido invitada por Zeus a la boda de Peleo y la ninfa Tetis, futuros padres de Aquiles. Entrando en el salón, maliciosamente hace rodar bajo la mesa la Manzana de Oro de la Discordia, con la inscripción “Para la más Bella”, lo que inmediatamente despierta la rivalidad de Hera, Atenea y Afrodita. Zeus, como esposo de una y padre de otra de estas damas celosas, y deseando evitarse dificultades si se le pone como juez, envía a las tres contendientes al monte Ida, donde un joven y bello pastor, con fama de experto en cuestiones de amor, puede hacer el difícil juicio. Desde luego, éste es Paris, cuya fase rústica se debe a circunstancias que no nos interesan aquí, y de cuya elección se deriva un conflicto, tal vez mucho mayor del que la propia Até se había propuesto. Sin vacilar ante los daños que pudiera causar, Até, en otra ocasión, inventó una complicada triquiñuela por la cual se difirió el nacimiento de Hércules, hijo de Zeus, y antes de él nació un niño inferior, privando a Hércules de su derecho de primogenitura. Furioso por este truco (que en realidad parece caprichoso, hasta para una inmortal), Zeus expulsó del Olimpo a Até, para que en adelante viviera en la Tierra, entre los hombres. Según su relato, la Tierra se llama el Prado de Até, no el Prado de Afrodita ni el Jardín de Démeter, ni el Trono de Atenea o algún otro título más grato sino que, como los antiguos tristemente sabían que lo era, el reino de la insensatez. Los mitos griegos enfocaban toda contingencia. Según una leyenda narrada en la Ilíada, Zeus arrepentido de lo que había hecho, creó a cuatro hermanas llamadas Litai, o Plegarias para el Perdón, que ofrecieron a los mortales los medios de librarse de su locura, pero sólo si ellas respondían. “Seres cojos, arrugados, con la vista baja”, las Litai siguen a Até, o la insensatez apasionada (a veces traducida como Ruina o Pecado), como curadoras. Si un hombre Reverencia a las hijas de Zeus cuando se le acercan, Es recompensado, son atendidas sus plegarias; Pero si se burla de ellas y las rechaza Ellas regresan a Zeus y piden que la locura acose a ese hombre hasta que el sufrimiento le haya quitado la arrogancia. Mientras tanto, Até vino a vivir entre los hombres y no perdió tiempo en causar la famosa disputa de Aquiles con Agamenón y su consiguiente ira, que llegó a ser el punto principal de la Ilíada y que siempre ha aparecido tan des proporcionada. Cuando por fin termina la pugna que tanto ha dañado a la causa griega, prolongando la guerra, Agamenón censura a Até, o el Engaño, por haberse obsesionado él por la muchacha que arrebató a Aquiles. El engaño, hija mayor de Zeus, la maldita que engaña a todos y los descarría. …me arrebató mí esposa. Ha enredado a otras ante mí… Y, podríamos añadir, muchas desde entonces, a pesar de las Litai. Una vez aparece en la terrible visión de Marco Antonio cuando, contemplando la pila de cadáveres a sus pies, prevé cómo “el espíritu de César, sediento de venganza con Até a su lado, gritará ‘Ruina’ y soltará los perros de la guerra".

Los antropólogos han sometido los mitos a infinitas clasificaciones y a algunas teorías con excesiva imaginación. Se dice que, como producto de la psique, son los medios de sacar temores ocultos y realizaciones deseadas, o de reconciliarnos con la condición humana o de revelar las contradicciones y las dificultades, sociales y personales, a las que los hombres se enfrentan en la vida. Los mitos son considerados como “cartas” o “ritos” o al servicio de otro número de funciones. Todo esto o parte de esto puede ser o no ser válido; de lo que podemos estar seguros es de que los mitos son prototipos de la conducta humana y que un rito al que sirven es el de la cabra atada con un hilo escarlata y enviada al desierto, para que se lleve los errores y los pecados de la humanidad. La leyenda comparte con el mito y con algo más una conexión histórica, por muy tenue y remota que sea, y casi olvidada. El Caballo de Madera no es un mito en el sentido de Cronos que devora a sus hijos o de Zeus que se transforma en un cisne o en una lluvia de oro con propósitos de adulterio. Es una leyenda sin elementos sobrenaturales salvo la ayuda de Atenea y la intrusión de las serpientes, que fueron añadidas, sin duda, para dar a los troyanos una razón de rechazar el consejo de Laocoonte (y que son casi demasiado impositivas, pues no parecen dejar a los troyanos gran opción sino escoger el curso que los lleva a la ruina). Y, sin embargo, continúa abierta siempre la opción factible: la de destruir el Caballo. Capis el Viejo, lo recomendó, antes de la advertencia de Laocoonte, y Casandra después. Pese a las frecuentes referencias, en la epopeya, a que la caída de Troya estaba escrita, no fue el destino sino la libre elección la que introdujo al Caballo dentro de sus murallas. El "Destino" como personaje de leyenda representa la realización de lo que el hombre espera de sí mismo. (B.Truchman)

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